V

Cuando volvió a su casa, el Padre Chisholm, en medio de la intensa preocupación de su ánimo, reparó en el señor Chia y en su hijo, que estaban junto al estanque, viendo moverse a las carpas. Tenían una plácida traza de espera.

Iban bien abrigados contra el frío, porque hacia un «día de seis gabanes». La mano del niño se asía a la de su padre, y las sombras despaciosas, bajando de la frondosidad del baniano, parecían envolverlos lentamente, como repugnando el borrar una visión encantadora.

Eran frecuentes visitantes de la Misión y se hallaban siempre allí como en su casa. Sonrieron cuando el Padre se les acercó, y le saludaron con cortés formulismo. Pero Chia, esta vez, declinó la invitación del sacerdote para que entrasen.

—Por el contrario, venimos a llevarle a usted a nuestra morada. Esta noche partimos para nuestro retiro de las montañas. Sería una inmensa felicidad para mí el que usted me acompañase.

—¡Pero si estamos entrando en el invierno! —exclamó Francisco, atónito.

—Cierto es, amigo mío, que mi familia y yo, habitualmente, sólo nos encaminamos a nuestra retirada villa de los Montes Kuang durante el inclemente calor del verano —dijo Chia, deteniéndose un momento, en una pausa suave—. Pero ahora hacemos una innovación que puede incluso resultar agradabilísima. Tenemos muchos haces de leña y abundantes repuestos de víveres. ¿No cree, Padre, que sería muy edificante dedicarse algún tiempo a la meditación entre aquellas nevadas cumbres?

Chisholm, procurando desenmarañar tal laberinto de circunloquios, dirigió al mercader una viva mirada interrogativa bajo su arrugado entrecejo.

—¿Acaso Wai-Chu va a saquear la ciudad?

Un movimiento de los hombros de Chia pareció censurar suavemente lo directo de la pregunta. Pero su expresión no se alteró.

—Por el contrario, yo mismo he pagado a Wai un considerable tributo y le he buscado alojamientos cómodos. Confío en que permanezca en Paitan durante muchos días.

Un silencio. La frente de Chisholm se arrugaba, en completa perplejidad.

—No obstante, mi querido amigo, hay otras cosas que, a veces, hacen al hombre discreto buscar las soledades. Le ruego que venga conmigo.

El sacerdote movió lentamente la cabeza.

—Lo siento, señor Chia, pero estoy muy ocupado en la Misión. ¿Cómo voy a abandonar este hermoso recinto que tan generosamente me donó usted?

Chia sonrió, amable.

—Sí; por ahora es el lugar más salutífero de la ciudad.

Si cambia usted de opinión, no deje de informarme. Vamos, Yu: ya deben de estar cargados los carros. Anda, da la mano al santo Padre, a la inglesa.

Chisholm estrechó la mano del arropado chiquillo. Luego, bendijo a los dos. Le conturbaba el aspecto de refrenado disgusto que notaba en Chia. Mirándolos alejarse, sentía singularmente pesado el corazón.

Pasaron los dos días siguientes en una atmósfera de extraña tensión. Apenas vio a las Hermanas. El tiempo iba empeorando. Grandes bandadas de aves volaban hacia el Sur. El cielo, oscurecido, era una superficie plúmbea sobre todas las cosas vivientes. Salvo aislados copos, no nevaba. Hasta el jovial José mostraba insólitos signos de disgusto. Acudiendo ante el sacerdote, le expresó su deseo de visitar su casa paterna.

—Hace mucho que no veo a mis padres. Me parece oportuno visitarlos ahora.

Preguntado, agitó la mano vagamente y gruñó que circulaban en Paitan rumores de cosas malas que llegaban del Norte, del Este y del Oeste.

—Vamos, espera que vengan los malos espíritus para irte —repuso Chisholm, procurando levantar los ánimos de su sirviente y los suyos propios.

A la siguiente mañana, después de la primera misa, bajó solo a la ciudad, resuelto a recoger nuevas. Las calles pululaban de gente y el ritmo de la vida parecía inalterable, pero había movimiento en las casas principales y estaban cerradas muchas tiendas. En la calle de los Rederos vio a Hung clausurando sus puertas con sereno apremio.

—No hay por qué negarlo, Shang-Fu —dijo el viejo comerciante, deteniendo su trabajo para dirigir a Francisco una congojosa mirada tras de sus antiparras diminutas—. Hay una epidemia, esa gran epidemia que llaman la Muerte Negra. Seis provincias están invadidas ya. Las gentes huyen como el viento. Los primeros han llegado a Paitan anoche. Una de las mujeres cayó muerta al cruzar la Puerta Manchú. El hombre prudente sabe lo que debe hacer. Sí, sí… Cuando hay hambre, se emigra, y cuando hay epidemia, también. La vida no es fácil cuando los dioses muestran su enojo.

Chisholm subió a la Misión con el rostro ensombrecido. Parecíale olfatear ya la dolencia en el aire.

De repente, se detuvo. Fuera del muro de la Misión, en su mismo camino, había tres ratas muertas. La expresión del sacerdote indicaba que veía en aquel rígido trío una ominosa advertencia. Se estremeció, pensando en sus colegiales. Fue a buscar petróleo, lo vertió sobre las ratas, le prendió fuego y permaneció mirando la lenta quema de las alimañas. Presurosamente, cogió los roedores con unas tenazas y los enterró.

Meditaba profundamente. Estaba a quinientas millas del telégrafo más próximo. Enviar un mensajero a Hsin-Hsiang, ya por un sampán o por el más veloz caballo, significaría al menos seis días. Sin embargo, era menester establecer contacto, a toda costa, con el mundo exterior.

De pronto, se animó. Cogiendo del brazo a José, lo condujo a su cuarto. Hablóle con muy grave expresión.

—Quiero enviarte con un encargo importantísimo, José.

Coge la lancha nueva del señor Chia. Di al kapong[18] que el señor Chia y yo te hemos dado permiso. En caso necesario, roba la lancha. Yo te lo ordeno, ¿comprendes?

—Sí, Padre —repuso José, llameantes los ojos—. Así, no será pecado.

