Los gnomos, enanos y kenders son razas descendientes de la humana. Gnomos, kenders y hombres creen en la historia de la Gema Gris de Gargath, pero las tribus de enanos tienen la firme convicción de ser los hijos favoritos del dios Reorx y de haber sido forjados en los albores de la creación. Prácticamente todos los eruditos —excluidos, por supuesto, los sabios enanos— están en desacuerdo.
La Gema Gris de Gargath
Cuando creó el mundo, Reorx necesitó la ayuda de los hombres para completar su obra. Así, una octava parte de los varones humanos que poblaban el mundo y sus familias siguieron al dios a través del mar, con el expreso propósito de aprender su artesanía.
Durante muchos años, aquellos hombres trabajaron felizmente bajo las directrices de la divinidad. Tenían, sin embargo, tendencia a decantarse hacia el Bien o hacia el Mal, pues casi nunca permanecían neutrales. Orgullosos además de sus habilidades, las usaban para colmar sus propias ambiciones.
Reorx se encolerizó. En su ira, transformó a sus súbditos humanos en una nueva raza. Como eran unos chapuceros, continuarían siéndolo por los siglos de los siglos. Los desposeyó de la maestría que les había enseñado, sin dejarles más que el ferviente deseo de manipular, montar, inventar y construir. Los redujo de tamaño, y los llamó «gnomos».
Hiddukel lo vio todo y sonrió. Reorx había trabajado con ahínco a fin de crear un orden a partir del Caos, y ahora al mirar lo que había hecho, se daba cuenta de que no se mantenía el equilibrio de la Neutralidad. Hiddukel sabía que también Chislev notaba las oscilaciones de la balanza. Aquel era terreno abonado para la intriga.
Hiddukel visitó a Chislev. Con suma astucia, lo persuadió de que las fuerzas del Mal estaban perdiendo la partida. Su única esperanza, le susurró, radicaba en que la Neutralidad tomase el control absoluto. Chislev le dio la razón y, a instancias del conspirador, pidió a Reorx que forjase la Gema Gris.
Era esta una estupenda invención. Modelada como una joya transparente, grisácea y con muchas facetas, la gema fue diseñada para contener e irradiar la esencia de Lunitari, la esfera roja de la magia neutral. Hiddukel había convencido a Chislev de que la alhaja afianzaría la Neutralidad en Krynn y consolidaría el carácter mediador del planeta. Chislev imbuyó a su colega Reorx de la misma idea, y así se creó la piedra. Fue colocada dentro de Lunitari, y en ella se condensaron potentes elementos mágicos.
Reorx, aunque todavía furioso con los gnomos, no los abandonó. Los amaba, y ahora se le ofrecía la oportunidad de redimirlos haciéndolos útiles a su causa. Se les apareció bajo la personalidad de un sacerdote, y les expuso un plan para un Gran Invento que deseaba que ellos realizasen. El artilugio en cuestión sería accionado por una piedra hechizada que Reorx les suministraría. Los gnomos, como de costumbre, hicieron una máquina de dimensiones treinta veces mayores a lo requerido y provista de mecanismos que jamás servirían a ningún fin. Según consenso general, funcionaría en cuanto le adaptasen la gema.
El dios de la Forja finalizó su proyecto. Encontró entre sus siervos a un modesto hombrecillo que veneraba sinceramente sus artes. El pequeño gnomo tuvo una visión extrasensorial de la Gema Gris, y desde entonces anheló poseerla más que nada en el mundo. Abordó el problema de conseguirla como digno miembro de su estirpe: concibiendo un complicado ingenio.
En realidad, lo que su mente y sus manos produjeron fue algo típico de un gnomo; una escala que se elevaba hacia el cielo de forma automática. El extraño aparato era una amalgama de poleas, contrapesas, cadenas correderas y ruedas dentadas. Hacía un estruendo insufrible al ponerse en marcha. Pese a todo, Reorx había decidido favorecer a su vástago y le dio una herramienta secreta. La escalera cumplió su cometido. Se depositaba en tierra, y acto seguido se levantaba por un manubrio la sección superior y se iniciaba el ascenso. Desde esta posición, la base se alzaba del suelo y se situaba encima del tramo anterior, de tal manera que el bloque quedaba suspendido en el aire. El operador trepaba entonces a la cúspide de la nueva sección y repetía el proceso. Despacio, la escalera subió hasta el mismo cielo y alcanzó la luna escarlata.
Con una red mágica que también le proporcionó Reorx, el gnomo capturó la Gema Gris. Bajó por la escala invirtiendo el procedimiento, y fue a introducir la alhaja en el Gran Invento. Pero, en el momento en que abrió la redecilla, la piedra escapó de un brinco y echó a volar hacia el oeste. Los gnomos se apresuraron a empaquetar sus pertenencias y partir en pos de la fugitiva. La siguieron hasta las costas occidentales de su jurisdicción, y armaron naves. La Gema Gris navegaba sin descanso en alas del viento, con toda la colonia detrás, y tras una ardua persecución llegaron una y otra al litoral de Ansalon.
Reorx estaba hondamente preocupado, pues la joya generaba desórdenes mágicos dondequiera que pasaba. Animales y plantas sufrían peculiares transformaciones. Surgieron nuevas especies de la noche a la mañana, y no había quien dominara o canalizara los hechizos. En vez de anclarse en la Neutralidad, lo único que hizo el artilugio fue acelerar el balanceo del péndulo entre el Bien y el Mal. El Supremo Forjador comprendió que Hiddukel y Chislev lo habían engañado.
Vivía a la sazón un gran gobernante humano, llamado Gargath. Era un príncipe bárbaro, devoto de los dioses neutrales y obediente a sus designios.
