En aquellas mañanas de escarcha era maravilloso permanecer en cama hasta que tía Polly trajese el desayuno, consistente en jamón, huevos, aún ruidosos de la fritura, hirviente té negro y una pila de calientes tostadas, todo depositado en una bandeja de metal con la inscripción: «Cerveza vieja de Allgood».
A veces, el muchacho despertaba temprano, con una torturante inquietud, y, luego, re cardaba, feliz, que no tenía que atender a la sirena. Emitiendo un sollozo de consuelo, se arropaba más estrechamente con las gruesas mantas amarillas. El lindo dormitorio tenía paredes empapeladas con dibujos de guisantes trepadores; manchado suelo; una alfombrilla de punto de lana; una litografía del Papa Gregario en un entrepaño; en el opuesto, otra representando al ganador del Premio Allgood para caballos de carros cerveceros; y una pequeña pila de agua bendita, hecha de porcelana y con una ramita de la palma pascual introducida lateralmente en ella, junto a la puerta. El costado no le dolía ya al muchacho, apenas tosía, y sus mejillas iban rellenándose. La novedad del descanso era como una singular caricia que acogía con agradecimiento, aunque le turbase la incertidumbre del porvenir.
En una hermosa mañana del último día de octubre, tía Polly, sentada en el borde del lecho, excitaba a Francisco a comer.
—¡Adentro, muchacho! Así echarás carnes.
En el plato había tres huevos, y él jamón era recio y fibroso. Francisco había olvidado que la comida pudiera saber tan bien.
Mientras procuraba equilibrar la bandeja sobre sus rodillas, el muchacho notaba una insólita alegría en las maneras de la mujer. A poco, ella le hizo una confirmatoria y profunda iluminación de cabeza:
—Tengo noticias para ti, joven. ¿Estás en condiciones de oírlas?
—¿Noticias, tía Polly?
—Una novedad que te agradará después de este mes tan monótono que has pasado con Ned y conmigo. Sonrió secamente, advirtiendo la inmediata protesta que surgía de los cálidos ojos oscuros del rapaz.
—¿No lo adivinas?
La miró con el intenso cariño que su constante afabilidad había despertado en él. El rostro anguloso y vulgar (con el cutis poco fino, el vello que cubría su labio superior y el peludo lunar en la mejilla) era ahora familiar y bello.
—No sé, tía Polly.
Ella prorrumpió en su rara risa breve, muestra de satisfacción ante la curiosidad que había logrado provocar en el muchacho.
—Pero ¿cómo tienes la cabeza, hijo? Yo creo que el mucho dormir te ha estropeado el seso…
Él sonrió, contento. Hasta entonces, la rutina de su convalecencia había sido tranquila, en verdad. Incitado por Polly, siempre temerosa de la tuberculosis que, según ella, había en la familia, Francisco solía estar acostado hasta las diez. Después de vestirse, acompañaba a la compra a su tía, majestuosa marcha a través de las principales calles de Tynecastle. Ned comía mucho y sólo de lo mejor, lo cual obligada a grandes exhibiciones de volatería y a mucho examen de chuletas. Aquellas excursiones eran reveladoras. Hacíase obvio que a tía Polly le gustaba ser conocida en los mejores establecimientos y gozar en ellos de deferencias. Esperaba, sola y con aire afectado, a que quedara libre para servirla su dependiente predilecto. Era, ante todo, Una mujer preocupada de «su señorilidad». Aquella palabra era su piedra de toque, el criterio que gobernaba sus actos y que incluso influía en sus vestidos, hechos por la modista local con tan espantoso gusto que, a veces, provocaban en el vulgo risas reprimidas. En la calle desplegaba una graduada serie de reverencias. Ser reconocida y saludada por ciertos personajes locales, como el inspector de sanidad, el sobrestante o el jefe de Policía, le daba una alegría que, aun disimulada, era grande. Muy erguida, ladeado el sombrero, le cuchicheaba a Francisco:
«Ése es el señor Austin, director de los tranvías, amigo de tu tío y muy buena persona».
