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A fines de enero se cosecharon en Paitan los primeros gloriosos frutos de la victoria. Francisco celebró que Polly no estuviera presente para verlos. La buena mujer había embarcado la semana antes rumbo a Inglaterra y, si bien la despedida fue triste, en el fondo Chisholm comprendía que era mejor para su tía el marchar.

Una mañana, mientras se dirigía al dispensario, Francisco se preguntaba si sería muy larga la fila de los que iban a buscar arroz. El día antes había ocupado toda la longitud de las tapias de la Misión. Wai, en la furia de la derrota, había hecho quemar cuantas espigas medraban en varias millas a la redonda. La cosecha de batatas era mezquina. Los arrozales, sólo atendidos por mujeres, ya que hombres y búfalos fueron arrebatados por el ejército, habían producido menos de la mitad de lo acostumbrado. Todo andaba escaso y carísimo. En la ciudad, el valor de las conservas había subido cinco veces más y los precios se elevaban de día en día.

Chisholm se apresuró a entrar en el edificio, lleno de gente. Allí estaban las tres Hermanas. Cada una, provista de una medida de madera y de un negro y bruñido recipiente de arroz, se ocupaba en la interminable tarea de verter tres onzas justas de grano en cada escudilla que se le tendía.

Francisco miró, inmóvil. Sus fieles eran pacientes y silenciosos. Pero el entrechocar de los recipientes producía un continuo siseo en el cuarto. Chisholm dijo a la Madre María Verónica, en voz baja:

—No podemos continuar dando esto. Mañana habrá que reducir la ración a la mitad.

—Muy bien —repuso ella, con un gesto de aquiescencia. La tensión de las pasadas semanas había influido en la monja. Francisco la halló más pálida que de costumbre. Sus ojos no se alzaban de sobre su recipiente.

El sacerdote salió un par de veces a la puerta, contando los que quedaban en la hilera. Al fin ésta, con gran consuelo de Chisholm, empezó a menguar. Cruzando de nuevo el recinto, bajó a las despensas del sótano, para hacer recuento de sus provisiones. Por fortuna, dos meses antes giró contra Chia una letra que fue satisfecha con puntualidad. Pero a la sazón, los repuestos de arroz y batatas, que eran usados en cantidades grandes, habían descendido peligrosamente.

Reflexionaba. Aunque los precios fuesen exorbitantes, cabía adquirir vituallas en Paitan. Con súbita resolución, decidió, por primera vez en la historia de la Misión, solicitar cablegráficamente, de la Sociedad Misional, una subvención para caso de apuro.

Una semana después llegó la contestación:

Absolutamente imposible girar dinero. Recuerda estamos en guerra. Tú tienes gran suerte no estarlo. Yo sumido en trabajo Cruz Roja. Afectos.

Anselmo Mealey.

Francisco, con el rostro inexpresivo, arrugó entre los dedos la verde tira de papel. Por la tarde, reuniendo todos los recursos económicos de la Misión, bajó a la ciudad. Pero ya era tarde. No pudo comprar nada. El mercado de granos estaba cerrado. Las tiendas principales sólo ofrecían un mínimo de productos: algunos melones, raíces y diminutos peces de río.

Muy disgustado, se detuvo un rato en la Misión metodista, donde platicó prolijamente con Fiske. Luego, al volver, visitó la casa del señor Chia.

Éste le acogió muy bien. Tomaron el té juntos, en el despachito encañado, oloroso a especias, almizcle y cedro.

—Sí —convino Chia con gravedad, cuando discutieron la carestía existente—, es cosa que merece alguna ligera preocupación. El señor Pao ha ido a la capital para procurar obtener promesas del nuevo Gobierno.

—¿Con algún éxito?

—Con todo el éxito. —Y el mandarín añadió, con una expresión que se acercaba más que nunca al cinismo—: Pero promesas no son suministros.

—Se afirmaba que los dos silos públicos contenían muchas toneladas de grano.

—El general Naian se llevó hasta el último celemín. Ha dejado a la ciudad sin vituallas.

—No creo —dijo con aspereza el sacerdote— que el general consienta en ver morirse de hambre a la gente. Prometió grandes beneficios a los que luchasen por él.

—El general ha expresado ahora, afablemente, su creencia de que una leve despoblación beneficiará a la comunidad.

