Hacíanse muy largas ya las sombras de los olmos sobre las segadas praderas de Holywell, pero aún la tarde del junio norteño era clara como el mediodía. La oscuridad vendría después, y el alba se iniciaría tan temprano que la aurora boreal no haría sino apuntar brevemente en los altos y pálidos cielos. Francisco estaba sentado a la ventana del elevado cuartito de estudio que, por haber elegido el ingreso en el «Círculo de Filósofos», compartía con Lorenzo Hudson y Anselmo Mealey. Su atención, alejándose de sus cuadernos de apuntes, dirigíase casi con tristeza en fuerza de sentirse penetrado de belleza, a la encantadora escena que tenía ante sí.
Desde su prominente punto visual divisaba la escuela, grandiosa mansión señorial de pardo granito, construida por sir Archibald Frazer en 1609 y destinada, en el mismo siglo, a colegio católico. La capilla, de igual estilo severo, formaba ángulo recto con la biblioteca, de la cual la separaba un claustro que incluía un cuadrángulo de histórico césped. Más allá se extendían los juegos de pelota; los campos de deporte, donde aún se celebraba el final de un partido; las anchas zonas de pastos surcadas por el río Stinchar, donde pacían, tranquilas, rollizas reses… Encinares y hayedos circuían la finca y en lontananza se perfilaban las cumbres azules y ligeramente dentadas de los Grampianos de Aberdeenshire.
Francisco suspiró sin darse cuenta. Parecía ayer el día en que se apeara en Doune, el apartado empalme del Norte. Era entonces un discípulo nuevo, locamente asustado, que se disponía a afrontar lo desconocido y la primera y terrible entrevista con el director, Padre Hamish MacNabb. Recordaba cómo «Mac el Bronco», un gran escocés de pequeña estatura, primo carnal de los MacNabb de las Islas, se había agazapado tras su pupitre, envolviéndose en su esclavina y lanzándole una formidable mirada entre sus espesas cejas rojizas.
—¿Qué sabes, muchacho?
—Nada, señor.
—¿No sabes bailar la jota escocesa?
—No, señor.
—¡Cómo! ¿Con un nombre tan ilustre como el de Chisholm?
—Lo siento, señor.
—¡Hum! No vales para gran cosa, muchacho.
—No, señor, para nada, no siendo… —y tembló— no siendo, acaso, para pescar.
—Acaso, ¿eh? —y el director esbozó lentamente una seca sonrisa—. Entonces quizá podamos ser amigos —aquí la sonrisa se hizo más marcada—. Los clanes de los MacNabb y los Chisholm solían ir juntos a la pesca y a la guerra, mucho antes de que nadie pensara que alguna vez habíamos de existir tú o yo. ¡Hale, largo de aquí, antes de que te dé un punterazo!
Y ahora, dentro de un curso, Francisco iba ya a dejar Holywell. Otra vez su mirada se fijó en los grupitos que paseaban de un lado a otro por las terrazas enarenadas, junto a la fuente. Era una costumbre de seminario. Y nada tenía de particular, porque los más de aquellos mozalbetes pasarían del colegio al Seminario de San Morales, en España. Francisco vio a sus compañeros de cuarto andando juntos. Anselmo, excesivo en sus afectos, como siempre, cogía tiernamente el brazo del otro, el cual, a su vez, gesticulaba, pero con moderación, según cumplía al ganador del premio de Buen Compañerismo. Detrás de los dos, rodeado de un corrillo, caminaba el Padre Tarrant, alto, delgado, moreno, de expresión a la par intensa y sardónica… Clásicamente remoto.
Viendo al joven sacerdote, la expresión de Francisco se endureció de un modo singular. Miró con disgusto al cuaderno de apuntes que tenía en el alféizar de la ventana, cogió la pluma y, tras un momento, comenzó a escribir. Su decidido ceño no afeaba el nítido corte de sus morenas mejillas, ni la claridad algo tosca de sus ojos castaños. Contaba dieciocho años de edad y su cuerpo tenía una gracia mimbreña. La suave luz aumentaba absurdamente su atractivo físico, aquel aspecto conmovedor de cosa impoluta que, por lo indisimulable, le humillaba a menudo.
