I

A principios del año 1902, un junco de curvilíneas bordas avanzaba… tardo, remontando las interminables extensiones amarillentas del río Ta-Huang, en la provincia de Kansu, no menos de mil millas tierra adentro a contar desde Tientsin. Iba en aquel barco, a proa, cual desusado mascarón, un sacerdote católico de mediana estatura, calzado con zapatillas de orillo y tocado con un ya maltrecho sombrero. A horcajadas sobre el tosco bauprés, balanceándose su breviario sobre una rodilla, Francisco suspendió por un momento su combate vocal con la lengua china, cada sílaba de la cual parecía, a su extenuada laringe, tener tantas inflexiones como una escala cromática. Su mirada descansó en el paisaje pardo y ocre. Fatigado tras la décima noche pasada en el cubículo de tres pies en cuadro que era su camarote del entrepuente, y ansiando una bocanada de aire, habíase abierto camino a proa entre la hacinada multitud de sus compañeros de viaje: labradores, cesteros y curtidores de Hsin-Hsiang, bandidos y pescadores, soldados y mercaderes camino de Paitan. Acurrucábanse codo con codo, fumaban, charlaban y esparcían sus recipientes de comida entre las jaulas de patos, las improvisadas pocilgas de cerdos y la oscilante malla que contenía a una sola y turbulenta cabra.

Francisco había hecho voto de no espantarse de nada, pero los sones, espectáculos y olores de aquella final e interminable etapa de su viaje le habían sometido a dura prueba. Dio gracias a Dios y a San Andrés pensando que aquella noche, salvo ulteriores dilaciones, alcanzaría por fin Paitan.

No lograba todavía considerarse parte integrante de aquel nuevo y fantástico mundo, tan remoto y ajeno, tan increíblemente divorciado de cuanto conocía o esperaba conocer. Tenía la sensación de que su vida hubiera sido repentinamente modificada y desviada, de modo absurdo, de su forma natural. Reprimió un suspiro. Otros vivían según un modelo normal. Él era el hombre raro, inadaptado, retorcido, por decirlo así.

Había sido triste la despedida de sus deudos. Ned, por fortuna, había muerto tres meses antes, y era menester juzgar una bendición aquel fin del grotesco y lamentable epílogo de una vida. Pero Polly… Francisco ansiaba ver a Polly alguna vez más, en lo futuro, y rezaba para conseguirlo. Era un consuelo que Judit hubiese sido aceptada como taquígrafa en las oficinas municipales de Tynecastle, porque aquel puesto ofrecía seguridad y probabilidades de ascender.

Como para adquirir bríos, sacó del bolsillo interior la carta decisiva referente a su nombramiento. Procedía del Padre Mealey, a la sazón descargado de sus deberes parroquiales en Santo Domingo y exclusivamente consagrado a las actividades de la administración del Centro Misional.

La carta, dirigida a la universidad de Liverpool, donde Francisco pasó doce meses luchando con un curso de lengua china, rezaba:

Mi querido Francisco:

Estoy contentísimo de ser portador de buenas noticias.

Acabamos de recibir aviso de que la demarcación de Paitan, en el vicariato de Kansu —vicariato que, como sabes, nos fue concedido en diciembre por los organismos superiores de la Sociedad Misionera—, nos ha sido asignada en definitiva por la Congregación de Propaganda. En la reunión del Centro Misional de Tynecastle se ha acordado que tu viaje no se demore más. Al fin ¡al fin!, puedo estimularte a que emprendas tu gloriosa misión en, Oriente.

Según parece, Paitan es un lugar delicioso, algunas millas tierras adentro, pero a orillas de un hermoso río. Es una ciudad animada, especializada en la manufactura de cestos, con abundancia de carnes, cereales, volatería y frutas del trópico. Pero lo supremamente importante, el hecho más afortunado, es que la Misión (aunque algo remota y desprovista de sacerdote desde hace doce meses, por desgracia) está en una situación altamente próspera. Siento no tener fotografías de ella, mas puedo afirmarte que sus terrenos son muy satisfactorios, comprendiendo capilla, casa para el sacerdote y pabellones y recintos anejos; es decir, el compound[9]. (¿No te entusiasma esta palabra? ¿Te acuerdas cuando, de niños, jugábamos a los indios? Pero perdona mis arrebatos).