En el silencio que se produjo, Chisholm reflexionaba.

—Al menos, es un consuelo que el doctor Fiske disponga de abastecimientos en abundancia. Le han prometido enviarle tres juncos cargados de víveres desde su central de Pekín.

—¡Ah!

Se repitió el silencio.

—¿Lo duda usted?

Chia respondió, con su suave sonrisa:

—De Pekín a Paitan hay dos mil li, y mucha gente hambrienta por el camino. Mi insignificante opinión, querido amigo, es que debemos prepararnos para pasar seis meses de las mayores privaciones. Son cosas propias de China. Pero ¿qué importa? Nosotros podremos desaparecer, pero China permanece.

A la siguiente mañana, Chisholm, con el corazón desgarrado, se vio en la precisión de despedir a los que esperaban el habitual suministro de arroz. Fue menester cerrar las puertas. Francisco mandó a José pintar un cartel anunciando que los que padecieran absoluta indigencia podían dejar sus nombres en la conserjería. Él investigaría los casos personalmente.

De vuelta a su despacho, comenzó a elaborar un plan de racionamiento en la Misión, el cual puso en vigor a partir de la semana inmediata. Según el proyecto que se llevaba a cabo, los perplejos niños, tras empezar por irritarse, pasaban a un estado de sombrío asombro. Andaban con apatía y siempre pedían más alimento. La escasez de azúcar y de comidas sólidas les producía mucho daño. Ya iban perdiendo peso.

En la Misión metodista no se daban ni se tenían noticias de la expedición de víveres. Los juncos debían de haber aparecido casi tres semanas antes, y la ansiedad del doctor Fiske era harto inequívoca. Su cocina pública llevaba cerrada más de un mes. La gente de Paitan tenía un talante perezoso, pesado, letárgico. Sus rostros estaban apagados y sus movimientos eran cansinos.

Pronto comenzó, aumentando gradualmente, la inmemorial emigración, vieja como la propia China: la silenciosa, marcha de hombres, mujeres y niños que, dejando a la ciudad, caminaban hacia el Sur.

Cuando Chisholm advirtió esto, tuvo una visión horrible de su minúscula comunidad hambrienta, demacrada, hundida en la flojedad final de la inanición. La lenta procesión que desfilaba ante sus ojos no dejaba lugar a dudas sobre su significado.

Como en los días de la peste, llamó a José y le encomendó una gestión urgente.

La mañana sucesiva a la partida de José, Francisco, bajando al refectorio, mandó que se diera a los niños una ración suplementaria de arroz. En la despensa quedaba una postrera caja de higos. Chisholm recorrió la larga mesa entregando a cada niño uno de aquellos dulces y pegajosos frutos secos.

Tal signo de mejor alimento reanimó a la comunidad.

Pero Sor Marta, con un ojo en la despensa casi vacía y otro en el Padre Chisholm, tradujo su perplejidad en palabras:

—¿Qué pasa, Padre? Estoy segura de que hay algo…

—Ya lo verá el sábado que viene, hermana Marta. Entre tanto, haga el favor de decir a la reverenda Madre que continúe dando a los niños toda la semana una ración suplementaria de arroz.

Sor Marta fue en busca de la Superiora, pero no la encontró. Era raro…

Durante las primeras horas de la tarde no apareció la Madre María Verónica. No fue a dar la clase de tejer de los miércoles en el taller de cestería. A las tres no la habían encontrado aún. ¿Sería un olvido de la reverenda Madre? Pero, poco después de las cinco, apareció para cumplir sus habituales deberes en el refectorio, pálida y serena, sin dar explicación alguna de su ausencia. Por la noche, en el convento, a Sor Clotilde y a Sor Marta las despertó un extraño rumor que provenía, indudablemente, de la habitación de la Madre María Verónica.

Al día siguiente, atónitas, hablaron de ella entre cuchicheos, en el rincón del lavadero, mirando por la ventana a la Superiora, que a la sazón cruzaba el patio, digna y erguida, pero con paso mucho más lento que el acostumbrado.

Sor Marta habló con palabras que parecían sofocarse en su garganta:

—Esa mujer está destrozada —dijo—. ¡Santísima Virgen! ¿No la oyó, Hermana, cómo lloraba esta noche?

