El sol declinaba hacia la desnuda línea de alturas que rodeaban el angosto valle. Cabalgando a la cabeza de la partida, de regreso de Liu, donde dejaron a Chou bien provisto de medicamentos para el pastor enfermo, el Padre Chisholm habíase resignado ya a acampar otra noche al raso, antes de alcanzar la Misión. De pronto, en un recodo del camino, divisó tres hombres, vestidos con sucios uniformes de algodón y que, la cabeza baja y apoyando el fusil en la cadera, avanzaban lentamente hacia ellos. Era ya una cosa familiar. Pululaban por la provincia soldados desbandados e irregulares, provistos de armas adquiridas de contrabando. Aquellos hombres solían formar grupos errabundos. Chisholm pasó ante ellos diciendo:
—La paz sea con vosotros.
Y acortó el paso de su caballo para esperar que se le reuniesen sus compañeros. Al volverse, sorprendióle la expresión de terror que se pintaba en los semblantes de los dos portadores de la Misión e incluso en el de su propio sirviente.
—Parecen hombres de Wai —dijo Josué mostrando el camino que se extendía ante los caballos—. Y hay más.
El sacerdote volvió a girar en redondo. Una veintena de individuos uniformados de verde se acercaban por el camino, levantando con sus pisadas blancuzca polvareda. En la ya sombreada ladera, moviéndose en una línea irregular, se veían, por lo menos, otros veinte hombres. Chisholm cambió una mirada con Fiske.
—Continuemos —dijo.
Un momento después se encontraban los dos grupos.
Chisholm, sonriendo, pronunció su saludo habitual e hizo continuar a su bestia por el centro del camino. Los soldados, boquiabiertos, con expresión estúpida, abrieron paso maquinalmente. El único que de ellos iba montado, un jovenzuelo con una maltratada gorra picuda y un cierto talante de autoridad reforzado por un galón de cabo puesto de cualquier modo en su bocamanga, detuvo, indeciso, su peludo caballo.
—¿Quiénes son ustedes y adónde van?
—Somos misioneros y regresamos a Paitan —dijo con calma el Padre Chisholm, volviendo la cabeza por encima del hombro y persistiendo en seguir adelante, en vanguardia de su gente.
Ya casi habían cruzado a través de la sucia, confusa y atónita horda. Tras Francisco iban Fiske y su mujer, seguidos por Josué y por los dos portadores.
El cabo, aunque incierto, estaba satisfecho en parte.
El encuentro resultaba vulgar y nada peligroso. Pero, de pronto, el de más edad de los portadores perdió la cabeza. Sintióse empujado hacia delante por la culata de un fusil cuando pasaba entre los soldados, y dejó caer su fardo, soltó un alarido de pánico y se precipitó, en busca de cobijo, hacia los matorrales de la montaña.
Chisholm reprimió una exclamación de enojo. En el inminente crepúsculo hubo un segundo de dubitativa inmovilidad. Luego, sonó un tito, y otro, y otros más. Los ecos retumbaban en los montes. Cuando la azul figura del acarreador, encorvado hasta casi tocar tierra, se desvaneció entre los matorrales, los soldados prorrumpieron en un ronco clamor de decepción. Abandonando su obtusa actitud de asombro, rodearon a los misioneros, dirigiéndoles palabras furiosas y resentidas.
Como previera Chisholm, la reacción del cabo fue inmediata. —Tienen ustedes que venir con nosotros— dijo.
—Somos sólo misioneros —protestó Fiske con calor—. Carecemos de bienes y somos gente honrada.
—La gente honrada no huye. Tienen que presentarse ante Wai, nuestro jefe.
—Les aseguro…
—Wilbur —intervino la señora Fiske—, más vale que te calles. Sólo conseguirás poner las cosas peor.
Estrechamente rodeados por los soldados, viéronse rudamente impelidos a lo largo del sendero que poco antes habían atravesado. Unos cinco li más atrás, el joven jefe, volviéndose hacia el oeste, empezó a seguir un torrente seco que remontaba, tortuoso y pedregoso, la montaña. En lo alto de la quebrada se detuvo el grupo.
Allí se veía a un centenar de mal vestidos soldados, dispersos a voluntad, unos fumando, otros masticando betel, otros quitándose parásitos de los sobacos o librándose del barro seco que se acumulaba entre los dedos de sus pies. Sentado sobre una piedra lisa, cruzadas las piernas, la espalda apoyada en la ladera de la barranca, cenando ante un fuego de estiércol, estaba Wai-Chu.
A la sazón contaba unos cincuenta y cinco años y se había tornado grueso y ventrudo, con una inmovilidad más intensa y diabólica. Su cabello untuoso, que llevaba largo y con raya en medio, caía sobre una frente tan replegada por un ceño perpetuo, que sus ojos oblicuos se convertían en meras líneas. Tres años antes, una bala le había arrancado los dientes y el labio superior. La cicatriz resultante era horrible. A pesar de ello, Francisco reconoció al jinete que le escupió en la cara, junto a la puerta de la Misión, la célebre noche de la retirada. Hasta entonces, el sacerdote había soportado su arresto con compostura; pero en presencia de aquel rostro artero, infrahumano, que bajo su inexpresión delataba, a su vez, que también había reconocido a Francisco, éste notó el corazón súbita y duramente oprimido.
Mientras el cabo relataba las circunstancias de la captura, Wai, impasible, seguía comiendo. Los dos palillos gemelos enviaban a su garganta un torrente de arroz caldoso y de trozos de cerdo desde el recipiente que acercaba a su barbilla. De repente, dos soldados comparecieron en escena, llevando al portador fugitivo. Con un empujón final, lo arrojaron junto al fuego. El desgraciado cayó de rodillas, muy cerca de Wai, los brazos cruzados a la espalda, jadeante, pronunciando frases inarticuladas, en un frenesí de temor.
