Dieciocho meses después, cuando toda la provincia de Kansu se anegaba en el breve intervalo de clima perfecto que pone mayo entre las nieves del invierno y los rigores del estío, el Padre Chisholm cruzaba el embaldosado patio de su nueva, Misión de San Andrés.
Quizá nunca hasta entonces había sentido tal sensación de plácido contento. El aire cristalino, donde giraba una nube de blancas palomas, era perfumado y chispeante. Al llegar al corpulento baniano que, como Francisco se propusiera, sombreaba la parte interior del patio, miró el recinto, en parte orgulloso y en parte con atónita maravilla, como si aún temiese ser víctima de un espejismo que pudiera desvanecerse de un instante a otro.
Pero allí estaba todo, brillante y espléndido: su graciosa iglesia, galana entre los cerros; su casa, con encañados escarlata, contigua a la escuelita; el primoroso dispensario, con salida al otro lado del muro exterior; un pabellón más, semioculto entre el follaje de los papayos y las catalpas que protegían el recién plantado jardín. Suspiró, mientras sus labios sonreían, bendiciendo el milagro del fructuoso yacimiento de arcilla que, tras muchas mezclas y experimentos, había producido ladrillos de un suave y rosado tono que hacían de la Misión una sinfonía en cinabrio. Asimismo bendijo las demás subsiguientes maravillas: la implacable gentileza de Chia; la paciente destreza de sus operarios; la casi incompleta incorruptibilidad del recio capataz; incluso el tiempo que, con su fulgurante hechizo en los últimos días, había convertido en un gran éxito la ceremonia inaugural, a la que asistieron cortésmente, la semana antes, las familias de los Chia y los Pao.
Sólo para examinar la aún desierta escuela, realizó un largo paseo hasta allí, mirando como un colegial, a través de las ventanas, las láminas recién estampadas que brillaban en la encalada pared, y los bruñidos bancos que él mismo había hecho; como hiciera también el encerado. El ver su habilidad manual aplicada a aquel cuarto le colmaba el pecho de cálida efusión. Pero el recuerdo de la tarea que le esperaba le llevó al extremo del jardín, donde, cerca de la puerta más baja, junto a su tallercito privado, había un pequeño ladrillar.
Satisfecho se quitó la vieja sotana y, únicamente vestido con sucios calzones sujetos por tirantes, alzadas las mangas de la camisa, empuñó una pala de madera y empezó a remover la arcilla.
Al día siguiente llegaban las tres monjas. Tenían dispuesto su alojamiento, fresco, encortinado, ya oloroso a cera. Pero lo que más afanosamente le interesaba era la apartada galería en que las Hermanas podían descansar y meditar, que no estaba conclusa del todo, y exigía, al menos, otra hornada de ladrillos de los que él preparaba en su tejera. Mientras moldeaba el barro, moldeaba a la vez, mentalmente, el futuro.
La llegada de aquellas monjas era lo más esencial de todo. Lo entendió así desde el comienzo, y había trabajado y rezado porque viniesen, enviando carta tras carta al Padre Mealey e incluso al obispo, mientras la Misión crecía lentamente ante sus ojos. A juicio de Chisholm, la conversión de chinos adultos era tarea de arcángeles. La raza, la incultura, la rémora de una antigua fe, eran formidables barreras, dificilísimas de romper con medios sinceros. Y, sin duda, el Todopoderoso miraba con desagrado el ganar creyentes con tretas aplicadas a cada caso individual. Verdad es que, ahora que Chisholm se veía reforzado externamente por su hermosa iglesia nueva, cada vez aumentaba el número de arrepentidos que acudían a misa. Ya había una sesentena de fieles en la Congregación. Cuando se elevaba la cadencia de sus voces entonando el Kyrie, sonaba como el clamor de una multitud.
Pero Francisco concentraba sus miras en las criaturas.