En fin, la creme de la creme consiste en las estadísticas demostradas que poseemos. Adjunto hallarás el informe anual del último encargado de la Misión, el Padre Lawler, que retornó hace un año a San Francisco. No me propongo analizar el informe, porque sin duda tú lo examinarás, y hasta lo digerirás, en tus horas de ocio. Sin embargo puedo resaltar que la Misión de Paitan, aunque establecida hace sólo tres años, cuenta con cuatrocientos feligreses y más de un millar de bautismos, de los cuales sólo una tercera parte fueron in articulo mortis. ¿No es esto satisfactorio, Francisco? He ahí un ejemplo de cómo la bondadosa gracia de Dios fermenta en las almas de los gentiles, incluso entre los santuarios de los paganos templos.

Mucho me regocija, querido amigo, que ese codiciable puesto sea tuyo. No dudo de que tu trabajo en el campo incrementará materialmente la viña. Espero con ansia tu informe definitivo. Tengo la impresión de que has encontrado al fin un cargo idóneo y de que las pequeñas extravagancias verbales y de temperamento que te han conturbado en el pasado dejarán de ser parte integrante de tu vida. La humildad, Francisco, es la sangre y la vida de los santos de Dios. Rogaré por ti todas las noches.

Te escribiré de nuevo más adelante. Entre tanto, no descuides tu equipo. Provéete de sotanas buenas, fuertes y resistentes. Son recomendables los calzones cortos, y te aconsejo usar faja. Cómpralo todo en Hanson e Hijo. Son gente honrada y primos del organista de la catedral.

Es muy posible que tú y yo nos veamos mucho antes de lo que imaginas. Mi nuevo puesto me convierte en un verdadero vagabundo. ¿No sería magnífico que algún día nos encontrásemos en los sombreados pabellones de Paitan?

Recibe una vez más mis felicitaciones y mis buenos deseos.

Tu siempre hermano en J. C.,

Anselmo Mealey

Secretario de la Sociedad Misional,

Diócesis de Tynecastle.

Al ponerse el sol, un aumento de bullicio en el junco indicó la inminencia de la arribada. El barco viró, contorneando un recodo, y penetró en un gran remanso de aguas sucias, pobladas de numerosos sampanes[10]. Francisco escudriñó con afán las hileras de casas de la población. Ésta parecía una colmena baja y enorme, llena de sones y de claridades amarillas, limitada al frente por fangosas y planas márgenes con cañaverales, donde se amontonaban barcas y almadías, y cerrada en el horizonte por montañas rosadas, de un translúcido tono perlino.

Esperaba que la Misión le enviase una barca, pero el único esquife privado resultó ser el del señor Chia, rico mercader residente en Paitan y que, a la sazón, emergía por primera vez, silencioso y vestido de seda, desde las profundidades del junco.

Aquel personaje contaría unos treinta y cinco años, pero su mucha compostura le hacía parecer de más edad. Tenía la piel flexible y dorada, y un cabello tan negro que dijérase recién mojado. Permanecía quieto e indiferente mientras la turba se agitaba en torno suyo. Sus ojos no pestañearon ni una sola vez en dirección al sacerdote, y, sin embargo, Francisco tuvo la curiosa sensación de que el mercader estaba escrutándole minuciosamente.

Por lo ocupado que andaba el sobrecargo, pasó algún tiempo antes de que el nuevo misionero lograra asegurar el transbordo de sí mismo y de su baúl de barnizado latón. Al descender al sampán, empuñaba un gran paraguas forrado de tartán, espléndido regalo que el obispo MacNabb le había hecho aceptar como don de despedida.

Su excitación creció cuando, mirando a la ribera, vio una gran multitud apiñándose en las gradas del embarcadero. ¿Sería su Congregación, que iba a recibirle? ¡Oh, qué magnífico final de su larguísimo viaje! El corazón latióle casi dolorosamente, en feliz espera. Mas —¡ay!— al desembarcar vio que se engañaba. Nadie le saludó y hubo de abrirse camino, solo, entre la curiosa pero indiferente muchedumbre.

