1
Que la historia editorial del Tractatus logico-philosophicus —título latino de resonancias spinozianas sugerido, a lo que parece, con ocasión de la primera edición inglesa de la Abhandlung wittgensteiniana, por G. E. Moore— muestra muchas más grietas y accidentes que la desde un principio elevada autoconsciencia de su autor, es cosa hoy ya más que suficientemente conocida. La progresiva edición de las cartas de Wittgenstein, hasta un límite documental perfectamente satisfactorio,[1] y la minuciosa reconstrucción de la génesis del Tractatus publicada por G. H. von Wright a finales de los sesenta,[2] junto con otros testimonios posibles, hablan largamente a favor de esa evidencia.
La consciencia wittgensteiniana del valor de su obra y de las dificultades que, a un tiempo, iba a procurar su comprensión, fue, en efecto, siempre muy alta. Parece obligado citar en este contexto el conocido paso del Prólogo: «La verdad de los pensamientos aquí comunicados me parece intocable y definitiva…». Pero ahí está también lo que manifestaba a su amigo Russell desde el campo de internamiento de Monte Cassino al anunciarle la existencia y finalización, en agosto de 1918, de un libro en el que venían a culminar largos años de trabajos preparatorios:[3]
He escrito un libro titulado Logisch-Philosophische Abhandlung, que contiene todo mi trabajo de los últimos seis años. Creo que he solucionado definitivamente nuestros problemas. Puede que esto suene arrogante, pero me resulta imposible no creerlo… De hecho, no lo entenderás sin una explicación previa, ya que está escrito en forma de observaciones harto cortas. (Esto significa, por supuesto, que nadie lo comprenderá; a pesar de que creo que todo él es claro como el cristal. Echa por tierra, sin embargo, toda nuestra teoría de la verdad, de las clases, de los números y todo el resto.) Lo publicaré tan pronto como regrese a casa.[4]
Y ahí está también, velis nolis, la curiosa imagen del Wittgenstein subteniente, con su manuscrito en el frente, en la mochila de campaña,[5] o paseándolo consigo por el campo de Monte Cassino.[6] Habla entonces de él como de «la obra de mi vida» y no duda en subrayar, como hemos visto, su valor culminatorio de largos años de trabajo. «¡Resulta amargo —escribe a Russell en junio de 1919— tener que arrastrar en el cautiverio la obra terminada y ver cómo el absurdo reina ahí fuera!»[7]
Las circunstancias externas de la composición del libro, ultimado materialmente en el frente, pueden, ciertamente, ayudar a comprender la en ocasiones subrayada premura de su estilo y la estilización formal, hasta extremos paradigmáticos, de su contenido. De todos modos, en mayo de 1915, entregado desde hacía meses a las tareas bélicas, Wittgenstein advertía ya a Russell de un cambio en sus maneras intelectuales, de por sí lacónicas y graves, como demuestran los escritos anteriores a esta época: «Los problemas se vuelven cada vez más lapidarios y generales…».[8] Su propia explicación del asunto iba, por lo demás, en una dirección bien concreta: «Sabes qué difícil me resulta escribir sobre lógica. Esta es la razón de que mi libro sea tan corto y, consecuentemente, tan oscuro. Pero no puedo hacer nada por evitarlo».[9] Lo único que hizo en este sentido fue señalizarlo con una peculiar notación decimal que, por estos motivos, llegó a considerar imprescindible.[10]
Con el tiempo, sus temores a la poca comprensión que encontraría su obra, por su condición excepcional o por esta (obligada) oscuridad, hija de la intensidad y el laconismo, irían extendiéndose, como es sabido, a su entera actividad intelectual, hablada o escrita. A propósito del Tractatus eran, desde luego, absolutos: «¡Es… amargo pensar que nadie lo entenderá aunque se publique!».[11] Nadie: ni siquiera su amigo Russell, con quien tanto discutió de estos temas y del que, sin duda, aprendió.[12] Tampoco Frege, ciertamente.[13] No digamos, pues, ya los académicos al uso: «Presentar un trabajo filosófico a un catedrático de filosofía es como echar margaritas…».[14]
Los primeros en no comprenderle fueron, en cualquier caso, los editores. Wittgenstein ofreció primero su obra, a finales del verano de 1918, a la editorial vienesa Jahoda & Siegel. Ante el nulo éxito de esta iniciativa —en la que algún papel jugaron también Karl Krausy Adolf Loos—, Wittgenstein, definitivamente licenciado ya del Ejército el 26 de agosto de 1919, se dirigió, una vez en Viena, a Wilhelm Braumüller, el editor de su admirado Otto Weininger. Para razonar su solicitud de edición del Tractatus pidió a Russell un informe técnico, que éste no dudó en enviar rápidamente a Braumüller, sin conseguirse, de todos modos, con ello otra cosa que una contrapropuesta de edición de la obra con todos los gastos a cuenta del propio Wittgenstein. No optando por esta solución —«Escribirlo ha sido asunto mío; asunto del mundo es ahora aceptarlo por la vía usual»—,[15] Wittgenstein pasó a proponer su publicación a Ludwig von Ficker, el editor de Der Brenner. Tampoco esta vez tuvo éxito.
Durante su encuentro con Russell en Holanda entre el 13 y el 20 de diciembre de 1919, en el que discutieron «línea a línea» el manuscrito del Tractatus, y ante la manifiesta imposibilidad de encontrar editor para él en Austria o Alemania, lo que causaba singular perturbación a Wittgenstein,[16] Russell hizo saber a éste su interés por traducirlo él mismo al inglés, anteponiéndole una introducción propia. Wittgenstein, que acababa de fracasar una vez más en este sentido con Frege,[17] vio abrirse así una posibilidad nueva. Y no sólo de cara al mundo editorial inglés. Siguiendo una sugerencia de su amigo Engelmann procedió, en efecto, a ofrecer la publicación del libro, con la prometida introducción de Russell, a la prestigiosa editorial Reclam de Leipzig.
