Aquel día de septiembre de 1914, ni Polly ni la Hermana Marta, que estaban en la cocina, dieron importancia al débil y familiar sonido de disparos de fusil en las montañas. Sor Marta guisaba con su batería de inmaculadas ollas de cobre, y Polly, junto a la ventana, planchaba tocas de lino. En tres meses se habían hecho las dos inseparables como dos gallinas negras en corral ajeno. Ambas estimaban mutuamente sus respectivas cualidades. Sor Marta calificaba el crochet[22] de Polly como el mejor que jamás viera, y Polly, tras examinar los pespuntes de la Hermana Marta, reconoció por primera vez en su vida que los suyos eran inferiores. Con esto tenían un tema de conversación que nunca les fallaba.
Polly, humedeciendo el lino y acercándose la plancha a la mejilla para calcular si estaba bien caliente, se quejó:
—Mi sobrino tiene otra vez mala cara.
Sor Marta, con una mano, echó más leña a la lumbre, mientras con la otra movía reflexivamente el cucharón dentro de la sopa.
—¿Podemos esperar otra cosa? No come nada.
—De joven tenía buen apetito.
La monja belga se encogió de hombros con exasperación.
—Es el sacerdote que menos come de cuantos he conocido. ¡Ah, yo he visto buenos comilones! Nuestro capellán despachaba seis platos de pescado durante la Cuaresma. Yo tengo la teoría de que cuando uno come poco se le achica el estómago. Y después es imposible sentir apetito.
Polly movió la cabeza, con leve desacuerdo.
—No. Ayer le llevé unos pastelillos recién salidos del horno y él los miró y dijo: «¿Cómo va uno a comer cuando ahí cerca, a nuestra vista, hay millares de hambrientos?».
—Los chinos están siembre hambrientos. En este país es costumbre comer hierba.
—Pero Francisco dice que ahora todo está peor a causa, de esa guerra…
La Hermana Marta probó la sopa —su famosa pot-aufeu— y su rostro registró la aprobación de una buena catadora. Al volverse a Polly hizo, no obstante, una mueca.
—Aquí hay guerra siempre. Como siempre hay hambre. Los bandidos, en Paitan, son tan corrientes como para nosotros tomar café. Disparan unos cuantos tiros, como los que oímos ahora; luego, la ciudad les paga para que se vayan, y se van. ¿Comió el Padre mis pastelillos?
—Sí, uno. Y dijo que era excelente. Luego me encargó que diera los demás a la Superiora, para nuestros pobres.
—Ese buen Padre acabará volviéndome loca —dijo la Hermana Marta. Porque, aunque, fuera de su cocina, era tan dulce como la leche de una madre, le gustaba rezongar como si fuese una persona de magníficas indignaciones—. ¡Dar, dar, dar! Dar hasta que uno termina estallando. ¿Sabe lo que ocurrió el invierno pasado? Un día de nieve en la ciudad, el Padre se quitó el sobretodo, un sobretodo que le habíamos hecho nosotras con la mejor lana importada, y se lo dio no sé a quién, a un mastuerzo medio helado ya. Le aseguro que me faltó poco para decirle cuatro cosas fuertes. Pero fue la Madre Superiora quien decidió reprenderle. Él la miró con esos ojos suyos, sorprendidos, que parecen herirle a una el alma, y dijo: «¿Por qué no había de hacerlo así? ¿De qué sirve predicar el cristianismo si no vivimos como cristianos? El gran Cristo hubiera dado a ese pobre su manto. ¿Por qué, pues, no había de darlo yo?». La reverenda Madre le contestó, muy enojada, que el gabán era un regalo nuestro, y él repuso: «Entonces han sido ustedes las buenas cristianas, no yo». ¿No parece increíble? Usted no lo creería si se hubiera educado, como yo, en un país donde nos inculcan la economía desde la infancia. En fin, basta. Vamos a tomar la sopa. Si esperamos a que concluyan esos hambrones de niños, nos desmayaremos de debilidad.
