El manuscrito de Dunstan VanEyre

Me complació y halagó que Astinus me propusiera participar en esta obra (Las razas de Krynn). Pero, sin embargo, aún me interesaba más obtener de su parte el siguiente ensayo, en el que se tratan las razas que quedaron excluidas del de Bertrem. Astinus sugirió que me limitase a publicar la información objetiva que contiene, mas, al leer el fascinante relato de las aventuras de aquellos dos escribas, comprendí que había que dejar el manuscrito tal como Dunstan lo escribió.

Debo añadir, no sin lamentarlo, que Dunstan VanEyre murió defendiendo la Gran Biblioteca en el ataque draconiano del año 356.

Caramon Majere

Nuestra primera encomienda

Estamos en día 30 del mes navideño, del año 355. Aunque Astinus dijo que, más tarde o más temprano, conoceríamos el porqué y el cómo de nuestra labor, hasta después de la gran Guerra de la Lanza no entendí las razones profundas de nuestro viaje. Fue un milagro que algunos sobreviviéramos, ya que el conflicto todavía azotaba como una plaga sangrienta la faz de Ansalon. Hoy, aquí sentado y transcribiendo mis notas bajo el tibio resplandor de las velas y las llamas del hogar, me sigo estremeciendo al revivir las circunstancias de la trágica muerte de Wensel. Aunque hace ya tiempo que concluyó la contienda, me asalta la sensación de haber retrocedido en la historia. Mi memoria está clara, mi conciencia no.

En el invierno del año 352, otro historiador novicio de nombre Wensel Gil-Rathien y yo mismo recibimos el encargo de prepararnos para abandonar la biblioteca. Debíamos realizar una tarea en el exterior que se prolongaría varios meses. Por motivos evidentes, a ninguno le entusiasmaba el proyecto. La guerra asolaba Krynn y era peligroso desplazarse, más aún para dos aspirantes a cronistas sin experiencia en el combate. Sin embargo, no osamos rebelarnos. Astinus lo había decretado así, y sus decisiones eran irrefutables.

Pero, pese a no atreverse a exponer sus quejas ante Astinus, Wensel no tenía reparos en ventilarlas diariamente conmigo. Yo temía que alguien lo oyera despotricar y que el escriba Vlorsmille, nuestro superior, le infligiera un severo castigo. Wensel no cesaba de rezongar. Yendo y viniendo como un energúmeno por nuestra pequeña celda, juró que hablaría con el Maestro y lo convencería de que no nos lanzara al mundo.

—Somos cronistas, eruditos. ¡Nuestro trabajo consiste en registrar la historia, no en hacerla! —bramaba—. Yo me apunté en esta institución para estudiar, no para malgastar el tiempo en viajes insensatos. ¡De haber querido aventuras, me habría quedado en casa!

La «casa» de Wensel era Ergoth del Norte. Sabio por vocación, había vuelto la espalda a la vida nómada de su familia a fin de sepultarse entre los libros de la Gran Biblioteca.

Aunque yo tampoco deseaba deambular por una tierra desolada y llena de azares, era mi costumbre tomar las cosas con filosofía, aceptar mi destino según se presentaba. Se debía tal actitud, sin ninguna duda, al hecho de haberme criado en Solamnia. No era un caballero de nacimiento, pero todos los norteños nos imbuimos en mayor o menor grado de la estoica fortaleza de estos.

Wensel era el polo opuesto. De temperamento vivo y excitable, guardó sus cosas desordenadamente en el zurrón y peleó con el nudo de la banda que ceñía sus ropajes azules a la delgada cintura. Sí, recuerdo muy bien sus incesantes forcejeos.

Formábamos una pareja muy desigual. Él era robusto, de tez oscura y contradictorio en sus actitudes; yo, flaco, rubio, alto y mucho más humilde. Ambos vestíamos los sayos azules que denotaban nuestro grado; era lo único que, aparte de la amistad y nuestras edades —acabábamos de cumplir los diecinueve—, teníamos en común.

Hubo un instante en que Wensel se dejó arrastrar por su frustración. Dejó caer los brazos y contempló las prendas que había sacado del arcón vecino al lecho. Al notar que yo lo observaba, dio media vuelta y comenzó a chillarme desde el otro extremo de la celda. Yo me encogí tanto como pude, rezando para que nadie oyera su explosión.

—¿Por qué? —se lamentó—. No entiendo el propósito de esta misión. Los datos podrían recabarse por medios menos teatrales. Es una temeridad enviarnos a vagabundear por el país, expuestos al acoso de todas las criaturas viles que lo invaden. Seguro que él (Astinus) tiene los conocimientos que harían fútil nuestro viaje. ¡Por Gilean, debería haber sido un letrado! Pero no —rugió—, me empeñé en dedicarme al oficio de historiador. Astinus se pasa la vida sermoneándonos sobre el valor que encierra un solo segundo, y en cambio se permite este…

La parrafada de mi colega se interrumpió cuando Zaaeste Vlorsmille, nuestro inmediato superior, abrió la puerta del dormitorio —o, mejor, la empujó con violencia—. Era obvio que había escuchado las divagaciones de Wensel desde el pasillo, y que no le habían gustado nada en absoluto.

—Adelante, escriba Vlorsmille —me apresuré a invitarlo, tratando de encubrir a mi amigo—. Acomódate.

—Sí, hazlo —farfulló Wensel, a la vez que entrecerraba los ojos en ademán ceñudo—. Únete a nuestra pequeña reunión. Lo más probable es que no vuelvas a vernos vivos.

El escriba no actuó como si aquella hubiera de ser la peor tragedia de su vida, al menos en lo que atañía a mi compañero.

—He oído tus comentarios —declaró—, y sólo quiero decirte que os envidio. ¡Ojalá se me diera a mí la oportunidad de tomarme unas vacaciones en mis estudios y respirar aire sin aromas de tinta ni efluvios de pergamino! Deberías estar exultante, novicio. Crees que aquí vives a salvo, matando el tiempo con una pluma en la mano y nada mejor que hacer que ocuparte de aquello que tus maestros te juzgan digno de traducir o investigar. Cuando hayas trabajado tantos años como yo, o como los transcriptores de arriba, te harás cargo del privilegio que supone ejecutar el encargo de Astinus.

Wensel se arredró un poco frente a las punzantes amonestaciones del escriba. Habían fluido de su garganta igual que el agua de una jarra, para verterse sobre mi amigo como si fueran un cargamento de ladrillos volcado desde la carretilla. Mi condiscípulo enmudeció y reanudó la tarea de empaquetar sus cosas, arrojando túnicas y cintos en el saco con manifiesta vehemencia. Vlorsmille se plantó tras su espalda y clavó en él unos ojos penetrantes. El profundo temor a que su penetrante mirada cambiara de objetivo me indujo a apartar yo la mía y concentrarme en mi propio quehacer.

—Astinus desea veros a ambos en su gabinete tan pronto como hayáis terminado los preparativos —continuo nuestro jefe—. Daos prisa. Si no se tiene la pluma en ristre, cada grano de arena que cae es un capítulo que no se escribe.

El escriba lanzó una última mirada a Wensel y luego viró en redondo y se fue, meneando la cabeza mientras traspasaba el umbral hacia el corredor.

Entramos en el gabinete en silencio, como de costumbre, para no molestar al atareado cronista. Aguardamos con paciencia a que la historia hiciera una pausa y diera así opción a Astinus a certificar nuestra llegada. Mi amigo y yo sabíamos que era consciente de nuestra presencia, pero que transcurriría un largo intervalo antes de que pudiera abandonar la escritura y levantar la vista. Durante la espera, espiamos las hileras de tomos encuadernados en piel que se alineaban tras él y nos distrajimos intentando memorizar los títulos y fechas impresos en los lomos. Era un pasatiempo habitual entre los residentes de la Gran Biblioteca.

Después de un lapso eterno, Astinus suspiró, posó su estilizada pluma en un soporte y se apoyó en el respaldo de la butaca.

—He requerido vuestros servicios —anunció— para que colaboréis con Bertrem, retomando su obra donde él la dejó. La guerra ha aumentado enormemente nuestras obligaciones cotidianas, y el Esteta me es indispensable en otros menesteres. Como sabéis, estaba redactando un ensayo acerca de las razas de Krynn. La primera etapa de vuestro viaje será Solamnia. Una vez allí, buscaréis al comandante Gunthar y él os autorizará a entrevistar a un cautivo draconiano, al parecer un oficial. Interrogad a este draconiano sobre cuestiones relativas a su pueblo, sus modos sociales, creencias y demás aspectos que consideréis pertinentes. Pese a la arrogancia y egocentrismo que caracterizan a su raza, tengo el total convencimiento de que no hallaréis dificultad en sonsacarle información. —Astinus hizo un alto, como si evaluara la conveniencia de seguir. Al fin añadió, casi en un susurro—: Preguntadle por los huevos de los Dragones del Bien.

—¿Los qué? —inquirió Wensel sobresaltado.

—Preguntad y basta —atajó el Maestro.

—¿Por qué nos has elegido a nosotros, ser atemporal? —continuó indagando mi amigo. Era la única posibilidad que tenía de sacar a la luz cierto tema.

—Porque trabajáis bien en equipo y podéis concluir la tarea en el tiempo previsto. Eso, claro, si partís sin demora.

—Pero… —trató Wensel de abordar la cuestión que le interesaba.

—Es todo lo que puedo revelaros por ahora —cortó de nuevo el Gran Cronista, y miró al novicio con expresión severa—. ¡Ah! Y una última cosa. Vais a internaros en un mundo en crisis. No olvidéis nunca el código sagrado del historiador: ser neutral en cualquier circunstancia.

Astinus no es de los que malgastan verborrea, ni tampoco tiempo. Nos despidió y reanudó su quehacer. Al salir, encontramos a Bertrem junto a la puerta. El Esteta nos acompañó al vestíbulo, nos deseó suerte y nos alargó un mapa de Solamnia. Tras arrebatárselo de las manos, Wensel, con el rostro congestionado de furia y las mandíbulas apretadas, se giró y nos fuimos. No volvió a despegar los labios hasta hallarnos en camino.

Entrevista al draconiano

Fuimos conducidos por la escalera descendente, serpenteante y deteriorada, a las vastas mazmorras de un castillo situado cerca de Solanthus. Wensel bromeó sobre lo terrible que era «soportar el frío» de mi hogar, mas, en conjunto, su humor había mejorado. Incluso tengo la sospecha de que empezaba a disfrutar del viaje, que hasta entonces discurría sin novedad.

Una pestilencia rancia, acre, de excrementos y otros desechos subía desde los calabozos del fondo e impregnaba nuestro olfato. Nuestro mayor esfuerzo consistía en retener la náusea para que el desayuno no se derramara en el suelo con las otras inmundicias. En aquellos días, el castillo acababa de ser rescatado de manos de los draconianos. Por consiguiente, había numerosos escuderos ocupados en las faenas de limpieza de las plantas superiores, hombres que hacían progresos lentos pero inexorables contra la podredumbre y la mugre.

Nuestro guía, un caballero enfundado en una gruesa cota de malla, con los hombros increíblemente anchos y unos antebrazos fuertes y musculosos, encabezó sin un respiro la agotadora marcha hasta que llegamos al pie de la escalera. Era ostensible que no lo atraían más que a nosotros aquellos lóbregos subterráneos. Por dos veces, noté que se reía de las protestas entre acerbas y jocosas de Wensel.

Pasamos delante de una sucesión de puertas de madera y nos detuvimos frente a la tercera —si no me engaña la memoria—. La flanqueaban otros dos caballeros, que se cuadraron al acercarnos. No era difícil imaginar cuán tediosos debían de ser los turnos de vigilancia.

Obedientes a una callada orden de nuestro guía, los centinelas descorrieron los pestillos y la puerta giró sobre sus goznes de hierro. Nos precedieron hacia el interior, por si acaso el draconiano trataba de emboscarnos. No lo hizo.

Unas antorchas, insertas en almenares enrejados de forma cóncava, iluminaban la celda desde diversos puntos de la pared. Había en la estancia una mesa y sillas, que habían dispuesto ex profeso para nosotros. Nos sentamos enfrente de nuestro interlocutor reptiliano. Ambos guardianes permanecieron en el calabozo durante nuestra conversación, apostados en los flancos del draconiano que, por su parte no les hizo el menor caso. Se erguía entre nosotros y el prisionero un barrilillo de —lo adivinamos enseguida— aguardiente enanil, cuyo grifo se proyectaba sobre el canto de la mesa. Junto al recipiente había dos copas, y el draconiano asió raudo la suya con una mano ganchuda.

Debo confesar que, cualesquiera que fueran mis ideas preconcebidas sobre los draconianos, no me esperaba aquel espectáculo. La cosa… No: para facilitar la lectura, me referiré a la criatura en el género masculino. El sujeto estaba sentado con las alas semidesplegadas en derredor de los hombros, y nos examinó lleno de curiosidad. Esbozó un simulacro de sonrisa, visible sólo porque puso al descubierto su ristra de repugnantes dientes a través de un hocico sin labios. No obstante, todavía me produjo más asco la visión de sus amplias fosas nasales, atestadas de una pegajosa mucosidad. ¿Y sus ropas? ¡Por Gilean! Quienquiera que presumiera de ser su sastre debería haber sido suspendido boca abajo en el poste más próximo, en castigo a su mal gusto. El reptil vestía exclusivamente unas raídas pieles moteadas en gris, negro, verde guisante y anaranjado. Era, no exagero, una aberración viviente.

A la sazón no se sabía mucho acerca de las distintas razas de draconianos, salvo que cada una tenía un modo específico de afrontar la muerte a fin de, según designio de su Reina Oscura, provocar los mayores estragos posibles aún después de expirar. Los cadáveres de los baaz, bozak y kapak, por ejemplo, se petrificaban. Al mencionar este detalle en nuestra charla previa con el comandante Gunthar, el buen caballero nos explicó que habían llegado hasta él informes recientes de la existencia de una nueva variedad llamada sivak. ¡Tales seres asumían la fisonomía exacta de quien los mataba! Otra comunidad de reptiles, los aurak, recurrían a la magia. Como es natural, hallamos los rasgos diferenciales apasionantes, pero, frente a la ignorancia general sobre tan extraño pueblo, preferimos ahondar en las características comunes.

Wensel hizo las preguntas, y yo apunté las respuestas. Nuestra primera entrevista empezó con mal signo.

—Ignoro quiénes sois —dijo el preso en tono beligerante—, y también para qué habéis venido, pero exijo ser puesto en libertad. No tenéis derecho a encerrarme en este agujero.

—Nosotros no tenemos nada que ver con tu captura —repuso, balbuceante, Wensel—. Lo único que pretendemos es interrogarte.

—¡Más subalternos, lo que faltaba!

El draconiano se inclinó haca adelante y clavó las uñas en el borde de la mesa. Me sorprendió su energía, y di gracias a Gilean por contar con la protección de los celadores. Me estremezco al pensar en lo que podría haber hecho aquella criatura de haberse enfadado más de la cuenta.

—¿Por qué vuestra gente no envía a hablar conmigo a alguien que esté a la altura de mi dignidad y de mi tiempo? —prosiguió el cautivo—. Estoy harto de atender a inferiores.

—¿Cuál es tu cargo? —interrumpió Wensel.

El draconiano no cejó.

—No estoy muy seguro de querer discutir eso con vosotros. ¿Qué rango ocupáis para merecer mis confidencias? Es más, ¿quiénes sois para que yo me rebaje al nivel no ya de hablaros, sino incluso de miraros?

Mi amigo estaba conteniendo admirablemente sus arranques de genio. Fuera quien fuese aquel engendro, al margen de su grado de inteligencia, era un prisionero.

—Te suplico que seas paciente —dijo Wensel en tono solemne—, y que bebas unos sorbos de esta bebida que te ofrecemos como recompensa a tu amabilidad.

El draconiano emitió un resoplido, que sonó como el vapor al escapar de una olla a presión. No obstante, fijó los ojos en el barril de aguardiente y entreabrió la cavidad bucal al escanciar Wensel en su copa una dosis del embriagante brebaje.

—Encuentro todo esto muy aburrido —gruñó el reptil, arrellanándose de nuevo en su silla tras engullir ruidosamente la mitad del líquido—. Pero imagino que será un entretenimiento mejor que contar los ladrillos de la pared.

—¿Así que sabes contar? —preguntó Wensel.

—Contar, leer, escribir… ¿Con quién crees que estás tratando, con una lagartija? ¡Ni mucho menos! Tenéis ante vosotros a uno de los especímenes más cultos y preparados de mi clase.

—¿Qué clase es esa?

—¡La más alta, por supuesto! Salta a la vista que soy un ente superior.

—Deduzco que perteneces a los aurak.

—Bueno, no tan superior. Soy miembro de la noble clase guerrera de los sivak.

Mi compañero, con suma habilidad, había marcado la pauta y el tenor del diálogo. En el curso de las horas siguientes, y dentro de la misma línea, averiguamos muchos datos acerca de los draconianos y su sociedad.

—¿Tenéis una patria de origen? ¿Existe algún lugar que podáis reclamar como vuestro hogar legítimo?

—Somos criaturas del mundo. El universo entero es nuestra casa.

—¿Cómo fuisteis creados? ¿Cómo nacisteis?

—Procedemos… del mundo —persistió el draconiano—. Nuestras esencias son las suyas, surgimos de sus entrañas. El mundo es nuestro.

—¿Qué me dices de los huevos de los Dragones del Bien? —espetó Wensel al cautivo, recordando el misterioso encargo de Astinus.

El movimiento del otro fue inusitadamente rápido, pero, por fortuna, los caballeros estaban alerta y lo redujeron en un santiamén.

—¡Corrupción, mutantes! Estáis obsesionados con esas cuestiones, y no toleraré que se me insulte —replicó el draconiano a voz en grito, o al menos eso fue lo que yo comprendí en medio de sus desafueros.

Nosotros no teníamos idea de qué motivaba su ira. Más tarde nos enteramos, con tribulación, de que los de su raza eran perversiones de los huevos de los dragones benignos. Debo recalcar que aquella escena se desarrolló antes de que estos hicieran su aparición en Krynn, y entonces nada se sabía de su juramento ni de que Takhisis había secuestrado a sus futuras crías y las utilizaba como rehenes.

Pasados unos minutos, Wensel logró calmar al sujeto y reconducir el interrogatorio hacia derroteros algo distintos, aunque no del todo.

—¿No necesitáis aparearos para procrear?

—Somos hijos del mundo —se obstinó en repetir el draconiano.

—Presumo que tú eres un varón. ¿Dónde se meten las hembras de tu raza?

—No las hay.

—¿No tenéis mujeres? —me inmiscuí, completamente anonadado.

—Entre nosotros no existe la diferenciación sexual —contestó el engendro con naturalidad—. Somos y ya está. Provenimos del mundo.

—¿En qué difiere un draconiano de un dragón? —inquirió Wensel, dando vueltas en torno a un mismo eje.

—Los dragones también son criaturas del mundo. Al principio, cuando se forjó el universo, fueron creadas tres razas: elfos, humanos y ogros —enumeró el prisionero de corrido, como quien recita la lección aprendida en un libro.

—Correcto.

—Luego nacieron aquellos que brotaron del seno de la tierra, no del Caos sino del mundo mismo: los dragones. Ellos son la materia encarnada, y unos espléndidos cazadores.

Me apercibí de que su tono se suavizaba, que adoptaba un matiz de admiración por los reptilianos superiores. Recuerdo haber pensado que, si aquellos esperpentos eran capaces de experimentar el sentimiento del amor, se lo dedicaban por entero a los dragones.

—¿Descendéis, pues, de los grandes reptiles?

—Indirectamente.

—¿De los bondadosos?

El sujeto pareció disgustarse o, lo que era más interesante, sufrir un espasmo nervioso, al salir de nuevo el tema a la palestra.

—¡Lo tuyo raya la monomanía! No, no venimos de los Dragones del Bien. Nuestro espíritu dimana de unas tinieblas que se originan allí donde ni aún estos reptiles tienen acceso. Estos no son más que instrumentos de la Reina de la Oscuridad. En cuanto a nosotros, nuestras existencia corrige esa desvirtuación que denominamos «dragón benigno». Si hubiera que rehacer a los buenos reptiles según la verdadera imagen del mundo y el universo, el resultado seríamos nosotros.

Poco captamos del mensaje de estas declaraciones, pero las transcribí punto por punto.

—¿Al emplear el término «nosotros», te refieres solo a los sivak? —quiso puntualizar mi colega.

—No sólo a ellos. A todos los draconianos.

—Al morir, los de tu grupo se transforman en una réplica de quien los abate. ¿Qué lógica subyace a este fenómeno?

—Una suprema y divina. ¿No ves la belleza, la simetría de esta bendición que nos otorga nuestra Reina? Los amigos del asesino descubren a sus compañeros sin vida y se convencen de que su causa está perdida. ¡Muchos desisten y huyen! —exclamó el prisionero, echándose a reír.

Wensel calló, como par tomar nota mental de la respuesta, y alteró de modo abrupto el rumbo de la conversación.

—¿Existe un sistema de castas en tu sociedad? ¿Hay clases de mayor relevancia que otras?

—Hay, desde luego, un sistema social. También tenemos graduaciones, aunque dependen más de las obras y de dictados externos que de los tipos en sí. Cada uno conoce su puesto dentro del escalafón. Yo no juzgo a los aurak superiores a nosotros, y sin embargo acato la voluntad de la Reina Oscura y me doblego ante ellos. Lo hacemos así para preservar un orden universal. Por otra parte, los kapak y los baaz son… menos refinados que nuestra raza, lo que los impulsa a seguirnos… aunque también nosotros los necesitamos. No nos agrada mezclarnos ni relacionarnos con ellos, pero los necesitamos. Es un hecho que venimos al mundo en una forma más pura… En cualquier caso, lo que vosotros, débiles humanos, llamáis «familia» es un concepto de mayor alcance en nuestra comunidad, ya que nuestros congéneres ven la luz en un estado de perfecta pureza.

—Hablando de familias, ¿las tenéis?

—Nuestra familia es nuestro pueblo. Nuestro pueblo es nuestra familia.

—¿Y los jóvenes? ¿Hay niños de tu raza?

—Algunos de nosotros llevan menos años en actividad que otros, si te refieres a eso.

—Veamos. En las sociedades elfa y humana, pongo por caso, hay muchachitos que crecen hasta hacerse adultos. ¿Es ese también el ciclo draconiano?

—Las criaturas que vosotros conceptuáis como familia, que os perpetúan, son… una perversión incesante del universo. Nosotros surgimos sin mácula de un espíritu que vaga en el vacío, de los encantamientos y maquinaciones de la Reina de la Oscuridad.

El cautivo, persuadido de haber ganado la primera ronda del debate y orgulloso de su proeza, dedicó a Wensel una enfática sonrisa. Mi amigo se encorvó sobre la mesa y le devolvió la mueca, si bien la suya fue más ambigua. Durante los segundos de silencio ulteriores esperé expectante la próxima pregunta de Wensel, temeroso de que fuera una provocación e incitara al monstruo a agredirlo.

—Una de las teorías que circulan sobre la diversidad de los draconianos es que la Reina, en su búsqueda de una raza superior, se equivocó en sus métodos experimentales. Dicho de otro modo, que los baaz fueron un error y que, en comparación con los aurak, también lo son los sivak. ¿Qué hay de cierto en ello? —preguntó el novicio, convertido en la viva estampa de la candidez.

Se borró la sonrisa del cautivo, y sus rasgos se contrajeron por la rabia.

—Es una absoluta falsedad. Takhisis lo planeó todo a conciencia desde el comienzo. Si hay un mayor número de baaz es porque son más simples, y si abundan más los kapak que los sivak es porque…, bueno, porque sí.

No conseguimos más aclaraciones sobre este particular, así que Wensel tuvo que alterar de nuevo el curso de sus investigaciones.

—¿De dónde sacan los aurak sus poderes mágicos? ¿Utilizan la hechicería como los humanos o los elfos?

—La magia es algo que fluctúa en el universo, no la prerrogativa de uno u otro pueblo —respondió, irritado, el reptil.

—¿Deben estudiar sus sortilegios igual que cualquier encantador?

—En efecto. Las vastas colecciones de volúmenes arcanos que se compilan en la actualidad, obviamente bajo los auspicios de la Reina Oscura, tienen un alcance mucho mayor que las reunidas jamás en otras bibliotecas. Comprenden la mayoría de los libros que se requisaron o perdieron en las guerras. En tales ejemplares se nos ilustra sobre una sociedad erudita que fue abandonada por los tildados de «buenos».

—Es del dominio público que los dragones gozan de una gran longevidad. ¿Es igual de dilatada la vida de un draconiano?

