XI

Las anchas hojas del baniano seguían dándole sombra mientras, sentado a la mesa del jardín, volvía las hojas de su diario con manos que, cual en una singular visión, aparecían ahora sarmentosas y un tanto trémulas. Ya, desde luego, el viejo Fu no podía mirarle, como no fuese a través de alguna rendija del cielo. En lugar de él, dos jóvenes hortelanos se inclinaban sobre las azaleas, mientras el Padre Chou, el sacerdote chino, menudo, suave y mesurado, paseaba, breviario en mano, a una respetuosa distancia, y ponía la mirada filial de sus cálidos ojos negros en Francisco Chisholm.

El sol de agosto llenaba de fuerte luz el recinto de la Misión, como el chispear de un vino dorado. Los gritos de contento de los niños que jugaban en el patio de recreo advirtieron a Chisholm de la hora. Las once. Sus niños… O, como se apresuró a rectificar, los hijos de sus niños… ¡Qué arteramente se había precipitado el tiempo sobre él, llenándole de años el regazo, uno tras otro, tan de prisa que no le dejó lugar para organizarlos siquiera!

Una cara agradable y encarnada, rolliza y sonriente, osciló, ante la abstraída mirada del sacerdote, sobre el borde de un vaso lleno de leche. Francisco forzó un ceño severo cuando se le acercó la Madre María de las Mercedes, enojado porque aquellas atenciones cariñosas le recordaban su ancianidad. Sólo tenía sesenta y siete años —sesenta y ocho cumpliría en el mes siguiente—, y ¿qué era eso? Nada. Se sentía más vigoroso que cualquier joven.

—¿No le he dicho que no me traiga leche?

Ella sonrió, apaciguadora. Era vigorosa, activa y maternal.

—Le será necesaria, Padre, si se empeña en hacer ese viaje tan largo e innecesario. No veo por qué no había de hacerlo —añadió tras una pausa— el Padre Chou y el doctor Fiske.

—¿No lo ve?

—No.

—Es lamentable, querida Hermana. Se me figura que no está usted bien de la cabeza.

Y sonrió con indulgencia, procurando lisonjear a la monja.

—Vamos… ¿Digo a Josué que ha decidido usted no ir?

—Dígale que tenga los caballos ensillados antes de una hora.

La miró alejarse. La monja movía la cabeza con reproche. Él sonrió de nuevo, con el triunfo de quien impone su voluntad. Luego, sorbió su leche, sin poner cara adusta, puesto que la ausencia de la Madre no lo hacía ya necesario, y reanudó su pausado examen del diario que tenía ante los ojos. Últimamente, había dado en aquel hábito. Era una especie de retorno al ayer, evocado según iba volviendo al azar las páginas maltrechas, de bordes desgastados, del viejo cuaderno.

Aquel día, por rara casualidad, abrió la fecha que rezaba «Octubre 1917», y leyó:

A pesar de la mejoría de las circunstancias en Paitan, de la buena cosecha de arroz y de que mis pequeños han vuelto de Liu en buen estado de salud, me he hallado en estos meses muy abatido. No obstante, un sencillo incidente me ha causado hoy una singular felicidad.

Había pasado cuatro días fuera, asistiendo a la reunión anual que el Prefecto apostólico ha creído conveniente instituir en Hsin-Hsiang. Siendo el misionero más remoto del vicariato, yo me juzgaba libre de semejantes excursiones. En realidad, los misioneros somos tan pocos y estamos tan diseminados —no pasamos de ser el Padre Surette, sucesor del pobre Thibodeau, los tres sacerdotes chinos de Kansu y el Padre Van Dwyn, el holandés de Rakai—, que no me parecía que el caso mereciese un viaje tan largo por el río. Pero hube de ir y estuvimos «cambiando impresiones». Yo, naturalmente, tuve la indiscreción de hablar contra los «métodos agresivos de cristianización». Incluso me acaloré y cité las palabras del primo del señor Pao: «Ustedes, los misioneros, vienen con su Evangelio y lo descargan contra las cosas de nuestra tierra». Esto me hizo caer en desgracia del Padre Surette, un dinámico sacerdote que se complace en su fuerza muscular, que ha ido destruyendo, en veinte li a la redonda de Hsin-Hsiang, todos los diminutos y lindos santuarios budistas que se alzan al borde de los caminos, y que, además, se jacta de haber alcanzado una increíble hazaña, la de proferir cincuenta mil exclamaciones piadosas en un solo día.

