CAPÍTULO XXVI

Race le encontró sentado todavía allí.

—Bien, Poirot, ¿qué hay? Pennington llegará dentro de diez minutos. Dejo esto en sus manos.

—Primero haga buscar a Fanthorp.

—¿Fanthorp? —preguntó Race sorprendido.

—Sí. Llévelo a mi camarote.

Race asintió y salió. Poirot fue a su camarote. Race llegó con el joven Fanthorp un minuto después. Poirot indicó unas sillas y ofreció cigarrillos.

—Ahora, señor Fanthorp —dijo—, vamos a nuestro asunto. Observo que usa la misma corbata que usa mi amigo Hastings.

—Exacto. Es la corbata de la Vieja Escuela.

—Debe usted comprender que aunque soy extranjero, conozco algo el punto de vista inglés. Sé, por ejemplo, que hay «cosas que se hacen» y «cosas que no se hacen».

—No decimos esa clase de cosas hoy día, señor.

—Tal vez no, pero queda la costumbre. ¡La Vieja Escuela! Es la corbata de la Vieja Escuela y hay ciertas cosas, lo sé por experiencia, que la corbata de la Vieja Escuela no hace. Una de esas cosas, señor Fanthorp, es entrometerse en una conversación particular cuando no se conoce a las personas que la sostienen.

»Pero el otro día, señor Fanthorp, eso es exactamente lo que usted hizo. Ciertas personas estaban efectuando tranquilamente algunos negocios particulares en el salón de observación. Usted se aproximo, evidentemente con el propósito de oír de qué se hablaba, y poco después usted se volvió y felicitó a la señora Doyle sobre la solidez de sus métodos comerciales.

Poirot continuó sin esperar comentario.

—¡Ahora bien, señor Fanthorp, esa no es la conducta de una persona que lleva una corbata que usa mi amigo Hastings! ¡Hastings es todo delicadeza, moriría de vergüenza antes de hacer semejante cosa! Por tanto, teniendo en cuenta que usted es muy joven para permitirse el lujo de un viaje como éste, que es usted miembro del despacho de un abogado de pueblo y, por lo tanto, probablemente, no exageradamente rico, y que usted no muestra señales de enfermedad reciente, yo me pregunto, y se lo estoy preguntando: ¿Cuál es el motivo de su presencia en este barco?

—Me niego a darle ninguna clase de información, señor Poirot. Realmente creo que debe usted estar loco.

—No estoy loco. Estoy en mi juicio. ¿Dónde está la casa donde trabaja? En Northampton, no muy lejos de Wode Hall. ¿Qué conversación intentó usted oír? Una conversación referente a documentos legales. ¿Cuál fue el objeto de la observación que usted emitió con evidente embarazo y malestar? Su objeto era impedir que la señora Doyle firmase un documento sin leerlo.

»En este barco ha habido un asesinato y consecutivamente a ese asesinato han ocurrido otros dos crímenes en rápida sucesión. Si además le facilito a usted la información de que el arma que mató a la señora Otterbourne era un revólver propiedad del señor Andrés Pennington, entonces quizá comprenderá usted que tiene el deber de decirnos todo cuanto sepa.

—Muy bien. ¿Qué desea saber?

—¿Por qué vino usted a este viaje?

—Mi tío, el coronel Carmichael, el abogado inglés de la señora Doyle, me mandó. Él se cuida de muchísimos de los asuntos de ella. De este modo, sostenía correspondencia con el señor Andrés Pennington, que era depositario americano. Varios pequeños incidentes, no puedo enumerarlos todos, hicieron que mi tío sospechase que las cosas no iban tal como debían ir.

—En lenguaje claro y llano —dijo Race—, su tío sospechaba que Pennington era un bribón.

Jaime Fanthorp asintió con la cabeza, con una leve sonrisa en el rostro.

—Usted lo pone más crudamente de lo que yo lo haría, pero la idea es ésa. Varias excusas hechas por Pennington, ciertas explicaciones plausibles de la disposición de fondos, despertaron el recelo de mi tío.