Al final de los peldaños, no obstante, se detuvo en seco.

Ante él, sonriendo satisfechos, vestidos de limpio azul y llevando, como símbolo de sus credenciales, una pintura de la Sagrada Familia en brillantes colores, estaban un chino y una china. Al pararse Francisco, las dos menudas figuras se le acercaron, acentuando su sonrisa, encantados de verle, inclinándose y santiguándose fervorosamente.

Se iniciaron las presentaciones, menos difíciles de lo que él había supuesto. Preguntóles, animado:

—¿Quién sois?

—Hosanna y Filomena Wang, sus amados catequistas, Padre.

—¿Pertenecéis a la Misión?

—Sí, sí. El Padre Lawler hizo una Misión excelente, Padre.

—¿Me llevaréis a ella?

—Claro, Claro. Vamos. Pero acaso el Padre nos honre visitando primero nuestra humilde morada. —Gracias. Estoy deseoso de llegar a la Misión.

—Desde luego. Iremos a la Misión. Hemos buscado una silla y portadores para el Padre.

—Sois muy amables, pero prefiero ir a pie.

Sonriendo aún, aunque menos perceptiblemente, Hosanna volvióse y, con unas palabras rápidas e ininteligibles, que sonaban un tanto a disputa, despidió a la silla de manos y al grupo de portadores que esperaban. Sólo quedaron dos. Uno asió el baúl de Francisco, otro el paraguas, y todos se pusieron en camino.

Las calles eran sucias y tortuosas, mas para Francisco constituía un placer estirar las piernas, embotadas por su confinamiento en el junco. Un vivo fervor estimulaba la circulación de su sangre. Sentía en aquellos parajes desconocidos el pulso de la humanidad. Allí había corazones que ganarse, almas que salvar para el Cielo…

Notó que uno de los Wang, parándose, le hablaba:

—En la calle de los Rederos hay un agradable albergue… Sólo vale cinco taeles[11] al mes. Quizás el Padre desee pasar la noche allí.

Francisco le miró, con regocijada sorpresa.

—No, no, Hosanna. Vamos a la Misión.

Hubo una pausa. Filomena tosió. Francisco pudo ver que sus acompañantes seguían inmóviles. Hosanna sonrió cortésmente:

—La Misión es ésta, Padre.

Al principio, Francisco no entendió del todo.

Ante ellos, junto a la ribera, se extendía un acre de tierra solitaria, quemada por el sol, surcada por las lluvias y cercada de caolín. En un extremo se alzaban los restos de una capilla hecha de adobes. El techo se había caído, una pared se había derrumbado y las restantes se desmoronaban. Al lado se veía una masa de escombros que quizás hubieran sido alguna vez una casa. Altos hierbajos plumosos crecían por doquier. Una sola y mezquina construcción persistía entre las ruinas, manteniendo aún su techumbre de paja: el establo.

Tres minutos pasó Francisco sumido en una especie de estupor. Luego, lentamente, se volvió hacia los Wang, quienes le miraban, uno junto a otro, limpios, insondables, tan parecidos cual dos hermanos siameses.

—¿Cómo ha sucedido esto?

—Era una Misión muy hermosa, Padre. Costó mucho y tuvimos que hacer muchas combinaciones financieras para construirla. Pero el buen Padre Lawler la levantó demasiado cerca del río y el demonio envió mucha perversa lluvia.

—¿Y dónde están los fieles?

—Son seres depravados, sin creencia en el Señor de los Cielos.

Los dos chinos hablaban de prisa, ayudándose uno a otro, gesticulando.

—El Padre debe comprender lo mucho que todo depende de sus catequistas. Ah… Desde que el buen Padre Lawler partió no nos ha sido pagado nuestro legítimo estipendio de quince taeles al mes. Y ha sido imposible conservar a esos seres depravados dentro de la debida instrucción.

Aplastado, deshecho, Chisholm apartó la mirada. Aquélla era su Misión y aquéllos sus dos únicos feligreses. Recordando la carta que llevaba en el bolsillo, tuvo un acceso de irritación. Crispó las manos rígidamente, reflexionando.