—En cuanto tengas el bote, vete con él, a toda velocidad, a Hsin-Hsiang. Busca al Padre Thibodeau en la Misión. Si no estuviera, acude a las oficinas de la Compañía petrolífera americana. Habla, en fin, con alguien que posea autoridad. Di que tenemos la peste encima y que necesitamos inmediatamente medicinas, pertrechos y médicos. En la Compañía telegráfica expide los dos mensajes que te voy a dar. Tómalos: uno es para el vicariato de Pekín, y el otro, para el Hospital General de Nankín. Aquí tienes dinero. No me falles, José. Y, ahora, vete, vete… ¡Que Dios te acompañe!

Sintióse algo más tranquilo cuando, una hora después, el muchacho pasó navegando ante la colina, con un fardo azul a la espalda, contraídas sus inteligentes facciones en una expresión de firme tenacidad. Para ver alejarse la lancha, el sacerdote subió al campanario. Allí, apoyado en el frontis, divisó algo que hizo oscurecerse sus ojos.

En la vasta llanura que ante él se extendía se agitaban dos estrechos y constantes torrentes de personas y bestias, reducidas por la distancia al tamaño de hormigas. Aquellos torrentes se dirigían: uno, a la ciudad, y otro, fuera de ella.

No esperó más. Bajando, corrió en el acto a la escuela.

La Hermana Marta, arrodillada, fregaba el entarimado del pasillo. Francisco se detuvo.

—¿Dónde está la reverenda Madre?

Sor Marta alzó una húmeda mano para arreglarse la toca.

—En la escuela. Últimamente, anda muy disgustada añadió con un bisbiseo confidencial.

Francisco entró en la clase. En el acto se hizo el silencio. El ver las hileras de rostros infantiles le produjo un punzante dolor. Reaccionó inmediatamente contra la aprensión insoportable que le acometía.

La Madre María Verónica volvió hacia él el rostro, pálido e inescrutable. Acercándose, Chisholm le dijo en voz baja:

—Hay signos de epidemia en la ciudad y temo que sea la peste. Por lo tanto, es importantísimo que nos preparemos.

Calló. Ella callaba también. Francisco continuó:

—Es preciso que libremos del contagio a los niños, por encima de todo. Ello exigirá aislar la escuela y el convento. Yo me las arreglaré para establecer alguna barrera. Los niños y las tres Hermanas deberán permanecer en el interior, con una Hermana siempre de guardia en la entrada. ¿No le parece prudente? —inquirió, esforzándose en hablar con calma.

Ella le miró, serena e impertérrita.

—Muy prudente.

—¿Desea que discutamos algún detalle?

—No —dijo ella con amargura—. Ya nos ha familiarizado usted con el principio del aislamiento.

Él prescindió de contestar a la indirecta.

—¿Sabe usted cómo se propaga esa dolencia?

—Sí.

Siguió un silencio. Francisco se encaminó a la puerta, entristecido por la obstinada negativa de la monja a una reconciliación.

—Si Dios nos envía una gran calamidad, tendremos mucho trabajo —dijo—. Procuremos olvidar nuestras relaciones personales.

—Sí, más vale olvidarlas —repuso ella con su acento más glacial, sumiso en apariencia, pero preñado de interno desdén.

Chisholm salió de la escuela. No podía dejar de admirar el valor de la Madre María Verónica. Las noticias que le transmitió hubieran aterrorizado a la mayoría de las mujeres. Pensó en que acaso todos necesitasen su máximo valor antes de que el mes concluyera.

Convencido de que el tiempo apremiaba, despachó al jardinero en busca del capataz y de los seis jornaleros de Chia que habían trabajado en la iglesia. En cuanto llegaron, mandóles construir una gruesa cerca de caolín comprendiendo los límites que él había marcado ya. Los tallos secos de maíz formaban un armazón excelente. Mientras, con ojos ansiosos, veía alzarse la cerca rodeando la escuela y el convento, hizo abrir un estrecho foso al pie de la valla misma. Aquella zanja se llenaría de desinfectante en caso necesario.

El trabajo duró todo el día y no quedó completo hasta bien entrada la noche. Cuando los hombres se marcharon, Francisco no logró sosegarse. Invadía su ánimo y hasta su sangre un creciente flujo de aprensión. Llevó casi todas las provisiones dentro del cercado, cargando sobre sus hombros sacos de patatas y harina, manteca, tocino, leche condensada y todas las latas de conservas de la Misión. Asimismo trasladó un pequeño surtido de medicamentos. Hecho esto, sintió algún alivio. Miró su reloj: las tres de la madrugada. No valía la pena acostarse. Fue a la iglesia y pasó en oración las horas que faltaban hasta el alba.

Al amanecer, antes de que la Misión despertara, Francisco salió hacia la morada del Primer Magistrado. En la Puerta Manchú se apiñaban, sin que nadie lo impidiera, masas de fugitivos procedentes de las provincias infectadas. Muchos habían dormido al raso, resguardados del viento por la muralla. Pasando ante las figuras silenciosas, acurrucadas bajo sacos, medio heladas por el viento frío, oyó torturadoras toses. Su corazón desbordaba de piedad por aquellas sufrientes criaturas, víctimas ya muchas de ellas de la dolencia implacable que soportaban con humildad, que padecían sin esperanza… Un ardiente e impetuoso deseo de ayudar a aquellos seres invadió su alma. Un anciano yacía en tierra, muerto y desnudo, desprovisto de las ropas que ya no necesitaba. Su rostro, arrugado y desdentado, se volvía hacia el cielo.

Espoleado por la piedad, Francisco se apresuró hacia el edificio de la justicia. Pero le esperaba un desengaño. El primo del juez Pao había partido y los demás miembros de la familia, también; los cerrados postigos de su casa miraban al sacerdote como unos ojos ciegos.

Respirando de prisa y con dificultad, se dirigió, airado, a la casa de los Tribunales. Los corredores estaban desiertos y la sala principal era como una cripta de retumbantes ecos. Sólo se veía a algunos funcionarios que andaban por allí con paso furtivo. Supo por uno de ellos que el primer Magistrado había sido llamado para asistir a las exequias de un pariente distante, en Tchien-tin, ochocientos li al sur. Hízose palmario para el turbado sacerdote que todos los funcionarios, menos los inferiores, habían «tenido» que salir de Paitan. La administración civil de la ciudad había dejado de existir:

Una honda arruga se marcaba en el entrecejo de Francisco, como una penetrante herida. Sólo un camino le quedaba, y sabía que era inútil. No obstante, dirigióse a toda prisa hacia los cuarteles.