Empezó a redactar:
14 junio 1887.— Hoy ha ocurrido un incidente de tan fenomenal y estremecedora incorrección, que quiero vengarme de este odioso diario, y del Padre Tarrant, anotando el hecho aquí. No me gusta perder en esto la hora que nos queda antes de las vísperas —después de las cuales, Anselmo se empeñará en que juguemos a la pelota—, y me bastaría poner: —Jueves de la Ascensión: buen día; memorable aventura de Mac el Bronco—. Pero incluso nuestro incisivo Administrador de Estudios admitió la virtud de mi manera de ser cuando me dijo, después del sermón que me dirigió hace tiempo: «Le sugiero que lleve un diario, Chisholm. No para publicarlo —añadió, con su malhadado sarcasmo—, sino como una especie de examen. Usted, Chisholm, sufre una desordenada obstinación espiritual, y, si escribiese lo que siente, quizá redujera ese sufrimiento…».
Me ruboricé, por supuesto, como un tonto, y mi mal carácter se inflamó.
—¿Quiere usted decir que soy desobediente, Padre Tarrant?
Apenas me miró. Hundía las manos en las mangas de su hábito. Era el hombre de siempre: delgado, moreno, con las ventanas de la nariz contraídas y… ¡ay!, tan indiscutiblemente inteligente. Mientras se esforzaba en disimular la antipatía que le inspiro, recordé intensamente el cilicio que usa, la férrea disciplina que a sí mismo se impone sin reservas. Se fue, respondiéndome de una manera vaga:
—Existe una clase de desobediencia mental…
¿Será injusto imaginar que me mira mal porque no procuro ajustarme a su modelo? La mayoría de los colegiales lo procuran.
Al menos, él y yo estamos de acuerdo en algo: en que nunca tendré vocación religiosa.
Escribo con una pomposidad ridícula en un jovenzuelo de dieciocho años. Acaso ello se deba a la llamada afectación de esta edad. Pero es que estoy disgustado por varias cosas. En primer lugar, me siento terrible y, de seguro, absurdamente disgustado por mi familia de Tynecastle. Presumo que es inevitable la pérdida de contacto reduciéndose las vacaciones en casa a cuatro breves semanas de verano. La fugacidad de las vacaciones anuales es el único rigor de Holywell, y si bien esto debe de servir para mantener firmes las vocaciones, en cambio somete a la imaginación a un gran esfuerzo. Ned nunca escribe. Su correspondencia conmigo durante mis tres años en Holywell ha consistido en repentinos y fantástico envíos de comestibles; por ejemplo, un colosal saco de nueces durante mi primer invierno; y, en la última primavera, un gran ramo de plátanos, tres cuartas partes de los cuales estaban en exceso maduros y causaron una indigna epidemia entre Clérigos y seglares de Holywell.
En el silencio de Ned hallo algo raro. Y las cartas de tía Polly multiplican mi aprensión. Su delicioso e interminable chachareo sobre acontecimientos parroquiales ha sido sustituido por un parvo catálogo de hechos principalmente meteorológicos. Y ese cambio de tono se ha producido de improviso. Naturalmente, Nora no ha contribuido a sacarme de dudas. Es la auténtica chica de la tarjeta postal, que garabatea unas líneas, por compromiso, una vez al año, mientras veranea en una playa. Me parece que han transcurrido siglos desde su ocurrente: Crepúsculo en el muelle de Scarborough.
Dos cartas mías no han logrado hacer aparecer una «Luna sobre la bahía de Whitley». ¡Querida Nora! Nunca olvidaré tu ocurrencia, digna de Eva, en el sobrado de las manzanas. Por ti espero con tanta impaciencia las vacaciones. ¿Volveremos a ir juntos a Gosforth alguna vez? He visto cómo te desarrollabas, he visto, conteniendo el aliento, desenvolverse tu carácter, con lo que quiero indicar tus contradicciones. Sé que eres viva, audaz, sensitiva y alegre, algo echada a perder por un exceso de mimos, llena de inocencia y buen humor. Incluso veo ahora tu carita insolente, interiormente iluminada mientras te burlas de tía Polly o de mí con tus muecas; veo tus finos brazos en jarras y tus azules ojos, provocativos e inquietos, que terminan precipitándote en una danza maliciosamente alegre. Todo en ti es así, palpitante y humano, hasta tus accesos de volubilidad o de mal humor, que conmueven tu delicado organismo y terminan en tremendos lloros. Yo sé que, a pesar de tus defectos, tu naturaleza es cálida e impulsiva, haciéndote correr, sonrosada y confusa, hacia aquél a quien has herido sin proponértelo. Muchas veces no logro dormir pensando en ti, en tu mirada, .en el tierno patetismo de tus huesos claviculares sobre el seno.