—Nuestra existencia es larguísima —eludió el otro el compromiso—, tano que no nos preocupan unas décadas o centurias a la hora de cumplir nuestros propósitos.

—De acuerdo, es larguísima. Pero ¿cuánto dura exactamente?

—Bastante más que la de los hombres. Sea como fuere, yo no tuve acceso a mi cargo por acciones prolongadas, sino por hazañas importantes ejecutadas en poco tiempo.

—¿Quién es tu oficial en jefe?

—Sirvo, hoy por hoy, a la Señora del Dragón conocida como Kitiara.

—Ese es otro aspecto que siempre me ha intrigado acerca de las estructuras del mando: que vuestros dignatarios rara vez son draconianos. ¿Ha habido en la historia de tu raza algún Señor del Dragón de tu misma especie?

—No. Pero llegará el día.

—¿Aspiráis a asumir papeles eminentes?

—No son las aspiraciones lo que entra en este juego, sino el destino.

—¿Opináis tú y tus cohortes que Kitiara tendría que ser reemplazada por uno de los vuestros?

El prisionero se agitó incómodo en su asiento. Era evidente que tenía reparos en contestar. De súbito, sin embargo, se relajó. No pude dilucidar si era por los efectos del aguardiente enanil, que había consumido en respetables cantidades, o si el sujeto había realizado un esfuerzo consciente para recobrar la compostura.

—Sí, tal es nuestro criterio. Una raza noble debería autogobernarse. Mas, por ahora, necesitamos a los Señores de los Dragones. En el fondo resulta divertido el complejo de superioridad que todos esos seres comparten.

—¿Acaso sin razón?

—No niego que los respaldan algunas cualidades. Conocen el mundo mejor que nosotros, y son capaces de organizar estrategias que nunca se nos ocurrirían. Los recovecos de la mente humana y enanil no tienen secretos para ellos. Los respetamos por sus aciertos, pero, cuando el mundo sea nuestro, no tendrán cabida en nuestro nuevo universo. Ya hemos sufrido demasiado en anticipación del glorioso futuro.

—¿De qué forma?

—Cuando la Reina se retiró del plano material, nosotros la acompañamos. Entonces no eramos como ahora. En aquella época habitábamos los rincones sombríos y, sobreponiéndonos al dolor de ser evacuados, tuvimos que torturarnos analizando qué habíamos hecho mal. Juramos que a nuestro regreso restableceríamos el orden, y al fin estamos de vuelta. Nada ni nadie nos detendrá.

—Suena muy verosímil, con una salvedad: ¿no fue expulsada Takhisis?

—¡Expulsada! —se indigno el draconiano. Hizo ademan de levantarse, si bien los guardianes estrecharon el cerco y se volvió a sentar—. No, no fue expulsada. La Reina Oscura se exilió por su propia iniciativa. Se halla en un período de descanso, en el que hace acopio de energías para el día tan anunciado y profético en que retorne en toda su magnificencia. Krynn se rendirá a ella en la fecha señalada.

Dudo de que pueda olvidar nunca la expresión del engendro mientras nos soltaba este discurso. Sus ojos se tornaron llameantes, y su voz rezumaba veneración y sobrecogimiento Me pregunté, y me lo sigo preguntando, cómo era posible que su soberana suscitara tanta lealtad. A Wensel, por su parte, tal despliegue de emociones lo dejó impertérrito. Frío y sereno, continuó insistiendo.

—Se asevera que, con el refuerzo de los dragones, la Reina Oscura no precisará de vosotros para dominar el nuevo mundo.

—¡Otro embuste!

—¿Por qué?

—Los grandes reptiles —nos aclaró el draconiano, encogiéndose de «alas»— son esenciales para volar y arrojar desde el aire bocanadas de fuego de un inmenso poder…

—Destructivo —colaboró mi amigo.

—Destructivo, sí. Pero nosotros somos los encargados del orden, como antes he señalado. Aunque quemar cosechas sea útil en la guerra, una vez terminada esta lo único que queda es un montón de grano inservible. Lo que uno quiere es el control. En ese sentido los dragones son fundamentales, porque propagan el miedo. Si se quiere imponer el orden no puede prescindirse del brazo de hierro que arranca la puerta, retuerce un pescuezo o arrasa un cultivo. Sin excederse, claro.

—Observo que te preocupan mucho los cereales. ¿Sois herbivo… vegetarianos?

—No es el trigo como tal lo que me interesa. Pero hay que contar con algo para engordar al ternero. Algo para engordar al toro. Algo, en fin, para engordar al humano. ¿Qué comeremos si no?

Creí que Wensel, al oír tal monstruosidad, iba a caer desplomado. La idea de que el draconiano podía mirarlo como un suculento plato lo privó momentáneamente del habla. Tampoco a mí me ilusionaba el proyecto.

—¿Insinúas que devoráis hombres? —balbuceó mi colega al cabo de unos minutos.

—Cuando la ocasión es propicia… —El prisionero dejó la frase en suspenso. No habíamos enmascarado nuestro horror, y él se recreaba atormentándonos.

—¿Y a los elfos, también os lo coméis?

—Son fibrosos —fue el escueto comentario, antes de que el individuo echara la cabeza atrás y vaciara de nuevo su copa.

—¿Fibrosos?

—Sí. Tienen la carne dura y además insípida.

La tendencia del draconiano a disertar con locuacidad se hizo aún más manifiesta, casi abrumadora, al abandonarse a un monólogo sobre el mejor método para preparar a cada una de las múltiples razas de Krynn. No obstante, el diplomático Wensel supo canalizar su parloteo hacia territorios más adecuados.

—¿Cómo puede tu Reina abrigar tantas esperanzas de subyugar al mundo, cuando ya antes fracasó?

—Porque esta vez nos ha puesto a punto. Los tiempos evolucionan.

Percatándose de que el cautivo iba a lanzarse a otro elogioso soliloquio, mi acompañante volvió a cambiar de tema.

—¿Tienes amigos en el ejército draconiano?

—No comprendo ese vocablo.

—Amigos, camaradas.

—Hay, en mis filas, algunos a los que valoro más que a los demás.

—¿Y valoras también sus vidas, hasta el extremo de estar dispuesto a salvarlas por motivos que no sean salvaguardar la tuya propia o contribuir a la causa?

—¡Ah, la amistad! Ya caigo. Se trata de una aflicción humana ¿no?

—Deja que reflexione. Desde mi punto de vista, tu desconocimiento en esta materia refleja una flaqueza endémica en ti y los tuyos.

Al no producirse ninguna reacción ante su juicio, Wensel me consultó con los ojos, se encogió de hombros y prosiguió.

—Pasemos al capítulo de los dioses. ¿Aceptáis a Paladine o Mishakal como deidades verdaderas?

—Verdaderas sí, pero débiles.

—Ellos tienen clérigos. ¿Existen entre los draconianos sacerdotes de Takhisis?

—Nosotros adoramos a la Reina directamente.

—¿No necesitáis ministros?

—No. Y, si aquilatas de qué sustancia estamos hechos, entenderás que tampoco temamos a la muerte.

—¿No recurrís a las facultades curativas de los clérigos del Bien?

—Nunca. Solemos sanar sin otra ayuda que el transcurso del tiempo, o bien morimos a consecuencia de nuestras heridas. No es asunto que nos trastorne. Como draconianos que somos, tenemos una visión elemental del cosmos. Dotados del conocimiento preliminar de nuestra existencia antes de vivirla, a diferencia de vosotros, sabemos que tras venir al mundo feneceremos y habremos de dejarlo. Pero, mientras estamos, procuramos retrasar el instante del adiós.

—¿Qué sucede cuando expiráis?

—Fieles a los deseos de la Reina, buscamos otra forma en la que reencarnarnos.

—¿Lo sabes por ti mismo o sólo repites lo que has estudiado?

—No menosprecies mis estudios —repuso el draconiano, indiferente al sarcasmo que destilaba el tono de Wensel—. Entre mi pueblo soy tenido por un sabio. Mi afición a la lectura me ha llevado a leer a fondo la historia de los albores del mundo. En el principio, la Reina aglutinó los elementos y ordenó el Caos. En aquel orden y de aquel Caos, nacieron tres razas. Ansalon fue poblada por esa perversión étnica que son los elfos, responsables de la debilidad del universo. También medraron los humanos, a caballo entre dos polos. Por fortuna, serán atraídos hacia la penumbra como la polilla hacia la luz.

—¿Y eso es positivo?

—Depende del ángulo desde el que se mire, de las ambiciones de cada uno.

—¿Cuál es la vuestra?

—A través de los siglos ha sido nuestro objetivo sagrado, nuestro sino predeterminado, hacer que reculen las fronteras del Caos y, si me permites que insista, instaurar el orden. Nos proponemos que este último prevalezca universalmente.

—Y, una vez inaugurada esa «Era del Orden»…

—Será un día memorable que todos celebraremos —interrumpió el prisionero, apurando la enésima copa de licor.

—Por supuesto. ¿Qué pasará entonces? ¿No nos estancaremos?

—Al contrario, empezaremos a avanzar de verdad.

—¿En qué sentido?

—Se coordinará la erudición y se centralizará la sapiencia.

Este pronóstico nos causó perplejidad a los dos. Al rememorar hoy el episodio, extraigo la conclusión de que la sentencia fue pronunciada por algún Señor del Dragón y el draconiano la citaba sin comprender del todo su significado.

—Los habitantes de Krynn se trazaron una meta semejante, y la primera repercusión fue el Cataclismo —objetó Wensel.

—El Cataclismo fue otra de tantas perversiones. La idea de que la bondad ha de instalar el orden en el universo no puede definirse más que como una tergiversación, y como una nueva prueba de flaqueza.

—Pero, si admites el Bien como un concepto global, también reconocerás que hay un Mal y que vosotros, los draconianos, lo personáis.

—¡Puah!

El prisionero pareció no prestar atención. Recuerdo haberme preguntado si podríamos terminar con éxito la entrevista. Mis recelos, no obstante, se evaporaron al posar nuestro interlocutor el recipiente en la mesa, reclinarse en el respaldo, aletear ligeramente y denunciar:

—Te estás metiendo en el campo de la semántica. También yo soy un artesano de la palabra y te aseguro que ese planteamiento que te haces sobre el Mal forma parte de la perversión a la que antes me refería. La maldad, si quieres expresarlo así, no es mala. Su primordial connotación es el orden.

—Pero en ese mismo… —fue a teorizar mi colega, mas el otro lo atajó.

—El Bien, en cambio, es una concepción débil.

—Que podría aportarnos tu tan cacareado orden.

—El mío no, uno más vulnerable.

—El orden es el orden.

—Vuelves a interpretarme erróneamente, y a deformar las cosas. Fíjate en tu Consejo de la Piedra Blanca. Su misión es preservar el Bien. Y en los Caballeros de Solamnia, una hermandad marcada por la probidad y la justicia. Sin embargo, nunca se ponen de acuerdo. —En este punto, el reptil estiró una garra en dirección a los centinelas y agregó—: Son ellos quienes se han estancado.

—Poseen el libre albedrío.

—Caes en una nueva corrupción.

—Su libertad —insistió Wensel— los faculta para discrepar.

—Cuando a uno lo guía alguien tan noble como la Reina —argumento el cautivo, complacido de sí mismo— no tiene necesidad de disentir.

—Me han contado que, siempre que se reúnen los Señores de los Dragones —contraatacó mi amigo—, los draconianos que siguen a uno en concreto, digamos a Kitiara, permanecen fieles a ella y sólo a ella, estando dispuestos incluso a agredir salvajemente a sus congéneres subordinados de Ariakas, por ejemplo, y matarse entre ellos hasta que venza uno de los bandos.

—Eso no contradice ninguna de mis afirmaciones. La Reina misma lo aprueba, consciente de que si luchamos entre nosotros es para garantizar la supervivencia de los más fuertes. En definitiva, nos hallamos ante otra faceta del orden.

—Que se basa en la eliminación de las clases inferiores.

—En la eliminación de los débiles —corrigió el prisionero—, en la supresión de quienes no están lo bastante ordenados para cuidar de ellos mismos.

—Tales como los baaz.

—Como los baaz, si se da el caso.

—Si tú coincidieras en una asamblea con un grupo de baaz —indagó mi compañero— y los aniquilaras, ¿tacharías tal acción de edificante?

—Ciertamente. Lo que se consigue es, en fin de cuentas, purificar la raza. Los grupos inferiores de nuestro pueblo son indispensables para mantener el orden, del mismo modo que lo son los humanos para ayudarnos a tomar el poder en el mundo, mas no por ello hemos de defender sus vidas a cualquier precio. Vivimos una época de inestabilidad y confusión, que no se resolverá hasta que concluya la guerra. Entonces todo mejorará, ya lo verás.

—¿Tienen los draconianos un código del honor, similar al de los Caballeros de Solamnia?

—¡Ya lo creo! —El ser reptiliano profirió esta exclamación henchido de orgullo, y con sus amarillentos ojos clavados en los celadores.

—¿Cuáles son sus preceptos?

—Nos rigen normas más sencillas que las de la Medida solámnica. Observa a estos soldados. Les han mandado que no me maten y no lo harán, por mucho que yo los desafíe o los humille. Tengo entendido que los humanos adiestran a sus perros según esquemas parecidos, lo que no deja de ser otra equivocación. El código del honor de los draconianos… ¿Cómo formularlo para que te hagas cargo? Resumiendo: la fuerza entraña respeto.

El sujeto alzó la copa, llena hasta el borde, y engullo de un trago el aguardiente. Wensel me miró como para inquirir si podía anotar todo cuanto hablaban. Asentí con la cabeza, y él reasumió su tarea.

—¿Qué opinas de Kitiara?

—Admiro su competencia. Se ha encumbrado con suma habilidad; hoy en día es la mejor de todos los Señores de los Dragones. Se ha granjeado el respeto de sus tropas. Incluso los draconianos la obedecen de buen grado.

—Pese a que es una humana y, por lo tanto, una criatura inferior.

—En el aspecto racial sí, lo es.

—¿Por qué no ha atentado contra ella ninguno de los tuyos? Pero claro, «la fuerza entraña respeto». El poderío es lo que cuenta.

Mi colega se mostraba implacable. Olvidadas las instrucciones de Astinus de ser neutral en todo momento, sondeaba los razonamientos del draconiano en busca de un punto flaco.

—Sí, el poderío mueve fronteras, pero no es siempre lo que mejor sirve a la Reina. —El cautivo empezaba a dar señales de irritación.

—Imaginemos que vuestra estrategia triunfa. ¿Cuál sera la función de los dragones?

—Gobernaran, de eso no cabe duda. Nosotros, como hijos de la soberana de las Tinieblas, los secundaremos. Seremos los capitanes y lugartenientes de Takhisis. Supervisaremos a los humanos y a las razas inferiores, enanos, goblins…

—Mientras acaten vuestro mandato.

—No habrá lugar para aquellos que no se sometan a la voluntad de la Reina.

—¿Y los elfos?

—Son los que más sobran. Si pasas revista a la historia, te darás cuenta enseguida de que la debilidad de la raza elfa no ha acarreado sino ruina y catástrofes a tu civilización. Espero que, al menos en este aspecto, convengas conmigo. A lo largo de vuestro devenir, esa raza degradada y deficiente ha entorpecido a otras que habrían reinado con mayor tino. Los elfos han de… desaparecer.

—¿Los exterminaríais en masa?

—Desde luego. Como raza, ni Takhisis ni el mundo tienen un uso que darles. Son unos parásitos sociales y como tales deben ser eliminados.

—¿No será que la Reina Oscura ve en ellos una amenaza?

—¡Ja, ja, ja! —Tan estentóreas fueron las carcajadas del preso, que casi se asfixió—. ¡Qué absurdo! ¿Qué peligro pueden representar para nosotros?

—Están repoblando y unificando Silvanesti y Qualinesti.

—Quizá, pero con incesantes peleas.

—¿Acaso no hay discrepancias entre tu gente? Tú mismo has dicho…

Wensel se estaba acalorando por segundos. La perspectiva de ser esclavizado una vez que los draconianos ascendieran al poder —si llegaban a hacerlo— no le seducía en absoluto, ni tampoco a mí. El apremio de sus alocuciones delataba una creciente ira.

—¡Sé muy bien lo que he dicho! —vociferó el reptil—. Pero nuestras desavenencias son constructivas.

—¿Qué piensas de los minotauros?

—¡He aquí una raza inteligente y noble, digna de elogio!

—¿Qué papel desempeñaran en vuestro mundo de orden?

—Supongo que la Reina les asignara jurisdicciones. Nunca le retirarán su respaldo, y además poseen un sinfín de cualidades intrínsecas.

—¿Y los ogros?

—Un pueblo marcado por la tragedia, ¡pobres ogros! Algún principado les adjudicaran.

—¿Qué suerte les deparáis a los kenders?

—No tienen entrada en nuestro universo —declaró, lacónico y rotundo, el prisionero.

—¿Proyectáis suprimirlos igual que a los elfos?

—A tantos como podamos atrapar. Tenemos ciertas dificultades en arrestarlos. Según mis últimos informes, en el sector oriental esos pequeños monstruos han sorteado a batallones enteros de los nuestros.

—Sigo enumerando. ¿Y los gnomos?

—Son seres útiles. Algo haremos con ellos.

—¿Goblins?

—Blandengues. Son sus actos los que decidirán su futuro. Yo, personalmente, me desembarazaría de esos tipos.

A partir de aquel instante, y tras tanto abusar del brebaje enanil, el draconiano empezó a exhibir síntomas de ebriedad. Su discurso se volvió inconexo y sus ojos vidriosos. Wensel, absorto en interrogarlo, no pareció notarlo. Yo me apercibí de que el interrogado no tardaría en desmayarse.

—¿Cómo encajan los enanos en el engranaje general?

—Son buenos en su oficio. Construyen unas fortri… fortificaciones inexpugnables, de mucho valor y por… protección duradera. Hay v… v… vigor en lo que hacen. Se les empleará en lo suyo, igual que a los gnomos como eng… ingenieros, aunque me mol… molesta su desorden. Los kenders y elfos morirán. Los humanos —aquí se desató el hipo— se… seguirán bien.

Wensel me espió y entreabrió los labios en una sonrisa de complicidad, de aquellas que solo se intercambian entre viejos camaradas. Hoy, en mi soledad, me entristezco al evocarla. Al percatarse al fin de la borrachera del reptil a mi amigo casi se le escapó una risotada. Yo, por mi parte, a duras penas pude contener la hilaridad frente a la idiotizada expresión del engendro. Pestañeó repetidamente a fin de enfocar nuestros semblantes, pero terminó cerrando los ojos a la par que, despacio, bajaba la coriácea cabeza hacia la mesa. Mi compañero me indicó mediante un gesto que debíamos partir. Sin embargo, el draconiano levanto el cuello de manera abrupta y, para sorpresa de ambos, intentó continuar.

—Le embra… embarga a uno la satisfic… satisfacción al saber que ha po… pro… proporcionado ord… algo al mundo. Hay, a mi juicio, belleza en el orden. Lo que vosotros llamáis felicidad nosotros lo encot… encontramos —más hipo— en… ahora no me acuerdo en qué.

—Admitamos que restablecéis el dichoso orden, que los humanos son subyugados y los kenders y los elfos arrollados… —trató de hacer recuento Wensel. Como ya he comentado, estuvo implacable.

—Un pa… panorama fascinador.

—Del todo. Y luego, ¿qué haréis?

—En ese día de gloria, la Oscuridad será reina. Nos invertí… investirán de poder y de los atributos de ese po… po… —El draconiano se encalló, pero sin perder el equilibrio—. En ese día de gloria, la Oscuridad será reina. Nos invertí… investirán de poder y de los atributos de ese po… po… —El draconiano se encalló, pero sin perder el conocimiento.

—Está escrito que el Mal se vuelve contra sí mismo. ¿Qué grado de credibilidad das a ese adagio?

—Es una noción perversa… perdón, pervertida de los elfos. ¡Qué retorcimiento! No contiene ni un ápice de verdad.

El prisionero nos ojeó como si fuera a añadir algo. Mas, antes de coordinar los sonidos, su hocico se incrustó con estrépito en la tabla y se desplomó de lado. Wensel se irguió. Con gestos pausados, escanció otra dosis de licor en la copa vacía y se la acercó al mareado individuo.

—Y bien, mi «superior» amigo, veo que los vapores etílicos han tomado bajo su tutela tu ya embotado cerebro. Sólo espero que, cuando recuperes la sobriedad, seas castigado con una migraña de igual calibre a la que yo he soportado durante estas últimas horas.

El draconiano alzó la faz de la mesa y nos miró aturdido, lo que no le impidió aceptar el trago. Deseoso de despedirnos según los cánones, y en vista de que sus pies se habían «fugado» y no podía enderezarse, puso en alto la copa a modo de saludo, masculló un brindis y bebió. Sonrió, hizo una segunda tentativa de incorporarse y cayó hacia atrás con silla incluida; aterrizó en el suelo como un fardo alado y comenzó a roncar plácidamente.

Capturados por los minotauros

Abandonamos Solanthus y viajamos hacia la costa septentrional del Nuevo Mar. Wensel, sorprendentemente, hizo gala de un humor espléndido. Estaba ilusionado por poder pasar un tiempo navegando, ya que, según me explicó en numerosas ocasiones, aunque se había separado de su familia en Ergoth del Norte para educarse en Palanthas, algo conservaba aún de su alma marinera. Su padre fue pescador, y él lo había ayudado a ganarse el sustento faenando en el litoral ergothiano. Sin embargo, aquella vida no era la que ansiaba. Empaquetó sus magras pertenencias y embarcó rumbo a Solamnia, donde trabajó duro con objeto de costearse los estudios e ingresar en la Hermandad de los Historiadores.

El sol brillaba esplendoroso en un cielo sin nubes, y sus diáfanos haces de luz bailaban sobre las aguas serenas, de un intenso azul, elevando mi ánimo en alas de la apacible brisa que refrescaba mi alma con su soplo salado. Debo decir que, pese a no haber pisado nunca la cubierta de una nave, estaba deseando vivir tal experiencia.

En la undécima hora del séptimo día después de salir de Palanthas subimos a bordo de La Danzarina de las Olas, un bergantín de nacionalidad ergothiana con tres esbeltos mástiles y, como mascarón de proa, una ninfa en actitud danzante. Nos dio la bienvenida el capitán, un tal Nigel Witherspoon, hombre corpulento y de cabello cano cuya ropa y modales eran, si cabe, más festivos que el día. Su camisola y calzones eran del color de los narcisos en primavera, dorados como el sol y no menos refulgentes que sus rayos. Y, cuando habló, sus carrillos y su rolliza panza se pusieron a temblar al compás de la risa infantil que ribeteaba sus palabras. Todo en él rezumaba cordialidad.

—¡Dael! —rugió—. Ven aquí, haragán, hijo ilegitimo de una perra rabiosa: enseña su camarote a estos dos palurdos de tierra adentro. ¡Y no te demores!

Guiñó un ojo en nuestra dirección, y el muchacho rubio que se había presentado a todo correr nos hizo, sonriente, señal de seguirlo.

—No os dejéis asustar por el capitán —nos recomendó—. Es un alma bendita con voz de trueno.

Bajamos la escalerilla y enfilamos un corredor, siempre tras los pasos de nuestro guía. Este se detuvo en el extremo del mal iluminado pasadizo, junto a una estrecha puerta. La abrió y entró en la cabina delante de Wensel —que había estado silbando y canturreando desde que subimos al barco— y de mí. La estancia tenía un exiguo mobiliario, pero parecía confortable. Empezamos a deshacer el equipaje y Dael optó por retirarse.

—Estaré arriba, en el puente. Si necesitáis algo llamadme —ofreció—, pero hacedlo con fuerza o el capitán Nigel ahogará vuestros… ¡vuestros gritos, claro!

Nos carcajeamos a coro y el zagal se marchó, entonando una cancioncita mientras se alejaba. Al poco rato me giré hacia mi amigo, que ya había terminado de organizar sus enseres y estaba sentado en el borde de su litera, con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Quieres que vayamos a cubierta para disfrutar del tiempo? —propuso en tono optimista.

—Desde fuego. Me encantará ver cómo tu cara se vuelve verde en cuanto nos hagamos a la mar —contesté yo con socarronería.

Wensel me lanzó una almohada y salió presuroso del camarote. Sintiéndome a mi vez de buen talante lo perseguí hasta el exterior. Al coronar la escala, divisé a mi colega erguido frente a una figura ataviada de rojo que lo escrutaba con el entrecejo arrugado, como el padre que atrapa a su hijo robando galletas en la despensa.

