II

Cuatro años después, una tarde de un jueves de septiembre, Francisco Chisholm terminaba su caminata nocturna desde el astillero de Darrow hacia la doble puerta de la tahona de Glennie. Había tomado una gran decisión. Recorrió el enharinado pasillo que separaba el horno de la tienda. Su diminuta figura aparecía extrañamente achicada dentro de su burdo traje excesivamente grande para él, y su rostro tenía una singular expresión —como una mueca— bajo una gorra del tamaño de la de un hombre, con la visera hacia atrás. Pasó la puerta trasera y colocó en el fregadero la fiambrera vacía. Sus ojos, externamente apagados, ardían por dentro con la llama de sus propósitos.

En la cocina, Malcolm Glennie ocupaba la mesa, ahora —como siempre— cargada de cacharros. Era un joven de diecisiete años, pálido y tosco. Leía, apoyándose en el codo, el Locke’s Conveyancing, y con la mano se alisaba el untuoso cabello negro, arrojando hacia su nuca torrentes de caspa. Con la otra mano atacaba las mollejas de ternera que su madre le había preparado para cuando volviese del Colegio Armstrong.

Francisco cogió su cena, puesta en el fogón, que consistía en un pastelillo de dos peniques y unas patatas que estaban allí, pasadas ya, desde el mediodía. Se hizo lugar en la mesa y, a través del roto papel opaco que protegía la puerta del despacho, carente de la mitad de sus cristales, vio a la señora Glennie sirviendo a un parroquiano. Entre tanto, el hijo de la casa dirigía a Francisco una mirada de reojo y desaprobación.

—¿No puedes hacer menos ruido mientras estudio? ¡Y qué manos, Dios mío! ¡Bien podías lavártelas antes de comer!

Con un silencio terco —su mejor defensa—, Francisco cogió un tenedor y un cuchillo entre sus callosos dedos, estropeados por el trabajo del taller de remache. La puerta se abrió y la señora Glennie entró, solícita. —¿Has terminado ya, querido Malcolm? He preparado, con huevos frescos y leche, unas natillas riquísimas que nada te perjudicarán, a pesar de tu empacho.

El joven gruñó:

—Todo el día he estado mal del estómago. Fíjate. Y, aspirando una gran bocanada de aire, la devolvió en forma de eructo, con virtuoso talante de persona injustamente ofendida.

—Eso es el estudio, hijo —y la mujer se dirigió al anaquel—. Anda, prueba esto, para complacerme…

Malcolm dejó apartar su plato vacío y sustituido por otro, muy grande, de natillas. Mientras lo despachaba, ella le miraba con ternura, holgándose con cada cucharada que le veía tomar. La figura de la mujer, ataviada con un corpiño roto y sucio y una falda medio abierta, se inclinaba hacia él; y en su adusto rostro, de nariz larga y delgada y labios recogidos, había ahora una expresión de embotada ternura materna.

—Me alegro de que hayas vuelto pronto esta noche, hijo —murmuró—. Tu padre tiene hoy mitin. Malcolm se echó hacia atrás, con sobresaltado disgusto. —¿Es posible? ¿En la Casa de las Misiones? Ella sacudió su estrecha cabeza.

—No. Al aire libre. En el parque. —¿Y vamos nosotros?

La mujer repuso, con rara y amargada vanidad:

—Es la única posición que tu padre nos ha dado, Malcolm. Mientras no abandone sus predicaciones, más vale que le sigamos.

El muchacho protesto con calor:

—A ti eso podrá gustarte, madre. Pero para mí es condenadamente horrible estar allí oyendo a padre declamar sobre la Biblia, en tanto que los chiquillos aúllan: «¡Daniel el Santo!». Mientras fui pequeño, no era tan grave… ¡pero ahora que estoy a punto de examinarme de procurador!…

Se interrumpió torvamente viendo abrirse la puerta exterior y entrar a su padre, Daniel Glennie, en el cuarto.

Daniel el Santo se acercó, sin ruido, a la mesa; cortó, distraído, una rebanada de queso; se sirvió una copa de leche y empezó a tomar, en pie, su sencilla colación. Ya se había quitado su mandil de trabajo, sus calzones y sus rotas zapatillas, pero seguía pareciendo abatido e insignificante. Vestía pantalones negros, lustrosos por el uso; una chaqueta comprada hecha, que le estaba demasiado ajustada y corta; un cuello de celuloide y una corbata negra anudada como una cuerda. También los puños eran de celuloide, para evitar la plancha, y estaban resquebrajados. Sus botas necesitaban urgente reparación. Se encorvaba ligeramente. Su habitual mirar azorado y, a menudo, extáticamente remoto, aparecía ahora pensativo y amable tras sus gafas de aros de acero. Mientras masticaba, examinó con sosiego a Francisco.

—Pareces cansado, nieto. ¿Has comido ya?

Francisco asintió. Desde que entrara el panadero, la cocina habíase vuelto más acogedora. Los ojos que le miraban eran como los de su madre.

—Acabo de sacar del horno un puñado de pastelillos de cereza. Si quieres, coge uno: están en la pala del horno.

La señora Glennie gruñó oyendo tan insensata prodigalidad. El tirar sus mercancías de aquella manera había hecho fracasar a su esposo en el oficio. Ya había quebrado dos veces. La mujer inclinó la cabeza, acrecida su resignada expresión.

