UNA ANTOLOGÍA EDITADA POR QUEVALIN SATH,
BARDO ELFO DE QUALINESTI
o
Llanuras ondeantes, llanuras infinitas
Las llanuras son infinitas,
el verano sigue cantando,
y la princesa Goldmoon
ama al hijo de un hombre pobre.
Su padre, Chieftain,
abre abismos entre ellos:
las llanuras son infinitas y el verano sigue cantando
Las llanuras ondean,
el cielo está gris,
y Chieftain envía a Riverwind lejos,
hacia el este,
en busca de una magia poderosa.
Allá donde amanece,
las llanuras ondean y el cielo está gris.
¡Oh, Riverwind! ¿Adónde has ido?
¡Oh, Riverwind! El otoño se acerca.
Me siento junto al río
y contemplo el amanecer,
pero el sol asciende solitario sobre las montañas.
Las llanuras palidecen,
el viento del verano desaparece,
y él regresa, con la oscuridad de la piedra
reflejada en sus ojos.
Lleva una Vara Azul,
tan brillante como un glaciar.
Las llanuras palidecen, el viento del verano desaparece.
Las llanuras son frágiles,
tan doradas como la llama.
Chieftain se burla
de la pretensión de Riverwind.
Ordena a la gente
apedrear al joven guerrero:
las llanuras son frágiles, tan doradas como la llama.
Las llanuras han palidecido,
ha llegado el otoña.
La muchacha se reúne con su amante,
y las piedras pasan silbando junto a ellos.
La Vara refulge con luz azulada,
y ambos desaparecen;
las llanuras han palidecido, ha llegado el otoño.
Estrofas de Goldmoon
Hay guerras en el norte,
los dragones surcan los cielos de nuevo.
«Y, en el corazón de la batalla,
llegó la hora de los valientes.
Ahora la mayoría de las cosas son más importantes
que la promesa de una mujer a un hombre».
Pero tú y yo, atravesando ardientes praderas,
caminando en la oscuridad de la tierra,
confirmamos a este mundo, a estas gentes,
los cielos que les dieron vida,
los vientos que nos despiertan,
este altar en el que estamos.
Y todo se hace más importante
tras la promesa de una mujer a un hombre.
Estrofas de Riverwind
Ahora, en la entrada del invierno,
cuando cielo y tierra son grises,
aquí, en el corazón de la nieve durmiente,
es tiempo de decir sí
al germinante vallenwood
de los verdes campos.
Pues estas cosas son más importantes
que las promesas de un hombre a su prometida.
Por las promesas que mantenemos,
forjadas en la incipiente noche,
atestiguadas por la presencia de héroes
y la perspectiva de luz primaveral.
los niños verán lunas y estrellas
donde ahora cabalgan los dragones.
Y las cosas más humildes se hacen más importantes
tras las promesas de un hombre a su prometida.
Votos nupciales
(Repetición).
Pero tú y yo, atravesando ardientes praderas,
caminando en la oscuridad de la tierra,
confirmamos a este mundo, a estas gentes,
los cielos que les dieron vida,
los vientos que nos despiertan,
este nuevo hogar en el que estamos.
Y todo se hace más importante
tras la promesa de una mujer y un hombre.
Tu único amor es una bella goleta,
anclada en nuestro espigón.
Izamos sus velas, frotamos su cubierta,
abrimos sus portillas de par en par.
¡Ah, sí! Nuestro faro lo ilumina.
¡Ah, sí! Nuestras costas son cálidas.
Cuando estalla la tormenta
lo guiamos a puerto, a cualquier puerto.
Alineados,
los marineros la contemplan desde el muelle,
sedientos como un enano ante un montón de oro
o como los centauros ante el vino.
Pues todos los marineros lo aman,
y se congregan donde esté anclada,
cada uno confiando en que se hunda,
con toda la tripulación a bordo.
Antes de lo esperado, la primavera volvía.
El mundo, alegre, giraba en torno a los soles.
El aire, impregnado de aromas de hierba y de flores,
la cálida caricia del sol recibía.
