Durante la Pascua de Resurrección de 1892 ocurrió en el Seminario Inglés de San Morales un hecho que hizo resonar toda la casa con notas de consternación. Uno de los estudiantes, entonces en el subdiaconado, desapareció por espacio de cuatro días enteros.
El Seminario, naturalmente, había conocido otros actos sediciosos desde que se fundara, cincuenta años antes, en las mesetas aragonesas. Hubo estudiantes que, amotinándose durante cosa de una hora, se iban a la posada, procurando facilitar su digestión y su conciencia con largos cigarros y aguardiente local. Una o dos veces había sido necesario sacar por las orejas a algún remiso atrapado en la Vía Amorosa de la población. Pero esto otro… Un estudiante había cruzado las abiertas puertas en plena luz del día y vuelto, media semana más tarde, por las mismas puertas y en un día más espléndido aún, polvoriento, desmelenado, sin afeitar, ofreciendo todas las evidencias de una disipación horrible. Tras ello, y sin otra excusa que: «Me fui a caminar». Corrió escaleras arriba y durmió horas y horas. Tal audacia rayaba, francamente, en apostasía.
Durante el recreo discutían los seminaristas el caso con amedrentados tonos. Eran grupitos de oscuras siluetas, sobre las pendientes soleadas cubiertas de viñedos de brillante verdor. A sus espaldas se recortaba el seminario, de una blancura relampagueante sobre la tierra rojiza.
La opinión general juzgaba que Chisholm sería expulsado. El Consejo de Disciplina se reunió inmediatamente. Con arreglo a los precedentes, componían el Consejo, en los casos de infracciones graves, el rector, el administrador, el director de novicios y el primero de las clases. Tras alguna discusión preliminar, el tribunal abrió la sesión en el aula de teología, el día siguiente al retorno del fugitivo.
Fuera, deslumbraba la solana. De los olivos caían maduras aceitunas negras, estallantes bajo el sol. Llegaba un aroma de azahar desde el naranjal cercano a la enfermería. La tierra parecía resquebrajarse bajo el calor. Francisco entró con talante sereno en el salón blanco, de majestuosas columnas, con bruñidos bancos frescos y oscuros. La negra sotana de alpaca acrecía el aspecto de flacura del joven. Su cabellera, rapada y tonsurada, acusaba más sus pómulos, intensificaba el matiz de sus ojos, su expresión de contenida reserva. Y sus manos, tranquilas, no temblaban.
Ante él, en el estrado, había cuatro pupitres, ocupados ya por el Padre Tarrant, monseñor MacNabb, el Padre Gómez y el diácono Mealey. Notando una mezcla de desagrado y desdén en la mirada conjunta que le dirigían, Francisco bajó la cabeza mientras Gómez, director de novicios, leía con voz rápida la acusación.
Siguió un silencio. Habló después el Padre Tarrant.
—¿Qué explicación da usted?
A pesar de su placidez, Francisco se sonrojó. Persistió con la cabeza baja. Sus palabras sonaron torpes.
—Salí para caminar.
—Eso es obvio. Todos usamos nuestras piernas, sean nuestras intenciones buenas o malas. Aparte el evidente pecado de salir del seminario sin permiso, ¿eran malas las intenciones de usted?
—No.
—¿Bebió usted licores alcohólicos durante su ausencia?
—No.
—¿Fue a las corridas de toros, a la feria, al casino?
—No.
—¿Tuvo intimidad con mujeres de mala fama?
—No.
—Entonces, ¿qué hizo usted?
Tras un silencio, oyóse la misma inarticulada réplica.
—Ya lo he dicho. No me comprenderían. Salí para andar.
Tarrant esbozó una leve sonrisa.
—¿Pretende convencernos de que ha pasado estos cuatro días vagando por el campo? —Virtualmente… sí…
—¿Adónde llegó?
—A Cosa.
—¡Cosa está a cincuenta millas!
—Eso creo.
—¿Fue con algún propósito definido?
—No.
Tarrant mordióse su delgado labio. No podía con la obstinación.
—Creo que miente usted, Chisholm.
—¿Por qué había de mentirle…, a usted?
El diácono Mealey exhaló una exclamación ahogada.
Su presencia allí era meramente formal. Como prefecto de los seminaristas constituía un símbolo, un guarismo representativo de la corporación estudiantil. Pero no pudo reprimir una afanosa súplica.
