VI

Había pasado la peste, pero una gran apatía flotaba sobre la tierra cubierta de nieve. En el campo, los arrozales eran heladas lagunas. Los pocos labriegos que quedaban no podían cultivar un suelo tan implacablemente endurecido. No había signos de vida. En la ciudad emergían los supervivientes como tras una doliente invernada, y empezaban, sombríos, a reanudar sus cotidianas vidas. Aún no habían vuelto mercaderes ni magistrados. Se decía que muchos caminos lejanos estaban intransitables. Nadie recordaba que hubiese habido nunca tan mal tiempo.

Llegaban nuevas de que todos los desfiladeros se hallaban interceptados y de que en los distantes Kuang se desprendían aludes como si fueran meros copos de nieve. Las partes superiores del río estaban heladas y eran un gran yermo pardo sobre el que arrastraba el viento torbellinos de polvo níveo, con cegadora desolación. Más abajo había un canal entre los hielos. Grandes carámbanos se desprendían y se sumaban a la corriente al pie del Puente Manchú. En todos los hogares había privaciones y el hambre acechaba, muy próxima.

Una barca, desafiando los sueltos hielos, había zarpado de Hsin-Hsiang para traer, remontando el río, alimentos y medicinas ofrecidos por la expedición Leighton. También llevaba un montón de atrasadas cartas. Tras breve recalada, la barca volvió y condujo los restantes miembros del grupo de Tulloch a Nankín.

En el correo venía una comunicación que rebasaba en importancia a todas las otras. Chisholm, subiendo desde el extremo más lejano del jardín de la Misión, donde una cruz de madera marcaba la tumba de Tulloch, sostenía la carta en la mano y sus pensamientos giraban sobre la visita que le anunciaba aquella epístola. Esperaba Francisco que su cumplida labor se juzgara satisfactoria, que se considerase la Misión digna del orgullo que él ponía en ella. ¡Si el tiempo cambiara! ¡Si se produjera en las dos semanas inmediatas un rápido deshielo!

Al llegar a la iglesia vio a la Madre María Verónica descendiendo los peldaños. Debía transmitirle las nuevas, aunque temía aquellas raras ocasiones en que había de romper, por causas oficiales, el silencio establecido entre ambos.

—Reverenda Madre, el canónigo Mealey, administrador provincial de nuestra Sociedad Misional, está haciendo un recorrido de inspección por las Misiones chinas. Zarpó hace cinco semanas. Llegará dentro de un mes… a visitarnos. He pensado —añadió, tras breve pausa— que debía indicárselo a usted, por si desea hacerle alguna reclamación.

La Madre María Verónica, muy embozada para defenderse del frío, alzó la mirada, impenetrable tras el vapor de su aliento, y se estremeció ligeramente. Ahora veía rara vez al sacerdote, y el cambio que habían producido en él aquellas últimas semanas le pareció impresionante. Francisco estaba flaco, demacradísimo. Tenía muy acusados los pómulos, la piel se le pegaba a los huesos, sus mejillas aparecían hundidas y sus ojos resultaban más grandes, con una curiosa luminosidad en ellos. Un terrible impulso se apoderó de la monja.

—Sólo una cosa deseo pedir —dijo, hablando por instinto, a causa de que la repentina noticia extraía de las profundidades de su alma un pensamiento hondamente enterrado—. Y es que me trasladen a otra Misión.

En la prolongada pausa que siguió, Francisco, aunque no sorprendido, sintióse helado, derrotado. Suspiró:

—¿No está usted contenta aquí?

—No se trata de estar contenta o no… Como ya le dije una vez, al profesar me preparé para soportarlo todo.

—¿Incluso el forzado trato con una persona a quien desprecia?

Ella se ruborizó. Miróle con orgulloso reto. El intenso latir de su corazón la instigó a continuar:

—Se equivoca usted por completo. Trátase de algo más hondo… más espiritual.

—¿Espiritual? ¿Por qué no me lo explica?

—Me ocurre que noto —y la monja aspiró una rápida bocanada de aire— que está usted trastornando mi vida interior, mis creencias espirituales…

—Eso es un asunto serio —repuso él, mirando la carta sin verla, y arrugándola luego entre sus huesudos dedos—. Es algo que me hiere mucho… tanto, sin duda, como le hiere a usted el decirlo. Pero acaso no me comprenda. ¿A qué se refiere?

—¿Cree que tengo preparada una lista de argumentos? —contestó la Madre María Verónica, advirtiendo que, a pesar suyo, su irritación aumentaba—. Se trata de su actitud… Por ejemplo, de lo que dijo cuando el doctor Tulloch expiraba… y después que falleció.

—Continúe.

—El doctor era un ateo, y usted le prometió virtualmente la recompensa eterna… en la cual él no creía.

—Dios —repuso inmediatamente Francisco— no sólo nos juzga por lo que creemos, sino por cómo obramos.

