IX

La mañana de un domingo despertó a Francisco el son que viniera temiendo hacía muchos días: el bronco bramido de cañones en acción. Saltando del lecho, corrió a la ventana. En las alturas occidentales, a unas pocas millas, seis piezas ligeras de campaña habían empezado a bombardear la ciudad. Se vistió rápidamente y bajó las escaleras. José llegaba a toda prisa desde el pórtico.

—Ya han empezado, maestro. Anoche el general Naian entró en Paitan y las fuerzas de Wai están atacándole. Ya nuestros fieles acuden a la verja.

Francisco miró por encima del hombro de José.

—Hazlos pasar en seguida.

Mientras el criado iba a abrir las puertas, Chisholm se precipitó hacia la escuela. Los niños se habían reunido para desayunarse y aparecían sorprendentemente tranquilos. Una o dos de las chiquillas más pequeñas chillaban al oír los disparos. El sacerdote recorrió las largas mesas, forzando una sonrisa.

—Son petardos, niños. Vamos a tener grandes fuegos artificiales durante unos días.

Las tres Hermanas permanecían en grupo junto a la cabecera de las mesas. La Madre María Verónica estaba serena como un mármol, pero era obvio que Sor Clotilde se hallaba trastornada. Dentro de las largas y amplias mangas, sus manos se crispaban convulsivamente. Cada vez que disparaban los cañones se demudaba. Francisco, con un ademán hacia los niños, bromeó, expresamente para animar a la Hermana Clotilde:

—¡Si pudiéramos hacer que los pequeños estuvieran comiendo sin cesar!

—Sí, sí —dijo la Hermana Marta, con voz; insólitamente viva—. Entonces todo sería más sencillo.

La rígida faz de Sor Clotilde hizo un esfuerzo para sonreír. Los distantes cañones tronaron de nuevo.

Un momento después salió el sacerdote del refectorio y se encaminó al pabellón de la portería, donde José y Fu estaban junto a las verjas, abiertas de par en par. Llegaban los feligreses con sus efectos. Eran viejos y jóvenes, pobres criaturas humildes y analfabetas, asustadas, ansiosas de salvación. Dijérase que eran la substancia misma de la humanidad mortal y sufriente. El corazón de Francisco se henchía pensando en la hospitalidad que les daba. Los recios muros de ladrillo ofrecían a aquellos infelices buena protección. Bendijo la vanidad que le había hecho construirlos demasiado altos. Miró con singular ternura a una andrajosa anciana en cuya arrugada faz se leía la paciente resignación de una larga vida de privaciones. La buena mujer, cargada con un paquete, se instaló pacíficamente en un rincón del hacinado recinto y, con trabajo, empezó a cocer un puñado de habichuelas en una lata vacía de leche condensada.

Fu se mostraba imperturbable, pero el bravucón José aparecía ligeramente demudado. El casamiento había cambiado su carácter y ya no era un atolondrado joven, sino un padre y marido, con todas las responsabilidades de un hombre hecho y derecho.

—Conviene que se den prisa —dijo, inquieto—. Es necesario que cerremos las verjas y las barremos.

Chisholm apoyó la mano en el hombro de su sirviente.

—Eso no se hará hasta que todos los nuestros estén dentro, José.

—Vamos a tener complicaciones —repuso José, encogiéndose de hombros—. Algunos de nuestros muchachos han sido alistados por Wai y a Wai no le agradará ver que prefieren estar aquí que pelear.

—Pues no pelearán —manifestó con firmeza el sacerdote—. Vamos, no te amilanes. Iza nuestra bandera mientras yo vigilo en la puerta.

José se apartó, rezongando, y, a los pocos instantes, ondeaba en el asta la bandera de la Misión, color azul celeste, con una cruz de San Andrés en azul más intenso. El corazón del Padre Chisholm latió con crecido orgullo. Se le llenaba de júbilo el pecho. Aquella bandera, pabellón neutral, insignia del amor universal, proclamaba la paz en la tierra para todos los hombres de buena voluntad.

Cuando el último rezagado llegó, se cerraron las verjas provisionalmente. En aquel momento llamó Fu la atención del sacerdote, señalándole el bosquete de cedros, unos trescientos pasos a la izquierda, en la misma Montaña de Jade. Entre los árboles había aparecido, de pronto, un cañón pesado. Se entreveían a través de las ramas los rápidos movimientos de los soldados que, vestidos con el verde uniforme de las tropas de Wai, atrincheraban y fortificaban la posición. Chisholm entendía poco de tales cosas, pero aquella pieza parecía mucho más potente que los corrientes cañones de campaña disparados hasta entonces. Mientras miraba, se produjo un rápido fogonazo, seguido instantáneamente de una detonación terrorífica y del salvaje aullar del proyectil pasando sobre la cabeza de Francisco.