Entre las razones de la debatida introducción de Russell juegan, pues, un papel no menor las de orden editorial. No otra cosa se desprende, cuanto menos, de la siguiente carta a su frustrado editor von Ficker, fechada el 28 de diciembre de 1919:
Anteayer regresé de Holanda, donde me reuní con el profesor Russell con el fin de comentar mi libro con él. En el caso de que no pueda editarlo en Austria o en Alemania, Russell hará que me lo editen en Inglaterra. (Se propone traducirlo.) La cosa está, pues, planteada en los siguientes términos: Russell quiere escribir una introducción a mi tratado y yo me he declarado de acuerdo. Esta introducción ocupará casi la mitad del espacio que alcanza el propio tratado y explicará sus puntos más oscuros. Con ella el libro constituirá un riesgo mucho menor para cualquier editor, o no será riesgo alguno, dado que el nombre de Russell es muy conocido y, en consecuencia, asegura a mi tratado cierto número de lectores.[18]
Wittgenstein esperó impacientemente la introducción de Russell, como se desprende de sus reclamaciones en cartas del 19 de enero y 19 de marzo de 1920.[19] La introducción llegó por fin y el 9 de abril Wittgenstein acusaba recibo a Russell en términos de moderada disconformidad, pero sin introducir cambios en sus planes editoriales:
Muchas gracias por tu manuscrito. Hay muchas cosas en él con las que no estoy totalmente de acuerdo, tanto cuando me criticas como cuando tratas sencillamente de dilucidar mi punto de vista. Pero esto no importa. El futuro nos juzgará, o quizá no; y si permanece en silencio, esto también será un juicio. —La introducción está en curso de traducción y luego irá al editor junto con el tratado. ¡Espero que los acepte!.[20]
El 5 de mayo de ese mismo año la disconformidad asumía ya, en cambio, proporciones en absoluto irrelevantes para el destino final del proyecto:
Ahora te enfadarás conmigo cuando te cuente algo: no se va a imprimir tu introducción y, en consecuencia, probablemente tampoco se imprima mi libro. Cuando tuve ante mí la traducción alemana de la introducción, no pude decidirme a dejar que la imprimieran junto con mi obra. Todo el refinamiento de tu estilo inglés se perdió, obviamente, en la traducción, y no quedó más que superficialidad e incomprensión . Envié el tratado con tu introducción a Reclam y le escribí diciéndole que no quería que se imprimiese la introducción , sino que ella sólo debía servir para que se formara un juicio sobre mi obra. Como resultado de esto, es sumamente probable que Reclam no acepte mi obra (aunque todavía no he recibido respuesta alguna de él).[21]
Reclam rechazó, efectivamente, el Tractatus, y Wittgenstein decidió desinteresarse totalmente de su publicación. Así, el 8 de julio de 1920 Wittgenstein, que había decidido trabajar como ayudante de jardinero durante todo aquel verano en un convento próximo a Viena, escribía de nuevo a Russell:
Reclam no ha aceptado mi libro y renuncio a hacer más gestiones para verlo impreso. Ahora bien, si tienes algún interés en que lo editen, está totalmente a tu disposición : puedes hacer con él lo que quieras.[22]
Russell no dudó, ciertamente, en aceptar el singular encargo. Ofreció inicialmente el Tractatus, a través de Miss Wrinch, a Cambridge University Press, que lo rechazó el 14 de enero de 1921. La editorial Kegan Paul se mostró, en cambio, dispuesta a publicarlo. Y bajo su sello salió, en efecto, en 1922, en edición bilingüe y con la introducción de Russell. De la versión inglesa se ocupó C. K. Ogden, ayudado por F. P. Ramsey. Wittgenstein no se sintió tampoco excesivamente satisfecho con la versión de Ogden,[23] que fue sustituida (en la edición del Tractatus de Routledge and Kegan Paul del año 1961) por una nueva —y, sin duda, superior— versión de D. F. Pearsy B. F. McGuinness.
Pero Russell no limitó sus actuaciones al mundo editorial inglés. De él partió también, en efecto, la iniciativa de proponer a Wilhelm Ostwald, editor de los Annalen der Naturphilosophie, la publicación del Tractatus, en la versión original alemana, en su revista. Ostwald aceptó el proyecto y el texto wittgensteiniano vio la luz, junto con la traducción alemana de la introducción de Russell, en el cuaderno 14 de los Annalen, en 1921. Sólo que, aun habiendo manifestado en noviembre de ese mismo año a Russell su moderada complacencia —a pesar de las reservas que le inspiraba Ostwald— ante la idea de ver impreso el Tractatus en los Annalen,[24] una vez ante la edición Wittgenstein, a la sazón entregado a su oficio de maestro de primera enseñanza en Trattenbach, no dudó en considerarla como «pirata».[25]
2
Pero ¿de qué trata esta obra cuya incomprensión temía Wittgenstein tanto y en la que no dudaba en percibir un sistema (no sólo ya un tratado) lógico-filosófico prácticamente definitivo?.[26] Todavía un cuarto de siglo más tarde, en su llamada segunda época, seguía considerándola como la única alternativa global posible a su nuevo filosofar[27] y, desde luego, el trasfondo ineludible para toda posible comprensión del mismo[28]… Recordemos, por nuestra parte, las palabras del prólogo:
Cabría acaso resumir el sentido entero del libro en las palabras: lo que siquiera puede ser dicho, puede ser dicho claramente; y de lo que no se puede hablar hay que callar. El libro quiere, pues, trazar un límite al pensar o, más bien, no al pensar, sino a la expresión de los pensamientos… el límite sólo podrá ser trazado en el lenguaje, y lo que reside más allá del límite será simplemente absurdo.