—Pero estableció ciertas reglas que el doctor Tulloch no seguía. Bien lo sabe usted. Y, finalmente, cuando él se hallaba en estado de inconsciencia, no le administró usted la Extremaunción.

—Es verdad. Acaso debí hacerlo…

Francisco reflexionó, un tanto deprimido. Luego, pareció reanimarse.

—¿No apreciaba usted también a Tulloch? Ella, vacilante, bajó los ojos.

—Sí; eso era imposible de evitar.

—Pues entonces no hagamos de su memoria ocasión de disputa. Hay algo que casi todos olvidamos. Cristo nos lo enseñó y la Iglesia lo enseña… aunque, oyéndonos a muchos de nosotros, no lo parecería; y es que nadie que crea algo de buena fe puede ser condenado. Nadie. Ni budistas, ni mahometanos, ni taoístas… ni aun los más feroces caníbales que devoran a misioneros… Si son sinceros, con arreglo a sus luces, se salvarán. Tal es la espléndida clemencia de Dios. ¿Por qué, pues, no ha de complacerse el Señor recibiendo en juicio a un agnóstico honrado y diciéndole, con un guiño: «Aquí estoy, a pesar de todo lo que te enseñaron a creer, entra en el reino que de buena fe negabas»? —Quiso sonreír, pero viendo la expresión de la Hermana, suspiró, moviendo la cabeza.

—Siento realmente que esté usted disgustada. Ya sabe que soy desagradable de trato y acaso un poco raro en mis creencias. Pero usted se ha portado muy bien aquí, los niños la quieren, y durante la peste… Ya sé —se interrumpió— que usted y yo no nos llevamos muy bien… mas la Misión sufriría gran daño si usted se fuera.

La miró con viva atención, con una especie de tensa humildad, esperando que ella hablase. Y, luego, como viera que la Madre María Verónica callaba, se alejó lentamente.

La Madre continuó hacia el refectorio, donde se proponía inspeccionar la comida de los alumnos. Más tarde, en su escueta celda, paseó de un lado a otro, con una extraña prosecución de las agitaciones que la poseían. De pronto, con un ademán de exasperación, sentóse y se aplicó a completar un largo párrafo de una de aquellas prolijas cartas en que, día a día, como un desahogo de sus emociones, como arrepentimiento y consuelo, describía sus lances al hermano.

Pluma en mano, se calmó. El mero acto de escribir parecía tranquilizarla.

Acabo de decir al cura que quiero ser trasladada. Se me ocurrió súbitamente, como una especie de culminación de todo cuanto he reprimido y, en cierto modo, como una amenaza también. Me sorprendí a mí misma oyendo las palabras que salían de mis labios. Pero cuando se presentó la oportunidad no supe contenerlas. Quise sobresaltarle, herirle… Sin embargo, mi queridísimo Ernesto no por eso me siento más satisfecha… Después de ese segundo de triunfo en que vi el abatimiento nublar la cara de ese hombre, me hallé aún más disgustada e inquieta. Ahora miro la vasta desolación de estos yermos grises —tan distintos de nuestros bellos paisajes invernales con su aire dorado, sus cascabeleantes trineos y los arracimados techos de sus chalets— y siento deseos de llorar como si fuera a rompérseme el corazón.

Es el silencio de este hombre lo que me vence, ésa su estoica cualidad de resistir y luchar, sin hablar nunca. Ya te he contado sus trabajos durante la peste, cuando andaba entre horribles dolencias y muertes repelentes y súbitas, tan descuidado como si caminara por las calles de su horrible poblacho escocés. Lo que resultaba increíblemente heroico no era su valor, sino el mutismo de su valor. Cuando murió su amigo el médico, lo tomó entre sus brazos, sin miedo al contagio ni a la tos final que le salpicó de sangre la mejilla. Luego, el mirarle la cara, tan llena de piedad, tan abnegada, me traspasó el corazón. Sólo mi orgullo me libró de la humillación de llorar al verle. Y entonces me puse furiosa. Lo que más me irrita de todo, Ernesto, es que una vez te escribí diciéndote que este hombre era despreciable. Me engañaba. ¡Oh, qué confesión para tu hermana, tan tenaz! No puedo despreciarle ya, y, en cambio, ahora me desprecio a mí misma. Pero le aborrezco. No le permitiré que me rebaje a su nivel de manida simplicidad.