Un día de primavera en que se hallaba en fervorosa comunión con Zivilyn, Gargath levantó los ojos y distinguió una inmensa alhaja levitando sobre el altar. Una palpitante aureola de luz acerada la envolvía. El príncipe tomó la joya como un obsequio de las deidades, y la llevo a lo alto de una torre. Ya en la azotea, la afianzó mediante trampas y ensalmos, de tal suerte que todos vieran sus fulgores pero nadie pudiera sustraerla.
Los plateados rayos orientaron como los de un faro a dos grupos de gnomos que, durante lustros, habían rastreado a la gema. A uno lo impulsaba la sed de riquezas que esta representaba, mientras que el otro estaba constituido por individuos atraídos por sus posibles aplicaciones. Ambos unieron fuerzas para recuperar la roca e irrumpieron en el castillo del bárbaro.
Reclamaron la Gema Gris; Gargath rehusó dársela. Lo amenazaron con la guerra; el humano se entusiasmó ante la perspectiva de una buena batalla. Dada su inferioridad numérica, y no pudiendo retractarse, los hombrecillos recurrieron a la única táctica que les quedaba. Inventaron algo.
Dos semanas más tarde, una gigantesca máquina de asalto avanzó con ruido ensordecedor hacia las puertas de la fortaleza, pero se averió a pocos metros de su objetivo. Los gnomos se retiraron, tras sufrir cuantiosas pérdidas.
Transcurrieron otras tres semanas y apareció en escena un segundo monstruo mecánico, este chirriante como una compañía de cien soldados con las armaduras oxidadas. Se estrelló contra los restos de su antecesor y se incendio. Se quemo de arriba abajo, así que los gnomos salieron más diezmados todavía.
Casi un mes y medio después, un nuevo y colosal ingenio de sitio arremetió rugiente contra las almenas del fuerte de Gargath. Mas, al aplastar los restos de las dos primeras maquinas, falló el motor de propulsión. La mole cayó hacia adelante y resquebrajó el muro frontal del castillo. Aunque no era esto lo que habían planeado los gnomos, el resultado no había sido tan malo. Atacaron, infiltrándose por la brecha.
Al irrumpir los invasores en el patio, ambos bandos contemplaron boquiabiertos cómo la luz argéntea de la torre los bañaba en un deslumbrador centelleo. Inmersos en una ceguera total, los hombres tardaron unos minutos en percatarse de que las dos facciones gnomas estaban luchando entre sí. Movía a una la sed de lucro, a la otra una desmedida curiosidad.
Bajo el poder de la gema, los gnomos cambiaron. Los codiciosos se mudaron en enanos. Los curiosos fueron los primeros kenders. Los gnomos originarios estaban ya asentados en islas lejanas, y las dos nuevas razas se propagaron sin tardanza por el continente de Ansalon.
Nadie supo jamás dónde fue a parar la Gema Gris de Gargath. Algunos aseveran que volvió a las esferas celestiales y otros que se halla oculta en el mundo de Krynn, donde será redescubierta más tarde o más temprano.
La tragedia de Lorac
En la Era de los Sueños, cuando los magos eran respetados y hasta idolatrados en Krynn, había en el país cinco Torres de la Alta Hechicería. Eran estas torres centros de estudio y poderío para los encantadores de todas las procedencias. En ellas se albergaban las grandes bibliotecas de volúmenes y objetos esotéricos. Allí se personaban, a fin de someterse a la severísima Prueba, los iniciados en el arte deseosos de ascender.
También era a estos lugares donde acudían los magos para elaborar y perfeccionar en equipo conjuros del más alto nivel. Hacia finales de la Segunda Guerra de los Dragones, una época en que el mundo parecía condenado, se reunieron en la principal de las torres —la de Palanthas— exponentes destacados de las tres órdenes arcanas, y crearon los cinco Orbes de los Dragones, que habían de intervenir en la derrota de estos animales. Los motivaba la comprensión, quizás algo tardía, de que el Mal no cejaría hasta neutralizar por completo todas las otras formas de magia de manera que prevaleciese sólo la suya. Incluso los representantes de la Túnica Negra, otrora adoradores de la perversidad, admitieron que no eran más que sus esclavos.
Una noche en la que las lunas, llenas las tres, confluían en un punto del firmamento, los mayores hechiceros vivientes de Ansalon —entre los que se contaba el archimago Fistandantilus— se dieron cita para moldear los orbes. Hicieron cinco, con la idea de instalar uno en cada torre y custodiarlas así todas.
Gracias al concurso de los Orbes de los Dragones, los reptiles malignos fueron vencidos. Pero vino a reemplazarlos un mal aún peor, uno que se revestía del habito de la bondad. Al acrecentarse la gloria de Istar en la Era del Poder, el Príncipe de los Sacerdotes y sus clérigos alimentaron unos celos crecientes frente a los todopoderosos encantadores. Vinieron tiempos difíciles, y los eclesiásticos se dedicaron a achacar la culpa de todos los sucesos adversos a los magos, soliviantando al pueblo contra ellos.
Las Torres de la Alta Hechicería se convirtieron en inevitables dianas. La chusma atacó estos reductos del saber y, por segunda vez en su historia, los embajadores de las tres Túnicas celebraron un cónclave a fin de defender los últimos bastiones de su predominio.
Cuando quedó patente la inviabilidad de combatir, los mismos magos destruyeron dos de las torres. Las explosiones asolaron todo resquicio de vida en sendos radios de varios kilómetros a la redonda. Sólo tres de estos imponentes edificios seguían en pie: los de Istar, Palanthas y Wayreth.
El violento derribo de las dos moles asustó al Príncipe de los Sacerdotes. Prometió paso franco a los moradores de las plazas de Istar y Palanthas si las abandonaban sin dañarlas.