Aquel cambio era desconcertador. Mientras el nuevo cañón pesado martilleaba ensordecedoramente la ciudad, respondióle una batería de Naian, de ineficaz alcance. Proyectiles de pequeño calibre, que no lograban alcanzar los cedros, llovían en torno a la Misión. Uno se hundió en el huerto, levantando un surtidor de tierra. Inmediatamente Francisco se apresuró a conducir a sus feligreses a la mayor seguridad de la iglesia.

Aumentaban la confusión y el ruido. En la escuela, los niños eran presa del pánico. La reverenda Madre los contuvo. Calmosa y sonriente, dominando con su voz los estallidos de las granadas, ordenó a los niños que la rodeasen, que se tapasen los oídos con los dedos y que cantaran con toda la fuerza de sus pulmones. Una vez que los tuvo tranquilizados, los guió, a buen paso, hasta los sótanos del convento. La mujer y los dos hijos de José estaban allí ya. Era singular ver todas aquellas diminutas caras amarillentas en la penumbra, entre repuestos de aceite, velas y batatas, bajo los largos anaqueles en que Marta ponía los tarros de conservas. Allí se percibía menos el ruido de los proyectiles. Pero, de vez en cuando, resonaba un tremendo fragor y el edificio se conmovía hasta sus cimientos.

Mientras Polly atendía en el sótano a los niños. Sor Marta y Sor Clotilde se aprestaron a prepararles el almuerzo. Sor Clotilde, siempre muy excitable, estaba a la sazón casi fuera de sí. Cruzando el recinto, una esquirla de metal, apagado y frío, rozó ligeramente su mejilla.

—¡Oh Dios mío! —gritó, dejándose caer de rodillas—. ¡Me han matado!

Y, pálida como la muerte, empezó a recitar el acto de contrición.

—No sea necia —dijo Sor Marta, zarandeándola rudamente—. Venga, llevemos un poco de potaje a esos pobres chiquillos.

Chisholm había sido llamado por José al dispensario.

Una de las mujeres había resultado ligeramente herida en la mano. Una vez restañada la sangre y vendada la herida, el sacerdote envió a José y a la paciente a la iglesia; y él, por su parte, se acercó a la ventana, ponderando con ansiedad los efectos de las explosiones. Torbellinos de fragmentos saltaban en el aire cuando las granadas del cañón pesado de Wai estallaban en Paitan. Aunque se había jurado ser neutral, Francisco no pudo reprimir un terrible deseo, impetuoso y asolador, de que el avieso Wai fuera derrotado.

De pronto, vio un destacamento de soldados de Naian saliendo de la Puerta Manchú. Como hileras de hormigas grises aquellos hombres —unos doscientos— empezaron a trepar, en desordenada línea, la ladera del monte.

Los miró con una tremenda fascinación. Avanzaban al principio a buen paso, en pequeñas y súbitas oleadas, recortándose intensamente sobre el impoluto verdor de la colina. Cada hombre, muy encorvado, recorría, fusil en mano, una docena de metros y, luego se pegaba desesperadamente a tierra.

El cañón de Wai seguía tirando sobre la ciudad. Las pardas figuras se aproximaban. Escalaban la colina vientre a tierra, progresando con fatiga bajo el ardiente sol. A unos cien pasos del bosquete se detuvieron, abrazados a la ladera, cosa de tres minutos. Luego, su jefe hizo una señal y todos, con un grito, se incorporaron y corrieron hacia la posición.

Cubrieron muy deprisa la mitad de la distancia. Unos pocos segundos más y hubiesen alcanzado su objetivo. Pero, entonces, la dura vibración de la ametralladora resonó en el brillante aire.

Había tres, con sus dotaciones al acecho, en el bosquete. Al repentino tiroteo, las veloces figuras pardas parecieron detenerse en seco, como víctimas de un intenso pasmo. Algunas caían de bruces; otras, de espaldas; otras se sostenían un momento sobre sus rodillas, como si orasen. Se desplomaban en las más opuestas y cómicas formas y quedaban inmóviles bajo el sol. Cesó el crepitar de las Maxims[24]. Todo era silencio, calor y quietud. Luego, el trueno del cañón tornó a retumbar, volviendo todas las cosas a la vida. Todas, menos las figurillas inmóviles sobre la ladera…

Chisholm permanecía rígido, consumido por el tormento de su ánimo. ¡Ésta es la guerra! Aquella minúscula pantomima de destrucción, aumentada un millón de veces, era lo que estaba ocurriendo en los fértiles llanos de Francia. Estremeciéndose, rogó con ahínco:

—¡Oh Dios, hazme vivir y morir por la paz!

De pronto, sus ojos febriles advirtieron signos de movimiento en la colina. Uno de los soldados de Naian no estaba muerto. Lenta y penosamente se arrastraba cuesta abajo hacia la Misión. Se advertía el agotamiento de sus fuerzas en la creciente lentitud de su marcha. Al cabo, se detuvo, completamente exhausto, caído de costado, a unos sesenta pasos de la puerta superior del recinto.

Francisco pensó: «Está muerto y no es esta ocasión de andar con bromas. Si salgo, puedo recibir un balazo en la cabeza. No debo ir».