En este mismo sentido, y desde una perspectiva complementaria, ya en abril de 1917, en plena elaboración del Tractatus, daba cuerpo expresivo, en carta a su amigo Paul Engelmann, a esta creencia suya fundamental:
Nada se pierde por no esforzarse en expresar lo inexpresable. ¡Lo inexpresable, más bien, está contenido —inexpresablemente— en lo expresado![29]
En agosto de 1919 escribe, por otra parte, a Russell sobre el contenido de lo que entonces era «su manuscrito»:
Me temo que no has comprendido mi aseveración fundamental, respecto a la cual todo el asunto de las proposiciones lógicas es mero corolario. El punto fundamental es la teoría de lo que puede ser expresado (gesagt) mediante proposiciones —esto es, mediante el lenguaje— (y, lo que es lo mismo, lo que puede ser pensado) y lo que no puede ser expresado mediante proposiciones, sino sólo mostrado (gezeigt); creo que esto es el problema cardinal de la filosofía.[30]
Las cosas están claras, pues, desde el punto de vista del autor. Con mayor aceramiento abunda en ello en carta algo posterior a von Ficker, en pleno proceso de negociación de una eventual publicación de su obra en DerBrenner:
Y quizá le sirva de ayuda que le escriba unas cuantas palabras sobre mi libro: Creo firmemente que no sacará U d . demasiado de su lectura. Pues no lo comprenderá ; la materia le resultará completamente extraña. En realidad no le es extraña, porque el sentido del libro es ético . Quise en tiempos poner en el prólogo una frase que no aparece de hecho en él, pero que se la escribo a Ud. ahora, porque quizá le sirva de clave: Quise escribir, en efecto, que mi obra se compone de dos partes: de la que aquí aparece, y de todo aquello que no he escrito. Y precisamente esta segunda parte es la importante. Mi libro, en efecto, delimita por dentro lo ético, por así decirlo; y estoy convencido de que, estrictamente, SOLO puede delimitarse así. Creo, en una palabra, que todo aquello sobre lo que muchos hoy parlotean lo he puesto en evidencia yo en mi libro guardando silencio sobre ello. Y por eso, si no me equivoco, el libro dirá mucho de lo que Ud. mismo quiere decir, pero quizá Ud. no vea que está dicho en él. Le aconsejaría ahora leer el prólogo y el final, puesto que son ellos los que expresan con mayor inmediatez el sentido.[31]
De creer, pues, a Wittgenstein, la cuestión de lo decible y lo indecible —o de lo decible y lo mostrable— y su delimitación precisa sería la inquietud fundamental de donde surgió el Tractatus. Y esto es, de hecho, el punto capital del análisis que el libro hace de la lógica de nuestro lenguaje, de cuya mala comprensión —y sólo de ella— surgen todos los problemas filosóficos, meramente lingüísticos siempre, que en un lenguaje analizado desaparecerían por sí mismos (4.003). De lo que se puede hablar se puede hablar claramente, y de lo que no se puede hablar hay que callar dejando plena autonomía a la muda expresividad del silencio —o a la del propio lenguaje en su nivel mostrativo—. En ambos casos no se plantea ya cuestión filosófica alguna, simplemente porque las cosas están claras. Y eso es todo lo que se pretende: clarificar el lenguaje y/o el pensamiento mediante la dilucidación y delimitación de lo decible/indecible en vistas a la (di)solución de los problemas filosóficos. Las mismas citas anteriores manifiestan, sin embargo, que este propósito delimitador ofrece dos perspectivas diferentes, dependiendo de si lo mostrable —o lo indecible— se muestra hablando —de otra cosa— o se muestra en silencio. El Tractatus posibilita ambos puntos de vista, pero es cuestión oscura si de hecho están presentes en él.[32]
Sin introducirnos en cuestiones disputadas —que no parece el objeto oportuno de estas simples notas—, de creer a Wittgenstein, nuevamente, la inquietud teórica fundamental de la que surge el Tractatus es la de deslindar en el lenguaje —y sólo en él— aquello de lo que se puede hablar de aquello de lo que no se puede hablar (prólogo citado). Y ello supone, en principio, la doble perspectiva delimitadora a que nos referimos, aunque el análisis lógico del lenguaje se restrinja, como es natural, a una sola de sus vías: el ámbito único donde es posible. Así pues, dentro del lenguaje, e intrínseco a él, el análisis distingue entre proposición (con sentido) y proposición lógica (tautológica), o entre decir y mostrar en general: así el lenguaje (la lógica, el mundo) desarrolla su ámbito (el de la ciencia) y se circunscribe en sus límites de sentido (los de la ciencia). Y dentro del lenguaje también, pero hacia fuera, el análisis desplegado señala el límite entre el lenguaje mismo (la lógica, el mundo, la ciencia) y el silencio (lo místico): los límites —por fuera— del lenguaje son los límites —por dentro— del silencio. Aclarar, analizar esto, es la tarea filosófica: a ello se reduce, y en ello acaba, la filosofía (4.11 —4.12). Lo primero tiene que ver directamente con las cavilaciones lógicas de Wittgenstein en torno a la proposición (corpus central y originario del Tractatus) y se justifica, pues, metodológicamente por sí mismo. Lo segundo representa derivaciones (místicas) del análisis lógico, sin duda lógicas también en principio, aunque de facto fueran imponiéndose al espíritu de Wittgenstein no sólo por desasosiegos estrictamente lógicos. Detengámonos un instante en ello.
A la muerte de Wittgenstein, Russell escribe en el Obituary de la revista Mind:
En la época anterior a 1914 se ocupaba casi exclusivamente de lógica. Durante la primera guerra, o quizá inmediatamente antes, cambió su perspectiva y se convirtió más o menos en un místico , como puede apreciarse aquí y allí en el Tractatus.[33]
Y esa misma impresión, pero más fuerte, había sacado en 1919, después de toda una semana de discusiones con él sobre el Tractatus. Aún desde La Haya, donde había tenido lugar el encuentro como hemos visto, Russell escribe a Lady Ottoline Morrell:
Ya había notado yo en su libro cierto asomo de misticismo pero me quedé asombrado al comprobar que se había convertido por completo en un místico.[34]
Se debiera realmente, o no, este cambio a la lectura de los comentarios de Tolstoi al Evangelio,[35] o a otras más generales de Kierkegaard, Silesius, James, como dice Russell en esa misma carta, lo cierto es que en la esquemática evocación de lo místico en el Tractatus (y en los Tagebücher de 1914-1916),[36] la consideración que Wittgenstein hace de ello resulta ya lógicamente coherente, y hasta necesaria, dentro del sistema pergeñado en el libro.
3
Una vez que hemos recordado ya esta autoconsciencia de Wittgenstein respecto al carácter, pretensiones e inspiración del Tractatus, intentemos describir las grandes líneas de contenido del libro. Lo haremos de dos modos: genealógica y discursivamente, esto es, desde la génesis de su problemática en la experiencia intelectual concreta de Wittgenstein, y desde la línea discursiva que de hecho presentan las páginas de la obra. En ambos casos no buscaremos exhaustividad sino concisión suma.
A
Genealógicamente, las cosas se presentan así:
1) El componente nuclear y originario es el análisis de la proposición o del lenguaje (3-6) y la aplicación de sus resultados al análisis, a su vez, de los lenguajes científicos: lógico, matemático, científico-natural (6.1-6.4), con un intermedio en el que expresa su idea de la función de la filosofía dentro de este sistema (4.11-4.12), idea que especificará metodológicamente al final del libro (6.53).
2) El análisis lógico que ha hecho del lenguaje (proposición), de su ámbito de sentido (ciencia) y de la propia actividad crítico-lingüística o lógico-analítica (filosofía) aboca ahora a una consideración del polo metafísico u ontológico del lenguaje: el mundo. Se trata, entonces, de analizar —lógicamente también— el mundo (1 —2.1) y el intermediario epistemológico entre lenguaje y mundo: la figura (2.1-3), con un inciso —epistemológico también— sobre el pensamiento (3-3.1), que irá recogiendo después en momentos claves del análisis proposicional (3.2, 3.5, 4), así como dentro de su perspectiva general sobre la actividad filosófica (4.1121).