Francisco se interrumpió y, repentinamente ruborizado, tachó la última línea que había escrito. Luego, reanudó su trabajo, más dueño de sí.
En segundo lugar, estoy egoístamente preocupado por mi porvenir. He sido educado —y en esto también estaría de acuerdo el Padre Tarrant— de un modo superior al que me corresponde. Sólo me falta un curso en Holywell. ¿Volveré de buen grado a servir cerveza en la Unión? No puedo seguir siendo una carga para Ned, o, más exactamente, para Polly, puesto que, hace poco, he descubierto por casualidad que esa admirable mujer paga de su modesta renta los honorarios de mi colegio. Mis ambiciones son muy confusas. Mi cariño por tía Polly, mi gratitud desbordante, me hacen anhelar poder compensarla. Y su mayor deseo sería verme recibir las órdenes sacerdotales. En un sitio como éste, donde las tres cuartas partes de los estudiantes y la mayoría de mis amigos están destinados al sacerdocio, resulta difícil substraerse a la atracción. Se siente el deseo de unirse a las filas. A pesar de Tarrant, el Padre MacNabb piensa que yo sería un buen sacerdote. Lo noto en su sagaz, amistosa y provocativa manera de tratarme, en su casi divina forma de esperar. Y, como director de este colegio, debe de entender de vocaciones.
Yo, naturalmente, soy impetuoso y de genio vivo, y mi heterogénea educación me ha infundido un toque cismático. No pretendo ser uno de esos jóvenes predestinados (de los que hay abundantes ejemplos en nuestra biblioteca) que se pasan la niñez rezando, levantan infantiles altares en los bosques y rechazan suavemente a las niñas en la feria del pueblo, diciéndoles:
Apartaos, Teresa y Annabella. Yo no seré para vosotras.
No obstante, ¿cómo describir esos momentos que descienden súbitamente sobre uno? A veces se producen en el camino de regreso a Doune, o al despertar en la oscuridad de la alcoba silenciosa, o al quedar rezagado mientras la turba de mozos, tosiendo, arrastrando los pies, cuchicheando, se van de la vacía y aún alentadora iglesia. Son momentos de extraña lucidez, de intuición. No de ese éxtasis sentimental que me sigue siendo tan aborrecible como siempre, sino una sensación de esperanza, de consuelo.
Me disgusta escribir estas cosas, aunque nadie las leerá más que yo. Los íntimos ardores de uno resultan cosa fría en el papel. No obstante, debo anotar esa inequívoca impresión —la impresión de pertenecer a Dios— que me asalta en la oscuridad; la convicción profunda, de que en el medido, acordado e implacable movimiento del universo, el hombre no sale de la nada ni se desvanece en ella y hasta aquí, por extraño que parezca, experimento la influencia del querido Daniel Glennie, del pobre Dan el Santo, y siento sobre mí su mirada cálida y ultraterrena.
¡Maldición! ¡Y maldito Tarrant también! Estoy vertiendo literalmente mi corazón aquí. Si yo soy un santurrón de ésos, ¿por qué no hago algo por Dios, atacando a la gran masa de indiferencia, de burlón materialismo, que hay en el mundo de hoy? ¿Por qué, en suma, no estudio para sacerdote? En fin, si he de ser sincero, creo que no lo hago a causa de Nora. La belleza y ternura de mis sentimientos hacia ella hace rebosar mi corazón. La visión de su rostro, luminoso y dulce, se halla ante mí incluso cuando rezo a Nuestra Señora en el templo. ¡Queridísima Nora! Tú eres la verdadera razón de que yo no tome billete en el celestial expreso de San Morales.
Cesó de escribir y su mirada se perdió en la distancia, sonrientes los labios y un tanto ceñudo el entrecejo. Con un esfuerzo, se recobró.