Al pasar ante la ventana sin visillos, de regreso de la ciudad, Chisholm atisbó a las dos mujeres sentadas ante su temprano almuerzo. La profunda sombra de ansiedad que velaba, su rostro se disipó momentáneamente y sus labios dibujaron una ligera sonrisa.
A pesar de sus primeros temores, la llegada de Polly había resultado de una gran conveniencia. Se adoptó milagrosamente a las tareas de la Misión y se complacía en ellas con la misma placidez que si estuviera pasando un breve fin de semana en Blackpool. Sin dejarse abatir por el clima ni por la estación, se sentaba, silenciosa, en el huerto y pasaba horas entre las berzas haciendo punto, los hombros erguidos, los codos en ángulo acusado, relampagueantes las agujas, la boca un tanto plegada, los ojos remotamente complacidos… El amarillo gato de la Misión ronroneaba intensamente, medio oculto bajo las sayas de Polly. Ésta era la mejor amiga del viejo Fu, y en torno a ella giraba el buen jardinero como alrededor de un eje, exhibiendo para su aprobación prodigiosas hortalizas, pronosticando el tiempo merced a raros signos y haciendo lúgubres profecías.
En su contacto con las Hermanas, Polly nunca las estorbaba, ni pretendía asumir privilegio alguno. Obraba con un acto agradable e instintivo que brotaba de su don de silencio, de la prosaica sencillez de su vida. Jamás había sido tan dichosa. Realizaba el acariciado anhelo de ver a Francisco en su trabajo misional, hecho un sacerdote de Dios, acaso ayudado en tan digno fin por los humildes esfuerzos de ella. Pero esto nunca lo hubiera dicho Polly abiertamente. Su estancia, al principio convenida en dos meses, había sido prolongada hasta enero.
Lo único que deploraba —e ingenuamente lo decía— era no haber hecho el viaje antes. La muerte de Ned, a quien sirviera literalmente de pies y manos durante tanto tiempo, no la había librado de responsabilidades. Judit seguía siendo un motivo de continua ansiedad, a causa de sus caprichos, sus atolondramientos y su antojadiza inconstancia. Tras su primer empleo en el municipio de Tynecastle, había tenido una docena de puestos de secretaria, siempre satisfechísima de cada uno al comienzo, para luego huir de él, con disgusto. Después quiso ser maestra, pero el curso en la Escuela Normal la fatigó pronto y empezó a acariciar la vaga idea de hacerse religiosa. En esto —contando entonces veintisiete años había descubierto que su verdadera vocación era la de enfermera, y se había incorporado como aspirante al personal del Hospital General de Northumberland. Aquella circunstancia había dejado libre a Polly, mas tal libertad no parecía sino momentánea. A los cuatro meses, ya las durezas de la vida de aspirante empezaban a hastiar a Judit, quien enviaba cartas llenas de disgusto y enojo, insinuando que tía Polly debía volver para cuidar de su pobre y abandonada sobrina.
Francisco, uniendo los detalles que poseía de la vida de Polly en Inglaterra —detalles fragmentarios, porque ella era poco habladora—, acabó considerándola como una santa. Pero su constancia no recordaba la de una imagen de escayola. Tenía sus debilidades, y su don de la inoportunidad seguía en pie. Por ejemplo, con notable iniciativa y leal deseo de ayudar a Francisco en su labor, había logrado reconvenir a dos almas descarriadas que en una de las excursiones de Polly a Paitan se habían obsequiosamente adherido a su persona y bolsa. Costóle a Francisco algún trabajo desembarazarse otra vez de Hosanna y Filomena Wang.
Aunque sólo fuese por el consuelo de sus pláticas cotidianas, tenía buenos motivos para estimar la presencia de aquella asombrosa mujer. En las tribulaciones que ahora le rodeaban hallaba un alivio confiándose al buen sentido de su tía.
Al llegar a la casa halló a la Hermana Clotilde y a Ana esperándole en la puerta. Suspiró. ¿No le dejarían en paz alguna vez, permitiéndole reflexionar sobre las lamentables noticias que había recibido?