Las otras monjas han sido vencidas. Aprecian a ese hombre, y eso es una nueva mortificación que he de soportar. Sor Marta, la necia aldeana, tan llena de callos como falta de cerebro, está siempre dispuesta a adorar a todo individuo con sotana. Sor Clotilde, tan recatada y tímida, que se sonroja por cualquier cosa, mujer muy gentil, dulce y sensitiva, se ha convertido en incondicional adicta del cura. Durante su forzosa cuarentena, le ha hecho un espeso colchón, blando y cálido, realmente hermoso. Se lo entregó a José, el criado, con instrucciones de ponerlo en la cama del Padre… aunque es tan tímida que le costó trabajo pronunciar la palabra «cama». José, sonriendo, dijo: «Lo siento, Hermana, pero no hay ninguna cama». Según parece, el Padre duerme en el duro suelo, sin taparse más que con su gabán, una prenda verdosa, de edad incierta, a la que tiene mucho cariño y de la que dice con orgullo, acariciando las raídas mangas: «Empecé a usar este sobretodo cuando era estudiante en Holywell».

Las Hermanas Marta y Clotilde, nerviosas y turbadas, seguras de que ese hombre no mira por sí mismo, empezaron a hacer averiguaciones sobre lo que come. Reí cuando vi la expresión pasmada con que vinieron a decirme lo que yo sabía ya: que el Padre sólo se alimenta de pan negro, patatas y puré de habichuelas. Sor Clotilde murmuró:

—José tiene instrucciones para hervir patatas en una olla y colocarlas en un cesto. Cuando el Padre siente hambre, come una patata fría, mojándola en puré de habichuelas. A menudo, antes de que el cesto se concluya, las patatas están mohosas.

—Sí, es terrible —respondí concisamente—. Pero hay estómagos que nunca han conocido una buena cocina y, para ellos, no son mortificantes cosas así.

—Cierto, reverenda Madre —contestó Clotilde, enrojeciendo y retirándose.

Estoy segura de que esa mujer sería capaz de hacer una semana de penitencia a cambio de ver al Padre tomando una buena comida caliente. ¡Ah, Ernesto! Ya sabes cuánto abomino de esas monjas que, en presencia de un sacerdote, se disuelven en un éxtasis de obsequiosidad. Jamás, jamás descenderé a tal nivel. Hice ese voto en Coblenza, cuando tomé el velo, y lo renové en Liverpool… Guardaré el voto incluso en Paitan. ¡Pero, el puré chino de habichuelas!… No puedes imaginar una cosa parecida. Es una especie de pasta rosácea que huele a agua podrida y a madera masticada…

Aquí la monja alzó la cabeza. Había oído un rumor.

Es increíble, Ernesto; pero está lloviendo…, escribió.

Suspendió la carta, como incapaz de continuarla, y, lentamente, puso la pluma en la mesa. Con ojos sombríos y casi incrédulos, permaneció inmóvil, contemplando la novedad de la lluvia, que batía los cristales con sus goterones como gruesas lágrimas.

Quince días después continuaba lloviendo. Los cielos, de una densidad como de sebo, parecían abiertas esclusas que dejasen caer un persistente diluvio. Las grandes gotas golpeaban las capas superiores de la nieve amarillenta, aquella nieve que parecía sempiterna. Grandes carámbanos se desprendían aún del techo de la iglesia y, con creciente aceleración, se desplomaban sobre la sucia nieve del suelo. Arroyuelos de agua pluvial corrían entre el cieno pardo, formando canalillos que minaban el hielo, haciéndolo al fin caer, con lento chapoteo, en la corriente del río. La Misión, enfangada, era un verdadero barrizal.

Al fin apareció la primera franja de tierra oscura, trascendente entonces como la cumbre del Ararat… Fueron apareciendo nuevas franjas, que se ensanchaban y se unían, mostrando un paisaje de marchita hierba y leproso páramo, todo lleno de fisuras y cráteres con agua. Y aún proseguía la lluvia. Al cabo, se formaron goteras en las techumbres de la Misión. De los aleros caían verdaderas cataratas. Los niños, entristecidos, con el color verdoso, se sentaban en la clase, donde la Hermana Marta había colocado cubos para recoger las goteras principales. La Hermana Clotilde cogió un espantoso catarro y daba las lecciones en su pupitre, bajo el paraguas de la Superiora.

El suelo movedizo del jardín no resistió el combinado embate de la lluvia y el deshielo. La tierra se deslizaba colina abajo en una amarillenta turbulencia en la que flotaban saretas y matas de adelfa con las raíces al aire. Las carpas del estanque huyeron, aterrorizadas, entre las aguas de la inundación. Los árboles iban siendo lentamente socavados por la humedad. Durante un terrible día, las catalpas se mantuvieron aún erectas sobre sus raíces al desnudo, que se asían a la tierra como pálidos tentáculos; pero desplomáronse al fin. Siguieron después las blancas y tiernas moreras y la bella hilera de ciruelos florecidos, que cayeron el día en que la valla inferior del recinto se derrumbó también. En la cenagosa desolación sólo resistían los viejos y duros cedros y el gigantesco baniano.

La tarde anterior a la llegada del canónigo Mealey, el Padre Chisholm, mientras iba a dar la bendición a los niños, miraba con ojos sombríos la ruina que le rodeaba. Volvióse a Fu, el jardinero, que estaba a su lado.