En el viaje de retorno me abrumaba el remordimiento. ¡Cuántas veces he tenido que escribir lo mismo en este libro!: «Un nuevo fracaso. Ayúdame, Señor, a refrenar mi lengua». En Hsin-Hsiang me tomaron, sin duda, por un sujeto extravagante.

Por vía de mortificación, no quise usar camarote en el barco. En cubierta, a mi lado, había un hombre con una jaula llena de ratas cebadas, que iba comiendo, progresivamente, ante mis asqueados ojos. Para colmo, llovía mucho, soplaban fuertes ráfagas y yo estaba, como me lo merecía, mareadísimo.

Al desembarcar en Paitan, más muerto que vivo, hallé una anciana esperándome en el húmedo y desierto muelle. Al acercarme vi que era mi antigua amiga la abuela. Hsu, que durante la guerra cocía habichuelas en un bote de leche, en el recinto de la Misión. Es la persona más pobre y humilde de mi Parroquia.

Vi con sorpresa que su rostro se iluminaba al divisarme. Con voz precipitada me dijo que, por lo mucho que me echaba de menos, llevaba tres tardes en el embarcadero, bajo la lluvia, esperando mi llegada. Luego, me regaló seis bollitos rituales, de azúcar y harina de arroz. No son para comer, sino para cosas tales como ofrendarlos a las imágenes de Buda, las mismas que derriba el Padre Surette… Una ocurrencia cómica… Pero ¿y la satisfacción de saber que uno es querido e indispensable, al menos, para una persona?

Mayo 1918.— En esta hermosa mañana, mi primer grupo de jóvenes colonos ha partido para Liu. Son veinticuatro en conjunto —puedo añadir discretamente que doce de cada sexo— y han marchado con gran entusiasmo, entre muchos ademanes de suficiencia y muchas admoniciones prácticas de nuestra buena y reverenda Madre María de las Mercedes. Aunque la llegada de ésta me conturbó grandemente en su día —porque la comparaba, desolado, con mi recuerdo de la Madre María Verónica—, en realidad es una buena mujer, capacitada, amable y dotada de una gran previsión.

La vieja Meg Paxton, la pescadera de Cannelgate, solía decirme qué yo no era tan tonto como parecía. Me siento orgulloso de mi inspiración de colonizar Liu, que será el mejor resultado de la Misión de San Andrés. Aquí, hablando lisa y llanamente, no habría bastante trabajo para todos nuestros jóvenes, según vayan creciendo. Haberlos recogido del arroyo para arrojarlos a él otra vez, después de educarlos benévolamente, sería una estupidez del peor género y Liu, por su parte, recibiría una inyección de sangre nueva. La tierra es allí amplia, y el clima, estimulante. Cuando haya bastante número de colonos instalaré en Liu a un sacerdote joven. Anselmo tendrá que enviarme uno, aun a costa de volverlo loco con mis importunidades…

Entre la excitación y las ceremonias me he sentido muy fatigado anoche. Estos casamientos en masa no son cosa de risa, y el ceremonial chino, en estos casos, deja destruídas las cuerdas vocales. Acaso mi depresión sea física, o quizá sólo una mera reacción. Estoy un poco entumecido y necesito un descanso como el comer. Los Fiske, abandonando su rutina, se han tomado seis meses de vacaciones en Virginia, donde su hijo se ha establecido ahora. Los añoro mucho. Su substituto, el reverendo Ezra Salkins, me hace comprender cuán afortunado soy teniendo tan blandos y apacibles vecinos. El Shang-Fu Ezra no es ninguna de ambas cosas, sino un hombre corpulento, con una especie de irradiación perenne, una manera de estrechar la mano a lo Club Rotario y una sonrisa de tocino derretida. Hoy me gritó, mientras me trituraba los dedos: «Pídame cualquier cosa en que pueda servirle, hermano, cualquier cosa…».

