Un viernes, a finales de Cuaresma, en el comedor de la rectoría de Santo Domingo, Francisco y el Padre Slukas se sentaban a mediodía ante la parva refacción de bacalao y moreno pan sin manteca que se les servía en buena plata victoriana y fina porcelana azul de Worcester. En esto, el padre Mealey volvió de visitar un enfermo, para lo que le habían llamado temprano. Por las maneras reprimidas de su amigo, por la indiferencia con que se sirvió, comprendió en el acto Francisco que algo preocupaba a Anselmo. El deán Fitzgerald, durante la Cuaresma, comía solo en el piso alto, y los tres coadjutores hacían penitencia sin él. Pero el Padre Mealey, mascando sin gusto, ligeramente coloreada su tez, no habló hasta el fin de la refacción. Sólo cuando el lituano hubo limpiado de migas su barba, alzándose, inclinándose y partido, cedió la tensión de Mealey. Hizo una larga inspiración:
—Si no tienes compromiso, Francisco, quisiera que me acompañases esta tarde.
—Estoy libre hasta las cuatro.
—Entonces, ven. Como amigo y compañero de sacerdocio, quiero que seas el primero…
Se interrumpió. No deseaba decir más; no quería desvelar el hondo secreto de sus palabras.
Francisco llevaba dos años como segundo coadjutor de Santo Domingo, donde seguía rigiendo el Padre Gerardo Fitzgerald, ahora ascendido a deán, con Anselmo como primer auxiliar. Completaba el personal el Padre Slukas, lituano, necesario estorbo que había de admitir a causa de los muchos emigrados polacos hacinados en Tynecastle.
El cambio desde el remoto Shalesley a esta familiar Parroquia ciudadana, donde los servicios se cumplían con cronométrica puntualidad y la iglesia era elegantemente perfecta, había dejado en Francisco una curiosa huella. Le satisfacía estar cerca de tía Polly, poder tener próximos a Ned y a Judit, ver a los Tulloch —Juana y Willie— una vez a la semana. Sentía un extraño consuelo, una sensación de apoyo indefinible en la reciente elevación de monseñor MacNabb, el rector de San Morales, al obispado de la diócesis. Pero el aire de reciente madurez del joven, las arrugas que rodeaban sus ojos firmes, la delgadez de su cuerpo, daban silenciosos signos de que la transformación no había sido fácil.
El deán Fitzgerald, refinado y exigente, orgulloso del hecho de ser un hombre distinguido, era el polo opuesto del Padre Kezer. Y aunque Francisco se esforzase en ser imparcial, el deán, en verdad, no carecía de ciertos prejuicios. Aprobaba cálidamente a Mealey, su principal favorito; prescindía en redondo del Padre Slukas, a causa de su mal inglés, de sus maneras en la mesa, de su costumbre de anudarse la servilleta bajo la barba, de su extraña tendencia a combinar un sombrero flexible con la sotana; y mostraba hacia su otro coadjutor una extraña reserva. Pronto comprendió Francisco que su humilde cuna, sus relaciones con la Taberna de la Unión y con toda la tragedia de los Bannon, sería para él una desventaja que no vencería fácilmente.
Y, luego, ¡tuvo tan mal principio! Harto de la rutina, Francisco había osado, a poco de su llegada, predicar una sencilla homilía, nueva y original, en que recogía sus propios pensamientos sobre la integridad personal del hombre. El deán Fitzgerald —¡ay!— condenó tajantemente la peligrosa innovación. Por indicación suya, Anselmo, al domingo siguiente, subió al púlpito y ofreció el adecuado antídoto: una magnífica perorata sobre la Estrella de los Mares. Allí había peligros marinos, y barcas cruzando la barra y ganando puerto, y todo terminaba con los brazos dramáticamente extendidos. Todas las mujeres de la congregación lloraban; y, después, mientras Anselmo comía con apetito un buen almuerzo de chuletas de carnero, el deán le felicitó cordialmente:
—Muy elocuente, Padre Mealey, mucho. Hace veinte años oía a nuestro obispo pronunciar un sermón que era casi idéntico.
Acaso aquellos discursos opuestos determinaran la carrera ulterior de ambos jóvenes. Según los meses pasaban, Francisco no podía dejar de comparar, abatido, su mediocre actuación con el notable éxito de Mealey. Este Padre era una personalidad en la Parroquia. Siempre estaba animado, siempre alegre, con la risa pronta y una confortadora palmada en la espalda a todo el que veía disgustado. Trabajaba mucho y con entusiasmo, llevaba en el chaleco un cuadernito lleno de anotaciones de sus compromisos, y nunca rechazaba una invitación a pronunciar un discurso o una plática tras una comida. Editaba la «Gaceta de Santo Domingo», periodiquillo noticioso y, a veces, incluso humorístico. Salía mucho y tomaba el té en las mejores casas, sin que nadie le tachase de presumido por ello. Cada vez que un clérigo eminente aparecía en la ciudad, Anselmo acudía a visitarle y se sentaba, admirativo, a sus pies. Más tarde le enviaba una bien escrita carta, expresando ardientemente el beneficio espiritual que había encontrado con tal visita. Merced a esta sinceridad, se granjeaba muchas amistades influyentes.
Existían, desde luego, limitaciones a su capacidad de trabajo. Desempeñaba activamente el cargo de secretario del Centro Misional Diocesano de Tynecastle —un proyecto muy caro al obispo— y laboraba sin cesar para complacer a Su Ilustrísima; pero había tenido que ceder a Francisco, aunque a disgusto, la dirección del Círculo de Jóvenes Obreros, en Shand Street.
Las casas que rodeaban a Shand Street eran las peores de la ciudad, en su mayoría edificios muy altos y dedicados al subarriendo. Aquella maraña de cubiles había llegado, con bastante propiedad, a ser considerada como demarcación propia de Francisco. Aunque los resultados parecían minúsculos y sin importancia, no por eso tenía el joven menos quehacer. Hubo de acostumbrarse a mirar la pobreza cara a cara, a contemplar sin estremecerse las tristezas y oprobios de la vida, la eterna ironía de la pobreza. No era una comunidad de santos la que tenía ante sí, sino de pecadores y tal compasión le inspiraba que, a veces, estaba a punto de llorar.
—¡Qué manera de hacer guiños! —díjole Anselmo, reprochador.
Casi con un sobresalto, Francisco despertó de sus meditaciones. El Padre Mealey le esperaba, sombrero y bastón en mano, junto a la mesa. Sonrióle, aquiescente, y se levantó.
Hacía una tarde fresca y buena, con una brisa viva.
Anselmo, limpio, sano, natural, caminaba a buen paso, saludando campechanamente a los feligreses. La popularidad de que gozaba no le ensoberbecía. Para sus muchos admiradores su mérito mayor era la manera con que parecía excusarse de sus perfecciones.