—¡Por Dios, Francisco! En nombre de todos los seminaristas, de todos los que te queremos, te ruego que te reportes. ¡Te lo imploro!
Francisco calló. El Padre Gómez, joven sacerdote español, director de novicios, inclinó la cabeza y murmuró a Tarrant:
—En la ciudad no hemos recogido ninguna prueba; pero podríamos escribir al párroco de Cosa.
Tarrant miró el rostro inteligente del español.
—Sí. Es buena idea.
Entre tanto, el rector habló. Incorporándose —más viejo y más lento que en Holywell—, dijo con voz lenta y amable:
—Bien comprendes, Francisco, que, dadas las circunstancias, una explicación tan genérica es poco adecuada. Al fin y al cabo, es algo seria una aventura así, no sólo por ir contra la disciplina del seminario y por la desobediencia, sino por el motivo íntimo que te ha impelido a ello. Dime: ¿no estás contento aquí?
—Estoy contento.
—Bien. ¿Y no tienes razones para dudar de tu vocación?
—No. Deseo más que nunca intentar hacer algún bien en el mundo.
—Eso me agrada mucho. ¿No deseas ser expulsado?
—No.
—Pues, entonces, dinos, a tu modo, cómo se te ocurrió emprender esa extraordinaria aventura.
Ante aquel estímulo alzó Francisco la cabeza. Hizo un gran esfuerzo. Sus ojos parecían ausentes; su rostro, conturbado.
—Acababa de estar en la capilla. Pero no podía rezar ni tranquilizarme. Me sentía inquieto. En la solana soplaba un viento caliente que aumentaba, no sé por qué, mi desazón. La rutina del seminario me pareció, de pronto, mezquina y vejatoria. Vi el camino, más allá de las puertas, blanco y cubierto de blanco polvo. Sin poder dominarme, salí al camino y anduve. Anduve toda la noche, millas y millas. Anduve…
—Todo el siguiente día —interrumpió el Padre Tarrant, satírico— ¡y el otro!
—Eso es precisamente lo que hice.
—En mi vida he oído tal cúmulo de insensateces. Es una ofensa a la inteligencia de este Consejo.
El rector, con adusta resolución, se incorporó en su asiento.
—Propongo aplazar la sesión, por el momento. —Y mientras los dos sacerdotes le miraban sorprendidos, dijo con energía a Francisco—: Por ahora, vete. Si te necesitamos, te llamaremos.
El joven salió en profundo silencio. Entonces, el rector se volvió a los otros y añadió plácidamente:
—No servirá de nada alborotarse. Hemos de ir con cuidado. Aquí hay algo más de lo que parece a primera vista.
Enojado por la intervención del rector, Tarrant se irritó:
—Esto es, simplemente, la culminación de una carrera desordenada.
—No del todo —rechazó el rector—. Desde que Francisco vino aquí ha sido aplicado y perseverante. ¿Hay alguna mala nota en su historial, Padre Gómez?
El Padre repasó las hojas que tenía ante sí en el pupitre. Habló lentamente, leyendo:
—No. Unas cuantas bromas pesadas. El invierno pasado prendió fuego a un periódico inglés que el Padre Despard estaba leyendo en la sala común. Preguntado por qué, respondió, entre risas: «El diablo siempre encuentra algo que hacer para las manos ociosas».
—Eso no hace al caso —dijo con energía el rector—. Todos sabemos que el padre Despard acapara cuantos periódicos vienen al seminario.
—Luego —siguió el Padre Gómez—, al ser nombrado para leer en el refectorio, substituyó la «Vida de San Pedro de Alcántara» por una cosa titulada «Cuando Eva robó el azúcar», lo que produjo, hasta que le interrumpimos, grande e impropia hilaridad.
—Una picardía inofensiva.
—Cuando —y el Padre Gómez volvió otra hoja— los estudiantes organizaron una representación sacramental en la que uno, vestido de niño, representaba el Bautismo, dos el Matrimonio, etc., lo cual, claro, se hacía con el debido permiso…
El Padre Gómez dirigió al Padre Tarrant una mirada de duda.
—Bien: en la espalda del cadáver simulado que simbolizaba la Extremaunción, Chisholm clavó el siguiente cartel:
Aquí yace el Padre Tarrant,
He firmado a gusto su sentencia
Si alguna vez…
—¡Basta! —interrumpió con energía el Padre Tarrant—. Tenemos que ocuparnos de algo peor que esos absurdos pasquines.