Tenemos, pues, hasta ahora un componente lógico y otro metafísico-epistemológico, junto con una caracterización general del quehacer filosófico. Con ello Wittgenstein hubiera cumplido ya su vieja idea de la filosofía:
La filosofía… se compone de lógica y metafísica; la primera es la base. La epistemología es la filosofía de la psicología… La filosofía es la doctrina de la forma lógica de las proposiciones científicas.[37]
Pero, bien se achaque a preocupaciones del autor impuestas por circunstancias vitales, o a una derivación obvia —y metodológicamente necesaria— de su sistema analítico, lo cierto es que en el Tractatus aparece otro componente esencial.
3) El análisis del lenguaje y del mundo, en efecto, la lógica y la metafísica, llevan a Wittgenstein a evocar lo que está más allá —siendo limítrofe— de ambos: lo místico; sin tematizarlo, naturalmente, refiriéndose a ello sólo como posibilidad frustrada de un lenguaje inanalizado (absurdo metafísico tradicional) o como manifiesta imposibilidad —metodológicamente deducible— del análisis lógico del lenguaje (y del mundo). Éste ha de servir, en definitiva, tanto o más que hasta ahora ha valido para desbrozar y abrir el ámbito científico, para salvaguardar y sellar (en los límites) la frontera inviolable de lo místico.
Así pues, Wittgenstein desarrolló un análisis lógico, desde el lenguaje, que aplica primero a éste y luego al mundo y a la mediación entre ellos. Una vez cerrado así su círculo, el análisis (el analista) toma conciencia de sus límites: esa consciencia de encierro es lo místico. Un componente lógico de base y dos lógicamente derivados (el metafísico-epistemológico y el místico), y en este orden genealógico, constituyen el Tractatus. Sus momentos teóricos cúlmenes, más tensos, suceden siempre al colocarse en el límite; las proposiciones que los expresan[38] emergen como hitos, testigos, del tortuoso, oculto, camino/caminar del libro.
B
Si describimos éste ahora discursivamente, esto es, siguiendo/persiguiendo sin más su difícil, pero efectiva, andadura o decurso, las cosas se presentan así:
1) METAFÍSICA ATOMISTA Y DESCRIPTIVA DEL MUNDO (1-2.1).
1. El mundo es todo lo que es el caso.
2. Lo que es el caso, el hecho, es el darse efectivo de estados de cosas.
En primer lugar, en vistas al posterior análisis del lenguaje, Wittgenstein organiza el polo o supuesto metafísico de toda figuración, representación o descripción lingüística: el mundo. El mundo es la totalidad de los hechos y puede descomponerse en cada uno de ellos (como el lenguaje en proposiciones) para su análisis. Los hechos son estados de cosas existentes, y los estados de cosas, conexiones o combinaciones, sin más, de cosas u objetos. En el lenguaje a los estados de cosas corresponden las proposiciones (y esto funda el sentido de éstas), y a las cosas los nombres (y esto funda el significado de éstos); la misma lógica de conexión preside a unos y a otros; de modo que así se funda toda relación figurativa, representativa o descriptiva entre lenguaje y mundo (4.0311). Esa correspondencia básica es algo meramente supuesto (6.124); no hay más justificación de ella, quizá, que la vieja armonía racionalista que preside Dios mismo (5.123), o que el sano sentido común que nos advierte que si el lenguaje no habla del mundo, ¿de qué va a hablar? (5.5521, 5.5542),[39] o que esa creencia radical inveterada en nuestra historia desde Parménides de que «algo lógico no puede ser sólo posible» (!) (2.0121). En convicciones como éstas, al parecer, se basa todo el sistema del Tractatus. (Todo sistema se basa en una serie de creencias, lo elocuente es saber cuáles y saberlo, a ser posible, desde el principio: en este sentido lo apuntamos aquí. El segundo Wittgenstein no admitirá siquiera —porque carece de sentido y de objeto— la cuestión del fundamento: todo son juegos de lenguaje. Ahora supone simplemente, y sobre supuestos levanta su constructo lógico: el objeto de la lógica es cualquier posibilidad, para la lógica los hechos son todas las posibilidades (2.0121); y la lógica, como decíamos, es la base de la filosofía, esto es, el fundamento de todo lenguaje y mundo analizados.)
2) EPISTEMOLOGÍA: teoría de la figura (2.1-3) y del pensamiento (3-3.1).
2.1. Nos hacemos figuras de los hechos.
3. La figura lógica de los hechos es el pensamiento.
Una vez descrito ontológicamente el mundo desde el análisis lógico se plantean las condiciones de posibilidad de su captación mental (y expresión lingüística). Esas condiciones —epistemológicas normalmente— remiten en el Tractatus a un hecho puramente lógico: el de la figuración. El mundo es figurado por el pensamiento (y el lenguaje); dicho con toda radicalidad: pensar (hablar) es figurar. Y figurar es representar en el espacio lógico los hechos del mundo (2.11);[40] y una figura: un modelo o patrón lógico de lo real (2.12), esto es, un modelo o patrón de posibilidad de mundo, una representación de un estado de cosas posible, cuya posibilidad ella misma (el pensamiento o el lenguaje) contiene (2.201-2.203). Todo el figurar estriba en que entre la figura y lo figurado, esto es, entre el pensamiento (lenguaje) y el mundo, hay algo en común, algo idéntico, que posibilite la figuración: buscarlo es la única tarea del análisis lógico y del Tractatus mismo. Eso idéntico o común no remite para nada a los intermediarios epistemológicos tradicionales (siempre metafísicos o psicologistas, o con ciertos resabios de ello, en último término): se trata de una forma lógica, que es forma de la figuración y forma de la realidad a la vez (2.17,2.18 y 2.2). Trátase, en efecto, de esa conformación o estructura[41] lógica atomista que se ha encontrado ya en el análisis lógico-metafísico llevado a cabo en el mundo y que habrá de buscarse a continuación en el lenguaje; así es: el largo estudio subsecuente de la proposición (3.1 —6.1) viene dominado por la idea de que la función primordial del lenguaje es figurar el mundo, aunque a primera vista no lo parezca; porque se trata, insistimos, de una figuración lógica (al estilo de la proyección matemática punto a punto: objetos de la realidad — elementos de la figura), no naturalista, y para comprenderla habrá que desvelar por el análisis (como se hizo con el mundo) la auténtica estructura lógica del lenguaje (la forma general de la proposición, posibilidad suya), encubierta por su forma cotidiana; y no extrañará, pues, que, una vez descubierta, se nos presente como esencia del lenguaje y esencia del mundo a la vez (5.4711).
