Llovía intensamente en las primeras horas de aquella tarde de un sábado de enero en que Francisco llegó a Shalesley, en el empalme ferroviario, a unas cuarenta millas de Tynecastle. Pero nada era capaz de amenguar el fervor y el entusiasmo de su espíritu. Mientras el tren desaparecía entre el agua neblinosa, Chisholm permaneció esperando en el húmedo y abierto andén, recorriendo con sus vivos ojos la completa soledad de la estación. Nadie había ido a esperarle. Sin desalentar, recogió su maleta y penetró en la calle mayor del poblado minero. No le costaría gran trabajo encontrar la iglesia del Redentor.
Era su primer nombramiento, su primer curato. Casi le parecía inverosímil. Su corazón cantaba… ¡Al fin, al fin! Recién ordenado, tomaba su puesto en la batalla en pro de las almas.
Aunque la había previsto, jamás había encontrado fealdad como la que le rodeaba. Shalesley consistía en largas filas grises de casas y en pobres tiendas de objetos baratos. Entre los edificios se intercalaban extensiones de tierra sin cultivar, montones de escorias, humeantes aún a pesar de la lluvia, varias tabernas y algunas capillas. Dominábanlo todo las altas chimeneas negras de las Factorías Carboníferas Renshaw. Pero Francisco se dijo que no le interesaba el lugar, sino la gente.
La iglesia católica se hallaba en la parte oriental del pueblo, cerca de las factorías, armonizando con la escena. Era un edificio grande, de ladrillo rojo sin pulimentar, con ventanas góticas pintadas de azul, con una roja techumbre de placa metálica ondulada y un mohoso campanario. A un lado estaba la escuela y, al otro, la rectoría, ante la que se extendía un trozo de jardín lleno de cizaña y protegido por un roto vallado.
Respirando con profunda excitación, Francisco se acercó a la pequeña y caduca casa y tiró de la campanilla. Tras alguna espera, y cuando iba a repetir la llamada, apareció una mujer gruesa, con un delantal a rayas azules. La mujer examinóle y se inclinó.
—¡Oh, es usted, Padre! Su Reverencia le espera. Entre aquí —y señalaba amablemente la puerta de una habitación—. Qué tiempo, ¿eh? Voy a terminar la comida…
Francisco entró en el cuarto. Sentado a una mesa cubierta de blanco mantel y ya servida, un sacerdote grueso y cincuentón interrumpió los impacientes golpes que daba con el tenedor y saludó a su nuevo vicario.
—Vaya, por fin ha llegado usted. Siéntese. Francisco tendió la mano.
—¿El Padre Kezer, supongo?
—¡Claro! ¿A quién esperaba encontrar? ¿Al rey Guillermo de Orange? Llega, usted a tiempo para la cena —y volviéndose hacia atrás gritó, en dirección a la contigua cocina—: ¡Señorita Cafferty! ¿Va usted a estar con sus preparativos toda la noche?
Dirigiéndose a Francisco, añadió:
—Vamos, siéntese ya. Deje ese aire de caído de las nubes. Supongo que sabrá jugar a las cartas. Me gusta hacer una partida por las noches.
Francisco sentóse a la mesa. Entró la Cafferty con una fuente tapada, llena de chuletas y huevos cocidos. El Padre Kezer se sirvió dos huevos y un par de chuletas. La señorita Cafferty puso otro plato para Francisco, y el Padre Kezer alargó la fuente a su coadjutor.
—Sírvase usted mismo y no haga remilgos. Aquí tendrá que trabajar de firme. Por lo tanto, coma.
Por su parte lo hacía rápidamente, sin dar descanso a sus fuertes y crujientes mandíbulas, ni a sus manos activas, pobladas de vello. Era recio, tenía la cabeza redonda y rapada, y la boca, grande. De su nariz chata, de anchas ventanillas, brotaban oscuros pelos, manchados de tabaco. Daba impresión de fuerza, de autoridad. Cada movimiento suyo era una obra maestra de inconsciente afirmación de sí mismo. Mientras, cortando un huevo en dos, se echaba la mitad a la boca, sus ojuelos examinaban a Francisco, juzgándole, como un carnicero pondera los méritos de un venado.
—No parece usted muy fuerte. Poco peso, ¿eh? No sé qué clase de coadjutores nos mandan ahora. El último era debilísimo. Merecía llamarse pulga y no Lee, porque no tenía los riñones de un insecto. Es la tontería continental lo que les arruina a ustedes. En mis tiempos… Bueno, los que salíamos de Maynoot éramos hombres.
—Espero —sonrió Francisco— que me halle usted fuerte de estómago y de miembros.
—Ya veremos —gruñó Kezer—. Cuando termine, vaya a confesar. Yo iré después. No habrá muchas confesiones hoy, con esta humedad. Mis feligreses son gente haragana que se agarran con gusto a cualquier excusa.
Ya en su cuarto del piso alto, de frágiles tabiques, amueblado con un macizo lecho y un enorme armario victoriano, Francisco lavóse la cara y manos en el manchado lavabo. Luego, se apresuró a bajar al templo. El Padre Kezer no le había dado una impresión favorable, pero reflexionó que debía ser ecuánime, porque las opiniones inmediatas son, a menudo, injustas. Largo rato permaneció en el frío confesionario, aún señalado con las letras F. Lee.
