I

Porque aquella mañana de primavera, cuando se desayunaba, temprano, en la limpia y penumbrosa cocina, mientras el fuego calentaba sus pies abrigados por calcetines, y el olor de la leña y los calientes bollos de avena le hacían experimentar vivo apetito, se había sentido feliz, a pesar de la lluvia, sólo porque era sábado y la marea favorecería una buena pesca de salmones.

Su madre terminó de revolver activamente el caldero con el cucharón de madera y puso en la mesa fregada, entre padre e hijo, el recipiente de la papilla, ribeteado de azul. El niño, empuñando su cuchara de asta, hundióla primero en el recipiente y, luego, en la taza de mantecosa leche colocada ante él. Saboreó la suave papilla dorada, hecha perfectamente, sin un solo grumo, sin una sola partícula mal batida.

Su padre, ataviado con un raído jersey azul y zurcidas medias de pesca, se sentaba enfrente, encorvado su corpachón, comiendo en silencio, con lentos y plácidos movimientos de sus enrojecidas manos. La madre dio la última vuelta en la parrilla a la postrera tanda de bollos de avena, los colocó junto a la fuente y sentóse para apurar su taza de té. La amarilla manteca derretíase sobre el bollo partido que cogió. Reinaba mutismo y camaradería en la cocinita. Las llamas saltaban por encima del bruñido guardafuego y del fogón de chimenea de arcilla. El niño tenía entonces nueve años e iba a salir a pescar con su padre.

Porque al hijo de Alex Chisholm aceptábanle todos los adustos hombres de jersey de lana y botas altas, recibiéndolo con una tranquila inclinación de cabeza, o lo que era mejor aún, con un silencio amistoso. El muchacho experimentaba un secreto orgullo cuando salía con ellos, en la vasta chalana[1] que se ensanchaba hacia atrás, crujientes los remos en los toletes, la jábega hábilmente manejada por Alex, a popa. Las bordas posteriores de la barca rozaban las piedras húmedas. Los hombres se encorvaban bajo el viento; unos, agazapados, con una amarillenta lona de vela sobre los hombros; otros, esforzándose en extraer algún calor de sus ennegrecidas pipas, de una pulgada de longitud. El niño permanecía apartado, con su padre. Alex Chisholm era el patrón, el inspector de la Tercera Barraca pesquera de Tweed. Juntos, callados, azotados por el viento, miraban el lejano círculo de corchos danzando en la revuelta resaca, allí donde el río desembocaba en el mar. A menudo, el resplandor del sol sobre las rizadas ondas ofuscábales hasta el vértigo. Pero Alex no podía entornar los ojos. Faltar a su atención durante un solo segundo podía significar la pérdida de una docena de peces, escasos en aquellos días, hasta el punto de que, en la distante Billingsgate, la Compañía Pesquera pagaba su buena media corona por libra. La alta figura de Alex, con la cabeza algo hundida entre los hombros, agudo el perfil bajo el viejo gorro en punta, coloreados por el aire sus salientes pómulos, mantenía siempre la misma incansable tensión. A veces, la sensación de aquella muda camaradería, mezclándose al olor de las algas, al lejano sonar de la campana del Ayuntamiento, a los graznidos de las cornejas de Derham, producía cierta humedad en los ya despiertos ojos del niño.

De pronto, su padre profería una voz. Por mucho que se esforzara, nunca Francisco era el primero en ver hundirse uno de los corchos, pero no hundirse por momentáneo impulso de la marea —cosa que a veces le engañaba haciéndole avisar a destiempo—, sino con aquel lento descender que, según sabían los pescadores de larga experiencia, denotaba que un pez había picado. Al grito, alto y rápido, la tripulación, incorporándose de un salto, se precipitaba el molinete que halaba la red. Nunca la costumbre echaba a perder aquel momento. Los hombres recibían un beneficio sobre lo que pescaban, pero no era la idea del dinero lo que les impelía; su honda excitación dimanaba de raíces mucho más primigenias. Acercábase lentamente la red, goteante, ribeteada de algas, chirriantes las cuerdas sobre el molinete. Con un impulso final izábase la jábega, relampagueante de grandes y exquisitos salmones.