Su mayor satisfacción se producía cuando el Padre Gerardo Fitzgerald, apuesto y majestuoso cura de la iglesia de Santo Domingo, la saludaba, al pasar, con una sonrisa graciosa y un tanto condescendiente. Cuando se detenían cada mañana un momento en la iglesia, Francisco advertía el atento perfil de la arrodillada Polly y veía sus labios moviéndose en silencio encima de las manos, rígidamente enlazadas. Luego, ella le compraba al muchacho alguna cosa, un par de zapatos fuertes, un libro, una bolsita de anises… Cuando él protestaba, a menudo con lágrimas en los ojos, viendo abrir a su tía el baqueteado monedero, ella se limitaba a oprimir su brazo y mover la cabeza, diciendo: «Tu tío se molestará si no quieres esto». Estaba conmovedoramente orgullosa de su parentesco con Ned y de los vínculos que la relacionaban con la Taberna de la Unión.
La taberna se hallaba cerca de los muelles, en la esquina de las calles del Canal y del Dique, dominando una excelente perspectiva de las casas vecinas, de las barcazas de carbón y de la parada final de los nuevos tranvías de caballos. El edificio, recubierto de oscuro estuco, tenía dos pisos, y en el superior, sobre la taberna, vivía la familia. Todas las mañanas, a las siete y media, la asistenta, Maggie Magoon, abría el local y empezaba a limpiarlo, hablando sola mientras trabajaba. A las ocho en punto bajaba Ned Bannon, en mangas de camisa, pero bien afeitado y dado de cosmético el mechón que le adornaba la frente. Esparcía serrín en la sala, cogiéndolo de una caja que tenía tras el mostrador. Era innecesario, mas lo hacía como una especie de ritual. Luego, miraba qué tal mañana hacía, recogía las botellas de la leche y pasaba al corral para dar de comer a sus perros, de los que tenía trece a fin de probar que no era supersticioso.
A poco, entraba el primer parroquiano fijo, Scanty Magoon, siempre en vanguardia. Cojeando sobre sus muletas forradas de cuero, se dirigía a su rincón. Seguíanle unos pocos obreros del puerto, y uno o dos tranviarios que regresaban del turno de noche. Aquellos trabajadores sólo se entretenían lo necesario para tomar media copa de aguardiente, seguida de un vaso, un doble o una pinta de cerveza. Pero Scanty era un cliente continuo, una especie de fiel perro guardián que miraba, propiciatorio, a Ned mientras éste permanecía, benigno e inconsciente, tras el mostrador de madera oscura, donde se leía este aviso esculpido:
«Los señores clientes deben traer otros».
Ned, un cincuentón, tenía la figura grande y maciza; la faz, rolliza y amarillenta; los ojos, saltones, y la actitud, cuando permanecía quieto, muy solemne, de perfecto acuerdo con sus ropas oscuras. No era jovial ni desabrido, aunque sea común atribuir una u otra de esas cualidades a los taberneros. Poseía una especie de dignidad biliosa y grave. Estaba orgulloso de su establecimiento y de su reputación. Sus padres habían dejado a Irlanda, impelidos por una célebre carestía de patatas, y él, siendo niño, conoció el hambre y la pobreza. Al fin logró triunfar, luchando contra probabilidades inconcebiblemente desfavorables. Era dueño de un establecimiento privilegiado, mantenerla buenas relaciones con las autoridades del gremio y los proveedores, y gozaba de muchas influencias. Decía que el comercio de bebidas era respetable y que él lo demostraba. Miraba con enojo a los jóvenes que bebían y se negaba rotundamente a servir a mujeres menores de cuarenta años. Tampoco había en su taberna ningún departamento privado. Odiaba el tumulto y, al menor desorden que sobreviniera, empezaba a golpear el mostrador con un zapato viejo que tenía a mano con tal fin, persistiendo en su golpeteo hasta que el escándalo cesaba. Bebía enormemente, pero nunca se le notaba beodo. Quizá dejase de sonreír y tuviera la mirada estrábica en ciertas raras y «señaladas» ocasiones, como la noche de San Patricio, la Fiesta de Todos los Santos, o tras una carrera de perros, cuando los suyos aumentaban con otra medalla la teoría de las que amaban la pesada cadena de reloj que le pendía sobre el vientre. De todos modos, al siguiente día de tales expansiones, enviaba a Scanty Magoon en busca del Padre Clancy, coadjutor de Santo Domingo. Una vez hecha su confesión, se levantaba trabajosamente, limpiándose el polvo que sus rodillas cogieran en el entarimado de la trastienda, y ponía un soberano, con destino a los pobres, en la mano, del joven sacerdote. Sentía un saludable respeto por el clero, y por el Padre Fitzgerald, el párroco, un verdadero temor.
