Una soleada tarde de 1912, el Padre Chisholm se ocupaba en separar la cera y la miel que había cosechado. Estaba en su taller, construido al estilo bávaro, práctico y pulido, con un torno de pedal y diversas herramientas primorosamente alineadas. En él hallaba Francisco tanto placer como aquel día en que la Madre María Verónica se lo ofreciera, tendiéndole la llave. Olía dentro a melaza derretida. Un gran cuenco de fresca y amarilla miel se hallaba en el suelo lleno de virutas. Sobre el banco se veía el chato recipiente de cobre que contenía la morena cera con que al otro día iba el Padre a fabricar sus cirios, y qué cirios. Ardían despacio y despedían un dulce aroma; Ni en la basílica de San Pedro se encontrarían otros semejantes.
Con un suspiro de satisfacción, se enjugó la frente. Sus cortas uñas tenían un reborde de rica cera. Echándose al hombro el gran cuenco de miel, abrió la puerta y cruzó el jardín de la Misión. Se sentía feliz. Era grato despertar por la mañana, oyendo alas estorninos piar en los aleros, sintiendo la frescura del alba aún hecha rocío sobre los céspedes… Su pensamiento inmediato, cuando despertaba, era que no podía haber mayor dicha que trabajar —mucho con las manos, algo con el cerebro y, principalmente, con el corazón— y vivir así, sencillamente, apegado a la tierra, que a él no le parecía muy lejana del cielo.
La provincia prosperaba y la gente, olvidando inundaciones, epidemias y hambre, vivía en paz. Cinco años habían pasado desde que la generosidad del conde Ernesto Van Hohenlohe permitiera reconstruir la Misión, y ésta, en tanto, había florecido calladamente. La iglesia era más grande y sólida que la anterior, Francisco la había erigido recia; sintiendo una triste compunción al recordar la otra, sin yeso ni estuco, siguiendo el modelo monástico que la reina Margarita introdujera en Escocia siglos atrás. Clásica y severa, con un sencillo campanario y naves soportadas por arcos, su austeridad iba infiltrándose en él cada día más. Acabó prefiriéndola a la primera que construyera. Sobre todo, era un edificio más sólido.
La escuela había sido ampliada, añadiéndose a la casa un nuevo hogar infantil. La compra de las contiguas fincas de regadío había permitido montar una granja modelo, con cerdos y otras reses, y un corral donde Sor Marta, arremangado el hábito, flacas las canillas sobre sus zuecos, distribuía grano entre las aves, parloteando alegremente en flamenco.
La congregación comprendía ya doscientos fieles, ninguno de los cuales acudía a regañadientes al altar. El orfanato había triplicado su extensión y empezaban a recogerse los primeros frutos de la paciente previsión de Francisco. Las muchachas mayores ayudaban a las Hermanas, y algunas eran ya novicias, mientras otras no tardarían en salir de la escuela. En la última Navidad, la mayor, una moza de diecinueve años, se había casado con un joven labrador de la aldea Liu. Francisco sonreía, feliz, pensando en las consecuencias de su astucia. En su reciente y feliz visita pastoral a Liu, de donde regresara la semana pasada, la joven le había dicho, bajando la cabeza, que pronto habría de administrar otro bautismo.
Francisco cambió de hombro el pesado cuenco de miel.
El misionero era a la sazón un encorvado hombrecillo de cuarenta y tres años, ya en vías de calvicie y empezando a sentir dolores reumáticos en las articulaciones. Al cambiar el cuenco, una rama de jazmín le azotó la mejilla. Rara vez había estado el jardín tan espléndido, y también esto se lo debía a la Madre María Verónica. Sin negar que sus propias manos fueran diestras, el sacerdote no las juzgaba hábiles para la jardinería. En cambio, la reverenda Madre había mostrado gran pericia en materia de plantaciones. Desde su casa de Alemania le habían sido enviadas semillas cuidadosamente empaquetadas en arpillera. Las cartas en que pedía tales o cuales cosas habían ido a los más famosos viveros de Cantón y Pekín, como asimismo iban sus raudas y blancas palomas, importunas y hogareñas. La belleza que ahora rodeaba a Francisco, aquel santuario brillante de sol y animado por un continuo rumor, eran obra de ella.