Dueño supremo de la provincia el bandido Wai-Chu, que imponía feroces exacciones, la situación de las tropas regulares era meramente platónica. Durante las visitas periódicas del bandido a la ciudad, las fuerzas se desbandaban, como quien cumple una rutina. Al acercarse a los cuarteles, vio errar junto a las puertas una docena de soldados sin armas, vistiendo sucias guerreras de algodón oscuro.

Le hicieron parar en la puerta. Pero nada podía detener el ardiente fuego interior que le impulsaba. Logró abrirse camino hasta una habitación interior, donde un joven teniente, vestido con elegante y limpio uniforme, miraba por las celosías de papel de una ventana, limpiándose los blancos dientes con una ramita de sauce.

El teniente Shen y el sacerdote se miraron. El petimetre lo hizo con cortés reserva; el visitante, con todo el sombrío y desesperado fervor de su propósito.

—La ciudad está amenazada por una gran epidemia —dijo Francisco, procurando comunicar a su acento deliberada calma—. Ando buscando a alguien con autoridad y valor para tratar de conjurar este grave peligro.

Shen seguía examinando desapasionadamente al sacerdote.

—El general Wai-Chu es quien monopoliza la autoridad —dijo—; parte mañana para Tou-en-lai.

—Así habrá más facilidades para los que se queden. Le pido que me ayude.

Shen se encogió de hombros, con virtuoso talante:

—Nada me satisfaría más que trabajar con el Shang-Fu sin esperanza de recompensa alguna, sólo por el supremo beneficio de la humanidad doliente. Pero no tengo más que cincuenta soldados y ningún pertrecho.

—He enviado en busca de suministro a Hsin-Hsiang —repuso Francisco, hablando con más viveza—. Llegarán pronto. Entre tanto, debemos hacer cuanto sea posible para poner en cuarentena a los refugiados e impedir que se declare la peste en la ciudad.

—Ya se ha declarado —repuso Shen fríamente—. En la calle de los Cesteros hay más de sesenta casos. Muchos han muerto. Otros están moribundos.

Un terrible apremio tesó los nervios del sacerdote. Era un arranque de protesta, una ardorosa negativa a aceptar la derrota. Dio un paso hacia delante.

—Voy a socorrer a esa gente. Si no me ayuda usted, lo haré sólo. Pero estoy completamente seguro de que se me unirá.

Por primera vez el teniente pareció desazonado. Era un joven resuelto, a pesar de su apariencia de pisaverde, con sus ideas propias de ambición y con cierto sentido de la integridad personal, que le había hecho rechazar la gratificación ofrecida por Wai-Chu si se le unía, considerándola deshonrosamente inadecuada. No tenía el menor interés por la suerte de sus compatriotas, y hasta la llegada del sacerdote había estado reflexionando si debía reunirse en la calle de las Horas Perdidas a los pocos hombres que le quedaban. Ahora se sentía desagradablemente turbado e impresionado, a su pesar. Como quien actúa contra su voluntad, tiró la ramita de sauce y, lentamente, se ciñó el revólver.

—No funciona bien, pero es un símbolo que estimula la rígida obediencia de mis leales subalternos —dijo.

Salieron juntos, bajo el día frío y plomizo.

En la calle de las Horas Perdidas reunieron unos treinta soldados y con ellos se dirigieron a los hacinados cubiles de la calle de los Cesteros, junto al río. Allí había empezado la peste, con un instinto tan infalible como el que conduce las moscas al estercolero. Las casas de la ribera, chamizos poco menos que de cartón, apretados unos contra otros, pululaban de suciedad, parásitos y dolencias. Francisco comprendió que, de no adoptarse medidas rápidas, el contagio, en aquel barrio congestionado, se propagaría como un voraz incendio.

Mientras salían, encorvados, de la última casa del lugar, declaró el teniente:

—Hemos de encontrar algún sitio para hospitalizar a los enfermos.

Shen reflexionó. Estaba harto más divertido de lo que esperara. Aquel sacerdote extranjero había demostrado mucha «cara» al acercarse tanto a los apestados. Y él sentía gran admiración por las personas de «cara».

—Requisaremos la casa del yu shih —dijo—. Confío en que la morada de mi ausente amigo resulte excelente para hospital.

Durante muchos meses había mantenido Shen una enemistad violenta con el yu shih —registrador imperial—, porque este funcionario defraudaba al joven en su participación en los beneficios del impuesto de la sal.

Se dirigieron a la casa del registrador. Era grande, ricamente amueblada y estaba situada en la mejor zona de la ciudad. Shen penetró en el edificio por el sencillo expediente de echar abajo la puerta. Mientras Francisco, con media docena de soldados, hacía preparativos para recibir a los enfermos, el oficial partió con los hombres restantes. Pronto empezaron a llegar, sobre angarillas, los primeros apestados. Se les disponía en hileras en el suelo, cada uno en una estera.

Por la noche, cuando Francisco subía la colina de la Misión, rendido por el largo día de trabajo, oyó —resaltando sobre la débil e incesante música de mortales toses— gritos de loca francachela y esporádicos disparos. Los regulares de Wai-Chu saqueaban las tiendas abandonadas. Luego, la ciudad recayó en su silencio. Bajo la quieta luna se veía a los bandidos cruzando la puerta Oriental e instigando a sus robados caballejos planicie adelante. Francisco se alegró de verlos partir.

De pronto, en lo alto de la colina se oscureció la luna. Al fin comenzaba a nevar. Cuando Chisholm cruzó el portillo de la cerca de caolín, ya el aire se poblaba de copos blancos, secos y cegadores. Venían de la oscuridad, caían sobre sus labios y sus cejas, penetraban, como duendecillos, entre sus labios y se arremolinaban con tal densidad que en un minuto quedó el suelo tapizado de blanco. Chisholm permaneció fuera, en la sombra fría, desgarrado por la ansiedad. Llamó en voz baja. En el acto salió a la puerta la Madre María Verónica, empuñando una linterna que lanzaba una espectral claridad sobre la nieve.