Antes de que fuera desocupada la Torre de Istar, un elfo llamado Lorac Caladon se presentó para cumplir con el requisito de la Prueba. Lorac era, en aquellos días, Orador de los Soles, máxima dignidad de los Silvanesti.
Todos los Orbes de los Dragones habían sido dotados por sus artífices de un instinto de autoconservación. En el curso del temible examen, el orbe que allí se guardaba habló telepáticamente a Lorac Caladon. Le presagió una espantosa calamidad, y añadió que no debía dejarlo en Istar.
—Si lo haces —advirtió al rey elfo—, yo pereceré y el mundo cabalgará hacia su perdición.
Lorac se llevó el orbe escondido en una bolsa pequeña y anodina. Algunos creen que el gran señor de los elfos robo el sin par objeto, pero él siempre sostuvo que lo que hizo fue rescatarlo. Sea como fuere, lo guardó a buen recaudo y ni siquiera mencionó a sus congéneres más prudentes que lo tenía.
Se evacuaron las Torres de Istar y de Palanthas. Envolvió a esta segunda un terrible maleficio, por el que nadie podría traspasar su umbral hasta el regreso del Amo del Pasado y el Presente investido de todo su poder. En cuanto a la de Istar, el Cataclismo se encargó de derruirla. El conocimiento de los orbes y su potencial se desvaneció de Krynn.
El antiguo reino elfo de Silvanesti sobrevivió a la catástrofe istariana mejor que otros. Al enterarse de cómo sufrían las criaturas fuera de sus confines, en especial sus primos los Qualinesti, muchos elfos Silvanesti se mostraron partidarios de socorrerlos.
Lorac, su mandatario, se negó.
—Ellos son los únicos responsables de su desgracia —arengó a su pueblo—. Nadie los obligó a exiliarse de su patria para vivir entre los humanos: partieron por su propia voluntad. Confío en que habrán aprendido la lección.
Fue así como los Silvanesti clausuraron sus fronteras y se internaron más todavía en los bosques, renunciando al mundo. Nadie, durante siglos, atravesó los lindes de su demarcación.
De nuevo el Mal vino a perturbar la paz. Los Señores de los Dragones mandaron emisarios a Lorac, comprometiéndose a respetar la intimidad de los Silvanesti si estos no se inmiscuían en su conquista del continente de Ansalon. Caladon accedió. Pero, pese a su larga reclusión, había frecuentado lo bastante la sociedad de los otros seres vivos para sospechar.
Cuando los traicioneros ejércitos de Takhisis los invadieron, los elfos Silvanesti estaban preparados. Lorac ordenó a sus gentes embarcar en navíos que habían de conducirlos a puerto seguro, mientras los guerreros pedestres, a fin de ganar tiempo y cubrir la retirada de sus hermanos, se enfrentaban a los draconianos en la espesura. Designó a Alhana Starbreeze, su hija, como capitana de los expedicionarios. Por fin, el Orador de los Soles dispuso que sus luchadores abandonaran también el país en el último buque, so pretexto de que él solo se bastaba para salvaguardarlo del embate de las hordas tenebrosas de la Reina de la Oscuridad.
Aunque con reticencia, el ejército y Alhana lo dejaron a sus auspicios. Una vez que se hubieron ido, el dignatario descendió a las cámaras subterráneas de la Torre de las Estrellas, donde, al abrigo de miradas indiscretas, yacía el Orbe de los Dragones.
Antes casi de posar los dedos en la bola, Lorac supo que había cometido un error. Carecía de la fuerza y el poder necesarios para canalizar su magia. Pero era demasiado tarde: el orbe lo había atrapado. Después de sumirlo en un estado hipnótico, invocó al dragón Cyan Bloodbane con objeto de que envileciera sus sueños mediante inenarrables pesadillas. Estas últimas se hicieron realidad: las bellas provincias elfas degeneraron en parajes terroríficos.
Los Héroes de la Lanza lograron penetrar en los adulterados bosques de Silvanesti y, amén de exorcizar el embrujo al que su monarca estaba sujeto, tomaron posesión del Orbe de los Dragones —que más tarde se rindió a la supremacía de Raistlin Majere—. Lorac, incapaz de vivir con el remordimiento de haber arruinado su patria, expiró en brazos de su hija.
Su postrer deseo fue que lo sepultasen en la tierra, una costumbre que su raza juzgaba propia de bárbaros. No obstante, Alhana cumplió esta última voluntad, e inhumó los despojos del rey al pie de un árbol desnudo y torcido. Con estupefacción, la joven vio reverdecer la copa de aquel vegetal que cobijaba a su padre. Interpretó el prodigio como una señal de que, si su pueblo volvía después de colaborar en la expulsión del Mal, lograrían salvar el tan amado hogar de sus antepasados.
Arduo fue el padecer de los elfos antes de liberar sus dominios de las pesadillas de Lorac. Pero, con el refuerzo de humanos, enanos, gnomos y kenders, eliminaron los últimos vestigios de perversión. En la actualidad el reino es aún más bonito que en el pasado… sobre todo porque está abierto a criaturas de todas las razas.
Leyenda del yelmo de Grallen
Esta leyenda tuvo su origen en la trágica Guerra de Dwarfgate, entablada contra las tropas del archimago Fistandantilus. Se nos narra en ella que Grallen, hijo del rey Duncan de los Enanos de las Montañas, recibió un yelmo mágico. Si moría con el casco puesto, su alma se salvaría encerrada en una joya. Lo que Grallen ignoraba era que su espíritu quedaría así encarcelado a perpetuidad, o al menos hasta que un aventurero deshiciera el sortilegio devolviendo el yelmo al reino de Thorbardin.
Se dice que quien encuentre el casco y se lo ponga será poseído por el ánima de Grallen, quien le relatará su historia.