La camaradería que los enlazaba había ido creciendo como aquel jardín. Cuando Chisholm daba su paseo vespertino, solía hallar a la Madre María Verónica muy atenta, calzando toscos guantes, cortando las grandes peonías blancas que crecían en profusión, enderezando alguna torcida clemátide, regando las doradas azaleas. Discutían concisamente las cosas del día. A veces permanecían juntos sin hablar, y cuando las luciérnagas aparecían en el jardín, cada cual tomaba el camino de su casa.
Al acercarse a la puerta más alta del recinto vio a los niños dirigiéndose de dos en dos jardín adelante. Era la hora de comer. Sonrió y aceleró el paso. Al llegar, ya los niños se sentaban a la larga mesa baja del nuevo cuarto contiguo al dormitorio. Eran unas cuarenta cabecitas de azulosa nuca y brillantes rostros amarillos. La Madre María Verónica se sentaba a un extremo y Sor Clotilde al otro. Marta, ayudada por las novicias chinas, servía humeante caldo de arroz en una sucesión de tazones azules. Ana, la niñita encontrada en la nieve, a la sazón una moza muy gallarda, iba entregando los tazones a los niños, con su habitual talante de sombría y ceñuda reserva.
El clamor se aquietó al entrar el Padre. Éste lanzó a la Superiora una mirada avergonzada y pueril, pidiéndole indulgencia, y, triunfalmente, colocó el cuenco de miel sobre la mesa.
—Miel fresca, niños. ¡Qué lástima que…! Porque estoy seguro de que ninguno quiere…
Una chillona e inmediata negación se elevó de la turba de niños. Reprimiendo su sonrisa, Francisco movió, entristecido, la cabeza ante el menor, un solemne mandarín de tres años que, chupando su cuchara, se balanceaba soñadoramente, inestables sobre el banco sus diminutas posaderas.
—No puedo creer tan monstruosa maldad en un niño bueno. Dime, Sinforiano —era horrible ver como los nuevos conversos elegían para sus hijos los nombres más resonantes del santoral— dime: qué prefieres, ¿aprender el bonito catecismo o tomar miel?
—Miel —repuso Sinforiano lánguidamente.
Miró la faz arrugada y morena que le contemplaba, y, asombrado de su temeridad, rompió en lágrimas y se cayó del banco.
Chisholm, riendo, levantó al niño.
—Vamos, vamos, Sinforiano. Tú eres un niño bueno y Dios te quiere. Tendrás doble ración de miel por haber dicho la verdad.
Sintió sobre sí la mirada reprochadora de la Madre María Verónica. Seguramente la monja le seguiría a la puerta, diciéndole: «Padre. Hemos de tener en cuenta la disciplina». Mas hoy nada lograría restringir la afabilidad del Padre con los pequeños. Qué lejanos parecían los tiempos en que entraba en la clase turbado e insatisfecho, temeroso de sentir el ambiente hostil y frío. Su bondad con los chiquillos había rayado siempre en lo absurdo, mas él alegaba que éste era su patriarcal privilegio.
Como esperaba, la Madre María Verónica le acompañó fuera del cuarto; mas, aunque su frente parecía insólitamente ensombrecida, no censuró al sacerdote ni siquiera benignamente. En vez de ello, comentó, tras una vacilación:
—José ha venido esta mañana con una historia muy extraña…
—Sí. El pícaro quiere casarse… y es natural. Pero me está mareando con lo hermoso y conveniente que sería construir junto a la verja de la Misión un pabellón de portero; no, desde luego, en provecho de José ni de su mujer, sino sólo en beneficio de la Misión.
—No se trata de ese pabellón —dijo ella, sin sonreír, mordiéndose los labios—. Lo que se está construyendo es otra cosa y en otro sitio: en la calle de las Linternas (ya conoce usted ese solar tan céntrico y tan espléndido), y en una escala mucho mayor que cuanto hemos hecho aquí.
Hablaba con singular amargura.