La macilenta cara de Sor Clotilde estaba enrojecida por un rubor nervioso. Se mantenía junto a la muchacha, casi como una celadora, sujetándola con una mano recién vendada. En los ojos de Ana condensábase una expresión de reto. Además, olía a perfume.
Bajo la interrogante mirada del sacerdote, Sor Clotilde hizo una febril aspiración de aire.
—He pedido a la reverenda Madre que me permita ocuparme yo del caso de Ana. Al fin y al cabo, en el taller de cestería está bajo mi especial cuidado.
—¿Qué pasa, Hermana? —preguntó Chisholm, esforzándose en hablar con paciencia.
La Hermana Clotilde temblaba de histérica indignación.
—He tolerado mucho a esta moza. Su pereza, su insolencia, su desobediencia. Además, roba. Todavía huele a la colonia de la señorita Bannon. Pero lo último que ha hecho…
—¿Qué ha sido, Hermana?
Sor Clotilde se sonrojó más aún. Aquello era para ella una prueba mayor que para la adusta Ana.
—Se ha escapado por la noche. Ya sabe usted que la ciudad está ahora plagada de soldados. Y Ana ha pasado fuera toda la noche con uno de los hombres de Wai-Chu. Su cama no estaba deshecha siquiera. Y, cuando la llamé al orden esta mañana, forcejeó conmigo y me mordió.
Chisholm fijó los ojos en Ana. Parecía increíble que la niñita que él recogiera entre sus brazos, una lejana noche de invierno, viniendo a la Misión como un don celestial, estuviese ante él, acusada de ser una mujer aviesa y disoluta. Aunque todavía adolescente, Ana se había desarrollado por completo, y tenía el pecho opulento, intensos los ojos y unos labios pulposos como una ciruela madura. Había sido siempre distinta de las demás niñas: descuidada, audaz, nunca sumisa. Francisco pensó: «Por una vez, los textos se engañan. Ana no ha resultado ser un ángel:».
Lo que gravitaba sobre su ánimo le hizo hablar con benignidad.
—¿Tienes algo que contestar, Ana?
—No.
—No, Padre —corrigió la Hermana Clotilde, mientras Ana le dirigía una mirada de odio.
—Es lamentable, Ana, que después de cuánto hemos hecho por ti nos pagues de este modo. ¿No estás contenta aquí?
—No lo estoy.
—¿Por qué?
—Yo no pedí que me trajeran al convento. Usted no me compró. Vine de balde. Y estoy harta de rezar.
—No rezas continuamente. Tienes tu trabajo.
—No quiero hacer cestos.
—Te buscaremos otra ocupación.
—¿Cuál? ¿Coser? ¿Voy a estar cosiendo toda mi vida?
Chisholm forzó una sonrisa.
—No. Cuando hayas aprendido todas las cosas útiles para una mujer, te casaremos con uno de nuestros jóvenes.
Ella respondió con un áspero bufido y, luego, dijo sencillamente:
—Yo quiero algo más interesante que estos jovencitos de usted.
Francisco calló. Después, herido por la ingratitud de aquella moza, repuso con enojo:
—Nadie se propone tenerte aquí a la fuerza. Mas has de quedarte hasta que la comarca se aquiete. Puede haber muchas turbulencias en el mundo. Mientras permanezcas aquí estarás segura. Pero has de guardar las reglas. Vete con la Hermana y obedécela. Si averiguo que no lo haces me enfadaré muchísimo.
Despidiólas y, mientras Sor Clotilde se volvía, añadió:
—Diga a la reverenda Madre que venga a verme, Hermana.
Las vio atravesar el recinto y, luego, con paso lento, subió a su cuarto. Esto además. ¡Como si no tuviera ya bastante!
Cuando la Madre María Verónica llegó, cinco minutos después, Chisholm miraba la ciudad por la ventana. Esperó, silencioso, a que la monja se acercara. Entonces dijo:
—Reverenda Madre, tengo dos malas noticias para usted. La primera, que, probablemente, habrá guerra antes del próximo año.
