El tren llegaba a las dos de aquella bochornosa tarde de junio. Maletín en mano, Francisco salió a buen paso de la estación. El corazón latíale con más fuerza según se acercaba al tan familiar barrio de la ciudad.
Un extraño aire de quietud flotaba sobre los accesos de la taberna. Pensando sorprender a Polly, Francisco se acercó a las escaleras laterales y subió a toda prisa al piso. También allí reinaba quietud, y una penumbra extraña por el contraste con el resplandor de las polvorientas calles. Nadie había en el recibidor ni en la cocina, ni nada sonaba, fuera del tictac de un estrepitoso reloj. Pasó a la sala.
Ned estaba sentado a la mesa, acodado sobre el rojo tapete de droguete, mirando fijamente el muro opuesto y vacío. No sólo su actitud, sino su alteración, arrancaron a Francisco una exclamación sofocada. Ned había enflaquecido enormemente, las ropas flotaban en torno a su cuerpo y la faz, antes rotunda y radiante, se había tornado apagada y cadavérica.
—¡Ned! —dijo Francisco, tendiéndole la mano.
Tras una pausa, Ned se volvió lentamente. La percepción de quién era el que le hablaba alboreó lentamente sobre su estático abatimiento.
—¡Ah, tú, Francisco! —murmuró sonriendo con expresión evasiva—. No tenía la menor idea de que te esperásemos.
—¿Cómo que no me esperaban? —exclamó Francisco, esforzándose en reír a pesar de su ansiedad—. Pero en cuanto se acabó el curso no tuve paciencia y… ¿Dónde está tía Polly?
—Fuera… Fuera por un par de días, en la bahía de Whitley.
—¿Cuándo vuelve?
—Probablemente… mañana.
—¿Y Nora?
—¿Nora? —contestó Ned con un tono inexpresivo—. Con tu tía Polly.
—¡Ah! —repuso Francisco, con una sensación de alivio—. Entonces por eso no contestó a mi telegrama. Pero tú, Ned, tú… ¿Estás bien?
—Bien, Francisco. Algo abrumado por este calor, pero no es nada grave.
Su pecho se hinchó de una manera grotesca y súbita.
Francisco se horrorizó viendo correr las lágrimas por el rostro del hombre.
—Anda, vete a comer un bocado. En el aparador hay abundancia. Tad te dará lo que necesites. Está en el mostrador. Tad nos ha sido muy útil. La mirada de Ned vaciló y, luego, fijóse en la pared frontera.
Francisco, atónito, fue a llevar el maletín a su cuarto.
En el pasillo, la puerta de la alcoba de Nora estaba abierta. Ver el blanco y limpio retiro de la joven hizo al muchacho apartar los ojos, confundido. Apresuróse a bajar las escaleras.
La taberna estaba desierta. Hasta Scanty había desaparecido, y su vacante rincón parecía una brecha abierta en la sólida masa de la pared. Pero, tras el mostrador, en mangas de camisa, limpiando vasos cuidadamente, estaba Tadeo Gilfoyle.
Tadeo, que silbaba, cesó de hacerlo al entrar Francisco.
Algo sorprendido, transcurrió un momento antes de que le ofreciera su mano húmeda y torpe.
—¡Vaya, vaya! —exclamó—. ¡Dichosos los ojos…! Gilfoyle exteriorizaba un aire de propietario que resultaba aborrecible. Pero Francisco, ya alarmadísimo, logró afectar indiferencia. Dijo con naturalidad:
—Me extraña verle aquí, Tad. ¿Qué le ha pasado en la fábrica del gas?
—Dejé el empleo —repuso Gilfoyle con reserva.
—¿Por qué?
—Para estar aquí. Permanentemente —y, cogiendo un vaso, lo miró con talante profesional, echóle el aliento y empezó a limpiarlo—. Cuando me pidieron que les ayudara… ¡No he podido hacer más!
Francisco sintió los nervios tensos hasta el paroxismo.
—En nombre del cielo, ¿qué pasa aquí, Gilfoyle?
—Llámame señor Gilfoyle, si te es igual, Francisco —dijo Tad, pareciendo saborear el reproche—. A Ned le disgusta mucho ver que no se me pone en mi debido lugar. Ned no es el hombre de antes, Francisco. Y dudo de que vuelva a serlo nunca.
—¿Qué le ha ocurrido? Habla usted como si Ned estuviera loco.