El nombre de su antecesor, oyendo batir la lluvia en el techo de metal. Al fin, saliendo de aquél, recorrió la vacía iglesia. El espectáculo era deprimente: el templo estaba desnudo como un granero, y no muy limpio. Se había realizado un desdichado intento de fingir mármoles en la nave con una pintura verde oscura. La imagen de San José había perdido una mano, luego torpemente reparada. El Vía Crucis estaba representado con deplorables pinturas. En el altar, unas chillonas flores de papel, dentro de mohosos jarrones de bronce, eran una ofensa para los ojos. Pero tales penurias no hacían sino agrandar la oportunidad de Francisco. El tabernáculo no faltaba. Y Francisco se arrodilló ante él con palpitante fervor, ofreciéndole su vida.
Habituado al culto ambiente de San Morales, especie de casa de reposo para predicadores e intelectuales, hombres bien nacidos y educados que se movían entre Madrid, Londres y Roma, Francisco encontró los primeros días de su empleo cada vez más espinosos. Kezer no era hombre de trato fácil. Irascible por naturaleza e inclinado a la adustez, la edad, la experiencia y su fracaso en el intento de ganarse el afecto de su grey le habían tornado duro como el acero.
Antaño había tenido una excelente parroquia en la Población playera de Eastclife. Pero se manifestó tan antipático, que las gentes de nota de la población pidieron al obispo que lo trasladase. El incidente, primero muy amargamente lamentado por Kezer, acabó convirtiéndose para él en un acto de sacrificio personal. Solía comentar, espiritualmente: «Por mi propia: voluntad descendí del trono a las gradas… ¡Pero aquéllos sí que eran buenos tiempos!».
La Cafferty, su cocinera y ama de llaves, le era muy adicta. Llevaba años con él. Le comprendía, era de su misma índole, recibía y devolvíale cordialmente sus bufidos, y se estimaban entre sí. Cuando él iba a pasar sus seis semanas anuales de vacaciones en Harrogate, autorizaba a su ama para que fuese a pasar con su propia familia las suyas.
Personalmente, los hábitos de Kezer eran poco refinados. Andaba a pasos recios por su dormitorio, abría y cerraba con estrépito el cuarto de baño. En toda la casa repercutían sus sonidos.
La Parroquia era pobre, la iglesia tenía fuertes deudas y, a pesar de una rígida economía, Kezer se veía y se deseaba para atender a todas las necesidades. Por lo tanto, asistíale legítima razón en lo concerniente a exponer el caso ante sus feligreses. Pero su genio vivo era mal sustituto del tacto. En sus sermones, sólidamente plantado sobre los pies, la cabeza agresivamente echada hacia atrás, fustigaba a su escasa grey por su indiferencia.
Y, tronitoso, hacía la colecta por sí mismo, mirando, acusador, a sus feligreses mientras les ponía delante la bandeja.
Sus peticiones habían provocado una acre disensión entre él y los fieles. Cuanto más vociferaba, menos daban ellos. Furioso, planeaba nuevos medios, e intentó estimular los donativos distribuyendo entre los fieles sobrecitos de papel tela. Cuando le dejaron los sobres vacíos, él, furioso, exclamó:
—¡Cómo tratan al Señor!
En aquel encapotado cielo financiero había, no obstante, un brillante sol.
Sir Jorge Renshaw, propietario de las factorías de Shalesley y de otras quince minas de carbón en el condado, no sólo era hombre de inmensos recursos, y católico, sino, además, inveterado filántropo. Aunque su mansión señorial de Renshaw estaba a setenta millas de distancia, en el extremo de la región, la iglesia del Redentor había adquirido un puesto en su lista de dádivas. Todas las Navidades, con escrupulosa regularidad, llegaba un cheque de cien guineas al párroco Kezer.
Una Guinea —decía el sacerdote, saboreando la palabra—. No simples libras. Ah, ése sí que es un caballero.
Sólo había visto a sir Jorge dos veces, en ciertas reuniones de Tynecastle, muchos años atrás, pero hablaba de él con reverencia y unción. Acuciábale el temor latente de que el magnate, sin culpa del párroco, le cortara sus subvenciones.
A fines del primer mes que pasaba en Shalesley, el trato íntimo con el Padre Kezer empezó a influir en Francisco. Continuamente estaba en tensión nerviosa. No le extrañaba que el joven Padre Lee hubiera experimentado un trastorno neurótico. La vida espiritual del nuevo coadjutor quedaba abrumada, y su sentido de los valores, confundido. Miraba al Padre Kezer con creciente hostilidad. Entonces, reprendiéndose interiormente, esforzábase por tener humildad y obediencia.
Su trabajo parroquial era particularmente duro, sobre todo en invierno. Tres veces a la semana tenía que ir en bicicleta a Broughton y Glenburn, dos distantes aldehuelas, a fin de celebrar la misa, confesar y dar clase de catecismo en el local municipal. La indiferencia de los feligreses aumentaba sus dificultades. Hasta los niños se mostraban lánguidos, evasivos. Había mucha y muy descorazonadora pobreza; toda la Parroquia parecía hundida en una apatía insípida y trasnochada. Francisco decíase con vigor que no debía rendirse a la rutina. Consciente de su incapacidad e ineficacia, ardía en deseos de ayudar a aquellos pobres corazones, socorriéndolos y reanimándolos. Ansiaba encender una chispa, convertir las cenizas en fuego, aunque sólo fuese esto lo único que consiguiera.