Ella le miró con calma, esperando. Francisco giró sobre sus talones y miróla a su vez.
—Acabo de hablar con el señor Chia. La lucha es inevitable. La provincia ha sido dominada durante años por Wai-Chu, quien, como usted sabe, ha abrumado a los labriegos con contribuciones y reclutas forzosas. Cuando una aldea no le paga, la destruye y asesina a familias enteras. No obstante, por bárbaro que sea, hasta ahora los mercaderes de Paitan le han tenido a raya merced a pagarle bien. Mas hoy —añadió, tras una pausa— hay otro señor de la guerra en el distrito. El general Naian, del Yang-Tsé inferior. Dicen que no es tan malo como Wai, y, en rigor, nuestro amigo Shen se ha incorporado a sus tropas. Pero Naian desea la provincia de Wai, es decir, el derecho a expoliarla. A la sazón marcha sobre Paitan. Es imposible comprar al mismo tiempo a los dos caudillos. Sólo podrá comprarse al vencedor. De manera que esta vez habrá lucha.
María Verónica sonrió ligeramente.
—Yo sabía ya casi todo eso. ¿Por qué se siente usted tan abatido hoy?
—Porque la guerra flota en el aire —dijo él, dirigiendo a la monja una mirada reprimida—. Habrá una batalla muy cruenta.
—Ni usted ni yo tememos a esa batalla —repuso la Madre, intensificando su sonrisa.
En el silencio que siguió, Francisco apartó de ella la vista.
—Por supuesto, yo pienso en nosotros mismos, porque si Wai ataca a Paitan nos hallaremos en medio del combate. Pero pienso, sobre todo, en las pobres gentes, tan hambrientas y tan desvalidas. He llegado a amarlas con todo mi corazón. Sólo piden que les dejen en paz, que les permitan vivir humildemente de lo que cultivan y que les sea posible estar en sus casas tranquilos, con sus familias. Durante varios años los ha oprimido un tirano. Ahora, porque otro aparece en escena, se ponen armas en manos de los infelices (incluso en manos de nuestros feligreses), se despliegan banderas y se profieren los gritos acostumbrados: «Independencia, Libertad…». Se están desarrollando odios y, a continuación, simplemente porque así lo quieren dos dictadores, las pobres gentes se precipitarán unas contra otras. ¿Y para qué? Después de la matanza, cuando se disipen el humo y los tiros, habrá más contribuciones, más opresión y un yugo más pesado que antes. ¿Acaso —suspiró— no es natural sentir piedad por el pobre género humano?
La Madre María Verónica se agitó con cierta inquietud.
—No tiene usted muy buen concepto de la guerra.
Pero, seguramente, algunas pueden ser justas y gloriosas. La historia lo prueba. Mi familia ha peleado en muchas así.
Francisco tardó largo rato en responder. Al fin se volvió hacia la monja. Las arrugas que circuían sus ojos eran más profundas que de costumbre. Habló con voz lenta, trabajosa.
—Es singular que diga usted eso en este momento.
—Nuestra pequeña turbación —añadió tras una pausa, apartando la vista— es sólo el eco de una calamidad mucho más grande.
Le era dificilísimo continuar. Pero se lo impuso:
—Los socios de Chia en Hsin-Hsiang le han enviado noticias por un propio. Alemania ha invadido Bélgica y está en guerra con Inglaterra y Francia.
Se cernió sobre el cuarto una breve pausa. El rostro de la Madre María Verónica se había demudado. No habló, no se movió. Parecía sobrenaturalmente paralizada.
Francisco dijo, al fin:
—Los demás no tardarán en saberlo. Pero la guerra no debe hacer surgir diferencias en la Misión.
—No, no debe… —repuso ella, maquinalmente, como si su mirada estuviese a miles de millas de allí.