Vuelvo a esta mañana y a Mac el Bronco. Como hoy era fiesta de precepto, me quedaba la tarde libre. Cuando iba a echar una carta en el buzón de la portería, vi al director del colegio, que subía con su caña de pescar… Y sin pescado; Se detuvo, apoyando su figura, baja y fuerte, en el arpón, alto el rubicundo semblante rematado por su relampagueante cabello rojo. Yo quiero a Mac el Bronco. Creo que él siente alguna simpatía por mí, y acaso se deba a que los dos —es la explicación más sencilla— somos escoceses hasta las cachas, y pescadores. Los únicos pescadores del colegio. Cuando Lady Frazer donó al colegio sus derechos sobre el Stinchar, Mac el Bronco reclamó el río como propio. En «a voz de Holywell» publicó un trabajo que comenzaba:
Ya no veré dañadas mis orillas
por pescadores de mentirijillas…
Y ello reflejaba bien su actitud, porque es un pescador apasionado. Se cuenta de él que, en plena misa en el castillo de Frazer, del cual cuida el clero de Holywell, un amigo de Mac, el presbiteriano Gillie, asomando la cabeza por la ventana del oratorio, exclamó con reprimida excitación:
¡Reverendo! Hoy hay un enjambre de peces en el remanso de Lochaber.
Y nunca misa alguna fue más pronto acabada. Los estupefactos feligreses, entre ellos Lady Frazer, fueron bendecidos a paso de carga; y, luego, una especie de oscuro remolino, no muy distinto del concepto que aquí se tiene del diablo, fue visto salir volando de la sacristía y exclamar: ¡Jock, Jock! ¿Por dónde pican más?
Hoy me miró con disgusto.
—Ni un pez a la vista —dijo—. ¡Cuando precisamente lo necesitaba para las personalidades invitadas!
El obispo de la diócesis y un importante Padre que viene de nuestro seminario inglés de San Morales, acudían a almorzar hoy en Holywell.
—En el remanso de Glebe hay un pez, Padre —repuse—. No hay en todo el río ni sombra de peces. Estoy allí desde las seis.
—Hay un pez grande.
—¡Fantasías!
—Lo vi ayer, al pie de la presa, pero no intente pescarlo.
Sonrióme adustamente bajo sus rufas cejas.
—Eres un demonio perverso. Chisholm. Anda, te autorizo a pescado… si quieres perder el tiempo.
Me ofreció su caña y alejóse.
Fui al remanso de Glebe, sintiendo saltar mi corazón, como siempre que oigo el son del agua. La mosca que llevaba era de primera magnitud, y perfecta, dados el tamaño y color del río. Recorrí todo el remanso, pasé así una hora. Los salmones escaseaban deplorablemente en esta temporada. Una vez me pareció ver moverse una aleta oscura en las sombras de la ribera opuesta. Pero ninguno picó. De pronto, al oír una discreta tos, me volví. Mac el Bronco, vestido con sus mejores ropas, calzando guantes y tocado con su sombrero de ceremonia, se había detenido, según caminaba hacia la estación de Doune, para lamentar mi mala suerte.
—Los grandes, Chisholm —dijo con tétrica mueca—, son siempre los más difíciles.
Mientras él hablaba, yo hacía un último intento con la caña a unas treinta varas de la orilla. La mosca dio exactamente en la espuma que bordeaba el extremo más lejano de la presa. Un momento después noté que el pez había picado.
—¡Ya lo tienes! —clamó Mac.
El salmón dio en el aire un salto de cuatro pies. Estuve a punto de caer. El efecto que el pez produjo en Mac el Bronco fue estupendo.
—¡Dios mío! —profirió respetuosamente.
Aquel salmón era el mayor que yo viera en el Stinchar y en las redes de mi padre, en Tweedside.
—¡Tenlo con la cabeza hacia arriba! —gritó Mac, de pronto—. ¡La cola, hacia el agua!
Yo hacía lo posible. Pero el pez era dueño de la situación. Precipitóse río abajo, en loca carrera. Lo perseguí, y Mac me siguió.
El Stinchar, en Holywell, no es como el Tweed. Corre formando un oscuro torrente entre pinos y gargantas, dando saltos no desdeñables sobre piedras resbaladizas y elevadas márgenes. A los diez minutos, Mac y yo estábamos una milla río abajo, un tanto fatigados. Pero no habíamos perdido el pez.