Los Wang seguían con su verborrea, procurando convencer a Francisco para que volviese a la ciudad. Con un esfuerzo, desembarazóse de ellos, de sus importunidades, de su untuosa presencia. Al menos, sería una tranquilidad hallarse solo.

Resueltamente, llevó su baúl al establo. Antaño, un establo había sido bastante para Cristo. Mirando en torno, vio paja aún esparcida sobre el suelo de tierra. No tenía alimentos ni agua, pero no le faltaba lecho. Desempaquetó sus maletas y empezó a tornar el lugar tan habitable como pudo. De pronto, sonó un batintín. Francisco corrió fuera del establo. Más allá del maltrecho cercado, fuera del más próximo de los templos que salpicaban la contigua colina, un anciano bonzo, con gruesas medias y una amarilla túnica adamascada, batía su plancha de metal, bajo el rápido crepúsculo, con tedioso ritmo. Los dos sacerdotes —el de Buda y el de Cristo— se miraron en silencio. Luego, el viejo volvióse, inexpresivo, subió las escaleras de su templo y desapareció.

Cayó la noche, veloz como si descendiera de golpe.

Francisco se arrodilló en la oscuridad de la devastada Misión y alzó sus ojos a las constelaciones que empezaban a aparecer. Rogó con terrible intensidad.

¡Oh Dios, Tú quieres que yo empiece desde la nada! Es el castigo por mi vanidad, por mi terca arrogancia humana. Más vale así… Trabajaré sin cejar nunca, nunca…

Procuró, luego, descansar en el establo. El fuerte zumbar de los mosquitos y el ruido que producían los escarabajos voladores acuchillaban el aire sofocante. Se esforzó en sonreír. No se sentía un héroe, sino un perfecto tonto. Probablemente, Santa Teresa pasaba sus noches en posadas, los hoteles de su tiempo. Mas éste que a él le había correspondido no era un Ritz…

Al fin vino la mañana. Francisco se levantó. Sacando el cáliz de su caja de cedro, convirtió en altar su baúl y, arrodillado en el suelo del establo, dijo misa. Se sintió animado, contento y fuerte. No logró descomponerle la llegada de Hosanna Wang.

—El Padre debe permitir que le ayude en la misa. Ese servicio se incluye en nuestra paga y ahora… ¿le buscaremos un cuarto en la calle de los Rederos?

Chisholm reflexionó. Aunque había resuelto firmemente vivir en la Misión hasta que las cosas se aclarasen, era obvio que debía hallar un lugar más propio para su ministerio. Dijo, pues:

—Vamos a ver.

Ya las calles estaban muy concurridas. Corrían perros entre las piernas de Francisco, buscaban cerdos alimentos en el arroyo, seguían niños al sacerdote, mofándose y gritando. Muchos pordioseros tendían las importunas palmas. Un viejo que colocaba sus mercancías en la calle de los Linterneros escupió a los pies del extranjero diablo. Ante el edificio de los tribunales, un peripatético[12] barbero agitaba sus tenacillas. Había muchos pobres, muchos lisiados y algunos que, ciegos por la viruela, se abrían camino a tientas, empuñando una larga caña de bambú y empleando un raro y penetrante silbato.

Wang le condujo a un cuarto en un piso alto. La estancia se hallaba toscamente distribuida con un tabique de papel y bambú, pero bastaba para los Oficios que pudiera organizar Chisholm. De su pequeña provisión de dinero sacó lo necesario para pagar un mes al posadero, que se llamaba Hung, y empezó a montar el crucifijo, a disponer el paño del altar. Su falta de vestiduras, de ornamentos, le irritó. Esperando que hubiera equipo abundante en la «próspera». Misión, había llevado consigo muy poca cosa. Pero, al menos, pudo plantar su estandarte…

Wang había bajado a la tienda antes que él. Al descender Francisco, vio que Hung, cogiendo dos de los taeles de plata que el sacerdote le había dado, se los pasaba, con una inclinación, a Wang. Aunque ya había adivinado el valor de la herencia que Lawler le legara, Francisco sintió alborotada la sangre ante aquel descaro. En la calle volvióse serenamente a Wang.

