CAPÍTULO IX

El vapor llegó al día siguiente, de madrugada, a Es-Sebua. Cornelia Robson, con el rostro radiante y un sombrero de anchas alas en la cabeza, fue la primera en saltar a la playa. Cornelia no era simpática a la gente gruñona. Poseía una disposición amable y ansiaba agradar a todas las personas que encontraba a su paso. La visión de Hércules Poirot, vestido de punta en blanco, con un traje de seda cruda, camisa rosada, corbata negra y albo sombrero, no le hizo lanzar un respingo como le habría ocurrido a la señorita Van Schuyler.

Mientras paseaban juntos por una avenida de esfinges, ella respondía complacida a las preguntas convencionales que le dirigía su acompañante.

—¿No vienen sus compañeras a la playa para visitar el templo?

—No. Verá usted. Mi prima María…, es decir, la señorita Van Schuyler…, no acostumbra a madrugar. Tiene que cuidar mucho su salud… Y, como es natural, necesita que la señorita Bowers la acompañe, pues ella es su enfermera. Me dijo que éste no era uno de los mejores templos, pero fue lo suficientemente bondadosa para permitirme venir.

—Ha sido muy benévola con usted —dijo Poirot secamente.

La ingenua Cornelia asintió sin sospechar la intención.

—¡Oh, sí! Ella es muy buena. Ha sido maravilloso que me traiga en este viaje.

—Y a usted le gusta mucho, ¿eh?

—Es encantador, señor. He visto Italia: Venecia, Padua y Pisa. Luego El Cairo. Desgraciadamente la prima María no se encontraba muy bien allí, y no pude salir mucho… y ahora esta excursión maravillosa de Wadi Halfa y regreso.

Poirot dijo sonriendo:

—Usted es feliz por naturaleza, mademoiselle.

Desvió la vista de la joven y miró pensativamente a Rosalía que, silenciosa y ceñuda, paseaba delante de ellos.

—Es muy guapa, ¿verdad? —dijo Cornelia, que observó su gesto—. Sólo que parece siempre disgustada. Eso es muy inglés, naturalmente. Ella no es tan hermosa como la señora Doyle. Creo que la señora Doyle es la mujer más encantadora y más elegante que he conocido en mi vida. Y su esposo atrae hasta la tierra que pisa… ¿Ve aquella señora de cabello gris? Es muy distinguida, prima de un duque, según creo. Hablaba junto a nosotros la otra noche y se lo oí decir. Pero actualmente no posee ningún título.

Continuó charlando sin cesar hasta que el intérprete ordenó un alto y empezó su recitado.

El doctor Bessner, Baedecker en mano, leía para sí en alemán. Prefería la palabra escrita.

Tim Allerton no era de la partida. Su madre acababa de romper el hielo del reservado Fanthorp. Andrés Pennington, con el brazo enlazado con el de Linnet, escuchaba atentamente y parecía muy interesado en la relación que daba el guía en aquel momento.

Chismorreando, la pequeña partida volvió al barco. Otra vez el Karnak empezó a deslizarse río arriba. El escenario se iba haciendo menos tétrico. Había palmeras, cultivos.

Este cambio de panorama pareció ejercer bienhechora influencia psíquica sobre cada uno de los pasajeros… Tim Allerton recobró sus buenas maneras. Rosalía perdió gran parte de su hosquedad. Linnet parecía despreocupada y alegre.

Pennington le dijo:

—Es una falta de tacto hablar de negocios a una recién casada en su luna de miel, pero hay un par de cosas…

—¡Caramba, tío Andrés! —Linnet volvía a ser una financiera—. ¿Es que mi matrimonio acaso me ha transformado?

—No sé. Pero quisiera que me firmases varios documentos uno de estos días.

—¿Y por qué no ahora?

Andrés Pennington miró a su alrededor. El rincón del salón observatorio aparecía desierto. La mayoría de los pasajeros estaban en el exterior, en el espacio de la cubierta que se extendía entre el salón de observación y los camarotes. Los únicos ocupantes del salón eran el señor Ferguson, que bebía cerveza sentado a una pequeña mesa situada en el centro, con las piernas embutidas en mugrientos pantalones de franela, mientras silbaba entre dientes a cada trago; el señor Hércules Poirot, que estaba sentado frente a la ventana de proa admirando el panorama que se extendía ante él, y la señorita Van Schuyler, que leía en un rincón un libro sobre Egipto.

—Estupendo —dijo Andrés Pennington.

Abandonó el salón.

Linnet y Simon se sonrieron… una sonrisa lenta que tardó pocos minutos en trocarse en frases de cariño. Él dijo:

—¿Todo va bien, encanto?