—Lo ha estado, Francisco, lo ha estado —rezongó Gilfoyle—; pero ahora, el pobre, ha vuelto a la razón.
Sus ojos atentos atajaron con un guiño la agria interrupción que adivinaban en Francisco.
—No te pongas así conmigo; Francisco. Aquí yo soy el que está portándose bien. Si no lo crees, pregunta al Padre Fitzgerald. En las vacaciones, mientras ibas creciendo, te has burlado de mí muchas veces. Pero yo tengo las mejores intenciones para contigo. Habremos de arrimar el hombro los dos, sobre todo ahora.
—¿Por qué sobre todo ahora?… exclamó Francisco, rechinando los dientes.
—¡Oh, sí, sí! No estás enterado; pero si… —y Tad mostró una tórrida alegría—. Las primeras amonestaciones se leyeron el último domingo. Nora y yo, Francisco, vamos a casarnos.
Nora y tía Polly volvieron muy entrada la tarde siguiente. Francisco, enfermo de aprensión, incapaz de penetrar en la resbaladiza reserva de Gilfoyle, esperaba la llegada de su tía con loca impaciencia, y en el acto procuró obligarla a hablar. Pero Polly, tras la primera impresión, gritó: «¡Te dije, Francisco, que no vinieras!»; y corrió escaleras arriba con Nora, cerrados los oídos a las importunidades del joven, reiterando esta fórmula:
—Nora no está buena. Te digo que está enferma… Quítate de en medio… Tengo que cuidarla.
Así repelido, el muchacho subió, sombrío, a su cuarto, sintiéndose escalofriado por crecientes presentimientos de una ignorada calamidad. Nora, sin dirigirle apenas una mirada, se acostó inmediatamente. Durante una hora oyó Francisco a Polly acudir con bandejas y botellas de agua caliente hablando con Nora en voz baja, hostigándola con agitadas atenciones. Nora estaba pálida y flaca como una escoba, y toda la casa parecía el cuarto de un enfermo. Polly, marchita e inquieta, y hasta más negligente en su atavío, había adquirido la costumbre de un nuevo ademán: llevarse una mano a la frente con rápida presión. Hasta muy entrada la noche, el muchacho, desde su cuarto contiguo, oyó a su tía murmurar plegarias. Torturado por el enigma; mordiéndose los labios, Francisco se revolvía, preocupado, entre las sábanas.
El siguiente día alboreó muy claro. Según su costumbre, Francisco fue a la primera misa. Al volver vio a Nora sentada en los peldaños del corral, calentándose al sol, mientras a sus pies se agitaban y piaban polluelos. No hizo movimiento alguno para dejar pasar a su primo, sino que, cuando él llevaba en pie un instante, alzó la cabeza para mirado meditativamente.
—¿Ya viene el santo varón de ir a procurar, tan temprano, la salvación de su alma?
Él enrojeció oyendo aquel tono, tan inesperado, tan amargo.
—¿Oficiaba el reverendísimo Fitzgerald?
—No; el coadjutor.
—¡Ya; ese cabezota! Pero, al menos, es inofensivo.
Bajó la cabeza y miró a los pollos, apoyando su delgada barbilla en una muñeca más delgada aún. Siempre había sido menuda, mas ahora Francisco se estremeció reparando en su casi infantil fragilidad, que cuadraba mal con la hosca madurez de sus ojos y con el vestido, pardo y nuevo, de mucho precio, que la adornaba rígidamente. El corazón del muchacho parecía fundirse y en el pecho sentía la impresión de una brasa que la produjera insoportable dolor. La herida de la joven hacía vibrar las cuerdas del alma de Francisco. Vaciló, apartó la vista y habló en voz baja:
—¿Te has desayunado ya?
—Sí…, Polly me hizo comer a la fuerza. ¡Si me dejara en paz, Dios mío!
—¿Qué vas a hacer hoy?
—Nada.
Él calló y, luego, prorrumpió torpemente, con todo el sentimiento que ella le inspiraba fluyendo a través de la ansiedad de sus ojos:
—¿Por qué no damos un paseo, Nora?, Como los que solíamos dar… ¡Hace tan buen día!
Ella no se movió. No obstante, un leve tinte de animación pareció penetrar sus hundidas y oscurecidas mejillas.
—No puedo cansarme —dijo—. Estoy muy fatigada.
—Vamos, Nora, vamos.