El primer signo sobrevino escasos días después. Una banderita belga apresuradamente cosida con hilos de colores sobre un trozo de seda apareció, muy ostentosa, en la ventana del dormitorio de la Hermana Marta. Aquel mismo día, al salir ésta del dispensario y correr hacia el convento, no pudo reprimir una sonrisa contenida, de nerviosa satisfacción. Había llegado lo que ella ansiaba con toda su alma: periódicos…, Eran ejemplares de «Información», diario americano que se publicaba en Shanghái y que, esporádicamente, enviaba remesas a Paitan, como una vez al mes. Presurosa, temblándole los dedos, entre esperanzada y aprensiva, rompió las fajas ante la ventana.
Un minuto pasó examinando las páginas a toda prisa.
Luego, lanzó un grito de ira.
—¡Qué monstruos! ¡Oh, es insoportable, Dios mío! Sin alzar la cabeza, llamó apremiantemente a Sor Clotilde, que había entrado a toda prisa en el cuarto, atraída por la misma fuerza magnética.
—Mire, Hermana. Están en Lovaina, han destruido la catedral a cañonazos… Y Metrieux, a diez kilómetros de mi pueblo, está arrasado. ¡Dios mío! ¡Una población tan linda y próspera!
Unidas por la calamidad común, las dos Hermanas se inclinaban sobre las hojas, subrayando la lectura con exclamaciones de horror.
—¡Hasta el altar hecho pedazos! —exclamó Sor Marta, retorciéndose las manos—. ¡Metrieux! ¡Metrieux, adónde fui yo con mi padre en el carricoche, siendo una niña de siete años! ¡Qué mercado aquél! Compramos doce gansos pardos, gordos y hermosos, y ahora…
Sor Clotilde, con los ojos dilatados, leía las noticias de la batalla del Marne.
—Están acribillando a nuestros bravos compatriotas —murmuró—. ¡Qué carnicería! ¡Qué ruindad!
La reverenda Madre había entrado y sentándose en silencio a la mesa. Sor Clotilde ignoraba su presencia, pero Sor Marta había visto a la Superiora con el rabillo del ojo y estaba fuera de sí.
Sofocada de indignación, temblorosa la voz, señaló un párrafo con el dedo.
—Vea esto, Hermana Clotilde. Hay informes fidedignos de que el convento de Lovaina ha sido profanado por los invasores alemanes. Noticias de bonísima tinta confirman que muchos niños inocentes han sido implacablemente asesinados.
La Hermana estaba pálida como el marfil.
—En la guerra franco prusiana pasó lo mismo. Son implacables. No me extraña que en este honrado periódico americano los llamen hunos.
Pronunció la palabra con tono sibilante. La Madre María Verónica habló:
—No puedo permitirles que se expresen así acerca de mis compatriotas.
Sor Clotilde giró sobre sus talones y, cogida de improviso, hubo de aferrarse al marco de la ventana. Pero Sor Marta estaba preparada.
—¿Sus compatriotas, reverenda Madre? En su lugar, yo no estaría tan orgullosa de ellos. Son unos bárbaros brutales, asesinos de mujeres y de niños.
—El ejército alemán se compone de caballeros. No creo en ese periodicucho, que, sin duda, miente.
Sor Marta, poniéndose en jarras, abiertas las manos sobre las caderas, repuso, llena de resentimiento su áspera voz de aldeana:
—¿Y no es verdad la noticia de este periodicucho respecto a que un país pequeño y pacífico ha sido invadido por ese ejército tan caballeroso?
La Madre María Verónica estaba aún más pálida que Sor Clotilde.
—Alemania tiene derecho a un puesto al sol.
—Y por eso mata y saquea, vuela catedrales, destruye la villa a donde yo iba de niña… Todo porque la muy cerda de Alemania quiere el sol y la luna…
—¡Hermana! —dijo la reverenda Madre, levantándose, digna a pesar de su agitación—. En este mundo hay una cosa que se llama justicia. Alemania y Austria nunca han sido tratadas con justicia. No olviden que mi hermano está peleando para forjar el nuevo destino teutónico. Por lo tanto, como Superiora de ustedes, les prohíbo decir a nadie las atrocidades que he oído hace poco en sus bocas.