¿Y el pensamiento? El pensamiento supone un paso intermedio entre mundo y lenguaje, difícil de analizar por la precariedad de su carácter de objeto y los riesgos de psicologismo que ello conlleva (5.54-5.55, 5.631, 4.1121), pero cuya existencia hay que presumir con la tradición. El pensamiento es la figura lógica de los hechos (3) más radical, no implicada aún supuestamente en los inevitables disfraces del lenguaje (4.002), sino intermediario figurativo esencial entre una realidad pensada («tal como nosotros la imaginamos», 4.01) y unos signos lingüísticos pensados (3.5), asimismo, que hace de éstos un modelo o una figura de aquélla. Pero esa supuesta objetualidad mediadora es inaprehensible al análisis —frente a los esfuerzos en este sentido de toda la tradición anterior—, a no ser en el lenguaje como manifestación senso-perceptiva suya (3.1). La cuestión epistemológica, la cuestión metafísica, en definitiva, deriva en la cuestión lingüística.[42] El pensamiento, así, sólo es definible en términos de lenguaje, como proposición con sentido (4) o como signo preposicional usado (3.5). La teoría del conocimiento se hace análisis del lenguaje.[43] Con ello la contemporaneidad dará un paso más allá de Kant y de toda la epistemología moderna, sobre las bases iniciadas en el empirismo inglés.
3) LÓGICA: análisis lógico del lenguaje (3.1-6.1).
3.1. En la proposición se expresa senso-perceptivamente el pensamiento.
4. El pensamiento es la proposición con sentido.
5. La proposición es una función de verdad de las proposiciones elementales. (La proposición elemental es una función de verdad de sí misma.)
6. La forma general de la función de verdad es: [p, £, N (£)]. Ésta es la forma general de la proposición.
Contamos ya con el supuesto analizado de una configuración lógica idéntica a mundo, pensamiento y lenguaje, de modo que a los hechos del mundo corresponden pensamientos y proposiciones, y a los objetos de los hechos del mundo objetos del pensamiento y elementos de la proposición, y todo ello dentro de una misma estructura lógica. Pero todo pende aún del lenguaje; debido a su efectivo carácter de objeto para el análisis lógico —que no comparten ni el mundo ni el pensamiento—, únicamente en él puede demostrarse esta configuración general atomista. Recordemos que la metafísica y la epistemología son genealógicamente constructos sugeridos o necesitados por las conclusiones del análisis lógico del lenguaje a sus diferentes niveles: nombres, proposiciones elementales, proposiciones moleculares y forma general de toda proposición. En este sentido discurre ahora la parte central del Tractatus. Se muestra en ella cómo toda proposición molecular se compone de proposiciones elementales. Wittgenstein entiende, además, como Frege y Russell, toda proposición como función de verdad, bien de sí misma (las elementales), bien de otras (las moleculares). Contra Frege y Russell expone también su idea básica de que las constantes y objetos lógicos —que supuestamente unen o contextualizan términos y proposiciones en el espacio lógico-gramatical— no existen en tanto en cuanto no representan nada (3.1432,4.0312,4.441, 5.4): en liberar al lenguaje simbólico de estos signos gratuitos[44] hasta llegar a una única variable, lógicamente pura, definitoria de toda proposición, como forma general de todas y cada una de ellas, consiste el afán de estas páginas centrales del Tractatus. Sobre estos tres supuestos lingüísticos básicos acerca del atomismo, de las funciones de verdad y de las constantes y objetos lógicos, subsumidos todos ellos en una búsqueda ideal de la esencial simplicidad formal del lenguaje, monta Wittgenstein su teoría de la verdad como valor de funciones veritativas (proposiciones): el valor de verdad (o falsedad) de las proposiciones moleculares depende sólo de la verdad (o falsedad) de las proposiciones elementales, y ello se calcula en tablas de verdad; el de las proposiciones elementales depende sólo de sí mismas, esto es, de que la configuración en cada uno de sus elementos responda a la posible configuración de objetos en un estado de cosas existente, es decir, en un hecho del mundo (4.25). Aunque la última comprobación de existencia es siempre empírica.[45] Las posibilidades de verdad (o falsedad) de las proposiciones elementales (y, por tanto, de las moleculares) significan posibilidades de existencia (o no existencia) de estados de cosas (4.3). Esta línea posibilitadora (trascendental) del mundo desde el lenguaje (desde el pensamiento) es la vena epistemológica esencial del Tractatus: ¡algo lógico no puede ser meramente posible!, como ya recordábamos citando la 2.0121. Y esa línea acaba en la definitiva reducción formal del lenguaje a una única variable, esencia lógica definitoria y generadora del lenguaje y del mundo (5.4711,5.5 ss.),[46] y en la reducción del mundo a una instancia metafísica límite: el yo, que, a esos niveles últimos, se identifica además con la lógica y el lenguaje (5.6-6), en esa epistemología íntima, pero descarnada (5.641), a que nos referíamos, en la que nadie piensa (5.631) o dice (5.542) el mundo, sino en la que se es (5.63,5.64) el mundo, siendo con él una misma estructura lógica (ni física, ni psíquica): puro lenguaje (o pensamiento). Esta identidad esencial última entre lenguaje (pensamiento) y mundo, presidida por la lógica, corona los supuestos del análisis atomista del Tractatus, descubiertos en su propio ejercicio.
4) TEORÍA DE LA CIENCIA: aplicación del análisis al ámbito efectivo del lenguaje o del conocimiento (6-7).
6.1. Las proposiciones de la lógica son tautologías.
6.2. La matemática es un método lógico. Las proposiciones de la matemática son ecuaciones, es decir, pseudoproposiciones.
6.3. La investigación de la lógica significa la investigación de toda legaliformidad. Y fuera de la lógica todo es casualidad.