—Lamento, Hosanna, no poder seguir pagándote tu estipendio de quince taeles al mes.

—El Padre Lawler pagaba. ¿Por qué no me paga usted?

—Soy pobre, Hosanna, tan pobre como mi Maestro.

—¿Cuánto pagará el Padre?

—Nada, Hosanna. Tampoco me pagan a mí. Sólo el buen Señor de los Cielos nos recompensará.

La sonrisa de Wang no se alteró.

—Puede ser que Hosanna y Filomena vayan adónde les aprecian más. En Hsin-Hsiang, los metodistas pagan dieciséis taeles a sus catequistas y los estiman mucho. Pero, indudablemente, el buen Padre cambiará de idea. Hay mucha animosidad contra los misioneros en Paitan. La gente considera que el feng shua de la ciudad —la Ley de Investigación y Orden Público— se vulnera con la intrusión de los misioneros.

Esperó la respuesta del sacerdote. Pero Francisco nada dijo. Hubo una pausa tensa. Después, Wang inclinóse y partió.

Sintióse acometido de una sensación glacial viendo alejarse al hombre. ¿Obraba bien enajenándose a los Wang, que eran amigos, al fin y a la postre? Contestó se que los Wang no eran amigos, sino aprovechados oportunistas que creían en el Dios cristiano a causa del cristiano dinero. Pero, no obstante… todo su contacto con la comunidad quedaba cortado. Experimentó la súbita y amedrentadora sensación de hallarse solo.

Según pasaban los días, aquella horrible soledad aumentaba, uniéndose a una impotencia paralizadora. Lawler, su predecesor, había edificado sobre arena. Incompetente, crédulo y disponiendo de amplios fondos, fue dando dinero y anotando nombres, bautizando al azar, adquiriendo un séquito de «cristianos por el arroz», escribiendo largos informes, siendo víctima inconsciente de un centenar de sutiles expoliaciones, siempre optimista, parlero, espléndidamente triunfante. Pero ni siquiera había arañado la superficie. De su trabajo nada quedaba, excepto, quizás, en los círculos oficiales de la población, un persistente desdén por la lamentable locura extranjera.

Fuera de una pequeña suma que le dieron para su subsistencia, más un billete de cinco libras que Polly le hizo tomar en el momento de la despedida, Francisco no tenía dinero alguno. Se le había advertido que sería inútil pedir fondos a la nueva entidad misional. No obstante, asqueado por el ejemplo de Lawler, se alegró de ver las cosas de otro modo. Juró, con febril intensidad, que no tendría una Congregación pagada. Lo que hiciera sería con la ayuda de Dios y con el trabajo de sus manos.

Mas, hasta entonces, nada había hecho. Colgó un signo anunciando su improvisada capilla, pero nadie acudió a oír misa. Los Wang habían difundido ampliamente la voz de que el nuevo misionero era pobre y nada tenía que distribuir, no siendo amargas palabras.

Intentó predicar al aire libre ante el edificio de los tribunales. Primero, se burlaron de él, y luego, no le hicieron caso. La derrota le humilló. Un lavandero chino predicando la doctrina de Confucio en inglés macarrónico en las calles de Liverpool, hubiera tenido más éxito. Francisco luchó fieramente contra un insidioso demonio: la voz interior que le cuchicheaba su incompetencia.

Oraba desesperadamente. Creía, fervoroso, en la eficacia de la plegaria.

«Dios, que me ayudaste en el pasado, ayúdame ahora, te lo ruego».

Tenía horas de impotente furia. ¿Por qué le habían enviado, cargándole de plausibles seguridades, a aquel desamparado lugar? La tarea era superior para cualquier hombre, incluso para Dios mismo. Fuera de toda comunicación, enterrado en el interior, a cuatrocientas millas de distancia del misionero más cercano —el Padre Thibodeau, de Hsin-Hsiang—, aquel punto era insostenible.