A Ned se le juzgaba «acomodado». Comía bien, era pródigo en dar y, desconfiado de acciones y valores en papel, tenía invertido su dinero en «ladrillos y argamasa». Polly poseía bienes propios, heredados de Miguel, el hermano muerto, y Ned no se preocupaba por ella.
Aunque lento en aficionarse a una persona, Ned, según su propia y cauta expresión, apreciaba a Francisco. Le agradaba en el muchacho lo poco que estorbaba y hablaba, su tranquilidad, su tácita gratitud. Cuando miraba su adolescente faz sin que el muchacho lo notase, al advertir su melancólica expresión, arrugaba el entrecejo y se rascaba la cabeza.
Por las tardes se sentaba Francisco con él en la taberna medio vacía. Soñoliento por la buena comida, mientras el sol penetraba oblicuo, como en una iglesia, en el ambiente mohoso, el muchacho, con Scanty, escuchaba la charla amable de Ned. Scanty Magoon, marido y estorbo de la digna y boba Maggie, recibía aquel nombre porque era, físicamente, muy poca cosa. En realidad, no pasaba de ser un torso. Había perdido las piernas por una gangrena surgida a causa de algún oscuro desorden circulatorio. Capitalizando su dolencia, se apresuró a «venderse a los médicos», firmando un documento por el cual cedía su cuerpo, para efectos de disección, cuando muriese. Después de beberse el precio de la venta, un aura siniestra cernióse sobre el infeliz, locuaz y marrullero sujeto. Era objeto del temor popular, y cuando bebía se declaraba, con indignación, defraudado.
—No me dieron nada que valiese la pena. ¡Los malditos rajacarnes! ¡Ah, pero no se harán conmigo! ¡No lo quiera Dios! Me enrolaré como marinero y me ahogaré en el mar.
A veces permitía Ned a Francisco servir una cerveza a Scanty; en parte, por caridad, y en parte, para dar al muchacho la satisfacción de manejar «el aparato». Cuando, al retroceder el mango de marfil, se llenaba el jarro, Scanty exclamaba, afanoso:
«Huélelo, muchacho». La espuma despedía tan buen aroma que Francisco deseaba probarla. Ned le concedía permiso para hacerlo y sonreía con parsimonioso deleite viendo las muecas de su sobrino. «Es un gusto que ha de adquirirse» afirmaba con gravedad. Tenía cierto número de parecidas frases estereotipadas, como: «Mujer y cerveza, no mezclarlas»; o «El mejor amigo del hombre es un billete de libra». Por la frecuencia y solemnidad con que decía aquellas sentencias, acabaron convirtiéndose en epigramas.
El más intenso y tierno cariño de Ned se reservaba para Nora, hija de Miguel Bannon. Consagrábase por entero a su sobrina, la cual a los tres años perdió a un hermano, víctima de la tisis; y su padre murió dos años después de la misma traidora enfermedad, tan fatal para la raza céltica. Ned educó a la niña, enviándola, a los trece años, al colegio de Santa Isabel, el mejor internado femenino de Northumberland. Sentía un auténtico placer pagando los elevados honorarios del colegio, y vigilaba los progresos de la mocita con ojos indulgentes y afectuosos. Cuando ella venía de vacaciones, Ned sentíase un hombre nuevo. Aparecía más vivaz, nunca se le veía en mangas de camisa y era mucho más estricto en la taberna, para no ofender a su sobrina.
Tía Polly, medio reprochadora, miraba a Francisco por encima de la bandeja del desayuno.
—Ya veo que tendré que explicártelo todo. En primer lugar, tu tío ha decidido dar esta noche una reunión para celebrar la Fiesta de Todos los Santos y, bajó un momento los ojos, por otra razón. Habrá un ganso, una empanada de cuatro libras, pasas, el juego usual de la hierba becerra, y, por supuesto, las manzanas de costumbre. Tu tío las encarga, especiales, en el huerto de Lang, en Gosforth. Acaso te mande a buscarlas esta tarde. Es un paseo muy grato.
—De seguro, tía Polly…, pero no sé bien dónde está eso.