Los Fiske habrían sido mis huéspedes de honor en Liu. Pero Ezra no. Antes de sesenta segundos, hubiera cubierto la tumba del Padre Ribiero con inquisiciones de: «¿Te has salvado, hermano?». ¡Oh Dios! Me siento molesto y malhumorado, y creo que se debe al pastel de ciruelas que la Madre María de las Mercedes me hizo comer en el banquete de bodas.

Julio 1922.— Me ha hecho realmente feliz una larga carta que, con fecha 10 de junio de 1922, me ha enviado la Madre María Verónica. Tras muchas vicisitudes, tribulaciones de la guerra y humillaciones del armisticio, la buena Madre ha sido, al fin, recompensada con el nombramiento de Superiora del Convento Sixtino, en Roma. Esa casa es la sede de su Orden, una antigua y hermosa fundación en las altas laderas que se extienden entre el Corso y el Quirinal, dominando los Saporelli y la bella iglesia de los Santi Apostoli. Es un cargo de primera categoría, aunque no excesivo para lo que ella merece. Me parece que la Madre está contenta… y en paz. Sus cartas me traen tales fragancias de la Ciudad Santa —esta frase es digna de Anselmo—, de la ciudad que siempre ha sido objeto de mis más tiernos anhelos, que he osado formar un plan. Cuando llegue mi licencia por enfermedad, ya aplazada dos veces, ¿quién me impide visitar Roma, quitarme las botas en los mosaicos de San Pedro y visitar, de paso, a la Madre María Verónica? Cuando escribí en abril a Anselmo Mealey, felicitándole por su nombramiento de rector de la iglesia-catedral de Tynecastle me aseguró, en respuesta, que yo tendría un coadjutor en el término de seis meses, y «mi tan necesaria licencia», antes de terminarse el año.

Un absurdo escalofrío recorre mis huesos, abrasados por el sol, cuando pienso que me espera tanta dicha. Pero basta… Debo empezar a ahorrar para comprarme ropa. ¿Qué diría la buena abadesa de los Santi Apostoli si el humilde operario que se honra conociéndola compareciese llevando un remiendo en la trasera del pantalón?

17 septiembre 1923.— ¡Oh, qué excitación! Hoy ha llegado el nuevo sacerdote. Al fin tengo un colega. Me parece algo demasiado bueno para ser real.

Al principio, las hieráticas y pomposas frases de Anselmo me hicieron esperar un recio joven escocés, a ser posible pecoso y albino; pero ulteriores indicaciones me prepararon para entendérmelas con un Padre nativo, procedente del Colegio de Pekín. Mi perverso humor fue causa de que nada dijera a las Hermanas sobre el inminente desenlace. Han estado durante varias semanas aguardando al joven misionero de Europa, prontas a agasajarlo. Las Hermanas Clotilde y Marta esperaban un sacerdote galo y barbudo, mientras la pobre Madre María de las Mercedes hizo una novena especial para que el coadjutor fuese de Irlanda. Oh, qué aspecto tenía el honrado rostro hibernés[28] de la Madre cuando interrumpió en mi cuarto y me anunció, trágica y purpurea la faz: «¡El nuevo Padre es un chino!».

Pero el Padre Chou parece un hombrecito admirable, no sólo afable y tranquilo, sino con un profundo sentido de esa extraordinaria vida interior que constituye la más espléndida característica de los chinos. En mis raros viajes a Hsin-Hsiang he conocido algunos sacerdotes nativos y siempre me han impresionado mucho.

El próximo mes salgo para Roma… ¡Mis primeras vacaciones de diecinueve años! Me siento como un escolar de Holywell, a fines de curso, golpeando el pupitre y cantando:

Dos semanitas más, y en vacaciones

traspasaré estos míseros portones.

¿Seguirá gustándole a la Madre María Verónica la conserva de jengibre? Le llevaré un frasco, con riesgo de saber que prefiere los macarrones ¡Ea, la vida es muy alegre! A través de la ventana veo los cedros jóvenes ondulando bajo el viento con loco júbilo. Voy a escribir a Shanghái encargando los billetes. ¡Hurra!