Pero, involuntariamente, salió del dispensario, hacia la puerta superior. Al abrirla, experimentó una cierta sensación de vergüenza. Por fortuna, nadie le miraba desde la Misión. Caminó ladera arriba bajo el sol brillante.

Su baja figura negra y su larga sombra oscura resaltaban rotundas sobre el verdor. Nadie había en las ventanas de la Misión, pero Francisco adivinaba muchos ojos espiándole desde el bosquecillo. No osó apresurarse.

El soldado herido respiraba estertorosamente[25], entre sollozos. Con las manos intentaba oprimir su vientre lacerado. Sus ojos humanos dirigieron a Francisco una angustiosa interrogación.

Francisco lo cargó sobre sus hombros y se dirigió a la Misión. Empujó hacia dentro mientras él cerraba la puerta. Suavemente lo condujo a lugar seguro. Después de haberle dado de beber, vio a la Madre María Verónica y le dijo que preparase una yacija en el dispensario.

Aquella tarde se produjo otra incursión infructuosa contra la situación de la pieza. Al caer la noche, el sacerdote y José introdujeron en el recinto a otros cinco heridos. El dispensario empezaba a tener trazas de hospital.

A la mañana siguiente prosiguió sin interrupción el cañoneo. La ciudad recibía un duro castigo y, al parecer, había sido abierta una brecha en la muralla del oeste. En el ángulo de la Puerta Occidental, a cosa de una milla, Francisco vio concentrarse el cuerpo principal de las tropas de Wai. «Están en la ciudad». Se dijo, acongojado. Pero no podía juzgar la situación a punto fijo.

Pasó el resto del día en una inquietante incertidumbre.

A última hora de la tarde hizo salir Francisco a los niños del sótano y a los feligreses de la iglesia para que respirasen aire puro. Por lo menos, entre ellos no había ocurrido ningún mal. Pasó entre los grupos alentándolos, y el verlos ilesos le colmó de optimismo.

Cuando terminaba el recorrido, halló a su lado a José, que por primera vez exteriorizaba un acento de inequívoco temor.

—Maestro, ha llegado un mensajero de la posición que tiene Wai en el bosquete de cedros.

En la puerta principal, tres soldados de Wai atisbaban entre los barrotes. También había un oficial, que Francisco supuso sería el capitán de la dotación de la pieza. Sin vacilar, Chisholm abrió la verja y salió.

—¿Qué desea usted de mí?

El oficial era bajo, rechoncho y maduro, con el rostro obtuso y los labios carnosos y tercos. Respiraba por la boca, que tenía muy abierta, mostrando sus sucios dientes superiores. Se ataviaba con la usual gorra picuda y el normal uniforme verde, más un cinturón rematado en una verde borla. Sus pantalones concluían en un roto calzado de lona.

—El general Wai se digna favorecer a usted con varias peticiones. En primer lugar, dejará usted de dar acogida a los heridos enemigos.

Francisco se ruborizó viva y nerviosamente.

—Los heridos a nadie hacen daño, puesto que ya no pueden luchar.

El otro no hizo caso de su protesta.

—En segundo término, el general Wai concede a usted el privilegio de contribuir a las necesidades de nuestra intendencia. Su primer donativo consistirá en ochocientas libras de arroz y en todas las latas de conservas americanas que tenga en su despensa.

—Ya estamos escasos de alimentos —dijo Francisco, que, a pesar de su resolución, sentíase cada vez más irritado. Y añadió con calor—: ¡No hay derecho a que nos roben de esta manera!

Como antes, el capitán no contestó a aquel alegato. Permanecía un tanto de lado, abiertos los pies, pronunciando las palabras por encima del hombro, como insultos.

—En tercer lugar, es esencial que haga usted salir de su recinto, a todos los que alberga. El general Wai tiene razones para suponer que aquí se ocultan algunos desertores de sus tropas. Si es así, los desertores serán fusilados inmediatamente. Y todos los demás hombres capaces de llevar las armas se alistarán inmediatamente en el ejército de Wai.

Esta vez el Padre Chisholm no protestó. Permanecía tenso y pálido, crispadas las manos, relampagueantes de indignación los ojos. Parecíale ver flotar en el aire una vibrante bruma roja.

—¿Y si me niego a esas moderadísimas peticiones?

El rostro obstinado del capitán casi se iluminó con una sonrisa.

—Le aseguro que cometería usted un error. En tal caso, yo, con el mayor disgusto, volvería mi pieza contra la Misión y, en cinco minutos, la reduciría, con cuanto contiene, a deleznable polvo.

Hubo un silencio. Los tres soldados hacían muecas y signos a algunas de las jóvenes que estaban en el jardín. Francisco percibió la situación con tanta claridad y agudeza como si fuese un grabado en acero. Había de ceder, so pena de aniquilación, a tan inhumanas demandas. Y el ceder conduciría a nuevas y aun mayores exigencias. Una terrible oleada de furia le poseyó. Tenía la boca seca y sus encendidos ojos miraban al suelo.