Wai siguió comiendo. Luego, con naturalidad, sacó el revólver del cinto y disparó. Alcanzado en el acto de suplicar, el portador cayó de bruces, agitándose aún su cuerpo en el suelo. Una especie de pulpa rojiza y cremosa brotó de su destrozado cerebro. Antes de que los ecos del disparo se extinguiesen, Wai reanudó su cena.
La señora Fiske lanzó un grito ahogado. Los soldados, aparte alzar un momento las cabezas, no prestaron más atención al incidente. Los dos que habían conducido al portador arrastraron fuera el cadáver y, sistemáticamente, lo despojaron de ropas, botas y la calderilla que llevaba. Asqueado, mudo, el sacerdote miró a Fiske, que permanecía a su lado, muy pálido.
—Calma, calma… No muestre sus sentimientos o todos estamos perdidos.
Esperaron. El insensato y frío crimen había colmado de horror el ambiente. A un signo de Wai, el segundo de los portadores fue empujado hacia delante y obligado a prosternarse. El sacerdote, asaltado por un presentimiento terrible, sintió un vuelco en el estómago. Pero Wai se limitó a decir, dirigiéndose a todos en general:
—Este hombre, su criado, saldrá inmediatamente para Paitan e informará a los amigos que tengan allí de que ustedes se hallan temporalmente confiados a mis atenciones. Es costumbre entregar una dádiva a cambio de semejante hospitalidad. A mediodía de pasado mañana, dos de mis hombres esperarán a este mensajero a media li de la Puerta Manchú. Él avanzará hacia ellos, yendo completamente solo. Es de desear —añadió Wai tras una pausa inexpresiva— que lleve la referida dádiva voluntaria.
—Poco provecho encontrará usted en huéspedes como nosotros —dijo Fiske, con voz en que latía la indignación—. Ya he indicado que carecemos de bienes terrenales. —Solicito cinco mil dólares por persona. Nada más. Fiske respiró, algo aliviado. La suma, aunque grande, no era imposible para una Misión tan rica como la suya.
—Entonces, permita a mi mujer ir con el mensajero.
Ella se ocupará de que el dinero sea pagado.
Wai no dio signos de haber oído. Durante un desasosegado momento, el Padre Chisholm temió que su compañero, harto ya, provocara un escándalo. Pero Fiske se volvió, rebosando furia, al lado de su esposa. El mensajero fue despachado, torrente abajo, tras una última orden del cabo. Wai levantóse entonces y, mientras sus hombres hacían preparativos de marcha, se dirigió a su trabado caballo, moviéndose con toda naturalidad. El ver aparecer los pies del muerto bajo un madroño cercano impresionaba como una terrible alucinación.
Fueron traídos los corceles de los misioneros, hízose montar a los cuatro cautivos y se les enlazó entre sí mediante largas cuerdas de cáñamo. La cabalgata se puso en camino al cerrar la noche.
Al galope que llevaban, toda conversación era imposible. Chisholm se abandonaba a sus pensamientos, concentrados en el hombre que los retenía en espera de rescate.
En los tiempos últimos, lo mucho que había declinado el poder de Wai condujo a éste a muchos excesos. Antes fue un tradicional señor de la guerra, dominador del distrito con su ejército de tres mil hombres; y era comprado por las ciudades, imponía exacciones y tributos y vivía con feudal esplendor en su amurallada fortaleza de Tou-en-lai. Pero, gradualmente, había descendido hasta acabar por conocer días ruinosos. En la cúspide de su notoriedad llegó a pagar cincuenta mil taeles por una concubina en Pekín. Ahora, en cambio, vivía a salto de mata, mediante minúsculos pillajes. Batido decisivamente en dos batallas campales con los mercenarios vecinos, se alió primero con los Min-tuan y, luego, en un acceso de capricho malévolo, con los Yu-chi-tui, enemigos de los primeros. La verdad era que ninguno de ambos bandos deseaba su dudosa ayuda. Degenerado, enviciado, terminó luchando por su propia cuenta. Sus hombres desertaban de continuo. Según disminuía la escala de sus operaciones, aumentaba su ferocidad. Cuando llegó a la humillación de hallarse con doscientos guerrilleros escasos, sus pillajes y quemas se convirtieron en un tórrido motivo de temor. Como un caído Lucifer, sus odios se nutrían de sus antiguas glorias y sentíase enemigo de todo el género humano.
La noche fue interminable. Los cautivos cruzaron una cordillera de bajas montañas, atravesaron dos riachuelos y chapotearon durante una hora sobre pantanosas llanuras. Fuera de esto y de conjeturar que viajaban hacia el Oeste, a juzgar por la posición de la Estrella Polar, Chisholm no tenía el menor conocimiento del terreno que recorrían. Dada su edad, y hecho al paso manso de su cabalgadura, aquella veloz carrera, llena de saltos, le sacudía los huesos hasta hacérselos crujir. Pero reflexionaba, conmiserativo, en que también los Fiske sufrían igual zarandeo por el amor de Dios. En cuanto al pobre Josué, aunque bastante recio y flexible, era probable, dada su juventud, que estuviese muy asustado. El sacerdote se prometió regalar al muchacho, al volver a la Misión, el caballo roano que Josué codiciaba silenciosamente desde hacía seis meses. Chisholm cerró los ojos y oró por la salvación del grupo.
Sorprendióles el alba en un inhabitado yermo de rocas y arena removida por el viento. No había más vegetación que algunos dispersos matojos de amarillenta hierba. Una hora después oyóse rumor de agua corriente, y pronto, tras una escarpadura, se divisó la arruinada ciudadela de Tou-en-lai, que era un hacinamiento de viejas casas de adobes, rodeadas por un muro almenado, maltrecho y ennegrecido por el humo de muchos asedios. Junto al río se elevaban las viejas columnas bruñidas de un templo budista, de derrumbadas techumbres.