—Ya habrá quien te enseñe el camino —dijo Polly, sacando a luz, con mucha compostura, la principal de sus sorpresas—. Alguien que viene del colegio para pasar unos cuantos días con nosotros.
—¡Nora! —exclamó él.
—La misma —asintió Polly, cogiendo la bandeja e incorporándose—. Tus tíos están encantados de que concedan ese permiso a la muchacha. Ea, date prisa a vestirte, como un buen chico. Todos vamos a la estación a las once, para recibir a la pequeña.
Cuando la tía salió, Francisco se quedó un momento mirando al espacio, con extraña perplejidad. El inesperado anuncio de la llegada de Nora le cogía de improviso, estremeciéndole de un modo raro. Siempre había simpatizado con la chiquilla, pero ahora afrontaba la perspectiva de volver a verla sintiendo una impresión nueva y extraña, entre timidez y afán. Con sorpresa y confusión suyas, notó que se había ruborizado hasta las raíces del cabello. Saltó del lecho apresuradamente y comenzó a vestirse.
A las dos de la tarde iniciaron Nora y Francisco su excursión tomando el tranvía que, ciudad adelante, los condujo al arrabal de Clermont. Luego anduvieron a campo traviesa hasta Gosforth, sujetando cada cual con una mano el enorme cesto de mimbres que oscilaba entre ellos.
Cuatro años hacía que Francisco no había visto a Nora. Durante toda la comida permaneció con la lengua estúpidamente trabada, hasta el punto de que el mismo Ned le superó en crasa jovialidad, Y el muchacho seguía aún penosamente tímido ante Nora. La recordaba como una niña, mas ahora tenía casi quince años y, bajo su falda y su corpiño de color azul marino, recatadamente largos, parecía una mujer hecha y derecha, a la par que más lejana e incomprensible que nunca. Tenía las manos y los pies pequeños, y una cara menuda, despierta y retadora, ora arrogante, ora súbitamente tímida. Aunque alta y desgarbada, como muchacha a medio crecer, su osamenta era delicada y fina. Sus curiosos ojos ponían un oscuro toque azul sobre su piel clara. El frío los hacía chispear y sonrosaba su naricilla.
A veces, sobre el cesto, los dedos de Francisco rozaban los de Nora, produciéndole una extraña sensación, dulce y cálidamente desconcertadora. Aquellas manos de mocita eran la cosa más dulce al contacto que él conociera jamás. No lograba hablar, no osaba mirar a la joven, pero, de cuando en cuando, notaba que ella, contemplándole, sonreía. Si bien el dorado esplendor del otoño había pasado ya, aún resplandecían los bosques con vestigios de brillante rojo. El color de los árboles, de los campos, del cielo, nunca le había parecido a Francisco más vívido. Era como una canción en sus oídos.
De pronto, ella rompió a reír y, echando la cabeza hacia atrás, comenzó a correr. Obligado a seguirla, por el cesto que llevaban juntos, él galopó como el viento, hasta que Nora se detuvo, jadeante, chispeándole los ojos como el rocío en una mañana de sol.
—No te extrañes, Francisco. A veces tengo ocurrencias raras. No puedo evitarlo. Debe de ser por verme fuera de la escuela.
—¿No te gusta estar allí?
—Sí y no. Por una parte, es un sitio divertido, y por otra, muy severo. ¿No parece increíble? —indicó riendo, con un impulso de desconcertante inocencia—. ¡Figúrate que nos hacen poner un camisón para bañarnos!… Dime, ¿has pensado en mí todo el tiempo que no nos hemos visto?
—Sí —repuso él con voz incierta.
—Me alegro. Yo también he pensado en ti.
Dirigióle una viva mirada y pareció ir a hablar, pero se calló.
Llegaron al huerto de Gosforth. El dueño, Geordie Lang, buen amigo de Ned, estaba quemando hojarasca entre los arboles semidesnudos. Hízoles un ademán amistoso, invitándolos a acercarse. Los muchachos empujaron más hojas crujientes, de tono amarillo o pardo, hacia el cono ígneo que él había formado, y, al fin, el olor del humo de la hojarasca impregnó sus ropas. Aquello no era un trabajo, sino un encantador entretenimiento. Olvidando su embarazo anterior, los dos competían en quién hacía más hoguera. Francisco formó un montón muy grande; pero Nora, malignamente, se lo dispersó. Su risa tintineaba en el aire claro e intenso. Geordie Lang sonrió con simpatía.