—Bueno —repuso ella, tras una pausa sombría.
El corazón del joven le dio un salto en el pecho. Corrió hacia la cocina y, con nerviosa premura, preparó unos bocadillos en unos trozos de bollo, envolviéndolos malamente en un papel. Polly no aparecía por ningún sitio y él deseaba evitarla. A los diez minutos, Nora y Francisco estaban en el tranvía encarnado que recorría, chirriando, a ciudad. Y, antes de una hora, caminaban juntos cerca de las alturas de Gosforth.
Francisco preguntábase qué impulso le habría llevado hacia aquel paraje familiar. El campo era hermoso, mas hasta su hermosura resultaba trémula, insoportable. Cuando llegaron al huerto de Lang, blanco bajo un florecer de capullos, Francisco trató de romper el rígido silencio que reinaba entre ambos.
—Vamos a dar una vuelta por ahí, Nora. Y charlaremos un poco con Lang.
Ella lanzó una mirada al huerto, a los árboles que se levantaban, espaciados y rectos, como piezas de ajedrez, en torno al cobertizo de las manzanas y dijo ruda, amargamente:
—No quiero entrar. ¡Odio este sitio!
Francisco no contestó. Notaba vagamente que la actitud de la muchacha no era por él.
A la una llegaban a lo alto de la atalaya de Gosforth.
Él advirtió que Nora estaba fatigada y, sin consultarla, se detuvo bajo una elevada haya, para almorzar. El día era insólitamente caluroso y claro. En la lisa lontananza, bajo ellos, titilando de luz dorada, se extendía la ciudad, llena de campanarios y cúpulas, inefablemente bella en la distancia.
La joven apenas tocó los bocadillos y él, recordando su queja de la insistencia de Polly, no la apremió a comer. La fronda les daba una sombra mitigadora. Las rumorosas hojas tiernas enviaban tranquilas formas sobre el musgo, alfombrado de bayas de hayedo, en que se sentaban. Olía a fluyente savia. Desde una rama alta llegó el grito gutural de un tordo.
Unos momentos después Nora se apoyó en el árbol, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
Aquel movimiento parecía ser el mayor tributo que ella pudiera rendirle. Miróla con una más honda ternura, colmado de increíble compasión viendo la comba de su cuello, tan débil e indefenso. La ternura que dentro de él manaba le hacía entrañablemente ganoso[5], de proteger a la joven. La cabeza de ésta resbaló un poco en el tronco del árbol, mas él no osó tocarla. Sin embargo, creyéndola dormida, acercó instintivamente el brazo para impedir que cayese.
En el mismo instante, ella le rechazó y golpeóle repetidamente cara y pecho con los nudillos crispados, jadeando de un modo histérico.
—¡Déjame en paz! ¡Bruto, bestia!
—¡Nora, Nora! ¿Qué te he hecho?
Ella retrocedió, sin aliento, temblorosa la faz, trastornada.
—No vuelvas a pasarme el brazo así. Todos sois lo mismo. ¡Todos!
—¡Pero Nora! —rogó él, desesperado—. Aclaremos esto.
—¿El qué?
—Todo. Por qué vas a casarte con Gilfoyle y…
—¿Por qué no he de casarme con él? —dijo Nora, devolviéndole la pregunta con agria defensiva.
Francisco tenía los labios secos y apenas acertaba a articular palabra.
—Es un hombre que vale muy poco, Nora. No es como tú.
—Vale tanto como cualquier otro. ¿No te he dicho que todos sois lo mismo? A él, por lo menos, sabré ponerle coto.
Francisco, confundido, miróla con rostro pálido e impresionado. ¿Qué tendrían sus maravillosos ojos que tan cruelmente ofendían a la joven, haciéndola responderle con ofensas más crueles aún?
—Acaso creas que yo debía casarme contigo, el monaguillo guapito, el capellán en agraz…
En la amargura de su burla, se le crispaban los labios.
—Pues entérate: me pareces cosa de risa… Sí, para morirse de risa Anda, levanta al cielo tus benditos ojos. ¡No sabes lo gracioso que estás, reverendísimo Padre! Habrías de ser el único hombre del mundo y no…
Reprimióse, se estremeció con violencia, se esforzó, inútil y penosamente, en secarse las lágrimas con el dorso de la mano, y luego, sollozando, apoyó la cabeza en el pecho del joven.