—Yo ansiaba el deshielo, y Dios me ha castigado enviándome uno…

Como la mayoría de los hortelanos, Fu no era optimista.

—El gran Shang-Fu que llega del otro lado del mal pensará muy mal de nosotros. ¡Ah, si él hubiera visto mis lilas la primavera pasada!

—Animémonos, Fu. El daño no es irreparable.

—Mis planteles se han perdido —deploró Fu—. Tendremos que empezarlo todo otra vez.

—Así es la vida… Empezar otra vez después de perderlo todo.

A pesar de su exhortación a Fu, Francisco se sentía muy deprimido cuando entró en la iglesia… De rodillas ante el altar iluminado, mientras la lluvia tabaleaba aún en la techumbre, parecíale oír, sobresaliendo entre las voces infantiles que recitaban el Tantum ergo, un murmullo de agua a sus pies. Pero el son del agua llevaba largo tiempo repercutiendo en sus oídos. Le abrumaba el pensamiento del lamentable espectáculo que la Misión iba a ofrecer, el día siguiente, al visitante. Procuró alejar aquella obsesión.

Concluso el culto, luego que José hubo apagado las velas y marchado de la sacristía, Francisco descendió lentamente por el templo. Un húmedo vapor flotaba en la nave, de encalados muros. La Hermana Marta se había llevado a los niños, cruzando el jardín, hacia la cena. Pero orando sobre las húmedas tablas estaban aún la reverenda Madre y la Hermana Clotilde. Chisholm pasó junto a ellas en silencio y, de repente, se detuvo. El tremendo catarro de Sor Clotilde le daba un aspecto lamentable, y los labios de la Madre María Verónica estaban rígidos por el frío. Francisco sintió una extraordinaria convicción interna: no debía permitir continuar en la iglesia a ninguna de las dos mujeres.

Dando un paso hacia ellas, dijo:

—Perdonen la interrupción, pero voy a cerrar el templo.

Siguió una pausa. Aquella intromisión parecía increíble en él. Las monjas exteriorizaban sorpresa. No obstante, se levantaron, obedientes y mudas, y le precedieron hacia el pórtico. Tras de cerrar las puertas fronteras, el sacerdote siguió a las Hermanas en la oscuridad, densa de vapores.

Un momento después oyeron lo que empezó siendo un sordo y creciente murmullo para convertirse después en una sucesión de truenos subterráneos. La Hermana Clotilde lanzó un grito, y Francisco, volviéndose, pudo divisar cómo la esbelta estructura de su iglesia oscilaba, reluciente, húmedamente luminosa, balanceábase grácil, bajo la vaga claridad, y, al fin, como a pesar suyo, cedió. El horror paralizó el corazón de Francisco. Con un fragor de rendición, los socavados cimientos se quebrantaron. Hundióse uno de los muros, se vino abajo el campanario, y todo lo demás fue una cegadora visión de vigas rotas y triturados cristales. En seguida, la iglesia de Francisco, su hermosa iglesia, se disolvió en la nada y fue sólo una ruina ante sus pies.

Un instante quedó clavado al suelo, ofuscado por el dolor. Luego, corrió hacia los escombros. El altar estaba aplastado, hecho fragmentos, y el tabernáculo se había reducido a astillas bajo una viga. Ni siquiera se salvaron las sacras especies. Las vestiduras de Francisco, las preciosas reliquias de Ribiero, estaban hechas jirones. En pie, descubierta la cabeza bajo la lluvia tenaz, Chisholm percibió, entre el amedrentado cuchicheo que le rodeaba, la lamentación de la Hermana Marta.

—¿Por qué, por qué nos ha sucedido esto? —clamaba la mujer, retorciéndose las manos—. ¡Dios mío! ¿Podías, acaso, castigarnos con algo peor?

Él murmuró, siempre inmóvil, esforzándose en mantener su propia fe más que la de la monja:

—Si esto hubiera ocurrido diez minutos antes, todos hubiéramos perecido.

Nada cabía hacer. Abandonaron las desmoronadas ruinas a merced de la oscuridad y la lluvia.

Al día siguiente, a las tres en punto, llegó el canónigo Mealey. A causa de la turbulencia del hinchado río, su junco había anclado en un remanso a cinco li de Paitan.

No había disponibles sillas, sino sólo unos cuantos carritos de mano, los cuales, desde la epidemia, eran usados por los pocos portadores que quedaban para transportar a sus pasajeros. La situación se hacía difícil para un personaje de categoría. Pero no había alternativa. El canónigo, cubierto de lodo y con las piernas entumecidas, entró en la Misión en un carrito de mano.

La modesta recepción ensayada por Sor Clotilde —un canto de bienvenida y un ondear de banderitas a cargo de los niños— había sido abandonada. Chisholm, que miraba desde su galería, corrió hacia la puerta para acoger al visitante.