—Absurdos, sí —dijo el rector—, pero no maliciosos.
A mí no me parece mal que los jóvenes procuren divertirse un poco. No podemos ignorar el hecho de que Chisholm tiene un carácter raro, muy raro. Es un alma sensitiva, profunda, fogosa, propensa a accesos de melancolía. Y la oculta tras esas exageradas ingeniosidades. Es hombre de lucha, incapaz de ceder. Posee una extraña mezcla de sencillez pueril y lógica inflexible. Y, sobre todo, es un perfecto individualista.
Tarrant interpuso, acremente:
—El individualismo es una peligrosa cualidad en un teólogo. Eso dio origen a la Reforma.
—Nos apartamos del tema —dijo el rector—. No niego que ha existido una grave infracción de la disciplina y debe ser castigada, pero sin exceso. No puedo expulsar a un seminarista de la calidad de Chisholm sin asegurarme positivamente de que lo merece. Por lo tanto, esperemos unos días. Estoy seguro de que ustedes están de acuerdo conmigo —añadió, levantándose con talante ingenuo.
Los tres sacerdotes dejaron el estrado. Los Padres Gómez y Tarrant se fueron juntos.
Los dos días siguientes flotó sobre el desgraciado Francisco un aire de suspensión. No se le imponía coerción alguna, ni ningún estigma aparente se le aplicaba. Pero, doquiera que entrase —la biblioteca, el refectorio, la sala común—, un singular silencio descendía sobre sus compañeros, que en vano reanudaban el coloquio con exagerada naturalidad, que a nadie convencía. Saber que era tema general de comentarios daba a Francisco traza de culpable. Hudson, su compañero de Holywell, también a la sazón en el subdiaconado, rodeábale de afectuosas atenciones, con el ceño fruncido. Anselmo Mealey capitaneaba otra facción que se sentía claramente ofendida. En el recreo, y tras de consultarse, se acercaron a la aislada figura. Mealey fue el portavoz.
—No deseamos ultrajarte estando en un mal momento, Francisco; pero esto nos afecta a todos es un baldón para los seminaristas en pleno. Nos parece que sería mucho más noble y varonil decir la verdad.
—¿Qué verdad puedo decir?
Mealey se encogió de hombros. Hubo un silencio. ¿Qué más podía hacer? Cuando se volvió para reunirse con los otros, le dijo:
—Hemos decidido hacer una novena por ti… Yo estoy más disgustado que nadie. Te tenía por mi mejor amigo.
Francisco hallaba difícil fingir normalidad. A veces salía a pasear por los terrenos del seminario y, de pronto, se detenía, recordando que su ruina provenía de un paseo. Erraba de un lado a otro, advirtiendo claramente que para el Padre Tarrant y los demás profesores, había dejado de existir. En las lecciones no escuchaba. Había semiesperado una llamada del rector, pero ésta no se producía.
Su impresión de congoja personal aumentaba. No lograba comprenderse a sí mismo. Era un enigma, un ser sin propósitos. Pensaba si no estarían justificadas las predicciones de que le faltaba vocación. Acometíanle locas ocurrencias de unirse, como hermano lego, a cualquier misión remota y peligrosa. A escondidas, frecuentaba mucho la iglesia. Ante todo, acuciábale la necesidad de afrontar su mundillo habitual con rostro falsamente tranquilo.
Al tercer día, miércoles, el Padre Gómez recibió una carta. Impresionado y satisfecho al ver confirmada la oportunidad de su ingenio, corrió al despacho del administrador. Esperó mientras el Padre Tarrant leía la nota. Tenía el talante de un perro inteligente que espera la recompensa de un hueso o una palabra amable.
La carta decía así:
Amigo mío:
Respecto a su estimada comunicación del pasado domingo, siento mucho informar a usted de que mis gestiones han esclarecido el hecho de que un seminarista de las señas que usted me da, con la estatura y color que usted define, fue notado en Cosa el 14 de abril. Se le vio entrar, al atardecer, en casa de una tal Rosa Oyarzabal y salir a la mañana siguiente, temprano. La mujer de que se trata vive sola, tiene mala reputación y no acude a la iglesia hace años.
Me complace ofrecerme, querido Padre.