La Hermana Clotilde retorcía un paño entre las manos.

—Acaso haya tenido noticias de alguna gran derrota alemana de la que nada sabemos nosotras.

—Sí, sí… Es penoso el verla…

Y la cara de Sor Marta se contrajo en una mueca al agregar:

—Verdaderamente, si no fuese boche[27], sería cosa de compadecerla.

—Yo nunca la había visto llorar —meditó Sor Clotilde, mientras sus dedos persistían retorciendo el paño—. Como es tan orgullosa, su situación debe de ser doblemente dura.

—Sí, claro. Quien de más alto cae, más se lastima… ¿Se habría condolido la Madre si fuéramos nosotras las abatidas? Claro que reconozco… ¡Bah!, sigamos planchando.

A primera hora de la mañana del domingo, una pequeña cabalgata, bordeando laderas de las montañas, se acercó a la Misión. Ya avisado por José de la llegada de aquel socorro, Chisholm corrió al pabellón de la portería para acoger a Liu-Chi y a los tres moradores de la aldea Liu que le acompañaban. El sacerdote asió las manos del pastor como si estuviese resuelto a no soltárselas nunca.

—Esto es verdadera bondad. Dios habrá de pagárselo. Liu-Chi sonrió, cándidamente contento ante la efusión de aquella acogida.

—Podíamos haber venido antes, pero nos costó mucho tiempo reunir los caballos…

Eran treinta menudos y peludos caballejos de las mesetas, embridados, pero sin silla, cada uno con un doble serón sobre el lomo. Los animales mordisqueaban con satisfacción la hierba seca que se les había preparado. El sacerdote se reanimó. Empujó a los cuatro campesinos para hacerles participar del refrigerio que ya les tenía dispuesto la mujer de José y les dijo que descansaran después de haber comido.

Halló a la reverenda Madre en el cuarto ropero. En silencio, pasaba a Sor Marta las prendas blancas y limpias necesarias para la semana: manteles, sábanas y toallas. Ayudaban a Sor Marta la hermana Clotilde y una de las alumnas mayores.

Chisholm no quiso ocultar más su satisfacción.

—Prepárense para un cambio. En vista de la amenaza del hambre, vamos a trasladarnos a la aldea Liu. Les aseguro que allí hallaremos abundancia de todo —y sonrió—. Antes de que volvamos, Hermana Marta, habrá usted descubierto muchos modos de cocinar el carnero montés. De fijo que le agradará ensayarlo. Y para los niños será esto una vacación deliciosa.

Hubo un momento de profunda sorpresa. Luego, las Hermanas Marta y Clotilde sonrieron ante aquella interrupción de la monotonía de su vida, sintiendo la exaltación de la aventura.

—Ya veo que espera usted que lo organicemos todo en cinco minutos —gruñó amablemente Sor Marta.

Y sus ojos, por primera vez en muchas semanas, se fijaron en la Superiora, como solicitando su asenso.

Era la primera, aunque débil muestra de que Sor Marta buscaba la reconciliación. Pero la Madre María Verónica, inmóvil, incolora la faz, no respondió al intento de Sor Marta.

—Sí, tendrán que andar vivas —dijo Chisholm, casi con júbilo—. Los niños pequeños viajarán en los serones. Las noches son calientes y buenas. Liu-Chi se cuidará de ustedes. Si marchan hoy, estarán en la aldea dentro de una semana.

—Seremos como una de las tribus de Egipto —rió la Hermana Clotilde.

El sacerdote asintió.

—José llevará en un cesto varias de nuestras palomas mensajeras. Cada noche soltará una con un mensaje dándome detalles del camino recorrido.

—¡Cómo! —exclamaron las Hermanas Marta y Clotilde a la vez—. ¿No viene usted con nosotros?

—Quizá me reúna con ustedes más adelante —dijo Francisco, contento al ver que se deseaba su compañía—. Pero alguien ha de quedarse en la Misión. La reverenda Madre y ustedes dos abrirán el camino…

—Yo no puedo ir —repuso la Madre María Verónica con voz lenta.

Reinó silencio. Primero, Francisco pensó que aquello se debía a una prolongación de la discordia entre las Hermanas, al disgusto de la bávara en acompañarlas… pero una mirada a la mujer le demostró que estaba engañado.