—Han llegado veintenas de trabajadores y barcazas llenas de piedra blanca de Hsin-Hsiang. Le aseguro que se va a gastar dinero como sólo los millonarios americanos lo saben gastar. Pronto asistiremos a la apertura del mejor establecimiento misionero de Paitan, con escuelas de ambos sexos, campos de deportes, cocina pública, dispensario gratuito y un hospital con un médico fijo…
La Madre María Verónica se interrumpió, mirando a Francisco con lágrimas en sus turbados ojos.
—¿Qué establecimiento es ése? —preguntó él maquinalmente, abrumado al presagiar la respuesta.
—Otra Misión. Protestante. De los metodistas americanos.
Sobrevino una dilatada pausa. Confiado en lo remoto del lugar, Francisco nunca previó semejante intrusión. Sor Clotilde llamó a la Madre María Verónica y ésta se alejó, dejándole en un dolorido silencio.
Chisholm se acercó lentamente a su casa. La brillantez de la mañana parecía haberse nublado. ¿Qué había sido de su medieval fortaleza? Experimentó, recordando su niñez, la misma sensación de injusticia que cuando, buscando moras, algún muchacho hallaba las ramas de una zarza secreta descubierta por Francisco, y las despojaba rudamente de su fruto. Le constaban los odios que se desenvuelven entre Misiones rivales, las desagradables envidias y, sobre todo, las disputas sobre extremos doctrinales, las acusaciones y contraacusaciones, los broncos denuestos que hacen que la fe cristiana aparezca ante los tolerantes chinos como una infernal Torre de Babel donde todos gritaran a voz en cuello: «Aquí está la verdad. Aquí, aquí…». Luego, sólo se veía rabia, aborrecimiento, clamores…
Halló en la casa a José, quien, plumero en mano, fingía trabajar aunque, en realidad, sólo esperaba ocasión de transmitir las noticias.
—¿Ha oído el Padre hablar de la venida de esos americanos que adoran al falso Dios?
—Calla, José, —respondió ásperamente el sacerdote.
No adoran al falso Dios, sino al mismo Dios verdadero que nosotros. Si vuelves a pronunciar semejantes palabras, nunca tendrás tu pabellón junto a la verja.
José se apartó, murmurando para sí.
Por la tarde bajó Chisholm a la calle de las Linternas y obtuvo por sus mismos ojos fatídica confirmación de la noticia. La nueva Misión crecía rápidamente bajo las manos de muchos equipos de albañiles, carpinteros y peones. A lo largo de un tablón, activos obreros llevaban cestos del mejor azulejo de Soochin.
Era obvio que las obras se realizaban en una escala principesca.
Aún permanecía allí, absorto en sus pensamientos, cuando descubrió de pronto a Chía, que estaba a su lado. Saludó serenamente a su antiguo amigo.
Mientras hablaban del buen tiempo y de lo bien que marchaban los negocios, Francisco notó una afabilidad mayor que la habitual en el acento del mercader.
Al fin, una vez terminados los temas de rigor, Chía comentó inocentemente:
—Es grato observar el excesivo crecimiento de las cosas buenas, aunque algunos puedan considerarlas superfluas. Por mi parte, me complacerá mucho poder pasear por los jardines de otra Misión. Pero cuando usted, Padre, vino aquí hace tantos años, recibió muchos malos tratos. —Hizo una nueva pausa suave y sugeridora—. Aun siendo ciudadano tan humilde y poco influyente como soy yo, paréceme claro que los nuevos misioneros recibirán un trato tan execrable cuando lleguen, que, muy a su pesar, tendrán que partir.
Un estremecimiento recorrió al Padre Chisholm. Le asaltaba una tentación increíble. La ambigüedad, el forzado sobrentendido de las palabras del mercader, significaban la más siniestra amenaza. Chia, en muchos sentidos sutiles y subterráneos, ejercía el máximo poder en el distrito. Francisco sabía que le bastaba contestar, mirando con candidez al espacio: «Sería, ciertamente, un gran infortunio que sufriesen semejante calamidad los nuevos misioneros… pero ¿quién puede impedir la voluntad de Dios?». Así quedaría abortada la invasión que amenazaba a su pastoría. Se dominó, odiándose a sí mismo por albergar tal pensamiento. Replicó, tan plácidamente como pudo, mientras un frío sudor le mojaba la frente:
—¿Cómo negarles a esos predicadores el derecho a practicar las virtudes a su manera? Si lo desean, tienen perfecto derecho a venir.