—Siempre creí —anuncio severamente el desconocido— que alguien investido de los ropajes de la Historia se comportaba con madurez y honorabilidad.

Wensel asumió una postura retadora y replicó:

—También creía yo que los portavoces de la Neutralidad se guardaban sus opiniones para sí mismos, en lugar de espetárselas a quienes no desean oírlas.

El mago de Túnica Roja se enfurruñó frente al descaro de mi amigo, que además había adoptado una mueca burlona. Mi corazón dejó de latir al constatar que el rostro del hechicero se oscurecía en unas tonalidades escarlata. Estaba seguro de que iba a hacer algo espantoso, como metamorfosear a mi colega en sapo o insecto, mas el sujeto resopló y nos apartó de sendos empellones para descender a los dormitorios. Solté una bocanada, amplificación de un suspiro de alivio.

Wensel me miró y estalló en risas al verme tan conmocionado.

—¡Ja, ja, ja! ¿Qué te ocurre, Dunstan?

—Eres un imbé… Te podría haber convertido en un batracio o algo peor —me moderé.

—Venga, compañero, sabes muy bien que sólo unos pocos magos pueden formular tales hechizos de memoria. Tienen que revisarlos. Por cierto, eso es lo que debe de ir a hacer ese tipo siniestro. Y si a mí me transforma en rana, a ti te enviará a reunirte conmigo en la charca.

Como de costumbre, sus bromas me levantaron la moral y ambos estallamos en divertidas carcajadas. Con la jovialidad aún boyante, nos apoyamos en la barandilla de estribor para observar a la tripulación mientras efectuaba los últimos preparativos antes de zarpar.

El capitán Witherspoon se aproximó a nosotros, poniendo al descubierto su reluciente dentadura.

—Así que ya conocéis al viejo Ringold, ¿eh? Es un tanto estrafalario, pero lo mismo les pasaba a los otros de su oficio con los que me tropecé. No permitáis que su presencia os importune, cumple el cometido de proteger la nave en el caso de que suframos un ataque mágico. Y, hablando de protección, ahí llegan los mercenarios que he contratado para que nos acompañen en la travesía.

Se encajó el sombrero emplumado y avanzó hacia la pasarela para saludarlos. Wensel paró a Dael, que en aquel instante pasaba por las inmediaciones y le preguntó por qué viajábamos tan escoltados.

—No te inquietes —contestó él—. Son precauciones de rutina por si nos abordan los piratas. Últimamente han desaparecido muchos buques de los que luego, al rastrearlos no se ha recuperado más que el casco.

—No iremos a acabar nosotros así, ¿verdad? —inquirí amedrentado.

—¡Oh, no! Nosotros nos dirigimos a Schallsea y a Abanasinia. No correremos peligro, a menos que nos adentremos en el Mar de Sirrion. Y ahora, si me disculpáis, debo atender al hechicero. ¡Es tan gruñón!

Giró sobre sus talones, y se alejó deprisa.

Poco después de que se instalaran los mercenarios, levamos anclas e iniciamos nuestra travesía por el Nuevo Mar. Todavía recuerdo el ulular del viento entre las jarcias, las velas hinchadas bajo su embate. Los tripulantes cantaban, y Wensel sumó su talento musical al de aquellos hombres y me alentó a imitarlo. La letra, bastante obscena, me turbaba, pero al fin me contagié del júbilo general. Era sobrecogedor contemplar a los marineros encaramándose a los palos como si fueran ardillas o ratones de campo. Se reían y embromaban unos a otros, con tanta gracia que ni mi amigo ni yo perdimos un instante la sonrisa.

Pensé entonces cuan libres eran, cuán vivos estaban los navegantes, que contraste había entre aquel ambiente y la perenne solemnidad de la Gran Biblioteca. El comentario del escriba Vlorsmille sobre lo maravilloso de «respirar aire sin aromas de tinta ni efluvios de pergamino» no había podido ser muy acertado.

Durante varias jornadas surcamos las aguas sin incidentes. Un día en que Wensel y yo nos encontrábamos junto al timón, en compañía del capitán Witherspoon, avistamos a otro navío en el horizonte. La embarcación viró la proa hacia nosotros. Mi colega se demudó al acercarse el buque.

—¿Qué opinas, capitán?

—No temas nada, hombre. Lo más probable es que se trate de un mercante necesitado de auxilio. Es un suceso común en estas latitudes.

Witherspoon se esforzó en aparentar despreocupación, mas no pudo ocultar una nota de recelo en su voz. Wensel me consultó con ojos interrogantes. De súbito, el vigía emitió un grito de alarma.

—¡Veo bien su estandarte, capitán! ¡Ondean en él los Cuernos de la Venganza!

Antes de que atinara a preguntar qué significaba aquello, los mástiles de La Danzarina de las Olas estallaron en llamas. Los desventurados que trabajaban subidos a las jarcias se precipitaron, entre alaridos, sobre la cubierta. Lo único que pude hacer fue eludir la lluvia de fragmentos incandescentes que caía a mi alrededor. Medio asfixiado por la fetidez de la carne y la madera quemadas, oí unas frases mágicas en babor procedentes del Túnica Roja, que invocaba un contrasortilegio en forma de una enorme flecha llameante brotada de las yemas de sus dedos.

Yo esperaba que el mágico proyectil daría de lleno en su diana, pero, contra todo pronóstico, la llama se disipó antes de alcanzarla. Ringold chilló y bramó al resonar en la atmósfera las vibraciones de otro encantamiento, este recitado en la nave enemiga. Cuando se giró y echó a correr hacia nosotros, un arco albo, luminoso, surgió de una figura aún difusa plantada en la proa del otro barco y trazó una veloz trayectoria hasta la espalda del maga La fuerza del impacto arrojó a Ringold de bruces al suelo, bajo mis pies. Su ropa humeaba, y un esputo de sangre manó de su boca al aferrarse a mí con la mano hecha una llaga, carbonizada. El horror que desprendían sus ojos penetró mis entrañas, helándome las tripas y forzándome a asomarme a la barandilla y vomitar sobre el mar. Mis piernas se doblaron como si fueran de goma, e hinqué ambas rodillas en las planchas. Wensel y Dael me levantaron y transportaron a la cabina.

Me acostaron en la litera, aterrorizado y dolorido. Mi colega sepultó la faz en las manos y meneó la cabeza, como si quisiera apartar de ella el recuerdo del escalofriante espectáculo que habíamos presenciado.

—¿Qué está sucediendo, Wensel? ¿Por qué nos atacan de un modo tan feroz?

Mi amigo alzó la cabeza. Con la cara inexpresiva, empapada en sudor, pronunció una palabra que todavía hoy me acosa en sueños.

—Minotauros.

—¡Minotauros! —exclame—. Tenía entendido que solo frecuentan el Mar Sangriento.

Según había oído en algunas ocasiones, la raza de los hombres-toro habitaba las islas de Kothas y Mithas, situadas en el confín más remoto de Ansalon. Nunca había visto a una de aquellas criaturas, pero se aseveraba que eran voluminosas y grotescas, con unos rasgos faciales afines a los de un animal bovino y un cuerno en cada lado de su cabeza.

Noté que Wensel metía unos papeles en mis vestiduras, en el momento mismo en que los dos barcos chocaban. Una retahíla de gemidos agónicos y el entrechocarse de las espadas invadieron el nivel superior, prueba de que los navegantes y mercenarios se debatían para repeler a los filibusteros que nos abordaban. Los gritos del capitán Witherspoon descollaban sobre los otros.

—¡Venid, vacas escuálidas, y cataréis el sabor de mi acero! Juro por los dioses que, mientras me quede un hálito de vida, no me arrebataréis a mi Danzarina… ¡Agh…!

La repentina muerte del capitán me dejó apabullado. Wensel hubo de zarandearme con vehemencia para que reaccionara.

—¡Vamos, Dunstan, tenemos que desembarcar! Es nuestra única escapatoria.

—Sí, desembarcar —repetí como un autómata Cuando me puse en pie, el fragor de la batalla cesó de manera tan abrupta como había empezado. Oímos los ecos de un forcejeo en el pasillo, y luego de pisadas que se encaminaban hacia el camarote. Mi amigo quiso obstruir la entrada, pero la puerta se abrió con violencia y le propinó un tremendo golpe que le dejó inconsciente. Poco pude hacer para socorrerlo, pues tres bestias cornuda, me agarraron y ataron las manos.

Se adueñó de mí un sentimiento de indefensión mientras uno de aquellos animales, un minotauro, me llevaba en volandas a la cubierta. Me estremecí cuando mi aprehensor sorteó el cuerpo yacente de Dael en la base de la escalerilla.

El sol todavía resplandecía en su bóveda, desmintiendo la pesadilla en que me hallaba inmerso. Comencé a sudar al examinar la escena que se desplegaba ante mí. Los cadáveres de marinos y guerreros se amontonaban en la cubierta y los asaltantes los estaban echando por la borda, a las fauces de los siempre hambrientos tiburones.

Estaban transfiriendo nuestra carga, a través de una pasarela, a la nave de los minotauros. El que me sujetaba me depositó en el suelo. Al sentir que la sangre de los asesinados empapaba mis ropas, volví a expulsar el contenido de mi estómago. Miré a mi captor, intentando protestar, mas las frases que iba a proferir se atascaron en la garganta contraída por el vómito. A unos metros de mí, con sus desorbitados ojos de muerto, estaba la desfigurada cabeza del capitán Nigel Witherspoon. Una nube de negrura dio con mis huesos en la cubierta repleta de cuerpos mutilados.

Desperté en un lugar penumbroso, que identifiqué como la bodega del buque pirata. Los tablones de todo el cascarón crujían en un continuado lamento. Una criatura trepó a mis piernas en la oscuridad. Con un grito de horror, la sacudí y le di un puntapié a ciegas.

—Son ratas —dijo alguien.

—¿Quién eres?

—¿Quién podría ser tan necio como para acompañarte en esta aventura, amigo mío?

—¡Wensel!

Me arrastré hacia él, tanteando el terreno con cautela. Palpé sus piernas y me senté a su lado.

—¿Qué hacemos tú y yo aquí? ¿Por qué no nos han matado?

—¿Acaso eso te decepciona, Dunstan? —preguntó mi acompañante—. Continuamos vivos, cierto aunque no puedo asegurarte cuánto tiempo durará nuestra suerte. En lo que atañe al «aquí». Convendrás conmigo en que no es este el sitio donde nos gustaría encontrarnos. ¿Preguntas qué hacemos? Solo puedo decir que he soportado tus gimoteos y quejas durante al menos cuatro horas. Siempre afirmé que eres de los que duermen en cualquier circunstancia, Dun.

El ingenio humorístico de Wensel se desperdició en esta ocasión, ya que yo estaba demasiado ocupado en recobrar la cordura. Hubo un período de silencio, que no se rompió hasta que nos alertó un ruido de voces en el exterior de la celda, voces que se expresaban en un dialecto para mi incomprensible. Se abrió la puerta, y la luz se derramó en la estancia.

—Los humanos han de venir conmigo —ordeno alguien con acento ronco.

Wensel salió antes que yo al corredor. Lo seguí pegado a sus talones, flanqueados ambos por dos minotauros que nos condujeron a empellones a la otra punta del barco. Por fin llegamos a una puerta que doblaba en dimensiones a las corrientes. El hombre-toro que vigilaba a Wensel llamó, abrió la hoja y nos lanzó sin miramientos al interior.

El camarote en el que entramos estaba ricamente adornado. Aprecié unos armarios y estantes de madera de caoba, así como un escritorio muy grande y bien equipado, orientado hacia unas inmensas cristaleras. Fuera, comenzaba a anochecer.

Detrás del mencionado escritorio, cómodamente sentado, había un minotauro aún más colosal que los restantes. Tenía una estructura corporal ingente y musculosa, y las facciones tan retorcidas como las de los otros que había visto. A ambos lados del cráneo le crecían unos pequeños cuernos, y una pelambre corta le cubría el pecho. Su tez era negruzca, y sus ojos azabache despedían destellos rojizos por reflejo de los fanales.

Este personaje —¿quizás el capitán?— estaba muy atareado escribiendo en un rollo abierto de pergamino. Tenía el mueble atestado de documentos: unos eran mapas, con o sin acotaciones, otros listas larguísimas.

Los guardianes que con tanta brutalidad nos habían introducido tomaron posiciones en ambos flancos de la puerta. No se oía en la sala sino el garabatear de la pluma.

Me aclaré la garganta y musité, en nombre de Wensel y en el mío propio:

—Buenas tardes.

El minotauro no respondió, pero enderezó la cabeza para escudriñarnos a los dos con aire colérico. Antes de pudiera despegar de nuevo los labios, los dos guardianes se abalanzaron sobre nosotros y nos dieron un par de manotones en la cabeza. Luego nos obligaron a arrodillarnos y nos inmovilizaron en esta postura.

—Hijos de una vaca sarnosa —insultó mi amigo entre dientes.

—De un hombre tosco sólo puede esperarse un lenguaje grosero —sentenció el minotauro del escritorio—. ¿Quiénes sois, pequeños?

—Si nos autorizas a incorporarnos, quizá nos dignemos a hablar contigo —replicó Wensel con la mayor altivez posible.

—Prefiero que os quedéis como estáis; al fin y al cabo es lo que os corresponde. Y bien, ¿quiénes sois? —insistió el hombre-toro.

Era obvio que mi colega había olvidado el requisito de neutralidad impuesto por Astinus. Adelantándome, contesté:

—Mi nombre es Dunstan VanEyre.

—¿Tiene ese nombre alguna relevancia?

—Para mí, sí —se inmiscuyó mi compañero.

—Sí, para ti. ¿Es importante para alguien más?

—Para Astinus.

—¿Quién has dicho?

—Astinus. El Gran Cronista.

—¿Valéis algo? —prosiguió el minotauro.

—Astinus pagaría un rescate por nosotros.

—¿De cuánto?

—De todas las joyas y acero que hay en el mundo. Nos adora, es como nuestro segundo padre —mintió Wensel con falsa emoción.

No me atreví a mirarlo. Pese a nuestra desesperada situación, me sentía en un tris de prorrumpir en carcajadas.

El hombre-toro se irguió y blandió un látigo monumental y amenazador.

—Dime otra vez cómo te llamas —me ordenó.

—Dunstan.

—¿Y tú?

—Wensel.

—¡Wensel! —La gigantesca criatura se rio de buen grado. Noté que mi acompañante se ponía en tensión, y sospeché que las cosas empeorarían de ahora en adelante. Grande fue mi perplejidad, sin embargo, cuando mi amigo contuvo su enfado y preguntó a su vez.

—¿Cómo te llamas tú?

—Bien, Dunstan y Wensel, podéis daros por satisfechos. Acabáis de comprar vuestras vidas.

—¿Qué es eso de que las hemos comprado? ¿Piensas negociar con Astinus?

—No sé de qué otra forma podríais serme útiles.

—¿No te agradaría que tu nombre apareciera en los libros de historia? Me refiero, naturalmente, a los anales de Krynn. Serías uno de los protagonistas de las Crónicas del Maestro.

—¿De unas crónicas registradas por humanos? ¡Puah!

—Se rumorea que Astinus es una encarnación del dios Gilean.

—Un dios mediocre, hecho a la medida del hombre. Y, en cuanto a la historia, nosotros la hacemos tanto como las otras razas, o acaso más.

Al principio no capté qué se proponía Wensel, mas a medida que iba conversando se hizo la luz en mi obtuso cerebro.

—¿Sería para ti una molestia prestar a Dunstan, mi compañero, papel y tinta? Somos cronistas, y tenemos el hábito de apuntar todo lo que acontece. Dado que ahora somos nosotros quienes vivimos una aventura, y que no tardarán en abonar nuestro rescate, queremos aprovechar la circunstancia. Mi amigo es un redactor nato.

—Es conmovedor lo que os enseñan en vuestra tierra —repuso, sarcástico, el minotauro.

Hizo un signo con la mano a uno de los guardianes, y este fue al armario del rincón y extrajo de los cajones pergamino y una pluma, tan monumental que me pregunte a que pájaro se la habrían arrancado. Mientras yo hacia tales disquisiciones, Wensel, con un aplomo que me dejó atónito, continuó presentando sus demandas. No parecía darse cuenta de que no estábamos en posición de reclamar nada.

—¿Tienes algo de beber? Se me ha resecado el gaznate, me resultará difícil entrevistarte en tales condiciones.

—Y no me das la impresión de andar mal de salud —dijo el hombre-toro—. A bordo escasean las provisiones, y es evidente que nos interesa manteneros vivos, pero no necesariamente en plena forma. Tu bienestar no es asunto que nos incumba. Creo que así es como actúan tus congéneres.

—Hagamos un trato —porfió mi colega—. Conozco un medio para que tripliques tu dinero, o al menos para que obtengas por nosotros una cantidad mucho mayor que vendiéndonos sin más.

¡Estaba comerciando con nuestras personas! Casi me atraganté frente a aquel farol.

—Tengo mucho trabajo. No derrocharé mi tiempo jugando a los acertijos contigo.

—Ni yo pretendo tal cosa. Te prometo que unos simples minutos de atención pueden reportarte pingües beneficios.

—Veámoslo. ¿Cómo estimas que puedes sobrevalorarte para aumentar mi capital?

—Ahora mismo, Astinus ya estaría dispuesto a recuperarnos a cambio de una buena suma. Sin embargo, nuestra valía se centuplicaría si nos proporcionaras un poco de información.

Yo no podía dar crédito a mis oídos. Sabía de la dedicación de Wensel al oficio, mas jamás habría supuesto que trataría de interrogar a un minotauro. ¡Y menos todavía estando en tal aprieto!

—Por deferencia a la historia, no estaría de más concederos audiencia. Aunque normalmente rehusaría, pues siempre he sostenido que no conviene codearse con las formas de vida inferiores.

—La gente acogerá con entusiasmo cualquier noticia relativa a vosotros —razonó Wensel—. Apenas existen datos verificados sobre vuestra raza. Podrías hacer pública vuestra grandeza en el mundo entero.

—Y ese «poco de información», ¿en qué consiste?

—En cuatro naderías. Increíble ¿verdad? Se te brinda la oportunidad de ser el primer mino…

—Luego se nos montarán a los mismos cuernos para entremeterse en nuestros asuntos —rezongó el hombre-toro—. No necesito la bendición de los humanos a nuestras acciones.

—Sí, pero figurar en la historia escrita lo compensa con creces. Serás —concluyó Wensel su frase de antes— el primer minotauro que entrase, por así decirlo, en la bib… en el castillo de Astinus.

Unos nudillos golpearon la puerta, y otro bovino apareció en el umbral, cruzó la sala y se planto frente al escritorio. El sujeto transmitió al presunto capitán un mensaje telegráfico, del que ni mi amigo ni yo entendimos una palabra. Nuestro aprehensor emitió una vigorosa respuesta, y el recién llegado se marchó de inmediato.

El minotauro que nos retenía se reclinó en el regio respaldo de su butaca, y anunció:

—Después de todo, dispongo de un rato libre.

—¡Fantástico! Y ahora, ¿qué tal si nos sirven el brebaje refrescante que antes solicitaba? ¿Tienes por ventura aguardiente enanil?

Gruñí escandalizado. ¡Wensel quería emborrachar a aquella criatura! De todos modos, un minotauro de tal magnitud aguantaría mejor el alcohol que el draconiano.

El coloso torció la boca en una mueca de picardía.

—Si no recuerdo mal, quedan un par de barriles intactos de nuestro último botín.

Se encorvó hacia adelante y consultó las listas que se acumulaban sobre la mesa. Tras encontrar lo que buscaba, envió a uno de los guardias en busca del licor.

—Vayamos derechos a la cuestión. ¿Cómo te llamas? —acometió mi compañero.

—Mardas. Soy el capitán de esta nave.

Ignoraba cuál sería nuestro futuro inmediato, pero, por si acaso, me senté en una silla y empecé a transcribir con puntos y comas la insólita charla.

—¿Cuál es el nombre de esta hermosa embarcación?

—En vuestra lengua podría traducirse como Los Cuernos de la Venganza. Mi primer oficial es el señor Karpas, un leal servidor de su majestad el emperador.

—Por cierto, ¿quién es el emperador?

—Rah Pakas… O al menos así lo indicaba el postrer informe.

—Se diría, por tu tono, que vuestros gobernantes no permanecen mucho tiempo en el trono.

—Te equivocas. El monarca anterior reinó durante unas cuarenta temporadas.

—Y luego ¿qué le sucedió? ¿Era demasiado viejo?

—De ninguna manera. Fue muy poderoso entre nosotros.

—¿A qué edad murió?

—Cuando acudió al circo por última vez tenía más de un centenar de temporadas, aproximadamente ciento diez.

—De modo que, en comparación con los insignificantes humanos, sois muy longevos.

—Por eso estamos predestinados a dominar el mundo.

El minotauro hablaba tan deprisa que yo a duras penas podía apuntar sus declaraciones.

—Has mencionado un circo. ¿Te referías a un circus maximus, donde vuestro adalid se enfrenta en la arena a un aspirante y toma las riendas del poder el que sale victorioso?

—Te felicito, eres muy listo. Sí, ese es exactamente el procedimiento. En nuestro país mandan los fuertes; siempre lo hicieron y seguirán haciéndolo en las generaciones venideras.

—Tus máximas se me antojan el eco de una teoría que oí a un draconiano.

—¿Un draconiano? —repitió el hombre-toro con una nota de aversión en su voz—. Son puro cieno.

—¿Y la tregua que habéis pactado? —inquirió mi incisivo compinche.

—Son cieno, sí, pero un cieno útil —rectifico el minotauro.

—¿Cómo se produjo la citada tregua?

—Un embajador de Ariakas, el Señor del Dragón, fue a visitarnos en la metrópoli de nuestro reino…

—Y esa ciudad es…

—Nethosak. Pues bien, el emisario conferencio con el emperador para proponerle una alianza. Nosotros no nos mostramos adversos, puesto que el tratado nos daba la ocasión de ensanchar nuestras ya vastas fronteras. Nos comprometimos a no interponernos en el camino hacia el oeste de los draconianos, y ellos en contrapartida nos dejarían paso franco en el sentido opuesto. Ha sido un trato muy provechoso.

—Has empleado el adjetivo «vastas» al describir vuestras posesiones. ¿Acaso no vivís exclusivamente en Mithas y Kothas? —indagó Wensel, un tanto asombrado.

—No. Nuestra jurisdicción se extiende por oriente a zonas de ultramar. Somos bastante más numerosos de lo que consta en vuestros imperfectos cómputos.

—¿No son las islas vuestro hábitat principal?

—No. Preferimos el mar; sobre las aguas nos sentimos como en casa.

—Que yo sepa, nunca los minotauros ejercieron el control de una sola parcela de Ansalon.

—¡Qué horizontes tan limitados! Vuestras ambiciones se circunscriben a un minúsculo continente. Nosotros, por el contrario, nos hemos lanzado a la conquista de un mundo. Os consideráis el ombligo del universo; creéis conocerlo y serlo todo en vuestro terreno, y entretanto los de mi raza extienden su poderío allende los mares.

—Que es, deduzco, de donde provenís.

—Yo nací en Kothas.

—Me refería a tu civilización en su conjunto.

—Nuestra civilización desciende de los ogros, esos nobles seres que, lamentablemente, han caído en desgracia y perdido su antigua grandeza. Los minotauros, al revés que ellos, han preservado sus tradiciones en los campos del honor, belleza y altitud de miras.

Se hizo un breve silencio al presentarse un nuevo hombre-toro en el camarote, cargado con dos barricas y varias jarras. En cuanto se ausentó, mi acompañante volvió a la carga.

—Has criticado a una de nuestras deidades, Gilean, antes de entrar en materia. ¿Qué dioses venera tu pueblo?

—Sólo a uno, Sargas, el de los grandes cuernos.

—Ignoraba su existencia. ¿Pertenece a la órbita de la Reina de la Oscuridad?

Con su faz bestial desencajada por la furia, Mardas se levantó de un brinco y vociferó una orden a un centinela, el cual agarró a Wensel y comenzó a golpearlo contra el armario. Me puse de pie para acudir en su ayuda, pero el bovino responsable de mi vigilancia me colocó su pezuña en el hombro y me impidió todo movimiento. Obediente a una señal callada de su superior, el otro guardián volvió a sentar a mi amigo. Este último sufría espasmos de dolor, y hubo de limpiarse un riachuelo de sangre en las comisuras. No obstante en un alarde de fortaleza que yo jamás le habría atribuido, apretó los dientes rechinantes, llenó una de las jarras de madera e ingirió un largo sorbo de aguardiente. Meneó acto seguido la cabeza —no discerní si para despejarla de las dolorosas punzadas o de la bebida enanil— y reanudó la entrevista.