Siempre, antes, podía explicarse
de la tierra la creciente oscuridad,
cómo la lluvia, en su voluptuosidad,
engendraba helechos donde posarse.
Mas ahora todo aquello olvido,
cómo sobrevive una veta de oro,
cómo la primavera ofrece sus tesoros.
De la vida reniego, y también del nido.
Ahora recuerdo la invernal estación;
y el otoño, y el calor del estío,
dejan paso en la noche de mi ser baldío
a una negrura que empaña el corazón.
El sol,
ese ojo maravilloso
de nuestro firmamento,
se sumerge en la noche,
dejando
al soñoliento cielo
cuajado de luciérnagas,
oscureciéndose de gris.
Duerme ahora,
nuestro más viejo amigo,
arrullado entre los árboles.
Llamándonos.
Las hojas
despiden un frío fuego,
fundiéndose en cenizas
cuando el año acaba.
Y los pájaros,
dejándose llevar por los vientos,
se dirigen al norte
cuando finaliza el otoño.
El día se hace más oscuro,
las estaciones se desnudan.
Pero nosotros
aguardamos el fuego verde
del sol sobre los árboles.
El viento
hace que pasen los días.
En cada estación, en cada luna,
surgen grandes reinos.
El respirar
de la luciérnaga, del pájaro,
de los árboles, de los hombres,
se funde en la palabra.
Duerme ahora,
nuestro viejo amigo,
arrullado entre los árboles.
Llamándonos.
La edad se va,
con los miles de vidas
y de historias que los hombres
se llevan a la tumba.
Pero nosotros,
generosos
en gloria y poesía,
nos unimos a la canción.
Bajo las montañas, del hacha la esencia
brota de las cenizas, del alma, de un fuego apagado.
Templado su astil, anuncia su presencia,
pues las montañas el hálito de la guerra han fraguado.
El corazón del soldado
domina y anima la acción.
Vuelve glorioso,
o sobre el blasón.
Salidas de las cuevas, al surcar el aire en una pirueta,
las hachas sueñan, sueñan con la roca,
con metal vivo que nació de una generosa veta.
Metal y piedra, piedra y metal, cual lengua y boca.
El corazón del soldado
anhela, desea la acción.
Vuelve glorioso,
o sobre el blasón.
El rojo del hierro, sangre vengadora de lo inmundo,
el verde del bronce, el cobre siempre fiel
creados en el fuego de la fragua del mundo,
consumen la injusticia al hender la piel.
El corazón del soldado
descansa, completa la acción.
Vuelve glorioso,
o sobre el blasón.
(Fragmento)
Tu corazón a gritos me llama, amor.
La Oscuridad en tu seno ha abierto una brecha,
por la que corren los ríos de la sangre, amor,
en la que, sugerente, penetra esta endecha.
Amor, el calor que encierra tu piel en agonía,
puro como la sal, como la muerte devastador,
cabalga a lomos de la luna roja, en la lejanía,
desde la fosforescencia de tu aliento, tu estertor.
Devuelve este hombre al seno de Huma.
Deja que se pierda en el sol luminoso,
en el coro de aire donde se funde el aliento;
recíbelo en la frontera del firmamento.
Más allá del cielo imparcial
asentaste tu morada, en constelaciones de estrellas
donde la espada traza una arco anhelante,
donde nuestro canto se realza.
Concédele el descanso de un guerrero;
por nuestras voces alentados, por la música del mundo,
converjan los lustros de paz en un día
en el que habitar pueda las entrañas de Paladine.
Y guarda el último destello de sus ojos
en un lugar seguro, sagrado,
por encima de palabras y de esta tierra que tanto estimamos,
mientras de las Eras recuento pasamos.
Libre de la asfixiante nube de la guerra,
como un infante que uno crece,
viviré en un mundo eterno y brillante
donde Huma será el estandarte.
Sobre las antorchas de las estrellas
se dibuja la gloria inmaculada de la inocencia;
de este país errado, nido de violencia,
líbralo, ¡oh, Huma!