Caramon Majere
«Yo, Grallen, hijo del rey Duncan, galopé hasta el enclave donde iba a celebrarse la última batalla de los enanos del thane hylar. Proveníamos de la puerta norte de Thorbardin y, cruzando las llanuras de Dergoth, habíamos de asaltar el refugio de campaña donde estaba instalado el nigromante. Mis hermanos se batieron animosos y valientes, y muchos cayeron con honor a mi lado.
»Pero luego la marea de la contienda empezó a fluir a nuestro favor y por fin me hallé frente al hechicero en su guarida. Él sonrió, y una gran corriente de magia brotó de su ser: una horrenda llama de tremendo poder que desmenuzó roca y acero.
»De este modo, presa de la rabia, el Oscuro aniquiló a un tiempo a aliados y enemigos.
»Yo perecí, y ahora pesa sobre mí la condena de pervivir en las ruinas de la fortaleza, rebautizadas como el Monte de la Calavera, hasta el venturoso día en que alguien recoja el yelmo y lo lleve a la tierra de mis antepasados. Sólo entonces hallaré el reposo».
Después de relatar estos hechos, Grallen restituirá su espíritu al nuevo portador del casco. Aquel que entregue el yelmo a los habitantes de Thorbardin será magnánimamente honrado y recompensado.
El Mazo de Kharas
Escuchamos por primera vez esta leyenda en la plaza fuerte de Thorbardin, donde, por un capricho del destino, rescatamos el celebérrimo mazo del héroe enano. Desde entonces he lamentado que nuestras peripecias en Thorbardin no se hicieran públicas, pero Flint Fireforge se revolvía en tales accesos de cólera siempre que aludíamos a sus rivales consanguíneos, que resolvimos mantener el episodio en el anonimato.
Caramon Majere
El siguiente texto es una crónica de cómo y por qué dejó el héroe Kharas a los enanos, armado con el gran Mazo empleado para forjar las Dragonlances.
Personaje insigne entre los clanes enaniles, a Kharas le impusieron su nombre los Caballeros de Solamnia en homenaje a su bravura y destreza en la lucha. El vocablo «kharas» significa «caballero» en lengua solámnica, y se dice que fue aquella la primera ocasión en que la hermandad humana otorgó tal dignidad a alguien de otra raza. Para conmemorar tal suceso, los altos cargos de Solamnia regalaron a Kharas el mazo mágico utilizado, según se rumoreaba, para forjar la Dragonlance de Huma, el más reputado caballero que pisó alguna vez Krynn.
Kharas vivió en el caótico período del Cataclismo, y presenció —con consternación— cómo Duncan, rey y thane de los Enanos de las Montañas, cerraba su capital de Thorbardin y negaba la admisión a sus primos, los Enanos de las Colinas.
Azuzadas por el maquiavélico mago Fistandantilus, las dos facciones enaniles se declararon la guerra, Kharas peleó en aquella contienda porque había jurado lealtad a su soberano, del que era además consejero, pero no halló sino sinsabor en el fratricidio y, según fuentes fidedignas, lloraba siempre que suprimía a un oponente.
Al fin, hastiado de matanzas y sabedor de que nadie saldría ganando en la sangrienta lid, Kharas partió del campo de batalla, cargado con los cadáveres de los hijos de Duncan. Fue así como escapó de la calamidad generada por Fistandantilus al devastar las llanuras de Dergoth y exterminar a ambos bandos.
Presentándose ante el rey Duncan, el que fuera su hombre de confianza le expuso los mutilados despojos de sus únicos herederos y le comunicó la triste noticia de que habían sucumbido millares de partidarios amén, por supuesto, de sus parientes de las Colinas.
Desgarrado por el dolor, Duncan se arrojó sobre los cuerpos de sus vástagos. Cuando pudieron incorporarlo parecía como si lo hubiera fulminado un relámpago: se le habían paralizado los miembros, y estaba mudo. Lo trasladaron al lecho, donde permaneció postrado, con torrentes de lágrimas desbordándose en su barba sin que ni siquiera tuviera el impulso de secárselas.
Conscientes de que Duncan habría de morir y no dejaba heredero, los thanes de los otros clanes empezaron de inmediato a conspirar unos contra otros para erigirse en sus sucesores. Ninguno dejó de apelar a Kharas en privado y solicitar su respaldo, pues era evidente que el pueblo votaría a quien el héroe favoreciese.
Apenado por la inminente defunción del monarca, e indignado ante las confabulaciones de aquellos enanos infames, avariciosos de poder, el consejero tuvo un arranque de ira y los echó a todos de los aposentos del agonizante. Veló día y noche al mandatario, apretando entre las suyas su mano ya inerte y enjugándole el llanto. Poco después, Duncan exhalaba su último suspiro.
Los thanes, reunidos en una sesión a puerta cerrada, dictaminaron que había llegado la hora de obligar a Kharas a definirse. Lo conminaron a escoger, y él lo hizo, aunque nadie esperaba tal elección.
El héroe de los enanos salió de las dependencias del monarca con sus restos mortales en volandas. Llevaba ajustado al cinto el mazo que le habían donado los Caballeros de Solamnia.
—¡Duncan aprendió tardíamente que tenemos que vivir juntos o morir escindidos! —vociferó a quienes se habían congregado en su derredor—. Yo os vaticino que tardaréis siglos en asimilar esa dura lección, si es que llegáis a hacerlo alguna vez. Hasta entonces, transportaré el cadáver de mi señor a su postrera morada y no me desprenderé ni un instante del mazo que me fue dado en premio a mi conducta, a mi honorabilidad. Pongo a Reorx por testigo de que la sentencia que voy a pronunciar es irrevocable. Sólo podrá reinar el enano que esgrima el Mazo de Kharas; y sólo lo obtendrá aquel que venga a buscarlo con la honradez y el amor a nuestra raza grabados en el corazón. Los demás aspirantes perecerán.
