Dos semanas después, a principios del verano, Chisholm estaba listo. Puso en su cuarto de la calle de los Rederos un cartel pintado anunciando su ausencia temporal, echó se a la espalda un fardo de mantas y provisiones, empuñó su paraguas y partió a buen paso.
El mapa que le diera el primo de Pao estaba bellamente ejecutado, con dragones que vomitaban viento en sus ángulos y gran riqueza de detalles topográficos hasta las montañas. Más allá, todo era abocetado, y pequeños dibujos de animales sustituían a los nombres de poblaciones. Pero merced a las pláticas mantenidas y a su propio sentido de orientación, Francisco tenía una idea bastante clara de la ruta. Púsose, pues, en camino hacia la garganta de los Kuang.
Durante dos días viajó por terreno fácil. Los verdes y húmedos arrozales eran sustituidos por bosques de abetos cuyas caídas agujas formaban un blando tapiz a sus pies. Al lado mismo de los Kuang, atravesó un abrigado valle donde crecían rododendros silvestres, y después, en aquella misma soñadora tarde, hallóse entre albérchigos en flor cuyo perfume irritaba levemente las narices como un vino espumoso. Luego, inició la escabrosa subida del desfiladero.
A cada paso sobre el angosto y pedregoso camino, aumentaba el frío. Por la noche se acomodó Francisco al pie de una roca, oyendo silbar el viento y tronar torrentes de agua-nieve en la garganta. De día, la deslumbrante blancura de los altos picos abrasaba sus ojos. El aire, enrarecido y glacial, la causaba molestias en los pulmones.
Al quinto día cruzó la cúspide de la cordillera, helado yermo de glaciares y rocas, y, dando gracias a Dios, inició el descenso. El paso le condujo a una ancha meseta, más abajo de la línea de las nieves. Allí había profuso verdor y colinas suavemente redondeadas. Eran las zonas de paso de que le hablara el primo del señor Pao.
Hasta entonces, los pasos entre los montes habían definido su ruta. Desde ahora debía confiaren la Providencia, en la brújula y en su buen sentido escocés. Avanzó directamente hacia el Oeste. La región le recordaba las tierras altas de su país. Halló grandes rebaños de estoicas cabras que pacían y de ovejas monteses que huían locamente cuando él se acercaba. Divisó la veloz imagen de una gacela. De entre los matojos de una vasta marisma se elevaron miles de patos que allí anidaban, oscureciendo el cielo. Francisco, que empezaba a escasear de vituallas, colmó de huevos de pato sus alforjas.
La llanura no tenía caminos ni árboles, y Chisholm empezó a desesperar de encontrar la aldea. Pero a primera hora del noveno día, cuando ya pensaba en desistir, avistó una choza de pastor, primer signo de habitación humana desde que dejara las laderas meridionales de los montes. Se apresuró hacia la cabaña. La puerta estaba cerrada con lodo aplicado a los intersticios, y dentro no había nadie. El misionero giró sobre sus talones, llenos sus ojos de decepción, Y vio entonces a un muchacho que se aproximaba, detrás de un rebaño.
El joven pastor contaba unos diecisiete años y era menudo y mimbreño, con un rostro animado e inteligente, a la sazón indeciso, entre el asombro y la risa. Llevaba calzones cortos de piel de oveja y un gorro de lana. Pendíale del cuello una crucecita Yuan de bronce, tornada muy tenue por el tiempo y donde se advertían los vagos perfiles de un símbolo religioso: una paloma. El Padre Chisholm, en silencio, miró el rostro del muchacho y la antigua cruz. Al fin, recobrando el uso de la palabra, saludóle y le preguntó si era de la aldea Liu.
—Soy de la aldea cristiana —sonrió el muchacho—. Me llamo Liu-Ta. Mi padre es sacerdote del pueblo. —Y agregó, como para evitar que su frase indicase presunción—. Uno de los sacerdotes.
Tras un silencio, Chisholm pensó que no sería útil seguir preguntando al mozalbete. Díjole:
—Vengo de muy larga distancia y soy sacerdote también. Te agradecería que me condujeses a tu casa.
La aldea se alzaba en un onduloso valle, cinco li más al oeste. Era un grupo de una treintena de casas arracimadas en aquel repliegue de las mesetas. Había en torno campos de cereal rodeados de cercas de piedra. Resaltando sobre un montículo central, tras un curioso montón cónico de piedras sombreadas por un ginkgo[15], se veía la iglesia, pequeña y construida de piedra también.