—¡Sujétalo, sujétalo! —ordenaba Mac, ronco de gritar—. ¡No lo dejes entrar en esas hierbas, necio!
Mas el pez estaba ya en las hierbas, y el sedal se había enganchado en una confusión de hundidas raíces.
—Afloja —ordenó Mac, angustiado—. Afloja, mientras yo le tiro una piedra.
Afanoso, jadeante, empezó a lanzar pedruscos, procurando hacer salir al pez sin alcanzar el hilo. Aquello duró un intervalo congojosamente largo. Luego, con un impulso, el salmón saltó, corrió, y nosotros, tras él.
Como cosa de una hora después, en las anchas planicies que hay frente al pueblo de Doune, el salmón empezó a dar señales de derrota. Exhausto, anheloso, desgarrado por un centenar de torturadores y terribles azares, el Bronco dio una orden final:
—¡Ahora, ahora! ¡En ese arenal! No tenemos arpón, y si el pez sigue alejándose, dalo por perdido.
Yo sentía la boca seca y ardiente. Con mano nerviosa tiré del pez. Acercóse, quieto, y luego hizo un final y frenético esfuerzo. Mac exhaló un sordo gruñido.
—Despacio, despacio… Si lo dejas escapar ahora, nunca te lo perdonaré.
Allá, en los bajíos, el pez parecía increíblemente grande. El sedal estaba malparado. Si se me escapaba la presa… Sentí un escalofrío de hielo. Arrastré suavemente el pez hacia el diminuto arenal. En un silencio tenso y absoluto, Mac se inclinó, agarró las agallas del monstruoso salmón y tiró de él hacia la hierba.
Magnífico aspecto presentaba sobre la verde pradera.
Era un pez de más de cuarenta libras, tan recién llegado del mar que aún se le veían sobre el arqueado lomo algas y parásitos marinos.
—¡Una proeza, una proeza! —entonó Mac, sacudido, como yo, por una ráfaga de júbilo.
Cogiéndonos de las manos, bailamos sobre la hierba.
—Pesa lo menos cuarenta libras —siguió Mac—. Esto hay que anotarlo en nuestros anales. ¡Eres un estupendo pescador, muchacho!
En aquel momento llegó, desde la única vía de ferrocarril que cruzaba el río, el débil pitido de una máquina.
Mac calló, y miró, desconcertado, el penacho de humo y las señales rojas y blancas que, pequeñas cual juguetes en la distancia, acababan de moverse en la estación de Doune. ¡Ahora recordaba! Consternado, buscó su reloj.
—¡Cielos, Chisholm! —dijo, ya con el tono propio del director del colegio—. En ese tren viene el obispo.
El dilema era claro: tenía cinco minutos para llegar a tiempo de recibir a sus distinguidos visitantes, y cinco millas de camino para alcanzar, al fin, la estación. ¡Y ésta estaba allí mismo, al otro lado del río y de un par de campos, aunque distase legua y media por carretera!
—Coge el pescado, Chisholm, y manda que lo preparen para el almuerzo. Vete de prisa. Y acuérdate de la mujer de Lot y de la estatua de sal. Haz lo que quieras, pero no mires atrás.
Mas yo, sin poder reprimirme, apenas llegado al primer recodo del río, me embosqué en un matorral y corrí el riesgo de trocarme en una salada mole. El Padre Mac se había desnudado y hecho un lío con sus ropas. Con el sombrero firmemente encasquetado, alzado el envoltorio de prendas, el Padre se lanzaba al río. Ya vadeando, ya nadando, llegó a la otra orilla, vistióse y avanzó varonilmente hacia la cercana estación y el tren que llegaba.
Permanecí un rato en la hierba, sumido en una especie de éxtasis. No me asombraba la visión de aquel sombrero de gala erguido osadamente sobre la frente viril, sino la enseñanza moral que se ocultaba tras el lance. Pensé cuánto debía despreciar aquel hombre a nuestros gazmoños[4].
Un sonido hizo detenerse a Francisco. Dejó de escribir al abrirse la puerta. Hudson y Mealey entraron en el cuarto. Hudson, un joven plácido y moreno, sentóse y empezó a cambiarse de zapatos. Anselmo traía en la mano el correo de la noche.