Su muy adicto hermano en Jesucristo.
Salvador Bolas
Párroco de Cosa.
—¿Verdad que hemos empleado buena táctica? —murmuró el Padre Gómez.
—Sí, sí.
Y, con nublado ceño, el Padre Tarrant pasó ante el español. Llevando la carta con repugnancia, como si fuese algo obsceno, penetró en el cuarto del rector, al extremo del pasillo. Pero el rector estaba diciendo misa y permanecería ocupado durante media hora.
El Padre Tarrant no pudo esperar más. Cruzó el patio como un torbellino y entró, sin llamar, en el aposento de Francisco. Se encontraba vacío.
El joven debía de hallarse también en misa, El Padre Tarrant luchó con su furia como un caballo rebelde con su bocado. Sentóse al fin, resuelto a esperar, cargada de íntimas fulminaciones su figura delgada y morena.
La celda, aún más escueta que otras de su género, contenía un lecho, un baúl, una mesa y una silla. Sobre el baúl había una desvaída fotografía en la que una mujer angulosa, con un espantable sombrero, tenía de la mano a una niña vestida de blanco. La dedicatoria rezaba:
Cariños de tía Polly y de Nora.
El Padre Tarrant reprimió un gruñido de desdén. Luego, plegó los labios, viendo en la encalada pared una sola imagen, reproducción de la Madonna Sixtina, la Inmaculada.
De pronto descubrió sobre la mesa un cuaderno abierto, sin duda un diario. Exaltóse de nuevo, como un corcel nervioso, dilatadas las aletas de la nariz y con un fuego sombrío en los ojos. Luchó un momento con sus escrúpulos, mas al fin se levantó y, lentamente, dirigióse al libro. El Padre Tarrant era un hombre de honor y le repugnaba inmiscuirse, como una doncella curiosa, en secretos ajenos. Pero lo consideraba su deber. ¿Quién sabía qué otras iniquidades contendría el cuaderno? Con rostro desazonado y austero miró la página escrita.
¿No fue San Antonio quién habló de «conducta irrazonable, obstinada y perversa»? Con éste solo pensamiento puedo consolarme del mayor disgusto que he tenido jamás. Si me expulsan de aquí, mi vida quedará rota. Soy un carácter miserablemente avieso, no logro pensar con la rectitud de los otros, no sé unirme a los demás. Pero deseo apasionadamente, con toda mi alma, servir a Dios. ¡Muchos ámbitos hay en la casa de Nuestro Padre! Caben en ella diversidades como Juana de Arco… y el Beato Benito Labre, por ejemplo, que permitía a los piojos correr sobre él.
Me han pedido que me explique. ¿Cómo explicar la nada, o lo que es tan obvio que raya en vergonzoso? Decía San Francisco de Sales: «Antes Seré reducido a polvo que quebrantar mi regla». Pero, cuando salí del seminario, yo no pensaba en las reglas ni en quebrantarlas. Ciertos impulsos son inconscientes.
Ello me ayuda a escribir esto y a dar a mi transgresión, ante mí, apariencias razonables.
Llevaba semanas durmiendo mal y pasando las calurosas noches en una febril inquietud. Acaso la vida me sea aquí más dura que a los otros, al menos juzgando por la voluminosa literatura que hay sobre el tema y en la que se describen los peldaños que llevan al sacerdocio como dulces e imperturbadas alegrías sucediéndose unas a otras. ¡Si nuestros queridos seglares supiesen lo que nosotros tenemos que luchar!…
Aquí, mi mayor dificultad ha sido la sensación de confinamiento, de inacción física —¡oh, qué mal místico sería yo!—, lo cual se agrava con los ecos y sonidos ajenos que penetran desde el mundo exterior. Luego, sigue la comprensión de que, teniendo ya veintitrés años, nada he hecho para ayudar a alma viviente y me enfebrece la inquietud.
Según frase del Padre Gómez, las cartas de Willie Tulloch me proporcionan los más perniciosos estímulos. Ahora que Willie tiene el título de doctor y su hermana Juana el de enfermera, ambos trabajan para el Patronato que aplica la Ley de Pobres en Tynecastle, y corren muchas atractivas, aunque parasitarias, aventuras en las casas míseras. Sabiéndolo, me parece que yo debía estar ya luchando en el mundo.
Desde luego, lo haré algún día. He de ser paciente.