Cierto memorable sábado pescaron, de un golpe, cuarenta. Los peces, voluminosos y brillantes, se combaban y forcejeaban, escapándose de la red, deslizándose hacia el río desde la resbaladiza popa. Francisco se había lanzado hacia delante con los otros, aferrándose desesperadamente al valioso pescado que huía. Habían recogido al muchacho cubierto de escamas y empapado hasta los huesos, con un salmón realmente monstruoso entre los brazos. De regreso a casa aquella noche, con la mano del niño entre las del padre, resonantes sus pisadas en el humoso crepúsculo, ambos, sin comentario alguno, se detuvieron en casa de Burley, en la Calle Mayor, para comprar un penique de caramelos, en especial de menta, que eran los predilectos del pequeño.

La camaradería entre Alex y su hijo iba más lejos aún. Los domingos, después de salir de misa, cogían sus cañas de pescar y, sigilosamente, para no herir otras sensibilidades más finas, cruzaban las calles retiradas de la población, quieta en su reposo sabático, y se dirigían al verdeante valle de Whitadder. En una lata, entre serrín, llevaban lustrosos gusanos cogidos la noche anterior en el patio de la fábrica de harina de huesos de Mealey. Luego, pasaba el día entre cosas gratas: percibir el rumor de la corriente y el olor de las tiernas praderas; oír al padre, señalando los remolinos donde habría verosímilmente pesca, verle inclinarse sobre una fogata de ramitas, gustar el sabor suave e intenso del pescado a la brasa…

En otras estaciones iban a coger moras, fresas o amarillos limatones silvestres, muy buenos para mermelada. Cuando la madre los acompañaba, era día de fiesta. El padre conocía los sitios mejores y llevaba a su familia a bosques apartados donde había ramas intactas llenas de jugoso fruto.

Cuando llegaba la nieve y el invierno hacía estéril la tierra, iban a tender cepos entre los helados árboles de Derham. El aliento del niño condensábase ante él, en el aire, y la piel se le erizaba temiendo escuchar el silbato del guarda. Oía el latir de su corazón mientras recogía, con su padre, los cepos, casi bajo las ventanas mismas de la gran casa señorial. Y, después, el regreso al hogar, con el morral lleno de caza, sonrientes los ojos, estremecida la médula al pensar en la próxima empanada de conejo. La madre era una gran cocinera y había ganado, merced a sus dotes de ama de casa y de persona económica y práctica en las labores domésticas, el rezongón panegírico propio de una comunidad escocesa: «Isabel Chisholm es una buena mujer».

Aquel día, mientras terminaba la papilla, el niño reparó en que su madre hablaba mirando al padre, sentado al otro extremo de la mesa del desayuno.

—Esta noche procura volver a casa temprano, Alex, porque hoyes el concierto municipal.

Hubo una pausa. Francisco veía que su padre —preocupado, acaso por los desbordamientos del río y por la mediocre pesca de aquel año— había sido cogido de improviso, y sólo entonces recordó la formalidad anual del concierto del municipio, al que debían concurrir por la noche.

—¿Piensas ir, mujer? —dijo con ligera sonrisa.

Ella se sonrojó un tanto, y Francisco preguntóse por qué adoptaría su madre aquel aspecto tan singular.

—Ya sabes que es una de las pocas cosas que espero con interés durante todo el año. Al fin y al cabo, tú eres persona de nota en la población y es natural que ocupes lugar en el tablado, con tu familia y tus amigos.

La sonrisa del hombre se acentuó, trazando alrededor de sus ojos arruguillas denotadoras de que condescendía. Francisco hubiera muerto con gusto, si ello le valía una sonrisa así.

—Vaya, iremos, Isabel.

Siempre le habían disgustado las «personas de nota», como le disgustaban las tazas de té, los cuellos duros y sus rechinantes botas de los domingos. Pero no le disgustaba el que su mujer desease ir al festival.

—Confío en ti, Alex. Porque… —y la voz de Isabel, aunque esforzándose en ser natural, expresaba alivio— he invitado a Polly y a Nora para que vengan de Tynecastle. Desgraciadamente, parece que Ned no puede venir. Tendrás que enviar a alguien a Ettal con las cuentas de la pesca —concluyó, tras una pausa breve.