Con este discurso, Kharas se fue de la montana y nadie volvió a verlo. Fueron innumerables los aventureros que se lanzaron a la búsqueda del mazo. Ninguno regresó.
Leyenda de Fistandantilus
Aunque es de todos conocida la verdadera historia del vil archimago, y en mi caso con especial acritud, paso a referir la leyenda original tal como circuló por tierras de Solamnia.
Caramon Majere
Después del Cataclismo, los Enanos de las Colinas y los hombres de la región de Xak Tsaroth emigraron hacia el sur para pedir asilo a los Enanos de las Montañas. Residían estos en un reino denominado Thorbardin, una urbe cavada en el interior de una cumbre donde no podían ser hospedados, y menos aún alimentados, los millares de refugiados. Por consiguiente, el rey de la ciudad decretó que se precintaran las puertas a piedra y lodo.
Desorganizados y sin un cabecilla, los peregrinos nada pudieron contra las compactas y motivadas fuerzas de Thorbardin.
Así entró en escena Fistandantilus, un hechicero de la era anterior al Cataclismo, la del Poder. En aquella época la magia era desdeñada como una profesión pagana e impura. Los que la ejercían, ya fueran benignos o infernales, se convertían en simples parias de la sociedad. Sin embargo, Fistandantilus predijo que en tiempos venideros los conjuradores volverían a ser importantes. Ignoraba cuándo, pero se juró a sí mismo que estaría presente en el momento oportuno.
Los años se fueron sucediendo sin que llegara para la magia su fecha señalada. Al transcurrir las décadas el nigromante hubo de utilizar medios esotéricos a fin de prolongar su vida hasta que, de tan viejo, no quedó de él más que el producto de sus encantamientos. Fue entonces cuando lo sorprendió el Cataclismo. Más tarde, vio en las revueltas de Thorbardin la oportunidad de resarcirse.
Tras construir una fortaleza mágica encima de una loma, en las faldas de una cadena de montañas, reclutó un nutrido ejército para la toma del reino enanil. Hubo refriegas cruentas en el valle. Cuando la derrota se hizo irremediable se sintió despechado, y su venganza rebasó todos los límites. Desencadenó el hechizo más arrollador de su repertorio, que consumió tanto a las tropas enemigas como a las propias. Su castillo se desintegró, y sólo quedó de él un armazón desvirtuado en forma de un cráneo humano sobre el cerro que, en la actualidad, se ha dado en llamar Monte de la Calavera.
Si hemos de hacer caso a antiguas trovas, en las entrañas del citado montículo están enterrados los restos de Fistandantilus y el camino que conduce a las puertas de Thorbardin.
Leyenda de Huma y el Dragón Plateado
Esta leyenda, que llegó a oídos de Laurana y su grupo en Ergoth, aparece reproducida en el presente compendio porque se repitió trágicamente en las vidas del hermano de la citada princesa, Gilthanas, y el Dragón Plateado Silvara.
Caramon Majere
En las postrimerías de las asoladoras Guerras de los Dragones, el gran caballero Huma erraba de un lado a otro tratando de ayudar a los desheredados. Por fin hubo de aceptar, muy a su pesar, que era impotente para paliar los estragos causados por los dragones en todo el territorio de Ansalon. Desorientado, rezó a los dioses. Paladine respondió a sus oraciones enviándole un Ciervo Blanco, que se apareció al joven en el bosque.
Huma, que estaba extenuado y hambriento, tensó el arco para matar al venado, pero quedó tan impresionado por la sublime hermosura del ejemplar que, incapaz de abatirlo soltó su arma. Para su asombro, el animal le hizo señal de seguirlo. El caballero atendió a sus indicaciones y tras numerosas vicisitudes, se internó en una pacífica arboleda de la circunscripción de Ergoth. Allí trabó conocimiento con una mujer atractiva y virtuosa, que mitigó sus penas. Huma y la joven se enamoraron mutuamente, pero esta rechazó las inflamadas declaraciones de aquel durante meses. Por fin, no pudiendo disimular la llama que ardía en su interior, la mujer confesó sus sentimientos al pertinaz pretendiente. Vivieron momentos de una felicidad comparable a la que suscitaría la aparición de un rayo de Solinari, la luna argéntea, en un viajero zambullido en una noche de tinieblas.
Pero su gozo fue efímero. La mujer guardaba un terrible secreto: no la había alumbrado una hembra humana sino una de dragón. Sólo su magia le permitía asumir aquellos sinuosos contornos femeninos. No podía tener a Huma en tan atroz engaño. Lo quería demasiado. Temerosa, le reveló quién era metamorfoseándose ante él en su anatomía real, la de un Dragón Plateado. Pensaba que su amante la odiaría e incluso confiaba en que pusiera fin a su existencia, pues su tormento era tan grande que no deseaba vivir.
Al contemplar a la radiante e inigualable criatura que se alzaba ante sus ojos, el caballero halló en la expresión del reptil el espíritu preñado de nobleza de su dama y le renovó sus promesas de amor. El animal de escamas de plata recobró su forma humana, e imploró a Paladine que le otorgara la gracia de conservar para siempre aquella figura. A cambio, ella renunciaría a sus cualidades mágicas y longevidad y viviría en el mundo junto a Huma.
Paladine transigió, con la condición de mostrar antes el futuro a la pareja. Si la muchacha mantenía su doble faceta, al caballero y a ella misma se les ofrecería la Dragonlance y, por ende, la facultad de vencer a los Dragones malvados. De volverse ella exclusivamente mortal, formarían un matrimonio dichoso, ejemplar quizá, pero los esbirros del Mal se enseñorearían de Krynn.