Lo peor era que el párroco, astuto y atento, parecía notar, con una especie de adusto humorismo, las dificultades que el coadjutor hallaba, como si Kezer se dispusiera a reajustar el idealismo del otro fundiéndolo en su propio sentido práctico y común. Una vez que Francisco volvió, empapado y rendido, tras diez millas en bicicleta bajo el viento y la lluvia, con motivo de visitar a un enfermo en Broughton, el Padre Kezer condensó su actitud en una sola frase:
—Procurar salvar a la gente no es lo que usted pensaba, ¿eh? —y añadió con naturalidad—: Aquí no hay más que gentuza.
Francisco se sonrojó profundamente al responder:
—Cristo murió por la gentuza.
Profundamente trastornado, el joven trataba de infligirse mortificaciones. Comía poco, contentándose a menudo con té y una tostada. A veces despertaba en plena noche, torturado por sus inquietudes, y bajaba a la iglesia. Sombrío y silencioso, bañado en pálida luz lunar, el austero edificio perdía su desagradable crudeza. Francisco, arrodillándose, oraba con impetuosa violencia, pidiendo a Dios valor para afrontar las tribulaciones de los comienzos y cuando, al fin, miraba la herida figura de la cruz, viéndola paciente, sufridora, suave, sentía su alma llena de paz.
Una vez, poco después de medianoche, mientras, tras una de aquellas visitas, subía de puntillas las escaleras, halló al Padre Kezer esperándole. El párroco, con sus ropas de dormir y un abrigo encima, empuñando una vela, estaba plantado sobre sus peludas piernas en el descansillo, cerrando con enojo el camino.
—¿Qué está usted haciendo?
—Voy a mi cuarto.
—¿Dónde ha andado?
—En la iglesia.
—¡Cómo! ¿A esta hora de la noche?
—¿Por qué no? —sonrió Francisco—. No creo despertar con ello a Nuestro Señor.
—No, pero me despierta a mí —dijo el párroco, montando en cólera—. No le permitiré esto. En mi vida he oído tal extravagancia. Yo gobierno una Parroquia, no una orden religiosa. Ore usted durante el día lo que quiera; mientras esté a mis órdenes, dedique la noche a dormir.
Francisco reprimió la fuerte respuesta que a la lengua le acudía. En silencio, se encaminó a su dormitorio. Si quería hacer algún bien en la Parroquia debía doblegarse y acatar a su superior. Procuró pensar sólo en las virtudes del Padre Kezer: su franqueza y decisión, su singular jovialidad, su castidad diamantina.
Pocos días después, escogiendo un momento que juzgó propicio, abordó diplomáticamente al párroco.
—He estado pensando, Padre… Este distrito está tan disperso… No hay sitios adecuados de diversión… ¿Por qué no formamos un círculo para los jóvenes de la Parroquia?
—¡Ajá! —exclamó el Padre Kezer, que estaba de buen humor—. Buscamos popularidad, ¿eh, muchacho?
—¡Oh, Dios mío, no! —repuso Francisco, procurando seguir la corriente al párroco, en su afán de lograr lo que deseaba—. No pretendo presumir. Pero un círculo podría retirar a los muchachos de las calles y a los hombres maduros de las tabernas, desarrollándolos física y socialmente, e incluso —y sonrió— infundiéndoles ganas de frecuentar la Iglesia.
—¡Ja, ja! —rezongó Kezer—. ¡Cómo se conoce que es usted joven! Me parece usted peor que Lee… En fin, haga lo que quiera. Pero las gracias que le dé esta gentuza podrá contarlas con los dedos de una mano.
—Le estoy muy reconocido, muy reconocido, Padre.
Sólo quería su permiso.
Con febril entusiasmo se aplicó Francisco a la tarea. Donald Kyle, director de la mina de Renshaw, era un escocés católico hasta las cachas, que había dado algunos signos de buena voluntad. Otros dos empleados de la mina eran también feligreses: Morrison, listero y encargado de pesos, cuya mujer a veces ayudaba en la rectoría, y Creeden, jefe del equipo de barreneros. El director dio a Francisco permiso para usar como local el botiquín de la mina tres noches a la semana. Con la ayuda de los otros dos, Francisco procuró despertar interés en pro del círculo. Todo el dinero propio que poseía no llegaba a dos libras, pero hubiera preferido morir a pedir la ayuda de la Parroquia. Escribió, pues, a Willie Tulloch, cuya profesión le ponía en contacto con los centros recreativos de Tynecastle, rogándole que le procurase algún equipo atlético viejo.
Desconcertado sobre el modo de iniciar la aventura, decidió por fin que nada atraería a los jóvenes tanto como un baile. En la sala había un piano y Creeden era excelente violinista. Fijó, pues, un cartel en la puerta de la Cruz Roja, y cuando llegó el jueves gastó su capital en montar un servicio de bollos, fruta y limonada.