En China, literal y auténticamente, se podían comprar niños a penique la pareja. El hambre, lo hosca pobreza y la tesis confucionista de la perpetuación masculina hacían que las niñas, por lo menos, sobrasen en el mercado. De allí a muy poco tiempo tendría Chisholm una escuela donde los niños serían alimentados y atendidos por las Hermanas y correrían por la Misión rodando sus aros, llenando el recinto de risas, aprendiendo el catecismo y las letras. El porvenir pertenecía a los niños, y los niños —sus niños— pertenecerían a Dios…
Casi sin notarlo, sonrió a sus pensamientos, mientras introducía en el horno los ladrillos moldeados ya. No podía, en rigor, considerarse muy amigo de faldas. No obstante, tras tantos meses entre una raza ajena, sentíase ávido de trato con personas de su raza propia. La Madre María Verónica, aunque bávara de nacimiento, había pasado cinco años en el Bon Secours de Londres. Y las dos monjas que capitaneaba-la Hermana Clotilde, francesa, y la Hermana Marta, belga, habían pasado por igual experiencia en Liverpool. Viniendo directamente de Inglaterra, le traerían un amistoso hálito de su país.
Algo indeciso —porque se había tomado enormes afanes—, revisó los preparativos para la llegada de las monjas al día siguiente. Habría unos cuantos fuegos artificiales (según el mejor estilo chino, pero no tales que alarmasen a las mujeres) en el desembarcadero del río, donde las tres mejores sillas de mano disponibles en Paitan esperarían a las viajeras. Un té en cuanto llegasen a la Misión. Un breve descanso, el Benedicite —seguramente agradarían a las monjas las flores preparadas para el caso— y, luego una comida especial.
Casi rió para sí mientras ponderaba en su mente la minuta de aquel agasajo. ¡Las pobres monjas habrían de empezaren seguida unas tareas tan duras! Por su parte tenía un apetito escandalosamente escaso. Durante las obras de la Misión se había alimentado casi del aire, pasándose el día sobre andamios o trazando algún plan con el capataz del señor Chia, sin probar más que un poco de arroz o un puré de habichuelas. Pero ahora había enviado a José a la ciudad en busca de chow-chow, mangos y —lo que era más extraordinario— una avutarda recién cazada en Shon-see, hacia el norte.
En medio de sus meditaciones percibió un repentino rumor de pisadas. Levantó la cabeza. Mientras la volvía, abrióse la puerta del vallado. Siguiendo las indicaciones de un astroso culi de la ribera, que les servía de guía aparecieron tres monjas. Venían manchadas por el viaje, con una vaga inquietud en sus inseguras miradas. La que iba al frente contaría unos cuarenta años y era hermosa y de digno porte. En sus finos huesos y sus grandes ojos azules se leían refinada educación y refinada raza. Pálida de fatiga, pero impelida por una especie de fuego interior, se forzaba a sí misma a continuar caminando. Sin mirar apenas a Francisco, le habló en buena lengua china.
—Haga el favor de llevarnos inmediatamente al Padre de la Misión.
Muy disgustado viendo la palmaria agitación de las monjas, Francisco respondió en el mismo idioma:
—No las esperábamos hasta mañana, Hermanas.
—¿Vamos a tener que seguir ocupándonos de ese horrible buque?, —contestó, con reprimida indignación—. Llévenos de una vez al Padre.
Francisco contestó lentamente en inglés:
—Yo soy el Padre Chisholm.
Los ojos de la monja, que habían estado escrutando los edificios de la Misión, se volvieron, incrédulos, a aquel hombrecillo en mangas de camisa. Examinó con creciente abatimiento sus ropas de trabajo, sus manos sucias, sus embarradas botas y una pella de cieno que tenía en la mejilla. Francisco murmuró, con embarazo:
—Siento mucho, muchísimo, que no hubiese nadie para esperarlas.
Por un momento el resentimiento apoderóse de la Hermana.
—Desde luego, cabía esperar alguna clase de recibimiento después de un viaje de seis mil millas.
—Pero la carta de ustedes decía con toda claridad… Ella le atajó, con un gesto sofrenado:
—Tenga la bondad de mostrarnos ya nuestro alojamiento. Mis compañeras están completamente rendidas —añadió, con orgullosa negación de su propio cansancio.
Francisco iba a dar una explicación final, pero el ver a las otras dos Hermanas contemplándole, muy asustadas, le contuvo. En un penoso silencio condújolas hacia su pabellón. Allí se detuvo.
—Espero que se hallen a gusto. Enviaré a buscar su equipaje. ¿Querrán… querrán cenar esta noche conmigo?