Pronto notó Francisco que se encaminaban al nuevo suburbio recientemente añadido a la Parroquia. Extramuros de la ciudad, había en marcha muchas edificaciones sobre el parque de una antigua finca campestre. Movíanse obreros con espuertas y carretillas. Casi inconscientemente, Francisco reparó en un cartel:
Para compra de tierras en la finca Hollis,
acúdase a Malcolm Glennie, procurador.
Pero Anselmo continuaba, cuesta arriba, pasando por unos campos verdes y bajando por un sendero entre árboles, a la izquierda. Era grato hallar aquel rincón rural tan cerca de la urbana perspectiva de chimeneas.
De pronto, Mealey se detuvo con la quieta excitación de un sabueso.
—¿Sabes dónde estamos, Francisco? ¿Has oído hablar de este lugar?
—Por supuesto.
Francisco había pasado a menudo por allí. Era una pequeña hondonada de rocas cubiertas de líquenes, protegidas por amarillas retamas y rodeada por un bosquecillo de hayas cobrizas. El rincón más bello en varias millas a la redonda. A menudo se había preguntado el Joven por qué se llamaba a tal paraje, indistintamente, «El Pozo» y «El Pozo de María». El fondo llevaba seco cincuenta años.
—Mira.
Cogiendo su brazo, Mealey se inclinó hacia delante.
De las áridas rocas brotaba una cristalina fuente. Hubo un singular silencio. Bajándose después, Mealey cogió agua entre las manos y la bebió como si cumpliese un rito.
—Pruébala, Francisco. Debemos agradecer el privilegio de figurar entre los primeros.
Francisco encorvóse y bebió. El agua era dulce y fresca.
Sonrió.
—Tiene buen gusto.
Mealey miróle con discreta indulgencia y no sin cierto airecillo protector.
—Yo, amigo, diría un gusto celestial.
—¿Hace mucho que mana?
—Desde ayer por la noche, al ponerse el sol.
Francisco rió.
—Realmente, Anselmo, hoy eres como un oráculo délfico, lleno de portentos y signos. Vamos, cuéntamelo todo. ¿Quién te habló de esto?
Mealey movió la cabeza.
—No puedo… todavía…
—Pues me has despertado una condenada curiosidad.
Anselmo sonrió, complacido. Luego, recuperó su expresión solemne.
—Aún no puedo quebrantar los sellos, Francisco. Tengo que ver al deán Fitzgerald. Él debe entenderse con esto. Entre tanto, confío en ti y sé que respetarás mi confidencia.
Francisco conocía a su amigo harto bien para insistir más.
De vuelta a la ciudad, Francisco, separándose de su camarada, fue a Glanville Street, a visitar a un enfermo. Un muchacho llamado Owen Warren, miembro de su Círculo, había recibido un golpe en una pierna durante un partido de fútbol, unas semanas antes. El joven —un mozo pobre y mal nutrido— no dio importancia a la lesión. Cuando se apeló al médico de la Beneficencia, ya la herida se había convertido en una peligrosa úlcera en la espinilla.
Esto trastornó a Francisco, tanto más cuanto que el doctor Tulloch no osaba emitir un pronóstico. Aquella tarde, preocupado con consolar a Owen y a su disgustada madre, olvidó por completo la extraña e inconclusa excursión de poco antes.
Pero, a la siguiente mañana, altas y conminatorias voces en la estancia del deán le hicieron recordar el incidente.
La Cuaresma constituía una dura penitencia para Fitzgerald. Era hombre justo y ayunaba, mas el ayuno sentaba mal a su cumplido y elegante cuerpo, acostumbrado al estímulo de ricos y nutritivos jugos. Mal de salud y mal de humor, se recogía en la rectoría, sus ojos turbios no querían reconocer a nadie, y cada noche marcaba con una cruz una fecha del calendario.
Aunque Mealey gozase de alto favor ante el deán, exigía considerable destreza abordarle en la tal ocasión. Francisco oyó la voz de Anselmo responder, persuasiva e impetrante… a la irascible brusquedad del deán. Al fin la voz suave triunfó. Como gota de agua —reflexionó Francisco— horadando el granito a fuerza de insistencia.
Una hora después, el deán, muy mal humorado, salió de su estancia. El Padre Mealey le aguardaba en el vestíbulo. Salieron juntos en un coche de alquiler hacia el centro de la ciudad. Tres horas estuvieron ausentes. Cuando volvieron era la hora de almorzar y, por una vez, el deán quebrantó su rutina sentándose a la mesa de los coadjutores. Aunque nada comió, pidió una taza grande de café francés, su único lujo en un desierto de mortificaciones. Sentado de lado, cruzadas las piernas, su figura elegante y apuesta difundía, mientras apuraba el negro y aromático brebaje, un ambiente de calidad, casi de camaradería, como si estuviese algo fuera de sí mismo en virtud de una interna e intensa exaltación. Dijo, reflexivo, a Francisco y al sacerdote polaco (y era notable que incluyese al Padre Slukas en su mirada amistosa):
—Debemos dar las gracias al Padre Mealey por su persistencia ante mi incredulidad, un tanto violenta. Es mi deber, naturalmente, mantener el más completo escepticismo respecto a… ciertos fenómenos. Pero nunca había visto, ni esperado ver, semejante manifestación en mi propia Parroquia.
Se interrumpió, tomó la taza de café e hizo un generoso ademán de renuncia, dirigiéndose a su primer coadjutor.
Le asiste a usted el derecho de contarlo todo, Padre. El color algo subido del día anterior persistía en la faz de Mealey. Aclaróse la garganta y comenzó, con voz viva y ponderada, como si el incidente que describía requiriese su más formal elocuencia:
—Una de nuestras feligresas, una joven que lleva algún tiempo enferma, salió de paseo el lunes de esta semana. Como deseamos, ante todo, ser precisos, diré que era el 15 de marzo, y la hora, las tres y media de la tarde. El motivo de la excursión no era ocioso, pues esa muchacha es un alma devota y ferviente, no inclinada a cosas perniciosas o superfluas. Iba a pasear y a tomar el aire puro, de acuerdo con las instrucciones de su médico, el doctor Guillermo Brine, que vive en el número 42 de Boyle Crescent y que, nos consta, es un médico de intachable y, aun puedo decir, de altísima integridad.
El Padre Mealey bebió un poco de agua y continuó:
—Cuando la joven volvía de su paseo, murmurando una plegaria, acertó a pasar por el punto llamado «Pozo de María». Caía el crepúsculo y los últimos rayos del sol iluminaban con pura radiación el encantador paisaje. La joven se detuvo para admirarlo, y he aquí que, de pronto, vio, con sorpresa, a una dama vestida de blanco, con un manto azul y una diadema de estrellas sobre fa frente. Guiada por un santo instinto, la católica muchacha se postró de rodillas. La dama le sonrió con inefable ternura y le dijo: «Hija mía, tú, aunque enferma, eres de las elegidas», y luego, volviéndose, pero hablando todavía con la muchacha, que seguía atónita y respetuosa, añadió: «¿No es triste que este pozo que lleva mi nombre esté seco? Recuerda que, para ti y para los que son como tú, ocurrirá lo que vas a ver». Y con una última y bella sonrisa desapareció. En aquel instante, una fuente de agua exquisita brotó de la estéril roca.