Una vez dentro del recinto de la muralla, el grupo echó pie a tierra y Wai, sin decir palabra, penetró en su morada, la única casa habitable del lugar. El aire matutino era frío, cortante. Mientras los misioneros, atados aún, tiritaban en pie sobre el fango endurecido del suelo, buen número de mujeres y viejos salieron de las diminutas cuevas que perforaban el monte, como celdillas de una colmena, y se unieron a los soldados. Todos, charlando, contemplaban a los cautivos.
—Agradeceríamos que nos dieseis comida y donde descansar —dijo Chisholm, dirigiéndose al grupo en general.
—¡Comida y dónde descansar!…
Las palabras fueron repetidas, pasando de boca en boca entre los mirones, como si fuesen algo muy curioso y divertido. El sacerdote, paciente, continuó:
—Ya veis lo fatigada que está la misionera —la señora Fiske, en efecto, se hallaba a dos dedos de caer desvanecida—. Acaso haya entre vosotros alguien bien intencionado que dé a esta señora té caliente.
—¡Té… té caliente! —coreó la turba, que cada vez se acercaba más a los prisioneros.
Al fin estuvieron tan próximos que casi los tocaban.
De pronto, con simiesca codicia, un viejo que había en primera fila arrebató la cadena del reloj de Fiske. Áquella fue la señal para un pillaje en masa. Dinero, breviarios, biblias, anillos de boda, el viejo lápiz de plata del sacerdote, todo… En tres minutos se vieron despojados los cautivos de cuanto no fueran sus calzados y ropas.
Concluido el expolio, aún hubo una mujer que reparó en la hebilla de azabache que llevaba la señora Fiske en la cinta del sombrero. Inmediatamente echó mano a la hebilla. Dándose cuenta, con desesperación, del peligro que corría, la señora Fiske forcejeó y lanzó un agudo grito defensivo. Pero en vano. Hebilla, sombrero y peluca fueron arrancados por la mano tenaz de la atacante. En un momento, la calva cabeza de la señora Fiske relampagueó en el aire como una vejiga de manteca, con grotesca y terrible desnudez.
Hubo un murmullo. Luego, estalló un tumulto de risas, un paroxismo de clamorosas burlas. La señora Fiske, cubriéndose el rostro con las manos, rompió en ardientes lágrimas. El doctor, trémulo, quiso cubrir la calva de su mujer con su pañuelo de coloreada seda; Pero, en un instante, el pañuelo fue arrebatado también. «¡Pobre mujer!», pensó el Padre Chisholm, apartando los ojos, compasivo.
La repentina llegada del cabo hizo concluir la hilaridad tan rápidamente como se había iniciado. La multitud se dispersó y los misioneros fueron llevados a una de las cuevas, poseedora, como distinción, de una pesada puerta, que se cerró ruidosamente a sus espaldas. Oyeron correr cerrojos.
El Padre Chisholm dijo, tras una pausa:
—Ahora, por lo menos, estamos solos.
Siguió un silencio más prolongado. El menudo doctor, sentado en el térreo suelo, rodeando con un brazo el talle de su llorosa mujer, dijo con voz sombría:
—Fue la fiebre amarilla… La cogió el primer año de nuestra llegada a China… Y, la pobre, lo sintió tanto… ¡Cuántos trabajos nos hemos tomado para que nadie supiera que…!
—Y nadie lo sabrá —repuso en el acto el sacerdote—. Josué y yo seremos silenciosos como una tumba. Cuando volvamos a Paitan se remediará el… el daño.
—¿Oyes, querida Inés? No llores más, amor mío.
Los sofocados sollozos amenguaron y, luego, cesaron del todo. Lentamente, la señora Fiske alzó los ojos, lacrimosos, ribeteados de rojo los párpados.
—Son ustedes muy bondadosos —murmuró con voz aún dificultada por el llanto.
—Esto es lo único que me han dejado. Si de algo le puede servir…
Y el Padre Chisholm sacó de su bolsillo interior un pañuelo de algodón, de color castaño.
La mujer lo tomó, humilde y agradecida; se lo anudó a la cabeza como una cofia e hízose un nudo, como las alas de una mariposa, detrás de las orejas.
—Vamos, querida —dijo Fiske dándole una palmadita en la espalda—. Ya pareces encantadora otra vez.
—¿De verdad? —sonrió ella, con tímida coquetería, algo más levantado su ánimo—. Ea, veamos lo que se puede hacer para poner este yao-fang en orden.
Lo que podía hacerse era poco. En la cueva, de unos tres metros de profundidad, no había otra cosa que algunos cacharros rotos y una oscuridad húmeda. El aire y la claridad sólo penetraban por algunos resquicios de la barreada entrada. Era un lugar inhóspito como una tumba. Pero todos estaban tan cansados que se tendieron en tierra y pronto durmieron.
Por la tarde los despertó el rechinar de la puerta al abrirse. Una franja de fantástica claridad solar penetró en el yao-fang. Después, una mujer ya madura entró, llevando un cántaro de agua caliente y dos hogazas de pan negro. Quedóse mirando al Padre Chisholm, mientras éste, sin hablar, tendía una hogaza al doctor Fiske y repartía la otra con Josué. En la actitud de aquella mujer, en su rostro moreno y un tanto adusto, había algo que le llamó la atención.
—¡Cómo! —exclamó con sobresalto—. ¡Tú eres Ana!
Ella no respondió. Sostuvo retadoramente la mirada del cura y, luego, volviéndose, salió.
—¿Conoce usted a esa mujer? —preguntó Fiske.
