III

Había transcurrido el verano desde el regreso de Francisco a Paitan. Descendía sobre la tierra la estación fría. Con ayuda de José, Francisco mejoró el establo, reparando las hendiduras con barro fresco y caolín. Dos pies de madera apuntalaban la pared más débil y un liso hogar de hierro servía de cocina sobre el suelo de tierra apisonada. José, que tenía muy saludable apetito, adquirió una colección de ollas. El muchacho, ya menos angelical, resultaba mejor cuanto más se le conocía. Era un gran charlador, gustaba de oírse alabar y, en ocasiones, se mostraba astuto, teniendo una ingenua facilidad para sustraer maduros y fragantes melones del huerto cercano.

Francisco seguía resuelto a no abandonar su humilde albergue mientras no viese más definidas las cosas futuras. Gradualmente, unas cuantas almas tímidas iban acudiendo a su capilla de la calle de los Rederos. La primera fue una vieja andrajosa, que entraba como avergonzada, sacando su rosario de la arpillera que le servía de ropa y con todas las trazas de huir a la primera palabra que se le dirigiera. Francisco se refrenó con firmeza, fingiendo no reparar en ella. A la mañana siguiente, la mujer volvió con su hija.

La lamentable escasez de sus adictos no le desanimó.

Mantenía la resolución, tan templada como el buen acero, de no convencerlos con halagos ni con dádivas.

Su dispensario iba viento en popa. Al parecer, se había hecho sentir la ausencia de Francisco. Cuando volvió hallóse con una indescriptible concurrencia esperando ante las puertas de Hung. Con la práctica, su discernimiento médico, e incluso su destreza, mejoraron. Toda clase de cosas se le sometían: dolencias de la piel, cólicos, catarros, enteritis, terribles supuraciones de ojos y oídos. Casi todos aquellos males eran resultado de la suciedad y el hacinamiento. Hacíase sorprendente lo que la limpieza y un sencillo tónico depurativo podían conseguir. Un grano de permanganato de potasio valía lo que pesaba en oro.

Cuando el escaso botiquín empezaba a agotarse llegó una respuesta a la súplica hecha al doctor Tulloch. Era una caja claveteada, llena de hilas, gasas, algodón, yodo, antisépticos, aceite de ricino, cloro, y unas líneas garabateadas en el dorso de una receta rota:

Santidad: ¡Y yo que contaba con ir a ejercer en los trópicos! ¿Dónde tienes el título? En fin: cura a los que puedas y mata a los que no. Te acompaño unas cuantas «herramientas» para ayudarte.

Había también, en efecto, limpiamente empaquetados, unos fórceps, una lanceta y unas tijeras. Una posdata de la nota decía:

«Te advierto que voy a dar cuenta de tu intrusismo al Papa, al Colegio Inglés de Médicos y a Chung-lung-soo».

Francisco sonrió ante la irreprimible humorada de su amigo. Sentía el pecho colmado de gratitud. Con aquel estímulo de sus propios esfuerzos, más el alivio de la compañía de José, el sacerdote experimentó una nueva y encendida exaltación. En su vida había trabajado más ni dormido mejor.

Pero cierta noche de noviembre su sueño fue ligero y turbado. Después de medianoche despertó, de pronto. Hacía un frío intenso. En la quieta oscuridad oía la profunda y tranquila respiración de José. Permaneció tendido un momento, procurando alejar a fuerza de razones su vaga inquietud. No podía. Levantóse con precaución, para no despertar al dormido muchacho, y salió del establo. El frío glacial de la noche le hirió como una puñalada. El aire cortaba como una navaja de afeitar y cada respiración producía un dolor lacerante. No había estrellas, pero la nieve helada producía una singular y luminosa blancura. El silencio parecía extenderse a cientos de millas. El efecto era aterrorizador.

De pronto, en aquella quietud, Chisholm imaginó oír un grito débil e incierto. Seguro de haberse engañado, escuchó, no obstante, y no oyó más. Pero, al volverse para entrar en el establo, se repitió la queja, como el débil clamor de un ave moribunda. Permaneció indeciso y, luego, lentamente, avanzó sobre la nieve dura hacia el lugar de donde venía el sonido.