Cuando Mealey concluyó se produjo un silencio. El deán expuso:
—Como dije, abordamos esta delicada materia con la mayor incredulidad. No esperamos milagros a la vuelta de cualquier esquina. Las jóvenes suelen ser románticas y el nacimiento de la fuente podía ser una simple coincidencia. Sin embargo —y su acento denotaba profunda satisfacción— acabo de realizar un largo interrogatorio a la muchacha, en compañía del Padre Mealey y el doctor Brine. Como pueden ustedes imaginar, esa visión solemne produjo una gran conmoción en la joven. Hubo de guardar cama en seguida, y en cama permanece desde entonces.
Su voz se hizo más lenta y rebosaba inmensa significación.
—Aunque la joven está contenta y normal y parece físicamente bien nutrida, en todos estos cinco días no ha comido ni bebido.
Guardó el silencio que tal hecho merecía y prosiguió:
—Además… además les aseguro que muestra inequívocamente los benditos estigmas. Es demasiado pronto para hablar aún, mientras no se recojan pruebas concluyentes; pero —continuó con aire de triunfo— tengo un fuerte presentimiento, rayano casi en certeza, de que en esta Parroquia hemos sido favorecidos por el Altísimo participando en un milagro comparable, y acaso de tan vasto alcance, como los que dieron a nuestra religión la recién encontrada gruta de Digby y el más antiguo e histórico santuario de Lourdes.
Era imposible no sentirse afectado por el vivo relato.
—¿Quién es la joven? —preguntó Francisco.
—Carlota Neily.
Francisco miró al deán. Abrió los labios y volvió a cerrarlos.
Se hizo un impresionante silencio.
Los días siguientes aportaron nuevas emociones a la rectoría. Nadie hubiera podido ser más apto para afrontar aquella crisis que el deán Gerardo Fitzgerald. Aunque hombre de sincera devoción, era discreto también en materias mundanas. Larga y bien ganada experiencia en el Consejo Local de Enseñanza y en los organismos urbanos le daban diestras maneras de afrontar los asuntos temporales. No permitió que trasluciese al exterior ningún detalle del suceso, ni aun a los medios parroquiales. El deán era dueño de la situación. Sólo obraría cuando todo estuviese dispuesto.
El suceso, tan milagrosamente insólito, le infundía un hálito de nueva vida. En muchos años no había conocido tal satisfacción interior en lo espiritual y en lo material. En el deán había una extraña mezcla de piedad y de ambición. Sus excepcionales atributos parecían destinarle a una gran carrera en la Iglesia. Y él anhelaba esa carrera acaso tanto como el progreso de la Santa Iglesia misma. Agudo erudito en la historia contemporánea, a veces se comparaba para sí con Newman. Sin duda, merecía igual eminencia… Y, no obstante, permanecía estancado en Santo Domingo. La sola distinción obtenida, la recompensa de veinte brillantes años, había sido el modesto ascenso a la categoría de deán, título infrecuente en la Iglesia Católica y que a menudo le perturbaba en sus viajes fuera de la ciudad, haciéndole ser confundido con un clérigo anglicano, lo cual le enojaba mucho.
Quizás advirtiese que, aunque se le admiraba, no se simpatizaba con él. Cada día sentíase más decepcionado. Procuraba resignarse, pero, aun en los momentos en que, inclinando la cabeza, decía: «Hágase tu voluntad, Señor», en el fondo, más allá de su humildad, pensaba: «A estas alturas ya debían haberme dado la muceta».
Ahora cambiaba. Que le dejasen en Santo Domingo.
Santo Domingo se convertiría en un santuario esplendente. Tomaba a Lourdes por modelo y, más recientemente aún, recordaba el extraordinario caso de Digby, en Middlands, donde la fundación de una gruta milagrosa, con muchas curaciones auténticas, había convertido la mezquina aldea en una floreciente población y elevado, a la vez, una parroquia desconocida, pero afortunada, a la categoría de institución nacional.
El deán se entregaba a espléndidas visiones de una ciudad nueva, una gran basílica, un triduo solemne. Veíase a sí mismo entronizado con rígidas vestiduras… Pero pronto se recobró y aplicóse a proveer los medios oportunos. Su primer acto fue situar en casa de Carlota Neily a una monja dominicana, la Hermana Teresa, mujer discreta y de confianza. Tranquilizado por los impecables informes de la monja, el deán empezó a tocar los aspectos legales. Por fortuna, el «Pozo de María» y todas las tierras adyacentes pertenecían al patrimonio de la rica y antigua familia de los Hollis. El capitán Hollis no era católico, pero estaba casado con una católica: la hermana de sir Jorge Renshaw. Mostróse, pues, amistoso y bien dispuesto. Él y su procurador. Malcolm Glennie, mantuvieron durante varios días prolongadas conferencias con el deán, ayudándole en sus tratos con jerez y galletas. Al fin se logró un arreglo amistoso y justo. El deán no tenía personal interés en el dinero. Mirábalo despectivamente, como una impureza. Pero las cosas que el dinero podía adquirir sí eran importantes, y él necesitaba asegurar el futuro de su espléndido proyecto. Nadie, no siendo un necio, podría ignorar que el valor de aquellas tierras iba a elevarse a las nubes.
El último día de las negociaciones, Francisco se topó con Glennie en el corredor del piso alto de la rectoría. Se hallaba sorprendido viendo a Glennie encargado de los asuntos de los Hollis. Mas el procurador, al establecerse, había comprado los negocios de una antigua firma, con el dinero de su mujer, y pronto logró una cartera de primera línea.
—Hola, Malcolm —dijo Francisco, tendiéndole la mano. Me alegro de verte.
Glennie le correspondió con efusión.
—Pero me sorprende —añadió Francisco— verte en la casa donde se venera a la Virgen.
El procurador respondió con una tenue sonrisa. Tartamudeó:
—Soy hombre liberal, Francisco… y, además, tengo que ganarme los peniques.
Callaron. Francisco había pensado con frecuencia en reanudar la amistad con los Glennie. La muerte de Daniel le disuadió, y aún le disuadió más un encuentro casual con la señora Glennie en Tynecastle. Cuando él cruzaba la calle para saludarla, ella, viéndole con el rabillo del ojo, huyó como si viera al diablo.
—Me entristeció mucho —dijo Francisco— enterarme de la muerte de tu padre.