—No era mi intención ofenderte, capitán. ¿Tiene Sargas, al igual que las otras divinidades, su propia constelación?

—Sí, y una que se distingue fácilmente en el cielo nocturno. Me causa auténtica perplejidad que nunca la hayáis detectado, aunque seáis una raza de probada ineptitud.

—No hay entre nosotros un científico tan cultivado como tú que pueda enseñárnosla. Nos encantaría admirar semejante constelación; quizá te avendrías a mostrarnos sus estrellas… y además nos vendría bien salir a respirar: el aire aquí está enrarecido.

El capitán interpretó aquella apostilla como un agravio personal. El guardián agarró de nuevo a Wensel. Este se apresuró a aclarar que había sido una sugerencia inocente, mas el esbirro lo arrojó de bruces contra la puerta. Quedé convencido de que mi colega había muerto, pero una vez más se levantó y regresó a su silla. Observé una chispa en sus ojos que antes no ardía, y deseé haber sido yo el golpeado. Me compadecí de mi compañero. Era una persona digna y honesta, y tener que someterse a un trato tan despiadado sin opción a desquite le estaba desgarrado las entrañas.

Cuando se hubo acomodado, aún vacilante, Wensel prosiguió, con una voz uniforme que no delataba su fuego interior.

—Lo que he querido decir, capitán, es que una bocanada de brisa marina renovaría nuestros pulmones. En ningún momento he insinuado que tuvieras nada que ver con la atmósfera viciada de la cabina.

Me di cuenta enseguida de que mentía. Los minotauros apestaban. Su tufo me recordaba el que fluía de los cercados de ganado vacuno por los que habíamos pasado antes de embarcar.

—Acepto tus disculpas —dijo Mardas—. Pero te notifico que no transijo con la insolencia.

—Si me infliges más daños, Astinus no te dará tanto acero por mí.

—Eso es algo que, en lo que a mí concierne, pierde importancia a cada segundo que pasa.

Por el tono de voz de nuestro aprehensor, y por la expresión de su rostro, pude aquilatar la seriedad de aquella velada amenaza. Recé a Gilean suplicando su amparo.

—Continuemos y terminemos cuanto antes.

Mi tarea se complicó. La sangre de Wensel había salpicado el pergamino y, pese a que me esforcé en no hacer caso, cada gota me traía reminiscencias de Dael y el capitán Nigel. De nada sirvieron mis intentos para descartar tales imágenes de mi cerebro.

—Departamos sobre la sociedad de los minotauros —cambió de tema mi compañero—. ¿Podrías explicarnos cómo funciona la estructura de castas?

—No nos organizamos así.

—¿Quizá sobre una base de igualdad?

—Todos disfrutamos de las mismas oportunidades.

—¿Tenéis entonces una democracia?

—Me temo que desconozco ese término.

—¿Es el pueblo el que rige la nación?

—No, es la fuerza. Nuestro sistema podría calificarse de sencillo, elegante y divino. Su majestad el emperador, el campeón del circo, ostenta el mando mientras derrota a sus rivales. Lo respalda el Círculo Supremo, una asamblea compuesta por ocho minotauros. Cada uno de ellos es elegido en una serie de torneos eliminatorios celebrados a nivel local.

—Eso es simple barbarie.

—¿Por qué? Se trata de un método extremadamente equitativo.

—Que alguien posea una energía física superior no entraña que haya de tener también la inteligencia y sabiduría indispensables en todo buen mandatario.

—Si hubieras asistido a las luchas del circo sabrías en qué estriba la verdadera inteligencia.

—¿No es una confrontación de mera fuerza bruta?

—En nuestra juventud adiestran rigurosamente nuestro cuerpo y nuestra mente, ejercitando el músculo, la astucia y la perspicacia. La calidad de esta preparación se refleja de forma tangible en los combates de la arena, combates en los cuales hay que utilizar todos los elementos. Un tipo estúpido, al que instigasen sólo los instintos primarios, nunca saldría airoso. Es, repito, un esquema de gobierno supremo y divino, auspiciado por Sargas, y mucho más completo que cualquier otro que haya hoy vigente en vuestras comunidades.

—¿Existe una orden de clérigos de vuestra deidad?

—¡Ya lo creo!

—¿Desaparecieron durante el Cataclismo, igual que los demás eclesiásticos de Krynn? ¿O bien ni Sargas ni sus seguidores desertaron?

—Nuestra hermandad clerical ha estado en funciones desde tiempo inmemorial.

—¿Tienen vuestros clérigos constancia escrita de cómo vuestro dios abandonó a sus adoradores, si es que lo hizo?

—Yo no soy uno de ellos. —El semblante del capitán se ensombreció bajo una nube indefinible, y contuve el resuello—. No puedo contestarte adecuadamente. Es una cuestión teológica, que escapa a mi especialidad.

—¿Cuál es tu especialidad? —inquirió Wensel.

—El mar. Cosechar las riquezas que encierra y aquellas que surcan su superficie.

—Como nosotros. Somos, en definitiva, un tesoro para ti.

Antes de que Mardas hilvanara una réplica, uno de los gigantes de la puerta le rogó que nos contara el episodio de su propia pugna en el circo para acceder al cargo de capitán. La bocaza del hombre-toro se estiró en un sucedáneo de sonrisa.

—Es, lo admito, un bonito relato. Me acuerdo muy bien de aquella época.

»Cuando aspiraba al nombramiento de capitán de navío —abordó su historia—, impusieron como requisito esencial saquear los buques de los competidores. Colmaron la arena de agua a fin de formar un inmenso lago artificial. Cada participante recibió un barco pequeño, equipado con el velamen y las armas de su elección. Los magos crearon en el estanque vientos que generasen corrientes, contracorrientes y remolinos. El resultado fue que todos hubimos de recurrir a nuestras artes en la navegación, además de las bélicas, para ganar.

»Surqué las aguas haciendo frente a ventoleras y tornados maniobrando en diversos puntos antes de llegar al centro del falso mar. Ya en aquel punto topé con la marea turbulenta del torbellino, que en opinión de uno de los jueces constituía la prueba decisiva. Bordeándola, enfilando las corrientes inducidas por el viento, logré mantenerme en el perímetro, mientras los demás candidatos venían hacia mí. A algunos los desvié de su ruta hasta hacerlos caer en el remolino, que los succionó sin tardanza. Los otros fueron más duros de pelar. Tuve que guerrear contra ellos a brazo partido. Nunca olvidaré a mi amigo Kar Jin, uno de los últimos supervivientes de la lid. Nos batimos cuerno con cuerno, pezuña con pezuña, en el corazón de un huracán. Era un estupendo minotauro, y un luchador capacitado para alzarse con el título.

—Pero sucumbió —aventuró Wensel.

—En efecto. Le seccioné el cráneo con un hacha que había atado a la proa de mi nave. En cualquier caso, fue una liza muy nivelada. Él esgrimía un espadón de doble filo, y me persiguió por toda la cubierta antes de que yo atinara a liberar mi arma. Poco me faltó para perecer. Fue su exceso de confianza, y su deficiente imaginación frente a mis reacciones, lo que inclinó la balanza en mi favor. ¡Qué magnífica batalla!

—Tu narración bien merece un brindis —apuntó mi amigo.

—Estoy de acuerdo —convino Mardas.

El hombre-toro llenó su jarra y también la de Wensel, con gran desazón por parte de este. Sin embargo, en vez de beber de su recipiente, el capitán alzó uno de los barriles, lo equilibró en su hombro y engulló su contenido de una vez. Su talento de bebedor habría hecho enrojecer de envidia al más borrachín de los enanos. Luego, tiró el tonelete vacío y destapó el otro. Mi colega, a sabiendas de lo que esperaba de él, tomó la jarra por el asa y apuró el licor, asimismo de un trago. El minotauro repuso de inmediato el liquido consumido. Wensel estaba pálido.

—Por favor, no te reprimas. Seguro que te apetece un poco más —invitó Mandas, ojeando a mi amigo con malicia.

—Acertaste —musitó el otro.

—Pues bebe.

—Nada me gustaría más, capitán, pero tengo la tripa revuelta. La humedad de la bodega es la culpable.

El minotauro se encorvó sobre el escritorio hasta acercar su rostro animal a tan sólo unos centímetros del de Wensel.

—Insisto.

—Lo que tú digas —se acobardó mi amigo.

Levantó la jarra en alto, la ladeó y, con tragos lentos y laboriosos, consiguió meterse entre pecho y espalda el dichoso aguardiente.

—Hace calor aquí, ¿verdad, Dunny?

Me sobresalté al escuchar aquello. La última vez que Wensel me había llamado «Dunny» fue cuando se embriagó hasta desmayarse, tras recibir una carta de Astinus comunicándonos que debíamos desplazarnos a Xak Tsaroth para entrevistar al Gran Bulp, rey de los enanos gully. Al día siguiente, por fortuna, llegó otro despacho cancelando el encargo.

Víctima de un hipo intermitente, y midiendo más escrupulosamente sus palabras, mi acompañante reanudó sus averiguaciones.

—Háblame de vuestros hábitos familiares.

Mardas intercambió una mirada irónica con sus dos esbirros.

—La familia es el núcleo, alma y esencia de nuestra sociedad.

—Entonces, tenéis fe en la institución padres-hijos. ¿Os casáis para toda la vida?

El hombre-toro nos espió a ambos confundido, con los ojos como platos.

—¡Por supuesto! ¿De qué otro modo se puede concebir el matrimonio?

—Resulta obvio que respetáis sobremanera a las mujeres.

—¡Claro que sí! Hay muchas hembras entre nuestros dirigentes, todas aquellas que son lo bastante fuertes para sobrevivir.

—¿Hay féminas-minotauro que batallan para ser… capitanas de barco, por ejemplo?

—Desde luego.

—¿Por qué las enfrentáis al peligro?

La confusión de Mardas fue en aumento. A mí me inquietaba que, de nuevo, derivase hacia el enfado.

—¿Por qué íbamos a establecer diferencias entre los sexos?

—Bien, ellas… —Wensel se ruborizó, y hubo de hacer una pausa— son las que traen al mundo a vuestros vástagos.

La cara del capitán se tiñó ahora de desdén.

—Es de suponer que hasta vosotros los eruditos, inmersos siempre en el estudio, os habréis enterado de que los niños se engendran a dúo. Tan terrible sería quedarnos sin varones como sin mujeres.

Llegados a esta etapa del diálogo, resolví tomar el relevo. Wensel estaba ebrio. Pendiente de su jarra, la contemplaba como ensimismado y la empujaba, juguetón, con el dedo. El minotauro no le quitaba la vista de encima, emitiendo unos sonidos semejantes a risas sofocadas. Era mi turno, no cabía duda.

—Antes has hecho referencia a vuestros hechiceros. ¿Podrías extenderte un poco más sobre el particular?

—Son los más poderosos practicantes de magia de todo Krynn.

—¿Visten Túnica Blanca, Roja o Negra?

—Los miembros de nuestra comunidad arcana sirven al Estado y lucen ropajes grises, que es el color de los funcionarios.

Probé de nuevo, dando otro giro a la frase.

—¿Ejercen todos el mismo tipo de hechicería, o existen variantes?

—Has vuelto a abordar un terreno en el que carezco de experiencia. Intuyo que cada uno se consagra a diferentes estilos de sortilegios, pero no me atrevería a garantizártelo.

—Con tu permiso, retrocedo al apartado «féminas». ¿Se baten también ellas en la arena?

—Sí, es un tramite universal entre los nuestros.

—¿Tienes esposa? Si es así, ¿cuál es su profesión?

—Sí, tengo esposa. En cuanto a su actividad, ¿a qué te dedicas, mujer mía?

El capitán prendió los ojos de la fiera que poco antes había zarandeado salvajemente a Wensel. ¡Aquella criatura descomunal era su pareja! Ahora, al fijarme mejor, comprobé que bajo el peto de cuero se insinuaban las líneas redondeadas de un muy musculoso pecho femenino. La «dama» respondió en una voz tan cavernosa como la de Mardas.

—Soy centinela y contramaestre —enumeró sus cargos, y miró de reojo a su marido. Yo, temeroso de entrar en aguas movedizas, me fui por otros derroteros.

—Los draconianos sienten veneración por vuestra raza. Incluso les he oído sugerir que los minotauros seríais unos espléndidos Señores de los Dragones. ¿Te agradaría que te otorgaran esa dignidad?

—No. Nuestro destino tiene metas más elevadas. Los Señores de los Dragones tienen aspiraciones muy bajas.

—¿Qué valoración harías, como minotauro, de los dragones?

—Son unos animales fabulosos, fortísimos, valientes… La materialización de todos los principios que presiden nuestras vidas.

—Los draconianos afirman que, después de la guerra, confiarán territorios a vuestra tutela. ¿Cuáles son tus sentimientos al respecto?

—Yo… yo no… He ahogado a más de una de esas larvas reptilianas con mis propias manos. Y, mientras se sumergían bajo el oleaje, no me pareció que sus cuerpos exánimes tuvieran capacidad para confiarme nada.

—Así que tendréis supremacía sobre ellos.

—Sobre ellos y sobre el universo —fue la respuesta del hombre-toro.

—¿Habéis proyectado sojuzgar a los otros pueblos de Krynn?

—No. Nuestro propósito es eliminarlos. —Para subrayar su revelación, Mardas estampó un rotundo puñetazo en el escritorio—. Es lógico que los minotauros prevalezcan en un mundo de débiles. Si las demás razas quieren salir adelante, tendrán que aprender a hacerlo conforme a nuestras leyes. Lo exige el orden natural de las cosas.

—¿Y los ogros? Tú mismo has admitido que procedéis de ellos.

—Sí, pero se han sumido en un declive imparable. La suya es una historia trágica. Hemos pasado a reemplazarlos frente a los dioses, al menos en lo que atañe a las bendiciones de Sargas.

—¿Cómo compararías a tu gente con los ogros en cuanto a características físicas e intelectuales?

—Somos superiores en ambos planos.

—¿Acatáis el mandato de la Rema Oscura?

—¡Ni hablar! Es una diosa secundaria y débil.

—¿Por qué, entonces, no la abate Sargas?

—¿Quién dice que no lo ha hecho?

Percibí que, una vez más, había suscitado su ira, de manera que volví a refugiarme en el capítulo con el que él más había disfrutado.

—¿Cuándo planeáis iniciar la campaña de dominación de las otras razas? Hasta la fecha, no tengo noticia de incursiones guerreras vuestras en Ansalon.

—Aguardaremos hasta que los Señores de los Dragones y sus secuaces se hayan comido su ración del pastel. Entretanto encauzamos, y con gran éxito, nuestros afanes hacia oriente.

—¿Hacia otro continente?

—Exacto.

—¿Cómo se llama ese ignoto lugar?

—Me reservo esa información.

—En resumen, que los minotauros invierten sus esfuerzos en una tierra misteriosa mientras los draconianos devastan Ansalon. Una vez conquistado el levante, ¿volveréis vuestra atención hacia esta porción del mundo?

—Tal es la voluntad de los hados.

—Dado vuestro amor por el mar, ¿acierto al inferir que los capitanes de vuestros navíos configuran la clase alta?

—¡Qué pesados os ponéis con la palabreja! La noción de clase o casta debe de estar muy arraigada entre los humanos.

—Y también en las otras razas que conocemos. No te disgustes; mi única pretensión es que quede clara esa faceta.

—Sea.

—Tenéis un soberano. ¿No está considerado como una criatura de élite?

—El emperador se sienta en el trono porque es el más fuerte, ni más ni menos. Si lo fuera yo, lo derrocaría. Es una de las maravillas de nuestra organización social: cualquiera puede ascender a la cumbre sin que intervengan raza, posición, dinero ni herencia.

—«La fuerza entraña respeto» —parafraseé el axioma de nuestro amigo el draconiano.

—Sí, aunque deseo hacer un comentario sobre ese concepto. Lo fundamental es salvaguardar el Estado, y hay que aplicar todos los medios para conseguirlo, incluida la fuerza. Sin embargo, la prepotencia gratuita también puede incitar a la rebelión. Hay que hacer uso de ella cuidando de no perder la mesura. Sólo así es válido el ejercicio del poder. Por cierto, ¿quién es el «poderoso» Astinus?

—Una criatura atemporal —balbuceé, eludiendo toda precisión.

—¿En qué reino manda?

Había entrado en zona peligrosa; se frustraron mis esperanzas de que Mardas pasara por alto las bravuconadas de Wensel.

—Manda en las tierras surcadas de volúmenes de la Gran Biblioteca de Palanthas.

De repente, mi compañero apartó la vista de la jarra y exhaló un suspiro. Su gesto me causó extrañeza, pues estaba persuadido de haber inventado un juego verbal digno de su ingenio. El capitán, empero, era más avispado de lo que yo había previsto. Saltó de su butaca y vociferó:

—¡Un bibliotecario! ¡Un gobernante de libros! Ese hombre no posee más que un edificio atestado de literatura. ¿Y he de pactar vuestro precio con él?

Traté de explicarle que Astinus gozaba de un gran prestigio en toda la inmensidad de Krynn, mas él atajó mi iniciativa.

—Estoy seguro de su categoría intelectual, pero eso no lo faculta para pagar por vosotros. No valéis ni el coste de vuestros pasajes.

—Me has comprendido mal —quise razonar—. La importancia de esta entrevista estimulará a Astinus a…

—¿A qué, a recuperaros? ¿Por qué os trocará?, ¿por enciclopedias? ¡Sois unos rehenes inservibles!

—No, ya verás…

—Llevaos de aquí a estos desgraciados —bramó Mardas a su esposa—. Y fregad la cubierta cuando hayáis terminado.

Los guardianes aferraron nuestros pescuezos y nos elevaron de las sillas. Oí gemir a Wensel cuando la mujer del capitán lo arrastró hacia la salida. En medio de sus plañidos, mi desconcertante amigo hizo un travieso guiño a la hembra.

—¡Qué moza tan maciza! —la piropeó.

Sonriente e inmutable, ella arrojó a su presa por el hueco de la puerta. Mi colega aterrizó como un saco en el pasillo. Yo no corrí mejor suerte: mi escolta me tiró sin contemplaciones encima de él. Fue un milagro que pudiera guardar el manuscrito en el pectoral de mi atuendo, donde me había cosido un bolsillo secreto con la finalidad, en principio, de adelantarme al reconocido talento de los kenders para encontrar y recoger todo cuanto los otros extraviaban «accidentalmente». También escondí la pluma, en la confianza de que algún día tendría la oportunidad de estudiarla.

Los centinelas nos subieron, a trompicones, hasta la cubierta. La nave escoró en aquel momento de forma alarmante. Tomé conciencia de que iban a echarnos por la borda. ¡No sabía nadar! El pánico se adueñó de mí; forcejeé con todas mis fuerzas para soltarme, pero el minotauro era más firme que un roble. Lo último que recuerdo es el contacto gélido de las aguas al cerrarse sobre mi cabeza.

Salvados por los elfos

De no ser por Wensel, hoy ignoraría cuánto tiempo duró la fiebre. Me contaron que me atormentó ocho días antes de remitir. Me desperté despacio, de un modo paulatino, y cuando al fin reuní fuerzas suficientes para sentarme entreabrí unos ojos llenos de legañas y distinguí una tosca choza, construida con pellejos de animales y unas delgadas estacas de colores claros. Del techo de paja, circular y muy inclinado, coleaban innumerables plumas de todas las tonalidades y descripciones. En un lado, detrás de la fogata que caldeaba el ambiente en el centro de la estancia, se erguía un tótem de cabezas esculpidas, cuyas caras parecían examinarme con peculiar sonrisa. En una mesita baja, cerca de la cortinilla de piel de ciervo que tapaba el acceso, un enorme cuenco de madera y otros varios de barro y arcilla esperaban que alguien los usara. Mi cama consistía en un amasijo de cortezas de pino y mantas de pelambre de oso apiladas contra la pared opuesta a la puerta. Era, sin ningún género de dudas, el hogar de un curandero o un botánico.

En el instante en que me disponía a abandonar el lecho, corrieron la cortina y penetró en la cabaña un elfo con ropas ligeras y la tez muy curtida. Se plantó frente a mí, me examinó unos segundos y, sin articular palabra, me indicó que volviera a meterme en cama. Tan pronto hube obedecido, el personaje se giró de espaldas, tomó una mano de mortero que había entre los cachivaches de tierra cocida y empezó a triturar un clavo de especias, que extrajo de una bolsita atada a su cinto. Del cuenco manó un olor tan fétido, que yo lo asocié a las mugrientas armaduras de los ogros. Me lo trajo y lo acercó a mis labios para que bebiera. Habría rehusado, pero mi debilidad me lo impidió. Fue una sorpresa inesperada descubrir que la sustancia tenía un sabor dulce, pese a no habérsele añadido ningún otro aroma ni condimento.

Durante tres días me administraron aquella rara pócima. Cada vez que intentaba inducir al elfo a conversar él señalaba hacia la mesa, como amenazándome con darme a catar algo menos sabroso de su repertorio de elixires. Naturalmente, me acostumbré a contener la lengua y opté por pedir en silencio mis materiales de escritura, que me fueron proporcionados sin dilación.

Aproveché la ocasión para ordenar mis anotaciones y relatar con mayor claridad algunos de los acontecimientos sucedidos hasta entonces en nuestro viaje. Los textos que a continuación se transcriben, debidamente corregidos, estaban entre los que redacté mientras me hallaba confinado en mi perfumado catre.

«Es el segundo día desde que salí de mis fiebres, y no logro determinar con exactitud qué ha pasado. No he visto a Wensel ni sabido de su paradero y temo que haya muerto, aunque no renuncio a creer que aún vive. Dado mi estado, no es improbable que la enfermedad que me aqueja haya hecho parecidos estragos en mi compañero. La fiebre provocó en mi mente tales alucinaciones, y tan reiteradamente, que pervivirán en ella diáfanas cual un cristal soplado. Soñé que unos draconianos me asediaban con dientes punzantes y las espadas desenvainadas, y también con lanzas de apagados destellos, cuyas puntas estaban manchadas con la sangre de incontables Caballeros de Solamnia. Me embistieron dragones negros, encarnados y verdes, que una y otra vez me hacían perder pie con los latigazos de sus colas. Todo el tiempo veía ante mí mi propio rostro. Estaba lacerado y cárdeno y fue empeorando de manera gradual hasta hacerse irreconocible. Repetidas veces presencié el asesinato de alguien a quien profesaba un gran cariño, si bien nunca visualicé sus facciones. Lo único que se exponía a mi vista era el cráneo cornudo y deforme, la risa horripilante de la contramaestre del barco de los minotauros en el acto de aplastar la cabeza de ese alguien contra un armario.

»Si los dioses existen, imploro de su clemencia que me hagan olvidar tan atroces pesadillas. Por favor…, por favor…».

Mis miedos se disiparon muy poco después. La mañana del cuarto día, alguien apartó la flexible puerta y la figura de Wensel avanzó hacia mí. No hay palabras capaces de reflejar la felicidad que me embargó al reencontrar a mi amigo —la postrera visión que tenía de él era la de su caída del buque pirata hacia la helada superficie del mar—. Llevaba una vestimenta verde, de un tejido que no me era familiar. Pero lo más extraordinario no era el atuendo, sino la larga espada cuyas correas se ceñía al talle, por encima de la banda. Portar armas es una infracción de todas las normas de nuestra orden.

—Ya va siendo hora de que dejes de haraganear en la cama y hagas algo positivo —me amonestó. Me pilló muy atareado, en medio de un párrafo acerca de mi doctor—. Tuvimos la fortuna de varar en una playa de Ergoth, así que te conmino a hacer acopio de energías y ambiciones, dejar tu acogedora casa y venir a copiar una charla con los elfos. ¿O es un trabajo demasiado duro para alguien tan delicado?

—Déjate de sarcasmos, Wensel. He intentado hacer vida normal, pero, en cuanto apoyo los pies en el suelo, ese herbolario de rostro impenetrable me ordena que vuelva a acostarme. No me vengas…

—Ya basta —me cortó él—. Ponte esto y sígueme. Tenemos mucho que hacer.

Me tiró unas prendas, que cacé al vuelo, y se esfumó tras el pellejo de ciervo.

Mientras me vestía a toda velocidad, cavilé sobre la nueva espada de mi amigo. Parecía reafirmarlo en una actitud que ojalá hubiera desechado. Hablaba con rudeza, y no parecía preocuparse por mi bienestar. Mas, como debe hacer un buen compañero, excusé su pésimo humor y traté de hallar el medio de combatirlo. Me ajusté la banda del cinto y salí raudo tras él.