El sacerdote apenas se atrevía a hacer la pregunta:

—¿Están todos bien?

—Sí.

Su corazón, tranquilizado, amainó los latidos. Francisco esperó, notando de pronto su mucha fatiga y recordando que no había comido en todo el día. Luego, dijo:

—Hemos establecido un hospital en la ciudad. No es gran cosa, pero sí lo único que podíamos hacer.

Esperó de nuevo, como para que ella hablase. Comprendía muy bien la dificultad de su situación y el inmenso favor que iba a pedir a la monja.

—Si pudiera usted prescindir de una de las Hermanas, que quisiera venir… voluntariamente, claro es…, a ayudarnos… Se lo agradecería mucho.

En la pausa que siguió, Francisco creyó casi ver los labios de la mujer formando las palabras de la respuesta: «Usted nos mandó permanecer aquí. Usted nos prohibió ir a la ciudad». Pero acaso la contuviese la cara del sacerdote, fatigada, agotada, con los ojos hinchados, en medio de la ventisca.

—Yo iré —dijo la Madre María Verónica.

Francisco sintió más reanimado el corazón. El antagonismo de la monja hacia él no era óbice para que la Madre María Verónica fuese mucho más eficiente que las Hermanas Marta o Clotilde.

—Pues, entonces, tendrá usted que ir ya. Abríguese bien y lleve cuanto pueda serie útil.

Diez minutos después empuñaba la monja su bolsa y los dos descendían en silencio. Las oscuras huellas de sus pasos se marcaban, muy separadas, sobre la blanca nieve.

A la siguiente mañana, dieciséis de los acogidos en el hospital habían muerto. En cambio, había ingresado un número tres veces mayor. Tratábase de una peste neumónica cuya virulencia rebasaba la del más activo veneno. Las gentes caían bajo el ataque de la dolencia como bajo un mazazo y, antes de la aurora siguiente, morían. Aquello parecía congelar la sangre, pudrir los pulmones, de los que brotaban blancos esputos moteados donde pululaban gérmenes letales. A menudo, sólo una hora separaba la atolondrada risa de un hombre de la mueca que era su máscara mortuoria.

Los tres médicos de Paitan no habían logrado detener la epidemia por el método de la puntura. Al segundo día cesaron de atormentar con sus agujas a los pacientes y discretamente se retiraron para consagrarse a más salutíferas prácticas.

A fines de aquella semana, la ciudad estaba infectada de extremo a extremo. Una oleada de pánico sacudió la apatía de las gentes. Las salidas meridionales de la ciudad estaban atascadas de carros, sillas de mano, cargadísimas mulas y un populacho que forcejeaba histéricamente.

Arreciaba el frío. Por doquier parecía abatirse sobre la afligida tierra una maldición. Ofuscado por el exceso de trabajo y la falta de sueño, Francisco advertía confusamente que la calamidad de Paitan era sólo parte de una tragedia mucho mayor. Falto de noticias, no podía medir la intensidad del desastre: cien mil millas cuadradas de territorio infectado y medio millón de muertos bajo la nieve. No sabía tampoco que los ojos de todo el mundo civilizado se fijaban en China con angustia y que expediciones rápidamente organizadas en América e Inglaterra habían llegado para combatir la enfermedad.

Su torturadora suspensión se profundizaba de día en día. No había signos del regreso de José. ¿Llegarían ayudas desde Hsin-Hsiang? Una docena de veces al día el sacerdote bajaba al embarcadero, en espera de ver llegar el bote.

A principios de la segunda semana apareció José repentinamente. Venía débil y agotado, pero con una leve sonrisa de triunfo. Había tropezado con toda suerte de obstáculos. El país estaba en plena ebullición, Hsin-Hsiang era un lugar de tormentos y la epidemia hacía estragos en la Misión. Más José supo persistir. Había expedido sus telegramas y esperado resueltamente, oculta su lancha en una caleta del río. Ahora traía una carta. Sacóla, sonriente, con temblorosa mano. Un médico amigo del Padre, antiguo y estimado amigo suyo, iba a llegar con un barco de socorro.

Con el corazón palpitante, sintiendo un loco y singular presentimiento, Chisholm tomó la carta, abrióla y leyó:

Expedición de socorro de Lord Leighton Kansu

Querido Francisco:

Llevo cinco semanas en China con la expedición Leighton. Ello no te sorprenderá si recuerdas mi juvenil anhelo de pisar los puentes de los barcos que iban a cruzar el océano, y de conocer las selvas que se extienden más allá. Verdad es que yo creía haber olvidado todas esas tonterías. Pero cuando en Inglaterra pidieron voluntarios para la expedición de socorro, me sorprendí a mí mismo ofreciéndome. No fue, ciertamente, el deseo de convertirme en héroe nacional lo que determinó el absurdo impulso. Probablemente, se trató de una reacción, largo tiempo aplazada, contra mi rutinaria vida en Tynecastle. Y quizá, permíteme decirlo, la sincera esperanza de poder verte.

En todo caso, desde que llegamos camino tierra adentro, deseoso de hallarme en tu sacra presencia. Tu telegrama a Nankín fue entregado en nuestra central allí y me llegó a Hai-chang al otro día. Pedí en seguida a Leighton, que es un buen hombre a pesar de su título nobiliario, que me dejara ir a echarte una mano. Convino en ello e incluso me permitió usar de las pocas barcas-vapores que nos quedan. Acabo de llegar a Sen-siang y estoy reuniendo provisiones. Luego, remontaré el río a toda máquina y, probablemente, estaré ahí veinticuatro horas después que tu criado. Hasta entonces procura cuidarte. Ya hablaremos más despacio.

Tuyo, con mucha prisa.

Willie Tulloch.

El sacerdote dibujó lentamente una sonrisa. Era la primera vez que sonreía desde muchos días atrás. Sentía un fervor secreto y profundo. No estaba muy asombrado: juzgaba típico de Tulloch el consagrarse a una causa así. Se notaba, en trueque, asegurado y fortalecido por la inesperada fortuna de la presencia de su amigo.

Con dificultad, reprimió la expresión de su entusiasmo.