Permítele la última bocanada de su aliento
perpetúa el vino, la esencia de las rosas;
del amor abyecto, de lides no venturosas,
líbralo, ¡oh, Huma!
Que se refugie en el tibio aire,
de la espada de acero que gélida desciende;
del peso de la batalla siempre inclemente,
líbralo, ¡oh, Huma!
Por encima de los sueños de las aves de rapiña, donde
quiso descansar, sin rendirse, en un mundo inmutable;
si allí encuentra ahora el estigma abominable de la guerra,
líbralo, ¡oh, Huma!
Sólo el halcón recuerda la muerte
en su universo perdido; de la oscuridad,
de la aniquilación de los sentidos,
te lo suplicamos agradecidos,
líbralo, ¡oh, Huma!
Pronto se alzará la sombra de Huma
del seno de la muerte, quebrando su vaina;
del cobijo de la mente en una bruma vana;
te lo suplicamos agradecidos,
líbralo, ¡oh, Huma!
Más allá del cielo imparcial
asentaste tu morada,
en constelaciones de estrellas
donde la espada traza un arco anhelante,
donde nuestro canto se alza.
Devuelve a este hombre al seno de Huma,
más allá del cielo imparcial;
concédele el descanso de un guerrero
y guarda el último destello de sus ojos,
libre de la asfixiante nube de la guerra,
sobre las antorchas de las estrellas.
Permítele la última bocanada de su aliento,
que se refugie en el tibio aire,
por encima de los sueños de las aves de rapiña, donde
sólo el halcón recuerda la muerte.
Pronto se alzará la sombra de Huma
más allá del cielo imparcial.
Caramon, los dioses han burlado al mundo
con ausencias, con dádivas,
y a todos nos albergan en su crueldad.
La sabiduría que nos legaron en mí la han depositado,
la suficiente para que las diferencias advierta:
la luz en los ojos de Tika cuando la vista aparta,
el temblor en la voz de Laurana cuando habla a Tanis,
y el grácil ondear del cabello de Goldmoon
al sentir la proximidad de Riverwind, su caricia.
Me miran, e incluso con tu mente
la diferencia podría discernir. Aquí me asiento,
frágil mi cuerpo cual huesos de ave.
A cambio los dioses nos enseñan compasión,
nos dan misericordia, así nos compensan.
He de decir que a veces lo consiguen,
pues he presenciado cómo el aguijón de la injusticia
traspasaba a quienes, débiles en exceso
para combatir al hermano,
intentaban buscar respaldo o amor y, al contemplarlos,
el dolor se amortiguó hasta reducirse a un destello;
pero lloré como tú lloraste, derramé mis lágrimas
sobre la rosa que el más flaco cobija.
Tú, hermano, en tu irreflexiva candidez,
en ese singular mundo donde el brazo de la espada
traza el ancho arco de la ambición
y el ojo guía sin malicia a la mano inmaculada,
tú, que en ese universo vives, no puedes seguirme,
no puedes otear el paisaje de los espejos rotos en el alma,
el doloroso vacío en un mágico juego de prestidigitación.
Y tú me quieres, de modo tan sencillo como la brisa,
el equilibrio de nuestra sangre ciegamente compartida,
o como el sesgo de la espada al clavarse en la nieve;
es la mutua necesidad la que te desconcierta,
la honda complejidad resguardada en las venas.
Salvaje en la danza de la guerra cuando te yergues,
escudo infranqueable, frente a tu hermano,
de tu corazón brota el alimento
que salvaguarda
mi debilidad.
Si yo de ti me separo,
¿dónde hallarás la plenitud de tu sangre?
¿Arrebujada acaso en los túneles del ser?
He oído el canto acariciador de la Reina,
su serenata, una llamada a la contienda
que se entremezcla con la noche;
la noche me invita a ocupar mi silencioso trono
en las profundidades de su insensible reino.
Los Señores de los Dragones pretendieron
unir la Oscuridad a la Luz, corromperla
bajo el influjo de las mañanas y las lunas.