—El general Wai debe comprender que me llevará algunas horas preparar las provisiones que pide y disponer a mis fieles para… su marcha… ¿Cuánto tiempo me concede?

—Hasta mañana —replicó en el acto el capitán—, siempre que usted me entregue antes de medianoche, en mi posición artillera, una dádiva personal de conservas en lata, más los valores adecuados para formar un apropiado obsequio.

En el nuevo silencio que se produjo, Francisco sintió su corazón colmado de una rabia oscura y reprimida. Con voz apagada, mintió:

—Puesto que no tengo otro remedio, le llevaré su regalo a medianoche.

—Su prudencia merece alabanzas. Le espero. Y le aconsejo que no falte.

En el tono del oficial latía un intenso sarcasmo. Se inclinó ante Francisco, dio una voz a sus hombres y se encaminó, con paso torpe, hacia el bosquete de cedros.

Francisco volvió a entraren la Misión, Temblaba de furia. El ruido de la pesada verja de hierro a sus espaldas despertaba mil ecos febriles en su cerebro. ¡Qué necio había sido imaginando, en su fatuo engreimiento, que podría librarse de aquella prueba! Él, el cándido pacifista… Rechinó los dientes. Ráfagas de implacable indignación le acometían una tras otra. Separóse bruscamente de José y de la silenciosa multitud que tímidamente examinaba la faz del sacerdote, buscando en ella respuesta que pusiera un atenuante a sus temores.

Francisco solía desahogar sus disgustos en la iglesia, pero ahora le era imposible bajar la cabeza y murmurar con mansedumbre: «Me someteré y sufriré, Señor…». Fue a su despacho y se dejó caer con violencia en el sillón de mimbre. Sus pensamientos, por una vez, se agolpaban en tumulto, no refrenados por la benignidad o la indulgencia. Gruñó recordando sus lindas y recientes prédicas de paz. ¿Qué sería ahora de todos ellos?

Otra espina le punzaba: la superfluidad, la crasa inutilidad de la presencia de Polly en la Misión en tales momentos. Maldijo para sí a la señorita Fiske por su entrometida oficiosidad, que había puesto a la pobre y vieja tía en tan fantástica tribulación. ¡Oh Dios! Parecía que todas las preocupaciones del mundo gravitaran sobre sus hombros encorvados e incapaces. Se incorporó de un salto. No cedería débilmente a la enloquecedora amenaza de Wai, ni a la más tremenda de aquel cañón que, en su imaginación calenturienta, crecía hasta un tamaño gigantesco, convirtiéndose en símbolo de todas las guerras y de todas las brutales armas fabricadas por el hombre para la destrucción de sus semejantes.

Mientras, tenso y sudoroso, paseaba por el despacho, oyó un suave golpe en la puerta. Polly entró en la habitación.

—No quisiera molestarte, Francisco, pero si tienes un momento libre… —sonrió abstraída, usando el privilegio de su afecto para perturbar la soledad del sacerdote.

—¿De qué se trata, tía Polly? —preguntó él, procurando, con un gran esfuerzo, serenar sus facciones.

Acaso ella tuviera más noticias; quizás otro mensaje de Wai…

—Me gustaría que usaras en invierno una cosa que estoy haciéndote, Francisco. Te daría mucho calor. Pero no quiero que resulte grande… y ante los ojos de Chisholm, inyectados en sangre, tía Polly puso un gorro de lana que había estado haciendo para él.

Francisco no sabía si reír o llorar. Aquello era típico de Polly. De seguro que cuando sonase la trompeta del Juicio acudiría a darle una taza de té. Había, pues, que someterse. Levantándose, permitió a la mujer que le pusiera en la cabeza el gorro a medio terminar.

—Creo que te sienta bien —murmuró, apreciadora—. Acaso un poco ancho por la nuca.

Ladeando la cabeza y contrayendo el labio superior, largo y rugoso, Polly contó los puntos con su aguja de hueso.

—Sesenta y ocho. Le quitaré cuatro. Gracias, Francisco. Espero no haberte incomodado.

Las lágrimas acudieron a los ojos del sacerdote. Experimentó el deseo, casi irresistible, de apoyar la cabeza en el duro hombro de la mujer y llorar, diciendo: «Estoy en una situación dificilísima, tía Polly. ¿Qué puedo hacer, en nombre de Dios?».

Pero se limitó a mirarla largo rato. Al cabo, balbuceó:

—¿No te inquieta, Polly, el peligro que todos corremos? Ella sonrió ligeramente.

—La inquietud mató al gato… Además, ¿no te cuidas tú de todos nosotros?

Su inquebrantable creencia en él dio a Francisco la sensación de respirar una bocanada de aire puro. La vio arrollar su labor, pasar las agujas entre la lana y, saludándole con su habitual ademán de suficiencia, retirarse en silencio. Bajo la naturalidad y las vulgares trazas de Polly latía una insinuación de conocimiento profundo. A Francisco no le quedaba duda ya sobre lo que debía hacer. Cogió sombrero y sobretodo y, sigilosamente, bajó hacia la puerta inferior del recinto.