Al día siguiente, cuando se avistó el barco de socorro, Francisco corrió hacia el embarcadero. Antes de que la lancha atracase, ya Tulloch había saltado a tierra. Estaba más viejo, más recio, y era, sin embargo, siempre el mismo escocés, adusto y tranquilo, descuidado en su vestir, ladino, fuerte y cargado de prejuicios como un venado de las mesetas, sencillo y sólido como un tejido casero de Cheviot.

El sacerdote sintió su visión absurdamente borrosa.

—¡Hola, Francisco! ¡Tú!

Y Willie no acertó a decir más. Estrechaba sin cesar la mano de su amigo, sintiéndose confuso por su emoción, obstruido por su sangre norteña, que le impedía hacer más abiertas demostraciones. Al fin, murmuró, como si comprendiera la necesidad de decir algo:

—¿Quién nos habría dicho, cuando andábamos por la Calle Mayor de Darrow, que habríamos de volvernos a ver en un sitio como éste? —Quiso reír, pero sin conseguirlo.

—Dime, ¿no usas chaqueta y botas de goma? Con los zapatos que llevas no se puede trabajar en un lugar infectado de peste. Ya era hora de que llegase yo para vigilarte un poco…

—Y vigilar nuestro hospital —sonrió Francisco.

—¿Cómo? —dijo el doctor, enarcando las cejas—. ¿Tienes un hospital? Vamos a verlo.

—Cuando quieras.

Tulloch mandó a los tripulantes de la lancha que le siguiesen con los equipos y echó a andar junto al sacerdote, ágil a pesar de su incrementado vientre, vivos los ojos en su rostro rudo, mostrando su ralo cabello una multitud de pecas en su rojizo cuero cabelludo cada vez que, bajando la cabeza, asentía a las palabras del sacerdote.

Al fin llegaron al hospital y Willie dijo, con rápido pestañeo:

—¿Es éste el establecimiento? Peor podías haberlo elegido…

Y, volviendo la cabeza, mandó a los cargadores que pasasen adentro las cajas.

Hizo una rápida inspección del hospital. Los ojos del médico saltaban de derecha a izquierda y examinaban con singular curiosidad a la Madre María Verónica, que les acompañaba. Miró a Shen cuando el joven lechuguino se les presentó, y cambió con él un firme apretón de manos. Al fin entraron los cuatro en la larga serie de habitaciones que formaban la parte principal del edificio, y Willie manifestó con voz tranquila:

—Creo que han hecho ustedes maravillas. Y supongo que no esperarán de mí milagros melodramáticos. Olviden todas sus ideas preconcebidas y aténganse a la verdad. Yo no soy un doctor grave y arrogante que lleva consigo un laboratorio portátil, sino que vengo a trabajar aquí como uno de ustedes… es decir, como un obrero más. No tengo una condenada gota de vacuna antipestífera conmigo… en primer término, porque no vale para nada, salvo en los libros. Y, en segundo lugar, porque todos los frascos que trajimos a China se agotaron en una semana. Habrán notado —insinuó— que no han atajado la epidemia. ¡Recuérdenlo! Esta enfermedad, en la práctica, es fatal cuando se padece. En tales circunstancias, y como mi viejo padre solía decir —aquí sonrió ligeramente—, una onza de prevención vale más que una tonelada de tratamiento. Por cuya razón, y si les parece bien, nos ocuparemos, antes que de los vivos, de los difuntos.

En el silencio que siguió, todos comprendieron poco a poco lo que Tulloch indicaba. Shen sonrió y dijo:

—Los cadáveres se acumulan en las calles a un ritmo desconcertante. Es desalentador andar en la oscuridad y tropezarse con un cadáver quieto como una piedra.

Francisco dirigió una mirada a hurtadillas al inexpresivo rostro de la Madre María Verónica. A veces el tenientillo era algo indiscreto.

El médico, acercándose a la caja más próxima, levantó la tapa.

—Lo primero es que ustedes se equipen adecuadamente… Ya, ya sé que ustedes creen en Dios, y el teniente, en Confucio. Pero yo creo en la profilaxis —esclareció, sacando de la caja varios pares de botas de goma.

Concluyó el desempaquetamiento de sus equipos, e hizo ponerse a sus amigos sobretodos y anteojos, censurando la poca atención que habían dado a su propia seguridad. Sus comentarios sonaban tranquilos, naturales:

—¿No comprenden, condenados ingenuos, que si alguien tose ante sus ojos están ustedes listos por penetración de la córnea? Esto ya se sabía en el siglo XIV, y por eso se usaban viseras de colapez contra la peste, que fue traída de Siberia por una partida de cazadores… Ahora, Hermana, yo volveré luego y echaré una ojeada más detenida a sus pacientes. Pero, ante todo, los hombres, es decir, Shen, el reverendo y yo, vamos a ocuparnos de una faenita…

En su agobio, Francisco había olvidado la lúgubre necesidad de proceder a enterrar rápidamente a los muertos antes de que los infectados cadáveres fueran atacados por las ratas. En aquel suelo endurecido eran imposibles los sepelios individuales, y hacía mucho que estaban agotadas las existencias de ataúdes. Todo el combustible almacenado en China no hubiera bastado para quemar los cadáveres, porque, como Shen observó, nada es menos inflamable que la carne humana congelada. Quedaba una solución práctica. Hicieron cavar una gran fosa extramuros de la población, la revistieron de cal viva y requisaron carros. Éstos, conducidos por los hombres de Shen, arrojaban a aquella tumba común su cargamento de cadáveres.

Tres días después, limpia de muertos la ciudad y recogidos los cuerpos que, medio comidos por los perros, yacían en los campos cubiertos de hielo, se implantaron medidas más vigorosas. Temerosos de que los espíritus de sus antecesores salieran irritados de aquel nada sacro sepulcro, los ciudadanos escondían los infestados cadáveres de sus parientes bajo los pavimentos de madera o sobre los techos de caolín.

Por indicación del doctor, Shen promulgó un edicto amenazando con fusilar a todo el que realizase tales ocultaciones. Los carros de difuntos recorrían la ciudad y los soldados gritaban:

—¡Sacad vuestros cadáveres o moriréis vosotros!

A la vez se ocupaban en destituir implacablemente ciertos edificios que Tulloch señalaba como focos de la epidemia. Los soldados entraban, despejaban los cuartos, demolían a hachazos los tabiques de bambú y hacían con ellos una pira donde ardían las ratas.