—¿Cuándo empezamos? —preguntó—. Dime si vamos ahora, para cerrar la tienda.

Daniel consultó su enorme reloj de plata, con tapa de hueso.

—Cierra ya, mujer. Las obras de Dios son lo primero.

Y, además —añadió tristemente—, no tendremos más parroquianos esta noche.

Mientras ella bajaba los cierres ante los pastelillos, maculados por las moscas, él, en pie, indiferente a todo, meditaba en su sermón de aquella noche. Luego, se movió.

—Vamos, Malcolm. Y tú, nieto, no dejes de acostarte temprano.

Malcolm, rezongando, cerró su libro y cogió el sombrero. Con aire sombrío siguió a su padre. La señora Glennie, estirándose los estrechos guantes de cabritilla negra, asumió la expresión de mártir con que iba siempre a aquellas reuniones.

—No olvides los platos —dijo, dirigiendo a Francisco una significativa y desagradable sonrisa—. Lamento que no vengas con nosotros.

Cuando todos salieron, Francisco rechazó los deseos que sentía de descansar con la cabeza sobre la mesa. Su reciente y heroica resolución le inflamaba, y el pensar en Willie Tulloch galvanizaba sus cansados miembros. Apilando en el fregadero los grasientos platos, comenzó a limpiados. Entre tanto, tenso el ceño, con expresión de enojo, meditaba en su situación.

La maldición de las caridades forzadas había descendido sobre él desde el instante en que, antes del entierro de sus padres, dijera Daniel, extático[2], a Polly Bannon:

—Me llevaré a casa al hijo de Isabel. Somos sus únicos parientes consanguíneos. Debe venir con nosotros.

Pero esta precipitada benevolencia no hubiese bastado para desarraigar de su casa al niño. Ello exigió la posterior y odiosa escena en que la esposa de Daniel, pensando en la pequeña propiedad, el seguro del padre de Francisco y lo que podía dar la venta de los muebles, rechazó la oferta de Polly de hacerse cargo del pequeño. La señora Glennie apeló, incluso, a intimatorias amenazas de recurrir a la ley.

Aquella querella final había cortado toda relación del niño con los Bannon. El caso sucedió dolorosa y repentinamente, como si él tuviese alguna culpa. Polly, herida y ofendida, y con el talante de haberse portado lo mejor posible, había, sin duda, borrado a Francisco de su memoria.

Al llegar a la panadería, que le presentaba los atractivos de una novedad, el huérfano fue enviado, con una flamante mochilita de colegial a la espalda, a la academia de Darrow. Le acompañaba Malcolm; y la señora Glennie, que había arreglado y peinado al niño, veía, desde la puerta de la tienda, alejarse a los escolares, exteriorizando un vago aire de propiedad.

Mas el impulso filantrópico se desvaneció en breve. Daniel Glennie era un santo, un alma noble y gentil, de quien se burlaban todos y que entregaba, a la par que sus empanadas, pasajes místicos compuestos por él mismo. Las noches de los sábados hacía que el caballo de su carretón recorriese las calles de la localidad llevando sobre el lomo el siguiente cartel impreso:

«Ama a tu prójimo como a ti mismo».

Vivía en un sueño celestial del que emergía periódicamente, marchito por las preocupaciones y húmedo de sudor, para enfrentarse con sus acreedores. Trabajaba sin cesar, con la cabeza en el seno de Abraham y los pies en una artesa de masa; por lo tanto, ¿cómo no había de olvidar la presencia de su nieto? Cuando lo recordaba, le cogía de la mano y, llevándole al corral, le daba un saco de migajas para que alimentase a los gorriones.

La señora Glennie era mezquina y pobre, y miraba, con piedad de sí misma, la progresiva decadencia de su esposo, asistiendo a los robos del mozo del carro y de la chica de la tienda. Los hornos de la casa iban cerrándose uno tras otro, gradualmente, hasta acabar produciendo tan sólo una parva cantidad de empanadillas de dos peniques y pastelillos de cuarto de penique. Y, en medio de todo esto, no tardó la mujer en descubrir que Francisco era para ella una insufrible pesadilla. Desvanecida rápidamente la atracción de la suma de sesenta libras que obtuviera al prohijar a Francisco, parecíale éste ahora una compra muy desventajosa. Ya acuciada por la necesidad de hacer desesperadas economías, atender al coste de las comidas, ropas y escuela del niño se le antojaba un perpetuo calvario. Contaba resignadamente cada bocado que Francisco comía. Cuando se le rompieron los pantalones le hizo otros de un antiguo traje verde, reliquia de la juventud de su marido, los cuales resultaron de tan extraordinaria forma y color, que despertaron la hilaridad en las calles y cubrían de congoja la vida del niño. Los honorarios de Malcolm en la academia se pagaban con puntualidad estricta, pero, en cambio, solía olvidarse el abono de los de Francisco, hasta que éste, tembloroso, pálido de humillación, públicamente acusado de moroso en la clase, se veía forzado a recordar el pago a la mujer. Ella abría la boca, se llevaba la mano a su marchito pecho, fingiendo un ataque al corazón, y contaba los chelines como si fuese su propia sangre lo que diera.