«Mientras estas sospechas eran nebulosas, la señorita Ridgeway se casó inesperadamente y se marchó en viaje de luna de miel a Egipto. El casamiento quitó un peso de encima a mi tío, pues sabía que a su regreso a Inglaterra la herencia tendría que liquidarse y entregarse.

»No obstante, en una carta que ella le escribió a él desde El Cairo, mencionó casualmente que se había encontrado inesperadamente con Andrés Pennington. Las sospechas de mi tío se agudizaron. Tenía el convencimiento de que Pennington, tal vez encontrándose en una posición desesperada, iba a tratar de conseguir algunas firmas de ella, con lo cual podría encubrir sus desfalcos. Dado que mi tío no podía presentarle a ella ninguna prueba, se encontraba en una posición muy delicada. Lo único que pudo pensar fue mandarme allí en avión, con instrucciones de descubrir lo que se tramaba. Yo tenía que estar alerta y obrar sumariamente, si era necesario, o sea, una misión desagradable, se lo aseguro. En realidad, en la ocasión que usted menciona tuve que comportarme más o menos como un canalla. Fue embarazoso, pero en conjunto quedé satisfecho del resultado.

—¿Quiere decir que puso en guardia a la señora Doyle? —inquirió Race.

—No tanto como eso. Pero creo que alarmé a Pennington. Tuve el convencimiento de que no intentaría ninguna bribonada durante algún tiempo, y para entonces yo esperaba intimar lo bastante con la señora y el señor Doyle para transmitirle alguna especie de aviso. En realidad me proponía hacerlo por mediación de Doyle. La señora Doyle apreciaba tanto al señor Pennington que habría sido embarazoso sugerirle a ella alguna cosa. Habría sido más fácil abordar al marido.

—¿Quiere darme su opinión sobre un punto, señor Fanthorp? Si usted se propusiera estafar a alguien, ¿escogería a la señora Doyle o a su marido como víctima?

Fanthorp esbozó una sonrisa.

—Al señor Doyle, siempre; Linnet Doyle era muy sagaz en cuestiones de negocios.

—De acuerdo —dijo Poirot. Miró a Race—. Hay el móvil.

—Pero todo esto es pura conjetura. No es ninguna prueba.

—¡Ah, bah! ¡Conseguiremos las pruebas!

—¿Cómo?

—Posiblemente del mismo Pennington.

—Lo dudo —murmuró Fanthorp.

Race consultó su reloj.

—Debe llegar de un momento a otro.

Jaime Fanthorp comprendió al instante. Se marchó.

Dos minutos después, Andrés Pennigton hizo su aparición.

—Bien, señores —dijo—; aquí estoy.

—Le rogamos que viniese aquí, señor Pennigton —empezó Poirot—, porque es evidente que usted tiene un interés especial en el caso.

Pennington enarcó ligeramente las cejas.

—¿Sí?

—Así es. Usted ha conocido a Linnet Ridgeway, según tengo entendido, desde niña.

—Oh, eso… —su rostro se alteró—; dispense, no lo oí bien. Sí, como les dije esta mañana, he conocido a Linnet desde que era una criatura.

—Era usted tan íntimo de su padre que a su muerte le nombró guardián de los negocios de su hija y depositario de la vasta fortuna que ella heredó.

—Algo así —la cautela tornaba—. Yo no era el único depositario, naturalmente; otras personas estaban asociadas conmigo.

—¿Que han muerto desde entonces?

—Dos de ellas, sí. La otra, el señor Sterndale Rockford, mi socio, está vivo.

—La señorita Ridgeway, según tengo entendido, no era mayor de edad todavía cuando se casó.

—Habría cumplido los veintiún años el próximo julio.

—Y en el curso normal de las cosas, ¿habría entrado en posesión de su fortuna?

—Sí.

—¿Pero su casamiento precipitó las cosas?

—Ustedes me dispensarán, señores, pero, ¿hasta qué punto les importa a ustedes todo esto?

—Si le desagrada responder a las preguntas…

—No se trata de que me desagrade. No importa lo que me pregunten. Pero no veo por ningún lado la pertinencia de todo esto.