La calle de los Cesteros fue la primera en que operaron.

Al volver, sonriente y ahumado, hacha en mano aún. Tulloch dirigió una singular mirada al sacerdote, que andaba con fatiga por las calles desiertas y díjole con repentina compunción:

—Éste no es trabajo propio para ti, Francisco. Tan agotado estás que te falta poco para derrumbarte. ¿Por qué no vuelves a la Misión unos cuantos días, cuidando de tus escolares y recobrando fuerzas?

—¡Admirable espectáculo sería ése! El hombre de Dios descansando en la molicie mientras la ciudad arde.

—¿Quién va a verte en este lugar tan apartado?

—Alguien hay que siempre nos mira —suspiró Francisco.

Tulloch, bruscamente, dejó de insistir. Junto a la puerta del hospital se volvió, mirando hoscamente los rojizos fulgores que aún persistían bajo el penumbroso cielo.

—El incendio de Londres fue una necesidad lógica —dijo. Y, de pronto, sus nervios estallaron—. ¡Condenación! Francisco, mátame si quieres… ¡pero cállate los motivos que te impulsan!

La tensión se notaba ya en todos ellos. Francisco llevaba diez días sin mudarse de ropa y tenía ésta empapada de helado sudor. De vez en cuando se quitaba las botas y obedecía las indicaciones de Tulloch para que se frotase los pies con aceite de colza, mas, aun así, notaba el dedo gordo inflamado por el frío y torturadoramente dolorido. Estaba muerto de fatiga, pero siempre había más que hacer…

No tenían agua, sino sólo nieve fundida, porque los pozos se habían helado. Era casi imposible cocinar. Empero, todos los días Tulloch se obstinaba en que comiesen juntos, para contrarrestar algo la creciente pesadilla que eran sus vidas. A aquella hora se esforzaba en mostrar una jovialidad brusca, y tocaba selecciones musicales en el fonógrafo que había traído consigo. Poseía una vasta colección de anécdotas norteñas, de historias de Tynecastle, que relataba con profusión. A veces lograba el triunfo de hacer asomar una débil sonrisa a los pálidos labios de la Madre María Verónica, Shen nunca entendía la gracia de las bromas, aunque escuchaba cortésmente cuando se las explicaban. En ocasiones se retardaba Shen en llegar a la colación. Aunque los demás adivinaban que estaba solazándose con alguna linda mujer, superviviente como ellos, el ver la silla vacía imponía un pesado tributo a sus nervios.

A la tercera semana empezó la Madre María Verónica a dar signos de quebranto. Estaba Tulloch quejándose de la falta de espacio en el suelo del local, cuando ella observó:

—Podíamos traer barracas de la calle de los Rederos y así doblaríamos el número de nuestros pacientes… y los tendríamos instalados con más comodidad.

El médico miróla con huraña aprobación.

—Es una gran idea. ¡Lástima que no se le ocurriera antes!

La monja se ruborizó intensamente ante aquella alabanza. Bajando los ojos, pretendió aplicarse a su plato de arroz. Pero no pudo. Ni un solo grano de arroz pudo llevarse a los labios. Su sonrojo, extendiéndose, llególe hasta la garganta. Varias veces repitió el intento de alzar el tenedor, sin conseguirlo. Inclinó la cabeza, soportando la absurda humillación. Luego, se levantó en silencio y dejó la mesa.

Más tarde la encontró Chisholm trabajando en la sección de mujeres. Nunca había visto calma tal ni semejante abnegación. La Madre María Verónica ejecutaba con los enfermos los más odiosos deberes, a los cuales se hubiera negado la última sirvienta china. Tan insoportable se había hecho la relación con la monja, que Francisco no osaba mirarla. Hacía largos días que no la interpelaba directamente.

—Reverenda Madre, el doctor Tulloch piensa… y todos lo pensamos… que trabaja usted excesivamente y debe relevarla la Hermana Marta.

La Madre María Verónica había recuperado algo —sólo un vestigio— de su antigua independencia. La sugestión del sacerdote la conturbó. Irguióse.

—¿Quiere eso significar que no hago lo bastante?

—Por el contrario, actúa usted magníficamente.

—Entonces, ¿por qué pretende impedirme que continúe? —inquirió la monja, con los labios temblorosos.

—Por su bien, —dijo Francisco, con tono embarazado. Aquel acento pareció herirla más. Reprimiendo sus lágrimas, repuso con exaltación:

—No se ocupe de mi bien. Cuanto más trabajo me dé y menos simpatía me tenga, mejor.

El Padre Chisholm hubo de dejar las cosas como estaban.

Alzó la vista para mirar a la monja, pero ella retiró obstinadamente la mirada. El sacerdote se apartó con tristeza.

La nieve, que había cesado durante una semana, se reanudó de pronto. Caía, caía sin cesar… Nunca vio Francisco nevada parecida, de copos tan grandes y blandos. Cada nuevo copo parecía acrecer el silencio. Las casas quedaban rodeadas de callada blandura. Los remolinos en las calles dificultaban las tareas y aumentaban los sufrimientos de los enfermos. A Francisco volvía a oprimírsele el corazón. Aquellos interminables días habíanle hecho perder todo sentido de tiempo y lugar. Mientras se inclinaba sobre los moribundos, lleno de compasión, extraños y fluctuantes pensamientos le ofuscaban.

«Cristo nos prometió sufrimientos; esta vida nos fue dada sólo como una preparación para la próxima, y algún día enjugará Dios nuestras lágrimas y cesarán los llantos y los duelos», reflexionaba.

Todos los nómadas que llegaban eran detenidos extramuros, y allí se les desinfectaba y mantenía en cuarentena hasta asegurarse de que estaban libres del contagio. Cuando regresaban de las barracas que se habían erigido para aislar a los recién llegados, Tulloch, agotado, lleno de ruda angustia, preguntaba a Francisco:

—¿Puede el infierno ser peor que esto?

Francisco respondía, a través de la niebla de su fatiga, mientras seguía adelantando a tumbos, sin heroísmo, pero sin abatimiento: El infierno es perder toda esperanza.