Ya en el exterior, la luz casi me cegó. Cuando mis ojos se adaptaron, divisé a Wensel en la distancia parloteando con un humano robusto y de tez negra, delante de un edificio que semejaba bastante más sólido que el refugio donde había pasado la convalecencia. Alrededor de aquella construcción había un centenar de casuchas similares a la mía, circundadas por un anillo de árboles.

Un sinnúmero de elfos deambulaban entre las chozas, algunos de aspecto muy distinto del de mi médico, el único que había visto hasta entonces. Había unos de piel clara, ojos azules y cabello del color de la miel, que se mantenían al margen de sus congéneres. Más tarde averigüé que eran los Silvanesti, criaturas de rango superior respecto a las otras dos culturas elfas. El segundo sector mayoritario, los denominados Qualinesti, hacían tentativas esporádicas de ayudar a los terceros, más cetrinos, pero estos solían no hacerles caso. Al inspeccionar el terreno más a conciencia caí en la cuenta de que había grupos de diversas culturas, y que eran pocos los que se aventuraban a proferir una orden o asignar una tarea fuera de su camarilla.

En el momento en que me reuní con mi amigo, el hombre negro daba por terminado el coloquio y se aprestaba a partir. Antes de que se alejara, no obstante, vislumbré en su persona un fulgor argénteo. Surgía de su brazo, ¡que era enteramente de plata! Mi colega me ojeó unos breves segundos, se dio la vuelta sin abrir la boca y penetró en la edificación central. Yo aparté la consabida piel de animal y entré también, tras aquel completo extraño en que se había convertido mi camarada.

Una vez dentro, el edificio se me antojó más reducido. Los muros eran de ladrillo y junco, con diseños simbólicos grabados o pintados. Un fuego, cautivo de un círculo de piedras colocadas con esmero, chisporroteaba en medio de la sala; el humo se elevaba en vaporosas volutas hacia su tiro, un agujero en la parte central del puntiagudo techo de paja. Junto al muro más alejado había tres elfos, dos varones y una mujer, sentados en torno a una rudimentaria mesa de madera.

—Bienvenidos, historiadores —nos saludó la mujer—. Me llamo Jilana, y he sido designada por los elfos Silvanesti para hablar en su nombre. A mi izquierda está Varion Blael, portavoz de los Qualinesti, y a la derecha Kel-Ton Raze, representante de los Kalanesti. Como seres cultivados dentro de nuestra raza, y ante la pertinencia de los requerimientos de Astinus, hemos accedido a satisfacer vuestra curiosidad. Preguntad lo que queráis.

Majestuosa y grácil, la doncella Silvanesti estaba acomodada entre los otros dos con la espalda enhiesta y aspecto sereno, alerta para responder. Lucía una larga melena rubia, y en sus iris azulados reverberaban los oscilantes destellos de las llamas. Varion Blael, el embajador de los Qualinesti, adoptó una pose tranquila, paciente, y aguardó así que comenzáramos. También él tenía los ojos azules, si bien su tez era menos pálida que la de Jilana y su cabello no era dorado, sino tan pardusco como su jubón de cuero. Pero el más prominente miembro de las tres tribus, al menos por su apariencia, era el Kalanesti.

Kel-Ton estaba tieso, siempre vigilante, lo que denotaba un cierto grado de recelo frente a sus primos. Sus ojos de tonos avellana iban, taladradores y desconfiados, de Jilana a Varion. No cesaba de revolverse en su silla, como quien no da con la postura. Tenía, al igual que mi curandero, la clásica epidermis oscura de los Kalanesti, cubierta sólo por jirones de cuero, tiras y franjas teñidas en una gama chillona que contrastaban con el discreto y bien cosido atuendo del Qualinesti y la satinada y exquisita túnica de la mujer Silvanesti. Comprendí por qué las otras dos sociedades veían en los hermanos de Kel-Ton a unos elfos bárbaros e indómitos.

El Kalanesti espiaba obsesivamente el recinto, tan nervioso que no llegaba a fijarse en nada. Al reparar en su desasosiego, Wensel ordenó sus pensamientos y abrió la sesión.

—Si sois todos de regiones diferentes de Ansalon y, como demuestra la historia, no coincidís ni en filosofía ni en estilo de vida, ¿qué hacéis agrupados en Ergoth?

Kel-Ton inauguró la tanda de respuestas, y lo hizo con acento despectivo.

—Los Silvanesti y Qualinesti han huido de los invasores draconianos decidiendo, como es natural, residir en la mejor tierra posible, que es esta de los Kalanesti.

Emitió un bufido casi feroz y continuó en un susurro, tan quedo que sólo pude captar el término «primos» farfullado, eso sí, con agresividad.

—Los Kalanesti se han mostrado reticentes a aceptar nuestra protección —interpuso Varion, el elfo Qualinesti.

—¡No vinisteis aquí a protegernos, sino a esclavizarnos! —bramó Kel-Ton.

—Como observaréis, son peores que niños —agregó, condescendiente, Jilana—. Precisan de nuestra guía y consejos.

La explosión que sucedió a este aserto marcó el tono de las intervenciones subsiguientes. Los tres personajes se enzarzaron en una tumultuosa riña verbal durante un tiempo, hasta que Wensel recuperó su atención y, tras aplacar los exaltados ánimos, logró continuar con el interrogatorio.

—¿Se crearon las sociedades elfas como una unidad, o bien como entidades independientes? —inquirió.

—Los Kalanesti —declaró Kel-Ton— somos los más afines a los elfos originales, seres primigenios que creaban y moldeaban su hábitat. Luego, en época de Silvanos, se fundó la saga de los Silvanesti. Fue él el gran adalid de la raza que unificó a las comunidades tribales. Mis antepasados, los iniciales Kalanesti, rehusaron integrarse. No les interesaba aquel tipo de organización. Silvanos instauró su monarquía en Silvanost donde, inevitablemente, algunos clanes acabaron por rebelarse y exiliarse. Fueron los Qualinesti.

Varion carraspeó y relevó a su congénere.

—Silvanost fue un reino próspero hasta que se infatuó con su propia grandeza y se volvió miope, desestimando al resto del mundo. Y…

—Y así es como hemos preservado nuestra pureza —interrumpió Jilana—. Sí, hemos salvado la pureza y la santidad de nuestro pueblo sin permitir que agentes extranjeros las mancillen, que es lo que hicieron nuestros antiguos hermanos.

—¡Esa «pureza» se convirtió en la peor lacra de los Silvanesti! —acusó Varion—. Les infundió tanto orgullo, que fueron incapaces de pedir auxilio cuando los ejércitos de los Dragones irrumpieron en sus tierras. Puede decirse que, en esencia, Qualinesti nació de la migración de unos elfos desencantados bajo el mando de Kith-Kanan, hijo de uno de los grandes cabecillas Silvanesti. Aquello aconteció después de un período de guerras encarnizadas, en las que perecieron millares de elfos.

—¿Las de Kinslayer? —puntualizó mi amigo.

—Sí. Una mecha que encendió, en primera instancia, la arrogancia del régimen Silvanesti.

—Y, al recrudecerse el actual conflicto —interceptó Kel-Ton—, los Qualinesti, como tan doctamente lo ha expresado Varion, «emigraron» de nuevo, esta vez cruzando el mar para allanar nuestros dominios.

—El éxodo de los Qualinesti —replicó Blael— se debió a unas ofensivas de los dragones en las que se perpetraron auténticas matanzas. Pese a las cuantiosas pérdidas, pudimos evacuar a mujeres y niños gracias al heroísmo de nuestras tropas. Ni nuestro pueblo ni el de Silvanesti podían aguantar el embate masivo del enemigo.

—A los nuestros les sucedió algo todavía más terrible —explico Jilana con voz suave y apenada—, algo que hoy seguimos sin entender. Lorac, nuestro rey, se quedó en Silvanesti, aduciendo que podía vencer al Mal en solitario. Nos ordenó partir bajo el liderazgo de su hija, Alhana Starbreeze, y ahora ¡ay de nosotros!, también ella se nos ha ido. Regresó en busca de su padre, y nadie tiene idea de su paradero.

El Kalanesti meneó la cabeza y se inclinó hacia adelante.

—Dejar abandonado a un hombre, aunque sea el soberano, es una acción deshonrosa. ¿No deberíais haber batallado a su lado en defensa de vuestras tierras, en lugar de daros a la fuga y ocupar las ajenas?

—Nuestro monarca es un mago de gran virtud.

—¿Un mago? —repitió Wensel.

—Sí. Y nos prometió que su ciencia bastará para reconquistar el país.

—No deja de resultar paradójico —dijo Varion y lanzó una significativa mirada a Kel-Ton— que sea el único que no se ha enfrentado a los dragones quien nos dé lecciones de cómo hacerlo.

—No hemos tenido oportunidad de entrar en liza —protestó, iracundo, el elfo Kalanesti—. Estoy seguro de que tú y tus refugiados saldréis en estampida hacia el oeste en cuanto esos reptiles asomen a nuestras fronteras, y seremos nosotros, como de costumbre, quienes empuñaremos jabalinas, espadas y las cajas de resonancia de los kenders, por usar la expresión popular.

—¿Crees probable que el éxodo de los Qualinesti y Silvanesti a Ergoth atraiga a los dragones hasta vosotros? —preguntó mi acompañante.

—Desde luego —rezongó Kel-Ton—. Tras fustigar a unos y otros elfos a su antojo, imaginarán que también pueden jugar con nosotros.

—Si todavía no os han agredido es porque saben que en esta isla desheredada no vive más que una horda de salvajes —replicó Blael.

—Al menos, a diferencia de un par que conozco, no somos un culto callejón sin salida —contraatacó el Kalanesti.

—Mal puede uno serlo cuando carece de cultura.

—La cultura —se inmiscuyó Jilana, vuelta hacia nosotros— es lo que pretendemos enseñar a las tribus de Ergoth. Nos esforzamos en educarlos e inculcarles conceptos de orden.

—¡Orden! —se sulfuró Kel-Ton—. Nos imponéis vuestro lenguaje y valores. Os pondré un ejemplo —ofreció, dirigiéndose a mi amigo y a mí—. Por esta isla discurre un caudal de agua, que hemos bautizado como el Rio de los Muertos. Cada vez que expira un elfo, lo depositamos en su barca y enviamos sus despojos corriente abajo…

—Un flagrante sacrilegio.

—Estas personas —prosiguió el Kalanesti sin hacer caso a la doncella— se refieren a él como el Río de la Muerte, y hay una notoria diferencia entre ambas acepciones. Catalogan nuestro ritual de diabólico. Ellos sepultan sus cadáveres en tumbas de piedra, mientras que nosotros les rendimos honores de héroe y dejamos que los beatifiquen las fuerzas naturales.

—Estáis contaminando las aguas del río —se solidarizó Jilana, aunque más pacífica—, y también las del océano. Es un acto de barbarie, como tanto otros que practicáis. Incluso algunos elfos de tu pueblo están de acuerdo con nosotros, Kel-Ton. Muchos han acudido voluntariamente a mí, deseosos de asimilar mis enseñanzas.

—¿Qué otra cosa cabe esperar? Tomasteis nuestra patria al asalto —se lamentó el Kalanesti, y su rostro se contrajo en una mueca de amargura—. El terreno de caza fue engullido por vuestros campamentos. Apenas quedan piezas que cobrar, y mi gente se ve forzada a ponerse en vuestras manos para sobrevivir. ¡Lo teníais todo previsto! Habéis destruido nuestra forma de vida.

—Lo que pomposamente denominas «forma de vida» —rebatió Blael a su primo— consiste en que cien elfos vivan de otros cien metros cuadrados de tierra. La nuestra, en cambio, permite que sean mil los individuos que se sustenten de ese mismo espacio. ¿Por qué te resistes a vivir en armonía con tu entorno?

Los ojos de Kel-Ton se desorbitaron frente a lo que él juzgaba un desatino. Se reclinó en el respaldo antes de, casi sin transición, impulsarse hacia adelante y disparar su réplica.

—Porque vuestra noción de la armonía es imponer vuestra voluntad a ese entorno. Teníamos un centenar de elfos existiendo en feliz concordia con su hábitat, mientras que ahora se talan los bosques y arboledas, se edifica, se erigen monu…

—¡Nosotros no dañamos los árboles! —se disgustó Jilana—. Somos los primeros admiradores de su belleza.

—Quizá, pero los transformáis.

—Son silvestres, hay que civilizarlos —aseveró la doncella con frialdad.

—Y eso mismo es lo que os proponéis hacer con nosotros, vuestros parientes de raza.

—¡Sí! —admitió la hermosa mujer Silvanesti—. Los Kalanesti son, en cierto sentido, nuestros hijos. Se hallan sumidos en las tinieblas de la ignorancia, y queremos iluminarles la senda. Su manera de vivir no dista mucho de la de nuestros antepasados de hace mil años.

—Desearía decir algo —interrumpió Wensel—. Las teorías de los Silvanesti y Qualinesti me recuerdan en gran medida a las que manifestaron, en anteriores entrevistas los minotauros y draconianos. Los elfos, por supuesto, están en el otro lado de la balanza. Sin embargo, un análisis imparcial me revela que unos y otros defendéis puntos de vista semejantes sobre la necesidad de implantar un orden universal.

—Nosotros no nos hemos propuesto nunca adueñarnos del mundo —discrepó Jilana, irritada por la comparación—. De hecho, no hay nada que nos preocupe menos. Nuestra única ambición es que nos dejen tranquilos.

Kel-Ton escrutó a mi amigo con los párpados entrecerrados, y respiró hondo.

—No te equivoques. Mis primos no son perversos. Tal vez andan desorientados en su modo de enfocar algunas cuestiones, pero no son malvados.

—Somos criaturas de Paladine —corroboró la dama—, y por lo tanto imbuidas de bondad. Los minotauros, entes maléficos, se amparan en sus creencias para justificar lo que no tiene justificación, lo mismo que los draconianos.

—A decir verdad —insistió mi colega—, los minotauros están persuadidos de que los villanos son los demás y ellos han sido escogidos para instaurar el orden.

Varion, que había permanecido callado en los últimos minutos, se inclinó hacia la mesa y posó ambas manos en su superficie.

—Un razonamiento enrevesado, producto de mentes enfermas. Comparto la opinión de Jilana y, además, lo que hagan o sientan esos monstruos me tiene sin cuidado. Lo que resulta interesante recalcar son los valores intrínsecos de nuestra controversia. Mis congéneres exponen opiniones contrapuestas. Para los silvanesti, todas las otras razas son inferiores y deben ser sojuzgadas. Los Kalanesti, por su parte, son tan reticentes a los cambios que preferirían vernos morir antes de abrirnos las puertas de su casa…

—Las puertas se han abierto, y aquí estáis.

—¡No gracias a vosotros! —exclamo el Qualinesti.

—Una pregunta —solicitó Wensel, consciente de que, si no intervenía, se suscitaría un debate más que acalorado—. ¿De invertirse los papeles, acogerían bien los Silvanesti y Qualinesti a la tribu de Kel-Ton?

—Los Qualinesti sí, rotundamente. —El acento de Varion era sincero y sin alteraciones.

La contestación de la doncella fue más escueta. Se contentó con pronunciar un «Sí».

—Sí, claro que nos habríais acogido. ¡Como criados! —gritó Kel-Ton—. Veréis —continuó, mirándonos a nosotros— el sistema de castas de los Silvanesti está muy estratificado. La servidumbre doméstica ocupa el escalafón más bajo, ya que tan sólo realizan esas tareas los destituidos y los humildes.

—No estáis capacitados para desempeñar otras —dijo Jilana, y se encogió de hombros—. Con el tiempo, una vez que hayáis recibido instrucción…

—¿Habéis profundizado lo bastante en el conocimiento para informaros de cuáles son nuestros principios y respetarlos, simplemente, porque son nuestros? —increpó el Kalanesti a la mujer.

—Sabemos en qué creéis. Y respetamos vuestras creencias como hacemos con las de nuestros hijos, que deben ser encarrilados a medida que crecen.

—Esa fue una de las razones primordiales por las que se independizaron los Qualinesti —masculló Varion, tratando de intercalar una frase en la discusión.

—Fundamentalmente —puntualizó Kel-Ton—, los Silvanesti etiquetan las creencias de los Kalanesti bajo el mismo epígrafe que «El Padre Invierno». Para ellos son como un cuento infantil que puede barrerse de la existencia.

—Así es. Pienso, sin embargo, que tu pueblo todavía tiene remedio —respondió Jilana—. No como los Qualinesti, que están tan corrompidos por su asociación con los humanos, sus preceptos y valores, que se han perdido para nuestra causa.

—Lo único que hemos hecho ha sido comunicarnos con sociedades ajenas a nosotros —argumentó el portavoz de los Qualinesti.

—No entiendo por qué —se obstinó la mujer, visiblemente indignada—. El mundo exterior jamás simpatizó con nuestra raza. No habrían movido un dedo aunque nos exterminaran en masa.

—Esa es una falsedad, alimentada sobre todo por el engreimiento de los Silvanesti. Nosotros, los Qualinesti, hemos preservado casi incólume la pureza de la estirpe. Viajar y comerciar con otras razas no sólo no ha debilitado nuestro carácter, sino que nos ha enriquecido y consolidado.

—Entre los múltiples semielfos que pueblan Krynn predominan los Qualinesti —constató Kel-Ton, y no lo dijo como un cumplido.

—Es cierto —reconoció Varion, arrugando el entrecejo.

—¿Y es así como salvaguardáis el linaje?

—No olvides que la mayoría de los Qualinesti son elfos de pura sangre.

—Pero no por mucho tiempo —opuso Jilana, y sacudió su rubio cabello—. Como ha apuntado Kel-Ton, su sangre está contaminada.

—No me inquieta tanto la mezcla de sangres en sí misma —gruñó el Kalanesti— como el resultado de esos mestizajes. Al adaptarse a las premisas y doctrinas humanas, mis primos destruyen su cultura. Tratan, al igual que los hombres, de manipular los frutos de la tierra. Los Silvanesti lo hacen a través de la magia: moldean los árboles en formas caprichosas, recortan y podan los arbustos, y aseguran que están «civilizando» la espesura. Los Qualinesti no dan formas a las copas. Ellos construyen…

—No les gustan nuestros edificios —bromeó Blael.

—No es esa la cuestión. Lo que nos molesta es que las viviendas que erigís dominen el paisaje. Nosotros tenemos estructuras transitorias, porque hasta los elfos más ancianos saben que todo cuanto hacemos es efímero. Sólo la naturaleza es eterna.

—Es evidente que nunca has visitado Qualinost. —Varion, al evocar su patria, no pudo evitar un suspiro de añoranza—. Nuestros edificios no desentonan ni un ápice con los hermosos bosques vecinos. Que nuestras casas se fundan con el universo natural reviste para mi gente una importancia prioritaria. Nuestras mismas esencias así lo exigen.

—Vuestras ideas del orden se cifran en la pureza, el aislamiento y hasta la discriminación —se entremetió Wensel—. ¿Las impondríais sobre el mundo, tal como desean hacer las razas malvadas?

Estalló el caos en la sala. Los tres elfos vocearon sus criterios sobre el tema con férrea pertinacia. Hablaban todos a la vez, ansiosos por plantear la filosofía que, según cada uno, había que seguir en lo concerniente al orden y a la cultura. Al ver que yo había dejado la pluma, y que no mostraba intención de tomarla de nuevo, el griterío se fue reduciendo a un murmullo en el que mi amigo pudo, finalmente, intervenir.

—Por favor, hablad por turnos —les sugirió—. Nos interesa conocer vuestros puntos de vista, y además es nuestro deber registrarlos con fidelidad. ¿Os parece que empiece el Qualinesti? Tengo la impresión de que se halla a medio camino entre los otros dos grupos.

—No estoy muy seguro de que el orden constituya un objetivo válido —comenzó Varion—. Es cierto que es imprescindible ceñirse a unas pautas sociales, pero mi pueblo se encuentra tanto más cómodo cuanto más flexible sea su aplicación. Abogamos por el cuidado de la salud y el bienestar general, y hemos descubierto que la construcción de edificios (bonitos, sí, pero edificios al fin y a la postre) es una actividad cultural positiva. Al comparar las tres facciones elfas se percata uno de que las dos que se han adherido a la civilización son las que han prosperado, progresando y multiplicándose. Los Kalanesti cuentan con una población mínima: su estilo de vida no los deja florecer.

Varion Blael estiró, relajado, las piernas, a la par que cruzaba los brazos encima de la mesa. Acto seguido posó los ojos en Kel-Ton, que no paraba de agitarse en el asiento.

—Los Kalanesti —abordó su alegato el representante de este grupo— son escasos en número, pero viven en perenne armonía con su medio ambiente. En eso se distinguen de las otras razas, tanto elfos como humanos, quienes sobrecargan el terreno que ha de nutrirlas. El…

—Advertiréis —se interpuso Varion— que los únicos…

—Yo no te he interrumpido a ti —lo reconvino Kel-Ton—. Me he mordido la lengua, a pesar de que estaba en completo desacuerdo con buena parte de lo que dijiste. El orden y la armonía —retomó el hilo, dirigiéndose ahora a nosotros, los entrevistadores— son conceptos irreconciliables. Por la segunda vivimos vinculados a la tierra, mientras que el orden nos insta a doblegarla a nuestros designios.

»Tenemos una jerarquía estructurada en nuestras tribus, mas no nos encerramos en un sistema de castas ni imitamos a los hombres, tratando de convertirnos en taberneros o mercaderes con la esperanza de que así disculparán nuestras orejas afiladas y nuestra delgadez. Somos libres e individualistas. Nos enorgullecemos de nosotros mismos.

Los otros dos elfos escucharon en total mutismo, e incluso me pareció detectar en sus rostros una mueca aprobatoria. Al notar que estábamos también nosotros en suspenso, Jilana hizo uso de la palabra.

—El orden es capital para la supervivencia. Durante siglos, los Silvanesti han vivido en un magnífico territorio solos, sin recurrir a la ayuda de nadie. Y si hemos podido perseverar y medrar ha sido merced al orden estricto que observamos. En nuestra comunidad, todos (y somos muchos) acatan las reglas. A menos que enderecemos el mundo caótico en que vivimos en la actualidad, no haremos nada bueno. En lo que a nosotros respecta, un universo ideal sería aquel en que el orden se impusiera…; no, el termino correcto es enseñara… en que el orden se enseñara a la totalidad de las criaturas, de tal manera que se neutralizase la maldad. No habría razas malignas: sencillamente no existirían. Convocaríamos a los humanos, igual que intentamos hacer con los Kalanesti, y los convenceríamos de que han de tomarnos como ejemplo y seguir nuestras directrices. Me doy cuenta, por supuesto, de que a ellos les sería difícil, dada la brevedad de su existencia. El orden, repito, al servicio del Bien sería la salvación del universo.

Kel-Ton fue a decir algo, pero calló al recibir una señal de Wensel, quien había advertido que yo todavía estaba en el proceso de anotar todo lo que se había dicho. Tan pronto como me puso el corriente, mi colega hizo un asentimiento al Kalanesti para que continuara.

—Mi tribu ha sobrevivido por si misma durante tantas centurias como nuestros parientes los Silvanesti y, aunque numéricamente no estamos en condiciones de superar a nuestros vecinos, reina la paz en estas latitudes. La historia de los Kalanesti no es la de un sector escindido para labrar su propio destino. No es una crónica de guerras fraternales y de muerte, sino de cacerías e inviernos templados…

—Y de ocultaciones —reprochó la doncella con su usual templanza—, de zafarse de responsabilidades. Nosotros, los Silvanesti, cargamos con un duro peso ante nuestros congéneres y ante el orbe, y lo hacemos gustosos.

Anonadado, Kel-Ton escudriñó a Jilana y exclamó:

—¡No me vengas con pamemas! ¿Qué clase de compromiso es fijar los límites de una pequeña provincia y elevar barreras en su derredor? Os recluís de todo y de todos y, cuando se abre una grieta en tales barreras, huis en desbandada. ¡Esa es tu amplitud de horizontes!

—Quiero hacer hincapié —participó de nuevo Varion— en que los Kalanesti han podido llevar una existencia pacifica porque los dragones no han alcanzado aún estas islas.

—Es verdad —coreó la mujer.

—Sí. Pero la situación no tardará en cambiar —pronosticó Kel-Ton—, y entonces comprobaréis de qué metal están hechos los auténticos elfos.

—Ya lo veremos —desafió Blael.

Jilana examinó de hito en hito a sus dos oponentes, y luego habló.

—Por lo menos, espero que ambos convendréis conmigo en que nuestra nación personifica el Bien en este mundo, y que nuestras maneras y tradiciones son preferible a las de otros seres.