—Oh, pero desgraciadamente, señor Pennigton… —Poirot se inclinó hacia delante—, existe la cuestión del móvil. Al considerar esto hay que tener en cuenta las cuestiones financieras.

Pennington dijo malhumorado:

—Según el testamento de Ridgeway, Linnet tomaría posesión de su fortuna cuando cumpliera los veintiún años o cuando se casara.

—¿Sin ninguna condición?

—Sin ninguna condición.

—Y se trata de un asunto, según me han asegurado, de millones.

—Millones son.

—Su responsabilidad, señor Pennington, y la de su socio, ha sido muy grave.

—Estamos habituados a la responsabilidad. No nos preocupa lo más mínimo.

—¡Quién sabe!

—¿Qué demonios quiere usted decir?

Poirot respondió con aire de franqueza encantadora:

—Me preguntaba, señor Pennington, si el súbito casamiento de Linnet Ridgeway causó alguna consternación en su oficina.

—¿Consternación? ¿Qué quiere usted decir?

—Algo muy sencillo. ¿Los asuntos de Linnet Doyle están en el orden perfecto que deben estar?

—Están en el perfecto orden.

—¿No se alarmó usted tanto cuando llegó la súbita noticia del casamiento de Linnet Ridgeway que corrió usted precipitadamente hacia Europa en el primer barco y simuló un encuentro fortuito en Egipto?

Pennington se volvió hacia ellos. Había recobrado la serenidad.

—¡Lo que usted dice es pura teoría! Ni siquiera sabía que Linnet Ridgeway estaba casada hasta que me la encontré en El Cairo. Me quedé asombrado Su carta no llegó a mis manos por cuestión de un día en Nueva York. Fue reexpedida y la recibí una semana después.

—Vino usted en el Germanic, creo que dijo.

—Así es.

—¿Y la carta llegó a Nueva York después de la partida del Germanic?

—¿Cuántas veces he de repetirlo?

—Es extraño —dijo Poirot.

—¿Qué es extraño?

—Que en su equipaje no hay ninguna etiqueta del Germanic. Las únicas etiquetas recientes del viaje transatlántico son las del Normandie. El Normandie, según recuerdo, zarpó dos días después del Germanic.

Durante un momento el otro quedó desconcertado. Titubeó.

El coronel Race lo sospechó con efecto evidente:

—Vamos, señor Pennington —dijo—. Tenemos varias razones para creer que usted viajó en el Normandie, y no en el Germanic, como ha dicho usted. En este caso, usted recibió la carta de la señora Doyle antes de partir de Nueva York. Es inútil negarlo, pues lo más fácil del mundo es comprobarlo en las compañías de navegación.

—He de inclinarme ante ustedes, señores. Han sido demasiado hábiles para mí. Pero yo tenía motivos para obrar como lo hice.

—Sin duda.

—Bien —Pennington suspiró—. Hablaré claro. Se realizaban algunas operaciones sospechosas en Inglaterra. Me alarmaron. Yo no podía hacer gran cosa por carta. Lo mejor era venir y verlo personalmente.

—¿Qué quiere decir con «operaciones sospechosas»?

—Tengo mis motivos para creer que estafaban a Linnet.

—¿Quién?

—Su abogado inglés. Ahora, eso no es la clase de acusación que se puede formular fácilmente. Decidí venir y comprobarlo.

—Eso acredita su vigilancia. Pero, ¿por qué ese pequeño engaño de no haber recibido la carta?

—Bien —Pennington extendió las manos—. No puede uno entrometerse con una pareja en luna de miel sin dar una explicación. Pensé que sería mejor fingir que el encuentro era casual.

—En realidad, todas sus emociones fueron motivadas por puro desinterés —dijo el coronel Race.

—Usted lo ha dicho, coronel.

Hubo una pausa. Race miró a Poirot. El hombrecillo se inclinó hacia delante.

—Señor Pennington, no creemos una palabra de su historia.

—¡Maldición! ¿Y qué demonios creen ustedes?