En el difícil equilibrio de pureza se destruye,
pero en la voluptuosa penumbra yace la verdad,
la última y grácil danza.
No es para ti tal destino;
no puedes seguirme en las Tinieblas,
en el laberinto de la fresca brisa.
Acunan tu hálito el sol,
la sólida tierra donde esperas,
tras perder tu camino cuando la ruta se desdibujó,
muerta tu esencia.
No podría explicártelo,
mis palabras sólo tropiezos te causarían.
Tanis es tu amigo, mi pequeño huérfano; él te revelará
los secretos que vislumbra en la senda de las sombras,
pues conoció a Kitiara,
el brillo de la oscura luna en sus negros cabellos.
Y ni aún así logra amenazarme, arrullado como estoy
por el húmedo susurro que la noche esparce
sobre mi faz expectante.
Yo soy el que los trajo de vuelta.
Soy Raggart, y esto es lo que os digo:
nieve sobre nieve anula las huellas del hielo,
el son sangra blancura sobre la nieve
con una luz fría, eternamente insufrible.
Y si yo no os dijera esto,
la nieve descendería sobre las hazañas de los héroes,
y su fuerza en mi canción se tendería en un corazón de escarcha,
que no se levantaría nunca más,
nunca más mientras el aliento perdido se deshace.
Era siete de las tierras cálidas.
Yo soy el que los trajo de vuelta.
Cuatro espadachines de una orden del norte,
la mujer elfa, Laurana,
el enano de las colinas,
el kender de huesos del halcón.
Empuñando las espadas, llegaron
al túnel de la garganta del único castillo.
Descendieron entre los Thanoi, los viejos guardianes,
donde sus espadas labraron el aire caliente,
destrozando tendones, destrozando huesos,
mientras los túneles se teñían de rojo.
Descendieron sobre el minotauro, sobre el oso de hielo,
y las espadas silbaron de nuevo,
brillando al borde de la locura.
En el viejo túnel hallaron brazos,
hallaron garras, hallaron cosas indecibles,
mientras los espadachines descendían,
y un brillante vapor se helaba tras ellos.
Llegaron a las habitaciones del corazón del castillo,
donde los aguardaba Feal-thas señor de lobos y dragones,
con armadura blanca,
que cubre el hielo cuando el sol sangra blancura.
Y llamó a los lobos, raptores de niños,
que se amamantaban de la muerte en el cubil de los ancestros.
Los héroes fueron rodeados por un círculo de cuchillos de ansia,
mientras los lobos avanzaban bajo la mirada de su señor.
Aran fue el primero en romper el círculo.
Un viento ardiente de la garganta de Feal-thas
desenredó la devanadera de la caza perpetrada.
El siguiente fue Brian, la espada del señor de los lobos.
Lo envió en busca de tierras más cálidas.
Todos quedaron congelados en el filo de la navaja.
Todos quedaron congelados, excepto Laurana.
Cegada por una ardiente luz, que inflamaba
la corona de la mente,
donde la muerte se funde con el sol poniente,
detuvo al Quebrantador de Hielo.
Y, sobre el hervor de los lobos, sobre la muerte,
enfrentándose a una espada de hielo,
enfrentándose a la oscuridad,
abrió la garganta del señor de los lobos.
Y, al ver su cabeza desplomarse, los lobos retrocedieron.
El resto es rápido de contar.
Destrozando los huevos, el violento engendro de los dragones,
un túnel de escamas e inmundicia
los llevó a la terrible alacena,
los llevó más allá del tesoro.
Allí el Orbe danzaba en azul, danzaba en blanco,
henchido como un corazón en su interminable latir.
Me lo dejaron sostener. Yo soy el que los trajo de vuelta.
Fuera del túnel más sangre, más sangre bajo el hielo.
Portando su propia e increíble carga,
los jóvenes caballeros silenciosos y andrajosos.
Ahora quedaban sólo cinco.
El último era el kender, saltando con sus pequeñas bolsas.
Yo soy Raggart, y esto es lo que os digo.
