Muy entrada una tarde de septiembre del año 1938, el anciano Padre Francisco Chisholm subía con dificultad el escarpado sendero que desde la iglesia de Santa Colomba conducía a la casa situada en la altura. A pesar de sus achaques prefería el sacerdote aquel camino a la menos trabajosa cuesta de Mercat Wynd. Cuando alcanzó la estrecha puerta de la tapia de su jardín detúvose y, con una especie de ingenuo triunfo, contempló, mientras recobraba el aliento, el paisaje de que tanto había gustado siempre.
Corría a sus pies el río Tweed, grande y ancha extensión de plácida plata, matizada por el tono de azafrán pálido del crepúsculo otoñal. Junto a la ladera que por el lado escocés se alzaba en la orilla septentrional, veíase la población de Tweedside, cuyos tejados, cual un ofuscante cobertor rojo y amarillo, ocultaban el laberinto de calles empedradas de guijarros. Altos reductos de piedra rodeaban aún aquel burgo fronterizo, y en ellos había cañones capturados en la guerra de Crimea, a la sazón reducidos a enormes perchas donde se encaramaban las gaviotas, ocupadas en picotear a los cangrejos de la ribera. En la barra arenosa de la desembocadura del río se disfumaban entre bruma las redes puestas a secar, y, dentro del puerto, los mástiles de los queches apuntaban hacia el cielo, agudos e inmóviles. Tierra adentro, la oscuridad iba señoreando ya los broncíneos y tranquilos bosques de Derham, hacia los que volaba, lentamente, una garza ante los ojos del sacerdote. El aire, fino y claro, olía a fuego de leña y a manzanas caídas, mientras la inminente escarcha ponía un agudo toque de frío en la brisa.
El Padre Chisholm suspiró, satisfecho, y penetró en su jardín. Era éste un mero pañuelo, en comparación con su antigua finca de la Montaña de Brillante Jade Verde.
No pero, esto aparte, tenía un lindo aspecto y, como todos los jardines escoceses, era productivo. Unos cuantos hermosos frutales abrían sus copas junto al muro. La policroma espaldera del rincón del Sur florecía en todo su esplendor. El Padre, dirigiendo una mirada cautelosa a la ventana de la cocina, no divisó signo alguno del tiránico Dougal, y entonces robó la mejor pera de su propio peral y la escondió bajo la sotana. Sus mejillas, amarillentas y arrugadas, expresaban el júbilo del triunfo mientras cojeaba, reteniéndose a cada momento para continuar en seguida, a lo largo del guijarroso caminillo. Apoyábase en el único lujo que se concedía: su nuevo paraguas de tartán con que había sustituido el otro, viejo y maltrecho, que fue su favorito en Paitan.
Ante el porche de la puerta estaba parado un coche. El sacerdote contrajo lentamente el rostro. Su memoria era mala y sus accesos de abstracción le significaban una molestia perenne; mas, a pesar de ello, recordaba bien la contrariedad que le produjera la reciente carta del obispo proponiendo —mejor, anunciando— la visita de su secretario, monseñor Sleeth. Apresuró el paso para dar la bienvenida a su huésped.
Monseñor Sleeth estaba de pie en la sala. Moreno, delgado, distinguido, no parecía encontrarse a sus anchas en aquel lugar. Tenía vuelta la espalda a la chimenea vacía, y el ambiente en que se hallaba acrecía su impaciencia juvenil y su clerical dignidad. Había mirado en torno buscando una nota de individualidad, un objeto de porcelana o laca o cualquier otro recuerdo de Oriente. Pero la habitación era austera y vulgar, sólo ornada con linóleo barato, sillas de paja y una rejada repisa de chimenea sobre la cual Monseñor, mirando con el rabillo de sus ojos desaprobadores, había visto ya una rueca junto a una desordenada cantidad de peniques. No obstante, el Secretario había resuelto mostrarse agradable. Suavizando su ceño, sofocó con un ademán gracioso las excusas del Padre Chisholm.
—Su ama me ha mostrado ya mi cuarto. Espero que no le moleste mucho darme hospitalidad por unos cuantos días. ¡Qué tarde tan soberbia hemos tenido! ¡Qué colores en el cielo! Mientras venía de Tynecastle me parecía casi estar en mi querido seminario de San Morales.