No observó la chispa de interés singular que, por una vez, irradió la quieta mirada del señor Chia. Profundamente turbado, Francisco se separó de su amigo y subió la colina, hacia su casa. Sintiéndose fatigado, entró en la iglesia y se sentó ante el crucifijo del altar lateral. Mirando el rostro nimbado de espinas, oró, para que le fuesen concedidas prudencia, resistencia y paciencia.
A fines de junio estaba casi terminada la Misión metodista. A pesar de su fortaleza, Chisholm, para evitarse el ver las sucesivas etapas de la construcción, había eludido hoscamente la calle de las Linternas. Mas cuando José, siempre fidelísimo informante, trajo noticias de que habían llegado los dos diablos extranjeros, el sacerdote suspiró, vistióse de su mejor sotana, empuñó su paraguas y se dispuso a hacer la visita que pensaba.
Agitó la campanilla de la puerta y el son repercutió, hueco, entre el olor de pintura y yeso aún recientes. Tras esperar, indeciso, durante un minuto bajo los verdes cristales de la marquesina, oyó dentro presurosos pasos y la puerta fue abierta por una mujer madura, baja y ajada, vestida con una falda de alpaca parda y una blusa de cuello muy alto.
—Buenas tardes. Soy el Padre Chisholm. Me tomo la libertad de visitarles para darles la bienvenida por su llegada a Paitan.
Ella le miró, nerviosa, y una expresión de desasosiego inundó sus ojos, de pálido azul.
—Sí, sí. Sírvase pasar. Soy la esposa de Fiske Wilbur… quiero decir el doctor Fiske… Está arriba. Todavía nos encontramos solos y no nos hemos instalado debidamente.
Se apresuró a atajar la protesta que ya él iniciaba.
—No, no; sírvase entrar.
La siguió, escaleras arriba, hasta una estancia fresca y majestuosa, donde un hombre de cuarenta años —escrupulosamente rasurado, con un recortado bigote y de la misma diminuta estatura que su mujer— se encaramaba sobre una escalera de mano, disponiendo libros en los anaqueles. Usaba gruesas gafas sobre unos ojos miopes, inteligentes, escrutadores. Sus pantalones, algo cortos, de algodón, anchos como sacos, daban una traza patética a sus flacas canillas. Al bajar la escalera tropezó y estuvo a punto de caer.
—¡Cuidado, Wilbur! —dijo la mujer, extendiendo protectoramente las manos.
Presentó a los dos hombres y añadió, intentando vanamente una sonrisa:
—Ahora, sentémonos… si hallamos dónde. Desgraciadamente, no tenemos nuestros muebles aquí. Pero en China se acostumbra uno a todo.
Se instalaron. Chisholm dijo con voz amable:
—Tienen ustedes un edificio magnífico.
—Sí —murmuró Fiske—. El señor Chandler, el célebre magnate del petróleo, ha sido generosísimo.
Sobrevino un silencio penoso. Aquellos misioneros respondían tan poco a lo que el sacerdote esperaba, que quedó desconcertado. No podía él jactarse de una estatura gigantesca, pero el matrimonio, con su misma escasez física, descartaba el más mero impulso de agresión. El doctorcillo era un hombre manso, con un aire entre pedantesco y tímido. Una sonrisa excusadora vagaba indecisamente por sus labios, romo temerosa de asentarse en ellos. Su mujer, más fácil de distinguir a la luz clara del cuarto; era una persona suave, resuelta, de ojos azules a los que acudían las lágrimas con facilidad. Sus manos se movían alternativamente entre un dijecillo[20] de oro, donde debía de guardar un rizo, y una ensortijada y opulenta cabellera sujeta por una redecilla. Con un ligero estremecimiento, Francisco notó que aquel cabello era una peluca.
De pronto, el doctor Fiske se aclaró la garganta y dijo:
—Debe usted de estar indignado con nosotros viéndonos venir aquí.
—¡Oh, no, no! De ningún modo —repuso el sacerdote, muy embarazado.
