III

Tres meses después llegó el llamamiento del obispo. Francisco llevaba algún tiempo esperándolo, pero, de todos modos, el aviso le perturbó. Caía una intensa lluvia mientras él subía la cuesta que llevaba al palacio, y hubo de correr para no calarse hasta los huesos. Jadeante, mojado, salpicado de cieno, comprendió que su llegada no iba a tener la menor dignidad. Su ansiedad crecía mientras, en el pomposo salón, se miraba, ligeramente tembloroso, sus botas encenagadas, tan en contraste con la alfombra de felpa roja.

Al fin apareció el secretario del obispo, condújole por un tramo de bajas escaleras y, en silencio, le señaló la puerta de oscura caoba. Francisco llamó y penetró.

Su Ilustrísima sentábase a su mesa, no inclinado y trabajando, sino en reposo, apoyada la mejilla en la mano y un codo sobre el brazo de su sillón de cuero. Una vaga claridad entraba al sesgo por los cortinones de terciopelo del alto ventanal, enriqueciendo los tonos violados del birrete del obispo, pero dejando en sombras su rostro.

Francisco se detuvo, indeciso, desconcertado por la impasible figura y preguntándose si aquél era realmente su antiguo amigo de Holywell y de San Morales. No se oía otro son que el del débil tictac del reloj de la chimenea. Luego, una voz severa dijo:

—Bien, Padre: ¿tenemos esta noche algún milagro de que dar cuenta? Y, a propósito, y antes de que se me olvide, ¿cómo va ese asunto de la sala de baile?

Francisco sintió un nudo en la garganta. Con gusto hubiera llorado, intentando encontrar consuelo. Su Ilustrísima continuó examinando la silueta inmóvil sobre la ancha alfombra.

—Confieso que no dejan mis cansados ojos de encontrar algún alivio viendo a un sacerdote tan manifiestamente poco boyante como tú. Por lo general, cuantos vienen parecen gozar de prosperidad. Pero tú llevas una ropa abominable… ¡y qué botas!

Levantándose despacio, avanzó hacia Francisco.

—Me alegro muchísimo de verte, querido hijo mío. Pero estás horriblemente delgado. Y horriblemente mojado también —añadió, poniéndole la mano en el hombro.

—Me sorprendió la lluvia, monseñor.

—¿No traías paraguas? Acércate al fuego. Voy a darte algo que te reanime.

Separándose de Francisco, sacó de su escritorio una garrafita y dos vasos de licor.

—Aún no me he aclimatado bien a mi nueva dignidad.

Debiera llamar y pedir uno de esos exquisitos licores que, según se lee, todos los obispos usan. Lo que te doy es sólo Glenlivet[8], pero, de todos modos, para dos escoceses basta.

Tendió a Francisco una copa del claro líquido, miróle beberlo y, luego, apuró el suyo. Se sentó después al lado opuesto del fuego.

—Ya que hablamos de dignidades, te aconsejo que no pongas esa cara de susto. Reconozco que llevo un atuendo muy majestuoso. Pero, debajo, sigo teniendo la misma tosca anatomía que una vez viste vadear el Stinchar.

—Sí, monseñor —dijo Francisco, ruborizado.

Tras una pausa, el obispo añadió, con voz plácida y directa:

—Imagino que has debido de pasar unos ratos muy malos desde que saliste de San Morales.

—He fracasado por completo —repuso Francisco en voz baja.

—¿Sí?

—Sí. Me constaba que había de venir este llamamiento disciplinario. Me consta, también, que no he agradado en los últimos tiempos al deán Fitzgerald.

—Pero habrás sido grato al Omnipotente, ¿eh?

—No, no. Estoy realmente abochornado y descontento de mí mismo y de mi carácter, incorregiblemente rebelde.

Se produjo un silencio.

Francisco bajó la cabeza y añadió:

—Estoy enojado conmigo mismo. Me esfuerzo en hacer lo mejor. Es raro… De niño me figuraba que todos los sacerdotes eran infaliblemente bueno —y ahora descubres lo terriblemente humanos que somos. Sí; va contra la santidad el que tu «carácter rebelde» me colme de alegría, pero es como un antídoto contra la monótona rutina que a menudo contemplo. Eres, Francisco, como el gato extraviado que llega maullando a una iglesia en el momento en que todos los fieles bostezan oyendo un pesado sermón. La metáfora no es mala, porque tú estás dentro de la Iglesia, aunque no logres entenderte con quienes lo hacen todo según las reglas trilladas. No pretendo alabarme si digo que acaso soy yo el único clérigo de la diócesis que es capaz de comprenderte. Es una suerte que yo sea ahora tu obispo.

—Lo sé, monseñor.

—A mi entender —siguió MacNabb—, no has fracasado, sino que tienes un éxito clamoroso. Con un poco de ánimo puedes llegar… aunque correré el riesgo de que salgas con la cabeza rota. Tienes viveza y ternura, y lo mejor en ti, querido hijo, es que no posees seguridad presuntuosa.

En el silencio que siguió, Francisco sentía su corazón fundirse en afecto por el anciano. Mantenía bajos los ojos. Lo voz plácida continuaba:

—Desde luego, si no hacemos algo adecuado, vas a sufrir contratiempos. Si empezamos a garrotazos no faltarán cabezas partidas, incluyendo la tuya. Ya sé que no lo temes…, pero yo sí. Eres demasiado valioso para servir de pasto a las fieras. Por eso he pensado algo para ti.

Francisco, alzando la cabeza prontamente, halló la mirada cariñosa y sagaz del obispo. Éste sonrió.

—¿No crees que te trataría más amistosamente no pidiéndote que hicieses algo por mí?

—No «algo». Lo haré todo —profirió Francisco, con voz trémula.

Siguió una prolongada pausa. Las graves facciones del obispo parecían esculpidas a cincel.

—Es pedirte mucho y sugerirte un gran cambio. Si lo consideras excesivo, dímelo. Pero creo que es la vida que más te conviene. —Y explicó, tras otro silencio—. Nuestra Sociedad Misional ha recibido, al fin, la promesa de un vicariato en China. Cuando todas las formalidades se cumplan y hayas recibido alguna preparación, ¿querrás ir allí como el primero de nuestros misioneros?

Francisco quedó mudo y paralizado de sorpresa. Las paredes parecían desplomarse sobre él. La propuesta, por lo tremenda e inesperada, le había cortado el aliento. Dejar la patria y los amigos, y lanzarse a un vacío ignorado… No acertaba a imaginarlo. Pero, lenta y misteriosamente, una extraña animación colmó su ser. Respondió, con voz entrecortada:

—Sí. Iré…

MacNabb, levantándose, cogió la mano de Francisco. Sus ojos estaban húmedos y tenían una patética fijeza.

—Ya lo esperaba, querido hijo. Y sé que me dejarás en buen lugar. Únicamente te advierto que allí no podrás pescar salmones…