—¡Oh, Francisco, querido Francisco, cuánto lo siento! Ya sabes que te he querido siempre. Mátame, si lo deseas. Me es igual.
Mientras él la consolaba con torpeza, acariciándole la frente dióse cuenta de que temblaba tanto como ella misma. La violencia de los sollozos de Nota se apaciguó gradualmente. Parecía, entre los brazos de él, un pájaro herido. Permanecía, apagada y pasiva, con la cara oculta en el pecho del joven. Luego, se incorporó despacio. Apartando los ojos, sacó un pañuelo, se frotó el demacrado rostro surcado de lágrimas, púsose bien el sombrero y dijo, con tono exhausto y monótono:
—Más vale que vayamos ya a casa.
—Mírame, Nora.
Pero ella no lo hizo, limitándose a responder con igual monotonía:
—Dime lo que quieras.
—Nora —exclamó él, desbordado por su juvenil vehemencia—. No puedo soportar esto. Ya veo que detrás de ello hay algo. Y yo lo averiguaré. No te casarás con ese necio de Gilfoyle. Te quiero, Nora; yo te ayudaré.
Siguió un silencio penoso. Ella dijo, al fin, con una sonrisa extrañamente inexpresiva:
—Oyéndote, Francisco, me parece haber vivido un millón de años.
Inclinóse y besó al joven en la mejilla, como le besara antaño. Cuando bajaron la cuesta, el tordo había dejado de cantar en la copa del haya.
Aquella tarde, con una intención deliberada, Francisco fue a casa de los Magoon, junto al muelle. El desterrado Scanty se hallaba solo, porque Maggie andaba aún «asistiendo», y, junto a un minúsculo fuego, en el único cuarto interior que ocupaba, trabajaba melancólicamente tejiendo alfombrillas de lana en un telar, a la luz de una vela de sebo.
Al reconocer a su visitante se pintó una inequívoca expresión satisfecha en el rostro del desterrado, la cual se acentuó al ver sacar a Francisco un frasco de aguardiente que el muchacho, con sigilo, había cogido en el mostrador. Scanty sacó una rajada copa y bebió a la salud de su bienhechor.
—¡Esto sí que es bueno —comentó, secándose la boca con su andrajosa manga—, no la porquería que vengo bebiendo desde que ese carota de Gilfoyle me echó de la taberna!
Francisco echó hacia atrás la silla de madera, sin respaldo, en que se sentada y habló con torva intensidad cargados de sombras sus ojos.
—Scanty: ¿qué ha pasado en la taberna? ¿Qué le ha ocurrido a Nora, a Polly y a Ned? Llevo aquí tres días y sigo sin enterarme. Dígamelo usted.
Una expresión de alarma invadió el rostro de Scanty.
Pasó su mirada de Francisco a la botella y de la botella a Francisco.
—¿Cómo voy a saberlo yo…?
—Lo sabe. Lo leo en su cara.
—¿No te ha dicho nada Ned?
—No; es igual que un sordomudo.
—¡Pobre Ned! —gruñó Scanty, jurando y sirviéndose más bebida—. ¡Dios nos auxilie a todos! ¡Quién hubiera podido imaginarlo! No hay duda de que aun los mejores somos malos… —y añadió con ronco y repentino énfasis—: No te lo diré, Francisco. Es vergonzoso y, ya, de nada puede servir.
—Sí servirá, Scanty. Si sé lo que ocurre, algo podré hacer.
—¿Quieres decir que entonces Gilfoyle…?
Ladeando la cabeza, Scanty reflexionó y, luego, la inclinó despacio. Echó un trago para fortalecerse, con expresión singularmente serena en su ajada faz, y bajó la voz.
—En ese caso, te lo diré, Francisco, si me prometes callarlo. La verdad es… ¡Dios nos asista!, que Nora ha tenido un hijo.
Silencio. Otro trago de Scanty. Francisco preguntó:
—¿Cuándo?
—Hace seis semanas. Fueron a la bahía de Whitley.
Es una niña… La han dejado a cargo de una nodriza, porque Nora no puede soportar la vista de la pequeña.
Helado, rígido, Francisco luchando con el tumulto que invadía su pecho. Luego, preguntó:
—¿Y el padre es Gilfoyle?