6.4. Todas las proposiciones valen lo mismo.
En estas proposiciones se aplica el análisis lógico del lenguaje, desarrollado hasta ahora, a la crítica del panorama científico. Al igual que antes se intentó descubrir la estructura lógica del mundo y del lenguaje, se intenta ahora descubrir la estructura lógica de la ciencia, único ámbito de lenguaje y mundo analizados, con sentido: lógica (6.1-6.2), matemática (6.2-6.3) y ciencia natural (6.3-6.4). Como consecuencia de ello quedarán ámbitos de supuesto conocimiento que no son asimilables dentro de los límites de un lenguaje y de un mundo lógicamente analizados; son éstos: lo ético, estético y místico (6.4-6.53),[47] la filosofía (6.53) y la propia función esclarecedora del libro (6.54). La proposición 7 concluye tajantemente este panorama y el propio libro. Veámoslo sucintamente.
a) En las proposiciones 6.1 Wittgenstein expone su teoría de la lógica, quizá el punto más interesante de su teoría general logicista del saber, dado que todo es básicamente lógica: tanto la ciencia en su estructura legaliforme fundante como la filosofía en su actividad crítica definitoria.[48] Así lo muestra su paradójico estatuto epistemológico: sin decir nada, no tratando más que de posibilidades (2.0121), y por ello mismo, la lógica fundamenta todo sentido lingüístico y todo hecho mundano. Las proposiciones de la lógica, en efecto, son tautologías, proposiciones que no dicen nada, que la experiencia no puede rechazar ni confirmar (6.1,6.11, 5.552). Presentan o muestran la estructura o armazón del mundo y del lenguaje (6.12,6.121,6.124) precisamente porque no dicen nada de aquél o porque no dicen nada en absoluto. Conforman el marco de posibilidad del mundo: por eso la lógica es trascendental (6.13); aunque su única relación con él es el supuesto de que los nombres tienen significado y las proposiciones elementales tienen sentido (6.124), es decir, que en el mundo hay cosas y hechos que, a la hora de la aplicación de la lógica en la descripción (científico-natural) del mundo, y en tal caso, corresponderán (y eso constituirá su única opción de inteligibilidad) con los nombres y las proposiciones del lenguaje analizado. De ahí su peculiar misión respecto, siempre, al lenguaje: combinar sus proposiciones con sentido de modo que lo pierdan, que formen tautologías, que no digan ya nada, porque sólo entonces muestran las propiedades auténticamente lógicas que posibilitan en general su decir (6.121). Estas propiedades formales lo son del lenguaje y lo son del mundo (6.12). En esto consiste esencialmente el fundamentalísimo de la lógica respecto tanto al mundo (metafísica), como al lenguaje sobre el mundo (ciencia), como a la propia actividad crítica de ambos (filosofía).
b) En las proposiciones 6.2 Wittgenstein expone su teoría de la matemática en el sentido del duro logicismo que profesaba por entonces, con Russell, y que luego criticaría radicalmente a partir de los años treinta. De acuerdo a ello, la matemática no es más que un método lógico, sus proposiciones son ecuaciones, o sea, pseudoproposiciones, también, que no dicen nada, como las tautologías de la lógica. Y lo que ésta hacía con sus tautologías lo hace aquélla con sus ecuaciones. Esto es lo importante ahora al respecto; sólo recordar un detalle, la lapidaria crítica al intuicionismo: el propio lenguaje depara toda la intuición necesaria en matemática (6.233); detalle que subsume lo más peculiar de la consideración intrínseca que estas proposiciones 6.2, por lo demás, hacen de la matemática.
c) En las proposiciones 6.3 Wittgenstein expone su teoría de la ciencia (natural). Con la lógica y su método matemático queda enteramente analizado el ámbito donde reinan la necesidad y las leyes, fuera de ella todo es casual (6.3), a pesar de los intentos inveterados del hombre de buscar en Dios, en el destino, en la voluntad o en el cientificismo legalista una explicación necesaria del mundo (6.47 ss.). La ciencia no hace más que describir sistemáticamente el mundo desde unos aprioris lógicos que (mal) llamamos leyes naturales. Del análisis de éstas pende fundamentalmente la clarificación del estatuto teórico de la ciencia. Si la ciencia, en efecto, posee un dominio legaliforme, regulado, necesario, ese dominio ha de ser lógico, no específicamente científico o positivo. Según ello, las leyes de la ciencia no son realmente leyes, las que lo son, sino formas de leyes (6.32), esto es, leves lógicas. No son leyes inducidas de los fenómenos. dijéramos, sino leyes de la posibilidad de ellos; o no son leyes de lo real, sino del lenguaje sobre lo real. Todo apriori (como el de la ley) es siempre puramente lógico (6.3211), así como toda necesidad y toda legalidad misma. Las leyes científicas no son sino aprioris lógico-lingüísticos: formas lógicas que posibilitan estructurar un lenguaje científico positivo, con sentido, que describa concretamente el mundo y sus hechos (6.34,6.341). Ellas responden así de la configuración unitaria que muestra cualquier modelo científico en su descripción del mundo. No hablan del mundo, sino que posibilitan su descripción planificada, reticular, sistemática (6.341, 6.343), en la que consiste la ciencia positiva, lejos de todo intento de explicación esencialista (6.37 s.). Nada hay a explicar tras los fenómenos naturales, como si existiera tras ellos otra necesidad a descubrir que la lógica (que está antes de ellos): todo aparato científico no es más que un constructo lógico mediador (6.3431), desde el que únicamente es posible pensar y hablar del mundo (6.361,6.362). Sólo desde los ecos que dejó la proposición 4.023 entendemos esto hasta el final: «la proposición construye un mundo con ayuda de un andamio lógico». Son ecos trascendentales de ese reflejo especular del mundo que es la lógica (6.13,5.511).
