Prólogo

Nadie conoce los orígenes de la posada El Último Hogar. Circulan, desde luego, leyendas al respecto, pero la verdad se ha perdido en la oscura noche de los tiempos.

Se sabe que, en época reciente, Otik Sandhal compró el establecimiento por «medio penique de kender», según reza el dicho. El anterior propietario había dejado que se fuera deteriorando, hasta que el edificio quedó ruinoso y necesitado de obras de restauración. Se rumoreaba que aguaban la cerveza, y que tan sólo el estómago de un enano gully podía digerir la comida.

El Último Hogar se convirtió para Otik en esposa, familia y casa. Consagró largas horas a hacer las reparaciones precisas en el viejo local. Volcó todo su afán y cariño en la bebida y los guisos que servía, contratando a tal efecto uno de los mejores cocineros de Solace. La reputación de la nueva posada se propagó rápidamente, de tal manera que la deliciosa cerveza de Otik y sus patatas con especias no tardaron en adquirir renombre en todo el territorio de Abanasinia.

Una noche —hoy famosa— del año 351, un grupo de amigos se reunió en El Último Hogar tras una ausencia de cinco años. Aquella noche estaba destinada a hacer historia, pues fue tan memorable fecha cuando Goldmoon, princesa de los Que-shu, devolvió al mundo el conocimiento de los dioses verdaderos. En el transcurso de la misma velada, los compañeros emprendieron una misión que los llevaría a luchar contra la Reina de los Dragones y sus diabólicos ejércitos.

Como más tarde afirmaría con orgullo (y con dudosa exactitud) Otik Sandhal: «La Guerra de la Lanza se inició aquí, frente a mi chimenea».

En cualquier caso, en el futuro, a lo largo y a lo ancho del continente de Ansalon nos llamaría «Héroes de la Lanza», en prueba de gratitud a los servicios prestados a nuestro pueblo durante el conflicto. Me sentía incómodo al oír que se referían a mí como un héroe, cuando no hice ni más ni menos que muchos otros hombres y mujeres en aquellos tiempos difíciles.

Fue Tika, mi esposa, quién me dio una explicación satisfactoria, que ahora transcribo: «Simbolizamos el heroísmo que hay en todas las criaturas. Al celebrar nuestras hazañas, la gente conmemora también las suyas. Es algo que debemos recordar siempre».

Tanto es así que, cuando Tika y yo abrimos la renovada posada El Último Hogar, la dedicamos a todos y cada uno de los Héroes de la Lanza que habitan el mundo.

Durante la guerra los dragones atacaron Solace, quemaron los enormes árboles vallenwood y destruyeron la ciudad. La posada fue uno de los pocos edificios que se salvaron, aunque el magnífico tronco en el que se asentaba ardió en llamas. Con sus tremendas zarpas, los dragones alzaron el local de la ennegrecida corteza y lo posaron en el suelo, donde se adueñaron de él los soldados de los Señores de los Dragones.

Concluida la contienda, Otik plantó un retoño de vallenwood cerca del emplazamiento del antiguo y lo regó y cuidó con esmero. Estos árboles crecen muy deprisa, pero aún así todos los habitantes de Solace se maravillaron por la velocidad con que se desarrolló el del hospedero y la insólita altura que alcanzó. (Hay quien asegura haber visto a un hechicero viejo y excéntrico, envuelto en una túnica harapienta y tocada su cabeza por un sombrero no menos raído, detenerse un buen día ante el ejemplar y hablarle, si bien no se han podido verificar tales testimonios).

Al volver yo de las aventuras que me hicieron retroceder en el tiempo, el vallenwood estaba en su esplendor y Otik, pese a haberse retirado, hacía planes para la nueva posada.

Pero empecemos por el comienzo. Tan pronto como regresé, construí la casa que había prometido proporcionarle a Tika. Puedo decir, sin falsa modestia, que poseo dotes de carpintero. Nuestra vivienda era una de las más impresionantes de la arbórea Solace. Mis habilidades artesanas fueron objeto de gran demanda hasta en lugares tan apartados como Haven o Pax Tharkas. Mientras viajaba, mi esposa se ocupaba del establecimiento (además de darme tres hijos de los que enorgullecerme).

Tuvimos tanto éxito que, al cabo de cinco años, habíamos ahorrado suficiente dinero para comprar la posada a Otik a un precio razonable. (El generoso viejo pedía mucho menos; prácticamente nos la habría regalado de no negarse Tika de manera tajante).