Estimulada por los Wang, crecía la hostilidad popular hacia él. Los niños le hacían objeto de sus burlas. Cuando discurría por la población, le seguía una multitud de jovenzuelos, lanzándole insultos. Si se paraba, alguno de los de la banda, adelantándose, ejecutaba sus funciones fisiológicas junto al sacerdote. Una noche, al volver al establo, una piedra salida de la oscuridad le hirió en la frente.

A consecuencia de todo esto, la belicosidad de Francisco se exacerbaba. Mientras se vendaba la rajada frente, su propia herida le dio una nueva idea, haciéndole interrumpirse en su operación, rígido y concentrado. Sí… Necesitaba aproximarse más al pueblo… Y el esfuerzo que se le ocurría, por primitivo que fuese, podía ayudarle, al fin…

A la mañana siguiente, pagando dos taeles más al mes, arrendó a Hung el cuarto posterior del piso bajo del establecimiento y abrió allí un dispensario público. Dios sabía que Chisholm no tenía ninguna práctica. Pero poseía el diploma sanitario de San Juan, y su largo trato con el doctor Tulloch le había dado sólidos fundamentos higiénicos.

Al principio, nadie osaba acercarse, y él se desesperaba.

Mas gradualmente, atraídos por la curiosidad, empezaron a llegar algunos enfermos. En la ciudad nunca faltaban dolencias, y los métodos de los doctores nativos eran bárbaros. Francisco tuvo varios éxitos. Nada cobraba, ni en dinero ni en devoción. Su clientela aumentó poco a poco. Escribió a Tulloch con urgencia, incluyéndole las cinco libras de Polly y encargándole un repuesto adicional de vendas, hilas y medicamentos sencillos. La capilla continuaba vacía, pero el dispensario estaba lleno a menudo.

Por la noche meditaba, frenético, entre las ruinas de la Misión. Nunca reconstruiría nada en aquel malhadado lugar. Miraba, con intenso deseo, la hermosa Montada de Brillante Jade Verde, donde, sobre los diseminados templos, se extendía una apacible ladera protegida por un bosque de cedros. ¡Qué magnífica situación para un monumento a Dios!

El dueño de aquella propiedad era un juez civil llamado Pao, miembro de la comunidad de magistrados y mercaderes que, unidos unos a otros y no contrayendo nunca matrimonio fuera de su círculo, gobernaban los asuntos de la ciudad. Pao aparecía allí rara vez. Pero, casi todas las tardes, su primo, un alto y digno mandarín, ya cuarentón, que administraba la finca de Pao, iba a inspeccionar y a pagar a los jornaleros que trabajaban en los yacimientos de arcilla del bosque.

Abatido por semanas de soledad, desolado y perseguido, sin duda Francisco estaba un poco perturbado. Nada tenía ni era nadie. Empero, un día, con repentino impulso, abordó al mandarín cuando éste cruzaba el camino hacia su silla de manos. Francisco no reparaba en la impropiedad de aquella interpelación directa. En realidad, apenas se daba cuenta de lo que hacía, porque había comido mal y estaba trastornado por una ligera fiebre.

—He admirado a menudo esa hermosa propiedad de que es usted administrador —dijo.

Cogido de improviso, el primo de Pao miró con severidad la figura extranjera, baja, de ojos ardientes y vendada cabeza. Con glacial cortesía soportó los continuos asaltos del sacerdote a la sintaxis china, contestándole con lacónicas excusas, hablándole de su familia, de sus míseras posesiones, del mal tiempo, de las pobres cosechas y de las dificultades que la ciudad había tenido el año anterior para pagar las contribuciones a que la sometían los bandidos de Wai-Chu, y luego, francamente, señaló la silla que le esperaba. Cuando Francisco, con la cabeza llena de vértigos, encauzó la conversación hacia la finca del monte de Jade Verde, el mandarín sonrió con frialdad.

—El Jade Verde es una perla de incalculable valor. Mide más de sesenta mu[13] de extensión, tiene sombra, agua, pastos y, por añadidura, un yacimiento, extraordinariamente rico, de arcilla propia para tejas, alfarería y ladrillos. El señor Pao no siente deseo de venderla. Ya se ha negado a tomar por la finca quince mil dólares de plata.