—Sí, sí. Le echamos mucho de menos. Claro que, el pobre, era un fracasado tan grande…
—¿Fracasado quién va derecho al cielo? —bromeó Francisco.
—Sí, claro… Supongo que estará allí.
Glennie manoseó vagamente el emblema que llevaba en la cadena de su reloj. En lo físico, tendía ya a una anticipada madurez, con la faz abotagada, los hombros y el vientre caído, el escaso cabello peinado a tiras, a lo ancho, sobre su cráneo calvo. Pero sus ojos, aunque ligeramente evasivos, eran taladradores y agudos. Mientras se encaminaba hacia la escalera, hizo a Francisco una tibia invitación.
—Visítanos cuando puedas. Estoy casado y tengo dos hijos, como ya sabrás… Mi madre vive con nosotros.
Malcolm Glennie tenía un interés particular en la beatífica visión de Carlota Neily. Desde su primera juventud venía acechando pacientemente la oportunidad de adquirir riqueza. Había heredado la ardiente avaricia de su madre y parte de su acendrada astucia. Olía dinero en aquello que juzgaba una ridícula patraña papista. Lo excepcional del caso le convencía de sus posibilidades. Allí estaba su oportunidad, a punto de caerle en las manos como un fruto maduro. No se presentaría de nuevo en toda una vida.
Mientras trabajaba con interés para su cliente, Malcolm recordó que todos habían olvidado una cosa. Secretamente, y con grandes gastos, hizo ejecutar un reconocimiento geológico del lugar. Entonces se confirmó lo que él había sospechado. Aquel manantial llegaba a la finca recorriendo una remota y más alta extensión de tierra de brezales.
Malcolm no era rico aún. Mas, reuniendo todos sus ahorros e hipotecando su casa y negocio, reunió lo bastante para adquirir una opción de compra de aquella tierra. Le constaba cuáles serían los resultados de un pozo artesiano abierto allí. El pozo nunca se abriría, pero llegaríase a un acuerdo pecuniario con la amenaza de ese pozo, y tal acuerdo convertiría a Malcolm Glennie en un gran señor acaudalado.
Mientras el agua seguía fluyendo, cristalina y dulce, Carlota Neily persistía en su éxtasis, con sus estigmas y sin alimentarse y Francisco continuaba orando, meditativo, para que le fuese dado el don de la fe.
¡Si pudiese ser como Anselmo, que lo aceptaba todo, blanda y sonrientemente! Francisco creía, creía… mas sólo mediante un esfuerzo de fe debido a sus exploraciones en las casas míseras, tras de lo cual había de quitarse en el baño las pulgas que llenaban sus ropas… Pero nunca creía con facilidad, salvo cuando se hallaba con los enfermos, con los lisiados, con las gentes de aspecto ceniciento y vencido. La crueldad de la presente prueba, su dificultad en admitir el milagro, conmovía sus nervios y marchitaba en él la alegría de la plegaria.
Quien en verdad le conturbaba era la propia muchacha. Sin duda, Francisco tenía un prejuicio, porque la madre de Carlota Neily era hermana de Tadeo Gilfoyle. El padre de la joven era un sujeto versátil e inconsciente, piadoso pero irresoluto, hasta el punto de que a diario quitaba de su modesta cerería velas con que iluminar el altar de una capilla para que Dios le diera éxito en el negocio que, por otra parte, abandonaba. Carlota sentía por la Iglesia el mismo cariño que su padre. Más a Francisco le acometía una preocupante sospecha de que las cosas inherentes a la religión habían influido en los nervios de la muchacha. No negaba su intachable bondad, ni la puntualidad con que cumplía sus deberes religiosos. En cambio, recordaba que se lavaba mal y que le olía el aliento.
El siguiente sábado, mientras Francisco bajaba por Glanville Street, absurdamente deprimido, advirtió que el médico Tulloch salía del número 143, la casa de Owen Warren. Francisco llamóle y empezaron a caminar juntos.
Willie se había desarrollado con los años, pero, por lo demás, había cambiado poco. Lento, tenaz y recio, leal con sus amigos, hostil a sus enemigos, tenía, hombre ya, toda la sinceridad de su padre, pero poco de su simpatía y nada de sus modales. Sobre su rostro rubicundo y rudo, con una nariz defectuosa, campeaba una mata de ingobernable cabello. Su aspecto transparentaba laboriosidad y decoro. Su carrera médica, aunque no brillante, era buena. Le gustaba su profesión, pero despreciaba las ambiciones. Aunque hablaba a veces de «ver el mundo» y correr aventuras románticas en tierras exóticas, permanecía aferrado a su empleo en la Beneficencia, empleo que no le exigía almibaradas falsedades en las alcobas de los enfermos y le capacitaba para decir casi siempre lo que sentía. Anclábanle a su cargo la rutina y su natural propensión a vivir al día. Además, nunca ahorraba dinero. Su sueldo no era elevado, y gran parte de sus ingresos los gastaba en whisky.
Era muy descuidado en su porte. Aquella mañana no se había afeitado. Sus ojos aparecían sombríos en las hondas cuencas y todo su aspecto resultaba más desaliñado que de costumbre, como si lo hiciera en protesta contra el mundo. Dijo concisamente que Warren estaba peor y que había ido a cortarle una tira de tejido para su examen patológico.
Prosiguieron a lo largo de la calle, sumidos en uno de sus peculiares silencios mutuos. De pronto, en un impulso incontenible, Francisco relató la historia de Carlota Neily.
El semblante de Tulloch permaneció impertérrito. El joven médico andaba con los puños en los bolsillos, alto el cuello, baja la cabeza.
—Sí —dijo al fin—. Me lo había contado un pajarito.
—¿Qué opinas del caso?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Porque tú, al menos, eres sincero. Tulloch miró a Francisco de un modo raro.
—La religión —manifestó— no es feudo. He heredado un ateísmo muy satisfactorio… y confirmado por la sala de disección. Pero, si quieres que te hable con franqueza, te diré, con frase de mi padre: tengo mis dudas. Ahora bien: puesto que estamos cerca de la casa de esa moza, ¿por qué no vamos a verla los dos juntos?
—¿No te costará algún disgusto con el doctor Brine?
—No, Sally y yo lo arreglaremos mañana. En el trato con mis colegas he visto que lo mejor es obrar primero y contarlo después.
Dirigió a Francisco una extraña sonrisa.
—Sin embargo —añadió—, si temes que tus superiores…
Francisco se sonrojó, pero dominó su respuesta y dijo, un momento más tarde:
—Sí, lo temo. No obstante, iré.