Octubre 1923.— Ayer llegó un cable anulando mi viaje a Roma. Vuelvo ahora de mi paseo vespertino por las orillas del río, donde permanecí largo rato envuelto en la neblina, mirando a los pescadores que utilizan cormoranes en sus tareas. A mí me parece un lamentable modo de atrapar peces. Los pajarracos llevan un anillo al cuello para impedir que se traguen los que pescan. Se aferran, indolentes, a la borda del bote, como si estuviesen hartos de tal asunto. De pronto, el ave se zambulle y emerge con la cola de un pez asomándole por el pico. Sigue una dificultosa ondulación del cuello del cormorán[29]. Cuando se les libra de lo que han cogido, las aves mueven la cabeza con desconsuelo, como si nada les hubiese enseñado la experiencia. Luego, se agazapan otra vez en la borda, meditando, sombrías, recobrando fuerzas para un nuevo éxito y un nuevo fracaso.

Por mi parte, sentíame muy sombrío y fracasado, bien lo sabe Dios. Mientras me hallaba al borde del río color de pizarra, cuyas aguas, impelidas por el viento nocturno, iban a cubrir los hierbajos acuáticos apilados en la orilla como cabelleras, mis pensamientos, extrañamente, no se dirigían a Roma, sino a las corrientes de Tweedside. Me veía, descalzo de pie y pierna, en las rizadas y cristalinas aguas, empuñando una flexible caña truchera.

Últimamente, me hallo cada vez más viviendo de los recuerdos de mi niñez, tan vívidamente evocados como si se hubiesen producido ayer mismo. Éste es un seguro síntoma de que se acerca la ancianidad. Incluso sueño —¿no parece increíble?— con mi amor de adolescente, en mi pobre Nora.

Ya había alcanzado esa fase sentimental de la decepción en que se está dispuesto a soportarlo todo; pero, no obstante, cuando llegó el cable, me resultó, como decía la vieja Meg, «muy duro de aguantarlo».

Ahora casi me he resignado a mi destierro definitivo e irrevocable. Probablemente, es cierto el principio de que el retorno a Europa desorganiza al sacerdote misionero. Al fin y al cabo, al venir a las Misiones nos entregamos a ellas por completo, sin posibilidad de retiro. He de estar aquí toda mi vida. Después descansaré en ese trocito de tierra escocesa donde duerme Willie Tulloch.

Además hallo lógica y justa la aserción de que el viaje de Anselmo Mealey a Roma es más necesario que el mío. Los fondos de la Sociedad no pueden subvenir a dos excursiones así. Y Anselmo hablará mejor al Santo Padre de los progresos de «sus tropas», según nos llama. Mientras mi lengua se mostraría rígida y torpe, la de Anselmo cautivará, consiguiendo fondos y ayudas para las Misiones. Me ha prometido escribirme con amplios detalles de lo que consiga. He de gozar, pues, de Roma subsidiariamente, ser recibido por el Papa con la imaginación y hablar a la Madre María Verónica en espíritu. No me he decidido a aceptar la sugestión de Anselmo de que pase unas vacaciones breves en Manila. La alegría de la ciudad sólo serviría para conturbarme, y yo mismo me burlaría del hombrecito solitario que errase en torno al filipino puerto imaginándose estar sobre las alturas pontinas…

Un mes después.— El Padre Chou se ha instalado en la aldea Liu y nuestras palomas mensajeras van y vienen con celestial velocidad. ¡Qué júbilo me causa ver lo bien que mi plan resulta! Cuando Anselmo vea al Santo Padre, ¿le dirá unas palabras sobre esa joyita engarzada en los vastos paramos, antaño olvidada de todos… menos de Dios?

22 noviembre 1928.— ¿Cómo encerrar una cosa sublime en una frase árida y fría? Anoche murió la Hermana Clotilde. La muerte es un tema sobre el que no me he extendido a menudo en estos abocetados recuerdos de mi imperfecta vida.