Fuera del recinto, cincuenta pasos camino abajo, tropezó en una forma rígida y oscura. Era una mujer postrada, con el rostro hundido en la nieve, helada, muerta… Bajo ella, entre las ropas que cubrían su pecho, Chisholm sintió los débiles lloros de una criatura.

Encorvándose, alzó el cuerpecito, frío como un pez, pero suave. El corazón del sacerdote batía cual un tambor. Corrió hacia el establo, dando resbalones, faltándole poco para caer, y llamó a voces a José.

Una vez que el hogar se colmó de leña, despidiendo luz y calor, el sacerdote y su sirviente se inclinaron sobre el pequeño. No tendría más de doce meses. Sus ojos oscuros se dirigían locamente, como incrédulos, hacia la caliente llama. De vez en cuando gemía.

—Tiene hambre —dijo José; con tono de experto.

Calentaron leche y la vertieron en una vasija del altar. Chisholm cortó una tira de limpia tela y la acomodó, a guisa de biberón, en la estrecha boca del recipiente. La criatura bebió con avidez. A los cinco minutos, concluida la leche, dormía. El sacerdote la envolvió en una de las mantas de su propio lecho. Estaba hondamente conmovido. Su extraño presentimiento, la sencillez con que les llegó la criatura, apareciendo en la fría soledad, semejaban un signo de Dios. Nada había sobre el cadáver de la madre que explicase su identidad, pero sus rasgos, aunque marchitos por las privaciones y la pobreza, eran de fino corte tártaro. El día antes había pasado por allí un tropel de nómadas. Acaso la mujer, abrumada de frío, se hubiera rezagado y muerto, abandonada. Francisco buscó mentalmente un nombre para la criatura. Como era hembra y aquel día el de Santa Ana, el sacerdote eligió ese nombre y Ana fue llamada la niña.

—Mañana, José —dijo—, buscaremos una mujer que se encargue de este don de los cielos.

José se encogió de hombros.

—¿Va a dar a la niña para que la críen fuera, maestro?

—No la daré para que la críen fuera —repuso firmemente Chisholm.

Su propósito era claro y fijo. Aquella niña enviada por Dios sería la que inaugurase el hogar infantil que soñaba con establecer desde su llegada a Paitan. Necesitaría ayuda, por supuesto; llegarían monjas alguna vez… mas ¡qué lejano estaba todo! Entre tanto, sentado en el térreo suelo, junto a las pavesas de oscuro color rojo, mirando a la niña dormida, parecíale que el cielo le había dado una prenda de su triunfo final.

José, charlatán y averiguador número uno, fue el primero en decir al Padre Chisholm que el hijo del señor Chia estaba enfermo. La estación fría se prolongaba, los Kuang seguían llenos de espesa nieve y el animado José, soplándose los dedos entumecidos, después de la misa, comentó mientras ayudaba al sacerdote a quitarse las vestiduras:

¡Tch! Tengo las manos tan inútiles como las del pobre Chia-Yu.

Chia-Yu se había arañado el pulgar no se sabía con qué, y, en consecuencia, sus cinco elementos se habían conturbado y los humores viles se habían impuesto a todos, concentrándosele por entero en un brazo, hinchándoselo, paralizándoselo y haciendo arder y enflaquecer todo el cuerpo del chiquillo. Los tres médicos más importantes de la ciudad le atendían y los más costosos remedios le fueron aplicados. A la sazón, se había enviado a Hsin-Hsiang un mensajero en busca del elixir vital, inapreciable extracto de ojos de rana obtenido únicamente en el ciclo de la Luna del Dragón.

—Se curará —concluyó José, mostrando sus blancos dientes, en una optimista sonrisa—. Ese hao kao nunca falla… lo cual es importante para el señor Chia porque no tiene más hijos que Yu.

Cuatro días más tarde, a la misma hora, dos sillas cerradas, una de ellas vacía, parábanse ante la capilla de la calle de los Rederos. Un instante después, le elevada figura del primo del juez Pao, envuelta en una túnica de bien forrado algodón, se enfrentaba gravemente con el Padre Chisholm. Excusándose por su insólita intrusión, el mandarín pidió al sacerdote que le acompañase a casa del señor Chia.