—Las mujeres son así, muchacho. Te descompone tu montón y, además, se burla.
Al fin, Lang los condujo al cobertizo de madera donde, en el extremo del huerto, guardaba las manzanas.
—Ea, os las habéis ganado. Coged las que os apetezcan —les indicó—. Y saludad de mi parte al señor Bannon. Decidle que cualquier día de esta semana pasaré por allí a echar un traguito.
Reinaba en el cobertizo una dulce penumbra crepuscular. Por la escalera treparon al sobrado en que sobre paja, separadas entre sí, había fila tras fila de las manzanas Ribston que daban fama al huerto. Mientras Francisco llenaba el cesto, inclinándose bajo el techo aguardillado, Nora se sentaba en la paja, cruzando las piernas. Escogió una manzana, limpióla sobre su delgada cadera y empezó a comerla.
—¡Dios mío, qué buena está! —exclamó—. ¿No quieres una, Francisco?
Él, sentado ante la muchacha, cogió la fruta que ella le tendía. Su sabor era delicioso. Cuando los dientes menudos de la joven, mordiendo la ambarina piel, penetraban en la carne blanca y turgente de la manzana, corrían por su barbilla chorritos de jugo. Allí, en el oscuro sobrado, Francisco, dejando de experimentar la anterior timidez, se sentía lánguido y ardoroso, colmado de alegría de vivir. Jamás le había complacido nada como estar allí, en el huerto, comiendo la manzana que la muchacha le ofreciera. Sus ojos se encontraban con frecuencia y sonreían, pero la sonrisa de Nora era una sonrisa a medias, extraña e interior, como reservada sólo para sí misma.
—¿A que no te comes las pepitas? —instigóle súbitamente. Pero añadió en seguida—: ¡No, Francisco, no! La Hermana Margarita María dice que dan cólico. Además, de cada pepita de ésas puede nacer un manzano. ¿Verdad que es divertido? Qué, Francisco: ¿quieres mucho a Polly y a Ned?
—Mucho —repuso él, abriendo más los ojos—. ¿Y tú?
—También… menos cuando Polly me mortifica con cuidados en cuanto tengo tos, o cuando Ned me sienta en sus rodillas y empieza a hacerme fiestas. Eso lo aborrezco. —Titubeando, bajó la mirada por primera vez—. Pero no tiene importancia, para que me moleste… La Hermana Margarita María dice que soy muy desvergonzada. ¿Tú qué crees?
Él apartó los ojos, y su apasionada negativa de tal imputación se tradujo en un «¡No!», torpemente proferido. Nora sonrió, casi con timidez.
—Como somos amigos, Francisco, voy a preguntarte una cosa, sin ocuparme de lo que diría la Hermana Margarita. Cuando te hagas hombre, ¿qué vas a ser?
Él la miró, sorprendido.
—No sé. ¿Por qué?
Ella, repentinamente nerviosa, manoseó la sarga de su vestido.
—No, por nada… Pero yo te quiero. Y siempre te he querido. Todos estos años he pensado mucho en ti y no estaría bien que desaparecieses otra vez.
—¿Desaparecer? —rió Francisco.
—¿Te extraña? —y sus ojos, aún pueriles, aparecían muy grandes y juiciosos—. Yo conozco a tía Polly. Y hoy la he oído otra vez. Ella daría cualquier cosa por verte sacerdote. Pero entonces tú tendrías que renunciar a todo y a mí también.
Antes de que él pudiera replicar, Nora se incorporó de un salto, sacudiéndose, muy animada.
—Vamos. Es tonto estar aquí todo el día. Sí, es absurdo, haciendo tanto sol y aguardándonos la fiesta de esta noche. Espera un momento —añadió, viendo que él iba a levantarse—. Cierra los ojos y, a lo mejor, te encuentras con un regalo.
Antes de que él pudiera reflexionar, ella, lanzándose hacia el muchacho, le besó apresuradamente en la mejilla. El rápido y cálido contacto, el toque de su aliento, la proximidad de aquella carita delgada con un lunarcito oscuro en la mejilla, pasmaron a Francisco. Nora, sonrojadísima, deslizóse de pronto escalera abajo y desapareció del cobertizo. Él la siguió despacio, muy ruborizado, frotándose, como si fuese una herida, la minúscula humedad que le dejara el beso. Le palpitaba con fuerza el corazón.