—¿Ese palomino atontado? —el odio vencía la cautela de Scanty—. No, no. Él es el que se ofrece para ocultar la cosa, para dar el nombre a la pequeña y para, de paso, poner pie en la taberna. ¡El muy bigardo! Todo está tan bien combinado como en una pintura. Las condiciones del casamiento, en el cajón; nadie enterado, y la hija, traída aquí más adelante, después de unas vacaciones largas, para decirlo así. ¡Mal rayo me parta si no es como para hacer vomitar a un cerdo!
Una insoportable opresión pesó sobre el corazón de Francisco. Esforzóse en que no se le quebrara la voz.
—No sabía que Nora tuviese amores, Scanty. ¿Sabe usted quién es… el padre de la niña?
—¡Por Dios que no!
La sangre afluía a la frente de Scanty mientras golpeaba el entarimado con vociferante denegación.
—No sé nada de eso. ¿Cómo va a saberlo un pobre hombre como yo? Ned tampoco lo sabe; eso es tan verdad como el Evangelio. Ned siempre me ha tratado muy bien, muy generosamente, salvo en ciertas ocasiones… Por ejemplo, estando Polly fuera, que él se daba a la bebida… No, no, Francisco: créeme que no hay esperanzas de encontrar al individuo.
Otro silencio, glacial, prolongado. Un velo nublaba los ojos de Francisco. Sentía un desmayo mortal. Al fin, con un gran esfuerzo, se incorporó.
—Gracias por todo, Scanty.
Salió del cuarto y bajó, ofuscado, los desnudos escalones de la casa. Su frente y las palmas de sus manos estaban inundadas de frío sudor. Una visión le asediaba, atormentánlole: la casta limpieza del cuarto de Nora blanco y solo. No sentía odio alguno, sino una desgarradora piedad, una tremenda convulsión de su alma. Ya en el mísero patio, se apoyó, repentinamente abrumado, en el solitario farol y parecíale arrojar su corazón al arroyo.
Se notó más sereno, más firme en su intención. Dirigióse resueltamente hacia Santo Domingo.
El ama de llaves le acogió con la silente discreción característica de aquella rectoral. Antes de un minuto volvió al penumbroso zaguán donde dejara al joven y, por primera vez, sonrióle ligeramente.
—Es usted afortunado, Francisco. Su Reverencia está desocupado y puede recibirle.
El Padre Gerardo Fitzgerald levantóse, tabaquera en mano, cuando Francisco entró. Sus modales ofrecían una mezcla de cordialidad e inquisición, y su apuesta presencia cuadraba bien con los muebles franceses, el antiguo reclinatorio, las selectas copias de primitivos italianos que ornaban los muros, el jarrón de lirios que sobre el escritorio, perfumaban el despacho. Todo aparecía matizado de buen gusto.
—Hola, muchacho. Te creía en el Norte. Siéntate. ¿Cómo están mis buenos amigos de Holywell?
Deteniéndose para tomar rapé, fijó los ojos, con aprobación afectuosa, en la corbata de Francisco, con los colores del colegio.
—Yo también estuve allí, como ya sabes, antes de ir a la Ciudad Santa. Es un gran sitio y muy distinguido. ¡El buen MacNabb! Y Tarrant, que fue condiscípulo mío en el Colegio Inglés de Roma…, es hombre de porvenir…
Detúvose. Su aguda mirada atemperábase con una cortesana suavidad.
—Ahora, Francisco, ¿en qué puedo servirte? Penosamente disgustado, respirando con agitación, bajos los ojos, Francisco dijo:
—Vengo a preguntarle sobre lo de Nora…
La balbuciente interrogación rasgó la serenidad del despacho, su nota de naturalidad y buen tono.
—¿Y qué hay de Nora?
—Su casamiento con Gilfoyle. Ella no quiere casarse con él y se siente muy desgraciada… Es algo tan injusto, tan estúpido… un asunto tan innecesario y horrible… —¿Qué sabes tú de ese asunto tan horrible?
—Sé… que ella no tuvo la culpa.
Se produjo una pausa. Las bien trazadas cejas de Fitzgerald expresaban enojo. No obstante, miró al condolido muchacho con una especie de majestuosa piedad.
—Mi querido joven, si entras en el sacerdocio, como espero, y adquieres la mitad de la experiencia que; por desventura, tengo yo, comprenderás que ciertos desórdenes sociales requieren igualmente remedios específicos. Estás trastornado por este horrible asunto —devolvió la frase con un movimiento—; yo no. Yo, incluso lo esperaba. Conozco, y lo abomino, el comercio de licores por sus efectos sobre la brutal mentalidad de los sujetos que les utilizan. Tú y yo podemos sentarnos y beber tranquilamente nuestro Lácrima Christi, como caballeros. El señor Bannon no puede hacer lo mismo. Pero basta de esto. No culpo a nadie. Digo, sencillamente, que tenemos un problema no insólito para quienes pasamos horas en el confesionario.