Por eso, cuando hace dos meses se durmió tía Polly para siempre en Tynecastle, plácidamente, de vieja y sin sufrir, sólo anoté, luego de recibir la carta de Judit, salpicada de lágrimas: «17 octubre 1927: Polly ha muerto». Consideramos inevitable la muerte de los que sabemos buenos. Pero en otros casos… a veces, incluso los sacerdotes viejos y fogueados nos sentimos conmovidos, como por una revelación.

Sor Clotilde llevaba varios días indispuesta, al parecer levemente. Cuando me llamaron poco después de medianoche, quedé sorprendido al ver el cambio que se había operado en ella. Inmediatamente mandé que Josué, el hijo mayor de José, fuese en busca del doctor Fiske. Pero Sor Clotilde, con expresión extraña, me detuvo. Insinuando una singular sonrisa, dijo que Josué podía evitarse el viaje. Lo manifestó en pocas palabras, pero eran suficientes.

Cuando recuerdo que, años ha, reproché ásperamente a la Hermana por su inexplicable hábito de recurrir a la clorodina, siento ganas de llorar ante mi estupidez. Nunca había pensado lo suficiente en Sor Clotilde, porque la tensión de sus maneras —que le era imposible evitar—, su mórbido temor de ruborizarse, de verse con la gente, de luchar con sus propios sobrecargados nervios, la hacían superficialmente poco atractiva e incluso absurda. Pero debí haber reflexionado en los esfuerzos de tal naturaleza para vencerse a sí misma, y pensado en sus invisibles victorias. En vez de esto, sólo reparé en las derrotas visibles.

Durante dieciocho meses venía Sor Clotilde padeciendo de molestias derivadas de una úlcera crónica en el estómago. Cuando el doctor Fiske le dijo que nada cabía hacer contra la dolencia, Sor Clotilde se propuso sufrir en secreto y librar una oscura batalla. Antes de que me llamasen, ya la primera hemorragia grave postró a la Hermana. A las seis de la siguiente mañana tuvo la segunda y sucumbió plácidamente. Entre tanto, hablamos… pero no me atrevo a registrar nuestra conversación, interrumpida e incoherente, pues podría parecer insulsa y motivar fáciles mofas… Y el mundo —¡ay!— no mejora con las burlas.

Todos quedamos muy trastornados, sobre todo Sor Marta. Ésta es como yo, fuerte como una mula, capaz de vivir eternamente. ¡Pobre Sor Clotilde! La evoco como un ser gentil, tan consagrada al sacrificio que, a veces, vibraba con una reacción de aspereza. Ver un semblante apagarse en paz, afrontar serenamente la muerte, sin temor alguno… ennoblece el corazón.

30 noviembre 1929.— Hoy ha nacido el quinto hijo de José. ¡Cómo corre la vida! ¿Quién hubiera soñado que mi despejado, bravo, gárrulo y afectuoso rapaz encerraba en sí capacidades de patriarca? ¡Acaso su primitiva inclinación a lo dulce debiera habérmelo advertido!… Realmente, se ha convertido ahora en un personaje. Es minucioso, cicatero, oficioso, algo enfático, muy lacónico con los visitantes que, a su juicio, no deben pasar a mi presencia. A mí mismo me amedrenta un poco…

Una semana después.— Más noticias locales. Las botas de gala del señor Chia han sido públicamente izadas en la Puerta Manchú. Esto, aquí, es un honor tremendo, y yo me regocijo por mi antiguo amigo, cuya naturaleza ascética, contemplativa y generosa se ha consagrado siempre a lo razonable y a lo bello, es decir, a lo que es eterno…

Ayer llegó el correo. Antes de presagiar el inmenso éxito de Anselmo en Roma, hace mucho que yo le había vaticinado altos honores en la Iglesia. Y, al fin, su labor en pro de las Misiones le ha valido una adecuada recompensa del Vaticano. Anselmo es ahora el nuevo obispo de Tynecastle. Acaso no haya cosa que someta a más tensión nuestra visión moral que el espectáculo del éxito ajeno. Ello nos ofusca y nos hiere. Pero ahora, cercano a la vejez, me he vuelto miope y no me importa el esplendor de Anselmo. Antes bien estoy contento, adivinando lo supremamente satisfecho que él estará. La envidia es un defecto odioso. Hemos de recordar siempre que a los vencidos les queda lo esencial si tienen a Dios.