—No estoy seguro… Sí, sí lo estoy. Era una alumna de la Misión… y huyó de ella…
—Eso no es muy honroso para las enseñanzas de ustedes —dijo Fiske hablando con acritud por primera vez.
—¡Quién sabe! —le replicó Francisco.
Por la noche todos durmieron mal. Su encierro se les hacía más incómodo de hora en hora. Establecieron turnos para descansar junto a la puerta, a fin de respirar mejor el poco aire que penetraba en aquella lóbrega caverna. El doctor repetía de vez en cuando:
—¡Qué pan tan horrible! ¡Dios mío! Parece que se me ha hecho un nudo en el duodeno…
A mediodía del día siguiente compareció Ana otra vez, con más agua caliente y una escudilla de mijo. Chisholm creyó mejor no interpelarla por su nombre.
—¿Cuánto tiempo vamos a pasar aquí?
Pareció, al principio, que la mujer no pensaba responder. Después, dijo con indiferencia:
—Los dos hombres han marchado a Paitan. Cuando vuelvan, ustedes quedarán libres.
Fiske, inquieto, intervino:
—¿No puede proporcionarnos unas mantas y mejor comida? Lo pagaremos.
Ella movió negativamente la cabeza. Mas cuando salió y cerró, dijo a través de las rejas:
—Páguenme, si quieren. Pero les falta muy poco que esperar. Mejor dicho, nada.
—¡Nada! —gruñó Fiske cuando la mujer se fue—. Quisiera que esa individua sintiera su vientre como yo siento el mío.
—No te desanimes, Wilbur —exhortóle su esposa hablando en la oscuridad—. Recuerda que ya hemos pasado otra aventura igual.
—Pero entonces éramos jóvenes, no viejos machuchos a punto de volver a nuestra tierra. Este Wai nos odia especialmente a los misioneros porque hemos contribuido a echar a rodar el buen orden antiguo, cuando el bandolerismo era un gran negocio.
Su mujer insistió:
—Debemos mantenernos optimistas todos. Necesitamos distraernos. No hablando, porque entonces empezarían ustedes a discutir de religión. Pero juguemos a algo. A lo más tonto que se nos ocurra. Jugaremos a: «¿Es animal, vegetal o mineral?». ¿Estás despierto, Josué? Bien; escucha y te explicaré cómo se hace.
Emprendieron el juego adivinatorio con heroico vigor. Josué mostraba sorprendentes aptitudes para el caso. Luego, la animada risa de la señora Fiske se apagó de pronto. Todos guardaron profundo silencio. Sobrevino una desganada apatía. Se movían de un modo inquieto y desasosegado y caían, a veces, en ratos de agitado sueño.
Durante todo el día repitió Fiske, una y otra vez:
—¡Esos hombres ya debieran haber vuelto, Dios mío! Las manos y cara del doctor ardían. La falta de sueño y de aire le producían fiebre. Ya había anochecido cuando un fuerte clamor y mucho ladrar de perros indicaron que alguien llegaba. Siguió un silencio opresivo.
Al fin oyeron pisadas cercanas y se abrió la puerta.
A una orden salieron los cautivos, poco menos que a gatas. La frescura del aire nocturno, la sensación de libertad y de espacio les infundía un alivio casi delirante.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Fiske—. ¡Ya nos hemos libertado!
Un piquete de soldados los condujo a presencia de Wai-Chu.
Éste se hallaba sentado en su morada, sobre una esterilla, con una lámpara y una larga pipa a su lado. La estancia, majestuosa de proporciones, pero en gran abandono, estaba impregnada del olor un tanto acre de adormidera. Junto al general se hallaba un soldado cuyo antebrazo aparecía vendado con un sucio y mugriento harapo. El cabo y cinco hombres más se alineaban junto a la pared, sosteniendo en sus manos pesados baquetones.
Siguió a la introducción de los prisioneros un penetrante silencio. Wai los miró con honda y meditativa crueldad, una crueldad recóndita, que se adivinaba más que se leía tras la máscara de su rostro.
—La dádiva voluntaria no ha sido pagada —dijo con voz carente de toda emoción, sin una inflexión siquiera—. Cuando mis hombres se acercaban a la ciudad para recibirla, uno fue muerto, y el otro, herido.
Un escalofrío recorrió el cuerpo del Padre Chisholm. Sucedía lo que él temió. Repuso:
—Probablemente, el mensaje no ha sido entregado. El portador estaba atemorizado y quizás haya huido a su casa de Shansi, en vez de ir a Paitan.
—Es usted muy hablador. Diez golpes en las piernas. El sacerdote lo esperaba. Era una pena dura. La baqueta con que le azotó un soldado laceraba sus muslos y sus espinillas.
—El mensajero era criado nuestro —dijo la señora Fiske, con sus pálidas mejillas coloreadas por la indignación—. Si ha huido, la culpa no es de los Shang-Fu.
—También usted es demasiado habladora. Veinte bofetadas.
La mujer recibió veinte manotazos dados de plano en ambas mejillas, mientras su marido, a su lado, temblaba y luchaba consigo mismo.
—Dígame, puesto que tan sabio es —Wai se dirigía a Francisco—: Si su sirviente huyó, ¿por qué se esperaba a mis emisarios y por qué se hizo fuego a traición sobre ellos?
Chisholm hubiera querido decir que en aquellos tiempos la guarnición de Paitan estaba siempre alerta y pronta a disparar en cuanto avistaba un soldado de Wai. Tenía la certeza de que tal era la explicación. Pero juzgó más discreto refrenar su lengua.
—Ahora ya no es usted tan charlatán. Diez golpes en la espalda por mantener un silencio indebido.
—¡Déjenos volver a nuestras Misiones! —exclamó Fiske, extendiendo las manos y gesticulando como una mujer agitada—. Le juro solemnemente que será usted pagado Sin la menor vacilación.
—No soy tan necio.