Atónito ante lo que implicaba la invitación, Francisco vaciló. Entre los Pao y los Chia existía relación estrecha, a causa de vínculos mercantiles y matrimoniales, y ambas eran familias de gran influencia. Desde su regreso de la aldea Liu, Francisco había encontrado con bastante frecuencia al delgado, altivo y cortésmente cínico primo de Pao, que era, a la vez, primo carnal también de Chía. Poseía Chisholm algunas pruebas de que el mandarín le miraba con buenos ojos. Pero esta repentina visita era diferente. Volvióse en silencio, para recoger sombrero y gabán, y sintió un repentino y vago temor…

La casa de Chia estaba muy silenciosa, desiertas sus galerías encañadas, brillante el estanque de los peces, cubierto por una capa de hielo. Los pasos de los dos hombres sonaban suavemente, pero con un eco de cosa trascendental, sobre los patios enlosados y vacíos. A los lados de la purpúrea verja entoldada, dos jazmines cubiertos de arpillera cabeceaban como gigantes dormidos. De las habitaciones de las mujeres, al otro lado de la terraza, llegaba un rumor de sofocados lloros.

Reinaba penumbra en la alcoba donde yacía Chia-Yu sobre un caldeado kang[16]. Rodeábale tres barbudos médicos que, vestidos con largas túnicas, se sentaban sobre flamantes esterillas. De vez en cuando, uno de los médicos, inclinándose, colocaba un trozo de carbón bajo el kang. En un rincón de la estancia, un sacerdote taoísta, ataviado con una túnica color de pizarra, murmuraba exorcismos al son de las flautas que unos músicos tocaban tras el tabique de bambú.

Yu era un lindo chiquillo de seis años de un suave color de crema y ojos negros como la endrina. Había sido educado en las más estrictas tradiciones de respeto paternal y vivía idolatrado, pero sin mimos. A la sazón, consumido por la implacable fiebre y la tremenda novedad del dolor, permanecía inmóvil, tendido de espaldas. Los huesos se le acusaban bajo la piel, sus secos labios se crispaban y su mirada inmóvil se fijaba en el techo. Su brazo derecho, lívido, hinchado hasta perder toda forma, desaparecía dentro de una tórrida masa oscura mezclada con pequeños fragmentos de papel impreso.

Al entrar el primo de Pao con el Padre Chisholm, se produjo un ligero silencio. Luego, se reanudó la salmodia taoísta, mientras los tres médicos, aún más estrictamente inmóviles, mantenían su vigilancia del kang.

Inclinado sobre el niño inconsciente, Chisholm le puso la mano en la frente ardorosa. Bien le constaba la inmensa importancia de aquella actitud de todos, refrenada y desapasionada. Las dificultades presentes del misionero serían minúsculas en comparación con las persecuciones que se desatarían si su intervención fracasaba. Pero la gravísima enfermedad del niño y aquella absurda ficción de tratamiento le espolearon. Con movimientos enérgicos y suaves, empezó a quitar del infectado brazo el hao kao, la sucia envoltura que tan a menudo viera en su dispensario.

Al fin, libre el brazo ya, lávalo con agua caliente. El miembro casi flotaba, como una vejiga cargada de corrupción, y la piel aparecía verdosa y brillante. Francisco sentía los fuertes latidos de su corazón, mas prosiguió su tarea resueltamente. Sacando del bolsillo la cajita de cuero que le enviara Tulloch, extrajo la lanceta. Le constaba su inexperiencia y le constaba también que, si no se sajaba aquel brazo, el niño, moribundo ya, tendría que morir. Sentía fijos en él todos los ojos, sin que lo aparentase. Sentía, sobre todo, la terrible ansiedad y la creciente duda que poseían al primo de Pao, inmóvil tras él. Con una invocación a San Andrés, Chisholm fortalecióse, dispuesto a cortar, a cortar larga y profundamente.

Un gran chorro de materia pútrida brotó de la sajadura, cayendo y borboteando en el recipiente de barro que se había colocado debajo. Extendióse por la habitación un hedor horrible. Pero jamás en su vida había aspirado Francisco con más deleite perfume alguno. Mientras oprimía con ambas manos los dos bordes de la herida, para favorecer la exudación, percibía como el brazo iba disminuyendo hasta la mitad de su tamaño, y en su corazón brotaba un gran consuelo que le producía una especie de desfallecimiento.