Resultó sorprendentemente fácil el acceso. La señora Neily, agotada por una noche en vela, dormía. Neily, por una vez, estaba en su negocio. La Hermana Teresa, mujer baja, plácida y amable, abrió la puerta. Procedía de un distrito remoto de Tynecastle y no conocía a Tulloch, pero sí reconoció y admitió en el acto a Francisco. Llevólos al inmaculadamente limpio aposento donde Carlota descansaba sobre impolutas almohadas, bien lavada, vestida con un camisón de noche. Brillaban los remates de bronce del lecho. La Hermana Teresa, no poco orgullosa de la limpieza reinante —que a ella se debía—, inclinóse sobre la muchacha.
—Querida Carlota, el Padre Chisholm viene a visitarla y trae un médico muy amigo del doctor Brine.
Carlota sonrió. Su sonrisa, consciente, vagamente lánguida y, a la par, preñada de un curioso arrobo, iluminaba el rostro pálido, ya luminoso de por sí, inmóvil sobre la almohada. Era profundamente impresionante. Francisco sintió una punzada de auténtica compunción, seguro ya de que existía en aquel cuartito blanco algo ajeno a los límites de la experiencia usual.
—¿No le importa que la reconozca, Carlota? —preguntó amablemente Tulloch.
A su voz aquietóse la sonrisa de la muchacha. No se movió. Tenía ese asentado reposo propio de la persona a quien se mira, que se sabe mirada y que, sin embargo, se nota, lejos de conturbarse, exaltada por el hecho mismo de que la miren. Era como una soñadora y elevada percepción de la deferencia y reverencia dominante en los espectadores. Los pálidos párpados de la joven se agitaron. Su voz sonaba impertérrita, remota:
—¿Por qué ha de importarme, doctor? Encantada… No soy digna de haber sido escogida como instrumento de Dios… pero, puesto que lo he sido, me someto con alegría.
Permitió al respetuoso Tulloch que la reconociera.
—¿No come usted nada, Carlota?
—No, doctor.
—¿No siente apetito?
—No pienso en comer. Me sostiene una gracia interior.
La Hermana Teresa dijo, dulcemente:
—Les, aseguro que no ha probado bocado desde que vine a esta casa.
Prodújose un silencio en el tranquilo cuarto. Tulloch se enderezó, echándose hacia atrás el tumultuoso cabello. Murmuró con sencillez:
—Gracias, Carlota. Gracias, Hermana Teresa. Les estoy muy reconocido por su amabilidad.
Fue hacia la puerta de la alcoba. Francisco se aprestó a seguirle, pero una sombra se cernió sobre la faz de Carlota.
—¿No quiere examinarme usted, Padre? Mire mis manos, los pies están lo mismo.
Extendió, gentil e inmoladoramente, los brazos. En sus pálidas manos se veían inequívocas señales de clavos.
Fuera, Tulloch mantuvo su actitud de reserva. No habló hasta que llegaron al final de la calle. Entonces, en el punto donde los dos amigos debían separarse, manifestó con voz rápida:
—Supongo que te interesa mi opinión. Es ésta: se trata de un caso que linda, si no las rebasa, con las fronteras de lo patológico. Es una manía depresiva en la fase de la exaltación.
Su compostura, su perfecto autodominio, le abandonaron. Se le congestionó la vulgar y rubicunda faz. Sus palabras brotaban casi ahogadas:
—¡Que se vaya al diablo! Cuando pienso en ella, encajada en esa tonta santidad, como un ángel anémico en un saco de harina, y recuerdo al pobre Owen Warren, tendido en una sucia buhardilla, con un dolor de mil diablos en su gangrenada pierna y la amenaza de un sarcoma maligno sobre él, me falta poco para estallar. Acuérdate de esto cuando reces. Probablemente irás ahora a hablar del caso a tus superiores… Yo me voy a casa a beber unas copas.
Y se alejó, presuroso, antes de que Francisco pudiera replicar. Aquella misma noche, al salir éste del Oficio de tinieblas, una llamada urgente le esperaba en el vestíbulo de la rectoría. Con un presagio de infortunio subió las escaleras hasta el despacho. El deán, malhumoradísimo, se desfogaba recorriendo la alfombra a pasos cortos y exasperados.
—¡Estoy asombrado e indignado, Padre Chisholm! No esperaba esto de usted. Me hiere muchísimo el pensar que, recogiendo en la calle a un médico ateo…
—Lo siento —respondió Francisco, hablando con dificultad—. Pero es… es amigo mío…
—Lo cual, en sí, ya resulta muy reprensible. Encuentro extraordinariamente impropio que uno de mis coadjutores tenga amistad con un sujeto como el doctor Tulloch. —Somos amigos de la infancia…
—No vale la excusa. Me siento ofendido y desilusionado. E irritadísimo, y justificadamente. Desde el principio, la actitud de usted hacia ese gran acontecimiento ha sido fría y nada simpatizadora. Casi parece que está usted celoso de que el descubrimiento haya sido hecho por el primer coadjutor. ¿O hay algún motivo más hondo tras su manifiesto antagonismo?
Una sensación de culpa descendió sobre Francisco.
Comprendía que el deán acertaba. Balbuceó:
—Estoy disgustadísimo. No soy incrédulo. Preferiría ser, antes cualquier cosa. Pero confieso que me roe una inquietud interna… Por eso estoy conturbado. Por eso llevé a Tulloch a la casa. Tenía dudas…
—¿Dudas? ¿Niega usted los milagros de Lourdes?
—No. Son indiscutibles. Reconocidos por médicos de todos los credos.
—Entonces ¿por qué se opone usted a la oportunidad de crear otro monumento de fe… entre nosotros mismos? —inquirió el deán, con el ceño más ensombrecido aún—. Si niega usted los aspectos espirituales del caso, al menos respete los hechos físicos. ¿Imagina usted que una muchacha puede resistir nueve días sin comer ni beber y seguir estando bien y perfectamente nutrida, a menos de que reciba otro sustento?
—¿Qué sustento?
—Sustento espiritual —enojóse el deán—. ¿No recibía Santa Catalina de Siena una espiritual bebida mística que sustituía a los alimentos terrenos? ¡Qué insufribles dudas! ¿No es natural mi enojo?
Francisco, inclinando la cabeza, dijo:
—Santo Tomás dudó. Y en presencia de todos los apóstoles. Llegó, incluso, a poner los dedos en el costado del Señor. Pero nadie se enojó por ello.
Una pausa repentina, pasmada. El deán palideció, más recobróse en seguida. Bajando la cabeza hacia su escritorio, manoseó algunos papeles, sin mirar a Francisco. Dijo luego, con voz sofocada:
—No es la primera vez que se opone usted a sus superiores. Está usted adquiriendo muy mala nota en la diócesis. Puede irse.
Francisco salió con una sensación Terrible de hallarse cargado de defectos. Le acometió el impulso repentino de ir a contar sus cuitas al obispo MacNabb. Pero reprimióse. Mac el Bronco no era ya accesible como antes. Su nuevo y alto cargo debía de ocuparle lo bastante para no permitirle resolver las perplejidades de un mal coadjutor…
Al día siguiente, domingo, en la misa mayor, a las once, el deán Fitzgerald dio la noticia del milagro en el mejor sermón de su vida.