—Pues envíe otro de sus soldados a la calle de las linternas con un mensaje que escribiré yo mismo. Envíelo inmediatamente.
—¿Para que me lo maten también? Quince golpes por suponerme un mentecato.
El médico, bajo los golpes, rompió en lágrimas.
—Merece usted compasión —balbuceó—. Le perdono, pero le compadezco, le compadezco…
Durante la pausa que se produjo fue fácil observar una sombría expresión de regocijo en las contraídas pupilas de Wai. Se volvió a Josué. El muchacho era sano y fuerte. Y Wai necesitaba reclutas a toda costa.
—Dime: ¿estás dispuesto a reparar tu culpa alistándote bajo mi bandera?
—Agradezco el honor —repuso firmemente Josué—, pero es imposible.
—Renuncia a tu diabólico dios extranjero y serás perdonado.
Chisholm padeció un instante de cruel suspensión, disponiéndose a la humillación y al disgusto de ver ceder al muchacho.
—Moriré contento por el verdadero Señor de los cielos.
—Treinta golpes por ser un malvado tan contumaz.
Josué no dejó escapar un solo grito. Sufrió el castigo con los ojos bajos. Ni un gemido se le oyó. Pero cada golpe hacía parpadear a Chisholm.
—¿No aconseja usted a su sirviente que se arrepienta?
—Nunca —repuso el sacerdote con energía, iluminada su alma por la valentía del muchacho.
—Veinte golpes en las piernas por esa reprensible obstinación.
Al duodécimo golpe en la espinilla, sonó un agudo chasquido. Un congojoso dolor invadió la rota extremidad.
«¡Oh Señor —pensó Francisco—, ése debía de ser el más débil de mis pobres huesos!».
Wai miró a sus cautivos con decisivo talante.
—No puedo continuar albergándolos. Si no llega el dinero mañana, preveo que va a sucederles algún mal.
Y los despidió inexpresivamente. Chisholm avanzó, cojeando, por el patio. En el yao-fang hízole sentar la señora Fiske y le quitó la bota y el calcetín. Fiske, ya algo repuesto, procedió a reacomodar el hueso roto.
—No tengo ni una mala tabilla; sólo estos andrajos… Su voz sonaba trémula y aguda. Prosiguió:
—Es una fractura mala. Si no descansa usted bien, vendrán complicaciones. Fíjese cómo me tiemblan las manos. ¡Dios mío, ayúdanos! ¡Nosotros, que nos íbamos a América el próximo mes! No nos iremos, no…
—¡Vamos, Wilbur! —apaciguóle ella, tocándole suavemente.
Fiske, silencioso, terminó de vendar la pierna lesionada. Ella dijo:
—Tenemos que mantenernos animados. Si cedemos hoy, ¿qué será mañana?
No estaba, quizá, de más que la mujer los preparase así.
Por la mañana fueron sacados los cuatro al patio, donde se hacinaba toda la población de Tou-en-lai, rumorosa ante el espectáculo que le esperaba. Los cautivos llevaban las manos atadas a la espalda, y bajo los brazos se les había pasado una caña de bambú. Dos soldados asieron los extremos de cada caña y, alzando de este modo a los prisioneros, les hicieron describir seis vueltas alrededor de la explanada. Cada círculo era menor que los anteriores y acercaba progresivamente a los prisioneros a la fachada de la casa —fachada acribillada a balazos— donde se hallaba sentado Wai.
Entre la tortura que le causaba su pierna rota y aquella estúpida ignominia, el Padre Chisholm sentía un terrible abatimiento, rayano en la desesperación, viendo a criaturas formadas por las manos de Dios hallar placer y motivo de fiesta en la sangre y las lágrimas de sus semejantes. Hubo de sofocar la terrible insinuación de que Dios no podía formar seres así…
Vio que varios de los soldados empuñaban fusiles y ello le hizo esperar un próximo fin clemente. Pero, tras una pausa, y a un signo de Wai, los cautivos fueron conducidos por el empinado sendero que llevaba hasta algunos sampanes amarrados junto a una angosta franja de guijo, en la orilla del río. Allí, ante la multitud reunida de nuevo, los cautivos fueron arrastrados corriente adentro y amarrados a sendas estacas clavadas en el fondo. El agua tenía metro y medio de profundidad.
El cese de la amenaza de una ejecución súbita era tan inesperado, tan intenso el contraste con la sucia lobreguez de la, caverna, que resultaba imposible evadirse a una sensación de alivio. El contacto del agua, clara como el cristal, helada por la altura de las montañosas fuentes en que nacía, reanimó a los misioneros. La pierna del sacerdote dejó de dolerle. La señora Fiske esbozó una débil sonrisa. Ver su valor desgarraba el alma.
Sus labios articularon estas palabras:
—Aquí, al menos, nos limpiaremos…
Pero, a la media hora, se produjo un cambio. Chisholm no osaba mirar a sus compañeros. El río, al principio vigorizador, parecía enfriarse más cada vez, perdiendo la tonicidad de su contacto y comprimiendo hasta el paroxismo sus cuerpos y, sobre todo, sus extremidades inferiores.
Cada latido del corazón, al forzar a la sangre a correr por las heladas arterias, producía una pulsación penetrante y congojosa. Las cabezas, emergiendo sobre las aguas, flotaban, como incorpóreas, en una bruma rojiza. El sacerdote, a pesar de que sus sentidos se ofuscaban, esforzóse en averiguar la razón de aquella tortura y recordó que era la «prueba del agua», un sadismo aplicado con intermitencias, consagrado por la tradición e inventado por el tirano Tchang. El castigo encajaba bien en los propósitos de Wai, porque, probablemente, traducía su aún no perdida esperanza de que el rescate fuera pagado. Francisco reprimió un gemido. Si estaba en lo cierto, sus sufrimientos no habían acabado aún.