Yo soy el que los trajo de vuelta.
Y en el reino de los sueños,
cuando la recuerdes, cuando se expanda ese universo onírico
haciendo titilar la luz,
cuando te acerques al confín de sol y la bienaventuranza…,
Nosotras avivaremos tu memoria,
te haremos experimentar todo aquello de nuevo,
a través de la perenne negación de tu cuerpo.
Porque al principio fuiste oscuro en el seno vacuo de la Luz
y te extendiste como una mancha, como una úlcera.
Porque fuiste el tiburón que en el agua remansada,
comienza a moverse.
Porque fuiste la muerte inexplicable en la cuna,
la traición hecha hombre.
Y aún más terrible que todo eso fuiste,
pues atravesaste un callejón de visiones
incólume, inmutable.
Cuando aullaron las mujeres desgarrando el silencio,
partiendo la puerta del mundo
para dar paso franco a indecibles monstruos…
mientras las entrañas de un niño se abrían en parábolas de fuego,
en las fronteras
de dos reinos en llamas,
mientras el mundo se dividía, deseoso de engullirte,
deseoso de entregarlo todo
para extraviarte en la noche.
Todo lo atravesaste incólume, inmutable,
pero ahora los ves
engarzados por nuestras palabras, en tu renacimiento
al pasar de la noche a la consciencia de tu existencia en la noche,
y sabes que el odio es la paz del filósofo,
que su castigo es imperecedero,
que te arrastra entre meteoros,
a través del invierno petrificado,
a través de la Rosa pisoteada,
a través de la negra comprensión de los océanos,
a través de roca y de magma…,
hasta ti mismo, un absceso intangible
que reconoces como la nada.
La nada que volverá una y otra vez,
bajo las mismas reglas.
o
El vano embrujo de la orquídea
Kitiara, de todos los tiempos,
estos son los que agitan la noche, la espera, el lamento.
Las nubes ensombrecen la ciudad mientras escribo,
congelando el pensamiento y la luz, haciendo que las calles
se suspendan entre el día y la negrura.
He esperado más allá de decisiones,
más allá del corazón en penumbra,
para hablarte como ahora lo hago.
En la ausencia creciste
más hermosa, más poderosa.
Eras la esencia de orquídeas en la ondulante noche
en que la pasión, cual tiburón arrastrado por un río de sangre,
mata los cuatro sentidos, sólo el corazón preservando
para, doblado sobre sí mismo,
hallar su propia savia en una liviana herida.
Y yo, al igual que el tiburón,
degusto unas entrañas desgarradas en el largo túnel de mi garganta;
mas, aun sabiéndolo, siento que la noche conserva su riqueza,
convertida en una manopla de deseos que me llevan a una paz
donde me confundo en un vano embrujo,
y estrecho en mis brazos la Tiniebla consagrada por el placer.
Pero la luz,
la luz, Kitiara mía,
cuando el sol las lluviosas callejas ilumina, y el aceite
de los empeñados faroles reverbera en el agua por el astro azotada,
difuminando la claridad en mil arco iris…
La luz hace que me levante y, aunque vuelva la tormenta a enseñorearse,
pienso en Sturm, Laurana y los otros,
pero más que nadie en Sturm, que puede ver el sol
a través de la bruma y el manto de nubes.
¿Cómo abandonarlos?
Y así, en la sombra,
no tu sombra sino la agitada y gris penumbra,
ansioso de Luz, ahuyento la tormenta.
o
en la serena medianoche
Aparta la luz sepultada
del candil, la antorcha sin raigambre,
y escucha el eco de la noche enlutada,
capturado en tu inflamada sangre.
Cuán serena es la medianoche, amor,
cuán tibios los vientos donde el cuervo vuela,
donde el cambiante claro de luna, amor,
palidece en tu ciega retina, se congela.
Tu corazón a gritos me llama, amor.
La Oscuridad en tu seno ha abierto una brecha,
por la que corren los ríos de la sangre, amor,
en la que, sugerente, penetra esta endecha.