Huma juró que lo sacrificaría todo, incluso su vocación de soldado solámnico y hasta el honor, con tal de tener a su lado a la mujer que adoraba. Pero esta última notó que la luz de sus ojos se apagaba mientras hacía semejantes asertos y, llorosa, supo cómo había de resolver el dilema. No consentiría que los dragones nocivos gobernaran impunemente el mundo. El caballero la dejó para ir en busca de la Dragonlance.
Al regresar de su misión, el joven se reunió con su Dragón Plateado. Juntos al fin, lucharon contra la Reina de la Oscuridad y la derrotaron, aunque ambos perdieron la vida en el empeño. Takhisis y sus huestes de reptiles fueron desterrados de la faz de Ansalon.
Según el rumor popular, los enamorados infelices, separados del ser querido, encontrarán en una noche clara a un caballero embutido en una reluciente armadura y una joven de cabellos plateados paseando, con las manos enlazadas, bajo los haces de Solinari. Aunque ninguno de ellos dirá una palabra, los amantes desdichados se conformarán con su suerte, y aguardarán, pacientes y confiados, la hora en que ellos mismos puedan establecer la comunión eterna con la persona elegida.
El Caballero de la Rosa Negra
He incluido el relato de Soth debido a las recientes y tétricas habladurías que se difunden por estas comarcas a raíz de la muerte de Kitiara, mi hermanastra.
Caramon Majere
El llamado Soth era un Caballero de Solamnia honesto y aguerrido. Pero era también un hombre exageradamente ardoroso, falto de autodisciplina, y este defecto lo arrastró a su perdición.
Soth se enamoró de una embrujadora doncella elfa, discípula del Príncipe de los Sacerdotes de Istar. Estaba casado, mas el recuerdo de la esposa se esfumó de su mente con sólo ver a aquella beldad. Traicionando sus sagrados votos matrimoniales, y también los que lo ligaban a la hermandad, dio rienda suelta a su pasión. Mintió a la damisela, la sedujo y la llevó a vivir al alcázar de Dargaard, prometiéndole que la desposaría. Mientras tanto, su legítima mujer desapareció en siniestras circunstancias.
La joven elfa permaneció al lado del caballero aún después de enterarse de sus fechorías, pues creía que en el fondo de su alma quedaba todavía algún vestigio de bondad y nobleza. Rogó a la diosa Mishakal que diera a su amado la posibilidad de expiar sus faltas, y esta accedió. Soth podría evitar el Cataclismo, si bien tal gesta supondría su autoinmolación.
Fortalecido por el querer de la dama cuya virtud había afrentado, el caballero Soth emprendió viaje a Istar con el propósito de poner freno a la demencia del Príncipe de los Sacerdotes y rehabilitar, también, su maltrecho honor. Pero en el trayecto lo interceptaron unas mujeres elfas pupilas del dignatario istariano, las cuales, conocedoras de sus crímenes, le buscaban la ruina. A fin de minar la influencia positiva que la doncella tenía sobre él, le insinuaron que le había sido infiel en su ausencia.
De nuevo dominaron a Soth sus desbocadas pasiones, nublando su raciocinio. Enajenado por los celos, el caballero dio media vuelta y cabalgó sin tregua hasta la fortaleza de Dargaard. Cruzó el umbral como un huracán y acusó de traición a la inocente joven. En aquel instante, estalló el Cataclismo. La gran lámpara de techo del vestíbulo se vino abajo, y las llamas de sus candelas carbonizaron a la mujer y al hijo de ambos que tenía en los brazos. Antes de expirar, la elfa maldijo al guerrero y condenó su alma a llevar en ultratumba una vida de perenne suplicio. Soth murió en el incendio del alcázar al igual que sus criados, pero él renació bajo la macabra identidad de Caballero Espectral.
Entre sus muchas miserias eternas figuraba la de escuchar una y otra vez la canción de su sino, entonada por las elfas que habían obrado su caída y que, asimismo muertas, se habían convertido en ánimas errabundas. Durante la Guerra de la Lanza, no obstante, la Reina de la Oscuridad liberó a Soth de sus cadenas a cambio de que prestara servicios a un Señor del Dragón. Él escogió a Kitiara, puesto que era la única adalid lo bastante osada para vivir en la hechizada mansión de Dargaard.
El caballero fantasmal admiraba a Kit, una emoción que fue intensificándose hasta desembocar en un impío amor por la mujer. Cuando ella se encaprichó —único sentimiento que puede atribuirse a alguien como Kitiara— de Dalamar, elfo nigromante, los proverbiales celos de Soth volvieron a explotar. Juró que pronto sería suya en exclusiva y, en efecto, la traicionó y propició su muerte.
Se rumorea que, si existe hoy en día algún luchador tan intrépido o tan necio como para aventurarse en los aledaños del alcázar de Dargaard, le saldrá al paso una guapa mujer de pelo azabache que le prometerá un romance imperecedero, a condición de que él antes la ayude a huir. Aquel que caiga víctima de los encantos de la mujer habrá de enfrentarse entonces al fantasma de Soth, quien lo invitará a enrolarse en su ejército espectral. Lo último que verá el guerrero en cuestión, mientras lo consuma el fuego, serán dos ojos negros, tentadores, y una sonrisa ambigua, entre deliciosa y aviesa.