La sensación fue inmediata y tremenda. Toda la congregación permanecía a la puerta del templo, hablando con voces contenidas, sin resolverse a dispersarse. Formóse una procesión espontánea que, encabezada por el Padre Mealey, se dirigió al «Pozo de María». Por la tarde se reunieron grupos ante la casa de Neily. Un buen grupo de muchachas de la Hermandad a que pertenecía Carlota se arrodillaron en la calle, rezando el rosario.
Por la noche consintió el deán en recibir a los representantes de la Prensa, muy curiosos. Se condujo con dignidad y tacto. Ya era estimado en la ciudad como un sacerdote de gran espíritu cívico, y ahora causó una gran impresión. A la mañana siguiente los periódicos le concedieron generoso espacio. Figuraba en la primera plana de «La Tribuna» y tenía un elogioso doble título en las páginas centrales de «El Globo». «Otro Digby» proclamaba el «Heraldo de Northumberland». «Una gruta milagrosa ofrece esperanzas a miles de seres» decía el «Eco de Yorkshire». El «Semanario de los Anglicanos» exponía, astutamente: «Esperemos pruebas ulteriores». Pero el «Times» londinense estuvo soberbio, publicando un documentado artículo de su redactor teológico en que se remontaba la historia del Pozo hasta Aidan y San Ethelwulfo. El deán irradiaba satisfacción. El Padre Mealey no pudo ni desayunarse, y Malcolm Glennie desbordaba de júbilo. Ocho días después visitó Francisco por la noche a tía Polly, en el pisito de Clermont, en el extremo septentrional de la ciudad. Hallábase cansado tras un largo día de andar por las sucias casuchas de su demarcación y se sentía muy deprimido. Había recibido por la tarde una nota en que Tulloch, concisamente, daba por desesperado el caso del joven Warren. La pierna del lesionado padecía sarcoma maligno. El muchacho no tenía salvación: era probable que no pasara del mes.
En Clermont mantenía Polly su indomable personalidad, y Ned era acaso un poco más difícil de tratar que de costumbre. Agazapado en su silla de ruedas, con una manta sobre las piernas, hablaba mucho y bastante tontamente. Habíase acordado al fin un arreglo con Gilfoyle para liquidar los restos de los intereses de Ned en la Taberna de la Unión. La suma era mezquina, pero Ned alardeaba de ella como una fortuna. La dolencia hacía que la lengua le resultase como demasiado grande para su boca, haciéndole hablar de un modo deplorablemente inarticulado.
Judit ya estaba en la cama cuando Francisco llegó y, aunque Polly nada dijo, en su actitud había una insinuación de que la niña había sido castigada por alguna travesura. Este pensamiento entristeció más aún al joven.
Daban las once cuando salió del piso. Ya había partido el último tranvía de Tynecastle. Volviendo a pie, un tanto abatidos los hombros bajo su disgusto final, pasó por Glanville Street. Al cruzar ante la casa de los Neily vio que el doble ventanal de su piso bajo, correspondiente al dormitorio de Carlota, estaba aún iluminado. Advirtió moverse figuras, vagas sombras a través de la amarilla persiana.
Un impulso de contrición le dominó. Oprimido al reconocer su obstinación, sintió el súbito deseo de ver a las Neily y excusarse ante ellas. Con poderoso instinto de reparación, cruzó la calle y subió los tres peldaños de la puerta. Alzó la mano hacia el aldabón, pero, luego, rectificando; empuñó el picaporte de antigua hechura. Había adquirido la facilidad, común a médicos y sacerdotes, de entrar sin anunciarse en las alcobas de los enfermos.
Del dormitorio, que se abría al recibidor, salía una vasta claridad de gas. Dio un suave golpe en el quicio de la puerta y entró en el cuarto. Y allí quedó, súbitamente petrificado.
Carlota, incorporada en el lecho, tenía ante sí una fuente ovalada, con un plato de natillas y una pechuga de pollo, y se aplicaba con ánimo a las vituallas. Su madre, envuelta en una bata de desvaído azul, se encorvaba, solícita, sirviendo a la muchacha cerveza fuerte.
La madre fue quien primero vio a Francisco. Paróse y lanzó un grito de terror que sonó como un relincho. Se llevó la mano a la garganta y dejó caer el vaso y la cerveza sobre la cama.
Carlota alzó la mirada que fijaba en la bandeja. Sus ojos claros se dilataron. Miró, boquiabierta, a su madre; empezó a gimotear y escondió el rostro bajo las sábanas, La fuente se estrelló en el suelo. Nadie había hablado. La garganta de la señora Neily se movía convulsivamente. Hizo un débil y estúpido esfuerzo para ocultar la botella entre su bata. Al fin murmuro.
—Era necesario que mantuviese a la chica de alguna manera… Hasta ahora no probaba nada… Es cerveza de la que se da a los enfermos…
Su traza de asustada culpa lo revelaba todo. Francisco se sintió desfallecido, rebajado, humillado. Le costó trabajo, encontrar las palabras.
—Supongo que ha alimentado usted a su hija todas las noches… cuando la monja se retiraba a descansar. —¡No, Padre! ¡Pongo a Dios por testigo de que no! Hizo un último esfuerzo para negar y luego, perdió por completo la cabeza.
—¿Y qué, si lo hice? ¡No iba a dejar morir a mi hija! ¡No, por nada del mundo! ¡San José bendito! Nunca habría dejado yo a la pobre hacer esto si hubiera sabido lo que iba a pasar… los periódicos, y la gente en la calle, y todo… Me alegro de que la cosa haya terminado. No,…, no sea duro con nosotros, Padre.
Francisco repuso en voz baja:
—Yo no soy quién para juzgarlas, señora Neily. Ella rompió a llorar.
Francisco esperó pacientemente a que el llanto decreciera. Sentado en una silla, junto a la puerta, miraba su sombrero, que sostenía entre las manos. Estaba abrumado por la locura de lo que había hecho aquella moza, por la locura de toda la vida humana. Cuando las dos mujeres se tranquilizaron, díjoles con voz amable:
—Cuéntenmelo todo.
La historia salió sofocadamente. Quien más habló fue Carlota.
Había leído en un bello libro de la biblioteca parroquial el caso de la beata Bernardette. Un día, pasando por el «Pozo de María», que era su paseo favorito, vio correr el agua. Primero pensó que era raro. Luego le impresionó la coincidencia. El agua, Bernardette, ella misma… Experimentó un sobresalto. En cierto modo, casi imaginó ver a la Santísima Virgen. De vuelta en casa, cuanto más pensaba en ello más segura se sentía. Pálida y temblorosa, hubo de acostarse y mandó llamar al Padre Mealey. Y, apenas sin darse cuenta, ya estaba relatado todo el suceso.