Francisco soportaba con estoica fortaleza la sensación de sentirse solo, siempre solo; pero no sin notarse abrumado por ello. Casi enloquecido de disgusto, emprendía solitarios paseos recorriendo la seca comarca en el vano empeño de buscar alguna corriente donde se pudiera entretener pescando truchas. Miraba con anhelo las naves que partían y mordía la gorra para reprimir su desesperación. Fluctuando entre contrapuestos credos, no sabía a qué atenerse, y su cerebro, despierto y ágil, se embotaba, y su rostro tornábase sombrío. Su sola dicha consistía, las noches en que Malcolm y la señora Glennie estaban fuera de la casa, en sentarse ante Daniel, en la cocina, mirando al diminuto tahonero volver las páginas de la Biblia en perfecto silencio, con aspecto de alegría inefable.

La plácida pero inflexible resolución de Daniel de no impedir al niño su religión —¿cómo iba a hacerlo él, que predicaba la tolerancia universal?— era una espina más, siempre punzante en el ánimo de la señora Glennie.

La crisis se produjo pasados dieciocho meses. Entonces, Francisco, con desgraciada muestra de inteligencia, venció a Malcolm en una competición de trabajos escolares. Aquello era insoportable. Tras varias semanas de forcejeos, el panadero —que se hallaba al borde de otra quiebra— cedió. Convínose que la educación de Francisco estaba completa ya, y la señora Glennie, sonriendo majestuosamente por primera vez desde hacía meses, aseguró al muchacho que era ya un hombrecito y que estaba en condiciones de contribuir a los gastos de la casa quitándose la chaqueta y experimentando que el trabajo ennoblece. El rapaz entró, pues, a trabajar en el astillero de Darrow, como aprendiz de remachador. Tenía doce años y ganaba a la semana tres chelines y seis peniques.

A las siete y cuarto concluyó de fregar los platos. Más animado, arreglóse ante un trozo de espejo del tamaño de una pulgada, y salió. Había claridad aún, pero el aire tenía ya el frío de la noche. Tosió y alzóse las solapas. Se apresuró por la Calle Mayor, pasó el cercano establo y las Cavas de Darrow y, al fin, llegó a la clínica del médico, en la esquina, donde se veían dos grandes redomas rojas y verdes y una cuadrada placa de bronce que decía:

«DR. SUTHERLAND TULLOCH, MÉDICO Y CIRUJANO».

Francisco entró. Sus labios se entreabrían ligeramente. El local, penumbroso, olía a áloe, asafétida y regaliz. Anaqueles con frascos de color verde oscuro llenaban todo un entrepaño. En el extremo opuesto a la puerta, tres peldaños de madera daban acceso al pequeño consultorio donde el doctor Tulloch recibía a sus pacientes. Tras el largo mostrador, preparando medicamentos sobre un trozo de mármol salpicado de lacre rojo, se hallaba el hijo mayor del médico. Era un muchacho recio, pecoso, de dieciséis años, con las manos grandes, la cara color de tierra y una parsimoniosa y taciturna sonrisa.

A la sazón sonrió mientras saludaba a Francisco. Luego, los dos muchachos apartaron la vista, evitando cada uno la del otro, procurando ambos no leer el afecto que reflejaban los ojos del amigo.

—Vengo algo tarde, Willie —dijo Francisco, manteniendo la mirada obstinadamente fija en la parte inferior del mostrador.

—También yo estoy retrasado… y tengo que terminar estas medicinas para mi padre.

Willie había comenzado sus estudios médicos en el Colegio Armstrong, y el doctor Tulloch, solemne y humorístico, le había nombrado ayudante suyo.

Siguió una pausa. Después, el muchacho mayor dirigió a su amigo una mirada de inteligencia.

—¿Estás decidido?

Francisco seguía mirando hacia abajo. Asintió, reflexivo, con los labios apretados:

—Sí.

—Haces bien, Francisco —afirmó Willie, exteriorizando aprobación en sus facciones vulgares y feas—. Yo no habría resistido tanto.

—Ni yo tampoco —murmuró Francisco—, si no fuera… si no fuera por mi abuelo y por ti.

Su faz flaca y juvenil, reservada y sombría, enrojeció profundamente al pronunciar con ímpetu las últimas palabras.

Ruborizándose a su vez, Willie respondió:

—Ya he mirado el tren que te conviene. Hay uno que sale de Alstead todos los sábados a las seis y treinta y cinco… Pero, calla. Ahí viene papá.

Se interrumpió, con una mirada de advertencia, viendo abrirse la puerta de la clínica y aparecer al doctor Tulloch, que acompañaba a su último paciente. El médico volvióse, luego, a los muchachos. Era una figura brusca, enérgica, morena, con un traje de mezclilla. Su enmarañado cabello y sus lustrosas patillas parecían refulgir con intensa vitalidad. Tenía la tremenda reputación de ser el librepensador reconocido de la ciudad y franco partidario de Roberto Ingersoll y del profesor Darwin; pero poseía un encanto que desarmaba a todos, y su traza indicaba que nunca dejaría de ser útil en la alcoba de un enfermo. Disgustado viendo las hundidas mejillas de Francisco, hizo una broma cruel para reprimir su pena.