—Gracias. Es imposible —dijo la Madre María Verónica, con tono frío y otra vez sus ojos, en los que reprimía altaneras lágrimas, examinaron las deplorables ropas del sacerdote. Concluyó—: Pero si tiene algo de fruta y de leche envíenoslo y mañana estaremos dispuestas para trabajar.
Sumiso, mortificado, Francisco se dirigió despacio a su pabellón y se bañó y cambióse de ropa. Buscó y examinó cuidadosamente la carta que tenía entre sus papeles, fechada en Tientsin y anunciando la llegada de las monjas para el 19 de mayo, que era el día siguiente. Rompió el escrito en menudos fragmentos. Pensó en aquella locura de la hermosa avutarda que mandara adquirir. Se ruborizó. Abajo hallóse a José, rebosante de optimismo, cargado de compras.
—Lleva al pabellón de las Hermanas la fruta que hayas traído, José. Todo lo demás distribúyelo entre los pobres.
—Pero, maestro… —Estupefacto ante el tono de la orden y la expresión del sacerdote, José tragó la saliva que colmaba su boca y murmuró—: Bien, maestro.
Francisco se dirigió hacia la iglesia, apretados los labios como para ocultar un insólito dolor.
A la mañana siguiente oyeron misa las tres Hermanas.
Francisco, inconscientemente, apresuró el acto de gracias, esperando hallar a la Madre María Verónica aguardándole fuera. Más no estaba allí. Tampoco fue a casa del Padre a pedir instrucciones. Una hora después la encontró escribiendo en la escuela. La monja se levantó vivamente.
—Siéntese, reverenda Madre.
—Gracias —dijo ella con voz amable, pero persistiendo en pie, pluma en mano, junto al pupitre—. Estoy esperando a mis alumnos.
—Tendrá usted veinte esta tarde. Vengo eligiéndolos desde hace muchas semanas. Me parecen inteligentes —comenzó el sacerdote esforzándose en hablar con acento ligero y agradable.
Ella sonrió levemente.
—Haremos todo lo que podamos por ellos.
—También tenemos el dispensario. Espero que usted me ayude en él. Yo poseo muy pocos conocimientos médicos… pero es sorprendente ver los efectos que incluso tal parvedad de nociones surten aquí.
—Dígame las horas de consulta y estaré presente. Siguió un corto silencio. A través de la plácida cortesía de la mujer, Francisco notaba su profunda reserva. Sus ojos puestos sobre la mesa, en un marco.
—¡Qué hermosa vista! —murmuró por decir algo, esforzándose en romper la indefinible barrera que se había establecido entre los dos.
—Sí, es bella.
Los intensos ojos de la monja se fijaron también en la fotografía: una hermosa mansión antigua, almenada, blanca sobre un oscuro fondo de montuosos pinares, con un gran despliegue de terrazas y jardines descendiendo hacia un lago.
—Es Schloss Anheim —explicó.
—He oído ese nombre. Histórico, ¿verdad? ¿Está cerca de su casa?
Ella miróle por primera vez directamente a la cara. Habló con una total carencia de expresión.
—Cerquísima.
Su tono prohibía claramente toda nueva referencia al tema. Pareció esperar que el sacerdote hablara y, viendo que no lo hacía, dijo, un tanto apresuradamente:
—Las Hermanas y yo sentimos el más vivo deseo de trabajar por el éxito de la Misión. No tiene usted más que indicar sus deseos y serán ejecutados. A la vez… —y su voz adquirió una ligera frialdad— a la vez, desearía que nos concediese usted cierta libertad de acción.
Él la miró.
—¿Qué quiere usted decir?
—Usted sabe que nuestra regla es, en parte, contemplativa. Nos gustaría gozar de la mayor independencia posible. —Sus ojos se fijaban en el espacio—. Me refiero a comer solas, mantener nuestra casa por separado…
Francisco se ruborizó.
—Nunca he supuesto otra cosa. Su casa es su convento.
—Entonces, déjeme en libertad para regir todos los asuntos de mi comunidad. Era clarísimo lo que daba a entender y ello gravitaba sobre el corazón del sacerdote. Éste sonrió de un modo raro, con cierta tristeza.
—Desde luego. Pero administre bien el dinero. Somos muy pobres.
—Mi Orden responde de nuestros gastos.