Pero mi presente fermentación ha venido a aumentarse con noticias de Ned y Polly. Me satisface saber que habían decidido trasladarse de la taberna e instalarse con la pequeña Judit en un pisito tomado por Polly en Clermont, en los arrabales de la ciudad. Pero Ned está enfermo, Judit es traviesa y Gilfoyle —encargado del establecimiento— se muestra muy mal socio. Ned está aniquilado, no quiere salir y no se ve con nadie. Áquel su único impulso de ciega e incomprensible estupidez concluyó con él. Un hombre más vil hubiera reaccionado contra su abatimiento.
A veces, modelar la vida exige gran fe… ¡Querida Nora! Esta tierna vulgaridad que acabo de escribir encubre mil sendas de la mente y del sentimiento. Cuando el Padre Tarrant nos dio aquélla su plática agendo contra dijo muy justamente: «Contra ciertas tentaciones no se puede luchar. Entonces hay que concentrar el ánimo y huir de ellas. Mi excursión a Cosa debe de haber sido esa especie de huida».
Al principio, aunque andaba de prisa, no me proponía alejarme mucho de las puertas del seminario. Pero el consuelo y la sensación de escapar de mí mismo que me producía el ejercicio violento, me impelieron. Sudaba espléndidamente, como un labriego en el campo, con esa transpiración salina que parece librar al cuerpo de sus humanas escorias. Mi alma se levantaba, empezaba mi corazón a cantar. Quería continuar andando hasta desplomarme.
Caminé todo el día sin comer ni beber. Debí de recorrer una gran distancia, porque, al acercarse la noche percibí el olor del mar. Cuando salieron las estrellas en el cielo pálido, desde lo alto de una cuesta divisé Cosa a mis pies. El pueblecito, en una caleta abrigada donde apenas llega el mar, mostraba acacias en flor a lo largo de su única calle y tenía una belleza casi celeste. Yo estaba muerto de fatiga. Me había salido una enorme ampolla en el talón. Pero, al descender la cuesta, el pueblo me acogió con su quieto ritmo de vida.
En la plazuela tomaban el fresco los pueblerinos. Olía el aire a flor de acacia y trocaban la sombra en penumbra las lámparas de la pequeña posada, donde se abría una puerta entre dos bancos de pino. En la suave penumbra, ante los bancos, algunos hombres jugaban a los bolos. Croaban las ranas cerca de la caleta. Los niños corrían, riendo. Todo era sencillo y hermoso. Aunque me constaba que no tenía una peseta en el bolsillo, me senté en uno de los bancos. ¡Oh, qué grato era descansar! Me sentía embotado por la fatiga. Sonaron, de pronto, en la quieta oscuridad, tras los árboles, populares dulzainas, en tono bajo, acorde con la noche. Quien no haya oído esos instrumentos ni sus sanes estremecedores y dulces no comprenderá mi encanto de aquel momento. Porque estaba encantado. Sin duda, como escocés, tengo en la sangre el amor a la gaita y a los instrumentos similares. Permanecía como narcotizado por la música, las sombras, la belleza de la noche y mi completa fatiga.
Resolví dormir en la playa. Pero cuando me levantaba llegó una bruma desde el mar y envolvió, como un misterio, el poblado. En cinco minutos la plaza quedó llena de móviles volutas de vapor. Goteaban los árboles y todos los vecinos se habían retirado. Llegué, a regañadientes, a la conclusión de que debía dirigirme al párroco, «entregarme» y lograr un lecho. En aquel instante, una mujer sentada en el otro banco me habló. Durante algún tiempo había notado yo que me miraba con esa mezcla de piedad y desprecio que la mera vista de un religioso parece producir en los países cristianos.
Luego, como si leyese mis pensamientos, me dijo:
—La gente de aquí es dura. No le darán posada.
Era una mujer de unos treinta años, severamente vestida de oscuro, con el rostro pálido, los ojos negros y el cuerpo rollizo. Siguió, con indiferencia:
—Si quiere, puedo ofrecerle una cama en mi casa.
—No tengo dinero para pagar.
Había comenzado a llover. Ya habían cerrado la fonda.
Estábamos solos en los húmedos bancos de la plaza desierta, bajo las goteantes acacias. El absurdo de la situación pareció impresionar a la mujer. Se levantó.
—Me voy a casa. Si no es usted un necio aceptará mi hospitalidad.