Fuera de la Misión, le envolvió una tiniebla honda. Pero bajó el camino de la colina hacia la ciudad rápidamente, sin pensar en obstáculos.

En la Puerta Manchú diéronle un áspero grito de alto. Una linterna se acercó a su rostro mientras los centinelas le examinaban. Había contado con que le reconociesen, puesto que era, al fin, una figura familiar en la población; mas su suerte fue mayor todavía. Uno de los tres soldados era de los subalternos de Shen, que había actuado durante la peste. El hombre respondió en el acto de Francisco y, tras breves palabras con sus compañeros, todos convinieron en llevar al sacerdote a presencia del teniente.

Las calles estaban desiertas, salpicadas a veces de escombros y siniestramente silenciosas… Desde el lejano barrio oriental llegaba ruido de descargas intermitentes. Siguiendo los veloces y apagados pasos de su guía, Chisholm notaba una culpable sensación extrañamente excitante.

Shen estaba en su antiguo puesto de los cuarteles, descansando un rato, con toda la ropa puesta, en el lecho de tijera que había pertenecido al doctor Tulloch. Aparecía sin afeitar, blancas de lodo las polainas, con profundas sombras de fatiga bajo los ojos. Se incorporó sobre el codo al ver entrar a Francisco.

—Hola —dijo y añadió, con voz lenta—: ¿Sabe, mi querido amigo, que estaba soñando con usted y con su excelente institución de la colina?

Deslizóse fuera del lecho, encendió la lámpara y se sentó a la mesa.

—¿Quiere té? ¿No? Yo tampoco. Pero me alegro de verle. Siento no poderle presentar al general Naian, que está dirigiendo un ataque por la parte del este… o acaso fusilando a unas cuantos espías… Es un hombre muy ilustrado.

Francisco se sentó en silencio ante la mesa. Conocía a Shen lo bastante para saber que no hablaría más de lo necesario. Y aquella noche aún parecía el teniente más taciturno que de costumbre. Miró cautamente al sacerdote y dijo:

—¿Por qué no se franquea conmigo? Viene usted en busca de un auxilio que no puedo darle. Ya hace dos días que tendríamos una guardia en la Misión, de no ser porque nos destrozaría ese infame «Sorana».

—¿Se refiere al cañón?

—Sí, al cañón —repuso Shen con cortés ironía—. Hace años que lo conozco bien… Procede, originariamente, de un cañonero francés. El general Hsieh fue el primero que lo utilizó. Dos veces se lo arrebaté, con grandes trabajos, pero en ambas ocasiones volvió Hsieh a comprárselo a mi comandante. Entre tanto, Wai tenía una concubina de Pekín que le había costado veinte mil dólares de plata. Era una armenia muy hermosa, llamada Sorana. Cuando Wai dejó de mirarla con afecto se la cambió a Hsieh por el cañón. Ya habrá visto usted que ayer intentamos capturarlo dos veces. Pero no es posible y tenemos que subir a campo abierto, protegidos sólo por unos cañoncitos de juguete. Acaso esa pieza nos haga perder la guerra… precisamente cuando yo empiezo a ganar la estima del general Naian.

En el intervalo de silencio que siguió, el sacerdote dijo con voz dificultosa:

—¿No cree posible capturar el cañón?

—No —repuso Shen, moviendo la cabeza con oculta amargura—. No se esfuerce en animarme. Pero si alguna vez consigo acercarme a arma tan deshonrosa, le aseguro que la destruiré para siempre.

—Es fácil acercarse al cañón.

Shen, alzando lentamente la cabeza, sondeó a Francisco con la mirada. Una cierta exaltación le poseyó. Aguardó, anhelante.

Chisholm se inclinó hacia él, con los labios apretados hasta ser sólo una estrecha línea.

—El oficial de Wai que manda la pieza me ha pedido que le lleve vituallas y dinero a medianoche, so pena de bombardear la Misión en caso contrario…

Y prosiguió, fijos los ojos en Shen. Al cabo, se interrumpió en seco, comprendiendo que no necesitaba decir más. Durante un largo minuto callaron los dos.

Tras su rostro impasible, Shen pensaba, pensaba… Al fin sonrió, o, mejor dicho, los músculos de su rostro marcaron la acción de sonreír. No había en su mirada júbilo alguno.

—Veo, amigo mío, que debo seguir considerándole como un don de los cielos.

Una nube oscureció el rostro de Francisco.