—Sí, por ahora todo va bien… Es extraño lo bien que me encuentro.

Simon dijo con profunda convicción:

—Eres maravillosa.

Pennington regresó. Traía una pila de documentos escritos con letra apretada y menuda.

—¡Dios mío! —exclamó Linnet—. ¿Tengo que firmar todo eso?

—Reconozco que es demasiado. Pero opino que debes llevar tus asuntos al día. Lo primero de todo va a ser el alquilar la propiedad de la Quinta Avenida… luego las concesiones de terrenos en el Oeste.

Continuó hablando, hojeando los papeles y sacando alguno de ellos. Simon bostezó.

La puerta que daba a cubierta se abrió y el señor Fanthorp entró. Miró desorientado a su alrededor y se colocó al lado de Poirot, que miraba las aguas de color azul pálido y las arenas amarillentas que les rodeaban.

—…firma aquí —concluyó Pennington, extendiendo un papel ante Linnet indicándole un espacio.

Linnet cogió el documento y lo ojeó. No pasó de la primera página. Luego, tomando la estilográfica de Pennington, inscribió su nombre: Linnet Doyle. Pennington retiró el papel y colocó otro.

Fanthorp se aproximó a ellos. Escrutó a través de la ventana lateral, pareciendo interesarse mucho por algo que sucedía en el banco de arena que pasaban en aquel momento.

—Ésta es la transferencia —dijo Pennington—. No necesitas leerla.

Pero Linnet la leyó a grandes rasgos. Pennington puso ante ella un tercer papel. De nuevo Linnet se dispuso a enterarse de su contenido.

—Todo está en orden —dijo Pennington—. No es nada de interés. Sólo fraseología de leguleyo.

Simon bostezó de nuevo.

—Querida, supongo que no te leerás todo ese fajo de documentos, ¿verdad? No estarías lista para la hora del almuerzo.

—Papá me enseñó a leerlo todo —explicó Linnet—. Me decía que era muy fácil que en algunos momentos se cometieran errores de redacción.

—No tengo disposición para los negocios —repuso Simon, animosamente— ni nunca la he tenido. Si un individuo me dice que firme, pues firmo. Es el camino más sencillo.

Andrés Pennington le miró pensativamente. De pronto, dijo con sequedad:

—Eso es muy arriesgado a veces, señor Doyle.

—¡Por favor! —replicó Simon—. No soy de los que creen que todo el mundo se ha confabulado contra nosotros para arruinarnos. Si tengo confianza en un individuo, ¿para qué leer lo que me pide que firme? Jamás me han engañado.

Súbitamente, con gran sorpresa por parte de todos los presentes, el silencioso señor Fanthorp giró sobre sí mismo y se dirigió a Linnet.

—Espero que no la molestaré si digo que admiro extraordinariamente su capacidad para los negocios, señora. En mi profesión… soy abogado… encuentro a menudo mujeres desprovistas en absoluto de la menor disposición mercantil. No firmar jamás un documento antes de leerlo, es admirable… admirable… —se inclinó perceptiblemente. Luego, con el rostro rojo como una amapola, se volvió para continuar en su contemplación de las orillas del Nilo. Linnet repuso completamente desconcertada:

—Gracias, muchas gracias —se mordió los labios para reprimir una carcajada. El joven parecía tan extraordinariamente solemne…

Pennington parecía seriamente disgustado. Simon Doyle dudó entre disgustarse o tomarlo a broma. Las orejas del señor Fanthorp habían adquirido un color purpúreo.

—Otro, por favor —dijo Linnet, sonriendo a Pennington.

Pero Pennington estaba decididamente colérico.

—Creo que debemos dejarlo para otro día —dijo enfurruñado—. Si como dice Simon piensas leer todo esto, no acabarás para la hora del almuerzo. No debemos perdernos la contemplación del panorama que se desarrolla ante nuestros ojos. De todas formas, esos documentos que acabas de firmar eran los más importantes y urgentes. Dejaremos los negocios para otra ocasión más propicia.

—¡Hace un calor terrible aquí! —exclamo Linnet—. Vámonos fuera.

Salieron los tres. Hércules Poirot volvió la cabeza. Su mirada se detuvo sobre la espalda del señor Fanthorp, que había lanzado su cabeza hacia atrás y continuaba silbando entre dientes.

Finalmente Poirot observó la enhiesta figura de la señorita Van Schuyler, majestuosamente sentada en su rincón. La señorita Van Schuyler miraba sin pestañear al señor Ferguson.

La puerta del salón se abrió de par en par y Cornelia Robson entró precipitadamente.

—Has estado por ahí demasiado tiempo —gruñó la anciana—. ¿Dónde has estado?