La esmeralda de la enana gully
En la actualidad proliferan los relatos sobre mi gemelo, cuyas proezas —tanto las de signo favorable como las nefandas— son tema central de escritos y baladas por todo Ansalon. En ocasiones me pregunto qué tiene Raistlin de fascinante, y es entonces cuando me vienen a la memoria unas palabras que dijo Justarius a Par-Salian y que este último habría de repetirme más tarde: «Todos hemos sufrido la burla ajena en un momento de nuestras vidas, todos hemos envidiado a alguien. Hemos experimentado el dolor, hemos conocido instantes de fragilidad y hemos anhelado, al igual que él, aplastar a nuestros enemigos. Si lo compadecemos, lo odiamos y le tememos al mismo tiempo es porque anida algo de él en nuestras entrañas, algo que no nos confesamos sino en lo más oscuro de la noche».
Algunos de dichos relatos serán publicados en el futuro. Ahora me limito a transcribir uno de los más cortos. Debo admitir que se trata de uno de mis predilectos, y espero que sea cierto.
Si el lector retrocede en el tiempo hasta el comienzo de nuestras aventuras recordará que recorrimos la ciudad hundida de Xak Tsaroth en busca de alguna señal de los dioses verdaderos. En un esfuerzo para conseguir información, Raistlin envolvió en un hechizo de amistad a Bupu, la enana gully. Por desgracia, el sortilegio tuvo un efecto de mayor alcance que el previsto: Bupu se enamoró perdidamente de mi gemelo.
Siempre piadoso con los explotados y humillados del mundo, Raist, cínico por lo general, hizo gala ante Bupu de una amabilidad muy superior a la de sus acompañantes, por lo general más amables y sensibles. Todavía hoy me avergüenzo al confesarlo. A modo de regalo, la gully le dio al mago una «piedra bonita» —así la definió ella— que resultó ser una preciosa esmeralda.
Nadie sabe qué hizo Raist con la gema, Dalamar me comunica que no ha sido encontrada entre sus pertenencias en la Torre de la Alta Hechicería. Quizá la siguiente narración descifre el enigma.
Caramon Majere
No es un hecho muy difundido que los enanos gully habitaron, en un pasado reciente, la esplendorosa ciudad de Palanthas. Los pocos palanthianos que tenían noticia de la vecindad de estos seres no quisieron reconocerla, y la mayoría de ellos no estaban al corriente. El motivo principal de su ignorancia era que los hombrecillos residían en el vasto sistema de cloacas de la villa, y no se los veía con frecuencia a nivel de tierra. (Aquellos que cometían la imprudencia de subir eran pronta, silenciosa y eficientemente arrestados por orden de las autoridades legislativas, que se encargaban de desembarazarse sin dilación de tales «estorbos»).
Avezados a la vida dura, los gully aceptaban su suerte con una ecuanimidad usual en ellos. ¡Incluso se consideraban mucho más afortunados que sus congéneres repartidos por otras capitales! La basura palanthiana era material de primera calidad. El alcantarillado, construido por los enanos, podía calificarse de palaciego, y no había en sus recovecos criaturas excesivamente desagradables, como crías de dragón, exceptuando quizás alguna serpiente venenosa o ratas transmisoras de la rabia. Los desagües de Palanthas llegaron a convertirse, aunque a algunos les parezca inverosímil, en el paraíso de estos enanos. Los más adinerados solían pasar sus vacaciones en tan exóticos parajes.
Pero el edén se desmoronó a su alrededor —es una expresión literal— la noche en que el lúgubre caballero Soth y los draconianos al servicio de Kitiara, la perversa Dama Oscura, atacaron la urbe.
Ni siguiera los enanos gully, agazapados en sus galerías subterráneas, quedaron a salvo de los desmanes de los hombres-dragón, que quemaban y despedazaban a todo ser viviente que tuviera la osadía de interponerse en su camino.
Un escuadrón de estos carniceros, ebrios de aguardiente enanil robado y de los excitantes efluvios de la sangre, se adentró en las cloacas intentando hallar el medio de colarse en el palacio de Amothus, Señor de la ciudad, que estaba custodiado por los Caballeros de Solamnia. Lo que los monstruos descubrieron, en lugar del supuesto pasadizo, fue a un centenar de enanos gully —varones, mujeres y niños— que los recibieron con un concierto de lloriqueos lastimeros.
—¡Oh, señoría! —chilló el cabecilla de los gully, arrodillado en el fango de los vertederos y besando los pies del capitán draconiano—. No nos mates, por favor. Amamos la vida y no queremos morir. Seremos buenos esclavos. ¡Nos encanta servir!
El ofrecimiento fue coreado por calurosos vítores de sus compañeros. El oficial reptiliano levantó la pierna, con el hombrecillo aún aferrado, y la sacudió para deshacerse de él, mientras gruñía:
—Tengo esclavos suficientes para poblar un burgo entero. Matadlos a todos —mandó a continuación a sus soldados—. No, aguardad —rectificó, con una mueca cruel y un guiño a la tropa—. Os perdonaremos la vida si nos dais todos los objetos de valor que poseáis —propuso a los prisioneros—. Apiladlos aquí, delante de mí. Así no tendremos que malgastar nuestro tiempo registrando sus mugrientos cadáveres —musitó en un aparte a su lugarteniente.
Los enanos, que no habían oído este comentario, empezaron a forcejear y pisotearse entre ellos en su afán de vaciar sus bolsillos con más celeridad que el vecino. Habían recopilado de la inmundicia, además de huesos de pollo, cabezas de pescado y cadáveres de roedores, una colección de artículos curiosos, que cedieron sin pensarlo a los hombres-dragón.
—¿Podemos irnos ya? —preguntó, esperanzado, el que llevaba la voz cantante.
—Aún no —rugió el capitán dando un puntapié al lote—. ¿No tenéis nada realmente valioso?
—N… no —tartamudeó el enano gully, pues los reptiles habían desenvainado sus espadas.
De repente, el enano que había hablado oyó que alguien le susurraba:
—Sí que lo tienes.
—¿Quién dijo eso? —inquirió el gully, mirando en su derredor sin distinguir a nadie.