—Esta noche me he olvidado de los cielos…

Shen, sin ponderar aquel comentario, dijo:

—Ahora escúcheme, y verá lo que vamos a hacer… Una hora más tarde, Francisco y Shen, saliendo de los cuarteles, se encaminaban, a través de la Puerta Manchú, hacia la Misión. Shen había sustituido su uniforme por una vieja blusa azul y unos calzones de culi atados a la rodilla. Un sombrero aplanado cubría su cabeza. Llevaba al hombro un voluminoso saco, bien cosido con cordel. Silenciosos, a unos trescientos pasos, le seguían veinte de sus hombres. A mitad de subida de la Montaña de Brillante Jade Verde, Francisco tocó el brazo de su compañero y le dijo:

—Ahora me corresponde a mí llevar la carga.

—No pesa mucho —repuso Shen, cambiándosela cuidadosamente de hombro—, y quizá yo esté más acostumbrado a estas cosas que usted.

Alcanzaron el cobijo de los muros de la Misión. No se veía luz alguna y los contornos que circuían todo lo que Francisco amaba estaban sombríos y sumergidos en un absoluto silencio. De pronto, en el pabellón de la verja oyó Chisholm cantar la melodiosa sonería del reloj americano que había regalado a José como dádiva de boda. Contó maquinalmente: las once.

Shen dio a sus hombres unas instrucciones finales. Uno de ellos, mientras se agazapaba junto al muro, reprimió una tos que pareció despertar todos los ecos de la montaña. Shen dirigióle una cuchicheada y violenta maldición. Aquellos hombres, empero, tenían poca importancia. Lo importante era lo que Shen y Francisco iban a realizar. El sacerdote notó que su amigo le miraba, en la oscuridad silente.

—¿Sabe bien lo que va a ocurrir?

—Sí.

—Cuando yo dispare sobre el bidón de gasolina que hay en el saco, la esencia se inflamará en el acto y hará estallar la cordita[26] almacenada junto a la pieza. La explosión será tremenda. Procure usted alejarse tan pronto como me vea echar la mano al revólver. Ahora —añadió, tras una pausa—, si estamos listos, vayamos. Y, en nombre de su Señor de los Cielos, cuídese de no acercar su antorcha a mi saco.

Francisco, resueltamente, sacó cerillas y encendió la antorcha de caña. Alzándola, salió del recinto de la Misión y se encaminó hacia el bosque de cedros. Shen le seguía con el saco al hombro, encorvado bajo su peso, fingiendo rezongar.

La distancia no era grande. En el lindero del bosquete, Francisco, deteniéndose, dirigió una voz hacia la quieta vigilancia que sin duda encubrían los árboles invisibles:

—¡He venido como se me ha dicho! Conducidme ante vuestro jefe.

Siguió un intervalo de silencio. A espaldas de Francisco hubo un movimiento súbito. Volviéndose, el sacerdote vio a dos de los hombres de Wai en la franja de claridad humosa.

—Le esperábamos, Mago. Avance y no tema.

Cruzando un formidable laberinto de trincheras poco profundas y estacadas de agudos bambúes, llegaron al centro del soto. Allí el corazón del sacerdote desmayó. Tras un parapeto de tierra y ramas de cedro, los artilleros permanecían atentos junto a la boca del largo cañón.

—¿Trae usted todo lo que le pedí?

Francisco reconoció la voz de su visitante de aquella tarde. Mintió con más facilidad que anteriormente.

—Le traigo un gran cargamento de latas de conserva… que seguramente le gustarán.

Shen, acercándose un poco más, sólo un poco más, al cañón, exhibió el saco.

—No me parece una carga tan grande —dijo el capitán de artillería, deteniéndose en el círculo luminoso—. ¿Me trae dinero también?

—Sí.

—¿Dónde está? —preguntó el capitán, tocando el cuello del saco.

—Ahí no —exclamó Francisco presurosamente—. Llevo el dinero en mi bolsa.

El capitán, iluminado el rostro por repentina codicia, se volvió a él, abandonando el examen del saco. Se había reunido un grupo de soldados y sus rostros se inclinaban hacia el sacerdote.

—Escuchen todos —dijo Francisco, con desesperada intensidad, mientras Shen, fuera del círculo de luz, se acercaba imperceptiblemente hacia la pieza—. Les pido, les ruego… que nos dejen en paz en la Misión.

La cara del capitán exteriorizó desprecio. Sonrió con burla.

—Les dejaremos en paz… hasta mañana. Luego, ya nos encargaremos de proteger a las mujeres que haya allí.

Alguien rió en la sombra. Francisco endureció su corazón. Shen, como si estuviera exhausto, había depositado el saco junto a la recámara de la pieza y, fingiendo enjugar el sudor de su frente, empezó a retroceder y acercarse al sacerdote. La turba de soldados crecía y su impaciencia aumentaba. Francisco procuró ganar otro minuto para que Shen pudiera apartarse más del cañón.

—Aunque no dudo de su palabra, me gustaría recibir alguna garantía del general Wai.

—El general Wai está en la ciudad. Ya le verá usted después.