Tras una intolerable pausa, la Madre María Verónica se volvió, para salir del cuarto. Cuando estaba en la puerta, oyó gritar a Sor Marta:
—¡Ese famoso destino no está forjado aún! ¡Los aliados ganarán la guerra!
La Madre María Verónica, dedicándole una fría sonrisa de compasión, salió.
La discordia se intensificaba, nutrida por las noticias llegadas de cuando en cuando a la Misión, que vivía, a su vez, bajo otra amenaza de guerra. La Hermana francesa y la belga nunca habían simpatizado mucho, pero ahora las ligaba una amistad fraternal. Sor Marta se mostraba protectora con Sor Clotilde, más débil que ella, y, solícita por su salud, le daba remedios para su turbadora tos y le elegía los mejores bocados de cada plato. Ambas, abiertamente, trabajaban haciendo calcetines y mitones para los valientes blessés[23]. Con muchos signos y medias palabras hablaban de sus patrias queridas ante la misma Superiora, aunque, eso sí, cuidadosas —muy cuidadosas— de no ofenderla. Y, luego, la Hermana Marta, de manera significativa, proponía:
—Vamos a rezar un momento por lo que usted sabe.
La Madre Verónica lo soportaba todo con orgulloso silencio. También ella oraba por la victoria. Chisholm veía los tres rostros en fila, beatíficamente vueltos hacia el cielo, rezando por opuestas victorias, mientras él, atribulado y roído de inquietudes, mirando a las fuerzas de Wai haciendo marchas y contramarchas por los montes, sabedor de que Naian preparaba una movilización definitiva, oraba pidiendo a Dios paz, seguridad para los suyos y… bastante comida para los niños.
La Hermana Clotilde empezó a enseñar en su clase la Marsellesa. Lo hacía furtivamente, cuando la Superiora estaba en el taller de cestería, al otro lado de la casa. La clase, muy imitativa, pronto aprendió letra y música. Una tarde, a primera hora, cuando la Madre María Verónica, muy cansada y esforzándose obviamente en reprimirse, atravesaba el jardín, oyó salir por las ventanas abiertas de la clase de Sor Clotilde, el himno francés, cantado con estruendoso acompañamiento de piano:
Allons, enfants de la patrie…
Por un instante, la Madre María Verónica vaciló. Luego, su figura, que había mostrado signos de ablandamiento, se tornó rígida como el acero. Para sostenerse, apeló a toda su fortaleza. Anduvo con la cabeza erguida.
Otra tarde, a finales de mes, Clotilde estaba también en su clase. Los muchachos, tras el diario cántico de la Marsellesa, habían dado su lección de catecismo. La Hermana Clotilde, siguiendo una costumbre instituida por ella, mandó:
—Arrodillaos, queridos niños, y rezad una breve plegaria por los bravos soldados franceses.
Los niños, arrodillándose, obedientes, respondieron a las tres avemarías que Sor Clotilde rezó.
Ya iba la Hermana a dar la señal para levantarse cuando, con cierta impresión, notó que la Superiora estaba tras ella. La Madre María Verónica, serena y con aspecto placentero, habló a los alumnos por encima del hombro de Clotilde:
—Ahora, niños, es justo que recéis la misma oración por los bravos soldados alemanes.
El rostro de Sor Clotilde se cubrió de un lívido verdor.
Su respiración parecía sofocada.
—Ésta es mi clase, reverenda Madre.
La Madre María Verónica, sin atenderla, prosiguió:
—Ea, niños: oremos por los bravos alemanes:
Dios te salve María,
llena eres de gracia…
El pecho de Clotilde se levantó y sus pálidos labios se replegaron hacia sus apretados dientes. Convulsivamente, levantó la mano y dio un bofetón a su Superiora.
Hubo un clamor reprimido y terrorífico, Clotilde rompió en llanto y huyó de la estancia, entre sollozos.
Ni un músculo del semblante de María Verónica se contrajo. Con la misma sonrisa placentera, dijo a los alumnos:
—La Hermana Clotilde está algo enferma. Ya habéis visto lo que ha hecho. Yo terminaré de daros clase. Pero antes, niños, tres avemarías por los buenos soldados alemanes.