—Yo lo doy por sentado —se sumó Kel-Ton—. Los elfos somos superiores en casi todos los aspectos. Pero las otras razas, tales como la humana, están en su derecho a errar…

—Personalmente —dijo Varion— opino que los hombres tienen mucho que ofrecernos, en el supuesto, claro, de que nuestra soberbia y autoestima no nos impelan a mirarlos por encima del hombro y tacharlos de inferiores. Saldríamos ganando si nos relacionáramos mejor con el prójimo.

—Ganaríamos en pesares —susurró, apenada, la Silvanesti.

—En algo más. Se ensancharían nuestras fronteras, trabaríamos amistades fructíferas.

—A propósito de los humanos, ¿qué lugar les reservaríais, a ellos y a las demás razas, en vuestro nuevo mundo? —indagó Wensel. Estaba francamente intrigado.

—Los hombres instruidos, que aceptaran nuestra guía, serían autorizados a actuar a su albedrío. No os dejaríamos, desde luego, convivir con nosotros —puntualizó la elfa de cabellos de oro—. Los draconianos y demás razas perversas tendrían que ser suprimidos.

Kel-Ton comentó las declaraciones de la dama.

—Partiríamos en demarcaciones algunas de las áreas que habitáis en la actualidad, donde podríais conservar las costumbres y creencias autóctonas hasta el término de vuestro corto período vital. Y estoy de acuerdo en que habría que eliminar a los pueblos nocivos.

—Me cuesta suscribir un planteamiento —objetó el Qualinesti— por el que se sacrifican razas enteras en nombre de la bondad.

—Aquello que es malo debe cesar de existir —fue la rotunda respuesta de Jilana.

—¿No podríais formar e ilustrar a los draconianos? —preguntó Wensel.

—¿Para qué tomarse tantas molestias? Encarnan físicamente el Mal —contestó la Silvanesti con total indiferencia—. Se originan en el corazón mismo de la negrura. ¿Qué puedes enseñarle a alguien que esgrime una espada y te abriría en canal antes de escucharte?

—Los draconianos son engendros monstruosos —asevero Kel-Ton—. No hay manera de transformarlos. Que nosotros sepamos, sólo hay unas pocas agrupaciones de razas nefandas cerca de nuestros lindes. Son, hacia el norte, los ogros y gigantes. Mientras se circunscriban a sus montañas, no los perjudicaremos. Ahora bien, si cruzan esas montañas y penetran en nuestros dominios deberán atenerse a las consecuencias —dijo con firmeza el Kalanesti.

—Ese es también el criterio de los Qualinesti —coincidió Blael—. Por desgracia, cada día son más los intrusos que frecuentan nuestros montes.

—¿Qué significa ese «nuestros»? —preguntó, enfadado, Kel-Ton.

—Que son nuestros, naturalmente —se negó a rectificar Varion.

—¿Os aliaréis para combatir contra los dragones?

—¡Por supuesto! —clamó Blael—. La testarudez de las otras dos culturas está dificultando nuestra unificación, pero no la imposibilita. Nosotros, los Qualinesti, representamos el terreno neutral entre los extremos de la superioridad, la altivez, de los Silvanesti y la reticencia de los Kalanesti a las influencias externas. Estamos familiarizados con ambos puntos de vista, y hacemos todo tipo de intentonas para conciliar las tres sociedades en una verdadera fuerza, si bien hasta hoy hemos tenido escaso éxito.

—No es necesario conciliarse —replicó, despectiva, Jilana—. Nosotros aguardamos tan sólo el regreso de Alhana Starbreeze. Ella nos informará de que Lorac, nuestro rey, ha vencido en su empeño de expulsar la maldad de nuestra tierra, y emprenderemos el feliz retorno, dejando que el mundo se las componga como pueda.

—¡Y nosotros esperamos ansiosos la hora de vuestra marcha! —espetó Kel-Ton a la mujer. Luego, volvió a dedicar su atención a Wensel—. No podemos estrechar lazos con unos seres que, pese a llevar la misma sangre elfa en sus venas, nos tienen por niños que hay que educar o sirvientes para su explotación.

—Será para ti una desagradable sorpresa —amenazó la doncella— ver que muchos Kalanesti nos acompañan cuando partamos. Son ya docenas los que quieren ser presentados a Silvanos e incorporarse en nuestra comunidad.

—¡También tú habrás de desprenderte de algunos Silvanesti! —rugió, con apasionada vehemencia, Kel-Ton—. Ellos y unos cuantos Qualinesti elegirán quedarse en Ergoth.

—No —discrepó Jilana—. Ningún miembro de nuestro pueblo permanecerá a vuestro lado.

—Sí, habrá Silvanesti que… —empezó a contradecirla Varion.

—Y Qualinesti, no lo olvides, que se afincarán entre nosotros —concluyó Kel-Ton por los otros dos.

—¡Muy edificante! —regañó mi acompañante al trío.

Se mostró enfático, aunque yo percibí una nota de fatiga, como si le deprimiera aquella incesante disputa entre personas que eran, esencialmente, paladines del Bien. También yo la encontraba, además de triste, vana. Sea como fuere, el ritmo al que debía escribir no me dejaba reflejar todas mis impresiones.

—Si los dragones no vuelven a acometeros, ¿os quedaréis al margen de la guerra, pase lo que pase? —interrogó Wensel, puestos los ojos en Kel-Ton—. ¿Piensas, como Jilana, que el mundo debe seguir su curso sin vosotros?

—Me temo que el conflicto no tardará en ensañarse también con mi gente —murmuró el Kalanesti.

—Bien, lo enfocaré de otra manera. Digamos que repeléis la invasión de los reptiles. ¿Os detendréis en esa victoria?

—Sí —fue la seca contestación.

—Ya hemos librado nuestra batalla —agregó la mujer—. Regresaremos a casa, y eso será todo. En cuanto echemos al Mal de Silvanesti, no se instalará allí de nuevo.

—Siempre existe la posibilidad de una reincidencia —señaló mi amigo—, de una próxima vez.

—Si hubiera una próxima vez, la maldad no nos pillaría desprevenidos. Para entonces habrá crecido nuestro poder —Jilana fue categórica en su afirmación.

—Yo creo que las razas deben respaldarse recíprocamente para formar un frente común que haga recular a la perversidad —proclamó, tras unos instantes de reflexión, Varion—. Si eso se logra, y cuando quiera que suceda, los Qualinesti no estarán ausentes. Lucharemos codo con codo al lado de los humanos, e incluso de los pueblos enaniles si así lo requieren las circunstancias. No esperarnos que los Silvanesti firmen tal alianza y, de producirse la refriega en cualquier sitio fuera de esta pequeña isla, tampoco los Kalanesti se solidarizarán. Nosotros, los Qualinesti, consideramos que todas las razas que viven en el mundo merecen un espacio vital, y haremos lo que podamos en pro de la libertad.

—Defenderemos nuestra tierra. De no haber sido nuestros parientes los elfos quienes llegaron, habríamos empuñado las armas también contra ellos en cuanto pisaron nuestras playas —confirmó Kel-Ton las teorías de Blael.

—He notado —dijo Wensel al Kalanesti— que alzabas la vista al mencionar Varion a los enanos. ¿Abrigáis animosidad contra esos seres?

—Animosidad, no. Simplemente, no congeniamos ni tenemos razón para hacerlo. Ellos aman de forma desmesurada todo lo prefabricado, las construcciones y sus complejas madrigueras. Nos son tan ajenos como los minotauros.

—¿Cómo valoras tú a los enanos? —inquirió mi amigo, ahora de Blael—. Vivís en su proximidad.

—Desde luego, no les profesamos una gran estima. Constituyen una raza antiestética, deforme. Sin embargo, su fealdad no obsta para que los Qualinesti sean los únicos elfos que sellaron en su día un tratado con ellos, materializado en un bello monumento. En efecto, Pax Tharkas se erigió en honor y conmemoración de la paz entre ambos. Que esa emblemática fortaleza sea hoy base de operaciones de los hijos de las Tinieblas resulta descorazonador.

—Quizá, pero no es ningún contrasentido —sentenció el Kalanesti—. Aquel que levanta una plaza fuerte debe imaginar que, antes o después, la utilizará uno de los bandos con fines beligerantes. Semejante edificio es una aceptación implícita del estado de guerra.

—La guerra es parte inherente de la vida —opuso Wensel. Aquello era lo último que esperaba oír de labios de mi camarada y, ahora que lo rememoro, caigo en la cuenta de que sus pensamientos comenzaban a ensombrecerse ya en aquellas fechas. A mí la experiencia con los minotauros me había fortalecido; a él, en cambio, lo había vuelto más cínico y polémico. Su neutralidad se disolvió ante las fauces de la Parca, mientras que yo, aunque trastornado, me aferré más resueltamente al juramento tácito de mi oficio, que honré entonces y sigo honrando en el presente.

—Es la muerte la que forma parte de la vida —enmendó Varion a Wensel, y yo lo aplaudí para mis adentro—. No la guerra.

—Para los hombres, sí —rectificó a su vez la doncella—. Fueron los humanos quienes provocaron este tremendo embrollo. Por eso yo, como Silvanesti, postulo que nos olvidemos de ellos y dejemos que salgan del atolladero solos, con el único auxilio de sus simpatizantes.

—Está ciego aquel que niega que fuese la Reina de la Oscuridad la causante del conflicto —denunció Varion—. Ella y sus dragones son la personificación de todo lo abyecto.

—¿Y los otros dragones, los del Bien? —saltó de súbito Wensel. Lo ojeé con un pasmo que los tres elfos compartieron.

—Nada se sabe de ellos —repuso Blael con amabilidad—. Si tales criaturas existen, no encuentro explicación para que se desentiendan así de la reyerta.

—¡Pero se han depositado grandes esperanzas en su retorno! —azuzó mi colega.

—¿Esperanzas? —bramó el Qualinesti—. Nos excedemos en nuestras esperanzas, y no sólo en lo concerniente a ellos. Hablamos ilusionados de la pronta resolución de la guerra. Confiamos en volver cuanto antes a la patria. Pero si anteponemos nuestros anhelos a la acción, os aseguro que nos estamos condenando de buen principio. Por eso es tan importante que aunemos esfuerzos, y que lo hagamos sin tardanza.

—A todos nos gustaría creer en la existencia de los Dragones del Bien —declaró Jilana en tono apaciguador—. Pero han pasado tanto tiempo desaparecidos del mundo, que sería absurdo referirnos a ellos como otra cosa que protagonistas de relatos infantiles.

—¡Hay que tener fe! —se sulfuró Wensel, y dio un puñetazo en la mesa.

—No entiendo por qué te empecinas en esa noción —reconvino Kel-Ton a mi compañero—. No hay evidencias de su presencia en el mundo.

—¿Y se lo recrimináis a ellos? —sondeó, con el ceño fruncido, el entrevistador.

—Sí —respondieron al unísono Varion y Jilana.

—Yo no —discrepó el embajador de los Kalanesti—. Si los dragones benignos existen, cabe en lo probable que estén combatiendo igual que nosotros. ¿Debemos depender de esos animales para repeler a los conquistadores, cuando no somos capaces de defender nuestro territorio y derrotarlos nosotros mismos?

Wensel debió de tomar conciencia de la futilidad de aquel debate, pues con la siguiente pregunta volvió a los cauces de lo que habría debido de ser nuestro trabajo.

—Has dicho —abordó a Jilana, sobre cuyo aserto se extendía— que los humanos son los instigadores de esta guerra. ¿Por qué?

—Porque es un pueblo muy belicoso.

—Ese punto es irrebatible —asintió Kel-Ton—. Tenéis una tendencia innata a la violencia organizada.

—¿En conjunto, o en este caso específico?

—En un sentido global. Ignoro cuál fue vuestra incidencia en el estallido de la refriega actual, y hay otra serie de razas que muestran idénticos afanes batalladores, pero vosotros os recreáis en reventar los sesos del prójimo.

—Los elfos no abrigan deseos de conquista —agregó la Silvanesti—. Esa es una aspiración humana.

—La idea de tener el mundo en sus manos siempre partió de los hombres —concluyó Kel-Ton.

—¿Quedan los Caballeros de Solamnia comprendidos en esa clasificación?

—No —admitió, aunque reacio, el Kalanesti—. Los Caballeros han asentado a sus huestes en un puesto fronterizo al norte de la isla y nunca hicieron una intentona de sojuzgarnos… a diferencia de mis primos —apostilló con mal disimulado ardor.

—Hay mucho de admirable en los Caballeros de Solamnia. Tienen, sin ir más lejos, un recto sentido del orden —encomió Jilana a la hermandad.

—También ejemplifican el tipo de personas con las que nosotros, los Qualinesti, abrimos vías comerciales. Insisto en que las interrelaciones raciales serían muy fructíferas —subrayó Blael sus observaciones de antes.

—Puede que sí —se avino Kel-Ton—. Por lo menos hay unos humanos, los de la entidad solámnica, que respetan los derechos y credos de los demás, especialmente de mis Kalanesti.

—A vuestro parecer, el orden riguroso ¿estimula o inhibe la adquisición de conocimientos? —demandó Wensel.

—Nosotros no precisamos de más erudición. Hemos aprendido todo lo que nos es primordial —se jactó la doncella.

—Deja constancia de esas frases —me exhortó Kel-Ton—. Ahora ambos sois testigos de la arrogancia de su cultura.

—Pero, sin una búsqueda del saber ¿no se estancarán vuestra raza y vuestra patria? —preguntó Wensel con acento vehemente.

Suspiré pesaroso al ver que, una vez más, mi acompañante se desviaba de los preceptos de Astinus. En nuestra formación como historiadores se nos enseña a evaluar los acontecimientos, las civilizaciones y los países como componentes imprescindibles de un vasto engranaje. En aquella fase del diálogo la actitud de Wensel había experimentado una notable evolución, con resultados alarmantes. Me preocupaba que sus opiniones influyeran en nuestra obra, más en detrimento que en beneficio. También sufría por él en calidad de amigo. Era una lástima que se arruinara su labor preparatoria de tantos años porque no podía abstenerse de exteriorizar sus juicios frente a quienes entrevistaba. Pero, a pesar de mi zozobra, me pareció inconveniente hablarle del asunto en medio de la sesión.

Aquello fue lo que decidí en el momento: hoy me arrepiento de haber aguardado. Nadie puede quitarme la certidumbre de que fue su creciente alteración la culpable de su muerte.

—¿De dónde has sacado esa aberración? —protestó Jilana—. No has visitado mi provincia; ningún humano estuvo nunca en Silvanost. Nuestra tierra es hermosa, tanto que hay quien asegura que, si los hombres la contemplaran, enloquecerían ante su embrujo sobrenatural.

—El peligro no está en el estancamiento —contribuyo Varion con su propia perspectiva— sino, y detesto emplear de nuevo ese vocablo, en la arrogancia. En el instante en que resuelves que no necesitas nada más, empiezas a mirar a tu alrededor desde una altura tan vertiginosa que pierdes la capacidad de acercarte al resto del mundo.

—Es que no queremos acercarnos a él —replicó la Silvanesti.

Hubo una pausa en la discusión que permitió a Wensel virar hacia terrenos menos resbaladizos.

—Ya que hemos tocado el tema de las otras razas ¿cómo definiríais, para empezar, a los kenders?

—Son los niños de Krynn. —Fue Varion quien tomo la delantera, sin poder refrenar una sonrisa—. Hay que vigilarlos si merodean por lugares donde hay objetos valiosos. No son de fiar, pero sí inofensivos.

—Los pocos que vagaron hasta nuestros campamentos han sido siempre muy correctos, y se han tomado sumo interés por nuestras posesiones —observó Kel-Ton—. Tienen una curiosidad infantil frente a todo. Están ávidos de sapiencia a su manera, una manera que los Kalanesti comprendemos. El viaje que se hace para atesorar cultura reviste tanta importancia como el premio mismo.

—¿Son almas afines a las vuestras? —indagó mi compañero.

—Más que las otras razas no humanas como, digamos, los enanos —explicó el Kalanesti—. Están dotados de una alegría de vivir que brilla por su ausencia en algunos de los ocupantes de esta estancia.

—¿Consideráis importante la tradición mecánica de los gnomos?

—Por supuesto que no —fue la contestación unánime—. Con nuestra magia nos basta y nos sobra. Los gnomos —amplió el Kalanesti la información— son ejemplos vivientes de lo que ocurre cuando el conocimiento se descontrola.

—Los enanos, los gnomos y los kenders nacieron a raíz de un accidente, un maleficio o como quieras llamarlo —evocó Jilana—. Me sorprende que se los tenga en consideración.

—Son parte integrante del mundo —replicó Wensel.

—También lo son las rocas —replicó ella a su vez, impertérrita.

Como en anteriores ocasiones, mi amigo leyó en las mentes del trío.

—¿Qué podéis comentarme sobre los orígenes de los elfos? Hemos recogido en nuestras notas las teorías de minotauros y draconianos acerca de las fuentes históricas de las distintas razas. Nos faltan las vuestras.

—Como hijos predilectos de los dioses fuimos, decididamente, los primeros. —Era Jilana quien así se pronunciaba, y lo hizo con el consabido aire de superioridad.

—¡Siempre la misma retahíla! —se quejó Kel-Ton, interrumpiendo abruptamente a la dama—. Esa necesidad enfermiza de elaborar una filosofía sobre nuestra creación es mera trivialidad. ¿De qué nos sirve en la vida cotidiana saber que somos los «predilectos de los dioses»? ¿Dónde están esas deidades?

—Es muy de lamentar —reanudó la Silvanesti su perorata— que, por culpa de los humanos, los hacedores nos volvieran la espalda. Los hombres nos trajeron el Cataclismo.

—Que seamos los mimados de los dioses, sus criaturas mejor cinceladas, un sueño divino o una explosión de magia no tiene la más mínima relevancia —declaró Varion—. Sólo hay que prestar atención a lo que es, y a donde estamos.

—Puesto que los creadores se fueron, tendremos que sustituirlos nosotros —concluyó Jilana.

Ante una herejía de tal calibre, el Kalanesti ni siquiera halló palabras. Barboteando sonidos inconexos, se alzó de un brinco y salió de la sala hecho un basilisco. Varion se irguió también y lo siguió. La Silvanesti nos hizo una grácil reverencia, me deseó una rápida recuperación y dejó, a su vez, el edificio.

Wensel la estudió entristecido hasta que desapareció de su vista.

—Colocarse tan cerca de los dioses será su perdición. Si persisten en esa pose engreída, habrán de cargar sobre sus conciencias el ocaso precoz de su pueblo.

—¿Por qué has abordado con tanta tirantez la cuestión de los Dragones del Bien? —investigué.

Mi amigo me ojeó con una extraña expresión y fue a decir algo, pero cambió enseguida de tema.

—Por nada que deba inquietarte —eludió contestar, y me dio unas palmaditas en el hombro—. Pareces exhausto, será mejor que te tiendas un rato. —Y se alejó, sin darme oportunidad de preguntar nada más.

Pasamos varios días ordenando y dando forma a nuestros apuntes. Además, Wensel había adelgazado y necesitaba comida y descanso casi tanto como yo. En cuanto ambos nos sentimos lo bastante recuperados para partir, Kel-Ton dispuso que tres de sus mejores cazadores nos acompañaran hasta el río Thon-Sorpon y supervisaran, sin hacerla ellos, la travesía del cauce.

El Thon-Sorpon era uno de los dos grandes cursos de agua que surcaban Ergoth del Sur. Al norte vivían los Kalanesti, y en el mediodía los Silvanesti se habían incautado de un territorio hasta que pudieran regresar a sus bosques. Los Qualinesti residían al este de la confluencia de ambos ríos y hacia el septentrión, en la ribera oriental del Thon-Tsalarian.

Así era como estaban físicamente divididas las tres razas elfas.

La elaboración del aguardiente enanil

Con nuestros escoltas Kalanesti abriendo camino, Wensel y yo viajamos unos cuantos días a lomos de unos soberbios ciervos. Comprendí el motivo de que aquella tribu los valorase tanto. A intervalos regulares, los animales se detenían a fin de olisquear con cuidado el aire antes de proseguir. En aquella época turbulenta, de guerras y desórdenes, había que exagerar las precauciones a fin de prevenir una escaramuza o ataque directo. Los venados presentían el peligro, y lo evadían. La noche de la segunda jornada llegamos a las márgenes del Thon-Sorpon, uno de los dos caudales principales de Ergoth meridional, y acampamos en el borde de sus susurrantes aguas.

Cuando despertamos, y contra toda previsión, nuestros guías habían desaparecido, abandonándonos a nuestra suerte para cruzar al otro lado. Montamos en los prodigiosos corceles, con una pizca de ansiedad ante el panorama de afrontar el Thon-Sorpon, e hicimos en silencio los cálculos de profundidad. Nuestros miedos, sin embargo, eran infundados, ya que las cabalgaduras vadearon la corriente sin dificultad y fueron a galope corto hasta una arboleda de la orilla opuesta. Envueltos en la serenidad de Ergoth, bebimos como lo haría un enano, con tragos prolongados sucedidos por suspiros de satisfacción.

Los Kalanesti no habían mentido: sus tierras eran las más esplendorosas que nunca hubiera visto. Flanqueaban la vereda una vegetación exuberante y árboles esculpidos en perfiles deliciosos, aunque naturales. Los pájaros revoloteaban y trinaban sobre nuestras cabezas, libres de cuitas en este mundo. El terreno era blando pero no pantanoso y, allí donde el sol se filtraba entre las copas, la hierba parecía crecer ante nuestros ojos.

Nuestro periplo en dirección sur, hacia la antigua patria de los enanos, fue largo y penoso, por lo que omitiré contarlo. No nos enfrentamos a ningún peligro o, para ser más exactos, no vimos a nadie en absoluto, y ya estábamos mutuamente aburridos de nuestra compañía antes de arribar a destino. Este destino era Gal-bothin, una ciudad de los enanos situada en las estribaciones de los Montes Kharolis.

En las zonas habitadas, procurábamos mantenernos fuera de las calzadas y al abrigo de la espesura. Siempre que avistábamos a una patrulla de goblins o draconianos, aunque fuera en la distancia, nos estirábamos boca abajo en el suelo y esperábamos hasta que se perdían de vista. Al principio del viaje, Wensel habría aceptado esta elemental medida como algo sensato y apropiado. Ahora lo irritaba. Más de una vez descubrí su mano cerrada en torno a la empuñadura de la espada, y se intensificaron mis aprensiones respecto a él.

Ya en los prados de Abanasinia, empezamos a ganar tiempo en nuestro avance. Para cumplir puntualmente la encomienda del Maestro no nos quedaba otro remedio que efectuar la entrevista y reemprender la marcha, como máximo, un par de días más tarde. No había problema en respetar el plazo, con una salvedad: los enanos, si eran ciertas las habladurías, formaban una comunidad aficionada a rituales y ceremonias. No podíamos ofenderlos haciendo una salida precipitada.

A nuestra llegada a Gal-bothin encontramos un febril ajetreo, aunque no porque se celebrase nada. Los enanos estaban muy atareados preparándose para la guerra, y apenas pudimos retener al guardián de las puertas el tiempo suficiente para explicarle lo trascendental de nuestra misión. Wensel citó a Astinus con familiaridad, y sólo así logró que le hiciera caso. La ciudad misma era, como de costumbre, subterránea. Su entrada consistía en una torre amurallada de piedra que se elevaba sobre una loma. No muy lejos, percibimos un pequeño puerto. Mi amigo y yo ansiábamos reservar un par de plazas en el primer buque mercante que zarpara rumbo a Palanthas, el hogar.

Penetramos en la torre de Gal-bothin a mediodía, y fuimos llevados, a través del ancho vestíbulo, a una espaciosa sala con varias mesas y sillas. En un rincón, un tramo de escaleras conducía al subsuelo. Todo en el recinto tenía medidas pequeñas.

Los personajes que nos introdujeron lo hicieron con solemne gravedad, si bien no ocultaron que desaprobaban nuestra intrusión. Tras invitarnos a tomar asiento se marcharon de la estancia con fuertes pisadas. Revisamos nuestras notas mientras, pacientemente, aguardábamos su regreso. Como profesionales veteranos, preparamos el cuestionario a fin de tenerlo todo listo. Acababa de afinar mi pluma cuando resonó en el ambiente una voz cascada.

—¡Nunca antes oí tal enormidad! ¿Cómo os atrevéis a importunar a un enano en su trabajo para que conteste a las preguntas de un par de humanos con cabeza de chorlito?