Tres estas concisas palabras, el capitán se inclinó hacia Francisco, esperando el dinero. Chisholm vio a Shen rebuscar dentro de su blusa. «Ahora» pensó. Oyó la fuerte detonación del revólver y el choque de la bala en el bidón. Por un momento no comprendió: no hubo explosión alguna. Shen, en rápida sucesión, disparó tres veces más sobre la lata. Francisco vio la esencia desparramándose fuera del saco. Pensó, con una desilusión que le hacía desfallecer: «Shen se engañaba. Sus tiros no han incendiado la gasolina. O acaso el bidón sólo contenga petróleo». Vio a Shen forcejeando entre la turba, esforzándose en librar su arma, que le habían cogido, gritando desesperadamente a sus hombres para que acudieran. El capitán y una docena de soldados enemigos rodeaban a Shen. Todo sucedió con la celeridad del pensamiento. Lentamente, cual si manejara una caña de pescar salmones.

Francisco echó el brazo hacia atrás y arrojó la antorcha sobre la gasolina.

Tuvo una puntería excelente. La encendida antorcha describió una parábola en la noche, como un cometa, y fue a dar en el centro del saco empapado de esencia. En el acto se produjo una cortina de llamas y ruidos. Casi en el mismo momento en que Chisholm vio la brillante llamarada, estalló la tierra y, entre una detonación horrible, una ráfaga de aire abrasador derribó al sacerdote en una abrumadora oscuridad. Nunca, hasta entonces, había perdido el sentido. Pero ahora le parecía caer interminablemente en el espacio y la negrura, esforzándose en buscar donde aferrarse y no hallándolo, desplomándose en la aniquilación, en el olvido…

Cuando recobró la conciencia se hallaba tendido a campo raso, molido, pero ileso. Shen, para hacerle volver en sí, le pellizcaba los lóbulos de las orejas. Vagamente divisó Francisco sobre él el cielo enrojecido. Todo el bosquete ardía, crepitando y rugiendo como una pira.

—¿Esta destruido el cañón?

Shen, suspendiendo sus pellizcos, se incorporó, tranquilizado.

—Sí: destruido. Y unos treinta soldados de Wai han volado con él.

Sus dientes blancos resaltaron, sonriendo, en su faz ennegrecida.

—Le felicito, amigo mío —dijo—. En mi vida he visto tan buena matanza.

Los días inmediatos produjeron en el padre Chisholm una gran confusión mental y espiritual. La reacción física subsiguiente a su aventura casi le postró. No era un varonil héroe de novela romántica, sino un hombrecillo escuálido, asmático, bastante más que cuarentón. Se sentía trastornado y ofuscado. Tan continuamente le dolía la cabeza, que le era menester subir varias veces diarias a su cuarto para sumergir la frente en el agua tibia de su lavabo. Y al sufrimiento de su cuerpo se añadía la congoja de su alma, una congoja máxima, una caótica mezcla de triunfo y remordimiento, un denso y continuo asombro de que él, un sacerdote de Dios, hubiera alzado la mano para matar a sus semejantes. Difícilmente hallaba excusas diciéndose que había obrado por el bien de sus feligreses. Su más singular tormento consistía en el punzador recuerdo de la inconsciencia en que le sumiera el efecto de la explosión. ¿Sería la muerte así? ¿Un olvido total?

Nadie, fuera de Polly, sospechó que el sacerdote había salido de la Misión aquella noche. Francisco notaba la tranquila mirada de su tía dirigiéndose primero a su silente y abatido sobrino, y luego, a los calcinados muñones que señalaban el lugar de la posición artillera. La mujer dirigióle una frase trivial que encerraba una comprensión infinita:

—No nos ha hecho mal servicio el que quitó de en medio ese peligro…

Continuaba la lucha en los arrabales y en los montes del Este. Al cuarto día, los informes llegados a la Misión indicaban que Wai llevaba las de perder.

Llegó el final de aquella semana. En el cielo, gris y bajo, se acumulaban pesadas nubes. El sábado, el tiroteo en Paitan se redujo a unas cuantas descargas espasmódicas. Mirando desde su galería, Chisholm divisaba líneas de hombres vestidos con el verde uniforme de Wai retirándose de la Puerta Occidental. Muchos de los vencidos habían arrojado sus armas, temerosos de ser prendidos y fusilados como rebeldes. Francisco entendió que ello acreditaba los reveses de Wai y la imposibilidad en que éste se hallaba de llegar a un pacto con el general Naian.

Fuera de la Misión, tras el muro de arriba, se habían reunido algunos de aquellos desbandados combatientes, protegidos contra cualquier posibilidad de ser vistos desde la ciudad merced a una plantación de bambúes. Sus voces, vagas y claramente asustadas, se oían en la Misión.

Hacia las tres de la tarde, Sor Clotilde llegó, con agitación renovada, ante Francisco, que, harto inquieto para descansar, paseaba por el patio.

—¡Ana está tirando provisiones por encima del muro! —quejóse Sor Clotilde a voces—. Seguramente su soldado está allí, porque la oigo hablar.

Chisholm sentía los nervios a punto de estallarle.

—No es delito dar víveres a los necesitados.