El médico, con los dientes castañeteantes, se esforzaba en hablar:
—Esto es notable… Una perfecta demostración de la angina de pecho… Sangre intermitentemente lanzada a través de un constreñido sistema vascular. ¡Oh Dios, Señor de las almas! —gimió luego—. ¿Por qué nos has abandonado? Mi pobre mujer… gracias a Dios, se ha desmayado… ¿Dónde estoy? ¡Inés, Inés!
Y perdió el conocimiento.
El sacerdote volvió trabajosamente los ojos hacia Josué. La cabeza del muchacho, apenas visible para su vista ofuscada, parecía la de un decapitado, la de un juvenil San Juan Bautista sobre una bandeja de veloces aguas. ¡Pobre Josué… y pobre José! ¡Cuánto añoraría éste a su primogénito! Francisco dijo con dulzura:
—Hijo, tu valor y tu fe… me son muy gratos.
—Esto no es nada, maestro.
Una pausa. El sacerdote, hondamente conmovido, hizo un esfuerzo para vencer el sopor que le dominaba.
—Quería decirte, Josué, que cuando volvamos a la Misión te regalaré el caballo roano.
—¿Piensa el maestro que volveremos a la Misión?
—Si no es así, Josué, Dios te dará un caballo mejor, con el que cabalgarás en los cielos.
Otra pausa. Josué añadió con voz débil:
—Creo, Padre, que preferiría el caballito de la Misión. Una oleada llenó los oídos de Francisco, concluyendo la conversación y sumiéndole en intensas tinieblas. Cuando el sacerdote recobró el conocimiento, él y todos estaban de nuevo en la cueva, en mojado montón. Pasó un momento procurando tornar a la conciencia de sí mismo y oyó a Fiske decir a su esposa, con el quejoso acento en que se había trocado su voz:
—Al menos, estamos fuera de aquel espantoso río…
—Sí, querido Wilbur, fuera… pero, o mucho me engaño, o ese rufián volverá a sumergirnos mañana en el agua.
La mujer hablaba con un tono tan natural como si discutiese la minuta de la comida. Prosiguió:
—No nos ilusionemos, querido. Si nos conserva la vida es porque quiere matarnos de otro modo más horrible.
—¿Y… no temes, Inés?
—Lo más mínimo, y tú tampoco debes asustarte. Necesitamos probar a esos pobres paganos… y al Padre… cómo mueren los buenos cristianos de Nueva Inglaterra.
—Eres una mujer valiente, querida Inés.
El sacerdote sintió casi la presión del brazo de la mujer en torno al cuerpo de su esposo. Estaba muy excitado. Le acometía un apasionado interés por sus compañeros, tan diferentes de él los tres, y tan queridos para él, sin embargo. ¿No habría modo de escapar? Con la frente apretada contra el suelo, rechinantes los dientes, pensó, pensó…
Una hora después, cuando Ana entró con un plato de arroz, se interpuso entre ella y la puerta.
—¡Ana! No niegues que eres Ana. ¿Ésta es tu gratitud por lo que hicimos por ti en la Misión? No —dijo, viendo que, ella intentaba salir—. No te permitiré irte hasta que me escuches. Tú eres aún hija de Dios y no puedes consentir que seamos asesinados lentamente. En su nombre te ordeno que nos ayudes.
—No puedo hacer nada.
En la oscuridad de la cueva era imposible ver el rostro de la mujer. Pero su voz, aunque huraña, sonaba sumisa.
—Puedes hacer mucho. Deja la puerta abierta, sin correr el cerrojo. Nadie te culpará de ello.
—¿De qué serviría? Los caballos están encerrados.
—No necesitamos caballos, Ana.
En los ojos bajos de la mujer apareció una chispa interrogativa.
—Si salen ustedes de Tou-en-lai a pie, los apresarán al día siguiente.
—Nos iremos en un sampán, río abajo.
—Imposible —dijo Ana, moviendo la cabeza con vehemencia—. Hay rápidos fortísimos.
—Más vale ahogarnos en los rápidos que aquí.
—Me es igual donde se ahoguen. Eso no es cosa mía. Ni tampoco —añadió con súbita violencia— el ayudarles en nada.
De pronto, el doctor Fiske alargó el brazo en la oscuridad y asió la mano de la mujer.
—Escuche, Ana, cójame los dedos y atienda. Haga usted esto y no le pesará. ¿Comprende? Deje abierta la puerta esta noche.
Hubo una pausa. Ana vaciló. Luego, retiró lentamente la mano.
—No. Hoy no puedo.
—Tiene usted que poder.
—Lo haré mañana… ¡Mañana, mañana!
Y, con singular cambio de modales, con repentina violencia, la mujer inclinó la cabeza y salió de la cueva, corriendo. La puerta se cerró tras ella con fuerte golpe.
Un silencio más intenso que antes señoreó la gruta.
Nadie creía que la mujer cumpliese su palabra. Y aunque pensara cumplirla, ¿qué era su promesa, teniendo en cuenta las cosas que podrían ocurrir al día siguiente?
—Estoy enfermo —murmuró Fiske, quejumbroso, apoyando la cabeza en el hombro de su mujer.
En la oscuridad oíasele dar golpes explorativos en su propio pecho.
—Tengo las ropas empapadas todavía —deploró—. ¿Oyes este sonido tan feo? Es congestión… ¡Dios mío!, y yo que pensaba que no había torturas como las inquisitoriales.
Pasó penosamente la noche, la mañana era fría y oscura. Cuando la luz se filtró por los intersticios de la puerta y empezaron a oírse voces en el patio, la señora Fiske se incorporó con una expresión resueltamente sublime en su rostro, aún coronado por el pañuelo que le envolvía la cabeza.