Y, con aire estudiado, miró el exterior a través de la ventana, más allá de cuyo cristal se condensaban ya las sombras del anochecer.
El anciano sonrió recordando la traza del Padre Tarrant, el seminario… La elegancia de Sleeth, su gallardía, incluso aquélla su insinuación de dureza en las ventanillas de la nariz, le parecían la réplica perfecta del otro.
—Confío en que se sentirá usted a gusto —murmuró—. En seguida tomaremos un bocado. Siento no poder ofrecerle una cena en regla. Aquí hemos adquirido la costumbre escocesa de tomar un té a última hora…
Sleeth, ladeando algo la cabeza, asintió con indiferencia. En aquel momento entró la señorita Moffat y, tras correr las pardas cortinas de las ventanas, empezó a poner la mesa. Sleeth, sin poderlo evitar, reflexionó con ironía en lo bien que aquel ser apagado, que le dirigía una mirada de susto, armonizaba con la casa en general. El ver que ponía cubiertos para tres prodújole un cierto enojo pasajero; pero, en cambio, la presencia de la mujer le permitió deslizar la conversación hacia triviales generalidades.
Los dos sacerdotes se sentaron a la mesa, y Sleeth comenzó en seguida a elogiar el mármol especial traído por el obispo desde Carrara para el crucero de la nueva catedral de Tynecastle. Sirvióse con buen apetito parte del surtido de jamón, huevos y riñones que tenía ante sí, y aceptó una taza de té que hervía en una tetera de metal plateado. Después, mientras se afanaba untando de manteca su tostada de pan moreno, oyó a su anfitrión decir suavemente:
—¿No le importa que Andrés tome su potaje con nosotros? Te presento a monseñor Sleeth, Andrés.
Sleeth alzó la cabeza. Un niño de unos nueve años se había deslizado en el cuarto sin hacer ruido y, en aquel momento, tras un segundo de indecisión y de manosear su jersey azul, delatando en todo su aspecto una nerviosidad intensa, ocupó su asiento y, maquinalmente, tomó la jarra de leche. Un mechón de oscuro cabello —húmedo como recuerdo del reciente lavado de la señorita Moffat— cayó sobre su frente fea y huesuda, inclinándose hacia el plato. En sus ojos, de un singular tono azul, latía una inquietud infantil; ni siquiera osaba levantarlos.
El secretario del obispo, abandonando su rigidez de un momento, volvió, con lentitud, a su comida. Al fin y al cabo, aquel instante no era oportuno para…, de todos modos, su mirada, a ratos, dirigíase al chiquillo. La corrección exigía hablarle, e incluso con algo de benignidad.
—Conque Andrés, ¿eh? ¿Vas a la escuela?
—Sí…
—Entonces, veamos lo que has aprendido.
Y, con bastante amabilidad, formuló unas cuantas preguntas. El muchacho, ruborizado, inarticulada la voz, harto confuso para reflexionar, delataba una humillante ignorancia.
Monseñor Sleeth enarcó las cejas.
—¡Es horrible! No sabe nada. Parece un chicuelo del arroyo.
Sirvióse otro riñón y, de pronto, reparó en que, mientras él hacía honor a las ricas carnes de la mesa, los otros dos ateníanse sobriamente al potaje. Se sonrojó: aquella muestra de ascetismo le parecía una insufrible afectación en el anciano.
Acaso el Padre Chisholm tuviera una sagaz percepción del pensamiento de Sleeth, porque movió la cabeza y dijo:
—He pasado tantos años sin un buen potaje escocés de avena, que ahora que lo tengo a mi alcance, nunca dejo de comerlo.
Sleeth acogió el comentario en silencio. A poco, con mirada medrosa, Andrés, saliendo de su abatido mutismo, pidió permiso para retirarse. Al levantarse para el acto de gracias, tiró una cuchara con el codo. Sus recias botas producían un peculiar crujido al dirigirse a la puerta.