Chisholm no pudo resistir la tentación de hacer una pregunta:
—¿No profesa su Orden la santa pobreza?
—Sí, pero no la miseria —contestó ella en el acto.
Se produjo una pausa. Los dos permanecían en pie, uno junto a otro. La monja había hablado con cierto acaloramiento, reprimiendo la respiración, muy prietos los dedos sobre la pluma. Chisholm sentía el rostro encendido y experimentaba una singular aversión a mirar a la Madre María Verónica.
—Le enviaré a José con una nota del horario de la consulta… y de los servicios religiosos. Buenos días, Madre.
Salió, mientras la monja se sentaba lentamente ante el pupitre, fija aún la mirada ante sí, inescrutable su orgullosa expresión. Luego, una aislada lágrima rodó misteriosamente por sus mejillas. Sus peores previsiones se confirmaban. Casi con furia, hundió la pluma en el tintero y reanudó su escrito.
… Ha ocurrido lo que yo temía, queridísimo hermano, y de nuevo he vuelto a pecar incurriendo en mi terrible e indesarraigable orgullo, el orgullo de los Hohenlohe. Pero ¿merezco censura? El cura acaba de estar aquí, limpio de barro, relativamente afeitado —he visto cortes, delatores de una navaja mellada, en su barbilla—, y exteriorizando una tosca autoridad. Ayer, en un instante, comprendí qué clase de minúsculo burgués era. Esta mañana se ha superado a sí mismo. ¿Sabías tú, querido conde, que Anheim fuese un lugar histórico? Casi reí mientras los ojos del cura se fijaban en la fotografía. Es aquella que tomé desde el cobertizo de los botes el día que bogábamos con mamá por el lago, y que me ha acompañado a todas partes. Es mi único tesoro temporal. Parecía que el buen hombre dijese literalmente: «¿Y en qué excursión de la Agencia Cook tomó usted esa foto?». Estuve a punto de decir: «He nacido allí», mas mi orgullo me lo impidió. De haberlo hecho, él seguramente se hubiera mirado las botas —todavía sucias de lodo en algunos puntos donde no ha logrado quitarlo— y murmurado: «¡Ah! ¿Sí? Nuestro bendito Señor nació en un establo».
En este hombre hay algo que… que me ataca los nervios. ¿Recuerdas a Herr Spinner nuestro primer preceptor? ¿Te acuerdas de lo malos que éramos con él y del modo que tenía de mirarnos de pronto, con una expresión herida, reprimida y humilde? Pues los ojos de este cura son iguales. Probablemente, su padre habrá sido un leñador, como lo era el de Herr Spinner; y, probablemente también, se habrá elevado a fuerza de trabajo, con tenaz humildad. Y ¡Cómo temo el porvenir, querido Ernesto! Aquí, en este lugar aislado y extraño, todos los aspectos de la situación se intensifican. El peligro consiste en que el nivel que me es innato se rebaje al ceder a una especie de intimidad, mental con una persona a quien desprecio por instinto. ¡Oh, llegar a una odiosa y jovial familiaridad! Tendré que hacer alguna insinuación a las Hermanas Marta y Clotilde (ésta ha venido mareada desde Liverpool). He resuelto mostrarme simpática y trabajar hasta la extenuación. Pero sólo una completa indiferencia, una reserva absoluta, conseguirán…
Se interrumpió, mirando otra vez, turbada y remota, por la ventana.
El Padre Chisholm no tardó en percibir que las otras dos Hermanas estaban también en vías de procurar eludir su trato.
La Hermana Clotilde aún no llegaba a los treinta años.
Era delicada, enjuta, de labios exangües y nerviosa sonrisa. Parecía muy devota, y cuando oraba, ladeando la cabeza, afluían a sus ojos, de un verde pálido, torrentes de lágrimas. Sor Marta, persona muy distinta, rebasaba los cuarenta y era fuerte y robusta, de tipo aldeano, con la piel morena y una red de arrugas en torno a los ojos. Activa y habladora, algo tosca en sus modales, daba la impresión de que se hallaría siempre a sus anchas en un corral o en una cocina. Cuando por casualidad las hallaba en el jardín, la Hermana belga se inclinaba en rápida reverencia, mientras la macilenta faz de Sor Clotilde se ruborizaba nerviosamente. Francisco se sabía objeto de cuchicheos de las monjas. A veces sentía el impulso de interrumpirlas con violencia, diciendo: «No se asusten tanto de mí. Hemos empezado de un modo muy estúpido. No soy tan inútil como aparento».