El éxito de la reunión, tras los primeros momentos de dificultad, superó las más extremadas esperanzas. Tanta gente acudió al final que pudieron organizarse ocho turnos de lanceros. La mayor parte de los mozos no tenía zapatos y bailaba con sus botas mineras. En los intermedios se sentaban en los bancos adosados a la pared, enrojecidos y contentos, mientras las muchachas iban al bufete a refrescar. Al valsar cantaban la letra del baile. Un grupito de mineros que salían del trabajo, se reunieron a la puerta, mirando, blancos los dientes sobre sus rostros enhollinados. Al cabo, se unieron al cantar y uno o dos de los más decididos participaron en la danza. Fue una velada muy agradable.
En la puerta, con las «buenas noches» de todos repercutiéndole en los oídos, Francisco pensaba, inundado de trémula alegría: «Empiezan a animarse. Gracias a Dios, esto ha comenzado…».
A la siguiente mañana apareció el Padre Kezer, durante el desayuno, colmado de ira.
—¿Qué es lo que he oído? ¡Algo espléndido! ¡Un ejemplo regio! Debiera caérsele la cara de vergüenza.
Francisco le miró, asombrado.
—¿Qué quiere usted decir?
—Ya lo sabe usted. Esa infernal baraúnda que armó anoche.
—Me dio usted permiso… hace sólo una semana.
—No le di permiso —gruñó el párroco— para organizar un promiscuo rigodón en la misma puerta de mi iglesia. Bastante trabajo me cuesta ya mantener puras a las muchachas para que venga usted a introducir contactos y manoseos.
—Toda la velada fue inocente en absoluto.
—¡Inocente! ¡Por el Dios que nos oye! —El Padre Kezer estaba intensamente enrojecido, en su cólera—. ¿No sabe usted, pobre ingenuo, que esa clase de galanterías conducen a que se junten y enlacen cuerpos y piernas? Y eso despierta malos pensamientos en las mentes de los jóvenes. De ahí dimanan concupiscencias, carnalidad y lujuria.
La reprimida amargura de los últimos dos meses estalló en Francisco en una tempestuosa oleada.
—Es imposible encadenar a la Naturaleza. Si así se hace, ella se vuelve contra uno y le vence. Es natural y bueno que los jóvenes y las muchachas tengan trato y bailen juntos. Es un preludio natural de los noviazgos y del matrimonio. Debemos acostumbrarnos a educar el sexo y a procurar su unión lícita, no a huir de él como de una serpiente. Si se intenta, se fracasa y, además, se convierte en fangoso lo que es puro y limpio.
Un horrible silencio. Las venas del cuello del Padre Kezer estaban hinchadas, purpúreas.
—¡No permitiré a mis feligreses jóvenes que frecuenten las salas de baile!
—Entonces irán por los campos y las callejas.
—Miente usted —afirmó el Padre Kezer—. La castidad de los jóvenes de esta Parroquia se mantiene incólume. Sé lo que me digo.
—Sin duda —replicó Francisco con acritud—. Pero las estadísticas demuestran que en Shalesley hay más porcentaje de nacimientos ilegítimos que en toda la diócesis.
Pareció, un momento, que el párroco iba a sufrir un ataque. Abrió y cerró las manos convulsivamente, como buscando alguien a quien_ estrangular. Balanceándose un tanto sobre sus pies, alzó un dedo y apuntó con él a Francisco.
—Las estadísticas demostrarán también otra cosa. Y es que no habrá un solo círculo parroquial en cinco millas a la redonda de esta casa. Su hermoso plan queda concluido, aplastado. Ya lo sabe. Y, en este caso, no tengo más que una palabra.
Sentóse airadamente a la mesa y comenzó con furia su desayuno.
Francisco despachó la colación rápidamente y subió a su alcoba, pálido y conmovido. A través de los cristales polvorientos veía el botiquín donde se guardaba la caja de guantes de boxeo que, enviada por Tulloch, llegara la víspera. Todo inútil, prohibido… Una terrible emoción alzase en él. Pensó rápidamente: «No puedo seguir sometiéndome, no puede Dios permitir tal acatamiento. He de luchar, de imponerme al Padre Kezer, y no por mí mismo, sino por el bien de esta pobre y abandonada Parroquia». Le desgarraba un desbordante amor, un inconcebible anhelo de ayudar a aquellas infelices gentes, que eran su primera responsabilidad ante Dios.
Durante los días inmediatos, mientras cumplía las rutinas de la Parroquia, esforzóse febrilmente por levantar la interdicción[6] que pesaba sobre su círculo. Aquel círculo simbolizaba la emancipación de la Parroquia. Pero cuanto más él se empeñaba, más inexpugnable parecía la actitud del Padre Kezer.
Interpretando a su modo la calma de Francisco, el párroco mostraba un mal oculto júbilo. ¡Él sabía domarlos, hacer inclinar la cerviz a aquellos cachorrillos fatuos! El obispo comprendería lo que él valía viéndole devolver uno tras otro a tantos coadjutores. Su áspera sonrisa se ensanchó.