Siguió otra pausa. Luego, conclusa ya la colación, monseñor Sleeth levantóse con naturalidad y, sin motivo definido al parecer, volvió a colocarse en pie sobre la raída esterilla que había ante la chimenea. Con las manos a la espalda, separados los pies, examinaba sin aparentar hacerlo a su anciano colega, quien, sentado aún, ofrecía un singular aspecto de espera. «¡Válgame Dios! —pensaba Sleeth—. ¡Qué lamentable representación del sacerdocio ofrece este viejo caduco, con su sotana manchada, su cuello sucio, su piel seca y cetrina!». En una mejilla tenía el anciano una desagradable señal, especie de cicatriz, que, deformando su párpado inferior, parecía obligarle a echar la cabeza hacia atrás y ladearla a la vez.
La impresión resultante era que el anciano torcía el cuello en el sentido opuesto al de su pierna coja, como para contrabalancearla. De esta suerte, sus ojos, usualmente bajos, adquirían, en las raras ocasiones que los alzaba, una penetradora oblicuidad, singularmente desconcertante.
Sleeth carraspeó. Pareciéndole llegado el momento de hablar, dijo, con un tono de cordialidad forzada:
—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí, Padre Chisholm?
—Doce meses.
—Ya… Su Ilustrísima ha sido muy amable destinándole a usted, al regresar, a la parroquia donde nació.
—Y donde nació él.
Sleeth inclinó levemente la cabeza.
—Ya sé que su Ilustrísima comparte con usted la distinción de haber nacido aquí. A ver, a ver… ¿Qué edad tiene usted ahora, Padre? Casi setenta años, ¿no?
El Padre Chisholm asintió, añadiendo con ligero orgullo senil:
—No soy más viejo que Anselmo Mealey.
Sleeth, ante tal familiaridad, frunció las cejas. Luego, el gesto se disipó en una sonrisa semicompasiva.
—Sin duda; pero la vida le ha tratado a usted de modo diferente… Para abreviar —y se irguió, firme, mas no adusto—, el obispo y yo entendemos que sus largos y fieles años de sacerdocio deben ser recompensados ya… y que, en resumen, debe usted retirarse.
Hubo un momento de extraña quietud.
—Pero yo no deseo retirarme.
—Ha sido un doloroso deber para mí —dijo Sleeth, manteniendo la mirada discretamente fija en el techo— venir a investigar… e informar al señor obispo. Hay ciertas cosas que no pueden pasarse por alto.
—¿Qué cosas?
Sleeth agitase, con irritación.
—Seis, diez, una docena… No soy yo quien debe enumerar las… las excentricidades orientales de usted.
—Lo deploro —repuso el anciano, mientras un fulgor se encendía lentamente en sus ojos—. Pero recuerde usted que he pasado treinta y cinco años en China.
—Los asuntos de la Parroquia están en pleno caos.
—¿Acaso tengo deudas?
—¿Qué sabemos? Hace seis meses que no obtiene el Obispado ningún provecho de las recaudaciones de usted. —Sleeth alzó la voz y habló un poco más de prisa—. Luego, todo es tan… tan poco corriente. Cuando el viajante de la Casa Bland le presentó su última factura mensual de velas, que importaba tres libras, usted se la pagó toda en peniques.
—Así es como recaudo mis ingresos —dijo el Padre Chisholm, mirando, pensativo, a su interlocutor, con una mirada que parecía penetrarle—. En cuestión de dinero he sido siempre un torpe. Nunca he tenido caudal alguno… Pero, en fin cuentas, ¿tan extraordinariamente importante le parece el dinero?
Monseñor Sleeth, no sin enojo, sintió que su rostro se cubría de rubor.
—Esas cosas producen habladurías, Padre… Y luego —prosiguió— hay más… Algunos de sus sermones… los consejos que usted da… ciertos puntos doctrinales…
Consultó un cuaderno con cubierta de tafilete, que tenía en la mano, añadiendo:
—Sus opiniones son peligrosamente raras…
—¡Imposible!
—El día de Pentecostés dijo usted a los feligreses: «No imaginéis que el cielo está en la bóveda celeste. No: lo tenéis en el mismo hueco de vuestra mano, porque se encuentra en todas partes».