—¡Querido Padre! —exclamó Mealey, enderezándose rígidamente y estrechando con dolor las manos de Francisco—. Hace muchos meses que no tenía una dicha como ésta. ¡Verte de nuevo! Ya te aseguré que alguna vez se me hallaría recorriendo esta especie de escala cromática que es Oriente. Puesto que el interés del mundo se concentraba en la sufriente China, era inevitable que mi resolución cristalizase en actos…

Se interrumpió. Los ojos de Francisco erraban por aquel escenario de desolación.

—Pero… no comprendo… ¿Y la iglesia?

—Ya ves lo que queda de ella.

—Mas esta ruina… Tú hablabas, en tus informes, de un establecimiento espléndido.

—Hemos tenido algunos contratiempos —dijo Francisco con voz serena.

—Realmente, es incomprensible… y muy lamentable. Francisco le atajó, con hospitalaria sonrisa:

—Cuando te hayas mudado y tomado un baño caliente, te lo explicaré todo.

Una hora después, aún enrojecido por el baño, vistiendo un traje nuevo, Anselmo, con grave expresión, sorbía una sopa caliente.

—Confieso que ésta es la mayor decepción de mi vida.

Venir aquí, a las mismas avanzadas…

Sus labios carnosos y contraídos rozaron la cucharada de sopa. En los años últimos, Mealey había engordado. Ahora era corpulento, ancho de hombros, majestuoso; pero seguía teniendo fina la piel y claros los ojos. Hacía grandes ademanes, ya cordiales, ya doctorales, a voluntad.

—Me había propuesto celebrar misa mayor en tu iglesia, Francisco… Seguramente, los cimientos estaban mal construidos…

—Fue maravilla que llegaran a construirse.

—¡Bah, bobadas! Has tenido tiempo en abundancia para instalarte. Ahora, ¿qué voy yo a decir en Inglaterra? Había —prosiguió, emitiendo una risa breve y doliente— prometido una conferencia en la central de la Sociedad Misional, en Londres. La conferencia versaría sobre «La iglesia de San Andrés o Dios en la oscura China,». Incluso había traído mi aparato Zeiss para tomar unas vistas… Esto me coloca… nos coloca a todos… en una situación embarazosísima.

Siguió un silencio. Mealey continuó, entre enojado y compungido:

—Ya sé que has tenido tus dificultades. Pero ¿quién no las tiene? Te aseguro que a nosotros no nos faltan. Especialmente, desde la discordia que hemos tenido a raíz de la muerte del obispo MacNabb.

Chisholm enderezó el busto, como sintiendo un súbito dolor.

—¿Ha muerto?

—Sí, sí, el pobre viejo murió al fin. De pulmonía… En marzo… Ya no era el de antes. Estaba algo embotado y padecía ciertas rarezas Fue un alivio para todos verlo acabar tan pacíficamente Le ha sucedido su coadjutor, el hoy obispo Tarrant. Tiene gran éxito en su nuevo cargo.

El silencio se reprodujo. Chisholm se amparó los ojos con la mano. Muerto el buen Mac el Bronco… Le invadió una oleada de torturadores recuerdos: aquel día en el Stinchar, el espléndido salmón, la afabilidad y la discreción de aquellos ojos penetrantes mirando a Francisco, cuando éste tenía algún disgusto en Holywell… Y, luego, la voz plácida diciéndole, en el despacho episcopal de Tynecastle, antes de embarcar: «Lucha, Francisco, lucha por Dios y por nuestra vieja Escocia…».

Anselmo, reflexionando, murmuró con amistosa generosidad:

—Bien; será menester afrontar las cosas. Ya que estoy aquí procuraré arreglarte los asuntos lo mejor que pueda. Tengo mucha experiencia en materia de organización. Quizás algún día te interese conocer en qué nueva forma he montado la Sociedad. Merced a mis apelaciones personales en mis discursos de Londres, Liverpool y Tynecastle, he colectado treinta mil libras… y esto es sólo el principio.

Sus sanos dientes aparecieron al esbozar sus labios una sonrisa de suficiencia.

—No te abatas, querido amigo. No quiero censurarte indebidamente, lo primero que haremos será invitar a almorzar a la reverenda Madre, que parece una mujer muy competente, y los tres celebraremos una verdadera conferencia parroquial.

Con un esfuerzo apartó Francisco sus recuerdos de los buenos días perdidos. Dijo:

—La reverenda Madre no gusta de comer fuera del pabellón de las Hermanas.

—Porque no la habrás invitado en debida forma —respondió Mealey, mirando su magra figura con cordial y compasiva amabilidad—. ¡Pobre Francisco! No me extraña que no comprendas a las mujeres. Ya verás como viene: déjame eso a mí.