—Ea, muchacho. Ya hemos matado a otro. No, no ha muerto aún. Pero pronto morirá. ¡Tan buena persona como es y con tanta familia! La sonrisa del joven era harto forzada para que gustase al doctor. Éste guiñó sus ojos claros y retadores, recordando su propia y triste niñez.

—Vamos, anímate, mozo. Dentro de cien años, todos calvos.

Y antes de que Francisco pudiera replicar, el doctor emitió una risa breve, plantóse el sombrero, rígido y cuadrado, en la nuca y empezó a ponerse los guantes. Mientras salía hacia su calesín, gritó:

—No dejes de invitarle a cenar, Willie. Ya sabes: a las nueve, el ácido prúsico caliente.

Una hora después, acabadas las medicinas, los dos muchachos caminaban, con muda camaradería, hacia la casa de Willie, una villa grande y maltrecha que daba al parque. Hablando en voz baja de la atrevida aventura de dos días después, Francisco sentía su ánimo levantado. Nunca en compañía de Willie Tulloch le parecía la vida tan hostil como en otras ocasiones. Y, sin embargo —¡sarcasmo de las cosas!—, aquella amistad había comenzado por una pelea. Un día, al salir de la escuela, andando por Castle Street con una docena de condiscípulos, la mirada de Willie se detuvo en la iglesia católica, fea e inofensiva, situada junto a la fábrica de gas.

—¡Venid! —clamó con brutal ingenio—. Tengo seis peniques. Vamos a que nos perdonen nuestros pecados.

Miró a su alrededor, fijóse en Francisco y una oleada de sana vergüenza hízole enrojecer. No había querido ofender a nadie con su estúpida broma, y nada hubiera sucedido si Malcolm Glennie, interviniendo, no hubiera suscitado la ocasión de una pendencia.

Incitados por los demás, Willie y Francisco riñeron una cruenta e indecisa batalla en el parque. Fue una buena pelea, abundosa en resistente valor y sin quejas; mas cuando cerró la oscuridad sin que ninguno de los dos hubiese vencido, ambos estaban perfectamente aporrados. Pero los espectadores, con la crueldad propia de la infancia, negáronse a dar por terminada la contienda. A la tarde siguiente, los dos muchachos fueron excitados a pelear otra vez, amenazándoles con tachados de cobardes si no volvían a golpearse. De nuevo, ensangrentados, maltrechos, pero testarudos, uno Y otro siguieron sin darse por vencidos. Así, durante una horrible semana, trabáronse como gallos de riña, para diversión de sus viles camaradas. Luego, el sábado, inesperadamente, los dos se encontraron a solas. Siguió un congojoso momento. Después abrióse la tierra, fundióse el cielo y, en un instante, los muchachos se encontraron abrazados. Willie barbotaba:

—Yo no quería pelear contigo, hombre. Yo te aprecio. Y Francisco, frotándose los ojos enrojecidos, respondía, lloroso:

—Willie, yo te estimo a ti más que a todos los de Darrow.

Se hallaban hacia la mitad del parque público, un espacio abierto cubierto de raquítica hierba, con un tablado para orquestas en el centro, un mohoso mingitorio de hierro en el extremo y unos pocos bancos, sin respaldo en su mayoría, donde jugaban pálidos niños y ociosos hombres fumaban y discutían ruidosamente. De pronto, Francisco vio, notando que se le ponía carne de gallina, que iban a pasar ante el mitin religioso de su abuelo. En el extremo opuesto al del urinario había sido plantada una banderita roja, donde se leían, en desvaída purpurina, las siguientes palabras:

«Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».

Un armonio portátil estaba junto a la bandera, y la señora Glennie, con su habitual talante de víctima, se sentaba en una silla de tijera. Malcolm, empuñando con aire hosco un libro de himnos, se hallaba a su lado. Entre la bandera y el armonio, sobre un bajo estrado de madera, aparecía, rodeado de unas treinta personas, Daniel el Santo.

Cuando los muchachos llegaron al borde del grupo, Daniel había concluido la plegaria inicial y, echada hacia atrás la descubierta cabeza, comentaba su sermón. Era un discurso bello y dulce, en el que Daniel expresaba su ferviente convicción y desnudaba su alma. Su doctrina se basaba en la fraternidad, en el amor mutuo y en el amor de Dios. Los hombres debían ayudar a su prójimo y traer paz y buena voluntad a la: tierra. ¡Ah, si él pudiese conducir a la humanidad a ese ideal! Daniel no tenía querella alguna con las iglesias, pero las fustigaba blandamente, diciendo que importaban los fundamentos, esto es, la humanidad y la caridad. ¡Y la tolerancia! No era digno preconizar tales sentimientos si no se practicaban.

Francisco había oído tantas veces predicar a su abuelo y escuchaba con simpatía aquellas opiniones que convertían a Daniel el Santo en hazmerreír de media ciudad. Ahora, penetrado de la buena intención del orador, el Corazón del muchacho sintió se lleno de comprensión y afecto, y anheló un mundo libre de crueldades y de odios. Mas, de pronto, mientras escuchaba, vio que Joe Moir, su jefe en el grupo de remachadores del astillero, rondaba la reunión. Acompañábanle los sujetos de la banda que solía frecuentar los contornos de las Cavas de Darrow, y todos iban armados de ladrillos, frutas podridas y trapos grasientos recogidos de los desechos de los talleres de máquinas. Moir era un gigantón simpático pero turbulento, y cuando estaba bebido gustaba de hostigar a las gentes del Ejército de Salvación y a las que celebraban conclaves al aire libre. Alzando un puño de goteantes basuras, gritó:

—¡Eh, Dan! Obséquianos con un baile. ¡Y con cantos! Los ojos de Francisco se dilataron en su pálida faz.