Yo supervisé la construcción del nuevo local en su también nuevo árbol, y realicé una parte considerable de los trabajos de carpintería. Un lustro después la segunda versión de El Último Hogar era una realidad y decidimos festejarlo por todo lo alto. Fue con motivo de tan importante acontecimiento, y al preparar la solemne inauguración, cuando Tika y yo, ayudados por algunos amigos, recogimos el primer material del presente libro.

El día de la apertura de la posada fue memorable, tanto para mi mujer como para mí.

Riverwind, ahora cabecilla de las tribus unidas de las Llanuras, y su bella esposa, Goldmoon, Hija Venerable de Mishakal, nos acompañaron en el festejo junto a sus vástagos. El hijo mayor de Riverwind, Wanderer, que acababa de cumplir la mayoría de edad, se parecía tanto a su padre en los gestos, en la forma de hablar y de actuar, que más de una vez lo llamé «Riverwind». Las gemelas, que a la sazón contaban diez años, habían heredado el cabello dorado de su madre y eran tan encantadoras que Tanin, mi primogénito y por entonces un rapaz de nueve primaveras, no podía dejar de mirarlas. Sufrió una pasión de amor tan precoz que le duró varios días.

Tanis el Semielfo acudió con su mujer, Laurana, y su hijo recién nacido. Cualquiera habría dicho, a la vista de los aspavientos y satisfacción de Tanis, que jamás había nacido otro bebé hermoso en el universo.

Los amigos que no pudieron unirse a la fiesta nos mandaron recuerdos y espléndidos regalos. Alhana Starbreeze y Porthios, su marido, enviaron una cálida felicitación desde el Reino Unido de los Elfos. Su obsequio, una bonita ponchera de oro repujada a mano, ocupa un lugar destacado en la repisa del hogar. La usamos en las bodas, ya que, según nos escribió Alhana, quienes beban de este recipiente recibirán como premio la fuerza, sabiduría y amor necesarios para vivir un matrimonio dichoso.

Dalamar, mago de Túnica Negra y amo de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas, nos remitió su presente de un modo muy portentoso y teatral. En medio de las ceremonias —entre las que se incluía un discurso de Otik de más de una hora—, nos deslumbró un resplandor al que siguió un fuerte estruendo. Al disiparse el humo, vimos a un duende con alas que se erguía en el centro de la estancia. Esbozando una sonrisa maliciosa, el personaje se acercó a mí y depositó aquel… aquella cosa en mis manos.

—Dalamar, mi señor —dijo—, ordena que lo cuelgues en ese rincón —y señaló el sitio con un dedo ganchudo—. No lo manosees, ni consientas que nadie lo toque, y tu negocio prosperará.

—¡Empeño en ello mi palabra! —Clamé ardorosamente, reticente al contacto del objeto que sostenía—. Transmite a tu señor mi agradecimiento.

Con una risotada desagradable, una especie de cloqueo, el hombrecillo desapareció, dejando tras de sí un intenso olor a azufre. Obediente, me apresuré a colocar la… cosa en el punto que el duende había indicado. Todavía hoy somos incapaces de darle un nombre, ni tenemos idea de qué se trata. Sin embargo, a partir de aquel momento ha frecuentado la posada un sinnúmero de hechiceros y magos de todas las categorías y colores, criaturas que entran y salen a las más intempestivas horas del día o de la noche.

Además de los viejos amigos, asistieron a la inauguración algunos invitados imprevistos. Estábamos —por desgracia— en plena cena, cuando una penetrante pestilencia llenó el aire. Al examinar la sala, distinguimos en el umbral a un enano gully.

Levantando un puño mugriento, el recién llegado nos lanzó una mirada amenazadora y vociferó:

—Haced sitio a su bajeza

Una voz gruñó a su espalda: «¡Su alteza, botarate!».

—¿Cómo? —preguntó el enano, girándose—. ¡Ah, sí! Alteza, alteza, debo acordarme. —Se encogió de hombros, se volvió hacia nosotros y dijo—: Haced sitio a su alto… alto… altozano…

De repente el gully se evaporó, al agarrarlo una mano por el pescuezo y tirar de él hacia el exterior. Se oyó ruido de golpes y gemidos de dolor, antes de que el mismo personaje fuera propulsado de nuevo a la estancia.

—Su al-te-za —deletreó con acento hosco, a la vez que se frotaba el magullado cráneo—. El Gran Bulp.

Y entró, majestuoso, el Gran Bulp Fudge I, seguido por su ruborosa prometida… ¡Bupu!

—Ahora soy una sacerdotisa juju —informó Bupu a la asamblea, no sin antes «alisar» con el puño el occipucio del ya maltratado introductor.

La enana gully rebuscó en una bolsa de saco que llevaba en bandolera. En el instante en que la entreabrió, mi esposa y la mayoría de los comensales se retiraron al rincón más apartado de la posada, tapándose los ojos —y las narices— con las manos.