Al día siguiente, en efecto, la Madre María Verónica acudió a almorzar. Anselmo estaba muy animado después de una noche de descanso y de una enérgica visita de inspección. Conservando aún la benevolencia con que examinara la escuela, acogió con digna efusividad a la reverenda Madre, aunque se había separado de ella hacía sólo cinco minutos.

—Su presencia nos honra mucho, reverenda Madre. ¿Un vaso de jerez? ¿No? Le aseguro que es bueno, un excelente amontillado claro. Quizás algo revuelto por el viaje —sonrió—, porque lo traigo desde Inglaterra. Un tanto picado, acaso… pero con un paladar que no puede negarse su adquisición en España.

Se sentaron a la mesa.

—¿Qué vas a darnos de comer, Francisco? Confío que no serán misteriosos platos chinos, como sopa de nidos de pájaro o puré de… ¡Ja, ja! —rió Mealey cordialmente, mientras atacaba el pollo hervido—. Sin embargo, confieso que estoy algo enamorado de la cocina oriental. En el barco… Por cierto que hemos tenido una travesía agitada, hasta el punto de que durante cuatro días nadie apareció en la mesa del capitán, exceptuando a este humilde servidor… En el barco, digo, nos sirvieron un plato chino delicioso: chow mein[19].

La Madre Verónica levantó la mirada.

—¿Un plato chino el chow mein? ¿No será más bien una edición americana de la costumbre china de aprovechar los restos?

Él la contempló, entreabierta la boca.

—¡Mi reverenda Madre! ¿El chow mein una edición…?, miró a Francisco buscando ayuda; no la encontró y soltó la risa.

—En todo caso, le aseguro que yo he comido mi chow mein. ¡Ja, ja! Volviéndose un tanto para acercarse mejor a la fuente de ensalada que José servía, añadió:

—Aparte las comidas, el atractivo de Oriente es en extremo fascinador, los occidentales solemos condenar a los chinos tachándolos de raza inmensamente inferior. Pero, por mi parte, estoy pronto a dar la mano a cualquier chino, siempre que crea en Dios… y en el jabón desinfectante —concluyó, sofocando una risa.

Chisholm dirigió una furtiva mirada a José. El rostro del joven, aunque inexpresivo, mostraba una ligera tensión en las aletas de la nariz.

Mealey, suspendiendo sus bromas, pasó a una pontifical solemnidad.

—Ahora, examinemos los importantes asuntos que tenemos en el orden del día. Siendo: niños ambos, reverenda Madre, el buen Padre de esta Misión andaba siempre metiéndome en apuros. Ahora me corresponde a mí sacarle de éste.

De la conferencia nada definido salió, excepto, quizás, un modesto sumario de los méritos ganados por Anselmo en Inglaterra.

Libre de las limitaciones parroquiales, Mealey se había aplicado de todo corazón a las actividades misioneras, recordando que el Santo Padre propugnaba especialmente la difusión de la fe y aprobaba con calor a quienes abnegadamente se consagraban a su causa favorita.

Pronto logró Anselmo éxitos. Viajaba por el país, predicando sermones férvidos y elocuentes en las grandes ciudades inglesas. Merced a su destreza en hacerse amigos, jamás desaprovechaba un contacto importante. A su regreso de Manchester o Birmingham solía escribir una veintena de cartas encantadoras, agradeciendo a tal persona un delicioso almuerzo y a tal otra un generoso donativo para el Fondo Misionero. Pronto su correspondencia fue tan voluminosa que le obligó a emplear un secretario permanente.

Cuando llegó a ser el canónigo más joven de la diócesis septentrional, nadie murmuró de su fortuna. Incluso los cínicos que atribuían su exuberante éxito a una superactiva glándula tiroides, admitían de buen grado su talento práctico. Porque, a pesar de su impetuosidad, no era, ciertamente, un necio. Poseía una cabeza muy sólida para los números y sabía administrar el dinero. En cinco años fundó dos nuevas Misiones en el Japón y un seminario para nativos en Nankín. Las nuevas oficinas de la Sociedad Misional en Tynecastle eran imponentes y eficaces, y no tenían una sola deuda.

En resumen, Anselmo había hecho de su vida un acierto.

Y, respaldado por el obispo Tarrant, asistíanle todas las probabilidades de seguir extendiendo su admirable labor.

A los dos días de la conferencia oficial de Mealey con Francisco y la reverenda Madre, cesó la lluvia y un sol acuoso envió pálidos rayos a la olvidada tierra. Anselmo, sintiéndose animado, bromeó con Francisco.

—He traído conmigo el buen tiempo. Algunas personas siguen al sol, pero el sol me sigue a mí.