De improviso, Francisco tuvo una idea. Ocurriósele con fuerza abrumadora. Quizá fuese una probabilidad remota, pero podía triunfar. Su faz pálida se coloreó ligeramente. Casi prorrumpió en un grito. Con un gran esfuerzo pudo calmarse. «He de probar, he de probar —pensaba— tan pronto como concluya la visita de tía Polly».
Él había dispuesto que tía Polly y Judit fueran a pasar unos días en Shalesley durante la última semana de junio. Shalesley no era, ciertamente, un sitio muy saludable. Pero estaba a buena altura y el aire era puro. El fresco verdor de la primavera ponía en la local fealdad un toque de transitoria belleza. Y Francisco, sobre todo, deseaba dar a Polly un merecido descanso.
El invierno había sido duro para ella, en lo financiero y en lo físico. Según su propia frase, Tadeo Gilfoyle estaba arruinando la taberna, bebiendo más de lo que vendía, no exhibiendo justificantes y procurando quedarse para sí los restos del negocio. La dolencia crónica de Ned había tomado un sesgo inesperado: hacía dos meses que, paralítico de las piernas, le era imposible atender a nada. Confinado en una silla de ruedas, últimamente se había vuelto irresponsable e irracional. Sufría alucinaciones absurdas, hablaba a personas inexistentes, mencionaba a Tadeo su yate de vapor y su fábrica de cerveza de Dublín. Un día, burlando los cuidados de Polly y ayudado por Scanty, dio un espectáculo grotesco: fue a las tiendas de Clermont y encargó una docena de sombreros. El doctor Tulloch, llamado por Polly, dijo que el mal de Ned no se debía a parálisis, sino a un tumor en el cerebro. Y él procuró el enfermero que a la sazón sustituía a Polly.
Francisco hubiera deseado que su tía y Judit ocupasen el cuarto destinado a los visitantes, en la rectoría. De hecho, uno de sus sueños era tener una Parroquia propia, donde Polly fuese su ama de llaves y Judit, protegida. Pero la actitud del Padre Kezer ponía fuera del caso el pedirle hospitalidad. En casa de la señora Morrison, Francisco encontró un alojamiento adecuado para sus parientes. Y el 21 de junio llegaron Polly y Judit.
En la estación, recibiéndolas, sufrió un repentino dolor en el corazón. Polly, figura bravamente erguida aún, se apeaba del tren conduciendo de la mano, como antaño condujera a Nora, a una niña menuda, morena, de cabello brillante.
—Polly, querida Polly… —murmuró el joven, hablando como para sí.
Ella había cambiado algo. Estaba, acaso, un tanto más ajada, más hundidas sus mejillas angulosas. Usaba la misma chaquetilla, los mismos guantes y sombrero. Nunca gastaba un penique en sí misma, sino siempre en los demás. Había cuidado de Nora, de Francisco, de Ned y, ahora, de Judit. Francisco sintió henchido su pecho pensando en la abnegación de aquella mujer. Adelantándose, la abrazó.
—No sabes cuánto me alegro de verte, Polly. Eres… eres eterna.
—¡Oh, válgame Dios! —dijo ella, buscando un pañuelo en su monedero—. ¡Qué viento hace! No sé lo que se me ha metido en un ojo.
Él tomó su brazo y el de Judit, y las acompañó a su alojamiento.
Hizo cuanto podía para que pasasen el tiempo contentas. Por las tardes daba largos paseos con Polly. El orgullo que ella manifestaba viendo lo que había llegado a ser su sobrino, era conmovedor. Apenas le hablaba de sus disgustos.
Pero reconocía tener una ansiedad: Judit era un problema.
La niña, de diez años entonces, concurría a la escuela, en Clermont. Era una mezcla rara. Exteriormente, tenía una atractiva franqueza, pero, en el fondo, era reservada y recelosa. Amontonaba toda clase de cosas raras en su alcoba y se enfurecía si se las tocaba. Exteriorizaba locos entusiasmos, rápidamente desvanecidos. Otras veces aparecía tímida e incierta. Nunca reconocía sus faltas y, para ocultarlas, acumulaba mentira sobre mentira. La insinuación de que no decía la verdad le hacía prorrumpir en torrentes de indignadas lágrimas.
Con estas referencias, Francisco hizo cuanto pudo para ganarse la confianza de la niña. La llevaba frecuentemente a la rectoría, donde ella, con la completa inconsciencia de la infancia, se instalaba como en su casa, entrando a veces en el propio despacho del Padre Kezer, trepando a su sofá, manoseando sus documentos y sus pisapapeles. Aquello era conturbador, pero el párroco no protestaba y por eso Francisco no reprimía a la pequeña.
El último día de la breve temporada, mientras tía Polly había salido para dar un último y largo paseo sola, y Judit, al fin, se había sentado a mirar, en paz, un libro de estampas en el cuarto del coadjutor, sonó un golpe en la puerta. Era la señorita Cafferty. Se dirigió a Francisco.
—El señor cura desea verle inmediatamente.
Francisco enarcó las cejas ante tan insólito requerimiento. Había un acento ominoso en las palabras del ama. Se levantó despacio.
El Padre Kezer esperaba en su cuarto. Por vez primera en varias semanas miró a la cara a Francisco.