Amor, el calor que encierra tu piel en agonía,
puro como la sal, como la muerte devastador,
cabalga a lomos de la luna roja, en la lejanía,
desde la fosforescencia de tu aliento, tu estertor.
Del norte venía el peligro, tal como ya sabíamos.
En los albores del inviernos,
la danza de un dragón asolaba las tierras,
hasta que de los bosques, de las praderas,
surgiendo de la materna tierra, el cielo se abrió ante él.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.
Uno surgió de un jardín de roca,
de los paraninfos de los enanos, del tiempo y la sabiduría,
donde el corazón y la mente se unen
en la azulada vena de la mano.
En sus paternales brazos se concentraba el espíritu.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.
Uno de un cielo de chorreantes brisas,
ligero como el viento,
de los ondeantes prados, del país de los kenders,
donde el grano surge de la pequeñez
para crecer verde y dorado, y verde otra vez.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.
Una provenía de las praderas, la armonía de las extensas tierras,
nutridas en la distancia de horizontes vacíos.
Llegó portando una Vara,
y los rayos de Luz y de misericordia iluminaron las heridas del mundo, llegó ella.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.
Uno más de las praderas, a la luz de las lunas,
con sus hábitos, sus rituales, siguiendo a la luna en sus fases,
su crecimiento y su mengua, que controlaban la marea de la sangre
y su mano de guerrero ascendió
hacia las jerarquías del espacio, hasta la luz.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.
Una en el interior de las ausencias, conocidas por las partidas,
la oscura espadachina en el corazón del fuego.
Su gloria el espacio entre las palabras,
la canción de cuna recordada con la edad,
recordada al límite del despertar y del pensamiento.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.
Uno en el corazón del honor, formado por la espada,
por los siglos de vuelo del martín pescador, sobre las tierras,
por Solamnia arruinada y ascendente, surgiendo de nuevo
cuando el corazón se alza hacia el deber.
Mientras tanto, la espada es una herencia eterna.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.
Otro en una simple Luz que su hermano oscurecía,
dejando que la mano de la espada intentara todas las sutilezas,
hasta las intrincadas tramas del corazón.
Sus pensamientos, estanques rotos por el cambiante viento…
Él no puede ver su fondo.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.
El siguiente era el jefe, semielfo,
traicionado mientras las sangres gemelas dividen la tierra,
los bosques, el mundo de elfos y hombres.
Llamado para la valentía, pero temeroso en el amor,
y temiendo que, llamado a ambos, no llegue a realizar ninguno.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.
El último de la Oscuridad
donde las abstractas estrellas esconden nidos de palabras,
donde el cuerpo soporta la herida de las cifras,
rodeado por el conocimiento, hasta que, incapaz de bendecir,
sus bendiciones caen sobre los ignorantes.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.
También se unieron a ellos
una desgraciada muchacha, agraciada más allá de la virtud.
Un princesa de semillas y arbolillos, llamada a un bosque,
Un anciano tejedor de accidentes.
Pero no podemos predecir a quién reunirá la historia.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.
Del norte venía el peligro, tan como ya sabíamos.
En el campamento del invierno,
el sueño del dragón ha poblado los bosques,
pero de los bosques, de las praderas,
surgen de la maternal tierra que define el cielo ante ellos.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.
La alondra
La luz en el horizonte oriental
es perenne y matutina.
Renueva el aire con su hálito vital.
La fe, el anhelo aglutina.
Como ángeles las alondras emprenden su vuelo,
como ángeles las alondras ascienden
de la hierba soleada hacia el benigno cielo;
más fúlgidas que alhajas, el aire encienden.
El cuervo
La tenue luz del este
arranca de la oscuridad
la maquinaria del fulgor celeste,
de la alondra la próxima ingenuidad.
Pero los cuervos en la noche abundan,
y las brumas que emergen de poniente,
en sus corazones soterrados alumbran
un nido de maldad rugiente.