Sacó su cámara fotográfica y dióse a tomar innúmeras vistas. Su energía era tremenda. Saltaba del lecho por la mañana dando voces de: «Muchacho, muchacho», para que José le preparase el baño. Decía misa en la clase y, tras un copioso almuerzo, partía, tocado con un sombrero contra el sol, empuñando un fuerte bastón y con la cámara oscilándole en un costado.

Hizo muchas excursiones, e incluso buscó, en los puntos de Paitan más devastados por la peste, recuerdos de aquella calamidad. En cada escena de ennegrecida desolación murmuraba, reverente:

—La mano de Dios. A veces, en la puerta de la ciudad, hacía pararse a su compañero, con un ademán dramático, para decirle:

—Espera. Quiero hacer una foto. La luz es perfecta.

El domingo apareció en el almuerzo con trazas más jubilosas.

—Acaba de ocurrírseme —declaró— que aún puedo dar mi conferencia. Trataré de los peligros y dificultades en el campo misionero, de la labor misional entre las inundaciones y la peste… Esta mañana he tomado una magnífica vista de las ruinas de la iglesia. Saldrá una instantánea preciosa.

La víspera de su marcha, los modales y el tono de Anselmo se alteraron. Después de cenar, sentado con el sacerdote en la galería, hablóle gravemente.

—Te agradezco la hospitalidad que has dado a un peregrino, Francisco. Pero me siento preocupado por ti. No veo cómo vas a reconstruir la iglesia. La Sociedad no puede darte dinero.

—Ni lo he pedido.

La tensión de las dos últimas semanas empezaba a hacer efecto en Francisco, y su rígida autodisciplina flaqueaba.

Mealey dirigió a su compañero una mirada penetrante.

—Si hubieras tenido más éxito con la clase distinguida china, con los mercaderes. Si tu amigo el señor Chia hubiese visto la luz.

—No la ha visto —repuso Francisco con insólita concisión—. Y ha hecho una dádiva magnífica. No le pediré ni un solo tael más.

Anselmo se encogió de hombros, enojado.

—Eso, desde luego, es cosa tuya. Pero te digo francamente que me ha decepcionado mucho el modo que has tenido de regir esta Misión. Veamos tu número de conversiones. No admite comparación con nuestras estadísticas. En la central llevamos un gráfico de todas y tú figuras en último lugar.

Chisholm, muy apretados los labios, miró al espacio y respondió, con una ironía excepcional en él:

—Supongo que los misioneros difieren en sus capacidades.

—Y en su entusiasmo —replicó Anselmo, quien, muy sensible a la sátira, sentíase irritado—. ¿Por qué insistes en negarte a emplear catequistas? Es la costumbre universal. Si tuvieses tres hombres activos, pagados a razón de cuarenta taeles al mes, un millón de bautismos sólo te costarían mil quinientos dólares chinos.

Francisco no respondió. Oraba para sí, desesperadamente, deseoso de refrenar su carácter, de sufrir aquella humillación como cosa merecida.

—Yo creo que no te pones a la altura de tu misión —continuó Mealey—. Vives, personalmente, de un modo muy pobre. Debieras procurar impresionar a los nativos, tener una silla de mano, criados, aparentar más…

—Te engañas —dijo resueltamente Francisco—. Los chinos aborrecen la ostentación. La llaman ti-mien. Y los sacerdotes que la practican son considerados hombres sin honor.

—Supongo —respondió Anselmo, enrojecido y enojado— que te refieres a sus propios y paganos sacerdotes.

Chisholm sonrió vagamente.

—¿Qué tiene eso que ver? Muchos de esos sacerdotes son hombres buenos y leales.

En el intenso silencio que sobrevino, Anselmo se ajustó las ropas con aire sorprendido y concluyente.

—Después de eso, nada hay que decir. Confieso que tu actitud me apena mucho y también la reverenda Madre está conturbada por tu modo de ser. Desde que llegué he visto claramente su desavenencia contigo.

Levantóse y se fue a su cuarto. Francisco permaneció largo rato solo, mientras a su alrededor se condensaba la neblina. La última observación le había herido más que ninguna otra. Se confirmaba su presentimiento. No cabía duda de que la Madre María Verónica había pedido el traslado.

A la mañana siguiente se despidió el canónigo Mealey.

Volvía a Nankín para pasar una semana en el vicariato y, desde allí, marcharía a Nagasaki, para inspeccionar seis Misiones en el Japón. Ya estaba hecho su equipaje, le esperaba la silla de mano que debía llevarle al junco, y, a la sazón, estaba despidiéndose de las Hermanas y de los niños. Vestido para el viaje, con gafas de sol, envuelto su sombrero en gasa verde, mantuvo en el zaguán una conversación postrera con Chisholm.

—Ea, Francisco —dijo Mealey, tendiendo la mano a su amigo, con rezongona indulgencia—, separémonos en buena armonía. El don de lenguas no nos ha sido concedido a todos. Creo que, en el fondo, eres bien intencionado…

Y abombando el pecho, añadió:

—Es raro, pero me muero de ganas de partir. Llevo el ansia viajera en la sangre. Adiós. Au revoir. Auf Wiedersehend, Dios los bendiga a todos.