El tipo que refunfuñaba, y que subía del sótano, apareció en escena de manera gradual. Era un enano joven según los cánones de su raza, lo que viene a significar que no rebasaba los ciento setenta o ciento ochenta años. No lucia la larga barba de algunos sujetos venerables que yo había visto en el pasado, ya que esta colgaba únicamente hasta la mitad del torso y era más negra que el cañón de una chimenea. Llevaba, en visible contraste, el cabello muy corto. Vestía una camisa de manga corta y calzones holgados, ambos de cuero, al igual que el mandil grueso, chamuscado, que se empeñaba en componer aún plantado trente a nosotros.

—Vayamos al grano —nos apremió—. No tengo todo el día. Mi fragua se enfría, y no me complace este lío en el que me habéis metido. Venga, disparad.

—Yo soy Wensel Gil-Rathien, y este Dunstan VanEyre, historiadores novicios bajo la tutela de Astinus de Palanthas —hizo mi colega las presentaciones.

—Yo me llamo Dorgat.

—¿A qué te dedicas, Dorgat?

—Soy forjador. Conservo los hornos calientes para los herreros. Es mi legado ancestral: mi familia ha realizado tales quehaceres durante lo que en cómputos humanos serían muchas centurias.

—¿Me estás diciendo que tus predecesores y tú os habéis consagrado en cuerpo y alma a mantener las forjas candentes, que nunca hicisteis otra cosa?

—También cultivamos, como es natural, algunos pasatiempos. Pero es cierto que los miembros de la familia Coal-fire, en vuestra lengua «carbón-ígneo», se han dedicado siempre a esto.

—¿De modo que vuestros apellidos dan constancia de vuestras ocupaciones?

—Así es. Nosotros no tenemos castas en el sentido que les dan los elfos. Nos distribuimos en clanes, como el de los Treehew o «desbastadores de árboles», quienes moldean la madera que se transformará en mangos de herramientas. Los Hammersmith, Axesmith y Bladesmith (herreros de martillos, hachas y espadas) pulirán tales artículos y templarán armas diseñadas con el metal del clan Metal-forge, quienes a su vez lo extraen del mineral en bruto de las minas propiedad de la saga Oredelve, «veta metalífera», y así sucesivamente.

—¿Quién es vuestro adalid?

—No obedecemos a un monarca absoluto. Tenemos un consejo de ancianos, configurado por los miembros de mayor edad de los clanes distinguidos. Se trata de individuos sabios, con un conocimiento exhaustivo de una u otra rama de la artesanía, sus entresijos, aplicaciones y procedimientos de venta.

—¿Cómo se desarrolla el comercio? ¿Practicáis el trueque entre las diversas familias, o circula en el reino una moneda de curso legal?

—Se acuñan, desde luego, monedas, aunque se usan en escasas transacciones. Existe un determinado número de bienes que un clan necesita y no puede intercambiar. En tal situación, el dinero resulta útil. Estamos más al corriente que otras razas del valor del acero y los otros metales o aleaciones.

—¿Es ese también el funcionamiento social de vuestros primos, los Enanos de las Montañas?

—Los Enanos de las Montañas —rezongo el cascarrabias— son escoria, ellos sabrán lo que hacen. Yo no me meto en lo que no me importa. Si vosotros, que habéis convertido en un oficio el husmear en la vida ajena, queréis averiguar algo, id a hacerles este impertinente interrogatorio.

Wensel había tocado una cuerda sensible. Era del dominio público que había cierta enemistad entre ambas facciones de enanos, aunque ignorábamos que calara tan hondo. Mi amigo había desenterrado un filón, y cavó un poco más.

—Dada vuestra inminente participación en la guerra, ¿os uniréis a vuestros parientes en la lucha contra la Oscuridad?

—Es evidente que daremos nuestro soporte a los Caballeros de Solamnia y a los elfos, pero no puedo informaros sobre el alcance total de nuestras alianzas. Lo que sí puedo adelantaros, sin embargo, es que en cuanto termine el conflicto nuestros congéneres y nosotros tomaremos caminos separados.

—Afirmas que guerrearéis al lado de elfos y caballeros. ¿Qué aportaréis, la infantería?

—En efecto. Contamos con la mejor de Ansalon.

—¿Podríais vencer a los ejércitos de los dragones si invadieran vuestra localidad?

—Siempre que no nos arrojaran a los reptiles voladores, estoy convencido de que lograríamos ponerlos a raya fuera de los confines de la capital. Tenemos aquí cosechas, ganado porcino, agua y otros medios de subsistencia. Veréis —añadió, entusiasmado ante la oportunidad que se le brindaba de alardear de las habilidades artesanales de su pueblo—. Un puñado de hombres podría defender la torre contra un batallón de adversarios. Lo mismo pasa con los habitáculos y pasadizos de nuestra fascinante urbe. Fijaos en la escalera. —El enano hizo un significativo gesto hacia el lugar designado—. Desciende muchos metros, y un número reducido de los nuestros ahuyentaría a un grupo bastante mayor de draconianos. Y, en cuanto a artes marciales, esos engendros no nos llegan a la suela de la bota.

—¿Y los dragones?

—Admito que son el gran escollo. Ya han destruido o al menos causado la posterior devastación, de algunas comunidades vecinas. Los que lanzan bocanadas de fuego o de gases han abierto brechas en nuestros sistemas defensivos. Pero, hasta que nazca una fuerza que aglutine a todas las razas del Bien en un combate conjunto, no podremos contraatacar. Nuestra única opción es protegernos.

—¿Y los dragones bondadosos, esperas su vuelta?

—No existen tales criaturas.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

Suspiré acongojado. Verdaderamente, Wensel era víctima de una obsesión.

—¡No seas ridículo! —lo reprendió el forjador—. Todo el mundo sabe que se marcharon de Krynn, igual que los dioses.

—Pero ¿no habéis concebido esperanzas de su regreso?

—Si hay en Krynn unos dragones benéficos, historiador mentecato, ¿por qué no se han dejado ver todavía? ¿Dónde se esconden? ¿Son indiferentes al sufrimiento y la muerte de tantos inocentes? ¡No puede ser! No actúan porque su raza sucumbió, porque son leyenda. Es de locos dar crédito a la ficción.

Una vez más, me percaté de que mi amigo había de batallar contra sus impulsos. Entonces no intuí qué le ocurría. Sea como fuere, debió de entender que entablar un debate no serviría de nada puesto que inquirió:

—Te has referido a los dioses. ¿Cuales son las creencias de tu pueblo?

—Reorx, el de la Fragua, es nuestra única divinidad: aquel que nos creó e infundió el don del libre arbitrio. Vivimos en consonancia con su obra para asemejarnos a él. Todo cuanto ves en Krynn responde a las prescripciones del Forjador.

—Aseveras que los dioses se fueron. ¿Todavía crees en Reorx?

—En su memoria —recalcó el enano.

—¿Hay clérigos en vuestros clanes?

—Hay seres que reverencian al hacedor y nos ilustran sobre cómo desearía que fuéramos. Nuestros clérigos no lo son en la acepción que tú darías a la palabra. Más bien se trata de hombres santos; no hechiceros o sanadores, sino patriarcas que hacen lo imposible para persuadir a su rebaño de llevar una existencia mejor. Ellos jamás intentarían subyugar a cuantos se cruzan en su camino. Los escasos antepasados nuestros que tuvieron propiedades curativas desaparecieron cuando vosotros, los humanos, provocasteis el Cataclismo.

—Permíteme que te pregunte qué opinión te merecen las otras razas. Por ejemplo los humanos, a los que acabas de censurar.

—Deberían organizarse mejor como raza. Convendría que se mirasen en el espejo de los Caballeros de Solamnia, esos estupendos guerreros que tan bien aprovechan las ventajas del orden en su sociedad.

—¿Y los kenders?

—¡Son una plaga! —criticó Dorgat con un resoplido—. Les negamos el acceso a nuestras ciudadelas porque, de lo contrario, nos robarían hasta los ojos. Tan sólo son válidos como informadores. Prefieren jugar antes que hacer algo constructivo, y este es su defecto capital. Alabaría su carácter inquisitivo si luego aplicaran lo aprendido, que es lo que en definitiva cuenta, pero ellos no tienen ese concepto práctico.

—Pasemos a los gnomos.

—Los encuentro interesantes. Poseen algunas de las cualidades de los enanos, pero les falta nuestra solidez, ese pragmatismo que nos incita a poner siempre los pies en el suelo. Adquieren cultura y la plasman en artilugios tangibles, si bien los fabrican conforme a una visión demente. En principio acumulan ciencia y le buscan utilizaciones materiales, utilizaciones que nunca dan el resultado previsto y son un perfecto fracaso. Se dejan arrastrar en exceso por su fantasía; ahí estriba el mal.

—Hemos oído comentar que los enanos son amantes de ritos y actos ceremoniales. ¿Es verdad?

—Sí. Tenemos una amplia gama de ellos, y desde muy pequeños nos instruyen en sus secretos. También nos rigen un sinfín de leyes.

—Puedo comprender estas últimas, pero ¿por qué no me describes alguno de los rituales? Quizás el de los casamientos —sugirió Wensel.

—Cuando un enano decide casarse, se presenta ante el padre de la elegida y le ofrece sus servicios durante un año.

—¿Insinúas que compráis a vuestras mujeres?

—¡No! Rotundamente no. La finalidad de tal ofrecimiento es tan sólo compensar el gasto que la futura esposa ha supuesto para su progenitor en la infancia y adolescencia. Al desposarnos, aceptamos la responsabilidad íntegra de la persona amada y eso, claro, incluye su bienestar antes de conocerla. Si el padre acepta la propuesta, se notifican al consejo de ancianos los nombres de los prometidos y sus mayores, de forma que figuren en los libros de actas. Al finalizar el año, y después de cortejarse los enamorados durante tan respetable período, se pone en antecedentes a la autoridad religiosa del consejo y esta oficia en la boda.

—¿Qué otros eventos se celebran con pompa y boato?

—Hay muchísimos. Se festeja de un modo especial la mayoría de edad. También se bautiza la apertura de una nueva mina, mediante una fiesta en la que el cabecilla del clan al que pertenece la familia propietaria derrama un tonelete de aguardiente bendito sobre la zona donde se empezará a horadar la roca. Y montamos grandes jolgorios para conmemorar fechas señaladas o siempre que tiene lugar un invento o surge un nuevo oficio. Después de todo, sin la chispa visionaria de la aplicación de las ideas ¿dónde estaríamos?

—Demos ahora un pequeño salto —propuso mi colega—. Imaginemos que la guerra ha concluido y los ejércitos de los Dragones han sido derrotados. ¿Qué estructuras generales habría que instaurar para que perdure el orden?

—En primer lugar, opino que las diferentes razas tendrían que continuar viviendo independientes unas de otras. No digo que nosotros fuéramos a repudiar a los demás habitantes de Ansalon. Sencillamente, pienso que cada uno debe ajustarse a sus propios esquemas. A todos nos beneficiaría abrir canales de comunicación, sólo que con fronteras definidas. Es competencia de un pueblo defender su territorio contra cualquier mal que lo amenace. El libre comercio, una vez trazados estos lindes, sería la piedra angular de la evolución, pues si bien es cierto que nosotros poco partido sacaríamos de las contribuciones de los distintos pueblos, también es obvio que las comunidades más atrasadas sí progresarían merced a los avances ajenos. No me cabe la menor duda de que la arrogancia y retraimiento de los elfos a la hora de asociarse han sido factores decisivos en el derrumbamiento de su imperio.

—¿Qué sería de las hordas de los Abismos?

—Tanto los draconianos como sus secuaces habrían de ser exterminados.

—Una última pregunta —anunció mi compañero—. Me hago cargo de que tus hornos te reclaman. ¿Por qué no me hablas de ese licor que os ha dado fama, el aguardiente enanil?

—¡Ya me extrañaba a mí que no lo sacaras a relucir! —exclamó Dorgat riendo, tanto que su abultada panza tembló al son de las carcajadas—. Te ha costado decidirte.

—Créeme si te digo que lo he probado, y que tiene unas nefastas secuelas. —Wensel sonrió, más avergonzado que jovial.

—La bebida la elabora el clan Moldbrew, o de los «destiladores de mantillo».

—¿Destiladores de mantillo? —repitió mi acompañante—. ¿He de colegir que lo hacen con materia orgánica y no con uvas ni cereal, como el vino o la cerveza?

—No. Su base es el grano, pero los Moldbrew le agregan, desde hace lustros, un componente que le confiere su peculiar sabor. Crian una variedad de hongo, o champiñón, al que exprimen el jugo. Este jugo interviene en la fase de fermentación y, según tengo entendido, la acelera de un modo asombroso. Antes la bebida tardaba meses o incluso años en madurar; ahora se consigue un sabor inmejorable en sólo unas semanas. Algunas familias guardan fidelidad al viejo estilo, a pesar de su lentitud y de que el caldo resultante no deja en el paladar ese regusto a tierra.

—¿Son las setas en crudo comestibles o venenosas?

—Venenosas es un término exagerado, pero hay que reconocer que después de comerlas no se siente uno del todo bien.

—Explícate, te lo ruego.

—Antes de iniciarse su cultivo, los champiñones crecieron vírgenes en los almacenes de alimento de los niveles inferiores. Un día se produjo una fisura en el lecho de roca, y todo el sector fue inundado por las azules aguas de un río. Después de que las desalojáramos, descubrimos centenares de hongos en toda la superficie afectada y, como el área pertenecía a las familias destiladoras, también pasaron a ser suyos. Cuentan antiguas crónicas que cuando el primero de los Moldbrew, apenas un muchacho, mordió uno de aquellos especímenes silvestres, enloqueció temporalmente y divagó en sueños sobre los arcos iris y animales mitológicos que visualizaba. ¡Juró haberse enfrentado a monstruos escalofriantes!

—Si generaban tan horribles alucinaciones, ¿por qué resolvieron utilizarlos?

—Los destiladores tuvieron oculto al joven hasta que se disiparon los efectos de la seta. Una vez que pudo expresarse con coherencia, el chico proclamó haber tenido una visión, una de esas premoniciones tan caras a nuestra raza y sin las que no habríamos llegado donde hoy estamos, en la que se le apareció una réplica de sí mismo empleando el hongo como ingrediente en la fermentación del alcohol. ¡Oh, los Moldbrew han hilvanado una fabulosa historia a partir de estos hechos! Quizás os gustaría que os la narraran.

—Gracias por tu colaboración, Dorgat Coal-fire. Has sido una gran ayuda, pero sé que tienes prisa por reincorporarte a tus tareas —se excusó mi amigo—. Además, también nosotros hemos de partir con premura. Astinus nos aguarda.

El enano arrugó la nariz y nos observó fijamente unos segundos, como si deliberara en su fuero interno antes de aventurarse a decir lo que tenía en mientes. Wensel se dio cuenta, y lo alentó.

—¿Hay algo que desees añadir?

—¿Volvéis a Palanthas?

—Sí —respondí yo, taciturno ante la perspectiva de embarcarme en otra travesía marina.

—Necesitáis un par de pasajes garantizados. He recibido instrucciones de poneros en contacto con los jefes clandestinos.

—¿Los jefes clandestinos? —Desde luego, el nombrecito no podía sonar más sospechoso.

—Sí. Es un grupo que ha puesto en marcha una red para transportar abastos y personas a las ciudades que están tras las líneas enemigas. Os presentaré a un capitán de navío mercenario que os depositará en Palanthas sanos y salvos.

—¿Cuándo?

—Hoy. Mas no debemos demorarnos; su barco zarpa al caer la noche y el tiempo vuela. Hasta que anochezca podéis cobijaros aquí, dormir y alimentaros. Gozad de una buena comida, pues es posible que no tengáis otro bocado que llevaros a la boca en todo el viaje.

—¿Por qué? —indagué yo.

—Habrá draconianos a bordo, y será arriesgado para nuestro hombre daros de comer.

Miré a Wensel alarmado. Él se limitó a sonreír y encogerse de hombros, mientras Dorgat se apartaba de la mesa y bajaba, con ruidosas zancadas, la escalera que había de devolverlo a la forja.

Poco después del crepúsculo, el enano artesano volvió para escoltarnos fuera de la torre. Las estrellas destellaban titilantes aquella noche y Solinari, recortada en el cielo, vertía sus plateados resplandores en los accidentes naturales de nuestro entorno. Cauteloso, tanteando el terreno, nuestro guía encabezó la comitiva hasta los muelles. Los enanos de las colinas habían labrado las pétreas paredes de su ciudad fortificada en un montículo y frustrado, con su encierro, todo intento de los ejércitos de Takhisis de allanar los traicioneros caminos que desembocaban en Gal-bothin. En diversas ocasiones, Dorgat nos indicó que nos agacháramos y aguardáramos así hasta que hubiera pasado un peligro que él había atisbado. En uno de estos altos forzosos, pude contemplar una grandiosa visión panorámica del puerto. Las goletas reposaban en hilera sobre las aguas calmas, frescas, reverberantes en el claro de luna. Las llamas de los fanales iluminaban las cubiertas, como libélulas capturadas en una pintura. Completaban el cuadro, a ambos lados de las instalaciones portuarias, las olas que se hinchaban mar adentro y venían a estrellarse contra gigantescos salientes de roca erosionada.

—Una vista fascinadora ¿verdad? —comentó el enano mientras los tres permanecíamos quietos, sobrecogidos por la falsa impresión de paz que se desprendía del panorama. No hubo necesidad e contestar.

Proseguimos la ruta monte abajo y, ya en el pueblo, enfilamos con discreción una de las callejas marginales que morían en el paseo del Nuevo Mar.

—No puedo acercarme más —nos susurró el herrero en la bocacalle—. En el interior de esa taberna veréis a un hombre con un curioso escudo en el atuendo, consistente en unas espadas entrelazadas sobre fondo añil. Es el capitán. No le preguntéis su nombre, ni le deis tampoco los vuestros. Sólo habéis de recitar esta consigna: «¿Cuándo se alza Lunitari en su máximo esplendor?». Él responderá algo incongruente, donde intercalará la mención de una hora y el sitio al que debéis acudir. Escuchadlo con atención, porque no lo repetirá. Tened cuidado, estaréis rodeados de draconianos. Y, ahora, que Reorx os guarde.

Sin más, repentinamente, Dorgat Coal-fire dio media vuelta y se fundió en las sombras.

Muerte de mi compañero

Nota final de Dunstan: «Con un pesar inmenso por el trágico fallecimiento de mi amigo, regresé a la Gran Biblioteca. Astinus, como es habitual en él, no exhibió ninguna emoción al referirle yo lo acontecido, y sentí en mi corazón la punzada del odio frente a lo que juzgué una frialdad sin precedentes. Me disponía a abandonar su gabinete, cuando el cronista inquirió si había registrado el zurrón de Wensel.

»Admití que no. La idea de hurgar en sus posesiones personales era demasiado dolorosa (dije esto como un reproche). Él me mandó que lo inspeccionara.

»Obedecí y saqué del hatillo, con gran asombro, una carta dirigida a mí. Su contenido mitigó mi tribulación y, al fin. Me reveló el misterio sobre las auténticas motivaciones de Astinus para lanzarnos al mundo».

Y, ahora, acometo la parte más penosa de mi tarea de escriba. Debo redactar de forma legible el episodio del viaje en el que mi querido amigo y yo nos despedimos para siempre jamás. Si alguien halla sucinta la narración, debe saber que cada palabra es como una gota de sangre que me arrancan y que mis ojos, anegados en lágrimas, apenas distinguen el pergamino.

Como suele pasar en los sucesos dramáticos —así lo dicta al menos mi experiencia—, este que entrañó un cambio tan brutal sobrevino de un modo súbito y concluyó en cuestión de segundos.

Estábamos agazapados en un rincón de las afueras, esperando que se hiciera noche cerrada para recorrer el paseo y entrar en la taberna según las recomendaciones de Dorgat. En el momento en que íbamos a dejar nuestro escondrijo, llegó hasta nosotros un tumulto de voces que vociferaban en un acento ominosamente familiar. ¡Eran draconianos!

Petrificados, Wensel y yo intercambiamos miradas de terror. Nos acurrucamos de nuevo en nuestro refugio, preparados para que las criaturas se abalanzaran sobre nosotros y nos sacaran de allí a la rastra. Sin embargo, pronto quedó patente que no habían advertido nuestra presencia. Estaban enzarzados en una pendencia privada. Me asomé entre el ramaje de un seto de espino y vi a los causantes del alboroto: tres soldados draconianos y un humano que era la estampa viviente de la desesperación.

Ignoraba —e ignoro aún— la identidad del hombre, aunque, puesto que vestía la armadura de las huestes malignas, debía de haber luchado en ese bando. Sin duda había quebrantado alguna de las reglas, y ahora los reptilianos discutían con apasionamiento los detalles de su ejecución.

En vano se postró el desdichado a sus pies para suplicar el indulto, o al menos una muerte rápida. Los hombres-dragón se burlaron de él y continuaron debatiendo qué procedimientos de tortura resultarían más entretenidos.

La nausea me subió a la garganta, sobre todo porque estábamos aprisionados en nuestro agujero y habríamos de asistir inermes al castigo. Pero, al consultar con la vista a mi compañero, el susto se sumó a la angustia: Wensel tenía las mandíbulas apretadas de un modo inequívoco, y en los últimos días frecuente.

—Amigo mío —le murmuré—, ¿has perdido la razón? ¿Qué puedes hacer contra tres?

—No lo sé, pero no pienso quedarme de brazos cruzados —musitó él con firmeza—. Adiós, Dunstan.

Antes de que acertara a retenerlo, salió impetuoso de nuestro recoveco y cargó contra los draconianos. La pelea terminó casi sin haber comenzado. Favorecido por el elemento sorpresa, más que por su propia destreza, mi acompañante mató a una de las criaturas. Pero enseguida vi el centelleo del acero enemigo. Mi colega emitió un grito desgarrado y se desmoronó en el suelo, con la cabeza ensangrentada.

En medio del momentáneo caos, el cautivo humano se liberó y echó a correr. Los draconianos, dando por muerto a Wensel, emprendieron su persecución. Se hizo el silencio.

Conmocionado, permanecí unos momentos inmóvil, con la vista clavada en el yacente, antes de enderezarme y, a tropezones, acudir a su lado. Me arrodillé y le tomé el pulso, pues había creído vislumbrar una débil exhalación. Todavía vivía. No obstante, su herida era tan profunda que casi tenía el cráneo seccionado. El único auxilio que podía prestarle era rezar a Paladine para que aliviase su sufrimiento.

Así lo hice. Con un único y suave estertor, mi compañero expiró. No recuerdo qué ocurrió después. Me abrumó la negra nube del desaliento.

Cuando desperté, era de día. Cruzaron por mi memoria imágenes de la víspera, y ansié con toda el alma que fueran producto de una pesadilla. Mas sabía, en el fondo, que la realidad se impondría. Me decidí a abrir los ojos, a fin de examinar por última vez el rostro de mi camarada antes de darle una sepultura decente. ¡Sus despojos habían desaparecido!

Ahora sí que habría podido apoyarme en la ilusión de que había sido un sueño, de no desengañarme el charco de sangre y la espada que se ciñera Wensel y su zurrón tirados a poca distancia. Escudriñé frenéticamente la tierra y discerní huellas de pisadas, no de los draconianos ni nuestras, sino de una delicada mujer. Sobre la bolsa de viaje de mi amigo se extendía, como si lo hubieran depositado ex profeso, un mechón de largos y plateados cabellos.

Fin del viaje

A Dunstan, mi amigo.

«Quizá te preguntes por qué no has leído esta carta hasta ahora, pero comprobaras que existían razones de peso. Se las expliqué a Astinus en una misiva que le envié mientras tú delirabas, enfermo, en la isla de Ergoth. Te gustará saber que me disculpaba también ante el Maestro, tras comprender qué lo impulsó a hacernos su peregrino encargo.

»Estuve varios días y noches velándote en la cabecera del lecho, donde te retorcías, sudabas y lanzabas terribles alaridos. Sentado junto a ti, me distraje registrando los eventos acaecidos desde la hora aciaga en que fuimos tirados por la borda del barco de los minotauros. He adjuntado estas notas para que comprendas a qué se debe mi deserción de la Biblioteca. Tú, mi buen amigo, perteneces a esa institución. En cuanto a mí, ya no me reconfortaría cobijarme en Palanthas y pretender que no existe el Mal fuera de ella. Debo seguir en el mundo exterior y servir a unos propósitos aún más ambiciosos que inmortalizar la historia en el papel. He de tomar parte activa en el proyecto de proteger a la población de Krynn de la perversidad que siembra la desolación en todo el país. No puedo ser neutral, como se exige de un cronista que se precie. Es muy grave lo que he visto y presenciado.

»Hay algo que no he incluido en mi borrador: los sentimientos que me unen a ti. Siempre te querré como a un hermano y te respetaré a ultranza. No lo olvides, ni tampoco las aventuras que compartimos. Te confío, en fin, mi relato».