—Sabemos por experiencia lo que es eso. Estábamos en el interior de la provincia de Shansi, un sitio encantador… Me gustaría haberle enseñado los albérchigos que teníamos allí. Durante nueve años vivimos solos. Luego, llegó otro misionero… No católico —se apresuró a añadir—. ¿Recuerdas cuánto lo sentimos, Inés?
—Sí —asintió ella, trémula—. Pero apechugamos con ello. Somos veteranos, Padre.
—¿Llevan mucho tiempo en China?
—Más de veinte años. El mismo día que nos casamos nos pusimos en camino, como una pareja juvenil e insensata que éramos. Habíamos consagrado nuestra vida a la idea…
La humedad que llenaba sus ojos dejó lugar a una brillante y entusiasmada sonrisa.
—Wilbur, quiero mostrar al Padre Chisholm el retrato de Juan.
Levantándose, cogió orgullosamente una fotografía con marco de plata que había sobre la chimenea, rodeada de otros adornos.
—Éste es nuestro hijo. La foto está tomada cuando ingresó en Harvard, antes de pasar a Oxford. Aún continúa en Inglaterra… actuando en el establecimiento que tenemos en el puerto de Tynecastle.
Aquel nombre conmovió la forzada cortesía de Francisco.
—¿Tynecastle? —dijo sonriendo—. Está muy cerca de mi pueblo natal.
Ella le miró, encantada, correspondiendo a su sonrisa y sosteniendo la fotografía contra su pecho con sus manos cariciosas.
—¡Es sorprendente! Al fin y al cabo, el mundo es pequeño… —comentó, depositando vivamente el retrato en la repisa—. Ahora voy a servir café y unos cuantos buñuelos americanos… hechos según una receta familiar… No, no es ninguna molestia —declaró, rechazando las protestas del sacerdote—. A esta hora siempre hago que Wilbur tome alguna cosa. Anda mal del duodeno, y si yo no me ocupo de él, ¿quién lo haría?
Chisholm se había propuesto estar allí cinco minutos, pero pasó con el matrimonio más de una hora.
Eran naturales de Nueva Inglaterra. Oriundos de Biddeford, en el Maine, habían nacido, se habían criado y habían contraído matrimonio dentro siempre de su estricta fe. Cuando hablaban de su mocedad, Francisco tenía una rápida y extrañamente grata visión de unos campos fríos; de grandes rías saladas fluyendo entre márgenes de plateados abedules hacia el brumoso mar; de blancas casas de madera entre arces detono vinoso y zumaques de un rojo aterciopelado en invierno; de claros y diminutos campanarios sobre los poblados de oscuras y silentes figuras en las calles heladas, siguiendo calladamente su apagado destino.
Los Fiske eligieron otro sendero más duro. Habían sufrido mucho. Les faltó poco para morir del cólera. Durante la rebelión boxer, mientras muchos de sus compañeros de Misión eran asesinados, ellos pasaron seis meses en una sucia prisión, bajo la diaria amenaza del suplicio. Su mutua adhesión y el cariño que sentían por su hijo eran conmovedores. A pesar de su aspecto, trémulo exteriormente, aquella mujer experimentaba una indomable solicitud maternal hacia los dos hombres de su familia.
Inés Fiske, no obstante su formación, era una pura romántica, cuya vida aparecía inscrita en la teoría de tiernos recuerdos que cuidadosamente conservaba. No tardó en enseñar a Francisco una carta que le escribiera su difunta madre, un cuarto de siglo atrás, dándole la fórmula de aquellos buñuelos. También exhibió un rizo del cabello de su Juan, que guardaba en el dije. Arriba, en su cajón, había muchas cosas semejantes: paquetes de amarillenta correspondencia, su marchito ramo nupcial, un diente de su hijo, la cinta que ella llevara en la primera reunión a que concurrió, siendo mocita, en el círculo parroquial de Biddeford.
Estaba delicada de salud y, una vez establecida la nueva Misión, iba a pasar seis meses de descanso con su hijo, en Inglaterra. A la sazón, con una viveza que presagiaba buena voluntad, pedía al Padre Chisholm que le diese cuantos encargos quisiera para su país.