Él se irguió. Su mirada parecía ver dentro de su mujer y desenmascarar su tierno subterfugio. Francisco, en su satisfacción, nada notó al principio. La hermana de su padre, muerta ya, había contraído matrimonio con Ned Bannon, propietario de la Taberna de la Unión, en Tynecastle, una bulliciosa ciudad sita unas sesenta millas al sur. Polly, hermana de Ned, y Nora, su sobrina —una huerfanita de diez años—, no eran precisamente unos parientes muy cercanos, mas sus visitas siempre producían júbilo al niño.

Oyó de pronto decir a su padre, con voz plácida:

—A pesar de todo, tengo que ir yo mismo a Ettal. Siguió un silencio intenso y palpitante. Francisco vio que su madre se había puesto pálida.

—No me parece que sea forzoso… Sam Mirlees, o cualquier otro irá con gusto en lugar tuyo.

Él no contestó. La miraba serenamente, afectado en su orgullo, en su altiva exclusividad racial. La agitación de la mujer crecía. Prescindiendo de todo intento de disimulo, inclinóse hacia su marido y le puso los dedos en la manga.

—Compláceme, Alex. Ya sabes lo que pasó la última vez. Las cosas allí vuelven a marchar mal… Muy mal, según he oído.

Él apoyó su manaza sobre la de su esposa, tranquilizándola.

—No querrás que me esconda, ¿verdad? —sonrió, y levantóse repentinamente—. Iré pronto y volveré pronto, con tiempo suficiente para ti, nuestros amigos; tu precioso concierto y todo lo demás.

Vencida, fija en su rostro una expresión forzada, la mujer vióle ponerse las botas altas. Francisco, estremecido y abrumado, tuvo un tremendo presentimiento de lo que iba a suceder. Y, en efecto, su padre, al erguirse, volvióse a él, hablándole suavemente, con un sentimiento raro:

—Pensándolo bien, niño, es mejor que te quedes en casa hoy. Convendrá que ayudes a tu madre. Habrá mucho que hacer antes de que lleguen los visitantes.

Ciego de decepción, Francisco no hizo protesta alguna. Sintió los brazos de su madre tensos sobre sus hombros.

Su padre se detuvo un momento en la puerta, con una expresión de contenido afecto en los ojos, y, luego, salió en silencio.

Aunque la lluvia cesó a mediodía, las horas arrastráronse tétricamente para Francisco. Fingía no advertir el disgustado ceño de su madre, pero le atormentaba el comprender la situación de su familia. En aquel tranquilo burgo se les conocía como lo que eran, y vivían sin ser molestados, e incluso se les estimaba, con ciertas prevenciones. Pero en Ettal, la villa de mercado situada a cuatro millas, donde radicaba la oficina central de las pesquerías, en las que mensualmente había de dar Alex cuenta de las pescas, imperaba una actitud diferente. Cien años atrás, los páramos de Ettal se habían cubierto de sangre de los presbiterianos escoceses, y ahora el péndulo había retrocedido inexorablemente. Bajo dirección del nuevo preboste se había provocado, hacía poco, una furiosa persecución religiosa. Se formaron conventículos, hubo reuniones de masas en la plaza, y los sentimientos populares se excitaron hasta el frenesí. Cuando empezó a ceder la violencia de la multitud, los pocos católicos de la población fueron expulsados de sus casas, mientras todos los demás del distrito recibían solemne advertencia de que no se mostraran en las calles de Ettal. La calma con que el padre de Francisco desacataba aquella orden le había hecho objeto de especial execración. El mes pasado había surgido una refriega en la que el recio patrón de pesca había dado buena cuenta de sí. Ahora, a pesar de renovadas amenazas y de un cuidadoso plan para oponérsele, él continuaba yendo… Francisco se estremeció con estos pensamientos, y sus pequeños puños se crisparon, convulsos. ¿Por qué no dejaría la gente en paz a los demás? Su padre y su madre eran de distintas creencias y, sin embargo, vivían juntos y en perfecta armonía, respetándose mutuamente. Su padre era un buen hombre, el mejor del mundo… ¿Por qué se empeñaban los demás en causarle daño?

A las cuatro, de vuelta de la estación, saltando sombríamente los charcos, estimulado por su alegre prima Nora, mientras caminaba ante su madre y tía Polly, la cual venía muy compuesta y reposada, Francisco sintió cernirse en el día una calamidad inminente. La viveza de Nora, la limpieza de su nuevo traje oscuro y trencillado, su manifiesto deleite de ver al niño, resultaban una vana diversión.