Quisiera poder sentirme orgulloso de mi magnanimidad, pero no hay tal magnanimidad, sino mera comprensión de la diferencia existente entre Anselmo y yo, y de lo ridículo que sería que yo aspirase al báculo. Aunque partimos del mismo punto, Anselmo me ha dejado muy atrás en su carrera. Ha desarrollado plenamente sus talentos y es ahora, según leo en «La Crónica de Tynecastle», un «lingüista consumado, músico notable, favorecedor del arte y la ciencia en la diócesis, con un vasto círculo de amigos influyentes». Qué afortunado. Yo no he tenido más que seis amigos en mi monótona vida, y todos, menos uno, eran gente humilde. Debo escribir a Anselmo felicitándole, pero haciéndole comprender, sin embargo, que no pienso aprovechar nuestra amistad para pedirle ventaja. Viva Anselmo. Me entristece, no obstante, el ver lo mucho que él ha hecho de su vida y lo poco que yo he hecho de la mía. He tenido tropezones tan frecuentes… ¡y tan duros!… en mi lucha por buscar a Dios…

30 diciembre 1929.— He pasado casi un mes sin escribir nada en mi diario… desde que llegaron noticias de Judit. Y aún me es difícil anotar ni siquiera el más superficial esbozo de lo que ha pasado en Inglaterra y en mi interior.

Yo me lisonjeaba de haber alcanzado una beatífica resignación respecto a lo irrevocable de mi destierro. Hoy hace dos semanas justas que me sentía complacidísimo de todo. Acababa de inspeccionar mis recientes adiciones a la Misión, esto es: los cuatro arrozales ribereños que compré el año último, el patio ampliado tras el bosquete de moreras blancas, y la caballada nueva. Tras esto, fui a la iglesia para ayudar a los niños a montar; el «nacimiento». Esto me gusta mucho; en parte, por esa lamentable obsesión que he tenido toda mi vida y que los mal pensados atribuirían, quizás, a un reprimido instinto paternal: el amor de los niños, empezando por el queridísimo Niño Jesús y terminando por el más insignificante de los amarillos monicacos que hayan entrado en el recinto de mi Misión de San Andrés.

Hicimos un espléndido portal, con un techo nevado construido de algodón auténtico, y estábamos colocando la mula y el buey tras la cunita. Yo tenía preparadas, además, toda clase de cosas: lucecitas de colores, una linda estrella de cristal que íbamos a colgar en el cielo de ramas de abeto… Viendo los radiantes rostros de los niños que me circuían y escuchando su excitado parloteo —porque ésta es una de las ocasiones en que se permiten ciertos excesos en la iglesia—, experimentaba una admirable sensación de luminosidad, una visión de «nacimientos» navideños dignificando, en todas las iglesias cristianas del mundo, la dulce fiesta pascual, que es, sin duda, incluso para los incrédulos, bella, porque simboliza la fiesta de toda maternidad.

En aquel momento entró uno de los muchachos mayores que me enviaba la Madre María de las Mercedes, con el cable. Es bien seguro que las malas noticias llegan harto de prisa, sin necesidad de lanzarlas con la velocidad del rayo a través de la tierra. Estoy seguro de que, mientras yo leía, mi expresión debió de transformarse. Una de las niñas pequeñas empezó a llorar. El júbilo de mi pecho se extinguió.

Acaso se juzgue absurdo que yo tomase esto con tanto sentimiento. Dejé de ver a Judit cuando ella tenía diez años y pico, esto es, al partir yo hacia Paitan. Pero, mentalmente, he ido viviendo su existencia. Lo poco frecuente de sus cartas hacía que éstas resaltasen como cuentas de rosario en una cadenita.