Cuando Francisco entró en la aldea, toda la comunidad le rodeó inmediatamente. Hombres, mujeres, niños y perros se agolpaban dándole una curiosa y excitada bienvenida, tirándole de las mangas, tocándole las botas, examinando su paraguas con gritos de admiración, mientras Ta daba rápidas explicaciones en un dialecto incomprensible para Francisco. Formaban la turba unas sesenta personas, todas primitivas y sanas, de ojos cándidos y amistosos y facciones con el sello del parentesco común. A poco, con una sonrisa de posesión, Ta hizo adelantar a su padre, Liu-Chi, hombre bajo y recio, de unos cincuenta años, con una pequeña barba cana, sencillo y digno en sus modales.
Hablando despacio para hacerse comprender, Liu-Chi dijo:
—Le acogemos con alegría, Padre. Venga a mi casa y descanse un poco antes de orar.
Se encaminó hacia una de las casas más grandes, erigida sobre cimientos de piedra, cerca de la iglesia, y condujo a Chisholm, con corteses miramientos, a un cuarto bajo de techo y fresco. En un extremo de la estancia había una espineta de caoba y un reloj portugués de ruedas. Asombrado, perdido en conjeturas, Francisco miró el reloj. En el cuadrante de bronce se leía la inscripción: «Lisboa, 1632».
No tuvo tiempo para un examen más minucioso. Liu-Chi le hablaba otra vez.
—¿Quiere usted decir misa, Padre? ¿O la digo yo? Como en un sueño, Chisholm hizo un ademán al otro.
Algo desconocido que se movía dentro de sí impulsóle a decir:
—Usted, usted…
Se sentía en una gran confusión. Constábale que no debía quebrantar rudamente aquel misterio con preguntas bruscas. Le convenía penetrarlo, discreta y pacientemente, con sus propios ojos.
Media hora después hallábanse todos en la iglesia. Aunque pequeña, estaba construida con gusto, en un estilo que denotaba la influencia morisca del Renacimiento. Había tres sencillos arcos, bellamente estriados. Columnas lisas sostenían el pórtico y los quicios de las ventanas. En las paredes se habían trazado mosaicos, pero estaban incompletos.
Francisco sentóse en la primera fila de una atenta congregación. Todos, antes de entrar, se habían lavado ceremoniosamente las manos. Casi todos los hombres y algunas mujeres llevaban la cabeza cubierta. Alguien golpeó una campana sin badajo y Liu-Chi se acercó al altar. Iba revestido de un alba de desvaído amarillo y le asistían dos jóvenes. Volviéndose, hizo una ceremoniosa reverencia al Padre Chisholm y a todos los fieles. Luego, comenzó la misa.
Chisholm miraba, rígido sobre sus dobladas rodillas, hechizado, como quien contempla el lento desenvolvimiento de un sueño. La ceremonia era una extraña supervivencia, una conmovedora reliquia de la misa. Liu-Chi no debía de saber latín, porque oraba en chino. Primero inició el confiteor, y, luego, el credo. Cuando, ascendiendo al altar, abrió el misal de pergamino sostenido en un soporte de madera, Francisco oyó claramente una parte del Evangelio solemnemente entonado en lengua nativa. Una traducción original… Aspiró una bocanada de aire, sintiendo un hondo respeto.
Todos los fieles avanzaron para comulgar. Hasta los niños de pecho eran llevados a las gradas. Liu-Chi descendió, empuñando un cáliz de vino de arroz. Humedeciendo el dedo en la bebida, colocaba una gota de líquido en los labios de cada congregante.
Antes de salir de la iglesia, los feligreses se reunieron ante la imagen del Salvador, colocando pebetes encendidos en el pesado candelabro que había ante los pies de Cristo. Luego, hicieron cada cual tres genuflexiones y se retiró, reverente.
Chisholm permaneció el último, húmedos los ojos, impresionado su corazón por tan sencilla y pueril piedad, sencillez y piedad iguales a las que él había conocido entre los campesinos de España. Desde luego, la ceremonia no era válida… Sonrió imaginando el horror del Padre Tarrant ante tal espectáculo. Pero éste, indudablemente, complacería al Todopoderoso…
Liu-Chi esperaba fuera para llevarlo a su casa, donde les aguardaba una comida. El Padre Chisholm, hambriento, hizo plena justicia a un estofado de cordero montañés y al extraño plato de arroz y miel silvestre que siguió. En su vida había gustado un dulce tan delicioso.