Sleeth frunció el ceño mientras repasaba las páginas, y continuó:
—Cuando la señora Glendenning, una de sus mejores feligresas, gruesa en exceso, pero no por su culpa, acudió a pedirle guía espiritual, usted le dijo: «Coma menos. Las puertas del paraíso son angostas». ¿A qué continuar? —exclamó monseñor Sleeth, cerrando de golpe su cuaderno de cantoneras doradas—. Lo menos que puedo decir es que parece haber perdido usted autoridad sobre las almas… Luego, hay el asunto de ese chiquillo a quien usted ha cometido el error de adoptar…
—¿Quién miraría por él… si no lo hiciera yo?
—Las Hermanas del colegio de Ralstone. Es el mejor orfanato de la diócesis.
El Padre Chisholm volvió a levantar sus desconcertantes ojos.
—¿Le gustaría a usted haber pasado su niñez en ese orfanato?
—¿Qué necesidad tenemos de personalizar, Padre? Le aseguro que, incluso considerando todas las circunstancias atenuantes, la situación es altamente irregular y debe concluir. Además —y abrió los brazos—, al irse usted de aquí, algún sitio hemos de encontrar para el muchacho.
—Ya veo que está usted determinado a desembarazarse de nosotros. ¿También van a confiarme a mí a las Hermanas?
—No, por supuesto que no. Puede usted al Hogar de Sacerdotes Ancianos, en Clinto. Es un perfecto puerto de refugio y de paz.
El anciano emitió una risa breve y seca.
—Ya descansaré bastante cuando me muera. Mientras esté en este mundo no deseo convivir con esos ancianos. Por extraño que a usted pueda parecerle, siempre me ha sido difícil congeniar con la clerecía, así, colectivamente.
La sonrisa de Sleeth unióse a una expresión de disgusto y desasosiego.
—En usted nada me extraña, Padre. Perdóneme, pero su reputación… Quiero decir que su vida, incluso antes de ser enviado a China, ha sido tan… especial…
Hubo una pausa. Luego, el Padre Chisholm repuso con voz serena:
—De mi vida ya daré yo cuentas a Dios.
Monseñor Sleeth entornó los ojos, sintiendo la desagradable impresión de haberse mostrado indiscreto. Sí: había ido demasiado lejos. Aunque frío de temperamento, se esforzaba siempre en ser justo y tolerante. Tuvo el decoro de procurar no aparecer contrariado.
—Naturalmente, no puedo presumir de ser juez ni inquisidor de usted. Nada se ha decidido aún. Por eso estoy aquí. Hemos de ver lo que los próximos días nos deparan.
Se encaminó hacia la puerta.
—Ahora, me voy a la iglesia. No se moleste en acompañarme. Ya conozco el camino.
Su boca se contrajo en una desganada sonrisa. Salió.
El Padre Chisholm continuó sentado ante la mesa, inmóvil, cubriéndose los ojos con la mano, como si reflexionara. Estaba abrumado por la amenaza que de súbito se cernía sobre su retiro, ganado tan duramente. Su concepto de la resignación, tan largo tiempo sometido a un exceso de pruebas, se negaba a aceptar esta otra. Repentinamente, se sentía vacío, cansado, rechazado por Dios y por los hombres. Una abrasadora desolación llenaba su pecho. ¡Qué cosa tan minúscula y, a la vez, tan grande! Ansiaba clamar: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?».
Se levantó con dificultosos movimientos y subió al otro piso. En el desván, sobre el cuarto destinado a los huéspedes, Andrés, acostado ya, dormía. Yacía de lado, puesto su flaco brazo ante sí, sobre la almohada, en una postura defensiva. El Padre Chisholm miróle y depositó la pera sobre las ropas dobladas encima de la silla de anea. ¿Qué más podía hacer…?
Una ligera brisa agitó las cortinillas de muselina. El anciano, acercándose a la ventana, las descorrió. Titilaban las estrellas en un cielo helado. Más allá de los astros parecíale ver perderse el instante estéril que fueron los años de su vida, hechos de luchas menudas, sin forma y sin grandiosidad. Dijérase que sólo había transcurrido muy poco tiempo desde que, niño aún, reía y jugaba en aquella misma población de Tweedside. Sus pensamientos volaban hacia el pasado. Si en algún molde se había fraguado su vida, aquel molde empezó a formar sus inexorables líneas cierto sábado de un abril de hacía sesenta años. Más, en medio de la imperturbable felicidad de entonces, él no había podido reparar en ello…