—Esa niña es una ladrona.
Francisco nada dijo. Pero sintió un repentino vacío en su interior.
—He confiado en ella. La he dejado jugar aquí. Me parecía muy simpática, a pesar… —y el párroco se interrumpió ásperamente.
—¿Qué ha cogido? —preguntó Francisco, sintiendo rígidos los labios.
—¿Qué suelen coger los ladrones?
El Padre Kezer se dirigió a la chimenea, donde había varios cartuchos, cada uno de doce peniques, cuidadosamente envueltos en papel blanco por sus propias manos. Tomó uno.
—Ha robado el dinero de las recaudaciones. Es peor que robar, es simonía. Mire.
Francisco examinó el cartucho. Había sido abierto y torpemente vuelto a cerrar. Faltaban tres peniques.
—¿Por qué culpa usted a Judit de esto?
—No soy un necio —gruñó Kezer—. Llevo toda la semana echando peniques de menos y sepa usted que los marco todos.
Sin decir palabra, Francisco se encaminó a su cuarto.
El párroco le siguió.
—Enséñame tú monedero, Judit.
La niña pareció abrumada. Pero reaccionó en seguida y dijo con una sonrisa de inocencia:
—Lo dejé en casa de la señora Morrison.
—No; aquí está —repuso Francisco, sacándolo del bolsillo de la niña.
Era una bolsita nueva, de cuero, que Polly regalara a Judit antes de las vacaciones. Francisco la abrió con el corazón desfallecido. Dentro había tres peniques, todos marcados en el anverso con una cruz.
El párroco habló, a la vez ultrajado y triunfante:
—¿Lo ve usted? ¡Ah, chiquilla perversa! ¡Robar a Dios! —y miró a Francisco—. Merecería ser castigada. Si dependiese de mí, la conduciría a la policía.
—No, no —sollozó Judit—. Me proponía devolverlo, de verdad que sí.
Francisco estaba muy pálido. La situación era horrible para él. Procuró recobrar el valor.
—Bien —dijo—. La llevaré a la Policía y la entregaré al sargento Hamilton.
Los sollozos de Judit se tornaron histéricos. El Padre Kezer, impresionado, gruñó:
—Me gustaría ver si lo hace.
Francisco cogió el sombrero y la mano de Judit.
—Vamos, Judit, valor. Diremos al sargento Hamilton que el Padre Kezer te acusa del robo de tres peniques.
Mientras Francisco conducía a la niña hacia la puerta, asomaron a los ojos del Padre Kezer turbación primero y positiva aprensión después. Había hablado más de la cuenta. El sargento Hamilton, un orangista, no era amigo suyo. Habían tenido algunas rudas querellas. Y ahora, esta trivial acusación… Se vio objeto de la mofa de todo el pueblo. Balbució:
—No es menester que vaya.
Francisco pareció no oírle.
—¡Alto! —gritó el Padre Kezer. Y, dominando su carácter, añadió: Demos esto por olvidado. Reprenda usted mismo a la chiquilla.
Y salió de la habitación, enojadísimo.
Cuando Polly y Judit volvieron a Tynecastle, Francisco, con rápida reacción, quiso explicarse ante el párroco, expresar su sentimiento por el minúsculo hurto de la niña. Pero el Padre Kezer le cortó en seco. Se sentía en mala posición y ello le tornaba más acre aún. Además, no tardaría en salir de vacaciones y quería poner las peras a cuarto a su vicario antes de dejarle en su puesto.
Hosco, apretada la boca, procuraba hacer caso omiso de la presencia de Francisco. Había convenido con el ama en que le sirviese las comidas a solas, antes que al otro sacerdote. El domingo precedente a su marcha predicó un violento sermón dirigido especialmente a Francisco, sobre el tema: «No robarás».
Aquel sermón resolvió al joven. En cuanto concluyó el Oficio, fue a casa de Donald Kyle, lo llevó aparte y hablóle con sofrenada intensidad. Gradualmente se encendió una luz en los ojos de Kyle, dudoso acaso, más esperanzado, animado. Murmuró, al fin:
—Dudo que podamos hacerlo. Pero estoy con usted en todo.
Los dos hombres se estrecharon la mano.
La mañana de un lunes salió el Padre Kezer para Harrogate, donde pasaría seis semanas tomando las aguas. Por la tarde partió el ama hacia su Rosslare natal. El martes, temprano, Francisco buscó a Kyle en la estación. Kyle llevaba una cartera cargada de papeles y un reluciente folleto recién impreso por una empresa carbonífera rival, de Nottingham. Vestía su ropa mejor y su talante era casi tan resuelto como el de Francisco. Tomaron el tren que salía de Shalesley a las once.
Transcurrió lentamente el largo día y no volvieron hasta el anochecer. Recorrieron el camino en silencio, mirándose a la cara. Francisco parecía cansado y su expresión no revelaba nada. Pero quizá fuese significativo que el director minero sonriera con solemnidad al decirle: «Buenas noches».