Estoico, acercóse a su casa, bajo y pequeño edificio de piedra parda, frente a la Cannelgate, tras un diminuto jardín donde su padre, en verano, cultivaba ásteres y begonias. El brillante llamador de bronce y el inmaculado umbral demostraban el apasionado amor de su madre por la limpieza. Tras los visillos impecables de las ventanas, tres tiestos de geranios pintaban una mancha escarlata.

Nora estaba muy encarnada y jadeante, chispeándole de júbilo los azules ojos, en un verdadero acceso de atrevida alegría de diablilla. Cuando, rodeando la esquina de la casa, pasaron al huerto posterior, donde su madre había dispuesto que jugaran con Anselmo Mealey hasta la hora del té, la niña se inclinó hacia el oído de Francisco de tal modo que el cabello le inundó la riente carita; y le dijo unas palabras en voz baja. Los charcos desde por poco se metieran al saltarlos y la jugosa humedad de la tierra estimulaban el ingenuo de Nora.

Francisco, al principio, no la escuchó, lo cual era raro, porque, habitualmente, la presencia de Nora despertaba en él una vivaz animación, aunque algo tímida. Luego, reticente, dudoso, miró a la muchacha.

¡Sí, querrá! —le insistió ella—. Siempre le gusta jugar a ser santos. ¡Anda, Francisco, anda!

Una leve sonrisa se formó lentamente en los labios hoscos del niño. Medio a regañadientes, cogió una pala, una regadera y un periódico atrasado, en el pequeño cobertizo donde se guardaban las herramientas, al extremo del huerto. Guiado por Nora, cavó un hoyo de dos pies de fondo entre las matas de laurel, lo llenó de agua y, luego, lo cubrió con el periódico. Nora, artísticamente, esparció sobre el papel tierra seca. Apenas habían guardado la pala, llegó Anselmo Mealey, vistiendo un lindo traje de marinero. Nora lanzó a Francisco una mirada de terrible contento.

—¡Hola, Anselmo! —le acogió con agrado—. ¡Qué bonito es tu traje nuevo! Te estábamos esperando. ¿A qué quieres jugar?

Anselmo meditó con simpática condescendencia. Era, a los once años, un niño crecido, bien formado, de mejillas sonrosadas y blancas. Tenía el cabello rizado y rubio, y los ojos muy vivos. Hijo único de una pareja rica y devota —el padre era propietario de la fábrica de harina de huesos del otro lado del río—, había sido destinado ya, por elección propia y de su piadosa madre, a ingresar en Holywell, famoso colegio católico del norte de Escocia, donde estudiaría para sacerdote. Él y Francisco ayudaban a misa en la iglesia de Santa Colomba. Con frecuencia se le hallaba arrodillado en el templo, llenos de lágrimas sus grandes ojos. Las monjas que iban a su casa de visita solían acariciarle la cabeza. Se le juzgaba, y con buenas razones, un niño de devoción ejemplar.

—Vamos a hacer una procesión en honor de Santa Julia.

—Hoy es su día —dijo. Nora palmoteó.

¡Eso! Y haremos que el santuario esté entre los laureles. ¿Nos vestimos con alguna cosa?

—No —repuso Anselmo, moviendo la cabeza—. Más que jugar, vamos a rezar. Pero yo me figuraré que llevo un solideo y una casulla bordada. Tú, Nora, eres una hermana cartuja, y tú, Francisco, un acólito.

Francisco experimentó una sensación de náusea. Todavía no estaba en edad de analizar sus amistades, pero sí sabía que, aunque Anselmo asegurase con fervor ser su mejor amigo, su estrepitosa piedad producía en él una extraña impresión de vergüenza. Respecto a Dios, Francisco mantenía una exasperada reserva, un sentimiento que protegía ante los demás sin saber por qué, cual si defendiese una fibra sensible. Cuando Anselmo declaró una vez fervientemente, en la clase de doctrina cristiana: «Amo y adoro a nuestro Salvador desde el fondo de mi corazón». Francisco, tocando con los dedos las bolitas de colores que guardaba en el bolsillo, enrojeció profundamente, salió hosco de la escuela y rompió el cristal de una ventana.