Aquellos hombres iban a dispersar la reunión. Tuvo una visión de la señora Glennie desenmarañándose del cabello un tomate pasado, y de Malcolm con el avieso rostro embadurnado por un trapo grasiento. El rostro del muchacho relampagueó con una alegría feroz, casi extática.

Luego, se fijó en la faz de Daniel. Inconsciente del peligro, iluminado con extraña intensidad, sus palabras, de una sinceridad indoblegable, brotaban, palpitantes, de las profundidades de su alma.

Francisco se lanzó hacia delante. Sin saber cómo ni por qué, hallóse al lado de Moir, cogiéndole por el codo y diciéndole con voz afanosa:

—¡No lo haga, Joe! ¡No lo haga! ¿No somos amigos? Moir le miró, y su ceño burlón dejó lugar a un reconocimiento amistoso.

—¡Demonio! ¡Por amor de Cristo, Francisco! —Y añadió con voz lenta—: Olvidaba que Dan es tu abuelo.

Tras una desesperada pausa, dijo a sus secuaces:

—Ea, muchachos, vamos a la Plaza; dejemos que éstos canten sus aleluyas.

Mientras el grupo se alejaba, empezó a sonar el armonio. Salvo Willie Tulloch, nadie supo por qué no había descargado la tormenta.

Un minuto después, al entrar en su casa, Willie, sorprendido e impresionado, decía:

—¿Por qué hiciste eso, Francisco?

—No sé —respondió éste, vacilante—. Pero hay algo de verdad en lo que predica mi abuelo. Estoy harto de ver odios en estos últimos cuatro años. Mis padres no habrían muerto ahogados si no hubiera existido gente que los odiaba…

Se interrumpió, avergonzado, sin voz.

En silencio, Willie lo condujo a la sala, que, por contraste con la oscuridad externa, relampagueaba de luz y de pródigas comodidades, aunque desaliñadas. Era una cámara larga y alta, con paredes empapeladas de color castaño. Había allí desvencijados muebles de peluche rojo, sillas sin asiento, jarrones rotos y encolados, una campanilla sin tirador, un montón de redomas, cajas de píldoras en la chimenea, y juguetes, niños y libros en la alfombra raída y manchada de tinta. Aunque estaban a punto de dar las nueve, ninguno de la familia se había acostado. Los siete hermanitos y hermanitas de Willie, Juan, Tom, Ricardo y, en resumen, una lista tan compleja que su mismo padre afirmaba olvidada— se ocupaban diversamente en leer, escribir, dibujar, reñir o tomar su caliente sopa de leche. La madre, Inés Tulloch, mujer voluptuosa y soñadora, con el cabello medio despeinado y desabotonada la pechera, había cogido al niño menor, que descansaba en la cuna, junto al fuego, y, quitándole la humeante mantilla, lo amamantaba con su seno opulento, iluminado por la llama.

Sonrió, imperturbable, a Francisco:

—Hola, muchachos. Juana, saca más cucharas y platos.

Ricardo, deja tranquila a Sofía. Dame un pañal limpio para Sutherland, querida Juana. Y procura que no se enfríe el ponche de tu padre. Hace muy buen tiempo, ¿verdad? No obstante, mi marido dice que hay muchos catarros. Siéntate, Francisco. Y tú, Tomás, acuérdate de que tu padre te manda no acercarte a los demás niños.

El doctor Tulloch siempre llevaba alguna dolencia a la casa. Un mes era el sarampión; otro, las viruelas; A la sazón, la víctima había sido Tomás, un mocito de seis años que, con la cabeza trasquilada y oliendo a medicamentos, circulaba, satisfecho, entre la tribu, diseminando bacterias.

Sentándose en el rechinante y populoso sofá, junto a Juana, que a los catorce años era el vivo retrato de su madre, con la misma piel color de crema y la misma sonrisa plácida, Francisco despachó su sopa de leche. Aún se sentía trastornado por su arranque de hacía poco, y parecíale sentir un enorme obstáculo dentro del pecho, y su mente era un laberinto de confusiones. Un problema más para su dolorido cerebro; ¿por qué aquellas personas eran tan buenas, tan felices, y estaban tan contentas? Impelidas por un impío racionalista a negar o, más bien, a ignorar la existencia de Dios, sufrirían, sin duda, una sanción terrible.

A las nueve y cuarto rechinaron en la grava del sendero las ruedas de un calesín. Entró el doctor Tulloch y le acogió un gran clamor y la acometida de una asaltante muchedumbre. Cuando se acalló el tumulto, el doctor, tras de besar cordialmente a su mujer, se hallaba ya en su silla, con un vaso de ponche en la mano, zapatillas en los pies y el pequeño Sutherland riendo sobre sus rodillas.