—Lo siento, prima María. La lana no estaba donde usted me dijo. La encontré en otra caja distinta.

—Hijita mía, no sirves para buscar nada. Sé que tienes buena voluntad, pero no basta. Tienes que procurar ser un poco más inteligente y hacer las cosas con más rapidez. Para esto sólo se necesita concentración.

—Lo siento, prima María. Temo que soy demasiado estúpida.

—Nadie es estúpida si se propone firmemente no serlo. Te he traído conmigo y espero un poco de atención a cambio de mi generosidad.

Cornelia se ruborizó:

—Lo siento mucho, prima María.

—¿Y dónde está la señorita Bowers? Hace diez minutos que debí tomar mis gotas. El doctor dijo que la puntualidad era importantísima.

En este momento entró la señorita Bowers, llevando un vasito con medicina.

—Sus gotas, señorita Van Schuyler.

—Debía haberlas tomado a las once en punto. Si hay algo que detesto en este mundo es la falta de puntualidad.

—Son exactamente las once menos medio minuto —dijo la señorita Bowers mirando su reloj de pulsera.

—En mi reloj son las once y diez.

—Tengo la seguridad de que mi reloj va perfectamente. Es un cronómetro de precisión. Jamás se adelanta ni se atrasa.

La señorita Bowers se mostraba imperturbable.

La señorita Van Schuyler ingirió el contenido del vaso medicinal.

—Me encuentro mucho peor —gruñó.

—Lamento enormemente oírle decir eso —dijo la señorita Bowers. Pero no parecía sentirlo en absoluto. Dio mecánicamente la respuesta correcta.

—Hace demasiado calor aquí —dijo la señorita Van Schuyler—. Prepáreme una silla en cubierta, señorita Bowers. Cornelia, tráeme mis labores. No seas descuidada y procura que no se te caiga nada. Luego quiero que me ayudes a desmadejar la lana.

La procesión salió.

El señor Ferguson suspiró, estiró las piernas y apostrofó al espacio:

—¡Dios mío, cómo me gustaría estrangular a esa vieja!

Poirot le preguntó con interés:

—Le disgusta esa dama, ¿verdad?

—¿Que si me disgusta…? Eso es poco… No hace más que molestar al prójimo. Es un parásito… un parásito desagradable, por cierto. Hay un gran número de personas en este barco sin las cuales podía pasar el mundo perfectamente.

—¿De veras?

—Sí, por ejemplo: esa muchacha que estuvo aquí hace poco firmando transferencias de acciones. Cientos y miles de desgraciados trabajadores matándose por una asquerosa pitanza, sólo para que ella lleve medias de seda y despliegue un lujo inútil. Una de las mujeres más ricas de Inglaterra, según me han dicho… y jamás se habrá ensuciado las manos en toda su vida.

—¿Quién le dijo a usted que era la muchacha más rica de Inglaterra?

El señor Ferguson le dirigió una mirada amenazadora.

—Un hombre a quien usted no ha visto nunca. Un hombre que trabaja con sus propias manos y no se avergüenza de confesarlo. No uno de esos dandies que acompañan a usted y que no sirven, ni han servido, ni servirán en su vida para nada.

Su mirada se detuvo desfavorablemente sobre la corbata arqueada y la camisa color rosa de su interlocutor.

—Yo trabajo con mi cerebro y no me avergüenzo de decirlo —replicó Poirot.

El señor Ferguson chascó la lengua.

—Debían fusilarlos a todos —dijo.

—Mi joven amigo —repuso Poirot—, ¡qué pasión tiene usted por la violencia!

—¿Puede usted decirme algo que se pueda hacer sin ella? Debíamos romperlo todo, destruirlo todo, antes de que pudieran comenzar de nuevo.

—Sí, eso es mucho más fácil, mucho más ruidoso y mucho más espectacular.

—¿Qué hace usted para ganar su sustento? Nada. Apostaría cualquier cosa. Sin embargo, tengo la seguridad de que se considerará usted un hombre de la clase media.

—No soy de la clase media. Pertenezco a la clase superior —repuso el detective con leve arrogancia.

—¿Qué es usted?

—Soy detective —dijo Hércules Poirot con el aire de inmodestia del que asegura: soy el rey.

—¡Dios mío! —exclamó el joven completamente desconcertado—. ¿Quiere decir que esa joven cuida su preciosa piel hasta ese extremo?

—No me une relación alguna a los señores Doyle —declaró Poirot orgullosamente—. Soy libre como el aire.

—¿Disfrutando de vacaciones?

—¿Y usted?… ¿No está de vacaciones también?