Después de extraer del interior un pollo muerto —muy muerto—, Bupu me lo entregó pomposamente.

—Clávalo en la puerta y te lloverán los clientes.

Acepté la dádiva con la mayor naturalidad posible, y aseguré a la pequeña mujer que le asignaría un puesto de privilegio. Era mi intención cumplir la promesa, pues no había olvidado la ayuda que aquella infeliz nos había brindado siempre ni el afecto que le había profesado en vida mi gemelo.

Lamentablemente, el Gran Bulp, en un momento de distracción, se comió el ave. (En castigo a semejante transgresión, el poderoso adalid del clan Bulp recibió una zurra de su amante esposa).

Nuestra alegría fue completa, no obstante, cuando la Hija Venerable Crysania, en el acto de impartir sus bendiciones, fue interrumpida por un altercado que tenía lugar al pie del vallenwood.

—¡Ese pañuelo es mío! —bramaba alguien—. Fíjate en las iniciales: F. B. Significan… aguarda, no estoy muy seguro. F. B. … ¡Ya lo tengo! ¿O no? F. B. quiere decir algo —insistió la misma persona, en tono quejumbroso, e hizo una pausa—. No cabe duda de que son las siglas de mi nombre.

—De Fizban —apuntó, haciendo acopio de paciencia, una voz chillona—. ¡Fizban!

—¡Sí! —asintió excitado el sujeto olvidadizo—. ¡Fizban, eso es! —Hubo un segundo silencio—. ¿No te habrás equivocado? Estaba convencido de que había muerto. Y, además, ¿de dónde has sacado tú el pañuelo? Nunca de lo presto a nadie. Yo mismo lo bordé en punto de cruz —añadió muy ufano.

—Se te cayó —aseveró el del timbre agudo—. Siempre se te cae todo. Por ejemplo, su sombrero está a punto de echar a volar.

—¡Los dioses te confundan! Te he reconocido, eres Burrtassle Hotfoot.

—Tasslehoff Burrfoot —rectificó con indignación el sujeto de registro más alto.

—¡Eso es lo de menos! —rugió la voz trémula, ahora airada—. Yo te enseñaré a escamotear mis pertenencias. Retrocede, voy a formular un hechizo. Es muy bueno. ¡Hidras de fuego…! No, no era así. Espera un segundo. Napalm… Tampoco, pero me estoy aproximando. Bola ígnea… exacto ¡bola ígnea!

En aquel punto, Tanis y yo bajamos la escalera a todo correr y logramos evitar que el anciano mago exhibiera sus facultades arcanas, porque de lo contrario la posada podría haberse reducido a cenizas en un santiamén.

La Hija Venerable Crysania continuó bendiciendo el establecimiento.

—Invocamos a los dioses, a todos ellos, los de la Luz, las Tinieblas y los de la Penumbra Intermedia, para que hagan de esta posada un benéfico refugio en épocas tanto de felicidad como de desesperanza. Que ofrezca reposo a los viajeros fatigados. Que sacie al hambriento y al sediento. Que dé techo firme a los errantes. Y, fundamentalmente, que sea un reducto de compañerismo y amistad entre quienes lo deseen.

Sonó, al fin, la hora del festín y la algarabía. De pie en mi acogedor local, rodeando con el brazo el talle de mi adorada mujer, congregados en la sala nuestros amigos, regalados nuestros sentidos por los juegos inocentes de nuestros hijos, noté el corazón presto a estallar de orgullo y gozo. Sólo al recluirme en una esquina solitaria y elevar tiernos pensamientos hacia los ausentes, a quienes no estaban allí para compartir aquel día, recobré en parte la calma.

Sturm Brightblade, Caballero de Solamnia, querido amigo que hallaste la muerte defendiendo la Torre del Sumo Sacerdote: tú me enseñaste el verdadero significado del honor.

Y tú, Flint Fireforge, enano cascarrabias y entrañable, huérfano desde la adolescencia, habría añorado el cariño y consejo de un padre de no ser por ti.

Por último unas palabras para ti, Raistlin, mi querido hermano gemelo. Aunque te adentraste en la senda de la Oscuridad, me demostraste tu valor al sacrificarte en el momento decisivo a fin de purgar las iniquidades que cometiste.

A los tres os dedico esta posada, donde hace años nos encontramos en franca camaradería. A los tres dedico mi vida, deseoso de poner en práctica las lecciones que aprendí de vosotros. A los tres dedico también este libro, colección de recuerdos, leyendas, tradiciones y cánticos de los que siempre formaréis parte.