Mi delgada sotana estaba empapada. Mi cuerpo comenzaba a tiritar. Reflexioné que, en volviendo al seminario, podría enviar a la mujer el precio de mi habitación. Alzándome, seguí a la desconocida por la estrecha calle, a mitad de la cual estaba su casa. Bajando dos peldaños pasamos a la cocina. Encendió la lámpara, quitóse el mantón negro, puso al fuego una chocolatera y sacó del horno una hogaza caliente. Colocó en la mesa un mantel de cuadros encarnados. El chocolate hirviendo y el pan caliente esparcían un olor grato en la limpia estancia.
Mientras servía el chocolate en tazas ordinarias me miró.
—Podía usted bendecir la mesa. Parece que así las cosas saben mejor.
Aunque era indudable la ironía de su voz, hice lo que me decía. Comenzamos a comer y beber. El sabor de las vituallas no necesitaba mejora alguna.
Me miraba sin cesar. Había sido, sin duda, una mujer bella, pero los vestigios de su belleza hacían que ahora sus ojos, de un negro oliváceo, pareciesen duros. En sus menudas orejas, muy pegadas a la cabeza, había pesados pendientes de oro. Sus manos eran regordetas como las de una Madonna de Rubens.
—Bien, curita, no tiene usted poca suerte con que le haya dejado venir. No crea que me simpatizan los sacerdotes. En Barcelona, cuando me cruzo con alguno, me río de él en sus narices.
No pude reprimir una sonrisa.
—No me extraña. Lo primero que los religiosos aprendemos es a que se rían de nosotros. La mejor persona que yo he conocido tenía la costumbre de predicar al aire libre y toda la población se burlaba de él. Le llamaban, por mofa, Daniel el Santo. En estos tiempos hay pocos que duden de que todo el que cree en Dios es un hipócrita o un tonto.
Bebió lentamente un sorbo de chocolate, mirándome por encima de la taza.
—Usted no es un tonto. Dígame, ¿le soy antipática?
—No. Se ha portado usted muy bien conmigo.
—Está en mi carácter. He tenido una vida muy triste.
Mi padre era un noble castellano que fue desposeído de sus bienes por el gobierno de Madrid. Mi marido mandaba un barco grande de la escuadra. Y murió el mar. Yo soy actriz y vivo aquí por ahora, hasta que me reintegren la hacienda paterna… Por supuesto, sospechará usted que no le cuento más que mentiras.
—Ciertamente.
No tomó mi broma como yo esperaba. Enrojeció un tanto y dijo:
—Es usted demasiado listo. Pero ya sé por qué está usted aquí, curita escapado.
Y, complacida con un tono de burla, añadió:
—La Madre Eva les hace olvidar a la Madre Iglesia.
Quedé confuso y comprendí luego lo que me indicaba.
Era tan absurdo que sentí ganas de reír. Pero también era enojoso, porque significaba que debía marcharme. Terminé el chocolate y el pan y, levantándome, tomé mi sombrero.
—Gracias por la colación. Era excelente.
Su expresión cambió. La sorpresa alejó toda su malicia.
—Entonces es usted un hipócrita —dijo, mordiéndose enfurruñadamente los labios—. ¡No se vaya! —exclamó al verme en la puerta.
Un silencio. Añadió, desafiadora:
—No me mire así. Puede hacer lo que quiera. Esto me divierte. ¡Había de verme usted las noches de los sábados, en la Cava de Barcelona, divirtiéndome más que se divertirá usted en toda su miserable vida! Suba y acuéstese.
Se produjo una pausa. La actitud de la mujer era ahora razonable. Fuera se oía la lluvia. Vacilé y, luego, me dirigí hacia las angostas escaleras. Tenía los pies hinchados y doloridos. Sin duda cojeaba mucho, porque ella exclamó de pronto:
—¿Qué les pasa a sus preciosos piececitos?
—Nada; unas ampollas.
Me miró con sus ojos extraños e insondables.
—Venga, se los lavaré.
Me hizo sentar, a despecho de mis protestas. Llenó un barreño con agua caliente, se arrodilló y me quitó las botas. Los calcetines se incrustaban en la carne viva. Los ablandó con agua y me los quitó también. Su insólita amabilidad me embarazaba. Me lavó los pies y me puso un ungüento. Después se incorporo.