Conclusa la plegaria, se sentó, imperturbable, ante el alto pupitre y abrió el libro.
Aquella noche, Chisholm, entrando en el dispensario inesperadamente, vio a Sor Clotilde en el acto de servirse una gran dosis de clorodina. La monja se volvió al oír pasos y casi dejó caer el vaso lleno. Un penoso sonrojo cubrió su faz. El episodio de la clase la había trastornado en extremo.
—Tomaba un poco de esto —balbuceó— para el estómago. Me ha dolido mucho estos días…
Por la cantidad del medicamento y por el talante de la Hermana, Francisco comprendió que tomaba aquello como sedante.
—No lo tome muy a menudo, Hermana —dijo—. Considere que contiene mucha morfina.
Cuando Sor Clotilde salió, él guardó el frasco en la alacena donde estaban bajo llave los medicamentos tóxicos. Solo en el dispensario desierto, sintiéndose desgarrado por la ansiedad del peligro inmediato que les amenazaba y por la absurda futilidad de aquella otra horrible y remota guerra, notó que le invadía una oleada de angustia por el insensato rencor de aquellas mujeres. Había esperado que la discordia desapareciera, mas no era así. Apretó los labios, con súbita resolución.
Aquel día, después de las clases, hizo llamar a las tres religiosas. Las mandó situarse ante el pupitre. La faz del sacerdote estaba insólitamente severa. Escogiendo bien las palabras, Francisco habló a las mujeres casi con acritud.
—La conducta de ustedes en momentos como éstos me disgusta mucho y ha de cesar. No tienen justificación alguna sus actitudes.
En la breve pausa que siguió, vio a Sor Clotilde temblar con ímpetu reprimido.
—Sí la tiene —dijo la Hermana, al cabo.
Buscó en el bolsillo de su hábito y, agitadamente, exhibió en la mano un ya grasiento recorte de periódico.
—Lea esto, se lo ruego. Son las palabras de un príncipe de la Iglesia.
Mirando el recorte, Francisco lo leyó en voz alta y lenta. Era una alocución del cardenal Amette desde el púlpito de Notre Dame de París:
Queridos hermanos, camaradas en armas de Francia y de nuestros gloriosos aliados: Dios Todopoderoso está de nuestra parte. Él volverá a ayudarnos en esta hora de necesidad. Dios sostiene a nuestros bravos soldados en el campo de batalla, fortaleciendo sus brazos, acerándolos contra el enemigo. Dios protege a los suyos y Dios nos dará la victoria…
Francisco se interrumpió. ¿Para qué continuar? Siguió un rígido silencio. La cabeza de Sor Clotilde temblaba, con expresión de nervioso triunfo, y el rostro de Sor Marta expresaba una lograda vindicta. Pero la Madre María Verónica, lejos de dar signos de vencimiento, sacó rígidamente, de la negra faltriquera de tela que llevaba al cinto, un limpio recorte.
—Nada sé de la opinión, fundada en prejuicios, de los cardenales franceses. Mas aquí está la exhortación conjunta que dirigen al pueblo alemán los arzobispos de Colonia, Munich y Essen.
Con voz fría y altanera, leyó:
Queridos compatriotas: Dios está con nosotros en esta justísima lucha que nos ha sido impuesta. Por lo tanto, os ordenamos, en nombre de Dios, combatir hasta la última gota de vuestra sangre por el honor y gloria de nuestro país. Dios, en su sabiduría y justicia, conoce nuestro derecho y Él nos dará…
—Basta —interrumpió Francisco.
Luchaba por dominarse, y su alma se sentía invadida de sucesivas oleadas de enojo y exasperación. Allí, ante él, estaba la esencia de la malicia y la hipocresía humanas. El considerar la insensatez de la vida, trastornóle de pronto. La desesperante vacuidad del mundo le vencía.
Pasó un rato con la cabeza apoyada en la mano y, luego, en voz baja, dijo:
—¡Dios está harto de todas esas apelaciones a Él!