—Métete la mano en el bolsillo —volvió a susurrar la voz.
Temblando, el enano hizo lo que mandaban y extrajo, anonadado, una hermosa esmeralda.
Conteniendo una exclamación de pasmo, el oficial draconiano arrancó la piedra de la palma del hombrecillo… y, de manera instantánea, emitió un alarido y cayó muerto en el limo. Uno tras otro, por turno riguroso, los demás engendros fueron sucumbiendo hasta que no quedó ninguno en pie.
El enano gully tuvo la suficiente presencia de ánimo como para salvar la joya de las garras ahora pétreas del capitán reptiliano y, de inmediato, poner pies en polvorosa con su gente.
Estos acontecimientos se desarrollaron, de ser verídicos, la misma noche en que murió mi hermano Raistlin. Se dice que todo enano gully que se halle a merced de un adversario superior en tamaño y fuerza no tiene más que hurgar en su bolsillo, donde encontrará una bella esmeralda.
Caramon Majere
El Amo del Pasado y del Presente
Esta historia le fue referida a Tanis el Semielfo por Alhana Starbreeze, la princesa elfa de Silvanesti. Ha adquirido notoria popularidad entre las innumerables anécdotas y fábulas que se cuentan acerca de Raistlin.
Caramon Majere
Al alcanzar Istar, en la Era del Poder, su máximo apogeo, creció la animosidad del Príncipe de los Sacerdotes y sus clérigos hacia los hechiceros. La iglesia, movida por la envidia y el temor ante algo que escapaba a su control, sostuvo que la magia no tenía cabida en el mundo.
Los encantadores mismos, aunque respetados, no habían gozado nunca de la confianza del pueblo, ni siquiera los Túnicas Blancas. Fue, por lo tanto, una sencilla maniobra la que hubieron de hacer los sacerdotes para instigar a las multitudes contra ellos. En un período en el que se concatenaban las desgracias, les bastó con culparlos de todos los reveses sufridos. Las Torres de la Alta Hechicería, donde los candidatos a maestros de magia pasaban la decisiva Prueba, alojaban la erudición esotérica acumulada a lo largo de los siglos. Espoleado por el insidioso Príncipe de Istar, el vulgo sitió dichas torres y las tres órdenes, la Negra, la Blanca y la Roja, se aliaron —era la segunda vez en su historia que lo hacían— a fin de salvaguardar su saber.
Los sucesos subsiguientes se registraron en las crónicas como las Batallas Perdidas. Conscientes de antemano de que no podían triunfar, los mismos encantadores derruyeron dos de las torres: todo antes que dejar los inefables poderes allí encerrados en manos de los profanos. Solo restaban tres, las de Istar, Palanthas y Wayreth. Conmocionado por la demolición de aquellas dos moles, el Príncipe de los Sacerdotes ofreció seguridad oficial a los magos de las Torres de Istar y Palanthas si estos las abandonaban sin dañarlas, a sabiendas de que al echarlas abajo podían pulverizar también las urbes donde se alzaban.
Fue así como todos los hechiceros se trasladaron a la única torre que nunca estuvo amenazada, la de Wayreth, en los Montes Kharolis. En este, su ultimo reducto, curaron sus heridas, y cuidaron y avivaron la única chispa de magia que aún brillaba en Ansalon. Los tomos de hechicería que no pudieron cargar, dados su ingente número y los sortilegios de protección que pesaban sobre ellos, fueron donados a la Gran Biblioteca de Palanthas, donde se preservan aún en el presente. (Nota de Caramon: Fue en aquellos volúmenes donde mi hermano dio con las fórmulas de Fistandantilus).
La Torre de Istar quedó desierta. El Príncipe de los Sacerdotes se mudó a sus dependencias y la usó para fines particulares. Cuando se deshabitó, a su vez, la de Palanthas, el mandatario istariano decidió adjudicarse también su propiedad. El regente de esta última capital, alumno del Príncipe, fue hasta las puertas del edificio para precintarlas, o eso fue lo que dijo. Pero todos los que asistieron al acto se apercibieron de que posaba una mirada expectante y ávida en sus bellamente trabajados muros, pues corrían por toda la provincia leyendas sobre los portentos, provechosos y demoníacos, que allí había.
Un encantador de Túnica Blanca ajustó las hojas del portalón, que eran de oro, y aplicó al cerrojo una llave de plata. Cuando el regente extendió los dedos, ansioso de sentir el contacto de aquella llave, la figura de un nigromante, arropado en su indumentaria azabache, se dibujó en la ventana de una de las plantas altas. Con voz potente, el Túnica Negra proclamó:
—Las puertas de esta torre permanecerán cerradas, y sus salas vacías, hasta el día en que el Amo del Pasado y el Presente vuelva investido de todo su poder.
Sin más, el mago saltó y fue a estrellarse en la verja del jardín. Cuando las púas del enrejado atravesaron sus vestiduras, el suicida, con su postrer aliento, invocó una maldición sobre todo el recinto. Se vertió su sangre en el suelo, y los dorados y argénteos accesos se deformaron, retorcieron y ennegrecieron. La refulgente mole, antes nívea y púrpura, se destiñó en un gris homogéneo, frío, a la par que los negros minaretes se desgajaban.
El regente y su séquito huyeron despavoridos. Los hechiceros de los tres grupos que presenciaron aquel acto, tan patético como inexplicable, lloraron con honda aflicción. Y, por cada lágrima que se derramó en el área adjunta a la torre, brotó de la tierra —eso aseveran algunos— un árbol. El resultado fue el Robledal de Shoikan.
Desde aquella fecha hasta que Raistlin, el Amo del Pasado y el Presente, la reclamó para sí, cumpliéndose el vaticinio, nadie volvió a aproximarse a la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.