Oyendo el precio, diez veces mayor que sus máximos cálculos, Francisco sintió que le flaqueaban las piernas.

Abandonóle la fiebre, notóse de repente débil y ofuscado, y se avergonzó del absurdo a que sus sueños le habían conducido. Dio las gracias al primo de Pao, murmurando confusas excusas.

Advirtiendo la desilusionada tristeza del sacerdote, el delgado, maduro y culto chino dejó escapar cierto desdén, abriendo un tanto el sagrario de su atenta reserva:

—¿Por qué ha venido aquí el Shang-Fu? ¿No hay en su propia tierra hombres perversos a quienes regenerar? Nosotros no somos gente depravada. Tenemos nuestra religión. Nuestros dioses son más antiguos que los suyos. El otro Shang-Fu hizo muchos cristianos vertiendo, sobre los moribundos, agua que llevaba en una botellita y cantando: «¡Ya…!, ¡ya…!». Y también, distribuyendo alimentos y ropas consiguió hacer cristianos a individuos que hubieran bailado a cualquier son con tal de tener la piel abrigada y el estómago lleno. ¿Desea usted hacer igual?

Francisco le miró en silencio. Su demacrada faz tenía una marchita palidez. Profundas sombras se marcaban bajo sus ojos. Dijo con calma:

—¿Cree que es ése mi deseo?

Tras una pausa, el primo de Pao bajó los ojos. —Perdóneme… repuso en tono apagado—. No comprendía. Usted es un hombre bueno.

Un vago acento amistoso matizaba su compasión.

—Siento que no esté disponible la tierra de mi primo —añadió—. ¿Puedo servirle en otra cosa?

Y el mandarín esperaba, con renovada cortesía, como ansioso de rectificar. Francisco meditó un momento y, luego, preguntó con voz turbada:

—Puesto que hablamos con franqueza, dígame: ¿no hay cristianos aquí?

—Acaso —repuso el mandarín, con voz lenta—. Más yo no los buscaría en Paitan. No obstante —añadió—, he oído hablar de una aldea en las Montañas Kuang —e hizo un vago ademán hacia los distantes picos—. Es una aldea cristiana desde hace largos años…, pero está lejos, a muchísimos li[14] de la ciudad.

Un rayo de luz penetró en el ensombrecido ánimo de Francisco.

—Eso me interesa mucho. ¿Puede darme más datos? El otro movió negativamente la cabeza.

—Es un lugar pequeño, en las tierras altas, desconocido casi… Mi primo tuvo noticia de esa aldea a causa de su comercio de pieles de oveja.

Francisco, sostenido por su afán, preguntó:

—¿Querría usted pedirle más detalles? ¿Podría procurarme indicaciones de cómo ir… y acaso un mapa?

El primo de Pao reflexionó y, luego, asintió con gravedad:

—Eso será posible. Se lo pediré al señor Pao. Además, le informaré de que usted me ha hablado de un modo muy honorable. E inclinándose, se alejó.

Absorto ante aquella esperanza totalmente insólita. Francisco volvió a la arruinada Misión, donde había hecho su primitivo campamento con unas cuantas mantas, un odre de agua y unos pocos utensilios comprados en la ciudad. Mientras preparaba un sencillo cocimiento de arroz, le temblaban las manos como si estuviese a punto de darle una apoplejía. ¡Una aldea cristiana! Tenía que encontrarla a toda costa. Ésta era su primera sensación de ser guiado, de tener inspiración divina en todos aquellos meses fatigantes, infructuosos.

Mientras, pensando intensamente, permanecía en la oscuridad, turbaron sus pensamientos ásperos graznidos de cornejas que luchaban disputándose alguna carroña al borde del agua. Se acercó allí y alejólas. Mientras los feos pajarracos volaban, clamorosos, en torno a él, comprobó que lo que se disputaban era el cadáver de una niña recién nacida.

Estremecido, retiró de la ribera el desgraciado cuerpecillo. Había sido asfixiado y hundido en el agua. Envolviólo en un lienzo y lo sepultó en un rincón del recinto. Orando por la niña, meditaba: «Sí, a pesar de mis dudas, soy necesario en esta tierra».