Dominado por su emoción, levantóse y empezó a pasear por la estancia.
—No puedo refutar las contradicciones de cardenales y arzobispos con nuevas contradicciones. Ni osaría hacerlo. Nadie soy; sólo un insignificante sacerdote escocés perdido en las soledades de China y al borde de una guerra de bandidos. Pero ¿no ven ustedes la locura y bajeza de todo esto? Nosotros aprobamos esta mundial guerra. Vamos aún más allá: la santificamos. Enviamos millones de nuestros fieles hijos a ser lisiados y muertos, a ser lesionados en cuerpos y almas, a matarse y destruirse entre sí. ¡Patriotismo! ¡Emperadores y reyes! Desde diez mil primorosos púlpitos se repetirá ahora: «Al César lo que es del César…».
Calló un instante, crispadas las manos, remotos y ardientes los ojos.
—Ningún César hay hoy, sino sólo financieros y estadistas que desean minas de diamantes en África del Sur, y caucho en el esclavizado Congo. Cristo predicó amor perdurable. No subió a la montaña clamando: «¡Mata, hombre! Ve y clava una bayoneta en el vientre de tu hermano».
—No es su voz la que resuena en las iglesias y majestuosas catedrales de la Cristiandad. ¿Cómo en nombre del Dios a quien servimos —y sus labios temblaban— podemos venir a estas tierras extranjeras, que llamamos paganas, presumiendo de convertir a sus moradores a una doctrina que desmentimos con nuestros hechos? Nada tiene de extraño que se burlen de nosotros y piensen que el cristianismo es una religión de mentiras, de odios de clase, de nación y de dinero, de perversas guerras…
Interrumpióse. El sudor bañaba su frente, sus ojos estaban preñados de congoja. Continuó:
—¿Por qué no aprovecha la Iglesia esta oportunidad? ¡Qué magnífica ocasión para justificar su existencia como un viviente camino hacia Cristo! En vez de predicar y excitar odios, clamar, en todos los países, por boca del Pontífice y de sus sacerdotes: «¡Arrojad las armas! ¡No matéis! ¡Os ordenamos no pelear!».
—Habría, sí, persecuciones y ejecuciones sin cuento. Pero entonces tendríamos mártires, no asesinos. Los muertos honrarían nuestros altares.
Su voz menguó, su actitud era tranquila, serenamente profética.
—La víbora muerde el seno que le da calor. Sancionar el poder de las armas es invitar a la destrucción. Puede llegar el día en que grandes fuerzas militares desmandadas se vuelvan contra la Iglesia, corrompiendo a millones de sus hijos, obligándola, tímida sombra de sí misma, a volver a las catacumbas…
Hubo una tensa quietud cuando Francisco calló. Sor Marta y Sor Clotilde inclinaron la cabeza, como conmovidas contra su voluntad. Pero la Madre María Verónica, con algo de la arrogancia que la caracterizara en los primeros días de desavenencia, fijó en Francisco una mirada clara, endurecida por un atisbo de burla.
—Sus palabras han sido impresionantes, Padre, y dignas de las catedrales a que se refería hace poco. Pero ¿no resultarán expresiones un poco hueras si no las aplica aquí mismo en Paitan?
La sangre afluyó al rostro de Francisco. Luego, su sonrojo disminuyó. Dijo sin ira:
—He prohibido solemnemente a todos nuestros feligreses pelear en ese ominoso conflicto que nos amenaza. Les he hecho jurar que se refugiarán, con sus familias, tras las verjas de la Misión cuando comiencen los encuentros. Pase lo que pase, yo seré responsable de ello.
Las tres Hermanas le miraron. Un leve temblor recorrió el rostro, aún glacial, de la Madre María Verónica. Pero Chisholm, viendo salir a los monjas del cuarto, sentía la certeza de que no estaban reconciliadas. Le acometió un repentino escalofrío de temor. Experimentó la sensación extraña de que el tiempo había suspendido su curso, en fatídica espera de lo que pudiera ocurrir.