—Será un viaje grato —dijo, persuasivo— y el cambio le sentará bien.

Ella movió la cabeza con lentitud.

—Muy pronto tendré que hacer otro viaje… mucho más largo…

El silencio duró un buen rato. Luego, con gran compostura, la Madre María Verónica habló con voz sin inflexiones, con una total carencia externa de emoción.

—Debo volver a Alemania para ocuparme de la transmisión de los bienes de mi familia… a nuestra Orden…

Miró a lo lejos y agregó:

—Mi hermano ha muerto en acción de guerra…

Si el anterior silencio había sido profundo, ahora imperó sobre todos una quietud mortal. Sor Clotilde, de pronto, rompió en violentas lágrimas. La Hermana Marta, a su pesar, inclinó la cabeza con consternación. Tenía el aspecto de un animal cogido en una trampa. Chisholm, profundamente disgustado, miró a las monjas, una tras otra, y, luego, se alejó sin decir palabra.

Quince días después de la llegada de los habitantes de la Misión a Liu, la marcha de la Madre María Verónica se cernió sobre Francisco con prontitud increíble. Los últimos informes de la aldea, enviados por una paloma mensajera, indicaban que los niños estaban instalados de un modo primitivo, pero cómodo, y que el vivo y puro aire les hacía rebosar salud. Chisholm tenía buenas razones para felicitarse de su ocurrencia. Mas, mientras caminaba al lado de la Madre María Verónica hacia las gradas del embarcadero, precedidos ambos por dos portadores que, provistos de largos palos, sostenían sobre sus hombros el equipaje de la monja, el sacerdote sentía una impresión de desesperada soledad.

Se detuvieron en el muelle mientras los chinos colocaban los fardos en el sampán. Tras ellos se extendía la ciudad, de la que salía una especie de descorazonado murmullo. Delante, en medio del río, se perfilaba el junco a punto de zarpar. El agua grisácea que batía los flancos de la nave se perdía en un horizonte pardusco.

Francisco no hallaba palabras para expresarse. ¡Cuánto había significado para él aquella mujer, llena de aliento, camaradería y capacidad de ayuda! Ante ellos se había abierto hasta entonces un porvenir indefinido, un futuro colmado de sus tareas comunes. Y ahora ella partía de un modo inesperado, casi furtivo, en una bruma de oscuridad y confusión.

Al fin Chisholm suspiró, mirando a la monja con una turbada sonrisa:

—Recuerde que, aunque mi país esté en guerra con el suyo, yo no soy enemigo de usted…

Aquellas palabras eran tan propias de él, de todo lo que la Madre María Verónica admiraba en él, que conmovieron la resolución que se había forjado de mostrarse fuerte. Mirando el cuerpo enjuto del sacerdote, su demacrado rostro, su cabello ralo ya, las lágrimas acudieron a los bellos ojos de la monja.

—Padre… Nunca le olvidaré…

Y, dándole un apretón de manos cálido y vigoroso, saltó a la barquichuela que debía conducirla al junco.

Francisco permaneció inmóvil, apoyado en su viejo paraguas de lana, fijos los ojos en el temblor del agua, hasta que el buque fue una mera mancha flotante que se desvanecía en el confín del cielo…

Sin que la Madre María Verónica lo supiese, Francisco había colocado en su equipaje la pequeña y antigua imagen de la Virgen española que a él le regalara el Padre Tarrant. Era su única posesión de algún valor. La Madre María Verónica la había admirado a menudo.

Volviéndose, Francisco regresó hacia la Misión con paso tardo. En el jardín que ella creara y al que amaba tanto, el sacerdote se detuvo, agradeciendo a Dios el silencio y la quietud que reinaban allí. Invadía el aire un aroma de lilas.

Fu, el anciano jardinero, único compañero de Francisco en la desierta Misión, podaba las matas de azaleas con mano suave y diestra. Chisholm se sentía agotado por cuanto últimamente le sobreviniera. Había concluido un capítulo de su vida… Por primera vez notó vagamente que iba envejeciendo. Sentóse en el banco que había bajo el baniano y apoyó los codos en la mesa de pino que la reverenda Madre había colocado allí. Fu, que seguía podando las azaleas, fingió no reparar en que, un instante después, Chisholm ocultó la cabeza entre las manos.