La reunión de aquella noche empezó a las siete. Ned, con «el privilegio de un sultán», cerró la taberna cinco minutos antes de la hora. Todos los clientes, excepto unos cuantos favoritos, fueron cortésmente invitados a marcharse. Los convidados se reunieron en la sala de arriba, adornada con frutas de cera en recipientes de vidrio; con un retrato de Parnell sobre las lámparas de cristal azul; con una fotografía, en marco de terciopelo, de Ned y Polly en la Calzada de los Gigantes; con una miniatura en roble de un carro típico irlandés —un recuerdo de Killarney—; con una aspidistra; con una barnizada cachiporra irlandesa pendiendo de la pared sujeta por cintas verdes; con los asientos, de espeso almohadillado, que despedían una nube de polvo cuando alguien se dejaba caer en ellos.
La mesa de caoba tenía puestos los tableros de extensión y aparecía con las piernas muy separadas, como una mujer hidrópica. Se habían colocado cubiertos para veinte personas. El fuego de carbón, apilado hasta media altura de la chimenea, hubiera sofocado a un explorador africano. Olía a rica grasa de aves. Maggie Magoon, con cofia y delantal, corría de un lado a otro como una loca. En el cuarto, lleno de gente, estaban el joven coadjutor, Padre Clancy; Tadeo Gilfoyle; varios comerciantes vecinos; el señor Austin, director de los tranvías, con su mujer y sus tres hijos; y, por supuesto, Polly, Ned, Francisco y Nora.
En el centro de aquella baraúnda, radiante de benevolencia y fumando un cigarro de seis peniques, campeaba Ned, pontificando al lado de su amigo Tadeo Gilfoyle. Era éste un joven de treinta años, pálido, prosaico, un tanto catarroso. Trabajaba como empleado en la fábrica del gas, y en sus horas de ocio se encargaba de cobrar las rentas de las fincas que tenía Ned en Varrel Street. Tadeo era, además, feligrés distinguido de la iglesia de Santo Domingo, y podía confiarse en él para cualquier gestión, para llenar un hueco, para todo. En resumen, «servía lo mismo para un fregado que para un barrido», según frase de Ned. El joven, aunque apenas supiera enlazar dos palabras ni poseyera idea alguna que pudiese considerarse propia, lograba arreglárselas siempre para estar donde lo necesitaban, y lo hacía con seriedad, mostrándose obtuso y merecedor de confianza, asintiendo a todo, sonándose la nariz, tocándose la divisa de su cofradía, solemne sobre sus pies planos, grave tras la mirada de sus ojos de pez.
—¿No va usted a pronunciar un discurso? —preguntó a Ned, con tono implicatorio de que, si no lo hacía así, el mundo sentiríase desolado.
—No sé —repuso Ned, modesto y, a la vez profundo, examinando la punta de su cigarro.
—Tiene usted que hacerlo, Ned.
—Nadie lo espera, y…
—Perdone, Ned, que difiera de su opinión.
—¿Cree usted que debo hablar?
—Debe y puede, Ned —repuso Tadeo con solemnidad.
—¿Lo cree oportuno?
—Lo creo necesario, Ned. Y usted lo hará.
Ned, encantado, paladeó su cigarro.
—Desde luego, Tad —dijo, guiñando un ojo significativamente—, tengo que anunciar una cosa… una cosa importante. Ya que usted se empeña, pronunciaré unas palabritas después.
Bajo la dirección de Polly, y como una preparación para el acontecimiento principal, los niños empezaron a jugar los juegos propios de la ocasión: primero, a la hierba becerra, esforzándose en atrapar las aplanadas pasas, bien empapadas de aguardiente en una bandeja de china; luego, a las manzanas sumergidas, dejando caer un tenedor, sostenido entre los dientes, por encima del respaldo de una silla, sobre un barreño lleno de agua donde flotaba aquella fruta.