—Carta para ti, Francisco —dijo con efusión.
Anselmo se había convertido en un jovencito apuesto, sonrosado y blanco. Sus mejillas tenían la transparencia propia de una perfecta salud. Sus ojos eran suaves y nítidos; su sonrisa, pronta. Aunque no era brillante en los estudios, sus profesores le apreciaban y casi nunca faltaba su nombre en la lista de premios. Era buen jugador de raqueta y de otros deportes. Y poseía verdadero genio societario. Gobernaba media docena de asociaciones, desde la de los filatélicos hasta la de los filósofos. Conocía y empleaba hábilmente expresiones como «quorum», «actas» y «señor presidente». Siempre que se trataba de formar una sociedad nueva se requería el consejo de Anselmo y, automáticamente, se le designaba para la presidencia. En sus elogios de la vida clerical llegaba al lirismo. Su única contrariedad consistía en la paradoja de que el director y algunas otras almas raras e individualistas no lo miraban bien. Para los demás era un héroe, y llevaba su éxito con franca y sonriente modestia.
Mientras entregaba la carta a Francisco, dirigióle su sonrisa, cálida y amable.
—Te deseo muchas buenas noticias en esa carta, querido amigo.
Francisco la abrió. No tenía fecha, estaba escrita a lápiz y ostentaba el membrete siguiente:
Eduardo Bannon
Taberna de la Unión
Calle del Dique, esquina a la del Canal.
Tynecastle.
Querido Francisco: Al recibo de la presente espero que estés tan bien como yo. Perdona que te escriba a lápiz. Todos estamos algo trastornados. Siento decirte, Francisco, que no debes venir a casa en estas vacaciones. Nadie lamenta más que yo no haberte visto desde el verano pasado. Pero créeme que es imposible. Debemos sometemos a la voluntad de Dios. Ya sé que no eres de los que te conformas con facilidad, pero pongo a la bendita Virgen por testigo de que has de hacerlo. No te ocultaré que tenemos disgustos, como comprenderás por esta carta, pero es cosa en que no puedes ayudarnos ni evitarla. No es asunto de dinero ni de enfermedad, así que no te preocupes. Todo pasará y se olvidará, con la ayuda de Dios. Tú puedes arreglar fácilmente el quedarte en el colegio durante las vacaciones. Ned pagará todos los gastos. Tendrás los libros que quieras y lo que necesites. Acaso dispongamos que vengas en Navidad, de modo que no debes enojarte. Ned ha vendido sus perros, pero no por necesitar dinero. El señor Gilfoyle nos está siendo muy útil a todos. Por lo que al tiempo se refiere, no pierdes gran cosa, porque está siendo muy malo. No olvides, Francisco, que tenemos gente de fuera, que no disponemos de cuarto libre y que no debes venir. (El «no» estaba subrayado dos veces).
Dios te bendiga, hijo mío, y excusa la prisa con que te escribe tu buena tía.
Polly Bannon.
Francisco leyó varias veces la carta ante la ventana. El propósito de aquella epístola era claro, mas su significado permanecía turbador e inescrutable. Con dedos rígidos plegó el papel y lo colocó en su bolsillo.
—No será nada malo, ¿eh? —dijo Mealey, solícito.
Francisco, silencioso y desazonado, no sabía qué contestar.
Anselmo, adelantando un paso, apoyó ligera y confortadoramente sus brazos en los hombros de su compañero.
—Lo siento, querido amigo. Si algo puedo hacer, dímelo, por amor de Dios. Acaso no te sientas esta noche con ánimo de jugara la pelota, ¿verdad? —preguntó, tras una pausa.
—No —murmuró Francisco—. Creo que no.
—Bien, bien, querido.
Sonó la campana de vísperas.
—Ya veo que te pasa algo. Esta noche me acordaré de ti en mis oraciones.
Durante las vísperas no hizo Francisco más que meditar en la incomprensible carta de Polly. Terminado el oficio, sintió el repentino impulso de exponer su problema a Mac el Bronco. Ascendió lentamente la ancha escalera.
Al entrar en el despacho observó que el director no estaba solo. El Padre Tarrant se hallaba con él, tras una pila de papeles. El insólito y repentino silencio que su entrada provocó, hizo pensar a Francisco que estaban hablando de él.