La fuerza de la herencia impelió implacablemente a Judit. Nunca sabía a punto fijo lo que deseaba ni a dónde iba. Mas, mientras Polly estuvo a su lado, nunca la muchacha pudo ser víctima de su propio capricho. Durante la guerra prosperó, como muchas otras jóvenes, trabajando con muy buen salario en una fábrica de municiones. Se compró un abrigo de pieles y un piano —¡qué bien recuerdo la carta en que me daba alegremente tales nuevas!— y logró mantenerse en su esfuerzo merced a la sensación de apremio que flotaba en el aire. Aquélla fue su mejor época. Terminada la guerra, había pasado de los treinta años, las oportunidades eran escasas y Judit, gradualmente, abandonó todo pensamiento de una carrera y se entregó a una vida tranquila con Polly, comparo tiendo el pisito de Tynecastle y ganando con la madurez —o, al menos, era de esperarlo así— un mayor equilibrio.

Judit parecía haber mirado siempre con recelo al otro sexo y no tener idea alguna de matrimonio. Contaba cuarenta años cuando Polly murió; nadie hubiera sospechado que a Judit se le ocurriese dejar su celibato. Sin embargo, a los ocho meses del sepelio de Polly, Judit se casó… y, más tarde, fue abandonada.

No hay por qué descifrar el hecho brutal de que las mujeres suelen hacer cosas muy raras poco antes de llegar a la edad crítica. Pero no es tal la explicación del lamentable drama. Polly legó a Judit unas dos mil libras, suma suficiente para asegurar una modesta rentita anual. Sólo cuando llegó la carta de Judit supe que ésta había sido inducida a que convirtiera su capital en metálico y lo transfiriese a su serio, recto y caballeroso marido, que, al parecer, la había conocido en una casa de huéspedes de Scarborough.

Sin duda, cabría escribir volúmenes enteros sobre ese fundamental tema mundano, empleando el estilo dramático y analítico propio de la elevada manera victoriana, acaso con ese toque de inteligente ironía que ve un profundo y abundante humorismo en la credulidad de nuestra humana naturaleza. Pero el epílogo se resume brevemente en las diez palabras del cablegrama que yo tenía en las manos antes de concluir el «belén». Judit dio a luz un niño, como consecuencia de su tardía y transitoria unión, y murió de sobreparto.

Ahora pienso que ha existido siempre un hilo sombrío uniendo toda la frágil trama de la inconsecuente vida de Judit. Esta mujer era la prueba palmaria, no del pecado —¡cuánto aborrezco y desconfío de esa palabra!—, sino de la debilidad y la estupidez del hombre. Ella daba la razón, la explicación, de nuestra presencia en la tierra, la trágica evidencia de nuestra común mortalidad. Y ahora, de modo diferente, pero con la misma esencial tristeza, esa tragedia mortal y humana se perpetúa de nuevo.

No logro resolverme a mirar con calma el destino de ese infortunado niño que no tiene quien mire por él, no siendo la mujer que ha atendido a Judit, es decir, la misma que me ha enviado noticias del drama. Fácil es situar a tal mujer en su lugar adecuado: se trata, sin duda, de una de esas matronas que dan albergue a embarazadas en situaciones difíciles y un tanto turbias. Necesito contestarle algo, mandarle algún dinero…, esto es, el poco que tengo. Los que nos consagramos a la santa pobreza somos extrañamente egoístas y olvidamos las terribles obligaciones que nos impone la vida. ¡Pobre Nora, pobre Judit y pobre niñito innominado!

19 junio 1930.— Un magnífico y soleado día de principios de estío. Siento el corazón aliviado por la carta recibida esta tarde. El niño ha sido bautizado con el nombre de Andrés, en recuerdo de esta mísera Misión. La noticia me ha hecho reír con senil vanidad, como si yo mismo fuera el abuelo del condenado chiquillo. Acaso, quiera yo o no, esta relación que me impongo haga que el pequeño venga a parar algún día a mis manos. El padre ha desaparecido y no intentaremos localizarlo. Pero si yo envío mensualmente cierta suma, esa mujer, la señora Stevens, que parece persona digna, se hará cargo del niño. Vuelvo a sonreír sin poder evitarlo. Mi carrera sacerdotal ha sido un cúmulo de rarezas, y ahora, el ocuparme de mantener un chiquillo, a una distancia de ocho mil millas, constituirá la extravagancia culminante.