A la mañana siguiente, Anselmo, que ya era un avezado visitante de enfermos, llegó a la escuela con un pollo asado y proclamó con majestad que lo dedicaba, como dádiva caritativa, a la abuela Saxton, una vieja pescadora roída por la hipocresía y su cirrosis, y cuyos escándalos, las noches de los sábados, convertían la Cannelgate en un manicomio. Francisco, exasperado, fue durante la clase al guardarropa, cogió la deliciosa ave, la consumió con sus compañeros y la substituyó con la cabeza de un abadejo podrido. Las lágrimas de Anselmo y las maldiciones de Meg Paxton despertaron después en él una cierta satisfacción, íntima y oscura.

Ahora, empero, vaciló y, como para ofrecer al otro chiquillo la posibilidad de librarse del remojón, dijo con voz lenta:

—¿Quién irá primero?

—Yo, por supuesto —afirmó Anselmo. Y, ocupando el primer puesto en la fila, ordenó a Nora—: Canta el Tantum ergo.

La procesión avanzó en hilera de a uno, al compás del agudo silbato de Nora. Cuando llegaron al matorral de laureles, Anselmo elevó al cielo sus manos enlazadas. Un momento después pisó la trampa y hundió sus piernas en el lodo.

Durante diez segundos nadie se movió. Al empezar Anselmo a vociferar, Nora empezó a agitarse. Mientras Mealey profería, con voz ahogada: «¡Esto es un pecado, un pecado!». La niña rompió a reír, clamando a grandes gritos:

—¡Anda, Anselmo, pelea! ¿Por qué no le pegas a Francisco?

—¡No lo haré! —aulló Anselmo—. ¡Presentaré la otra mejilla!

Y echó a correr hacia su casa. Nora, delirante, se asió a Francisco, riendo hasta el extremo de correr por sus mejillas irreprimibles lágrimas. Pero Francisco no reía. En sombrío silencio, miraba al suelo. ¿Por qué se había entregado a tales insulseces mientras su padre se encaminaba a las hostiles calles de Ettal? Aún seguía silencioso cuando fueron a tomar el té.

En la salita delantera, bien arreglada, se hallaba ya servida la mesa para practicar el supremo rito de la escocesa hospitalidad. Ante la mejor vajilla china y todos los cubiertos de metal plateado que había en la casa, se sentaba la madre de Francisco junto a la tía Polly. Su rostro franco, un tanto desasosegado, estaba enrojecido por el fuego, y su cuerpo rollizo se volvía de vez en cuando al reloj, con cierta rigidez.

Tras un día incierto, en el que habían alternado dudas y tranquilidades; tras decirse repetidamente que sus temores eran estúpidos, sus oídos atendían ahora con intensidad, esperando los pasos de su marido. Sentía un loco anhelo de que llegase. La mujer era hija de Daniel Glennie, modesto y poco afortunado panadero de oficio y predicador al aire libre por elección propia. Daniel acaudillaba una singular fraternidad cristiana en Darrow, población incomparablemente sombría donde se construyen buques y que se halla a unas veinte millas de Tynecastle. A los dieciocho años, la muchacha, durante una semana de descanso en sus tareas en el mostrador paterno, se enamoró ciegamente de Alejandro Chisholm, joven pescador de Tweedside, y, a poco, se casó con él.

En teoría, la completa incompatibilidad de tal unión la condenaba al fracaso. Pero la realidad la acreditó de acierto insólito. Chisholm no era un fanático, sino un sujeto plácido y condescendiente, nada afanoso de influir en las creencias de su mujer. Y ella, por su parte, habiendo recibido desde muy temprana edad la extraña doctrina de tolerancia universal que le infundiera su pintoresco progenitor, tampoco era obstinada.

Incluso, pasados los primeros arrebatos pasionales, la joven conoció una radiante felicidad. Según decía, era excelente tener un marido en la casa, limpio, voluntarioso, siempre capaz de arreglar el huso de su mujer cuando se le estropeaba y que en todo instante estaba dispuesto a atrapar un ave rebelde o a sacar la miel de las colmenas. Sus ásteres de jardín eran los mejores de Tweedside, otras de sus flores ganaban siempre premios en la exposición, y el palomar que hacía poco concluyera para Francisco era una maravilla de paciente artesanía. Ciertas veladas de invierno, mientras la mujer hacía punto junto al fogón, bien arropado Francisco en el lecho, aullador el viento en torno a la casita, siseante la tetera en su sustentáculo, ella, volviéndose a su huesudo Alex —cuyos grandes pies abrigados con medias de lana parecían llenar la cocina—, le decía con una tierna y singular sonrisa: «Te quiero, esposo mío».