Se contenía. Faltábanle fundamentos de queja. Las Hermanas ejecutaban sus tareas escrupulosamente, con minuciosa perfección. Nuevas ropas de altar, exquisitamente cosidas, aparecían en la sacristía, así como una estola bordada que debió de exigir muchos días de paciente labor. Vendas e hilas bien arrolladas y cortadas en diversos tamaños llenaban las alacenas del dispensario.
Los niños habían llegado y estaban cómodamente instalados en el vasto dormitorio del piso bajo en la casa de las Hermanas. Sonaban en la escuelita múltiples vocecillas con el cantarín ritmo de una lección muy repetida. Oculto entre los arbustos, breviario en mano, Chisholm escuchaba desde fuera. ¡Cuánto significaba para él aquella escuela y cuán jubilosamente había pensado en su inauguración! Mas ahora sólo iba a ella rara vez y nunca dejaba de sentirse un intruso.
Se replegaba en sí mismo, aceptando la situación con una lógica sombra. La cosa parecía sencilla. La Madre María Verónica era una buena mujer, exigente, refinada, absorta en su trabajo. Desde el principio había concebido por él una antipatía espontánea. Impresiones así son insuperables. Al fin y al cabo, Chisholm no tenía un carácter muy atractivo; él lo sabía y no se consideraba buen escudero de las damas. No obstante, lo que ocurría era tristemente desilusionador.
El dispensario hacía que tres veces a la semana Francisco y la Madre María Verónica hubiesen de trabajar juntos durante varias horas. La monja se interesaba tanto en aquellas tareas, que llegaba a olvidar su aversión. Los dos hablaban poco, pero Chisholm sentía entonces, entre ambos, una extraña sensación de compañerismo.
Un día, transcurrido un mes desde su llegada, la Madre María Verónica, viendo al Padre vendar un serio absceso, exclamó involuntariamente.
—¡Qué buen cirujano hubiera sido usted!
—Siempre me ha gustado trabajar con mis propias manos —dijo él, ruborizándose.
—Porque las tiene usted muy diestras.
Se sintió ridículamente complacido. Las maneras de la monja eran más amistosas de lo que habían sido hasta entonces. Terminada la consulta, mientras él guardaba sus sencillos medicamentos, la Madre María Verónica le miró, interrogativa.
—Me proponía pedirle… La Hermana Clotilde, últimamente, ha trabajado demasiado preparando con Sor Marta la comida de los niños. No es mujer fuerte y temo que el trabajo le resulte excesivo. Si a usted le pareciera bien, yo buscaría alguna ayuda…
—Por supuesto —convino Chisholm, muy Contento de que ella le pidiera permiso—. ¿Quiere que le busque una criada?
—No, gracias. Ya he pensado en una pareja muy útil. A la mañana siguiente, mientras cruzaba el jardín, Chisholm vio en la galería del convento las inconfundibles figuras de Hosanna y Filomena Wang, ocupadas en orear y limpiar las esteras. Se detuvo en seco, con el rostro ensombrecido, y, luego, se dirigió al pabellón de las Hermanas.
Halló a la Madre María Verónica en el cuarto de la ropa, guardando sábanas. Le habló apresuradamente:
—Siento molestarla, pero temo que… no encuentren satisfactorios a sus nuevos sirvientes.
Ella, con repentino enojo, volvió la espalda al armario.
—¿No cree usted que de eso puedo yo ser mejor juez que nadie?
—No quiero que suponga usted que deseo mezclarme en sus cosas. Pero es mi deber advertirle de que esas dos personas no son de confianza.
—¿Ésa es su caridad cristiana? —dijo ella.
Francisco palideció. La monja le situaba en una posición horrible. No obstante, prosiguió, resuelto:
—He de ser práctico. Pienso en la Misión. Y en usted.
—No se preocupe por mí —dijo ella, con glacial sonrisa—. Sé atender mis asuntos.
—Le aseguro que los Wang son mala gente.
La Madre María Verónica respondió con un énfasis peculiar:
—Sé que les hizo usted pasar un mal rato. Me lo han dicho.