Al fin se incorporó, tras vendar la herida con limpio lino, y oyó su propia voz murmurando en inglés: «Con un poco de suerte, creo que saldrá adelante».

Era la famosa frase del viejo doctor Tulloch, y el que Chisholm la profiriese demostraba la tensión de sus nervios. Pero, en su aspecto exterior, procuraba mostrar una actitud de jovial indiferencia. Cuando el silencioso primo del señor Pao le acompañaba hasta la silla de mano, el sacerdote dijo:

—Denle algún caldo nutritivo cuando despierte y nada de ponerle más hao kao. Volveré mañana.

Al siguiente día estaba Yu mucho mejor. La fiebre se había disipado casi por completo y el niño había dormido bien y bebido varias tazas de caldo de gallina. Sin el milagro de la bruñida lanceta, era casi seguro que habría muerto.

Chisholm sonrió auténticamente al despedirse.

—Sigan alimentándole —mandó—. Volveré mañana.

El primo de Pao carraspeó para aclararse la garganta:

—Muchas gracias. No es necesario. —Siguió una pausa embarazosa—. Estamos profundamente agradecidos. El señor Chia se hallaba postrado por el dolor y, sin duda, se recobrará ahora que su hijo se ha repuesto. Pronto estará en condiciones de presentarse en público.

El mandarín se inclinó, discretamente escondidas las manos en las mangas, y se fue.

Chisholm caminó calle abajo —había rechazado airadamente la silla—, luchando con una sombría y amarga indignación. ¡Aquélla era la gratitud!, ser puesto poco menos que en la calle, sin una palabra, cuando había salvado la vida del niño, casi arriesgando la suya propia… Desde el principio hasta el fin no había visto al acongojado Chia, quien, ya en el junco, el día de su llegada, no se había dignado mirarle. Crispaba los puños, luchando con su demonio familiar y pensando:

¡Oh Dios, cálmame! No permitas que el maldito pecado de la furia vuelva a poseerme. Hazme benigno y paciente de corazón. Dame humildad, Señor. Al fin y al cabo, fue tu clemente bondad, tu divina Providencia, la que salvó al niño. Haz de mí lo que quieras, Señor. Ya ves que me resigno… ¡Pero hasta Tú, oh Dios —añadió con brusco acaloramiento—, debes reconocer que ha sido, en verdad, una condenada ingratitud!

Durante los días siguientes eludió rigurosamente Francisco el barrio de los mercaderes. Su orgullo y aun otras cosas sentíase lesionados. Escuchaba en silencio las pláticas, sobre los extraordinarios progresos del chiquillo, sobre las generosas dádivas distribuidas por Chia a los tres sabios médicos, sobre su donación al templo de Lao-Tsé como reconocimiento a haber sido exorcizado el demonio que atormentara al hijito del mercader.

—¿No es verdaderamente notable, querido Padre, ver los muchos que se han beneficiado de la noble generosidad del mandarín?

—Verdaderamente notable —dijo Chisholm secamente, con voz áspera.

Una semana después, al ir acerrar su dispensario tras una tediosa e inútil tarde, advirtió de pronto, a través del frasco de permanganato que estaba agitando, la discreta aparición del señor Chia.

Se sobresaltó y acaloró, pero nada dijo. El mercader llevaba sus mejores prendas: rica túnica de raso negro, chaqueta amarilla, botas de bordado terciopelo —en una de las cuales había introducido el abanico de ceremonia y un buen bonete de seda—. Su expresión era, a la vez, protocolaria y digna. Sus uñas, largas en exceso, iban protegidas por funditas de metal dorado. Parecía culto e inteligente, y sus modales expresaban una educación perfecta. En su frente se notaba una suave melancolía.

—He venido —dijo.

—Ya lo veo —repuso Francisco, con tono no muy alentador, sin suspender el movimiento de la varilla de cristal con que agitaba la solución de color violado.

—He tenido que atender a muchas cosas y que arreglar muchos asuntos. Pero ahora —y el mercader hizo una inclinación resignada— ya estoy aquí.

—¿Para qué? —preguntó lacónicamente Francisco. Chia expresó alguna sorpresa.