Echóse por la cara la gasa mosquitera y penetró en la silla. Los portadores, rezongando, inclinaron los hombros, alzaron el artefacto y partieron. Al cruzar las oscilantes puertas de la Misión, Anselmo, asomándose por la ventanilla, agitó el pañuelo.

Al ponerse el sol, mientras daba su paseo predilecto en el atardecer, reinando por todas partes una quietud que parecía ensancharse hasta muy lejos, Chisholm se halló meditando entre los escombros de la iglesia. Sentado sobre un montón de ruinas, recordaba a su antiguo director —porque siempre, en cierto modo, miraba a MacNabb con los ojos de un niño— y evocaba la exhortación que le hiciera aconsejándole valor. Poco le quedaba a Francisco. Las últimas dos semanas, con el continuo esfuerzo de soportar el tono protector de su visitante, le habían dejado exhausto. Sin embargo, quizás Anselmo tuviera justificación. ¿No había él, Francisco, fracasado ante Dios y ante los hombres? Había hecho tan poco. Y ese poco, trabajoso e inadecuado, estaba casi desvanecido. ¿Cómo podría continuar? Una intensa desesperanza le poseyó.

Sentado, con la cabeza inclinada, no oyó un paso a sus espaldas. La Madre María Verónica hubo de hablarle para que él reparase en su presencia.

—¿Le incomodo?

Francisco, sobresaltado por completo, alzó la mirada.

—No, no. Como usted ve —y no pudo reprimir una sonrisa singular—, nada estoy haciendo.

En la pausa que se produjo, advirtió que el rostro de la monja tenía, en la penumbra, una indecisa palidez, Aunque no notaba el temblar nervioso de las mejillas de la Madre María Verónica, advertía en su figura una rigidez extraña.

—Tengo algo que decirle —manifestó ella, con una voz sin inflexiones—. Yo…

—Dígame.

—Sin duda será cosa humillante para usted. Pero me creo obligada a exponerla. Estoy… estoy disgustada.

Las palabras salían a la fuerza, mas luego ganaron ímpetu y pronto se convirtieron en un torrente.

—Estoy amarga y profundamente disgustada de mi conducta con usted. Desde que nos conocimos me he portado de una manera bochornosa y pecaminosa. El diablo del orgullo me poseía. Siempre me ha poseído, desde niña… Ya entonces arrojaba a veces objetos a la cabeza de mi aya. Ahora comprendo que, hace ya semanas, deseaba venir a usted y hablarle, pero mi orgullo me lo impedía. Y también mi maligna tenacidad. Estos diez últimos días he llorado interiormente por usted, viendo las bajezas y humillaciones que le infería ese sacerdote, indigno de desatarle a usted los zapatos, Padre. Estoy indignada conmigo misma… Perdóneme, perdóneme…

Su voz se perdió entre sollozos. Se postró y, cubierto el rostro con las manos, permanecía inclinada ante el Padre Chisholm.

Todo color se había disipado en el cielo y sólo persistía un resto de claridad verdosa tras los montes. También aquel resplandor se desvaneció rápidamente y la piadosa oscuridad envolvió a la monja. Siguió un intervalo. Una lágrima aislada surcó la mejilla de la Madre María Verónica.

—¿De modo que no se va usted de la Misión?

—No, no —respondió la monja, con el corazón desgarrado—. No, si usted me permite quedarme. Jamás he conocido a nadie a quien haya deseado servir como a usted. Es usted el mejor… el más delicado espíritu que he conocido…

—Calle, hija mía. Soy una pobre e insignificante criatura, un hombre vulgar… Estaba usted en lo cierto.

—Compadézcase de mí, Padre —repuso ella. Sus sollozos parecían brotar, ahogados, de la tierra.

—Un hombre vulgar y usted una gran señora. Pero, para Dios, los dos somos hijos suyos. Podemos trabajar juntos, ayudarnos mutuamente…

—Yo le ayudaré con todas mis energías. Hay, al menos, una cosa que puedo hacer. Me es fácil escribir a mi hermano. Él reconstruirá la iglesia y restaurará la Misión… Tiene grandes posesiones y le es fácil hacerlo. Pero usted, ayúdeme… a vencer mi orgullo…

Siguióse un largo silencio. La mujer sollozaba más suavemente. Una calidez intensa colmó el corazón de Francisco. Cogió el brazo de la Madre María Verónica para hacerla levantar, pero ella se resistía. Él se arrodilló entonces a su lado y evocó, sin orar, la noche pura y apacible en que, tiempos atrás, entre las sombras de un huerto, otro hombre, pobre y vulgar también, se había arrodillado, y ahora los contemplaba a los dos.