—¡Vacaciones! —el señor Ferguson emitió un gruñido. Añadió ambiguamente—: Me dedico al estudio de ciertas condiciones.

—Muy interesante —repuso Poirot y se fue a cubierta.

La señorita Van Schuyler se había establecido en el mejor rincón Cornelia estaba arrodillada ante ella con una madeja de lana entre las manos extendidas. La señorita Bowers, erguida en su silla, leía el Saturday Evening Post.

Poirot se dirigió lentamente a la cubierta inferior. Al dar la vuelta por la cabina del timonel, casi tropezó con una mujer que volvió su rostro en el que se pintaba la sorpresa del encuentro… Un rostro moreno, de latina. Iba elegantemente vestida de negro y acababa de hablar con un hombre de elevada estatura y anchos hombros… Uno de los maquinistas, según todas las apariencias. Observó una expresión extraña en la cara de ambos… culpabilidad y alarma… Poirot se preguntó qué habrían estado hablando. Dio la vuelta alrededor del timón y continuó su paseo hacia la popa. Abrióse la puerta de un camarote y la señora Otterbourne emergió de él y casi cayó en sus brazos. Llevaba un traje de raso color escarlata.

—Lo siento —se excusó—. Mi querido señor Poirot…, lo siento mucho. Las oscilaciones del barco. Nunca he tenido buenas piernas para sobreponerme a este movimiento continuo. Si el barco estuviese quieto alguna vez… —se agarró con todas sus fuerzas al brazo del detective—. No puedo soportar esto… No puedo disfrutar de los viajes por mar como hacen muchos… Y siempre estoy sola… Esta hija mía no me quiere mucho; no comprende lo que su pobre madre está haciendo por ella… —la señora Otterbourne empezó a llorar—. Por ella me he esclavizado… Podría haber sido una grande amoureuse y lo he sacrificado todo… todo… ya sin embargo, nadie se interesa por mí… Pero se lo diré a todo el mundo… Publicaré a los cuatro vientos el olvido en que me tiene… la dureza con que me trata… haciéndome venir en este barco… Se lo diré a todos.

Quiso desprenderse del brazo de Poirot para correr hacia el resto de los pasajeros. El detective se lo impidió.

—Ya le dije a su hija que venga con usted, madame. Vuelva a su camarote. Por allí llegará mejor.

—No, quiero decírselo a todo el mundo… a todos los que hay en el barco…

—Es peligroso, madame. El mar está picado. Las olas podrían arrastrarla.

La señora Otterbourne le miró con aire de duda.

—¿Lo cree usted así? ¿De veras?

—Desde luego.

La señora Otterbourne dio un suspiro prolongado, se tambaleó y volvió a entrar en su camarote.

Las narices de Poirot se dilataron de satisfacción. Hizo un movimiento de cabeza y se dirigió al punto en que Rosalía Otterbourne se sentaba entre la señora Allerton y Tim. Les escudriñó con la mirada y dirigiéndose a la joven, dijo:

—Su mamá la necesita, mademoiselle.

Estaba riendo casi felizmente en aquel momento. Al oír a Poirot, su rostro se veló con una sombra. Lanzó una mirada suspicaz al detective y se apresuró a unirse a su madre.

—No puedo comprender a esa chica —dijo la señora Allerton—. Es así de voluble. Un día se siente comunicativa, amigable; al día siguiente se muestra casi grosera.

—La han mimado demasiado y además tiene mal genio —dijo Tim.

La señora Allerton denegó con un gesto.

—No, yo no creo eso. A mí me parece que es desgraciada.

Tim se encogió de hombros.

—Bueno, supongo que todos tenemos nuestros disgustos familiares.

Su voz sonó dura y cortante.

Oyóse el ruido de pasos apresurados.

—El almuerzo —gritó la señora Allerton alegremente—. Me estoy muriendo de hambre.

Aquella tarde, Poirot observó que la señora Allerton había entablado animada conversación con la señorita Van Schuyler. Cuando pasó frente a ellas, la señora Allerton le guiñó un ojo.

Decía en aquel momento:

—Naturalmente, en el castillo de Calfries, mi amado sobrino, el duque de…

Cornelia, gozando de un corto permiso, había salido a cubierta. Escuchaba al doctor Bessner que la estaba instruyendo, algo pomposamente, sobre Egiptología, leyéndole páginas de Baedecker. Cornelia escuchaba con atención profunda.

Inclinado sobre la barandilla, Tim Allerton decía:

—De todas formas, éste es un mundo infame…

Rosalía Otterbourne respondió:

—Es injusto… Hay personas que lo tienen todo.

Poirot suspiró. Se alegró de no ser joven ya.