Pasaron normalmente los cuatro próximos días. Y, de improviso, empezó un período de extraña actividad, la cual estaba centrada junto a las minas, cosa no rara, puesto que eran el eje del distrito. Francisco pasaba buen rato entre las nuevas obras, consultando con Kyle, mirando los planos azules del arquitecto, vigilando las brigadillas de trabajadores. Era notable lo de prisa que el nuevo edificio crecía. En quince días se elevó más alto que el pabellón del botiquín, y al mes ya estaba completo. Llegaron luego carpinteros y encaladores. Los martillos eran como un son de música en los oídos de Francisco. Olía con placer el aroma del serrín. A veces ayudaba a los operarios, que le apreciaban. Había heredado de su padre la afición al trabajo manual.
Sólo en la rectoría, donde nadie acudía salvo la nada enojosa señora Morrison, sustituta del ama de llaves, libre de las mortificaciones de su superior, el fervor del joven no conocía límites, y un resplandor puro emanaba de él. Se veía más próximo al pueblo, quebrantando recelos, entrando gradualmente en las vidas monótonas de aquellas gentes, llevando a ojos furtivos y obtusos un repentino y pasmado fulgor. Era una sensación gloriosa, mezcla de objetivo y de consecución, como si, abarcando la pobreza y tristeza que le rodeaban, llegase, piadoso y rebosando ternura, al umbral del invisible Dios.
Cinco días antes del regreso del párroco, Francisco escribió la siguiente carta:
Shalesley,
15 septiembre 1897.
Querido sir Jorge:
El nuevo centro recreativo que usted ha donado generosamente al pueblo de Shalesley está ahora virtualmente terminado. Será un inmenso beneficio, no sólo para los trabajadores de las minas de usted y para las familias de esos trabajadores, sino para todos los habitantes de este disperso distrito industrial, prescindiendo de las diferencias de clase y de credo. Se ha formado una junta sin carácter partidista y se ha redactado un resumen de lo que ya hemos discutido. Por la copia que le incluyo verá cuán amplio es nuestro programa de invierno: clases de boxeo y esgrima, cultura física, lecciones de higiene elemental y baile todos los jueves. Considerando la liberalidad con que acogió usted sin vacilar la tímida y acaso poco autorizada gestión del señor Kyle y mía, me siento abrumado. Cualquier palabra de gratitud sería por completo inadecuada. El verdadero reconocimiento consistirá en el bien que usted habrá hecho a los trabajadores de Shalesley y en los provechos que resultarán, sin duda, de este incremento de unidad social.
Nos proponemos empezar con una velada de gala el día 21 de septiembre. Si acude usted a honrarnos con su presencia, nuestra satisfacción será completa.
Créame muy sinceramente suyo,
Francisco Chisholm,
Curato de la Iglesia del Redentor.
Al poner la carta en Correos hízolo con una singular y tensa sonrisa. Sus palabras las dictaba el corazón y eran ardorosamente sinceras. Pero sus piernas temblaban.
A mediodía del 19, un día después que su ama de llaves, reapareció el Padre Kezer. Fortificado por las aguas salinas, estallaba de energía. Según su frase, sentía ansia de empuñar las riendas. Llenó la rectoría con su presencia ruidosa, morena, peluda; saludó a voces al ama; pidió una buena comida y recogió la correspondencia. Luego, se sentó a comer, frotándose las manos. En su plato había un sobre. Abriólo y examinó el tarjetón impreso.
—¿Qué es esto?
Francisco, reuniendo todo su valor, humedeció sus secos labios.
—Parece ser una invitación a la velada inaugural del nuevo Círculo Atlético y Recreativo de Shalesley. También yo he recibido otra.
Mirando con ceño la tarjeta que sostenía al extremo de su brazo extendido, el Padre Kezer dijo:
—¿Un Círculo recreativo? Y a nosotros ¿qué? ¿Qué centro es ése?
—Un centro muy bueno. Se ve desde la ventana —y Francisco añadió, tembloroso—: Es un don de sir Jorge Renshaw.
—Sir Jorge… —empezó el Padre Kezer, estupefacto. Corrió a la ventana, mirando largo tiempo las impresionantes proporciones de la nueva construcción. Volvió luego, sentóse y, lentamente, empezó a comer. Su apetito no parecía corresponder al de un hombre que vuelve de purificarse el hígado. Lanzaba a Francisco las fulminantes miradas de sus ojos pequeños, abatidores. Su silencio henchía la sala.
Al fin Francisco habló torpemente, con tensa sencillez.
—Decida usted, Padre. Usted ha prohibido el baile y todo recreo en común. Por otra parte, si nuestros fieles, al no cooperar, aíslan el Círculo y hacen suspender las danzas, sir Jorge se sentirá mortalmente ofendido, porque viene en persona el jueves, para la inauguración.
Francisco mantenía fijos los ojos en el plato. El Padre Kezer cesó de comer. Su grueso y jugoso filete no le atraía más que un sucio trapo de cocina. Levantóse bruscamente, estrujando el tarjetón en su puño, con súbita violencia.
—¡No iremos a esa sucia y endemoniada inauguración! ¡No iremos! ¿Me oye? Sépalo de una vez y para siempre.
Y se precipitó fuera del comedor.
La noche del jueves, el Padre Kezer, recién afeitado, con la camisa limpia y vistiendo su mejor ropa, su rostro evidenciando un terrible compromiso entre alegría y adustez, penetraba en el Círculo. Francisco le seguía.