—Ahora se sentirá mejor. Le tendré preparados los calcetines mañana.
—No sé cómo agradecérselo.
Dijo, inesperadamente, en un tono sombrío y singular:
—¡Qué va a hacer una, con esta vida que lleva!
Y, antes de que le pudiera contestar, alzó un cántaro en la mano y agregó:
—No me venga con sermones o le rompo la cabeza. Su alcoba está en el segundo piso. Buenas noches.
Se volvió hacia la lumbre. Subí y hallé un cuartito en el desván. Me dormí pesadamente.
Cuando bajé, a la siguiente mañana, la mujer se movía por la cocina, preparando el café. Me dio el desayuno. Al despedirme quise expresarle mi gratitud. Pero me atajó en seco, con su triste y peculiar sonrisa.
—Es usted demasiado ingenuo para cura. Fracasará.
Me volví hacia San Morales, cojeando y asustado al pensar en cómo me acogerían. Y, en mi temor, anduve despacio.
Durante un prolongado momento, el Padre Tarrant permaneció inmóvil junto a la ventana; luego, lentamente, dejó el diario en su lugar, recordando de pronto que era él quien había aconsejado a Francisco que lo llevase. Metódicamente, rompió en pedacitos la carta del sacerdote español. Por una vez flaqueaba su rigidez, aquella austeridad férrea impresa en todas sus facciones por una implacable mortificación de sí mismo. Su rostro se convertía en juvenil, lleno de generosidad y meditación. Con la cerrada mano en que oprimía los restos de la carta golpeóse el pecho tres veces. Luego, giró sobre sus talones y salió del cuarto.
Mientras bajaba las anchas escaleras, la cabeza de Mealey apareció bajo las balaustradas en espiral. Viendo al Padre Tarrant, aquel seminarista modelo osó detenerle. Admiraba con exceso al administrador. Ser notado por él le daba una celestial alegría. Aventuró, modesto:
—Perdone, Padre. Todos estamos muy ansiosos de saber si hay… alguna novedad acerca de Chisholm.
—¿Qué novedad?
—La de su expulsión.
El Padre Tarrant miró a su adicto con cierto remoto disgusto…
—Chisholm no será expulsado. —Y añadió con súbita violencia—: ¡Es usted un santo!
Aquella noche, mientras Francisco, en su cuarto, reflexionaba, ofuscado e incrédulo, sobre el milagro de su redención, un sirviente del colegio entrególe, en silencio, un paquete. Contenía una soberbia figura de la Virgen de Montserrat tallada en ébano, diminuta obra maestra de la artesanía española del siglo XV. Ningún mensaje acompañaba a cosa tan exquisita. Ni había una palabra de explicación. De pronto, en una febril ráfaga del pensamiento, Francisco recordó haber visto la Virgen sobre el reclinatorio del Padre Tarrant.
El rector, al hallar a Francisco a fines de la semana, puso el dedo en aquella manifiesta incoherencia.
—Me extraña, mozo, que hayas escapado impune, protegido por una tétrica pantalla de santidad. En mis tiempos, una aventura como la tuya (una «zambullida» la llamábamos nosotros) era un crimen punible. Como penitencia —y fijó en Francisco sus sagaces y chispeantes ojos— me escribirás un ensayo de dos mil palabras sobre «La virtud de caminar».
En el diminuto universo del seminario, las paredes tenían oídos, y los ojos de las cerraduras, una vista diabólica. La historia de la escapada de Francisco salió gradualmente a luz, uniéndose sus fragmentos pieza a pieza. Al pasar de boca en boca se agigantaba y mejoraba. Asumiendo así, al cabo, las facetas de una pulida joya, parecía que el caso había de acabar trocándose en clásico en la historia del seminario. Cuando el Padre Gómez reunió los detalles finales, escribió largamente a su amigo, el párroco de Cosa. El Padre Bolas quedó muy impresionado. Contestó con una radiante carta de cinco carillas, cuyo párrafo final quizá merezca ser reproducido:
Naturalmente, todo debiera de haberse coronado con la conversión de Rosa Oyarzabal. ¡Cuán maravilloso hubiera sido que viniese a mí, llorando y arrodillada, con verdadera contrición, como resultado de la visita de nuestro juvenil apóstol! No es así, ¡ay! Lejos de ello, asociada con otra mujer, ha abierto en Barcelona una mancebía.