—Lo siento, Padre —dijo, dirigiendo a MacNabb una mirada confusa—. No sabía que estuviera usted ocupado. —No te importe, Chisholm. Siéntate.
La brusca afectuosidad del tono impelió a Francisco, que ya se movía hacia la puerta, a sentarse en la silla de mimbre que había junto al pupitre. Con lentos movimientos de sus dedos amorcillados, Mac cargaba su chamuscada pipa de madera de espino.
—Bien, joven: ¿en qué podemos servirte? Francisco se sonrojó.
—Yo… yo creía que estaba usted solo.
Por alguna singular razón, el director eludió su apelativa mirada.
—No te importe que esté el Padre Tarrant. ¿Qué quieres?
No había escape. Sin astucia para inventar una excusa, Francisco balbuceó:
—He recibido de casa una carta que…, por una razón misteriosa, quieren que pase las vacaciones en el colegio.
Se había propuesto enseñar a Mac la carta de Polly, pero la presencia de Tarrant se lo impidió. Ahora —¿se equivocaría?— parecíale notar una rápida mirada de inteligencia entre los dos hombres.
—Debes de estar disgustado.
—Sí, Padre. Y preocupado. Pensaba…, venía a pedirle que me dejara ir a casa…
Silencio. MacNabb se hundió más profundamente en su vieja esclavina, manoseando aún su pipa. Había conocido, y muy bien, a muchos alumnos; pero en aquel joven había una figura, una belleza íntima y una recia sinceridad que encendían una llama en su corazón.
—Todos tenemos nuestras contrariedades —dijo con voz meditativa, algo triste y más que insólitamente blanda—. El Padre Tarrant y yo hemos sufrido hoy una. Parece que en nuestro seminario de España están en el orden del día los profesores que se retiran. Y ahora me han nombrado a mí rector de ese seminario, con el Padre Tarrant como administrador de estudios.
Francisco tartamudeó una contestación. San Morales era un codiciado ascenso y la puerta que conducía a un obispado; pero, pensase Tarrant por su parte lo que pensara —Francisco lanzó una mirada furtiva a su inexpresivo perfil—, MacNabb no miraba aquel cargo como un beneficio. Las secas llanuras aragonesas parecerían muy ajenas a un hombre que amaba con toda su alma los verdes prados y las rumorosas aguas de Holywell. Mac el Bronco sonrió afablemente.
—Yo quería quedarme aquí y tú quieres irte. Más, ¿qué le vamos a hacer? ¿Ponernos de acuerdo para enfrentarnos con Dios Todopoderoso?
Francisco esforzóse en buscar, en su confusión, la frase justa.
—Estoy muy inquieto. ¿No debería averiguar lo que pasa y procurar ser útil?
—Por mi parte, no sé si lo haría —respondió en el acto MacNabb—. ¿Qué opina usted, Padre Tarrant?
El joven profesor respondió en la penumbra:
—Tengo experimentado que las dificultades se resuelven solas mejor que cuando uno quiere mezclarse en ellas.
No parecía que hubiese más que decir. El director encendió la lámpara de su pupitre y, con ello, al iluminarse el oscuro despacho, pareció concluir la entrevista. Francisco se levantó. Aunque hablaba a entrambos hombres, en su corazón se dirigía al Padre MacNabb.
—No saben lo que siento que se vayan a España. Porque el colegio… Yo… Yo les echaré mucho de menos. —¿No te veremos por allí?— preguntó la voz de Mac, con esperanza y plácido afecto.
Francisco no contestó. En pie, indeciso, sin saber qué decir, desgarrado por contrapuestas inclinaciones, su mirada reposó en una carta que yacía abierta en el pupitre. No fue tanto la carta —ilegible a aquella distancia— como el brillante membrete azul del papel lo que le atrajo. Apartó rápidamente la vista, pero no antes de haber leído: «Rectoral de Santo Domingo. Tynecastle».
Le recorrió un escalofrío. Algo sucedía en la familia. Tenía la certeza de ello. Su faz impasible nada reveló, y ninguno de los profesores advirtió su descubrimiento. Pero mientras Francisco se dirigía hacia la puerta le constaba que tenía, al menos, un camino a seguir.