¡Un momento! He puesto el dedo en la llaga con la frase «mi carrera sacerdotal». El otro día, durante una de nuestras amistosas discusiones —creo que sobre el Purgatorio—, Fiske declaró (no sin cierto calor, porque yo llevaba la mejor parte): «Habla usted como una asamblea mixta de predicadores callejeros y miembros de la Alta Iglesia anglicana».

Esto me frenó en seco. Creo que mi educación y aquella temprana e incalculable influencia del buen Daniel Glennie me han inclinado hacia un liberalismo indebido. Amo mi religión, en la que he nacido, en la que he procurado instruirme tanto como me ha sido posible durante más de treinta años, y en la que infaliblemente he hallado las fuentes de toda alegría, de toda perdurable dulzura. Pero, a través de mi aislamiento aquí, mis perspectivas han ido simplificándose y clarificándose con el correr de los años. Si nos atenemos a lo fundamental —el amor a Dios y al prójimo—, ¿no habremos obrado bien? El mundo es un organismo viviente y palpitante, y su salud depende de los billones de células que lo integran… Cada una de estas celulillas es el corazón de un hombre.

15 diciembre 1932.— Hoy, el chiquillo que lleva el nombre del santo Patrón de esta Misión cumple los tres años. Espero que haya pasado bien el día y no haya comido una cantidad excesiva de los dulces que la Casa Burley, de Tweedside, le habrá llevado, según mi orden escrita.

1 septiembre 1935.— ¡Señor, no me consientas obrar como un viejo chocho! Este diario se convierte cada vez más en la tonta evocación de un niño a quien nunca he visto ni veré. Yo no puedo regresar a Inglaterra y él no puede venir a China. Sin embargo, mi obstinación se aferra a este absurdo… Incluso he consultado a Fiske, quien me ha dicho que este clima sería mortal para un niño inglés de tan pocos años.

No obstante, debo confesar que me siento turbado.

Leyendo entre líneas, paréceme que la señora Stevens, últimamente, no tiene mucha suerte en sus cosas. Se ha trasladado a Kirkbridge, que, si no me engaña la memoria, es una población textil, nada atractiva, cerca de Manchester. También el tono de la mujer se ha alterado y empiezo a preguntarme si no se interesará, más que por Andrés, por el dinero que le envío. De todos modos, su párroco la elogia mucho y, hasta la fecha, ella se ha portado admirablemente bien.

Desde luego, la culpa ha sido enteramente mía. Debí haber asegurado el porvenir de Andrés confiándolo a una de nuestras excelentes instituciones católicas… Es mi único pariente carnal, la única memoria viviente de mi pobre Nora… No puedo mostrarme indiferente y no lo haré… Presumo que es mi inveterada obstinación lo que me hace revolverme contra las cosas oficiales. Bien: si es así, Andrés y yo nos atendremos a las consecuencias. Estamos en manos de Dios y dependemos de su voluntad…

Mientras el Padre Chisholm volvía otra hoja, su atención fue reclamada por pisadas de caballos en el recinto. Escuchando, vaciló, no apartándose sino con desgana de aquella soñadora evocación a que se había entregado. Pero aumentaba el sonido, mezclado con voces agudas. Juntó los labios, resignado. Buscó las últimas notas de su diario y, empuñando la pluma, añadió un párrafo:

30 abril 1936.— Estoy a punto de partir para la aldea Liu, con el Padre Chou y el matrimonio Fiske. Ayer llegó el Padre Chou, que quería conocer mi opinión sobre el caso de un pastor a quien él ha hecho aislar, temeroso de que padezca viruela. He decidido acompañar a Chou, porque, con nuestros caballitos y el camino nuevo, no hay más que un par de días de viaje hasta Liu. Luego, he ampliado la idea. Ya que he prometido repetidamente mostrar a los Fiske nuestro poblado modelo, he decidido que hagamos el viaje los cuatro. Ésta será mi última oportunidad de cumplir lo que hace tanto tiempo les prometí al doctor y a su mujer. A fines de este mes vuelven a América. Les oigo llegar ahora, encantados con la excursión… Por el camino ya me las entenderé con Fiske sobre su imprudente descaro… ¡Un predicador callejero yo…!