Las heladas aguas me congelaron los huesos mientras me debatía para mantener a Dunstan y a mí mismo a flote. Fue una suerte poder proveerme de un barril de madera, que me ayudo en el empeño. Mi amigo estaba inconsciente, de manera que lo até por el fajín al reborde metálico de la cuba. No estoy seguro de cuánto tiempo estuvimos en el agua, pero a mí se me antojó una eternidad de zambullidas y arduas brazadas, mi único recurso si había de impedir que Dunstan se deslizara bajo las olas. Probablemente me habría ahogado, de no ser por el terrible escozor que me producía la sal del mar en el corte que me había hecho en la mejilla. Durante horas fuimos a la deriva en las embravecidas aguas. A duras penas aguanté despierto, hasta que la fatiga empezó a hacer mella en mis fuerzas. Dedique mis últimos pensamientos, antes de que me venciera el sueño, a la constelación del Dragón de Platino, del mismísimo Paladine, y a los refulgentes ojos con que me observaba.

El sol era un disco de fuego en su cénit cuando salí de mi sopor. El viento jugueteaba con la alta hierba, refrescándome. Oí en lontananza el fragor del rompiente sobre la arena. Me incorporé de un salto. Dunstan yacía en el suelo, a escasa distancia. Corrí a su encuentro y lo vapuleé para reanimarlo, mas no reaccionó. Continuó tendido, quieto, sin dar otra señal de vida que unos tenues gemidos. Le palpé la frente, y abrasaba. ¿Cómo habíamos llegado hasta allí, por qué no nos había tragado el océano?

En el este se perfilaba una arboleda. Improvisé una almohada de hierbas para mi compañero y me abrí paso entre los altos pastos en dirección a aquel paraje. Seleccioné ramas gruesas, confeccioné unas parihuelas, volví al campamento y acosté a Dunstan. Tirando de él, me adentré en la espesura y constaté que el viaje, aunque difícil, era factible.

Poco después de mediodía, el azar puso en mi senda un riachuelo cantarín. Me lavé la cara con el agua límpida, casi fragante, y bebí asimismo unos sorbos. Nunca el líquido elemento me pareció tan dulce, tan tonificante. Metí bajo la superficie el rostro encendido de mi amigo para ver si así le bajaba la temperatura. Algo logré, pues aunque dormido, se serenó. Al colocarlo de nuevo en las angarillas, llamaron mi atención unas huellas en el barro de la orilla. Eran pequeñas y superficiales, como pertenecientes a una mujer. Me invadió el júbilo. Aquello significaba que había vida civilizada en las inmediaciones, acaso un poblado donde pedir socorro. Seguí, exultante, su rastro, que discurría por la ribera a lo largo de tres kilómetros y de repente se interrumpía.

El sol, al hundirse en el poniente, marcó el compás de mi desánimo. De nuevo reinó la oscuridad, dentro y fuera de mí. Descansé al lado de Dunstan, que otra vez desvariaba, y traté de evitar que se enfriara arrimándome y transmitiéndole el calor de mi propio cuerpo. Me sumí en un agitado letargo hasta el amanecer.

A la mañana siguiente, mientras me bañaba en el río, reparé en unas huellas idénticas a las de la víspera pero que se alejaban de la margen. ¿Qué hacer? A falta de alternativas mejores, volví a acomodar a mi compañero y fui a investigar. Un segundo rayo de esperanza iluminaba mi camino, mas procuré no ceder a sus falsas promesas. Mi rastreo duró el resto del día y parte de la noche, sin otros intervalos que algunas paradas esporádicas para recobrar el resuello.

Las jornadas que sucedieron a esta son una nebulosa en mi mente. Mientras había luz diurna avanzaba, y aprovechaba la oscuridad para reposar. El hambre comenzó a roer mi cordura. El estado de Dunstan no mejoraba, y yo me iba enajenando a medida que transcurrían los días.

En la cuarta noche de andadura, penetramos en un territorio inmerso en brumas. Las huellas se dibujaban nítidas a nuestros pies y, terco como sólo lo sería un demente, las fui siguiendo hasta que la niebla las borró de mi visión. Incluso entonces me obstiné en continuar, indiferente a los obstáculos con que podía topar. Columbré, de forma brusca, unos destellos argénteos delante de mí, que traspasaban al mismo tiempo el brumoso aire ambiental y mi no menos túrbido cerebro.

Aceleré la marcha hacia la fuente de la luminosidad, pero cuanto más me acercaba más parecía apartarse esta. Me detuve, extenuado. Dunstan dormía a pierna suelta, como si una mano extraterrenal hubiera sosegado el suplicio de su alma. De improviso las nubes se separaron y dejaron al descubierto a la luna de plata, que irradió sus fulgores sobre nosotros. Ante mí se hizo visible un puente de mármol. Las figuras de caballeros que había esculpidas en sus flancos parecieron, en la claridad celeste, cobrar vida. Bajo el pretil, un curso fluvial bullía y danzaba en los haces lunares.

Remolcando a Dunstan en las parihuelas, crucé el puente, sin osar ni siquiera respirar para no estropear la solemnidad del momento. Ya en el extremo opuesto, quedé boquiabierto antes el espectáculo que se me ofrecía. Cincelada en un muro de roca viva, se erguía la estatua de un Dragón Plateado.

Fue al bajar los ojos frente a la grandiosa escultura cuando descubrí a la mujer. Estaba de pie en la vecindad, y me miraba con placidez. Di unos pasos vacilantes hacia ella y debí de entrar en un anillo invisible, ya que me sentí hechizado. Mi mente se rebeló, negándose a creer que una belleza como la suya fuera real. La circundaba el halo de Solinari, y su larga melena de plata se mecía, vaporosa, en la brisa vespertina. Mis ojos se posaron en los suyos, de irisaciones también argénteas, y me extravié en una indefinible esencia que, desde luego, no era de este mundo. La mujer movió sus exquisitos dedos y me desplomé, entregado al sueño. Me adentré solo en el universo onírico, donde las aguas metálicas de sus iris brillaban deslumbradoras y su plateado pelo caía lánguido sobre sus níveos ropajes. Decir que la aparecida estaba presente en mi visión sería inexacto: la abarcó en su totalidad.

Por la mañana tuve un grato despertar. Estaba relajado, pletórico de salud. A mi lado, aunque víctima aún de su mal, Dunstan dormía beatíficamente. Cerca había dos mudas, unas camisolas plegadas con esmero. Me puse una, y usé la otra como cojín para mi amigo. Fluctuaba en mi memoria un borroso recuerdo de efigies trabajadas en la piedra y puentes majestuosos, pero descarté cualquier meditación y me volqué en el enfermo, que acababa de emitir otro de sus quedos plañidos.

La temperatura había remitido, si bien aún pasaba por fases delirantes. Como había hecho ya tantas veces, hinqué la rodilla a unos centímetros de mi acompañante y elevé unas preces a Paladine y Gilean, rogando que lo salvaran. Ululó el viento, crujieron los arbustos de los aledaños, ¡y surgió tras ellos la dama de mis sueños!

—Wensel Gil-Rathien —me invocó—, tenemos mucho de que hablar.

Su voz, hipnotizadora, me arrastró a una suerte de trance. Meneé la cabeza en una tentativa de despejarla.

—¿Cómo es que conoces mi nombre, hermosa señora? Estoy seguro de que no nos conocíamos.

No podía cesar de admirarla; su cabellera y sus ojos me envolvían en una aureola mágica. Mas, igual que se obró, el portento murió. Mi mente volvió a aclararse.

—Eres una hechicera de Túnica Blanca —deduje por su indumentaria—. ¿Qué asuntos míos podrían interesarte? —Medía mis palabras, como hacían todos en Krynn al conversar con los encantadores.

—Necesito tu talento, historiador. Por eso te he atraído hasta aquí. Es un lugar sagrado.

—¿Qué hay de sagrado en este reducto para soñadores? —repliqué con sarcasmo—. El reptil tallado es solo un ensueño digno de lunáticos y niños, puesto que los Dragones del Bien sólo son una creación de la mitología infantil.

La mujer meneó la cabeza despacio, como si mi rechazo le hubiera dolido en lo más hondo. Noté el aguijón del remordimiento: no imaginaba que mi mordacidad la afectaría tanto.

—No, no son mitos ni héroes de cuento. Se trata de seres verídicos. Yo bien lo sé.

—¿Cómo estás tan enterada? —desafié a la dama—. Y, por cierto, ¿quién te cuchicheó mi nombre?

—¡Nadie! —se disgustó ella—. Mi magia es muy potente; te he seguido el rastro al igual que hiciste tú conmigo. Te oí implorar a los dioses la curación de tu amigo, y quedé persuadida de que eras alguien con quien podría dialogar. He de ensalzar el cariño que le tienes a ese hombre. —Estiró el índice hacia Dunstan. Una vez más, me sedujo el embrujo de su sonrisa.

—Gracias, adorable dama —repuse—, y perdona si insisto en una cuestión que parece turbarte, pero ¿cómo sabes que hay dragones benignos de carne y hueso?

—Diré, de momento, que tengo mis razones para hacer tal afirmación. Quiero que tú divulgues la noticia de su existencia.

—Si aportas pruebas fehacientes —contesté, en un tono circunspecto—, me comprometo por el mismo juramento que presté ante Astinus a no cejar hasta satisfacer tus deseos.

—¿Sois discípulos de Astinus de Palanthas?

—En efecto. ¿Le conoces?

—El hombre atemporal es una celebridad entre nosotros.

—Adelante, diserta sobre los «buenos» reptiles.

—Percibo tu escepticismo, por eso comenzaré haciéndote una reflexión. En nuestro mundo hay un equilibrio que preside todas las cosas. ¿No es esta una de las lecciones elementales de tu Maestro?

—Sí —admití.

—De lo que se desprende que, si hay dragones nocivos, también los habrá bondadosos.

—Hasta aquí tu planteamiento es intachable —respondí, ahora con verdadero afán de creerle a pesar de mi endemoniado cinismo—. Pero cuéntame algo de ti misma —cambié de tema—. Tienes apariencia humana, y sin embargo presiento que no lo eres. ¿Cómo se llama tu raza?

—No soy humana, en efecto, ni tampoco elfa —confirmó la mujer. Hizo una pausa, como dubitativa ante una decisión difícil. Yo contuve el aliento a fin de no perturbar sus cavilaciones—. Si me sincero contigo, y ese es uno de los motivos por los que resolví espiarte, no darás crédito a mis confesiones. No obstante, me revelaré ante ti. Soy uno de esos entes a los que tú catalogas de «leyendas pueriles». La forma en que me ves es un disfraz para que mi presencia no te resulte embarazosa.

—Lamento en el alma lo que voy a decirte, señora —me exculpé de antemano, ruborizado hasta la punta de la nariz y con una inmensa tristeza—, pero creo que me estás tomando por un niño. Habrás de buscar a otro al que narrar tus historias. —Me sobresaltó la expresión suplicante que adoptaron sus ojos y, de nuevo, mi corazón batalló contra el cerebro. Mi incredulidad perdía terreno a cada minuto.

—No, Wensel Gil-Rathien, eres tú el que he escogido. Soy un paladín del Bien, un Dragón Plateado.

—Demuéstramelo —volví a exigir—. Exhíbete en tu cuerpo real.

—¿De qué serviría? Podría transformarme delante de tus ojos y tú, dadas mis virtudes mágicas, atribuirías el cambio a un conjuro ilusorio. La fe ha de provenir de tus mismas entrañas.

De repente, movido por un impulso que jamás podré determinar, le creí. El lector crítico argumentará que quería hacerlo y me engañé a mí mismo. He de rebatírselo. Fue una certeza nacida dentro del alma, un segundo emocionante que nunca olvidaré. Y es más: al tomar conciencia de la veracidad de sus palabras alcé la vista por encima de su persona y atisbé su sombra en la ladera de la montaña. Su perfil era el de un dragón.

Me estremecí y paralicé. Es el sueño de cualquier muchacho, y de cualquier adulto, tropezarse algún día con uno de los fabulosos Dragones de la Verdad. Me encorvé en una tímida reverencia.

—¿Cómo disculparme, señora? Me doy cuenta de que, en mi necedad, no merecía tu franqueza. Todavía mi cabeza insiste en que me sometes a un truco de ilusionismo, pero el corazón es más sabio.

Ella asió mi mano y me invitó a erguirme.

—No podía suceder de otra manera. Ni por un momento flaqueó mi confianza en ti, en tu bondad interior, y ahora será un honor hablarte de mi raza. Aparte de Astinus, eres el primer historiador que recaba información sobre nosotros. Pregunta con entera libertad; yo contestaré como mejor pueda.

—¿Qué mensaje deseas que transmita al mundo?

—Es nuestro anhelo que los pobladores de Ansalon sepan de la existencia de los Dragones del Bien. Vemos cómo los malévolos arrasan el continente a su antojo, pero no podemos intervenir. Di a tus semejantes que lloramos por Krynn. —El pesar que emanaba la voz de la dama fue una daga que se clavó en mi espíritu—. Soy consciente de lo que piensan algunos: que os abandonamos y nos despreocupamos de vuestra suerte. Se equivocan. Sufrimos, y mucho, aunque hay fuerzas desatadas que escapan a nuestro control. Somos testigos de lo que ocurre, y no hay paliativo que suavice nuestra infinita pena.

—¿Qué impide a unas criaturas de vuestro poderío socorrer al pueblo de Krynn en tan críticas circunstancias?

—No estoy autorizada a explicártelo —murmuró, afligida, la mujer.

—¿Por qué? Si lo hicieras, pondrías en mis manos el medio de contrarrestar la creencia de que sois seres de ficción o unos desnaturalizados.

—Hemos jurado por lo más sagrado que no intervendríamos; es la única aclaración que puedo darte. Y no indagues más, porque estoy a punto de transgredir las condiciones de aquel compromiso.

Ambos enmudecimos unos segundos. Ella era tan preciosa, y yo estaba tan sobrecogido, que todavía hoy me sorprende no sólo no haber sido privado del don del habla, sino más aún de haber podido pensar preguntas inteligentes.

—Ya que me prohíbes interrogarte sobre el juramento, ¿puedes ilustrarme sobre tu raza en general?

A la dama pareció divertirle el vasto ámbito que alcanzaba mi proposición. Traté de estrechar el círculo.

—¿Hay algunas interrelaciones entre vosotros como grupo, o sois autónomos?

—Los dragones, buenos o malvados, somos criaturas independientes. Rara vez nos congregamos. Eso es lo que me espanta de la Reina Oscura. Me causa estupor y pánico que haya logrado reunir a nuestros hermanos tenebrosos y convencerlos para que cooperen con ella.

—Es una opinión extendida entre las culturas elfas que los humanos tienen la culpa tanto de la guerra como de la venida de los reptiles perniciosos, y por eso ellos están en su derecho de desentenderse. ¿Comparten los Dragones del Bien ese criterio?

—La soberana de las Tinieblas ha anhelado invadir este plano existencial desde que Huma la desterró, a ella y a sus huestes reptilianas, hace ya siglos. Nosotros no adjudicamos responsabilidades. La contienda estalló porque tenía que estallar. —La mujer calló unos instantes, y ordenó sus ideas antes de proseguir—. Hay un perenne estira y afloja entre los elementos de la naturaleza, y también entre los dioses. Es el esquema básico del universo.

—¿Circulan por estas tierras otros dragones bondadosos camuflados, igual que tú misma, o eres la única que ha resuelto comunicar a los mortales nuevas sobre tu especie?

—Hay varios que deambulan entre el pueblo, una minoría que dejó la isla donde se han congregado mis correligionarios y que hace cuanto puede para ayudaros. Quizá no sea mucho, pero es todo lo que se nos permite hacer.

—¿Qué finalidad persigues lanzándote a los caminos y proclamando que existís?

—Podemos infundir en la gente un atisbo de esperanza. Vivimos tiempos oscuros. Tememos que ese sentimiento se extinga y, sin él, la humanidad estará perdida. Todos pereceremos.

—¿Por qué estamos aquí, en este paraje? —inquirí.

—Wensel Gil-Rathien, ¿qué pensaría Astinus de ti? —me reprendió la mujer. Su actitud era, sin embarco, risueña—. ¿No has leído las viejas crónicas? ¿Acaso no identificas este monumento?

Al estudiar el muro de roca donde un misterioso escultor había reproducido un Dragón Plateado, me vino la inspiración: ¡nos encontrábamos en un enclave de mitos y leyendas, en la Tumba de Huma!

Aquel era un hallazgo con el que un historiador casi no osaba ni soñar. ¡Pobre Dunstan! ¡Asistía dormido a nuestro mayor triunfo como pupilos de Astinus!

—¿Qué más te gustaría saber? —me sacó la mujer de mi ensimismamiento.

Tras un corto esfuerzo mental, hube de hacer recuento de anteriores cuestionarios y recurrir a lo más trillado.

—¿Cómo fueron creados los dragones?

—A partir del Caos, lo mismo que los otros animales. Luego, gracias a nuestra superioridad sobre los demás en inteligencia, fuerza y longevidad, y también a nuestras dotes esotéricas, nos convertimos en los entes dominantes.

—¿Practicáis la magia de igual modo que los hechiceros humanos y elfos?

—Tenemos libros de sortilegios como los otros personajes arcanos, pero no pertenecemos al Cónclave ni nos tratamos con los encantadores mortales. Nuestras virtudes brotan espontáneas del interior, y se reafirman e incrementan a medida que maduramos.

—A tu entender, ¿qué raza de las que habitan Krynn será la que más influirá en el desenlace de la guerra?

—Es indudable que los humanos. Dada la escasa duración de su vida, tienen más tendencia a «actuar» que sólo a «ser», como por ejemplo los elfos. Lo comprendes, ¿no? Los elfos viven cientos de años; son un pueblo que dispone de tiempo para ver evolucionar un roble desde la bellota inicial hasta que se hace un robusto árbol. Pueden plantarlo, alimentarlo y dejarlo prosperar. Los hombres, al contrario, acuciados por la brevedad de su estancia en el mundo, precipitan el desarrollo de la simiente, fuerzan su crecimiento y se obstinan en que «haga» algo. Esta es su visión global del universo. Ya se inclinen hacia el bien o hacia el mal, puesto que les son ofrecidas ambas opciones, ellos decidirán el resultado.

—¿Tenéis afinidad con una raza en particular?

—Como es lógico, estamos más emparentados con los elfos que con las otras comunidades. Este hecho se debe a su largo período vital y a que son los hijos predilectos de los dioses benévolos, al igual que los dragones áureos y argénteos. Es una de las razones por las que estoy en estas latitudes.

—Si no es molestia, ¿puedes indicarme dónde nos hallamos concretamente? He vagado sin rumbo durante días y no me he cruzado con nadie a excepción, claro, de ti.

—En Ergoth del Sur.

—¡No puede ser! —exclamé—. Yo nací en Ergoth del Norte. ¿Cómo no he reconocido mi propia patria?

—Las islas han cambiado extraordinariamente en los últimos meses. Ahora residen aquí tres razas elfas, dos que fueron evacuadas de Silvanesti y Qualinesti y la autóctona, los Kalanesti. Todos se disputan el lugar y la situación es muy tensa.

Aunque estaba al corriente de que los Kalanesti ocupaban una parte del territorio, era una novedad lo de las otras dos tribus. ¡Qué segundo descubrimiento para Astinus!

Iba a formular otra pregunta, cuando se me doblaron las rodillas y casi desfallecí. La mujer se precipitó a atenderme.

—Perdóname, Wensel. Debes de estar agotado y hambriento. Vamos, siéntate.

En contados segundos, había desplegado ante mí un frugal ágape de frutos y pan. Comí con avidez, pero se me cortó el apetito al observar al infeliz Dunstan, que volvía a empeorar.

—¿Puedes hacer algo por mi amigo? —pedí a la dama, al advertir que le subía de nuevo la fiebre.

—Te he conducido hasta las cercanías del campamento Kalanesti —contestó ella, dedicándome una sonrisa apaciguante—. Tu compañero no tardará en reponerse. No te inquietes por él, los dioses han escuchado tus plegarias.

Tranquilizado, reemprendí el interrogatorio.

—Recientemente, Dunstan y yo fuimos cautivos de unos minotauros filibusteros. Esos individuos proyectan conquistar Krynn una vez que hayan terminado su labor los draconianos. ¿Qué papel desempeñarán, a tu juicio, en el futuro?

—Sé muy poco de los minotauros. ¡Nuestro letargo se ha prolongado durante centurias! —La mujer hizo esta lamentación tan consternada, que se me encogió el ánimo.

—¿Duermen aún algunos de tus congéneres?

—No. Todos hemos sido despertados. Pero hemos pasado tanto tiempo ausentes, que tenemos que esforzarnos mucho para readaptarnos a lo cotidiano. Ni siquiera puedo garantizarte que nos apetezca hacerlo. ¡Es desesperante!

—Me apena verte tan alicaída, señora —me solidaricé. Lo cierto era que habría dado encantado mi vida, cualquier cosa con tal de consolarla—. ¿Hay algún apelativo por el que pueda nombrarte?

—Es un secreto. Un dragón jamás revela su auténtica identidad salvo, por supuesto, a otro de su especie.

—Me hago cargo.

—Para no desairarte, dejaré que me llames Elsbeth.

—Cuando era un muchacho me contaron múltiples fábulas protagonizadas por dragones, y en todas ellas se alababa su belleza sobrenatural. Dudo de que puedas superar ese atractivo divino que ahora posees, mas me complacería mucho contemplarte como eres en verdad.

Hice mi petición con reparos, temeroso de ofenderla. No obstante, ella se mostró halagada. Incluso se sonrojó.

—Seguramente habrás tenido ocasión de estudiar a los reptiles del Mal.

—Es cierto, Elsbeth. Pero, aunque su aspecto es magnífico, carecen de esa riqueza interior, esa bondad inherente que se refleja siempre en la fisionomía.

—Encuentro alentador que te refieras a ellos en tales términos. Aunque nuestro aspecto es similar, es todo cuanto tenemos en común. De todas maneras, amigo mío, he de resistirme a asumir ante ti mi verdadera apariencia. Hay otros ojos que vigilan estas regiones y peligraría el juramento de mi pueblo si cometiera la imprudencia de quitarme el antifaz. Nuestro tiempo expira, Wensel Gil-Rathien. El sol va a ponerse y los draconianos saldrán a explorar. Hemos de dar por zanjada la charla. Sería deplorable que te capturaran.

—¿Has visto ya a los draconianos?

—Sí. Mis compañeros y yo hemos constatado que esos seres singulares merodean por todos los rincones. Se trata de ostensibles perversiones de la naturaleza, aunque es un enigma cómo y por qué tuvieron lugar.

—Mi amigo y yo entrevistamos a uno de ellos, e indagamos acerca del proceso de su creación. Astinus nos exhortó a mencionarle los huevos de los Dragones de la Luz. Yo no tengo idea de qué significan, ¿y tú?

La dama se puso muy pálida. Con expresión demudada me urgió:

—¿Cómo respondió el draconiano? ¿Qué dijo?

—Poca cosa —repuse, estupefacto por su reacción—. Más bien eludió cualquier comentario.

Meneando la cabeza, Elsbeth suspiró.

—Estás trastornada. Si me confías tus miedos, quizá te sientas mejor —sugerí.

—Es imposible.

Dio media vuelta, presta a partir, y tuve la impresión de que la negrura se cernía sobre mí. Me incliné hacia adelante para tomar su mano.

—Te agradezco la información que me has dado, Elsbeth, y también que nos guiaras a mi colega y a mí hacia donde nos prestarán auxilio. Te prometo que lucharé para persuadir a todos en el continente de que veláis por nosotros y que, si no nos desmoralizamos, Krynn todavía puede salvarse. Sólo una consulta más: ¿es peligroso que Dunstan y yo pernoctemos aquí y nos vayamos después del alba?

—Pasad aquí la noche si lo deseáis, pero es mi deber avisarte de que, si fueras atacado, no te defenderé. No puedo arriesgarme a que me detecten: las consecuencias serían devastadoras tanto para mi raza como para la tuya.

La mujer se alejó al abrigo de la montaña. Mi acompañante se había estabilizado y yo, exhausto como nunca lo había estado, me aventuré a acampar cerca del paraje. Otro factor contribuyó a que me quedara: mi reticencia a abandonar el sitio donde la había conocido, aunque un sexto sentido me anunciaba que no volvería a verla. Transcurrieron las horas nocturnas sin percances. Dormí a pierna suelta, soñando que era un jovencito y que volaba entre nubes, a lomos de un magnífico Dragón Plateado.