Nadie reparó en el momento en que la epidemia empezó a decrecer. Ningún momento culminante hubo, ningún coronamiento visible de sus esfuerzos. Pero ya no se encontraban en las calles pruebas patentes de muerte. Las más antihigiénicas casuchas eran cenizas sobre la nieve. El éxodo en masa desde las provincias septentrionales cesó gradualmente. Era como si una oscura nube negra que se cerniera sobre ellos empezara a huir lentamente hacia el Sur.

Tulloch expresó sus sentimientos con una sola frase atormentada y turbada.

—Sólo tu Dios sabe si hemos conseguido algo, Francisco… Yo creo… Se interrumpió. Estaba demacrado, rendido, dando por primera vez señales de decaimiento.

Con un juramento, agregó:

—Hoy es también menor la cifra de ingresados. Ea, salgamos… Voy a acabar loco, si no…

Aquella noche se tomaron los dos un breve respiro. Era la primera vez que abandonaban sus ocupaciones del hospital. Subieron a la Misión para pasar la velada en casa del sacerdote. Habían dado ya las diez y brillaban en el cielo unas pocas y difumadas estrellas.

El doctor se detuvo en la cumbre de la nevada colina, que habían ascendido con gran esfuerzo, y contempló los suaves contornos de la Misión, iluminados por la blancura del suelo. Habló con insólita placidez:

—Tienes una Misión muy linda, Francisco. No me extraña que hayas procurado salvar a toda costa a tus chiquillos. En fin, si en algo he sido útil estoy endiabladamente contento.

Contrajo los labios.

—Te debe de ser agradable la vida aquí, con una mujer de tan buena traza como la Madre María Verónica.

El sacerdote conocía bien a su amigo. No le ofendieron, pues, sus palabras. Repuso, con forzada y herida sonrisa:

—Sospecho que la Madre encuentra esto poco agradable.

—¿Sí?

—Ya habrás advertido que me aborrece.

Callaron. Tulloch dirigió al sacerdote una mirada penetrante.

—Tu virtud más sólida, santo varón, ha sido siempre tu deplorable falta de vanidad. Ea —añadió, adelantándose—, vamos a tomar un ponche. No deja de tener importancia el haber luchado con esta plaga y llegar al momento en que podemos prever su fin. Es algo que eleva un poco al hombre sobre el nivel de la bestia. Pero no pretendas usar esto como argumento para probarme la existencia del alma.

Sentados en el despacho de Francisco, conocieron ambos un momento de abatida exaltación hablando hasta muy tarde de su país. Con breves palabras se burló Tulloch de su propia carrera. Nada había hecho ni adquirido, Salvo mucha afición al whisky. Ahora, llegado a la sentimentalidad de la madurez, consciente de su poca valía, luego de probar la falacia que se encierra tras la tentación de los grandes espacios del mundo, añoraba su casa de Darrow y pensaba en la gran aventura del matrimonio. Excusóse con una sonrisa confusa:

—Mi padre desea que le substituya en su clínica. Y ansía verme criar una nidada de pequeños Tulloch… ¿Sabes, Francisco, que siempre te está nombrando y que sigue llamándote «su Voltaire católico-romano»?

Habló con singular afecto de su hermana Juana, ahora casada y cómodamente establecida en Tynecastle. Dijo, sin mirar a Francisco:

—Le costó algún tiempo acostumbrarse a la idea del celibato del clero católico.

Su silencio respecto a Judit era extrañamente sospechoso.

Pero se hacía lenguas de Polly. La había visto seis meses antes en Tynecastle, hallándola muy fuerte aún.

—¡Qué mujer! —comentó, moviendo la cabeza sobre su vaso—. Fíjate en lo que te digo: puede que algún día te dé una sorpresa. Polly ha sido, es y será siempre una santa fracasada.

Se durmieron en las sillas. Al fin de aquella semana mostró la epidemia nuevos signos de disminución. Rara vez se veían en la calle carretas de muertos. Los buitres cesaron de cernerse en el horizonte y la nieve dejó de caer.

El sábado siguiente estaba el Padre Chisholm en su galería de la Misión, aspirando el aire glacial. Sentía un profundo y beatífico agradecimiento. Desde aquella altura divisaba a los niños jugando, con feliz inconsciencia, tras el alto cercado de caolín. Experimentaba la sensación de quien, tras larga y tremenda pesadilla, ve filtrarse las claridades de la suave luz diurna.

De pronto, su mirada se fijó en un soldado, sombra oscura sobre la nevada ladera, que subía a toda prisa el camino de la Misión. Al principio creyó que era uno de los hombres de Shen. Luego, con sorpresa, descubrió que era el teniente en persona.

Era la primera vez que Shen le visitaba. Francisco, con perpleja expresión, bajó las escaleras para recibir al joven.

El aspecto del rostro de Shen heló sus palabras de bienvenida. Aquel rostro empalidecido tenía el color del limón y sus facciones muy rígidas expresaban una gravedad mortal. Un ligero rocío de sudor en la frente denotaba su premura, y también lo daba a entender su guerrera a medio abotonar, detalle insólito en un hombre tan cuidadoso.

El teniente no anduvo con rodeos.

—Venga en seguida al hospital. Su amigo el doctor está enfermo.

Francisco sintió una inmensa frialdad, un glacial estremecimiento, como si le azotara una ráfaga helada. Tembló. Miró a Shen y, tras lo que le pareció un intervalo larguísimo, oyó su propia voz diciendo:

—Tulloch ha trabajado en exceso. Debe de estar aniquilado.

Los negros ojos de Shen hicieron un guiño casi imperceptible.

—Sí; lo está —confirmó.

Hubo otra pausa. Entonces comprendió Francisco que había sucedido lo más grave de todo. Tornóse lívido y, tal como se hallaba, salió con el teniente.