La lechuza
A través de la noche, en la penumbra, cabalgan las estaciones,
se rinden los años a la cambiante luz de las esferas,
y en el alma o crepúsculo vacuas se tornan las emociones,
en la abstracción de las luchas postreras.
Pues siempre hay vestigios de muerte en el verde prado,
y estrellas fugaces sobre el cruel matadero,
siempre, aunque sombrías sus copas y trazado,
en los vallenwood reverbera la luz del día venidero.
o
Agua y polvo
Agua que del polvo surge,
polvo que hacia el agua va,
que forma continentes, abstractos como el color
para los ojos ciegos, para el tacto de una mujer altiva.
Hija de Paladine, que sólo sabe de textura, de olor.
De las aguas un país nace,
una tierra imposible
cuando al principio en los rezos se imagina,
donde el sol es, como los mares y estrellas, invisible,
y la divinidad en el código del aire se difumina.
Polvo que del agua viene,
agua que el polvo invocará.
Y la túnica que en el blanco toda la gama resume,
en la memoria, en regiones ocultas, se imprimirá,
por si vuelve la Luz, el arco iris, así se presume.
Un pozo abundante en lágrimas
se esboza en lontananza,
para alimentar el duro trabajo de nuestras manos,
en una esfera siempre fértil de anhelos, de remembranza,
una esfera donde, redimidos, vivirán un día los humanos.
Incluso la noche languidece,
porque la Luz en los ojos duerme.
La penumbra cae sobre penumbra, eso acontece,
hasta que la Oscuridad muere.
Pronto el ojo convierte
de la noche la complejidad
en un paz donde la mente
se mece en fabulosa luminosidad.
Respuesta de Takhisis
Incluso la noche languidece,
cuando la Luz en los ojos duerme.
La penumbra cae sobre penumbra, eso acontece,
hasta que todo en la Oscuridad muere.
Pronto el ojo se disuelve,
perplejo por la nocturna complejidad,
en la paz eterna de la mente,
vencida para siempre la luminosidad.
Devuelve a este hombre al seno de Huma,
más allá del cielo imparcial;
concédele el descanso del guerrero,
y guarda el último destello de sus ojos,
libre de la asfixiante nube de la guerra,
sobre las antorchas de las estrellas.
Permítele la última bocanada de su aliento,
que se refugie en el tibio aire,
por encima de los sueños de las aves de rapiña, donde
sólo el halcón recuerda la muerte.
Pronto se alzará la sombra de Huma,
más allá del cielo imparcial.
Sereno el bosque, serenas sus perfectas mansiones
donde crecemos en lugar de marchitarnos.
Nuestros árboles son verdes,
dan frutos maduros que nunca caen; los translúcidos torrentes,
lagos de cristal infunden placidez a nuestros corazones.
Bajo estas runas ceden de buen grado las maldiciones,
en los lindes quedan los cantos de las aves,
del amor la historia,
junto a la fiebre del duro quehacer, las flaquezas
de la memoria.
Sereno el bosque, serenas sus perfectas mansiones.
Y la luz sobre la luz, para expulsar la negrura se vierte,
bajo las ramas no existe la sombra, la sombra se ha olvidado,
en la tibieza del sol y de las hojas el olor perfumado,
donde crecemos en lugar de marchitarnos
y los árboles son verdes.
Reina aquí la paz, la música se impone al silencio existente
en esta frontera imaginaria del mundo, donde la claridad
completa los sentidos y prevalecen la verdad,
frutos maduros que nunca caen y los translúcidos torrentes.
Se secan las lágrimas de nuestros ojos, ya no son aguijones.
O fluyen en callados riachuelos que invitan al sosiego.
El viajero se abre al aire húmedo, cálido, casi veraniego,
lago de cristal que infunde placidez a nuestros corazones.
Sereno el bosque, serenas sus perfectas mansiones
donde crecemos en lugar de marchitarnos.
Nuestros árboles son verdes,
dan frutos maduros que nunca caen; los translúcidos torrentes,
lagos de cristal, infunden placidez a nuestros corazones.
Canta aquello que el licor te inspira,
canta lo que tus ojos desdoblados ven.