Fitzgerald calló, a fin de tomar rapé con un movimiento de su fina muñeca.
—¿Qué se ha de hacer, pues? Te lo diré. Primero, legitimar y bautizar al retoño. Después, casar a la madre, si se puede, con un hombre tan decente como pueda serlo casándose con ella. Hemos de regularizar, de regularizar… De sacar un buen hogar católico de ese caos. De zurcir los cabos sueltos de nuestro tejido social. Créeme, Nora Bannon tiene mucha suerte dando con Gilfoyle. De aquí a un par de años la verás en misa con su esposo e hijos, y ¡muy feliz…!
—¡No, no! —interrumpieron a medias los cerrados labios de Francisco—. Nunca vivirá feliz, sino abatida y miserable.
Fitzgerald levantó un poco más la cabeza.
—¿Y es la felicidad el objetivo de nuestra vida terrena?
—Nora hará algo, desesperada. Será imposible obligarla a casarse. Yo la conozco mejor que usted.
—Pareces conocerla mucho, en efecto —dijo Fitzgerald, sonriendo con menos suavidad—. Supongo que no estarás enamorado de ella.
Una mancha roja se pintó en las pálidas mejillas de Francisco.
—La quiero mucho —murmuró—. Pero si la amase, no sería de un modo que aumentara las culpas que oye usted en el confesionario, Padre. Le ruego —añadió con una voz implorante, baja y desesperada— que no la obligue a ese matrimonio. Nora no es un alma vulgar, sino un espíritu dulce y luminoso. No se le pueden imponer una hija a su pecho y un marido a sus brazos porque, en su inocencia, haya sido…
Herido en lo vivo, Fitzgerald dio un golpe con la tabaquera en la mesa.
—Haz el favor de no predicarme.
—Perdone. No sé lo que digo. Me esfuerzo en pedirle que use su influencia… —y Francisco reunió sus abatidas energías en un intento final—. Al menos, den algún tiempo a la muchacha.
—¡Basta, Francisco!
El párroco, harto dueño de sí mismo, y de otros, para permitirle perder la ecuanimidad largo tiempo, se alzó bruscamente y miró su plano reloj de oro.
—Tengo reunión de cofradía a las ocho. Dispénsame —y dio una palmada afectuosa en la espalda de Francisco cuando el muchacho se levantó—. Vamos, hijo mío, estás aún muy poco avezado. ¿Me permites decir que, incluso, eres un poco ingenuo? Pero, gracias a Dios, la santa Iglesia es tu buena y experimentada madre. No quieras meter la cabeza por las paredes, Francisco. Las paredes resisten durante generaciones… y contra cabezas más fuertes que las nuestras. Ven y charlaremos de Holywell… después de la boda. Entre tanto, como pequeño acto de reparación por tu rudeza, ¿querrás rezar esta noche una Salve por mí?
Una pausa. Todo inútil, inútil…
—Sí, Padre.
—Entonces, buenas noches, hijo, y Dios te bendiga.
El aire nocturno era frío y penetrante. Derrotado, aplastado por la impotencia de su juventud, Francisco alejóse de la rectoría. Sus pisadas resonaban, torvas, en el camino pavimentado. Cuando cruzó ante el umbral de la capilla, el sacristán cerraba las puertas laterales. Disipóse el último rayo de luz y Francisco, descubierta la cabeza, se detuvo en la oscuridad, fijos los ojos en las ventanas del edificio. Exclamó, con una especie de postrera desesperación:
—¡Oh Dios! Haz lo que sea mejor para todos nosotros.
Según se acercaba el día de la boda, haciendo consumirse a Francisco en una fiebre de mortales insomnios, la atmósfera de la taberna parecía ir calmándose insensiblemente, como un agua que se estanca. Nora permanecía silenciosa; Polly, vagamente esperanzada; hasta Ned, aunque todavía aislado y en soledad, parecía haber perdido parte del ofuscado terror de sus ojos. La ceremonia iba a celebrarse en privado, desde luego; pero ninguna restricción habría en el equipo de novia, en la dote, en la bien preparada luna de miel en Killarney. La casa rebosaba de ropas y ricas telas. Polly, realizando nuevas pruebas, llena de alfileres la boca, movíase a través de fardos de tela y prendas, como envuelta en un aura.