Cuando terminaron, empezó a interrogar discretamente a Liu-Chi. Se hubiera tragado la lengua antes que ofenderle. El hombre respondía con candor. Sus creencias cristianas eran pueriles y curiosamente mezcladas con las tradiciones de Lao-Tsé. Acaso —pensó el Padre Chisholm con una interior sonrisa— hubiera en todo ello un toque de nestorianismo. Chi explicó que la fe había sido transmitida de padres a hijos durante muchas generaciones. La aldea no estaba dramáticamente aislada del mundo, pero sí bastante remota, y era tan pequeña y estaba tan integrada en su vida familiar, que rara vez la perturbaban ajenas intromisiones. Los aldeanos formaban una gran familia. La existencia era meramente pastoral y el poblado subvenía a sus propias necesidades. Tenían grano y carnero en abundancia, incluso en los peores tiempos; quesos, que solían guardar en tripas de oveja, y dos clases de manteca, la negra y la roja, ambas hechas de habichuelas y denominadas chiang. Usaban para sus ropas lana cardada en casa y se proporcionaban calor suplementario con pieles de oveja. Con esas mismas pieles fabricaban un pergamino especial que era muy apreciado en Pekín. En las mesetas había muchos caballejos salvajes. De vez en cuando, un miembro de la familia partía con un caballo cargado de pergamino.
En la reducida tribu había tres sacerdotes, todos designados para tan honorífica posición cuando aún eran niños. Por ciertos oficios religiosos se pagaba una contribución en arroz. Todos profesaban una devoción especial a los Tres Sublimes (la Trinidad). Los actuales habitantes de la aldea nunca habían visto un sacerdote ordenado.
Chisholm escuchó extático, y al fin planteó la pregunta que predominaba en su ánimo sobre todo lo demás.
—No me ha dicho usted cómo empezó esto…
Liu-Chi miró a su interlocutor con intenso aprecio. Luego, con una ligera sonrisa, levantóse y fue a un cuarto contiguo. Regresó llevando bajo el brazo un legajo envuelto en piel de oveja. Ofreciólo a Francisco en silencio, miró al sacerdote mientras éste lo abría y, luego, se retiró sin decir palabra, al advertir que Francisco se abstraía en la lectura.
Aquel legajo era el diario del Padre Ribiero y estaba escrito en portugués. Aunque oscuro, manchado y borroso, resultaba legible en su mayor parte. Gracias a su conocimiento del español, Francisco pudo descifrarlo. El apasionante interés del documento hacía fácil la labor. Permaneció fascinado, inmóvil, salvo cuando, a intervalos, había de volver una gruesa hoja. El tiempo parecía retroceder trescientos años, y dijérase que el viejo y parado reloj recuperaba su tictac.
Manuel Ribiero era un misionero lisboeta, que había ido a Pekín en 1625. Francisco veía vívidamente al portugués ante sí: un joven de veintinueve años, delgado, oliváceo, algo altanero, sus vivos ojos a la par ardientes y humildes. En Pekín, el joven misionero tuvo la fortuna de encontrar al Padre Adán Schall, el gran jesuita alemán, misionero, cortesano, astrónomo, amigo de confianza del emperador Tchoun-Tchin. Durante varios años compartió el Padre Ribiero algo de la gloria de aquel hombre sorprendente que se movía, impune, entre las intensas intrigas de la corte del Celeste Imperio, haciendo progresar la fe cristiana incluso en el celeste harén, confundiendo a los más virulentos odios con sus exactas predicaciones de cometas y eclipses, compilando un nuevo calendario, ganando amistades y títulos ilustres para sí y para todos sus antecesores.
El portugués insistió, luego, en que le enviasen a una distante Misión en la corte real de Tartaria. Adán Schall accedió a su deseo. Se equipó con todo lujo una caravana, armándola formidablemente. Aquella caravana salió de Pekín el día de la Asunción de 1629.
Pero no llegó a la real corte tártara. Atacada por una horda de bárbaros en las laderas septentrionales de los Montes Kuang, los formidables defensores arrojaron las armas y huyeron. La valiosa caravana fue saqueada. El Padre Ribiero escapó, gravísimamente herido por flechas de pedernal, sin llevar consigo otra cosa que sus posesiones personales y un mínimo de equipo eclesiástico. Sorprendido por la nieve en plena noche, creyó morir y, sangrante, ofrendóse a Dios. Mas el frío cicatrizó sus heridas. El sacerdote se arrastró hasta la choza de un pastor, donde pasó seis meses entre la vida y la muerte. Mientras tanto, llegó a la corte pekinesa el «auténtico» informe de que el Padre Ribiero había sido asesinado, y no se envió expedición alguna en su busca.
Cuando el portugués se hubo recobrado, formó planes para volver al lado del Padre Schall. Pero pasó el tiempo y aún seguía allí. En aquellas anchas llanuras adquirió un nuevo sentido de los valores, un nuevo hábito contemplativo. Además, distaba de Pekín tres mil li, distancia prohibitoria incluso para su espíritu intrépido. Serenamente, tomó su decisión. Reunió un puñado de pastores en un pequeño poblado. Construyó una iglesia. Hízose amigo y pastor no del rey de Tartaria, sino de su humilde y pequeña grey.
Con un suspiro, Francisco dejó aquel diario. Permaneció sentado bajo la tenue luz, pensando sin cesar y viendo muchas cosas. Luego, levantándose, se acercó al montón de piedras que había ante la iglesia. Arrodillóse y oró sobre lo que era la tumba del Padre Ribiero.