Al fin despidióse Chisholm. Mientras Fiske le saludaba desde el pórtico, la mujer le acompañó hasta la verja exterior. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—No sabe lo consolada y lo contenta que estoy de su amabilidad y su gentileza al visitarnos… sobre todo por Wilbur. En nuestro último destino atravesó, el pobre, por cosas muy dolorosas… Odios enconados, horrible fanatismo… La cuestión llegó al extremo de que, habiendo ido a visitar a un enfermo, fue golpeado, hasta perder el sentido, por un joven bestial… un misionero que le acusaba de querer robarle el alma del paciente… Pero nosotros y la señora Fiske reprimió su emoción —podemos prestarnos mutua ayuda. Wilbur es un doctor muy hábil. Llámele siempre que lo necesite.
Oprimió rápidamente la mano de Francisco y se alejó.
Chisholm volvió a su casa en un curioso estado de ánimo.
Durante los días inmediatos no tuvo noticias de los Fiske. Pero el sábado llegó a San Andrés una buena cantidad de pastelillos caseros. Francisco los llevó, calientes aún y envueltos en una servilleta blanca, al refectorio de los niños. La Hermana Marta rezongó:
—¡Si creerá esa mujer que no sabemos hacer esto aquí!
—Ella intenta ser amable, Marta. Y nosotros debemos intentarlo también.
La Hermana Clotilde llevaba varios meses sufriendo una dolorosa irritación de la piel. Se habían usado toda clase de remedios sin el menor éxito. Tan molesta era la dolencia, que hizo, incluso, una novena especial para ver si se curaba. A la semana siguiente la vio Chisholm frotarse las manos enrojecidas y excoriadas, en un tormento de desazón, Arrugó el entrecejo y, venciendo el desagrado, envió una nota al doctor Fiske.
El doctor llegó a la media hora, examinó a la paciente en presencia de la reverenda Madre, no empleó ninguna palabra retumbante, alabó los remedios que se habían utilizado y, luego de componer un remedio que había de aplicarse por vía bucal de tres en tres horas, se despidió plácidamente. A los diez días, la fea dolencia se había disipado y Sor Clotilde parecía una mujer nueva. Pero, pasado el primer entusiasmo, acudió, con escrúpulos, a confesarse.
—Padre, yo oré tanto a Dios y… y la curó el misionero protestante.
—Sí, Padre.
—Su fe, hija mía, no debe alarmarse por eso. Dios ha respondido a su plegaria. Todos somos instrumentos en manos de él. No olvide —y sonrió de improviso— lo que decía el viejo Lao-Tsé: «Las religiones son muchas, la razón es una, y todos somos hermanos».
Aquella noche, mientras él salía al jardín, la Madre María Verónica le dijo, casi contra su deseo:
—Ese americano es un buen médico. Francisco asintió:
—Sí. Y un buen hombre.
Las dos Misiones se desenvolvían sin conflictos. Para las dos había suficiente campo en Paitan y cada una procuraba no estorbar a la otra. La prudencia del Padre Chisholm al resolver no tener en su congregación cristianos que acudiesen a cambio de arroces gratuitos, hacíase ahora palmaria. Sólo uno de sus feligreses desertó para ir a la calle de las Linternas, de donde volvió con la siguiente lacónica nota:
Querido Chisholm:
El dador es un mal católico y sería un peor metodista.
Siempre su amigo en el Dios universal.
Wilbur Fiske, doctor en Medicina.
P. S.: Si alguien de su Misión necesita ser hospitalizado, envíemelo. No recibirá ninguna sutil insinuación sobre la falibilidad de los Borgia.
El corazón del sacerdote se ensanchó.
«¡Ah, Señor! —se dijo—. ¡La bondad y la tolerancia! Con estas dos virtudes, ¡qué maravilloso sería tu mundo!».
Los méritos de Fiske no permanecieron ocultos. Gradualmente, se reveló como un arqueólogo y un chinólogo de primer orden. Contribuía con abstrusos artículos a los archivos de vagas sociedades de su país. Su manía era la porcelana de Chien-lung, y su colección de famille noire[21] del siglo XVIII, recogida con serena habilidad, era auténticamente valiosa. Como a la mayoría de los hombres pequeños y dominados por sus mujeres, le gustaba la discusión y, en poco tiempo, Francisco y él se hicieron lo bastante amigos para debatir vivamente y con destreza por ambas partes —aunque también, ¡ay!, con creciente acaloramiento— ciertos puntos en que divergían sus credos respectivos. A veces, impelidos por su entusiasmo doctrinal, se separaban con cierta frialdad externa, porque el pedante doctorcillo era agrio cuando se presentaba la ocasión. Pero el enfado se desvanecía pronto.