Recorrieron en silencio la mitad del camino. Después, con militar precisión que reprimía todo sentimiento, Shen describió lo ocurrido. Tulloch había llegado con aspecto de fatiga y se dispuso a echar un trago. Mientras lo hacía, tuvo un explosivo acceso de tos y hubo de apoyarse en la mesa de bambú, cenicienta la faz, en los labios la espuma del zumo de uva que había bebido. La Madre María Verónica corrió en su auxilio y él, un momento antes de desplomarse en tierra, dijo, con débil sonrisa:

—Ha llegado el momento de avisar al sacerdote…

Cuando llegaron al hospital, una blanda neblina gris pendía, como nube fatigada, sobre las nevadas techumbres. Entraron con toda celeridad. Tulloch yacía en el extremo del cuartito, sobre su catre de tijera, cubierto con una esterilla acolchada de seda purpúrea. El intenso color de la seda aumentaba la tremenda palidez del enfermo, poniendo en su rostro una sombra lívida. Era torturador para Francisco ver la rapidez con que había actuado la fiebre. Willie parecía un hombre distinto. Se había encogido increíblemente, como después de semanas de desgaste continuo. Tenía hinchados los labios y la lengua, y turbios e inyectados de sangre los ojos.

Junto al lecho, la Madre María Verónica, arrodillada, renovaba la nieve con que refrescaba la frente del enfermo. Se mantenía tensa, erecta, rígida su expresión merced al dominio de sí misma. Levantóse cuando entraron Francisco y Shen, pero no dijo palabra.

Francisco se aproximó al lecho. Sentía un gran temor.

La muerte les había acompañado todas aquellas semanas, como una cosa vulgar, familiar, terrible, pero común. Más ahora que la sombra de la muerte descendía sobre su amigo, el sacerdote sentía un dolor excepcional, pavoroso.

Tulloch no había perdido la consciencia y reconoció a Francisco. Procuró sonreír:

—Vine en busca de aventuras y parece que las he encontrado.

Y un momento después, entornando los ojos, añadió, como si la idea se le ocurriese entonces:

—Soy débil como un gato, Francisco.

Chisholm se sentó en un bajo escabel junto a la cabecera del lecho. Shen y la Madre María Verónica estaban en el extremo del cuarto.

La quietud, la lacerante sensación de esperar algo, hacíase insoportable. Aquello aumentaba de un modo continuo, dando una horrible impresión de algo que se inmiscuye en la intimidad de hechos desconocidos.

—¿Te sientes bien?

—Podría sentirme peor. Dame un trago de ese aguardiente japonés. Me ayudará a pasar este mal rato. Es algo bárbaramente convencional morir así… como en las condenadas novelas.

Francisco le dio un trago de aguardiente. Tulloch, cerrando los ojos, pareció descansar. Pero pronto prorrumpió en un delirio. Sus palabras sonaban con voz apagada.

—Otro trago, muchacho. ¡Qué bueno es! En mis tiempos he bebido mucho, andando por aquellas casuchas de Tynecastle. Y ahora me vuelvo a mi querido Darrow. A las márgenes del Allan, donde habrá empezado la primavera. ¿Sabes esa canción, Francisco? Es muy linda. Cántala, Juana. Más alto, más alto… Con esta oscuridad no se oye.

Francisco apretó los dientes, conteniendo el tumulto de su corazón.

—Bien, reverendo Padre… Callaré, para conservar las fuerzas… ¡Qué cosa tan rara!, ¿eh? Todos tenemos que pasar el lindero una vez u otra…

Y, murmurando así, se hundió en la inconsciencia.

El sacerdote, arrodillándose, oró. Pedía ayuda, pedía inspiración… Pero se sentía extrañamente mudo, oprimido por una especie de estupor. Fuera, reinaba en la ciudad un fantasmal silencio. Vino el crepúsculo. La Madre María Verónica se levantó para encender la lámpara y, luego, volvió al extremo de la habitación, lejos de la zona de claridad, inmóviles los labios, silenciosa, mientras sus dedos hacían correr sin cesar el rosario bajo su hábito.

Tulloch empeoraba. Tenía la lengua negra y tan hinchada la garganta que era atormentador verle cuando sufría accesos de vómito.

De pronto, pareció reaccionar. Abrió vagamente los ojos. Su voz sonó, incierta.

—¿Qué hora es? Cerca de las cinco… En casa tomamos el té a esta… hora… ¿Nos recuerdas, Francisco, todos en torno a la mesa, tan grande?

Siguió una larga pausa.

—Escribe a mi padre y dile que su hijo ha muerto en su oficio… Es curioso, pero sigo sin poder creer en Dios.

—De todos modos, Dios cree en ti.

—No te hagas ilusiones. No muero arrepentido.

—Todo sufrimiento humano es un acto de arrepentimiento.

Un silencio. El sacerdote no dijo más. Débilmente, Tulloch extendió la mano y dejóla caer sobre el brazo de Francisco.

—Muchacho, nunca te he querido tanto como ahora… y lo que te agradezco más es que no me molestas hablándome del Cielo… Porque —y cerró los párpados con fatiga— me duele tanto la cabeza…

Le faltó la voz. Permaneció de espaldas, exhausto, acelerando el aliento, la mirada vuelta hacia arriba como si penetrase mucho más allá del techo. Tenía la garganta obstruida y ni siquiera podía toser.

Se acercaba el fin. La Madre María Verónica, de espaldas a ellos, se arrodilló ante la ventana, dirigida la vista a la oscuridad. Shen permanecía a los pies del lecho, inmutable la faz.

De pronto, Willie movió los ojos, en los que aún chispeaba un fulgor. Francisco vio que se esforzaba vanamente en balbucir algo. Prosternándose, pasó el brazo en torno al cuello del moribundo, aproximando su mejilla a la boca de Willie. Al principio nada oyó. Luego, débilmente, percibió unas palabras:

—Nuestra pelea, Francisco… Daría más de aquellos seis peniques porque se me perdonasen mis pecados…

Las cuencas de los ojos de Tulloch se llenaron de sombra. Le acometía una intensa debilidad. El sacerdote sintió, más que oyó, el postrer suspiro de su amigo. Súbitamente, la estancia se tornó más quieta. Aún asido al cadáver, como una madre al de su hijo, Francisco empezó a recitar, en voz baja y estrangulada, el De Profundis.

…Y desde las profundidades clamé a ti, Señor. Oye mi voz, Señor… porque en Ti hay piedad y plena redención…

Al fin se incorporó, cerró los ojos del muerto, unió sus manos…

Al salir de la alcoba vio a la Madre María Verónica todavía de rodillas ante la ventana. Como en un sueño, miró al teniente. Y, con una vaga sorpresa, notó que los hombros de Shen se agitaban convulsivamente.