La fea Keo se transforma en dos bellas Siras,
seis lunas en el cielo giran, en alegre vaivén.
Canta al valor del navegante,
canta cuando quieras el codo empinar,
y un puerto de rubíes será el fondeadero,
donde al viento tres baladas podrás lanzar.
Canta, buen tónico es para el corazón,
canta a la absenta de las despreocupaciones,
canta al que sigue el camino ondulante,
y al perro, y al que no escucha oraciones.
Todas las posaderas de ti están prendadas,
tienes cien amigos en cada lugar,
al viento dices lo que sientes,
al viento tres baladas podrás lanzar.
(Segunda parte)
Escuchad la canción de los sabios,
descendiendo del cielo cual lluvia de lágrimas,
purificando los años,
tañendo el Cántico de la Gran Leyenda de la Dragonlance.
Anterior al recuerdo o la palabra, hace muchos, muchos años,
en los primeros albores de la vida,
cuando las tres lunas ascendían sobre el regazo del bosque,
los inmensos y terroríficos dragones
sobrevolaban los cielos de Krynn.
De la Oscuridad de los dragones,
gracias a nuestros ruegos de Luz,
en la vacía superficie de la pálida luna negra
un poderoso caballero invocó a los verdaderos dioses
y forjó la poderosa Dragonlance,
atravesando el arma de los dragones,
apartando de las relucientes costas de Krynn
la sombra de sus alas.
Así Huma, Caballero de Solamnia,
Portador de Luz, Primer Lancero,
siguió su Luz hasta el pie de las Montañas Khalkhist,
hasta los pies de piedra de los dioses,
hasta el agazapado silencio del templo.
Invocando a los forjadores de la Dragonlance,
tomó su indecible poder para aplastar al horroroso Mal,
haciendo que la garganta del dragón
engullese la envolvente Oscuridad.
Paladine, el Gran Dios del Bien,
brilló al lado de Huma,
reforzando la lanza de su brazo derecho,
y Huma, resplandeciente bajo miles de lunas,
expulsó a la Reina de la Oscuridad,
expulsó al enjambre de sus ululantes huestes
devolviéndolos al reino sin sentido de la muerte
donde sus maldiciones cayeron sobre un vacío absoluto,
lejos de aquella tierra iluminada.
Así acabó la Era de los Sueños
y comenzó la Era del Poder.
En el este apareció Istar, reino de Luz y verdad,
donde minaretes de blanco y oro,
elevándose al cielo y a la gloria del cielo,
anunciaron el final del Mal,
e Istar, acunando y cantando a los largos veranos del Bien,
brilló como un meteoro
en los blancos cielos de los verdaderos.
Pero en la plenitud de la luz del sol
el Rey de Istar vio sombras;
en la oscuridad vio que los árboles tenían dagas,
los riachuelos se oscurecían y espesaban bajo la silenciosa luz.
Buscó libros en los que hallar los senderos de Huma,
buscó pergaminos, señales y encantamientos,
para que también él pudiera invocar a los dioses,
encontrar apoyo para sus fines,
y desterrar así el Mal del mundo.
Los dioses abandonaron el mundo
y llegó la hora de la Oscuridad, y la muerte.
Una montaña de fuego asoló Istar,
la ciudad explotó como un esqueleto en llamas;
de fértiles valles nacieron montañas,
los mares se filtraron en las grietas de las montañas,
sobre los mares abandonados suspiraron los desiertos,
los amplios caminos de Krynn estallaron,
convirtiéndose en senderos de muertos.
Entonces comenzó la Era de la Desesperación.
Los caminos se mezclaron.
Vientos y tormentas de arena visitaron la ciudad.
Llanuras y montañas se convirtieron en nuestros hogares.
Cuando los antiguos dioses perdieron su poder,
gritamos hacia el cielo vacío,
hacia el frío y desmembrado gris, a los oídos
de los nueve dioses.
Pero el cielo está sereno, silencioso, quieto.
Y aún tenemos que escuchar su respuesta.