Miró nerviosamente el reloj. Era harto tarde, muy tarde, para la hora en que él solía regresar. Fuera se acumulaban nubes en la oscuridad, y grandes gotas de lluvia batían los cristales de la ventana. Casi inmediatamente, Nora y Francisco entraron. Isabel notó que sus propios ojos eludían los inquietos de su hijo.

—¿Qué, niños? —dijo tía Polly, llamándolos junto a sí y pareciendo hablar al espacio, sobre la cabeza de los pequeños—. ¿Os habéis divertido jugando? ¿Sí? ¿Te has lavado las manos, Nora? Esperaréis con afán el concierto, ¿eh, Francisco? A mí también me gustan unas cancioncitas… ¡Dios mío, hija, estate quieta ya! No olvides cómo se debe comportar uno fuera de casa, señorita… Ea, tomemos el té.

Nadie se opuso a la proposición. Isabel se levantó, sintiendo una inquietud tanto mayor cuanto que se esforzaba en ocultarla.

—Sí, podemos hacerla sin aguardar a Alex —dijo, con una sonrisa justificativa—. Llegará de un momento a otro.

El té resultó delicioso; las pastas y bollos eran de confección casera, las mermeladas habían sido preparadas por las propias manos de Isabel. Pero, sobre la mesa, se cernía una atmósfera tensa. La tía Polly no hizo ninguno de los secos comentarios que solían producir en Francisco una secreta alegría, sino que se sentaba muy erguida, recogidos los codos, engarfiado un dedo en el asa de su taza. Era una solterona de menos de cuarenta años, con la faz alargada, marchita y agradable. Majestuosa, compuesta, abstraída en sus modales y con algo singular en su atavío, parecía un modelo de consciente gentileza. En el regazo tenía su pañuelo de encaje, el té caliente prestaba a su nariz una humana rubicundez y, sobre todo aquello, campeaba el meditativo pájaro que adornaba su sombrero.

—Pensándolo bien, Isabel… —Hizo una discreta pausa y prosiguió—: Pensándolo bien, los niños podían haber convidado al hijo de Mealey. Ned conoce a su padre. Es una vocación maravillosa la de ese Anselmo. Sin mover la cabeza, sus ojos, amables y comprensivos, posáronse en Francisco.

—Tendremos que mandarte también a Holywell, muchacho. ¿Te gustaría, Isabel, ver a tu hijo predicando en un púlpito? —No. Es mi único hijo.

—El Todopoderoso gusta de que le sirvan los que son hijos únicos —dijo tía Polly con voz profunda.

Isabel no sonrió. Había decidido que su hijo sería un grande hombre. Por ejemplo, abogado famoso o acaso médico. Le era insoportable imaginado sufriendo la oscuridad y las durezas de la vida clerical. Desgarrada por su agitación creciente, exclamó:

—Me extraña que Alex no haya venido todavía. Esto es… es una desconsideración. Si no se da prisa, llegaremos tarde al concierto.

—Puede que no haya terminado sus cuentas —reflexionó tía Polly. Isabel, perdido todo dominio de sí misma, se ruborizó—. Ya debe de estar en la barraca. Siempre va a ella cuando vuelve de Ettal. No me maravillaría —añadió, procurando desesperadamente disimular sus temores— que nos hubiese olvidado. Es el hombre más atolondrado que he visto. Le esperaremos cinco minutos más. ¿Otra taza de té, tía Polly?

El té concluyó y no había modo de prolongado. Reinaba un desazonador silencio. ¿Qué le habría pasado a Alex? ¿Es que no iba a volver nunca? Presa de ansiedad, Isabel no acertó a contenerse más. Con una última mirada, preñada de franca aprensión, al reloj de la chimenea, dijo:

—Excúsame, tía Polly. Voy a ir a ver qué le pasa. No tardaré. Mucho había sufrido Francisco durante aquellos momentos de suspensión. Parecíale ver, con terror, una calleja estrecha y tenebrosa, rostros surgiendo en la oscuridad, su padre agredido, una lucha, el pescador cayendo, abrumado, bajo el número, dando con la cabeza un estremecedor golpe contra los guijarros. Se dio cuenta de que estaba tembloroso.