Reparando en Francisco, el médico alzó su humeante vaso y habló con amistosa sátira:

—¿No te dije que teníamos veneno para la cena? ¿Te hace efecto ya, Francisco? Es muy fuerte…

Viendo de buen humor a su padre, Willie sintió la tentación de contar la historia del mitin religioso de la tarde. El doctor dióse una palmada en el muslo y sonrió a Francisco.

—Te felicito, mi querido Voltaire católico-romano. Negaré hasta la muerte lo que dices y defenderé con la vida tu derecho a decirlo. Juana, no mires al pobre muchacho con ojos de carnero a medio morir. ¡Yo que creí que querías hacerte enfermera! Ya veo que vas a hacerme abuelo antes de que cumpla los cuarenta años.

Más tarde, en la puerta de la casa, Willie apretó la mano de Francisco.

—Buena suerte. Escríbeme desde allí…

A las cinco de la mañana siguiente, en plena oscuridad aún, sonó la sirena del astillero, con ruido prolongado y doliente, sobre la dormida aridez de Darrow. Embotado por el sueño, Francisco saltó del lecho, púsose la ropa y bajó a tropezones la escalera. La frígida mañana, pálida y, a la par, sombría, le acogió bruscamente, como con un golpe. El muchacho se unió a la marcha de las figuras tiritantes y silenciosas que, con la cabeza inclinada y encorvados los hombros, se dirigían a las puertas del astillero.

Pasaron la báscula de carros, la ventanilla del listero, las puertas… Espectrales formas de buques se perfilaban vagamente en las gradas. Junto al esqueleto a medio formar de un casco de hierro se congregaba la brigada de Joe Moir. Se componía de Joe, del ayudante planchista, de los remachadores, de los otros dos aprendices y del propio Francisco.

Encendió el fuego de carbón y empezó a soplar el fuelle bajo la forja. Silenciosa, desganada, como en sueños, la brigada de obreros comenzó a trabajar. Moir alzó su herramienta. Los martillos sonaban, con ritmo creciente y cada vez más vivo, en todo el astillero.

Francisco cogía las pellas de metal al rojo destinadas a los remaches, subía la escalera y las introducía en los agujeros donde, luego, eran aplastadas y fortalecidas a martillazos, circuyendo las grandes láminas de metal que formaban el casco del buque. El trabajo era penoso: junto al brasero, calor; en la escalera, gelidez. Los hombres laboraban a destajo y necesitaban que los remaches les fueran llevados de prisa, más de prisa que cuanto podían los muchachos. Además, el metal había de ser calentado al grado de incandescencia debida. Cuando los remaches no se hallaban en estado de maleabilidad, los obreros los tiraban abajo, a los aprendices. Subiendo y bajando la escalera, humoso, medio abrasado, inflamados los ojos, sudoroso, jadeante, Francisco servía metal a los remachadores durante todo el largo día.

Por la tarde arreciaba el trabajo. Los obreros laboraban como ajenos a todo, tensos los nervios, indiferentes al cansancio de sus cuerpos. La última hora transcurría en un vértigo ofuscador, atentos los tímpanos a la sirena que debía dar por conclusa la jornada.

La sirena al fin —¡muy al fin!— sonó aquel día. ¡Qué bendito consuelo! Francisco se paró, humedeciéndose los labios, resquebrajados, ensordecido al cesar todo el fragor. De vuelta a casa, sudoroso y sucio, pensaba, en medio de su fatiga: «Mañana… mañana». Volvía a sus ojos el singular resplandor que los animaba a veces, y alzaba los hombros.

Aquella noche tomó la cajita de madera que escondía en un horno fuera de servicio y convirtió su puñado de monedas de plata y cobre, ahorradas con torturadora lentitud, en medio soberano. La dorada moneda, que apretaba con la mano hundida en el bolsillo del pantalón, le enfebrecía. Con extraño y exaltado rubor pidió a la señora Glennie hilo y aguja. Ella se lo negó, pero, luego, dirigióle de pronto una mirada veladamente escrutadora.

—Espera. Hay un carrete en el cajón de arriba, junto a un cartón de agujas. Puedes cogerlo. Y le contempló mientras se retiraba.

A solas en su cuarto escueto y destartalado, sobre la tahona, Francisco envolvió la moneda en un papel y la cosió firmemente dentro del forro de su chaqueta. Sintió una impresión de seguridad y contento cuando, bajando, devolvió a la señora Glennie el hilo. Al día siguiente, sábado, el astillero cerraba a las doce. El pensamiento de que nunca volvería a cruzar aquellas puertas emocionaba tanto al muchacho, que apenas probó la comida. Sabía que su nervosidad y su sonrojo podían justificar alguna pregunta de la señora Glennie. Pero, con gran alivio suyo, la mujer no hizo el menor comentario. En cuanto se levantó de la mesa, Francisco salió de la casa, bajó East Street y, luego, emprendió la carrera.

Ya fuera de la población, transformó su marcha en un paso largo. El corazón le cantaba en el pecho. Era un caso patéticamente vulgar: la habitual huida de todos los chiquillos infortunados. Pero, para Francisco, era aquél el camino de la libertad. Ya en Manchester, tenía la certeza absoluta de hallar trabajo en una hilatura. Recorrió en cuatro horas las quince millas que había hasta el empalme. Daban las seis cuando entró en la estación de Alstead.