—Padre Chisholm, puesto que es usted el sacerdote de más edad, le ruego que ore por nosotros antes de que vayamos a sufrir el martirio.
Chisholm se arrodilló junto a la mujer. Todos se enlazaron por las manos. Francisco oró lo mejor que pudo, quizá tan bien como no lo había hecho en su vida. Luego, los soldados acudieron a buscarlos.
La debilidad de los cautivos les hizo hallar el río más frío que la otra vez. Fiske lanzó un grito histérico cuando le metieron en el agua. Para el Padre Chisholm era todo una visión brumosa.
Sus pensamientos se confundían. La inmersión, la purificación por el agua… Una gota y se salva uno… ¿Cuántas gotas habría allí? Millones y millones… Y cuatrocientos millones de chinos esperaban, para ser salvados, una gota de agua cada uno…
—¡Padre, querido Padre Chisholm! —gritó la señora Fiske, con los ojos turbios, presa de una repentina alegría febril— o Todos están mirándonos desde la orilla. Démosles un ejemplo. Cantemos. ¿Qué himno común poseen nuestras Iglesias? El de Navidad, desde luego… Y tiene un estribillo muy hermoso. Vamos, Josué, Wilbur, todos…
Y en un tono alto y trémulo, empezó:
Venid todos los fieles
Alegres y triunfantes…
Francisco se unió a los demás:
Venid todos los fieles,
al portal de Belén.
A última hora de la tarde estaban los prisioneros otra vez en la cueva. El médico yacía de lado. Respiraba con dificultad. Habló con acento de triunfo:
—Pulmonía congestiva. Ya lo sabía ayer. Sonido falso en el vértice y crepitaciones. Lo siento, Inés, aunque… casi me alegro.
Nadie contestó. La señora Fiske, con sus dedos empapados, rugosos, empezó a acariciar la ardorosa frente de su marido. Todavía estaba acariciándole cuando Ana llegó. Pero esta vez la mujer no traía ninguna vitualla.
Permaneció en la entrada, mirándolos con una especie de rezongona hurañía. Al fin dijo:
—He dado la cena de ustedes a los soldados. Les ha parecido una gran ocurrencia. Váyanse de prisa, antes de que descubran su error.
Reinó un absoluto silencio. Chisholm sintió saltar su corazón dentro de su cuerpo demacrado, exhausto. Parecía imposible que por su propia voluntad pudiese abandonar la cueva. Dijo:
—Dios te bendiga, Ana. No has olvidado al Señor y el Señor no te ha olvidado a ti.
Ella no contestó. Miraba al sacerdote con sus ojos negros e inescrutables, en los que él nunca había sabido leer, ni siquiera aquella noche en que la recogió entre la nieve. Pero le producía una fervorosa satisfacción el ver que Ana hacía honor a sus enseñanzas, de modo inequívoco, ante el doctor Fiske. La mujer permaneció un instante en la puerta y, luego, se alejó.
Fuera de la gruta reinaba la oscuridad. En el yao-fang inmediato se oían risas y voces contenidas. Al otro lado del patio brillaba una luz en el pabellón de Wai. Las cuadras y los alojamientos de los soldados tenían también una débil iluminación. El repentino ladrido de un perro estremeció los torturados nervios del sacerdote. La liviana esperanza que les impelía era como un dolor nuevo, sofocante por su intensidad.
Cautelosamente, Francisco se esforzó en mantenerse derecho. Pero le fue imposible y cayó a tierra. El sudor perlaba la frente. La pierna rota, hinchada hasta ser tres veces más voluminosa de lo habitual, no le permitía dar un paso.
En un cuchicheo dijo a Josué que se echara a la espalda al casi inerte doctor y lo llevara sigilosamente hasta los sampanes. Los vio alejarse, acompañados por la señora Fiske. Josué se doblegaba bajo la carga y procuraba hábilmente mantenerse protegido por las sombras de las rocas. El ligero rodar de una piedra suelta llevó a los oídos del Padre un rumor que le pareció capaz de despertar a los muertos. Pero pronto respiró. Nadie había escuchado aquel rumor más que el misionero. A los cinco minutos volvió Josué. Inclinándose sobre el hombro del joven y apoyándose en él, Chisholm bajó el sendero, lenta y penosamente.
Fiske estaba ya tendido en el fondo del sampán, y su mujer se acurrucaba a su lado. El sacerdote se puso a popa. Alzando con ambas manos su pierna inválida, la colocó de manera que no estorbase, como si fuera un leño inútil, y se acodó en la borda. Mientras Josué, a proa, desanudaba la amarra que retenía la navecilla, Francisco se aferró al remo timonero, dispuesto a manejarlo.
De pronto, estalló un grito en lo alto del acantilado. Siguió otro y, luego, hubo rumor de carreras. Sobrevino una gran conmoción; los perros ladraban con violencia. Dos antorchas flamearon en la oscuridad y, entre voces agudas y excitadas y gran tumulto de pies, las luces empezaron a descender por el sendero del río.
En la angustiosa inmovilidad del cuerpo del sacerdote, sólo sus labios se agitaban. Pero permaneció silencioso. Josué, que ya se afanaba en la retorcida cuerda, conocía el peligro y no le era menester la confusión suplementaria de una orden.