Aquella noche permaneció sin cesar en una especie de éxtasis. Parecíale notar el cuerpo rígido y duro como una tabla. A la mañana siguiente, al despertar, tenía señales como de clavos en manos y pies. Con mucha frecuencia se le producían lesiones así, pero aquéllas eran diferentes.
Esto la convenció. Durante todo el día se negó a tomar alimento. Sentíase harto feliz y excitada para pensar en comer. Además, muchas santas habían vivido sin nutrirse. Esta idea se fijó en ella. Cuando el Padre Mealey y el deán supieron que vivía de la gracia del cielo —y acaso ella misma lo creyó—, advirtióse radiante. Era objeto de atenciones, vivía en un ambiente como de desposada… Pero, por supuesto, pasado algún tiempo, experimentó mucha hambre. No osaba desilusionar al deán y a Mealey, sobre todo a este último, que miraba el caso con tanto éxtasis… Lo dijo así a su madre y, como las cosas habían ido tan allá, la buena mujer no tuvo más remedio que ayudar a su hija. En resumen: Carlota tomaba todas las noches una buena comida, cuando no dos.
Pero, por entonces, las cosas habían ido aún más lejos.
—Al principio, Padre, como le he dicho, la cosa resultaba maravillosa. Lo más encantador era oír a las muchachas de la cofradía orando por mí al otro lado de la ventana…
Cuando los periódicos hablaron del caso, la joven se asustó realmente. Lamentaba haber tenido aquella ocurrencia. Era difícil engañar a la Hermana Teresa. Las señales de las manos se disipaban y la excitada mujer se abatía, se deprimía…
Un nuevo torrente de sollozos dio fin a la deplorable revelación, tosca como el escrito de un hombre inculto en un muro.
La madre intervino:
—No dirá esto al deán, ¿eh, Padre?
Francisco no estaba colérico, sino triste y singularmente apiadado. ¿Por qué habría ido tan lejos el malhadado asunto? Suspiró.
—Yo no diré una palabra, señora Neily…, pero creo que ustedes deben decirlo.
El terror reapareció en los ojos de la mujer.
—No, no. ¡Por amor de Dios, no, Padre!
Él, serenamente, explicó que debían confesarse, puesto que el plan del deán no podía erigirse sobre un embuste, y especialmente sobre un embuste que tardaría muy poco en ser palmario. Las consolaba con la reflexión de que los nueve días de público asombro no tardarían en alejarse y ser olvidados.
Se separó de ellas una hora después, algo apaciguados todos, y llevándose la franca promesa de que las mujeres seguirían su consejo. Pero mientras se encaminaba a la rectoría, retumbantes sus pasos en las vacías calles, dolíale el corazón pensando en el desengaño del Padre Fitzgerald.
Transcurrió el día siguiente. Francisco estuvo visitando enfermos toda la jornada y no había hablado con el deán. Pero, dentro de la rectoría, parecía flotar una especie de suspensa animación. Él reparaba en aquel inconfundible ambiente.
A las once de la mañana del otro día. Malcolm Glennie irrumpió en el cuarto del joven.
—¡Francisco! Es menester que me ayudes. El deán no quiere continuar su proyecto. ¡Vete, por Dios, y háblale!
Glennie estaba disgustadísimo. Palidecía, sus labios se agitaban, sus ojos parecían extraviados. Tartamudeó:
—No sé… qué le pasa. Debe de haberse vuelto loco. ¡Un plan tan bueno, que proporcionaría tantos beneficios!…
—No tengo influencia alguna sobre el deán.
—Sí la tienes: te aprecia mucho y eres un sacerdote… Te debes a tu grey. Este milagro será útil para los católicos.
—Poco te interesa eso, Malcolm.
—Sí me interesa —balbuceó Glennie—. Soy un hombre liberal. Admiro el catolicismo. Es una religión muy bella. A menudo he deseado… ¡Oh, Francisco, por amor de Dios, ven pronto, antes de que sea demasiado tarde!
—Lo siento, Malcolm. Ésta es una decepción para todos nosotros.
Y, apartándose, se dirigió a la ventana.
Al fin, Glennie perdió el dominio de sí mismo. Aferró el brazo de Francisco e impétrale[7] abyectamente:
—No me abandones, Francisco. Tú se lo debes todo a mi familia… He comprado un poco de tierra, he puesto todos mis ahorros en ello, y resulta que lo comprado no valdrá nada si el plan se deshace. ¡Piensa en mi familia arruinada, en mi pobre madre! Piensa que ella fue quien te sacó adelante, Francisco. Anda, persuade al deán, te lo ruego… Haré cuanto quieras; incluso me convertiré al catolicismo para recompensarte.
Francisco seguía mirando por la ventana, sujetando la cortina con la mano, fijos los ojos en el campanario de la iglesia, rematado en una cruz de piedra parda. Un sombrío pensamiento atravesó su mente. ¿Qué no haría por dinero el género humano?
Glennie se sintió exhausto, al fin. Convencido de que nada obtendría de Francisco, esforzóse en salvar los restos de su dignidad. Sus maneras se alteraron.
—No me ayudas, ¿verdad? Bien: te lo tendré en cuenta. Ya me entenderé con todos vosotros. ¡Sí, cuésteme lo que me cueste!
Se detuvo, camino de la puerta, convulsa la faz por la malevolencia.
—Debí haber esperado que mordieses la mano que te dio de comer. ¿Qué se va a esperar de una turba de puercos papistas?
Y salió dando un portazo.
Dentro de la rectoría persistía un ambiente de cosa huera, esa especie de vacío en que las gentes pierden sus contornos definidos y se convierten en seres insubstanciales y transitorios. Los criados se movían de puntillas, como en la casa donde hay un difunto. El sacerdote lituano parecía desconcertado en extremo. Mealey andaba con los ojos bajos. Había recibido un grave golpe. Pero se mantenía en silencio, lo cual, en persona tan efusiva por naturaleza, significaba algo singular. Si hablaba, era de otros asuntos. Procuraba absorberse apasionadamente en su labor, en el Centro Misional.
Durante una semana después del exabrupto de Glennie, Francisco no se halló con Fitzgerald. Luego, una mañana, al entrar en la sacristía, vio al deán quitándose los ornamentos sagrados. Los monaguillos se habían ido y ambos sacerdotes estaban solos.
A pesar de su personal humillación, el deán había manejado el hecho con consumado tacto, consiguiendo, incluso, que dejara de ser un verdadero desastre. El capitán Hollis, sin vacilar, consintió en rescindir los contratos. Se buscó un empleo para Neily en una población distante, lo cual era el primer paso para retirar discretamente de la circulación a la familia. El clamor periodístico fue callado con habilidad. El domingo subió Fitzgerald de nuevo al púlpito. Afrontando a la silente congregación predicó sobre el tema… «¡Oh, hombres de poca fe!».