—Déjame ir contigo, madre —manifestó.

Ella sonrió débilmente.

—No seas tonto, niño. Quédate para atender a nuestros visitantes.

No sin sorpresa de Isabel, tía Polly movió la cabeza. Hasta entonces, la solterona no había reparado en la atmósfera de creciente inquietud que allí se cernía. Ni ahora tampoco. Pero dijo, con intensa expresión de gravedad:

—Lleva al niño contigo, Isabel. Nora y yo nos arreglaremos muy bien solas.

Siguió una pausa. Francisco miraba a su madre, suplicante.

—Bien… Puedes venir.

La madre lo envolvió en su grueso gabán y, luego, cubriéndose ella misma con su capa corta a cuadros, cogió al niño de la mano y salió del cuarto alumbrado y caliente.

Era una noche de agua, oscura como boca de lobo. La lluvia cubría los guijos del empedrado y caía a chorros por los tragaderos de las desiertas calles. Subieron Mercat Wynd, vieron la plaza distante y la borrosa iluminación del Ayuntamiento. Cuando todo aquello quedó atrás, la húmeda negrura infundió en Francisco nuevos temores. Procuró combatirlos apretando los labios y siguiendo el ritmo del paso de su madre con estremecida resolución.

Diez minutos después cruzaban el río por el puente de la frontera y se abrían camino, siguiendo el húmedo malecón, hacia la barraca número 3. Allí la madre se detuvo, abatida. La barraca estaba cerrada y desierta. La mujer volvióse, indecisa; mas, luego, advirtió un débil rayo de vaporosa luz en la húmeda sombra, una milla río arriba, en la barraca número 5, donde residía el subpatrón, Sam Mirlees. Aunque Sam era un sujeto torpe y alcoholizado, no dejaría de darles noticias. La mujer avanzó firmemente hacia allí, chapoteando en las mojadas praderas, tropezando en invisibles pedruscos, zanjas y vallas. Francisco, a su lado, adivinaba que la aprensión de su madre aumentaba a cada paso.

Cuando al fin alcanzaron la otra barraca, hecha de embreados maderos y reciamente plantada en la margen del río, tras la alta plataforma de piedra, con su maraña de colgantes redes, Francisco no pudo soportar más. Adelantándose a la carrera, con el corazón palpitante, abrió la puerta. Y entonces, como una consumación de los temores de todo el día, lanzó un grito de sofocada angustia, muy abiertos los ojos por la impresión. Con Sam Mirlees estaba su padre, tendido sobre un banco, pálida y ensangrentada la cara, toscamente ligado su brazo en un cabestrillo, con una gran señal roja en la frente. Los dos hombres tenían puestos sus jerséis y sus botas altas, a su lado había un jarro mohoso y vasos, y una sucia y enrojecida esponja junto a un balde de agua turbia. La oscilante lámpara marinera proyectaba sobre los ojos una amarilla claridad, y más allá reptaban sombras añiles, acogiéndose a los rincones penumbrosos y a la proximidad del techo, sobre el que tabaleaba el agua.

Su madre se inclinó hacia delante y dejóse caer de rodillas junto al banco.

—¡Alex, Alex! ¿Estás herido?

Los ojos del hombre se hallaban enturbiados, pero sus desollados y exangües labios se esforzaron en sonreír.

—No más que otros que quisieron pegarme, mujer.

Las lágrimas acudieron a los ojos de ella. Lágrimas provocadas por la terquedad de él, por el amor que le tenía y por la rabia contra quienes le habían puesto en tal estado.

Mirlees intervino, con un gesto de beodo:

—Cuando vino estaba medio muerto. Pero yo le hice recobrarse con unos traguitos.

Isabel le dirigió una fulminante mirada. Estaba ebrio, como de costumbre en las noches del sábado. Se sintió desmayar con la angustia que le causaba el ver que aquel grandísimo necio había colmado de bebida a Alex, encima de la terrible herida que ya éste padecía. Comprendió que su marido había perdido mucha sangre, y ella carecía de medios para curarle. Tenía que llevárselo de allí enseguida, enseguida… Murmuró, con voz tensa:

—¿Podrás venir hasta casa conmigo, Alex?