—Nosotros creemos que el inesperado casamiento de Linnet Ridgeway le puso a usted en un apuro financiero, que usted vino precipitadamente con el objeto de encontrar algún medio para salir del apuro en que se encontraba, es decir, algún modo de ganar tiempo. Que con ese propósito in mente, usted procuró obtener la firma de la señora Doyle para ciertos documentos, y fracasó. Que en el viaje por el Nilo, cuando caminaba usted a lo largo del acantilado de Abu Simbel, desprendió usted una roca que cayó y por un pelo no tocó a su objetivo…

«Creemos que la misma clase de circunstancias ocurrió en el viaje de vuelta, es decir, se presentó una ocasión de suprimir a la señora Doyle en el momento en que su muerte, sin duda, sería atribuida a la acción de otra persona. No sólo lo creemos sino que sabemos que fue su revólver el que mató a una mujer que estaba a punto de revelarnos el nombre de la persona que ella tenía motivos para creer que mató a Linnet Doyle y a Luisa Bourget…

—¡Maldición! —la exclamación interrumpió el chorro de elocuencia de Poirot—. ¿Qué pretende usted? ¿Está usted loco? ¿Qué motivos tenía yo para matar a Linnet? Yo no iba a recibir su dinero; éste iría a parar a manos de su marido. ¿Por qué no se mete usted con él? Él ha de beneficiarse, no yo.

Race dijo en tono glacial:

—Doyle no salió nunca del salón la noche de la tragedia hasta que fue herido en la pierna. La imposibilidad de que caminase un paso después de eso, pueden atestiguarla un doctor y una enfermera, ambos testigos de confianza e independientes. Simon Doyle no pudo haber matado a su esposa. Él no pudo haber matado a Luisa Bourget. Ciertamente, no mató a la señora Otterbourne. Usted lo sabe tan bien como nosotros.

—Yo sé que no la maté —la voz de Pennington sonaba más calmada—. Todo lo que digo es: ¿por qué razón me reprocha injustamente cuando yo no me beneficio por su muerte?

—Pero, querido señor —la voz de Poirot era suave como el runruneo de un gato— eso es materia de opinión. La señora Doyle era una mujer de negocios muy hábil, conocedora de sus asuntos y muy hábil para descubrir cualquier irregularidad. Tan pronto como ella tomara el gobierno de su propiedad, lo que haría a su regreso a Inglaterra, sus sospechas tendrían que despertarse. Pero ahora que ella está muerta y que su marido, como acaba de apuntar, hereda, el asunto es diferente. Simon Doyle no sabe nada de los asuntos de su esposa, excepto que ella era una mujer muy rica. Es una persona de disposición confiada. Usted encontrará fácil poner unas relaciones complicadas ante él, enredar el asunto en una red de cifras y retardar la liquidación con el argumento de las formalidades legales y la reciente depresión. Creo que significa una diferencia considerable para usted el trato con él o con su esposa.

Pennington se encogió de hombros.

—Sus ideas son fantásticas.

—El tiempo lo demostrará.

—¿Qué ha dicho usted?

—He dicho: «El tiempo lo demostrará». Éste es un asunto de tres muertes, tres asesinatos. La ley exigirá que se practique una investigación a fondo del estado de la herencia de la señora Doyle —observó el súbito hundimiento de los hombros de Pennington y comprendió que había triunfado. Las sospechas de Jaime Fanthorp estaban fundadas. Poirot continuó—: Usted ha jugado y ha perdido. Es inútil seguir fingiendo.

—Usted no comprende —murmuró Pennington—. Ha sido esta baja de valores. Wall Street ha estado loco. Pero yo había preparado una recuperación. Con suerte, todo estaría arreglado para mediados de junio.

—Supongo —musitó Poirot— que la roca fue una súbita tentación. Usted se imaginó que no le veía nadie.

—Fue un accidente. Juro que fue una pura casualidad —el hombre se inclinó hacia delante, el rostro contraído y los ojos aterrorizados—. Tropecé y caí contra ella. Juro que fue un accidente.

Los dos hombres no dijeron nada.

—No pueden ustedes achacarme eso, señores. Fue un accidente. ¡Y no fui yo quien la mato! ¿Oyen ustedes? No pueden ustedes achacarme eso tampoco y nunca lo harán.