El nuevo local rebosaba de luz y animación. Llenábalo por completo la gente obrera del pueblo. En un estrado se sentaban los notables locales: Donald Kyle y su mujer, el médico de la mina, el maestro municipal y otros dos sacerdotes. Cuando Francisco y Kezer se sentaron, hubo un prolongado vítor; después, unos cuantos aullidos y una sonora risa. El Padre Kezer juntó las mandíbulas con ira.
El ruido de un coche que llegaba incrementó la expectación. Un minuto después, entre una gran ovación, sir Jorge aparecía en el estrado. Era un hombre de mediana estatura, de unos sesenta años, brillante su calva cabeza rodeada de un ribete de blanco pelo. Su bigote era plateado también, y sus mejillas, de un vivo tono rojizo. Poseía esa notable mezcla de blanco y rosado que algunas personas rubias tienen en sus años de ocaso. Parecía extraño que aquel hombre tan sencillo en el vestir y en los modales poseyera tan enorme poder.
Escuchó con simpatía el desarrollo de la ceremonia, atendió el discurso de bienvenida de Kyle y, por su parte, pronunció unas cuantas palabras. Concluyó amablemente:
—En justicia, me complace señalar que la primera sugestión de este muy plausible proyecto provino directamente de la visión y amplitud de ideas del Padre Francisco Chisholm.
Hubo ensordecedores aplausos. Francisco enrojeció. Su suplicante mirada dirigíase con remordimiento a su superior.
El Padre Kezer, maquinalmente, alzó dos veces las manos y uniólas sin ruido, con una sonrisa de mártir hastiado. Luego, al iniciarse la danza, miró fijamente a sir Jorge, que giraba por el salón llevando por compañera a la joven Nancy Kyle. Tras esto, el párroco se desvaneció en la noche. La música de los violines le siguió a la calle.
Cuando Francisco volvió a la rectoría, tarde ya, el Padre Kezer esperaba en la fría sala, con las manos sobre las rodillas.
Tenía una traza singularmente inerte. Toda belicosidad se había disipado en él. En los últimos diez años había vencido a más coadjutores que mujeres tuvo Enrique VIII. Y, ahora, un coadjutor le vencía a él. Dijo con una voz sin inflexiones:
—Tendré que informar de esto al obispo.
Francisco sintió que el corazón le daba un salto. Pero no cedió. Pasárale lo que le pasara, la rigidez del Padre Kezer estaba quebrantada. El párroco continuó, sombrío:
—Quizá le convenga a usted un cambio. El obispo puede decidirlo. El deán Fitzgerald necesita otro coadjutor en Tynecastle. El joven Mealey, amigo de usted, está allí ya, ¿no?
Francisco callaba. No sentía el deseo de abandonar aún aquella Parroquia que comenzaba a resurgir lentamente. Pero aunque se viera forzado a hacerlo, su sucesor encontraría menos dificultades. El Círculo continuaría.
Escuchó con simpatía el desarrollo de la ceremonia, atendió el discurso de bienvenida de Kyle y, por su parte, pronunció unas cuantas palabras. Concluyó amablemente:
—En justicia, me complace señalar que la primera sugestión de este muy plausible proyecto provino directamente de la visión y amplitud de ideas del Padre Francisco Chisholm.
Hubo ensordecedores aplausos. Francisco enrojeció. Su suplicante mirada dirigíase con remordimiento a su superior.
El Padre Kezer, maquinalmente, alzó dos veces las manos y uniólas sin ruido, con una sonrisa de mártir hastiado. Luego, al iniciarse la danza, miró fijamente a sir Jorge, que giraba por el salón llevando por compañera a la joven Nancy Kyle. Tras esto, el párroco se desvaneció en la noche. La música de los violines le siguió a la calle.
Cuando Francisco volvió a la rectoría, tarde ya, el Padre Kezer esperaba en la fría sala, con las manos sobre las rodillas.
Tenía una traza singularmente inerte. Toda belicosidad se había disipado en él. En los últimos diez años había vencido a más coadjutores que mujeres tuvo Enrique VIII. Y, ahora, un coadjutor le vencía a él. Dijo con una voz sin inflexiones:
—Tendré que informar de esto al obispo.
Francisco sintió que el corazón le daba un salto. Pero no cedió. Pasárale lo que le pasara, la rigidez del Padre Kezer estaba quebrantada. El párroco continuó, sombrío:
—Quizá le convenga a usted un cambio. El obispo puede decidirlo. El deán Fitzgerald necesita otro coadjutor en Tynecastle. El joven Mealey, amigo de usted, está allí ya, ¿no?
Francisco callaba. No sentía el deseo de abandonar aún aquella Parroquia que comenzaba a resurgir lentamente. Pero aunque se viera forzado a hacerlo, su sucesor encontraría menos dificultades. El Círculo continuaría, y ello siempre era un principio. Vendrían más cambios. No sentía entusiasmo personal, sino una plácida, casi visionaria, esperanza. Dijo en voz baja:
—Siento haberle trastornado, Padre. Créame que sólo deseaba favorecer a esta… «gentuza»…
Sus miradas se encontraron. El Padre Kezer fue el primero en apartarla.