Sentándose bajo una lámpara de petróleo del largo y desierto andén, sacó su cortaplumas, cortó el cosido que hiciera en el forro de la chaqueta, extrajo el papel doblado, y, de él, la moneda. Aparecieron en la plataforma un mozo y algunos otros viajeros; y, luego, la taquilla se abrió.

Acercándose a ella, el muchacho pidió un billete y aprontó la moneda.

—Nueve chelines y seis peniques —dijo el empleado, introduciendo en el aparato la tira de verde cartón.

Francisco suspiró, tranquilizado. No había calculado mal el coste. Empujó la moneda hacia el hombre.

Primero hubo una pausa. Luego, el funcionario exclamó:

—¿Qué broma es ésta? He dicho nueve con seis y yo le doy medio soberano.

—¡Ah! ¿Sí? Repite la broma, muchacho, y verás lo que te cuesta.

Y el empleado, con enojo, rechazó la moneda. No era medio soberano, sino un cuarto de penique, nuevo y brillante.

Con acongojado asombro, Francisco vio llegar el tren, tomar la carga y silbar en la noche. Después, su mente estupefacta dio en la clave del enigma. El cosido que antes cortara no era el tosco que él había practicado, sino otro, de puntadas firmes. En un abrumador relámpago, comprendió que quien le había quitado su dinero era la señora Glennie.

A las nueve y media, en los contornos del pueblo minero de Sanderston, a un hombre que iba en un calesín faltóle poco, con la húmeda niebla que empañaba sus faroles, para atropellar a la solitaria figura que estaba en medio del camino. Sólo podía ser una persona la que, en noche tal, conducía su coche por la carretera. El doctor Tulloch, refrenando su caballo, miró a través de la bruma y profirió su exclamación favorita, que cortó en seco:

—¡Por el gran Hipócrates! ¡Si es Francisco! Sube pronto, antes de que la jaca me arranque los brazos a fuerza de tirones. Y Tulloch envolvió las piernas de su pasajero en una manta y no hizo pregunta alguna. Conocía la saludable virtud de un silencio oportuno.

A las diez y media estaba Francisco tomando caldo caliente ante la chimenea de la sala del doctor, ahora vacía de sus habituales ocupantes y tan anómalamente tranquila que el gato podía dormir sin estorbo en la estera. Un momento después entró la señora Tulloch, peinado el cabello en trenzas, abierta su bata de casa sobre su camisón. Permaneció al lado de su marido, mirando al rendido muchacho, que parecía inconsciente de la presencia del matrimonio y de su cuchicheada plática. Francisco estaba sumido en una singular apatía. El doctor se le acercó, estetoscopio en mano, con talante jovial.

—Me apuesto las botas a que esa tos que tienes es fingida…

El muchacho quiso sonreír, pero no pudo. Sometióse al examen, abriendo la camisa y dejando al médico percutirle[3] el pecho y escuchar por el aparato.

Cuando Tulloch se enderezó, su rostro tenía una singular expresión tristona. Su habitual fondo humorístico se había agotado sorprendentemente. Lanzó una rápida mirada a su mujer, mordióse el carnoso labio y, de repente, dio al gato un puntapié.

—¡Váyase todo al infierno! —exclamó—. En Inglaterra usamos nuestros niños para construir barcos de combate, los hacemos sudar en nuestras minas de carbón y en nuestras hilaturas… ¡y, luego, alardeamos de ser un país cristiano! —Volvióse a Francisco, brusca y hasta rudamente.

—Escucha, muchacho: ¿quiénes son esos parientes que tienes en Tynecastle? Los Bannon, ¿no? Los de la Taberna de la Unión, ¿verdad? Bien: vete a casa ahora y acuéstate si no quieres atrapar una pulmonía.

Francisco, abatida su resistencia, salió. Durante toda la semana siguiente pudo verse en la señora Glennie un ceño de mártir, y en Malcolm, un nuevo chaleco ajustado que había valido medio soberano en el almacén.

Mala semana fue aquélla para Francisco. Le dolía el costado, sobre todo cuando tosía, e iba arrastrándose, literalmente, a trabajar. De un modo vago, se daba cuenta de que su abuelo libraba una batalla en su favor. Pero Daniel fue derrotado, batido… El pobre no podía hacer otra cosa que ofrecer al muchacho pasteles de cereza, que no comía.

La tarde del sábado no tuvo fuerzas Francisco para salir. Permaneció en su dormitorio, mirando con letárgica desesperación a través de la ventana.

Sobresaltó se de pronto y su corazón dio un inmenso e increíble salto. Abajo, en la calle, acercándose lentamente como un barco cuando cruza aguas desconocidas y peligrosas, se veía un sombrero memorable, único, inconfundible. Sí; Y un paraguas con puño de oro, muy apretado, y una chaquetilla de piel de foca, con botones de trencilla. El muchacho, pálidos los labios, débil la voz, exclamó:

—¡La tía Polly!

Se abrió la puerta de la tienda. Vacilando sobre sus pies, Francisco bajó la escalera y se apostó, tembloroso, tras la puerta del despacho, carente de la mitad de sus cristales.