—¡Pero es uno de esos horribles asesinos! ¡Dios mío, nos van a degollar a todos en la cama!

—No piense tanto en su vida —dijo él, ruborizándose, en su enojo—. El martirio es un camino directo al cielo.

Al caer el crepúsculo, masas de vencidos soldados de Wai salieron por todas las puertas de la ciudad. Cruzando el Puente Manchú, subían la Montaña de Brillante Jade Verde y pasaban, en desorden, por el camino que corría ante la Misión. Las sucias caras de aquellos hombres llevaban impresa su ansia de urgente fuga.

La noche estuvo llena de tinieblas y confusión, de gritos y tiros, de caballos al galope y de resplandores de antorchas en la lejana llanura. Desde la puerta baja de la Misión, el sacerdote contemplaba con extraña melancolía el espectáculo. De pronto oyó a sus espaldas un paso cauteloso. Se volvió. Como casi esperaba, vio a Ana. La muchacha tenía abotonado hasta el cuello el uniforme de la Misión y llevaba en la mano un paquete de ropas.

—¿Adónde vas, Ana?

Ella retrocedió, exhalando un grito sofocado; pero en el acto recobró su hosca audacia.

—Eso es cosa mía.

—¿No quieres decírmelo?

—No.

Francisco cambió de actitud; habló en un tono más suave. ¿De qué servía la fuerza en un caso así?

—Es evidente que te has decidido a dejarnos, Ana y nada que yo diga o haga cambiará tu resolución.

—Me ha cogido usted ahora —repuso Ana con acritud—, pero la próxima vez no lo conseguirá.

—No hay necesidad de ninguna próxima vez, Ana —dijo el sacerdote sacando la llave y abriendo la verja—. Puedes irte si quieres.

Vio estremecerse a la joven, poseída de intenso asombro, y sintió sobre él la mirada de aquellos ojos adustos y grandes. Luego, sin una palabra de gratitud o despedida, Ana, sujetando su envoltorio, cruzó a la carrera el umbral de la verja. Su veloz figura se perdió en el oscuro camino.

Francisco permaneció inmóvil, destocado, mientras las turbas pasaban ante él. El éxodo se convertía en desbandada. De pronto, arreció el griterío, y Chisholm, a la oscilante claridad de algunas erectas antorchas, vio acercarse un grupo de jinetes. Se aproximaban raudos, abriéndose camino entre la muchedumbre que les estorbaba. Cuando el grupo llegó a la verja, uno de los jinetes detuvo en seco su caballejo cubierto de espuma. A la luz de las antorchas percibió el sacerdote una visión horrible: un rostro como una calavera, con ojos angostísimos y una frente baja y en ángulo agudo. El jinete lanzóle un insulto preñado de odio y, luego, levantó la armada mano, con mortal e inmediata amenaza. Francisco no se movió. Su perfecta quietud, indiferente y resignada, pareció desconcertar al otro; mientras vacilaba un instante, un apremiante clamor se elevó a su espalda:

—¡Adelante, adelante, Wai! ¡Corramos a Tou-en-lai, que vienen!

Con extraño fatalismo, Wai dejó caer la mano. Espoleó a su bestia e, inclinándose hacia el sacerdote, le escupió en la cara. La noche lo devoró.

A la mañana siguiente, que alboreó brillante, las campanas de la Misión repicaban jubilosas. Fu, espontáneamente, subió a la torre y tiró de la larga cuerda, mientras su rala barbita se agitaba con alegría. La mayoría de los refugiados, con la faz optimista, se preparaban a retornar a sus hogares, no esperando para ello más que la señal del Padre. Todos los niños estaban en el jardín, riendo y jugando, vigilados por Sor Marta y la Madre María Verónica, las cuales habían zanjado lo suficiente sus diferencias para no alejarse más de dos metros una de otra.

Hasta Sor Clotilde, más alborozada que nadie, jugaba con los pequeños, les tiraba una pelota, reía. Polly, muy erecta en su sitio favorito del huerto, devanaba una nueva madeja de lana como si la vida no fuera otra cosa que una sucesión de tranquilas normalidades.

Cuando el Padre Chisholm descendió lentamente la escalera de su casa, José le recibió con entusiasmo. Llevaba en brazos a su mofletudo hijo menor.

—Es cosa hecha, maestro: los de Naian han vencido.

El nuevo general es verdaderamente grande. No habrá más guerras en Paitan: lo promete. ¡Paz para todos nosotros! —exclamó haciendo brincar al niño en sus brazos con triunfal ternura—. Tú, Josuecito mío, no tendrás que pasar por luchas, ni verás lágrimas y sangre. ¡Paz, paz!

Una intensa tristeza penetró de improviso en el corazón del sacerdote. Cariñosamente, cogió entre el índice y el pulgar la blanda y dorada mejillita del niño. Sofocando un suspiro, sonrió. Ya corrían hacia él sus pequeñuelos y los tan amados feligreses, todos aquéllos, en fin, a quienes había salvado sacrificando el más querido de sus principios.