—Le aconsejo que se desembarace de ellos.
—¡No lo haré!
La voz de la Madre sonaba dura como el acero. Siempre había recelado del sacerdote, y ahora se confirmaban sus recelos. Por haberse mostrado ella el día anterior más condescendiente en el dispensario, se apresuraba él a intervenir y a exhibir su autoridad con un pretexto fútil. Jamás volvería a ser débil.
—Ya hemos convenido en que yo no respondo ante usted de la administración de mi convento. Le pido que mantenga su palabra.
Francisco calló. ¿Qué más podía decir? Quiso favorecer a la monja y había sufrido una equivocación. Mientras se alejaba decíase que sus mutuas relaciones, que él juzgara en vías de mejora, se tornaban peores que nunca.
La situación empezaba a afectarle seriamente. Era difícil conservar una expresión impertérrita cuando los Wang pasaban ante él, con aire de silente triunfo, muchas veces al día. Una mañana de fines de julio, al llevarle José su desayuno de té y fruta, el sacerdote advirtió que el muchacho tenía los nudillos hinchados y un raro talante, entre humilde y triunfador.
—Lo siento, maestro. He tenido que dar una tunda a ese tunante de Wang.
—¿Por qué, José? —dijo Chisholm incorporándose, con severa mirada.
José bajó la cabeza.
—Porque dice muchas cosas feas contra nosotros. Para él, esa reverenda Madre es una gran señora, y nosotros, polvo despreciable.
—Todos somos polvo, José —repuso el sacerdote, con leve sonrisa.
—Pero Wang dice cosas peores.
—Podemos soportarlo. Y no solo se contenta con hablar, maestro. Se ha engreído de un modo intolerable. Además, sisa y roba a las Hermanas.
Era cierto. Precisamente por la oposición de Francisco, la Madre María Victoria se mostraba muy indulgente con los Wang. Hosanna era ya un mayordomo del convento, y Filomena, cesta al brazo, salía diariamente a las compras, con aire de propietaria. A finales de cada mes, cuando la Hermana Marta pagaba las cuentas con el puñado de billetes que le daba la Superiora, la valiosa pareja salía hacia la ciudad, para recibir las comisiones que los proveedores les daban. Aquello era un robo descarado, que escandalizaba a la escocesa economía de Francisco.
Miró a José y le dijo, sonriendo:
—Supongo que no habrás hecho mucho daño a Wang.
—Temo haberle hecho bastante, maestro.
—Estoy muy enfadado contigo. José. Como castigo, te doy mañana un día de permiso. Y te compraré el traje nuevo que me vienes pidiendo hace tanto tiempo.
Por la tarde, en el dispensario, la Madre María Verónica rompió el silencio que se había impuesto como regla. Antes de que empezasen a entrar pacientes, dijo a Francisco:
—¿Ha decidido usted volver a hacer víctima suya al pobre Wang?
—Por el contrario —dijo Chisholm con brusquedad—, él es quien le hace a usted víctima de sus mañas.
—No le comprendo.
—Wang le está robando. Ese hombre es un ladrón nato y usted le alienta.
Ella se mordió los labios con fuerza.
—No lo creo. Tengo por costumbre confiar en mis servidores.
—Bien; ya veremos, y Francisco no habló más del asunto.
Durante las semanas sucesivas mostraba su rostro, cada vez más, las arrugas de la tensión. Era horrible vivir en continuo trato con una persona que le odiaba y despreciaba, y, además, ser responsable del bien espiritual de aquella persona. Para él, las confesiones de la Madre María Verónica, que nada contenían, eran una tortura. Y presumía que no menor tormento debían de ser para ella. En el lívido amanecer de cada día, mientras Chisholm colocaba la sagrada Hostia entre los labios de la Madre, cuyos largos y delicados dedos cogían el paño del altar, el rostro pálido de la mujer, levantado, de párpados trémulos donde se marcaban las venas, parecía despreciar al sacerdote hasta en aquel momento. Francisco comenzó a sufrir de insomnio. Salía durante las noches a pasear por el jardín. Hasta entonces su desacuerdo se había constreñido a las esferas donde la monja tenía jurisdicción. Reprimiéndose, más silencioso que nunca, Chisholm esperaba una oportunidad en que le fuese dable imponer su voluntad a la Madre María Verónica.