Un día, después de una de aquellas desavenencias, Fiske, encontrando al Padre Chisholm, detúvole y le dijo de manos a boca:
—Querido amigo, he estado reflexionando en un sermón que oí cierta vez al doctor Elder Cummings, nuestro eminente teólogo, el cual declaró en su prédica: «El mayor mal de nuestros días es el desarrollo de la Iglesia romana merced a las nefandas y diabólicas intrigas de sus sacerdotes».
—Me complace manifestarle que, desde que tengo el honor de conocerle, juzgo que el reverendo Cummings no decía más que desatinos.
Francisco, sonriendo algo hurañamente, consultó sus obras teológicas y, diez días después, contestaba con toda solemnidad:
—Querido Fiske, en el catecismo del cardenal Cuesta hallo, claramente impresa, esta reveladora frase: «El protestantismo es una práctica inmoral, que blasfema de Dios, degrada al hombre y pone en peligro a la sociedad».
—Me complace hacerle saber, querido amigo que desde que tengo el honor de conocerle, considero inexactas esas palabras del cardenal.
Y, quitándose el sombrero, se alejó, grave.
Los chinos que había cerca, viendo al diminuto diablo extranjero metodista retorcerse de risa, creyeron que había perdido la razón.
Un desapacible día de fines de octubre, Chisholm halló a la esposa del doctor en el Puente Manchú. La señora Fiske volvía del mercado, en una mano su bolsa de malla, mientras con la otra se afirmaba el sombrero.
—¡Dios mío! —exclamó, jovial—. ¡Esto parece un huracán! Se me ha llenado el pelo de polvo. Tendré que volver a lavármelo esta noche.
Ya acostumbrado a aquella excentricidad presuntuosa, única mácula en un alma limpia, Francisco no sonrió. En toda ocasión propicia, la mujer alardeaba, culpablemente, de su tórrida peluca como de una cabellera auténtica. A Francisco le emocionaba la mentirilla.
—¿Están todos bien en su Misión? —preguntó.
Ella sonrió, inclinando la cabeza, muy atenta a su sombrero.
—Yo tengo una salud escandalosa, pero Wilbur está muy alicaído… Como me voy mañana… El pobre va a sentirse muy solo. Claro que usted está solo siempre. ¡Qué vida tan aislada! Dígame —añadió, tras una pausa— si, ahora que voy a Inglaterra, puedo servirle en algo. Pienso traer a Wilbur ropa interior de invierno, porque para lanas no hay como Inglaterra. ¿Quiere que le traiga mudas a usted también?
Él negó con la cabeza, sonriendo, y, de pronto, se le ocurrió una idea:
—Si algún día no tiene cosa mejor que hacer, visite a una querida tía mía en Tynecastle. Se llama Polly Bannon. Espere que le escriba la dirección.
Garabateó las señas, con un resto de lápiz, sobre un pedazo de papel arrancado de los paquetes que la mujer llevaba en la bolsa. La señora Fiske deslizó el papel en uno de sus guantes.
—¿Le doy algún recado?
—Dígale que estoy muy bien y muy contento, y que éste es un sitio magnífico. Añádale que soy (después del esposo de usted) el hombre más importante de China…
Ella le miró con ojos cálidos y brillantes.
—Puede que le diga más de lo que usted se figura. Las mujeres, cuando estamos solas, hablamos a nuestro modo. Adiós. No deje de ver de vez en cuando a Wilbur, por si necesita algo… y cuídese usted también.
Le estrechó la mano y se fue. Era una pobre y débil mujer, pero tenía una voluntad de hierro.