d) En las proposiciones 6.4 y 6.5[49] Wittgenstein trata o, mejor, evoca las cuestiones eternas del hombre sobre el sentido último de la vida y del mundo, cuestiones éticas (estéticas) y religiosas que realmente le preocupaban (como muestra su diario a partir, sobre todo, de mitad del año 1916) y cuya señalización y demarcación constituiría el auténtico sentido profundo entendido en el Tractatus (según manifiesta en carta a Ficker a finales de 1919, como vimos). Pero estas cuestiones no admiten tratamiento lógico (lingüístico, científico) alguno, como muestra todo el análisis realizado hasta ahora. Lo importante era eso: delimitar por fuera el campo científico de conocimiento y lenguaje y señalar con ello el inicio del ámbito de la intuición, del sentimiento y del silencio: el ámbito del forzado respeto ante «lo más alto». No son los problemas científicos los que hay que solucionar (6.4312), los que realmente importan. No es el cómo del mundo lo importante, que es un mero constructo lógico-científico, sino el que del mundo, el simple hecho de que exista, de que sea —lo que sea— (6.44, 5.552). Veamos. Después de haber puesto los fundamentos y condiciones de todo lenguaje con sentido y de haber analizado el ámbito (científico, mundano) de su dominio, cuando las cosas parecen estar claras, de improviso el gran estallido: «todas las proposiciones valen lo mismo» (6.4), es decir, no valen nada, porque todo valor y sentido últimos han de estar fuera del mundo, fuera del acaecer y del ser-así (del cómo) (6.41). Aunque todas las cuestiones científicas estén solucionadas, como lo están programáticamente según los criterios lógicos de posibilidad vistos, sentimos que todavía no se han rozado siquiera nuestros problemas vitales. Y en esto ya no hay pregunta alguna, porque no hay respuesta posible; la única respuesta es, justamente, el silencio, la imposibilidad de cuestionamiento lógico previo: la falta de pregunta o la disolución del problema (6.5 ss.). Y es que Dios no se manifiesta en el mundo, ni a «lo más alto» en general le importa para nada cómo sea el mundo (6.432), de ahí que el sentido y el valor de éste hayan de estar siempre fuera de él,[50] insistimos, porque en él todo vale igual o todo vale nada, que es lo mismo.[51] Por eso no puede haber teoría o lenguaje ético (estético[52]) alguno; la ética, como lo místico en general, es inexpresable (6.42 s.). Nada, en efecto, que remita al valor y sentido último (total) del mundo puede expresarse dentro de él, esto es, en la lógica y el lenguaje que lo llenan, cuyos límites son los mismos que los suyos (5.6 s.). Todo ello, sí, es inexpresable, pero existe y de algún modo se muestra: es lo místico…[53] Existe, repetimos, como superación de hecho del cómo (lenguaje, lógica, ciencia) en el que (6.44) y en el qué (5.552) del mundo. Y se muestra en silencio, como un sentimiento[54] (e intuición) característico; sentimiento, en principio, de que la ciencia o la lógica o el lenguaje no solucionan para nada nuestra vida (6.52); y sentimiento característico por cuanto lo es del mundo como un todo limitado, basándose en una intuición[55] previa de ello (6.45)… Así que todo en este mundo da absolutamente igual para lo más alto: todo lo que el Tractatus, también, ha intentado hacer, como recordará al final (¿excepto el propio hecho de haber mostrado, paradójicamente, esto mismo? Veremos). Por otra parte, ser escéptico con respecto a estas cosas es, por demás, absurdo: no sólo porque la propia lógica del mundo y del lenguaje remite intrínsecamente fuera de sí, sino —lógicamente también— porque no tiene sentido alguno dudar aquí, donde no cabe siquiera cuestionarse nada (6.51). Parece que estas cosas (lo místico) se imponen sin más al sentimiento ante cierto tipo de intuiciones que, supuestamente, colocan a uno fuera del espacio y del tiempo, es decir, más allá de la lógica y de sus condiciones de mundo y lenguaje. Todo lo que se puede —y debe— hacer ante ellas es guardar un respetuoso silencio: callarse… Esta es la sorprendente y catártica secuela de la experiencia de lo místico: que ayuda a dejar de hablar (pensar), a salir del círculo de la lógica y de la razón en que enclaustra su ejercicio.[56] De hecho así sucedió con Wittgenstein, que después del Tractatus y la guerra pasará diez años en silencio, aunque atormentado, en medio de una profunda crisis, sumido en tentaciones de suicidio, molesto por estar en este mundo y entre estas gentes;[57] y cuando vuelva a hablar será sobre otros presupuestos muy diferentes de sentido. Wittgenstein no se echó en brazos de la mística haciéndose monje; aunque ideas así le rondaran la cabeza, sólo fue capaz de acercarse al jardín conventual; lo que eligió para dejar de pensar fue un modestísimo puesto de maestro de escuela en pueblos perdidos de la montaña austríaca: una mística laica sui generis, tan ascética como la que puede flotar en una celda monacal, y tan atormentada quizá. Pero antes de dejarlo perdido en sus laberintos —habituales, por lo demás—, terminemos lo que nos ocupa ahora, que tanto es síntoma como etiología de ellos.
Las tres últimas proposiciones del Tractatus son tres cortes conclusorios: en la 6.53 cierra metodológicamente su idea de la filosofía, recogiendo aspectos que ya había expuesto antes en las proposiciones 4.11, intercaladas bruscamente en medio de la teoría de la proposición; en la 6.54 hace un paradójico, pero consecuente, balance del libro, y en la 7 concluye rotundamente. Veamos.
e) En medio del análisis de la proposición, en efecto, tras escribir «La proposición representa el darse y no darse efectivos de los estados de cosas» en la 4.1, Wittgenstein expone en nueve proposiciones su idea de la filosofía, que ya había expresado, como vimos, años antes en las primeras líneas de sus «Notas sobre lógica», de septiembre de 1913.[58] Frente a la ciencia, que tiene claro su estatuto teórico (: es la totalidad de las proposiciones verdaderas (4.11), y su objeto, por lo tanto, los hechos todos del mundo), «filosofía» ha de significar otra cosa, algo de diferente nivel epistemológico; se postula, pues, en principio que la filosofía no es una ciencia, que no es ciencia (4.111). La filosofía, en efecto, no tiene proposiciones específicamente propias, como las ciencias positivas; es decir, no existe un lenguaje filosófico; una obra de filosofía (tal como Wittgenstein lo entiende) es esencialmente un conjunto de clarificaciones nada más; la filosofía no es una doctrina o una teoría, un corpus positivo del saber, sino una praxis analítico-crítica, una actividad que consiste en la clarificación lógica de (pensamientos y) proposiciones (4.112). La filosofía, pues, no es una ciencia, es una práctica intelectual esclarecedora. Pero tiene aún otro sentido básico: el delimitador; clarificando, la filosofía delimita dominios de sentido; delimita el campo de discusión científica, es decir, el ámbito donde ésta tiene sentido y puede siquiera plantearse: el dominio de (lo pensable y) lo decible; circunscribiendo esto con precisión determina a la vez los límites interiores de una realidad colindante, como es lógico; pero estos últimos son ya dominios de silencio, dominios místicos, donde no rigen las categorías del análisis. La filosofía, pues, que no es ciencia, es un ejercicio intelectual de clasificación y delimitación. Remite a lo (impensable e) indecible exponiendo con claridad lo (pensable y) decible, en el supuesto primordial de que todo lo que se puede (pensar y) decir se puede (pensar y) decir claramente (4.113 ss). Y ahí sigue ahora la proposición antepenúltima del Tractatus, especificando esto. Metodológicamente la actividad filosófica habrá de ceñirse en su ejercicio a estas dos cosas: primera, no usar otro lenguaje que el que se puede usar, el de la ciencia natural, que no tiene nada que ver con la filosofía, como sabemos; segunda, en caso de que alguien quiera hacerlo, esto es, en caso de que alguien pretenda decir lo que no se puede decir, o hablar de lo que no se puede hablar, probarle entonces su error, demostrándole que algunos de los términos que emplea no tienen, o no les ha dado, significado alguno. Y esto es lo único que se puede hacer en puridad en filosofía, según Wittgenstein, a pesar del comprensible sentimiento de insatisfacción que ello puede provocar (6.53).