Pasó una semana en la aldea Liu. Persuasivamente, para no herir a nadie, sugirió que se ratificaran todos los bautismos y matrimonios. Dijo misa. Hizo de vez en cuando algunas advertencias tendentes a corregir ciertas prácticas. Someter la aldea a una rígida ortodoxia llevaría tiempo, meses, o, mejor, años. Pero no importaba. Bastábale con progresar lentamente. La pequeña comunidad era sana y robusta como una manzana sin agusanar.
Hablóles de muchas cosas. Por las noches se encendía una hoguera ante la morada de Liu-Chi, y cuando todos se habían sentado en torno, Francisco, instalándose en el quicio de la puerta, hablaba al silente círculo, iluminado por las llamas. Lo que más agradaba a todos era conocer la existencia de su propia religión en el vasto mundo externo. Chisholm emocionaba a sus oyentes al hablarles de las grandes catedrales de Europa, de las iglesias de los miles de adoradores congregándose en la basílica de San Pedro, de los reyes, príncipes, estadistas y nobles postrándose ante el Señor de los Cielos, el mismo que adoraban aquí, soberano y amigo suyo, y de ellos también. Aquella sensación de unidad, hasta entonces sólo vagamente supuesta, daba a los fieles un jubiloso orgullo.
Mientras los atentos rostros, oscilantes de luces y sombras, le miraban con júbilo y maravilla, Francisco sentía a su lado al Padre Ribiero, sonriendo un tanto, no descontento de él. En tales momentos sentía el tremendo impulso de prescindir de Paitan y dedicarse por entero a estas gentes sencillas. ¡Qué feliz hubiera sido en la aldea! ¡Con qué amor cuidaría la joya impensadamente hallada en el desierto! Pero no. La aldea era harto pequeña y remota. Nunca sería adecuado centro de auténtico trabajo misional, Apartó resueltamente la tentación.
El joven Ta se convirtió en su secuaz constante. Francisco le cambió el nombre de Ta por el de José, pues así lo pidió el muchacho en su bautismo confirmatorio. Fortificado por su nuevo nombre, había solicitado permiso para ayudar a misa al Padre Chisholm, y aunque el mozo no conocía una tilde de latín, el sacerdote, sonriendo, consintió. La víspera de su partida, hallándose Chisholm sentado en el umbral, vio aparecer a José. El mozo tenía demacradas y tristes las facciones, habitualmente animadas, y fue el primero en acudir a oír la última plática del Padre. Contemplándole, el sacerdote intuyó su sentimiento y en el acto ocurriósele una idea feliz.
—¿Te gustaría venir conmigo, José, si tu padre te lo permitiera? Podrías ayudarme en muchas cosas.
El muchacho se incorporó de un salto, lanzó un grito de alegría, cayó de rodillas ante el sacerdote y le besó la mano.
—Esperaba que me lo pidiese, maestro. Mi padre está conforme. Serviré a usted con todo mi corazón.
—Puede haber caminos muy duros, José.
—Los recorreremos juntos, maestro.
El Padre Chisholm mandó incorporarse al joven. Estaba conmovido y satisfecho. Ahora comprendía que había hecho algo acertado.
A la mañana siguiente se ultimaron los preparativos para la partida. Bien lavado y sonriente, José estaba junto a los fardos cargados en dos díscolos caballos montañeses que él había traído del campo al amanecer. Un grupito de muchachos de menos edad le rodeaba y él pasmaba a sus compañeros hablándoles de las maravillas del mundo. En el templo, Chisholm concluía su acción de gracias. Cuando se levantó, Liu-Chi lo condujo al santuario, que parecía una cripta. Sacó de un arca de cedro una capa pluvial bordada, un objeto exquisito, rígido en fuerza de oros. En ciertos puntos la seda se había tornado tenue como el papel, pero, aun así, la vestidura seguía intacta, utilizable y valiosísima. El chino sonrió viendo la expresión de Francisco.
—¿Le gusta esta humilde cosa?
—Es bella.
—Tómela. Suya es.
Ninguna protesta hizo desistir a Liu-Chi de ofrendar su soberbio don. Éste fue plegado y envuelto en una pieza de lino, y se colocó en el fardo de José.
Al fin, Francisco dijo adiós a todos. Dióles su bendición, añadiendo repetidas seguridades de que volvería en el término de seis meses. El viaje a caballo y con José como guía, sería más fácil la próxima vez. Ambos partieron juntos, caminando emparejados sus corceles mientras escalaban las mesetas. Los ojos de los aldeanos les seguían con afecto.
Con José a su lado, Chisholm emprendió un paso ligero. Sentía su fe restaurada, espléndidamente fortalecida. En su pecho latía una esperanza nueva.