Polly, muy erguida, se hallaba en medio del establecimiento, contemplándolo todo con los labios plegados y una expresión como si el examinado la divirtiera. La señora Glennie se había incorporado a medias, para mirarla. Acodado en el mostrador, semiabierta la boca, dirigiendo alternativamente la vista a las dos mujeres, estaba Malcolm.

Los ojos de la tía Polly se posaron en la esposa del panadero.

—Si no me engaño, es usted la señora Glennie.

La panadera ofrecía una pésima apariencia. No se había cambiado de ropa, llevaba el sucio delantal de las mañanas, tenía la blusa abierta por el cuello, y una cinta suelta le colgaba del talle.

—¿Qué quiere usted?

—Vengo a ver a Francisco Chisholm —dijo tía Polly, enarcando las cejas—. Ha salido.

—¿Sí? Entonces esperaré hasta que venga.

Y Polly se acomodó en la silla, junto al mostrador, como dispuesta a no moverse de allí en todo el día.

Prodújose una pausa. La cara de la señora Glennie se había tornado de un color rojo sucio. Dijo a Malcolm:

—Vete a los hornos y llama a tu padre.

Malcolm respondió concisamente:

—Se ha ido a la Casa de las Misiones hace unos cinco minutos y no volverá hasta la hora del té.

Polly, apartando del techo la mirada, fijóla, con expresión crítica, en Malcolm. Viéndole ruborizarse, diseñó una leve sonrisa y, luego, divertida, al parecer, separó de él los ojos.

Por primera vez mostró la señora Glennie signos de desazón.

—En esta casa somos gente ocupada y no podemos pasarnos inactivos todo el día. Ya le he dicho que el muchacho ha salido. Es posible que no vuelva hasta las tantas, dadas las compañías que frecuencia. No crea que no me molesta bastante con sus trasnochadas y sus malas costumbres. ¿Verdad, Malcolm?

El muchacho, hosco, asintió.

—¿Ve? —prosiguió la señora Glennie—. Si se lo contase todo, se asustaría usted. Pero es igual. Somos gente cristiana y nos ocupamos de él. Puedo darle mi palabra de que está perfectamente bien y contento.

—Me satisface oírlo —dijo Polly, ocultando cortésmente un ligero bostezo con el guante—, porque vengo a llevármelo.

—¡Cómo!

Desconcertada, la señora Glennie empezó a manosear el descote de su blusa. A cada instante cambiaba de color.

Latía Polly, casi masticando, en su inmensa satisfacción, la formidable frase que había preparado, continuó:

—Tengo un certificado médico acreditando que el muchacho está desnutrido, agotado por el trabajo y a pique de sufrir una pleuresía.

—No es verdad.

Polly sacó una carta del manguito y golpeóla significativamente con el puño del paraguas.

—¿Sabe usted leer el inglés puro?

—Es una mentira, una malvada mentira. El chico está tan gordo y tan bien alimentado como mi propio hijo.

Surgió una interrupción. Francisco, apoyado contra la puerta, siguiendo la escena con suspensión torturante, gravitaba demasiado sobre el maltrecho sustentador del batiente. De pronto, la puerta se abrió y el muchacho, sin querer, se halló en medio de la tienda. Hubo un silencio.

La sobrenatural calma de la tía Polly se intensificó.

—Ven, muchacho, y no tiembles. ¿Quieres quedarte aquí?

—No.

Polly con justificado talante, miró al techo.

—Entonces vete a empaquetar tus cosas.

—Nada tengo que empaquetar.

Polly se incorporó con lentitud, calzándose los guantes.

—Entonces, nada nos retiene aquí.

La señora Glennie, pálida de furia, dio un paso adelante.

—No me atropellará usted. Apelaré a la ley.

—Hágalo, hija —dijo Polly, volviendo a guardar la carta en su manguito, con un ademán significativo—. Puede que así averigüemos cuánto se ha gastado del importe de la venta de los muebles de Isabel en provecho de este niño y cuánto en provecho de ustedes. Siguió un hermético silencio. La mujer del panadero, pálida, maligna, vencida, permanecía con una mano puesta en el pecho.

—Déjale irse, madre —aconsejó Malcolm—. Nos quitaremos de encima una buena carga.

La tía Polly, empuñando su sombrilla, miró al muchacho de pies a cabeza.

—Eres un necio, joven. —Y acercándose a la señora Glennie y mirando por encima de su cabeza, añadió—: Y usted, mujer, una necia.

Cogió triunfalmente a Francisco por el hombro y, tal como estaba, incluso con la cabeza descubierta, le sacó de la tienda.

Así avanzaron hacia la estación. El guante de tía Polly oprimía con firmeza el tejido de la chaqueta del muchacho, como si fuese algún ser raro y perverso que pudiera, en cualquier momento, fugarse. Junto a la estación le compró una bolsita de galletas de Abernethy, unas pastillas para la tos y un flamante sombrero. Sentada ante él en el tren, serena, singular, erecta, le miraba mojar las secas galletas Con lágrimas de reconocimiento, casi abrumado por su sombrero nuevo, que se le calaba hasta las orejas. Con una expresión doctoral de sus ojos entornados, tía Polly comentó:

—Siempre dije que esa mujer no era una señora. Se le ve en la cara. Cometiste un tremendo error dejándola llevarte con ella, querido Francisco. Lo primero que hemos de hacer es cortarte el pelo.