En otoño se presentó aquella ocasión, y de un modo muy sencillo, dimanante de la inexperiencia de la monja. Francisco no quiso dejar pasar el momento. Mientras se dirigía a la casa de las Hermanas, suspiraba.
—Reverenda Madre —empezó, notando con gran enojo que todo su cuerpo temblaba mientras permanecía ante ella, enfundados los pies en aquellas sus memorables botas, ¿ha ido usted a la ciudad, estas tardes últimas, con la Hermana Clotilde?
—,-Sí, es cierto —dijo ella, con talante de sorpresa. Hubo una pausa. Ya repuesta, la Madre María Verónica preguntó con ironía:
—¿Tiene usted curiosidad de saber adónde vamos?
—Ya lo sé —contestó él, hablando con tanta amabilidad como pudo—. Van a visitar a los enfermos pobres de la población. Y han llegado hasta el Puente Manchú. Es meritorio, pero lamento que haya de cesar.
—¿Puedo preguntar el motivo? —dijo la monja, esforzándose en igualar la serenidad del sacerdote, sin conseguirlo del todo.
—En realidad, prefiero no explicárselo.
Ella dilató tensamente las aletas de la nariz.
—Si va usted a prohibirnos nuestros actos de caridad… tengo el derecho… insisto en saber la causa…
—José me ha dicho que hay bandidos en la ciudad.
Wai-Chu ha reanudado la lucha. Los soldados son peligrosos.
Ella sonrió, despectiva.
—No tengo miedo. Los hombres de mi familia han sido siempre soldados.
—Eso es muy interesante —contestó él, mirándola con fijeza—. Pero usted no es un hombre, y la Hermana Clotilde, tampoco. Y los soldados de Wai-Chu no son precisamente el tipo de enguantado oficial de caballería que infaliblemente se encuentra en las grandes familias bávaras.
Jamás había usado con ella semejante tono. La monja enrojeció y, luego, se puso pálida. Sus facciones se contrajeron.
—Mira usted las cosas de una manera vulgar y cobarde. Olvida que me he consagrado a Dios. He venido dispuesta a todo: enfermedades, accidentes, calamidades, y la muerte si es menester. Pero no estoy dispuesta a escuchar un montón de gratuitos sensacionalismos.
Los ojos de Francisco seguían fijos en ella, severos, como dos puntos luminosos. Dijo, abiertamente:
—Dejaré, pues, de mostrarme sensacionalista. Como usted infiere, sería cosa secundaria el que fuese raptada y llevada de aquí. Pero hay una razón más poderosa para que suspendan ustedes sus caritativos paseos. La situación de las mujeres en China es muy diferente de aquélla a que está usted acostumbrada. En China, las mujeres han sido rígidamente excluidas de la sociedad durante siglos. Andando solas por las calles, dan ustedes malísimo ejemplo. Desde el punto de vista religioso, ello es muy nocivo a los progresos de la Misión. Por tal causa les prohíbo en absoluto entrar solas en Paitan sin mi permiso.
María Verónica se sonrojó como si el Padre la hubiese abofeteado siguió una mortal pausa. La mujer nada halló que decir.
Ya iba Francisco a alejarse, cuando oyéronse pisadas presurosas en el pasillo y la Hermana Marta se precipitó en el cuarto. En su enorme agitación, no reparó en Francisco, semioculto en la sombra de la puerta. Tampoco adivinó la buena mujer la tensión del momento. Su mirada, casi enloquecida bajo su plisada cofia, se fijaba en la Madre María Verónica. Lamentóse a voz en cuello, retorciéndose las manos:
—¡Se han escapado llevándoselo todo! Los noventa dólares que me dio usted para pagar las cuentas, la plata, hasta el crucifijo de marfil de la Hermana Clotilde… ¡Han huido, han huido!
—¿Quién ha huido?
Las palabras brotaban con tremendo esfuerzo de los rígidos labios de la Madre María Verónica.
—Los Wang… ¡Puercos ladrones! Siempre me pareció que eran una pareja de sinvergüenzas, hipócritas…
Francisco no osó mirar a la Madre Superiora, que permanecía inmóvil. Sintiendo una extraña compasión, salió con paso torpe de la estancia.