Insatisfacción… y duda. Porque, claro, ¿en qué consiste en la práctica ese ejercicio lógico clarificatorio y demarcador? ¿Cómo puede probar o demostrar nada la filosofía sin un lenguaje propio? ¿Cómo delimitar la ciencia hablando únicamente su mismo lenguaje? ¿No es lingüística también la praxis filosófica crítico-lingüística? ¿No se impone, entonces, un metalenguaje específicamente filosófico en el que realizar esa crítica? Y, en ese caso, ¿qué criterios valdrían para ese lenguaje? ¿No habrían de investigarse en otro metalenguaje, y así sin fin? Más tarde saldrán de aquí los «juegos de lenguaje». Ahora Wittgenstein nos respondería con lo de siempre en estos casos: es verdad que ninguna proposición puede decir nada de sí misma, pero su propio uso sí puede mostrarlo (3.332, 3.262); esto es, el propio uso del lenguaje (científico) mostraría cuándo se habla a un nivel y cuándo a otro, cuándo se hace en él ciencia o, mediante él, filosofía. Pero de hecho Wittgenstein vuelve al final del Tractatus al círculo, después de haberlo roto. La única justificación de lo que ha hecho es lo que ha hecho. Es el absurdo final de haber hablado y de haber escrito un libro que no soporta su propio análisis y crítica. Ni una sola proposición del Tractatus, seguramente, tiene sentido desde los propios criterios de sentido que él mismo impone; es de dudar que lo tengan, incluso, estas tres últimas. Aunque, de creerlo ahora, por generalización de la 6.54, el sino de la filosofía, como el del Tractatus logico-philosophicus, ha de ser el de un camino propedéutico cuyo sentido está al final del recorrido y fuera de él, o al final y fuera de cada tramo. Las proposiciones que de hecho usa la filosofía, como el Tractatus, no clarifican filosóficamente nada por sí mismas, pues, o bien (si tienen sentido) son proposiciones de la ciencia, o bien no dicen nada; pero (de creer a la proposición 6.54) sí clarifican, curiosamente, por el hecho de su superación en el absurdo: sólo sirven a quien las ha recorrido (llegando, más allá de ellas, a una perspectiva correcta sobre el mundo) y las reconoce entonces como absurdas, a pesar de su evidente función esclarecedora. Añadamos a esto que lo más importante del Tractatus (y, por generalización, de la filosofía) es lo no escrito en él o, mejor, el hecho mismo de no haber escrito (hablado) sobre ciertas cosas: el silencio.[59] O sea, que lo escrito, por absurdo, y lo no escrito, por no escrito, es lo clarificador en filosofía. He ahí la situación paradójica de esta disciplina intelectual puramentepráxica. La filosofía, como el Tractatus, queda así en un difícil equilibrio crítico-lingüístico, cuyo último responsable y justificación es el propio filósofo y su actividad crítica: la inevitabilidad del filósofo de hablar siempre (fuera de todo orden y sentido) de todo orden y sentido, por no dejar que las justificaciones y fundamentalismos, los órdenes lingüísticos, se sucedan hasta el infinito. Es clave la comprensión del filósofo como ser sujeto al mundo y al lenguaje, y la de la practicidad de su labor esclarecedora, para comprender también un quehacer intelectual como el filosófico, que, si bien miramos las cosas, sólo su superación permite considerar absurdo. Si el lenguaje (científico) estuviera suficientemente analizado, y así lo usáramos, no haría falta una filosofía que no hace nada «positivo» por el saber, sino hacerse a sí misma paso a paso prescindible, superable, gratuita, en una labor que deja las cosas definitivamente como están, sólo que con mayor clarividencia respecto a su estatuto epistemológico-lingüístico. De todos modos no es extraño, repetimos, que esta nueva esclavitud (no ya teológica, sino científica) ineludible de la filosofía genere sentimientos de insatisfacción.
Quizá Wittgenstein hubo de hablar para mostrar ejemplarmente que de lo que no se puede hablar hay que guardar silencio (7). Pero quizá siempre suceda lo mismo: hay que hablar inevitablemente para saber que hay cosas que se pueden decir y cosas que no se pueden decir, una vez dichas. Hay que usar siempre el lenguaje para limitarlo y darle sentido, y el pensamiento… Pero ¿y el pensamiento del pensamiento? ¿Y el lenguaje del lenguaje, como el del Tractatus como el nuestro ahora? La razón se delimita a sí misma, ¿cómo o quién, si no, lo hace? Ésta es la gran y única cuestión de la filosofía. Porque en ella caben todas. Sólo que aun teniendo —¿y quién podría dudarlo?— Sentido, carece de sentido.
4
En nuestra versión del Tractatus hemos tenido siempre, como no podía ser de otro modo, muy en cuenta la inicial de Enrique Tierno Galván. Y en cierto modo nuestro trabajo todo puede ser asumido como un homenaje a su memoria, a su singular contribución a la introducción y difusión de las más diversas corrientes del pensamiento contemporáneo en nuestra sociedad cultural. El tiempo transcurrido desde aquélla nos ha permitido también, sin embargo, partir de otras bases. O contar, al menos, con ellas: desde la nueva traducción inglesa de D. F. Pears y B. F. McGuinness a la francesa de Pierre Klossowski. Con todo, y a falta de un vocabulario standard de Wittgenstein en nuestra lengua, nos hemos guiado por nuestra propia interpretación del Tractatus y su consiguiente sistema de elecciones semánticas —tan discutible como cualquier otro—. A pesar del documentado desvío wittgensteiniano respecto de la Introducción de Russell, hemos optado por conservarla, dándola en nuestra edición a modo de apéndice ilustre: imposible ignorar, en efecto, su condición de pieza clásica de la crítica wittgensteiniana.
Y poco más, sino rogar disculpas al lector por las retorsiones del idioma, que hemos procurado, en cualquier caso, reducir al mínimo obligado.
ISIDORO REGUERA
JACOBO MUÑOZ
Otoño de 1986