Francisco prometió se visitar, en efecto, a Fiske. Mas, según pasaban las semanas, parecíale no tener nunca una hora de ocio. Había que arreglar la cuestión de la morada de José. Una vez primorosamente construido el pabelloncito, siguió la ceremonia nupcial, con misa mayor y seis niños de los más pequeños llevando la cola de la novia. Cuando José y su mujer estuvieron debidamente instalados, vino la visita a la familia paterna de José, en la aldea Liu. Francisco acariciaba, desde hacía mucho tiempo, el proyecto de destacar una avanzada, una subordinada Misión, en Liu. Se hablaba mucho por entonces de una gran carretera mercantil que iba a trazarse a través de los Kuang. En el porvenir, Chisholm podría tener un sacerdote joven que le ayudase operando, desde el nuevo centro, en las montañas. Experimentaba el fuerte impulso de poner sus planes en acción acreciendo la extensión de los campos cerealíferos de la aldea, y conviniéndose con sus amigos de Liu para roturar, arar y sembrar sesenta mil más de tierra cultivable.
Tales ocupaciones ofrecían una auténtica excusa, mas, a pesar de ello, experimentó una fuerte punzada de autorreproche cuando, cinco meses después, encontró inesperadamente a Fiske. Empero, el doctor estaba animado, con una singular y cauta exaltación. Francisco adivinó que ello sólo podía tener una causa.
—Está usted en lo cierto —rió Fiske. Y en seguida procuró asumir una compuesta gravedad—. Mi mujer llega a principios del mes que viene.
—Lo celebro. Muy largo viaje es ése para ella sola.
—Ha tenido la suerte de encontrar una compañera de travesía. Parece que es una persona con la que congenia muy bien.
—Su esposa es muy simpática y con un gran talento —añadió Fiske, reprimiendo una rara inclinación a seguir riendo— para meterse en lo que no le importa. No deje usted de venir a comer con nosotros cuando llegue mi mujer.
Chisholm salía muy poco, porque su género de vida no se lo permitía; pero, ahora, el remordimiento le hizo aceptar.
—Gracias. Iré.
Tres semanas después, una nota llegada de la calle de las Linternas le recordó el compromiso contraído no muy a su gusto: «Mañana a las siete y media, sin falta».
Era embarazoso, porque Francisco había dispuesto las Vísperas para las siete. Adelantó el oficio media hora, envió a José en busca de una silla de mano y salió con cierto aparato.
La Misión metodista, brillantemente iluminada, exteriorizaba un insólito aire de fiesta. Al apearse en el patio, Francisco anheló que no se tratase de una reunión prolongada ni numerosa.
No era hombre insociable, pero, en los últimos años, su vida había tendido a ser crecientemente íntima, y la escocesa reserva heredada de su padre se había ahondado, convirtiéndose en singular cautela ante los desconocidos.
Al entrar en la sala de arriba, ahora alegrada por flores y festones de papel de color, sintióse tranquilizado al no ver más que al matrimonio junto a la chimenea, algo enrojecido por la calidez de la estancia, como niños antes de una fiesta. Los gruesos lentes del médico emitieron rayos de bienvenida, y la señora Fiske, adelantándose vivamente, cogió la mano de Chisholm:
—Me alegro mucho de volver a verle, mi criatura abandonada y olvidada.
La efusión de su saludo era inequívoca. La mujer parecía fuera de sí.
—Ya veo que está usted contenta de haber regresado.
—Además, parece que ha debido de tener un viaje espléndido.
—Sí, sí; maravilloso. Nuestro querido hijo progresa magníficamente… ¡Cuánto siento que no esté aquí con nosotros esta noche!
Rió, ingenua como una chiquilla, brillantes sus ojos por la exaltación.
—Tengo muchas cosas que decirle. Pero las sabrá… sí las sabrá cuando entre nuestro otro invitado.
Francisco no pudo reprimir un interrogativo enarcamiento de cejas.
—Sí; seremos cuatro a la mesa. Una señora que, a pesar de nuestra diferencia de opiniones, es muy particular amiga mía, está de visita aquí…
Se interrumpió, consciente del asombro del sacerdote, y añadió con nerviosidad:
—Mi querido Padre, no se enfade conmigo.
Dirigióse a la puerta y dio una palmada que debía de ser una señal. La puerta le abrió y tía Polly penetró en la sala.