—Naturalmente… para convertirme al cristianismo. Hubo un momento de mortal silencio, un momento que, por tradición, debiera haber marcado el pináculo de aquellos meses trabajosos y míseros; un momento que debía rendir los primeros y emocionantes frutos de los trabajos del misionero. Allí estaba el distinguido salvaje inclinando la cabeza en espera de ser bautizado. Pero en el rostro del Padre Chisholm había muy escaso entusiasmo. Mordióse los labios con cierta irritación y dijo, despacio:

—¿Tiene usted fe?

—No —repuso el mercader con tristeza.

—¿Y está dispuesto a ser instruido?

—No tengo tiempo para recibir instrucción alguna —contestó el hombre con una inclinación sumisa—. Pero estoy resuelto a hacerme cristiano.

—¿Resuelto? ¿Quiere decir que lo desea?

Chia sonrió débilmente.

—¿No es clara mi voluntad de profesar su fe?

—No, no es clara. No siente usted el menor deseo de convertirse ¿Por qué se propone hacerlo? —inquirió el sacerdote, muy enrojecido.

—Para recompensarle —dijo Chia con sencillez—. Usted me ha hecho el mayor de los beneficios. Yo debo hacerle el mayor de los beneficios también.

Chisholm se agitó, irritado. La tentación era fuerte y lisonjera. Hubiese querido ceder, pero no podía y, en consecuencia, su carácter se exacerbaba.

—No es un beneficio. Es un mal. No tiene usted creencia ni inclinación al cristianismo. Hacerle cristiano sería cometer un fraude ante Dios. No me debe usted nada. Ea, ¡váyase!

Al principio, Chia no daba crédito a sus oídos.

—¿Es posible que me rechace usted?

—Es un modo cortés de expresarlo —gruñó Chisholm.

En el mercader se produjo un cambio seráfico. Sus ojos se iluminaron, relampaguearon; su melancolía se desprendió de él como una mortaja que lo envolviese. Hizo un esfuerzo para contenerse y logró refrenar su obvio deseo de dar una zapateta. Con solemnidad hizo el kow-tow[17] tres veces. Consiguió también dominar su voz.

—Siento que no me acepte. Sé, desde luego, que soy muy indigno. Sin embargo, acaso de algún otro humilde modo…

Se interrumpió, repitió el kow-tow tres veces más y, andando de espaldas, salió…

Por la noche, sentábase el Padre Chisholm junto a la lumbre con un talante tan severo, que José, mientras cocinaba gustosas almejas de río con arroz, sólo osaba mirarle tímidamente. De pronto, sonó fuera ruido de cohetes y petardos. Seis criados del señor Chia los hacían estallar, ceremoniosamente, en el camino. El primo del señor Pao avanzó inclinó se y tendió a Chisholm un pergamino envuelto en un papel color bermellón.

—El señor Chia le ruega que le honre aceptándole un humildísimo don: los títulos de propiedad de la Montaña de Brillante Jade Verde, con todas sus tierras, derechos de aguas y yacimiento de arcilla carmesí. La propiedad es de usted, sin restricción alguna, para siempre. El señor Chia le pide que acepte también los servicios de veinte de sus jornaleros hasta que la construcción que usted quiera erigir esté totalmente terminada.

Tan atónito quedó Francisco que no supo articular palabra. Vio, con inmóvil tensión, retirarse al primo de Chía y de Pao. Luego, examinó con nerviosos ojos los títulos de propiedad y gritó, alborozado:

—¡José, José!

José se apresuró a acudir, temeroso de otro infortunio.

La expresión, del sacerdote le reanimó. Subieron juntos a la Montaña de Brillante Jade Verde, y allí, quietos bajo la luna, entre los altos cedros, entonaron a dúo el Magnificat.

Francisco permanecía con la cabeza desnuda, contemplando, como en una visión, lo que iba a crear en aquella magna colina. Había orado con fe y su plegaria fue escuchada.

José, despierto su apetito por el fresco viento, esperó, no obstante, sin quejarse, hallando su propia visión en la cara extasiada del sacerdote, y satisfecho de haber tenido la suficiente presencia de ánimo para retirar del fuego la cazuela del arroz.