Serenamente, con creciente intensidad, desenvolvió su tesis. ¿Qué necesidad tenía la Iglesia de nuevos milagros? ¿No se había justificado ya, milagrosamente, a sí misma? Sus cimientos se apoyaban, sólidos, sobre los milagros de Cristo. Era, sin duda, grato e interesante hallar una manifestación como la del «Pozo de María». Todos, él incluso, se habían dejado arrastrar por aquello. Pero pensándolo bien, ¿a qué tanto tumulto en torno a un solo capullo cuando la misma flor de los cielos se abría en la iglesia, ante los ojos de todos? ¿Eran los fieles tan débiles, tan pusilánimes en su fe, que necesitaban evidencias materiales? ¿Habían olvidado las solemnes palabras: «Benditos los que no vieron y creyeron»?
Fue una soberbia hazaña oratoria. Sobrepasó su triunfo el del domingo anterior. Sólo Gerardo Fitzgerald, que aún seguía siendo mero deán, sabía lo que le costaba.
Ahora, en la sacristía, el deán, al principio, parecía querer mantener su inflexible reserva. Pero, a punto de salir; ya su vestidura negra puesta sobre los hombros, Fitzgerald se volvió. A la clara luz de la sacristía, Francisco quedó sorprendido al ver profundas arrugas en el rostro bien formado de su superior, al advertir cansancio en sus ojos pardos y grandes.
—Aquello del milagro no era una mentira, Padre Chisholm, sino toda una trama de mentiras. Bien: hágase la voluntad de Dios.
Calló un momento.
—Es usted un buen hombre, Chisholm. ¡Lástima que seamos incompatibles!
Y salió de la sacristía, muy erguido.
Al finalizar la Pascua de Resurrección, el asunto estaba casi olvidado. Permanecía la barandilla blanca que se erigiera en torno al Pozo en el primer ardor del deán, pero la puertecilla de acceso estaba abierta y oscilaba patéticamente a impulsos del airecillo de primavera. Unas cuantas almas piadosas iban aún a orar y santiguarse con la chispeante agua, que proseguía manando.
Francisco, absorto en el intenso trabajo parroquial, se regocijaba al ver como él mismo olvidaba aquel caso. Gradualmente, el tumulto provocado en su ánimo se desvanecía. Sólo le quedaba en el fondo una cierta sensación de cosa desagradable que rápidamente reprimió y no tardó en enterrar por completo. A la sazón, su idea de conseguir un nuevo campo de deportes para los niños y jóvenes de la Parroquia había tomado forma tangible. Las autoridades municipales le habían ofrecido, a tal efecto, el uso de una parte del Parque Público. El deán Fitzgerald había dado su consentimiento. Y ahora Francisco estaba sumergido en un rimero de catálogos.
La víspera de la Ascensión recibió un aviso urgente de que fuera a visitar a Owen Warren. Se le entenebreció la faz. Levantóse en seguida dejando caer lo que tenía en el regazo. Aunque esperaba aquel aviso hacía muchas semanas, no lo temía menos. Fue rápidamente a la iglesia y, llevando el Viático, se apresuró por la ajetreada población hacia Glanville Street.
Su expresión era fija y triste. Vio a Tulloch paseando impaciente ante la casa de los Warren. Tulloch apreciaba también a Owen y parecía muy trastornado cuando Francisco se le aproximó.
—¿Por fin? —dijo Francisco.
—Sí, por fin —y añadió, como recordándolo de pronto—: Ayer se le formó un trombo en la arteria principal. Todo era inútil… hasta la amputación.
—¿Llego demasiado tarde?
—No —dijo Tulloch, con modales que denotaban una reprimida violencia, encogiéndose rudamente de hombros y precediendo a Francisco—. Pero, mientras venías, he subido tres veces a ver al muchacho. ¡Sube, por todos los demonios, si es que vas a subir!
Francisco siguió por las escaleras a su compañero. La señora Warren les abrió la puerta. Era una mujer flaca, cincuentona, ajada por las semanas de ansiedad, modestamente vestida de gris. El joven vio lágrimas en su rostro. Oprimió con emoción la mano de la mujer.
—Lo siento mucho, señora Warren. Ella rió de un modo débil, reprimido. —Entre, Padre.
El coadjutor, asombrado, pensó que el dolor había enloquecido momentáneamente a la mujer. Penetró en la estancia.
Owen se apoyaba en la cabecera del lecho. Sus extremidades inferiores, desvendadas, desnudas, estaban muy flacas, mostrando los estragos de la dolencia. Pero ambas aparecían intactas sin llaga alguna.
Atónito, Francisco miró como Tulloch alzaba la pierna derecha del muchacho y pasaba la mano por la sólida espinilla que el día anterior era un cúmulo de infectadas úlceras. No hallando respuesta en los retadores ojos del médico, Francisco, desconcertado, volvióse la mujer y advirtió que sus lágrimas eran lágrimas de alegría. La dichosa madre hacía signos afirmativos a través de su llanto.
—Esta mañana, antes de que nadie se levantase, abrigué bien a Owen y salimos… Ni él ni yo queríamos ceder… Él había creído siempre que, si yo pudiera llevarle al Pozo… Fuimos allí, oramos y hundimos su pierna en el agua. Cuando volvimos… ¡él mismo se quitó el vendaje!
En el cuarto había absoluto silencio. Owen fue quien, al cabo, lo rompió:
—No olvide anotarme en el nuevo equipo de cricket. Padre.
Ya en la calle, Willie Tulloch miró con ceño a su amigo.
—Debe de haber una explicación científica de ciertas cosas, una explicación más allá de los límites de nuestro conocimiento presente… Puede suponerse que un intenso deseo de curación… que una regeneración psicológica de las células…
Interrumpióse y su grande mano tembló sobre el brazo de Francisco.
—¡Oh Dios (si es que lo hay), cerremos nuestras malditas bocas a propósito de este caso!
Francisco no pudo descansar aquella noche. Sus ojos, de los que había huido el sueño, miraban la negrura que se extendía sobre su cabeza. ¡El milagro de la fe! Sí, la fe, por sí sola, era un milagro. Las aguas del Jordán, de Lourdes, del «Pozo de María», nada importaban por sí solas. Cualquier charco de fangoso líquido serviría para el caso, siempre que reflejase la faz de Dios.
De momento, el sismógrafo de su ánimo registraba tenuemente la conmoción. Había tenido un atisbo del conocimiento de la incomprensibilidad de Dios. Oró fervientemente:
¡Oh Dios —pensaba—, no conocemos ni siquiera el principio! Somos como minúsculas hormigas en un pozo sin fondo, cubiertas por un millón de capas de algodón, y, aun así, esforzándonos… esforzándonos en ver el cielo. «¡Oh Dios, bendito Dios, dame humildad… y dame fe!».