—Creo que sí, mujer… si andamos despacio.

Isabel reflexionó febrilmente, luchando con su pánico, con su confusión. Su instinto le ordenaba llevar a su esposo hacia el calor, la luz y la seguridad. Advirtió que la peor herida de Alex, una brecha en el hueco de la sien, había dejado de sangrar. Se dirigió a su hijo.

—Vete corriendo, Francisco, y di a Polly que lo prepare todo para recibimos. Y, luego, avisa en seguida al médico. Francisco, temblando como un enfermo palúdico, hizo un ciego y convulsivo gesto de comprensión. Tras una última mirada a su padre, bajó la cabeza y corrió frenéticamente a lo largo de la ribera.

—Dame la mano, Alex, y procura levantarte.

Rechazó acremente las ofertas de ayuda de Sam, sabiendo que no valdrían más que para complicar las cosas, y ayudó a su marido a incorporarse. Él, poniéndose obedientemente en pie, vacilaba. Terriblemente conmocionado, apenas reparaba en lo que hacía.

—Bien, Sam, me voy —murmuró, ofuscado—. Buenas noches.

Isabel, mordiéndose los labios, atormentada por la incertidumbre, persistió en conducir fuera a su marido, bajo las penetrantes cortinas de lluvia. Se cerró la puerta tras ellos. Él, tambaleante, desconcertado por el agua, permanecía inmóvil. Isabel se atemorizó ante la perspectiva de aquel largo y desviado camino de retorno, sobre el cieno de los campos, llevando a remolque un hombre incapaz de valerse. Mientras titubeaba, un pensamiento la iluminó. ¿Cómo no se le habría ocurrido antes? Si tomaba el atajo del Puente del Tejar, ahorraría lo menos una milla y su esposo estaría en el lecho, y bien atendido, dentro de media hora. Animada por una renovada resolución, lo cogió del brazo. Sosteniendo a su marido bajo el aguacero, lo empujó río arriba, hacia el puente.

Al principio, él no pareció comprender el propósito de su esposa; pero, de pronto, cuando el ruido del agua torrencial llegó a sus oídos, se detuvo.

—¿Por qué camino vamos, Isabel? Es imposible cruzar el Puente del Tejar con el Tweed en tal estado.

—Calla, Alex; no pierdas las fuerzas hablando. Y, calmándolo, lo empujó hacia delante.

Llegaron al puente, estrecho, colgante y construido de tablas, con una barandilla de alambre trenzado. El puente, que cruzaba el río por su parte más angosta, era sólido; pero rara vez se usaba desde que se cerró el tejar, mucho tiempo antes. Cuando Isabel puso el pie en los tablones, la negrura y la ensordecedora proximidad del agua le causaron una vaga duda: acaso un presentimiento cruzó su mente. No podían pasar los dos a la vez, y, volviéndose, miró la figura de su esposo, encorvada y empapada, y se sintió invadida por un acceso de ternura extrañamente maternal.

—¿Te has cogido a la baranda?

—Sí. Isabel vio claramente el ancho puño aferrado a la barandilla de alambre. Obsesa, enloquecida, casi sin aliento, le faltaron energías para seguir reflexionando.

—Sígueme sin separarte —le dijo, volviéndose y avanzando.

Empezaron a cruzar el puente. En su mitad, el pie de Alex resbaló en una tabla que había cubierto de fango la lluvia. En otra ocasión habría importado poco aquello, pero ahora tenía más trascendencia, porque la crecida del Tweed hacía que las aguas alcanzasen los maderos del puente. En un instante, la corriente llenó de agua las altas botas de Alex, quien luchó contra aquel peso, contra aquella fuerza que le arrastraba. Pero en Ettal habían agotado su vigor. Resbaló su otro pie y ambas botas se le llenaron de agua, colmándose de una carga que dijérase de plomo. Al oírle gritar, Isabel, volviéndose, lo sujetó. Cuando el río hizo soltar a Alex la baranda, los brazos de la mujer le rodearon. Isabel luchó con intensidad, con desesperación, en busca de un instante más de vida para él. Luego, las aguas los arrastraron a los dos. Aquella noche los esperó Francisco. Pero no volvieron.

A la mañana siguiente, durante la bajamar, fueron hallados juntos, en las aguas tranquilas próximas a la arenosa barra.