Al fin, lanzando un «¡ah!», de consuelo, el muchacho logró soltar la cuerda y se dejó caer sobre los bancos de la barca. En el mismo momento sintió Chisholm flotar el sampán, y, reuniendo cuantas fuerzas le quedaban, lo impulsó hacia el centro de la corriente. Un segundo, al salir de junto al margen, giraron en el agua, sin rumbo, y, luego, comenzaron a deslizarse río abajo. En la orilla, tras ellos, las antorchas iluminaron un grupo de presurosas figuras. Crepitó un fusil, seguido por una descarga irregular. La proa cortaba el agua con una especie de tajante zumbido. Ahora avanzaban de prisa, mucho más de prisa, y casi estaban ya fuera del alcance de las armas. Chisholm contemplaba las tinieblas que se levantaban ante ellos como una muralla y sentía un alivio febril cuando, de pronto, en medio del disperso tiroteo, un violentísimo choque parecióle alejarle de la noche y de la realidad. Su cabeza osciló al contacto de lo que parecía una enorme piedra vigorosamente arrojada. Fuera del golpe abrumador, no sintió dolor alguno. Una bala le había atravesado la mandíbula superior del lado derecho. Nada dijo. El fuego cesó. Ninguno más había sido herido.
El río los impulsaba ahora a intimidante velocidad. Francisco tenía la certeza de que, antes o después, la corriente se uniría al Huang. No podía ser de otro modo. Se inclinó hacia Fiske y, viendo que había recobrado el conocimiento, procuró reanimarle.
—¿Cómo se siente usted?
—Muy bien, teniendo en cuenta que estoy agonizando… —y reprimió una tosecilla—. Siento haberme portado como una indigna vieja, Inés.
—No digas eso, querido.
El sacerdote se incorporó tristemente. La vida de Fiske se extinguía. Y su propia resistencia estaba casi agotada. Hubo de vencer un irreprimible anhelo de llorar.
Un aumento en el rumor del río les indicó que se acercaban a aguas revueltas. Aquel ruido pareció disipar la poca visualidad que a Chisholm le quedaba. Nada veía. Con el único remo de la barca procuró mantenerla en el centro de la corriente. Y cuando sintió el sampán precipitarse hacia abajo, el sacerdote encomendó a Dios las almas de todos.
Había rebasado todo cuidado, toda comprensión de las causas de que la barca pudiera resistir aquel inaudito fragor, que le colmaba con una estupefacción profunda. Asíase al inútil remo mientras saltaban y se hundían invisiblemente. A veces parecían desplomarse en el vacío, como si el sampán hubiese perdido la tablazón del fondo. Cuando, con un crujido de rotura, la celeridad del bote se detuvo, Francisco pensó que se iban a pique. Pero otra vez se lanzaron hacia delante. El agua, como hirviendo, los rodeaba, saltaba hacia ellos según descendían entre remolinos. Cada vez que Francisco creía ya alejado el peligro, un nuevo fragor sobrevenía, los alcanzaba, los devoraba… En una angosta curva del río, la barca tropezó con loca fuerza contra la margen rocosa, arrancando las ramas bajo los árboles inclinados de la ribera. Luego, saltaron, giraron, fueron precipitados una vez más hacia delante. El cerebro de Chisholm se sentía trepidante, baqueteado, como prendido en aquellos remolinos, y se hundía, se hundía, se hundía…
Ya mucho más abajo, la calma del agua mansa devolvióle un tanto el conocimiento. Frente a ellos, una estrecha franja de aurora se cernía sobre una ancha extensión de aguas casi bucólicas… Era imposible precisar la distancia recorrida, aunque Francisco adivinaba vagamente que podían ser muchos li. Sólo le constaba una cosa: que habían llegado al Huang y que flotaban plácidamente sobre su superficie, hacia Paitan.
Quiso moverse, pero no pudo, porque la debilidad le aherrojaba. La pierna lisiada pesábale más que el plomo, y su rostro herido le producía una insoportable neuralgia. Con un increíble esfuerzo, logró arrastrarse lentamente bote adelante, apoyándose en las manos. Aumentaba la claridad. A proa, Josué, molido, pero vivo, dormía hecho un ovillo sobre sí mismo. En el fondo del sampán yacían juntos Fiske y su mujer. Ella le sostenía la cabeza con el brazo y le escudaba con su cuerpo, guardándole del agua introducida en la barca. La señora Fiske estaba despierta y relativamente serena. Examinándola, el sacerdote sintió un inmenso sobresalto. Ella había mostrado más fortaleza que ninguno. Los ojos de la misionera respondieron con una vaga negación a la mirada interrogante del sacerdote. Éste comprendió que el médico estaba a punto de expirar.
Fiske, en efecto, sólo alentaba de un modo espasmódico, con intervalos en que no respiraba siquiera. Mascullaba un murmullo continuo. Sus ojos, fijos ya, continuaban abiertos. De pronto, apareció en ellos una expresión difusa, insegura. La sombra de un movimiento cruzó sus labios. No era nada, pero, aun así, aquel «nada» encerraba la insinuación de una sonrisa. Su murmullo asumió una forma coherente.
—No se enorgullezca mucho, querido amigo de lo de Ana… —un estertor—. Ni de la enseñanza que usted la transmitió… —otro estertor—. Yo la soborné… —un débil rubor de risa—. Le di el billete de cincuenta dólares… que siempre he escondido en el zapato… —Marcó una pausa de débil triunfo—. Pero Dios le bendiga, de todos modos… querido amigo…
Pareció más feliz ahora que había dicho su sentencia final. Cerró los ojos. Cuando salió el sol entre torrentes de repentina luz, los fugitivos advirtieron que Fiske había expirado.
Volviendo a popa, Chisholm vio a la señora Fiske colocar debidamente las manos de su marido sobre el pecho. A su vez, miró, ofuscado, sus propias manos. La parte superior de sus muñecas estaba extrañamente cubierta de rojas y salientes manchitas. Tocándolas resbalaban a lo largo de la piel, como perdigoncillos. «Algún insecto ha debido de picarme por la noche, mientras yo dormía» pensó.
Más tarde, entre los vapores de la mañana, divisó a lo lejos, río abajo, las chalanas de los pescadores con cormoranes. Cerró los ojos, donde sentía un dolor como de latido. El sampán avanzaba, avanzaba en la dorada bruma, hacia las barcas pesqueras…