Gilfoyle, muy amigo de la regularidad en todo, celebraba a veces, mientras fumaba los mejores cigarros de la Unión, conferencias financieras con Ned. Se firmó debidamente un contrato de asociación entre ambos y se habló mucho de una nueva casa para la feliz pareja. Ya los numerosos parientes pobres de Tad daban vueltas en torno al establecimiento, aduladores, pero dueños de sí. Acaso los peores de todos fueron la señorita Neily, hermana casada de Tadeo, y Carlota, hija de dicha hermana.
Nora hablaba poco. Una vez, encontrando a Francisco en el pasillo, le preguntó:
—Estás enterado, ¿verdad?
Él, con el corazón desgarrado, repuso, sin osar mirarla:
Hubo una pausa sofocadora. A Francisco le era imposible soportar la tortura de su pecho. Estalló incoherente, con pueriles lágrimas brillando en sus ojos:
—No podemos dejar que esto suceda, Nora. ¡Si supieses lo que siento por ti! Yo me ocuparía de ti, trabajaría para ti, Nora… Huyamos los dos.
Ella le miró con compasiva ternura.
—¿Adónde?
—¡A cualquier sitio! —respondió él, húmedas y brillantes las mejillas.
Nora, en silencio, le oprimió la mano y se apartó de él para probarse un vestido.
El día anterior a la boda pareció ceder, perder un tanto de su marmórea aquiescencia. Mientras bebía una de las tazas de té con que Polly la abrumaba, dijo:
—Me gustaría ir hoy a la bahía de Whitley.
Polly, asombrada, repitió:
—¿Whitley? —añadió en seguida—: Yo iré contigo.
—No es necesario —dijo Nora, y calló, removiendo suavemente la taza—. Pero si quieres… —Por supuesto que quiero, hijita.
Tranquilizada por aquella naturalidad en los modales de Nora —como si resonase otra vez en su ser un acorde de aquélla su antigua alegría traviesa—, Polly acabó considerando la excursión sin mucho desagrado. Tenía la satisfactoria y desconcertante idea de que Nora iba «recobrándose». Cuando terminó su té, Polly habló del bello lago de Killarney, que ella había visitado siendo muchacha. Los barqueros eran gente tan divertida.
Las dos mujeres, vestidas para la excursión, salieron hacia la estación después de comer. Cuando doblaron la esquina. Nora miró a la ventana donde se encontraba Francisco. Pareció vacilar un segundo, sonrió ligeramente y le saludó con la mano. Luego, se fue.
Las noticias del accidente llegaron al distrito incluso antes de que tía Polly fuese traída, desmayada, a la casa en un coche de alquiler. Hubo en la ciudad una sensación impresionante. El interés popular no se hubiera despertado en exceso con la desgracia de una joven atolondrada que baja a la vía cuando hay un tren en movimiento. Pero que ello sucediera la víspera de la boda daba al hecho un valor exquisito. De los umbrales de las casas del puerto salían mujeres que, con los brazos en jarras, formaban grupos; se achacaba la tragedia a los zapatos nuevos de la víctima. Surgió una enorme simpatía hacia Tadeo Gilfoyle, hacia la familia, hacia todas las jóvenes que, estando a punto de casarse, necesitan hacer un viaje en tren. Se habló de una ceremonia a expensas públicas, con la banda de la cofradía, para dar tierra a los destrozados restos.
Aquella noche, muy tarde, Francisco, sin saber cómo, se halló en la iglesia de Santo Domingo, desierta por completo a la sazón. El oscilante pabilo de la lámpara del santuario era como un débil faro ante sus fatigados ojos. Arrodillado, rígido y pálido, sentía el inflexible abrazo del destino, circuyéndole. Nunca había conocido semejante momento de desolación, de abandono. No podía llorar, ni sus labios, fríos e inmóviles, conseguían articular una plegaria. Pero de su alma torturada brotaba un angustiado pensamiento. Primero, sus padres; Nora, después. No podía seguir ignorando aquellos testimonios de lo alto. Debía ir fuera, con el padre MacNabb, a San Morales. Se entregaría por completo a Dios, se haría sacerdote.