Llegaron a los siete los «espectros» —muchachos trabajadores de la vecindad, con las caras cubiertas de hollín y un grotesco instrumento— que recorrían el distrito cantando allí donde les daban seis peniques, según la extraña tradición de la fiesta de Todos los Santos. Sabiendo cómo lograrían agradar a Ned, entonaron «Mi amado trebolito», «Catalina Mavourneen» y «El hogar de Maggie Murphy», clamando:
—¡Gracias, señor Bannon! ¡Viva la Unión! Buenas noches, Ned.
—Todos son muy buenos chicos —dijo Ned, frotándose las manos, húmedos aún los ojos, en su céltica sentimentalidad—. Y ahora, Polly, ¿no crees que los estómagos de nuestros amigos deban de estar creyendo que sus dueños han perdido el tragadero?
Los invitados se sentaron a la mesa. El Padre Clancy rezó la acción de gracias y Maggie Magoon compareció cargada con el mayor ganso visto en Tynecastle. Francisco jamás había comido ganso. Era algo que se disolvía en ricos aromas dentro de la boca. El cuerpo del mozo irradiaba, a causa de la larga excursión al aire libre y de una singular alegría interna. De vez en cuando, sus ojos, por encima de la mesa, hallaban los de Nora, con exquisita comprensión. Se mostraba muy sereno, pero desbordaba de júbilo. El pasmo de aquel día feliz, del secreto lazo que le unía a la muchacha, era casi como una pena.
Conclusa la comida, Ned se incorporó despaciosamente, entre aplausos. Adoptó una actitud oratoria, con los pulgares en las sisas del chaleco. Estaba nervioso de un modo absurdo.
—Reverendo Padre, señoras y señores: les doy las gracias a todos. Soy hombre de pocas palabras —aquí le interrumpió un «¡No, no!», de Tadeo Gilfoyle—, digo lo que siento y siento lo que digo.
Hubo una corta pausa. Ned se esforzaba en adquirir más aplomo.
—Me gusta ver en torno mío amigos alegres y contentos, porque la buena compañía y la buena cerveza nunca dañan a nadie…
Una interrupción en la puerta. Scanty Magoon, con los muchachos enmascarados, estaba en el umbral, blandiendo una pata de ganso.
—¡Dios le guarde, señor Bannon! ¡Es usted muy buena persona!
Ned permaneció imperturbable. Todo grande hombre tiene sus sicofantes. Continuó:
—Como estaba diciendo cuando el marido de la señora Magoon me tiró ese ladrillo a la cabeza —risas—, me gustan el esparcimiento y las reuniones. Seguramente todos estamos orgullosos y complacidos de recibir con nosotros al hijo del hermano de mi pobre mujer.
Sonaron fuertes aplausos.
Polly dijo:
—Haz una reverencia. Francisco.
—No entraré —prosiguió Ned— en cuestiones recientes. Opino que debemos enterrar el pasado. Pero sí digo: miren al chico ahora y recuerden cómo estaba cuando vino…
Aplausos. En el corredor retumbó la voz de Scanty:
—¡Maggie, por amor de Dios, trae más ganso!
—No soy yo —expuso Ned— quien debe alabarse a sí mismo. Pero sí procuro obrar bien con Dios, con los hombres y con los animales. Y si no, mirad a mis seis perrillos.
—¡Los mejores de Tynecastle! —clamó Gilfoyle.
Se produjo una larga pausa. Ned había perdido el hilo de su discurso.
—¿Por dónde iba?
—Por Francisco —señaló en el acto Polly.
—¡Ah, sí! —Y Ned alzó la voz—. Cuando Francisco vino, pensé: «Éste es un muchacho que podrá hacer carrera». ¿Cómo? ¿Poniéndole al mostrador para que se gane la vida? ¡No, demonio (y excuse usted, Padre Clancy); no, eso no es propio de nosotros! Polly y yo hablamos de la cosa. El muchacho tiene un porvenir ante sí, el muchacho es el hijo del hermano de mi pobre mujer difunta. Así es que dijimos: «Mandémosle al colegio y ya arreglaremos los gastos entre los dos». —Y tras un breve silencio, Ned agregó—:
—¡Reverendo Padre, señoras y caballeros, me siento contento y orgulloso anunciándoles que el mes próximo Francisco saldrá para Holywell!
Y, convirtiendo aquel nombre en coronamiento de su perorata, Ned se sentó, sudoroso, entre fuertes aplausos.