SELDON, HARI. — … Es costumbre pensar en Hari Seldon sólo en relación con la psicohistoria; verle como matemático y cambio social, personificados. Es indudable que él mismo favoreció esta idea, porque, en ningún momento de sus publicaciones serias, dio la menor explicación sobre cómo llegó a resolver los diversos problemas de la psicohistoria. Por lo que nos dice, sus saltos mentales pudieron ser captados en el aire. Tampoco nos habla de los callejones sin salida con que se encontró o los caminos equivocados que pudo haber tomado.
… En cuanto a su vida privada, está en blanco. Sobre sus padres y familiares, conocemos un montón de hechos sueltos, nada más. Su único hijo, Raych Seldon, se sabe que fue adoptado, pero también se desconoce cómo ocurrió. Sobre su esposa, sólo sabemos que existió. Es obvio que Seldon quería ser un número, excepto en lo concerniente a la psicohistoria. Fue como pensar que sintió, o que quería que se sintiera, que no vivió, sino que, simplemente, psicohistorificó.
Enciclopedia Galáctica
Hummin siguió sentado, tranquilo, sin mover un solo músculo, sin apartar la vista de Seldon, mientras que éste, por su parte, esperaba. Pensaba que era él, Hummin, quien debía hablar primero.
Así lo hizo Hummin, que se limitó a decir:
—¿Un robot? ¿Yo? Por robot, supongo que te refieres a un ser artificial tal como el objeto que viste en el Sacratorium de Mycogen.
—No del todo.
—¿No de metal? ¿No bruñido? ¿No un simulacro sin vida? —fue preguntando Hummin, sin el menor asomo lúdico.
—No. Tener vida artificial no es ser de metal necesariamente. Hablo de un robot indistinguible, en apariencia, de un ser humano.
—Si es indistinguible, Hari, ¿cómo puedes distinguirlo?
—No por su aspecto.
—Explícamelo.
—Hummin, en el curso de mi huida de ti como Demerzel, oí hablar de dos antiguos mundos, ya te lo he dicho: Aurora y Tierra. Cada uno parecía ser considerado como el primero y único mundo. En ambos casos, se habló de robots, pero con una diferencia.
Seldon miraba pensativo al hombre que tenía sentado delante, preguntándose si, de un modo u otro, daría signos de que era menos que un hombre…, o más.
—Cuando se trataba de Aurora —siguió diciendo—, se hablaba de un robot, un renegado, un traidor, alguien que había desertado de la causa. Cuando se trataba de Tierra, se hablaba de un robot como de un héroe, uno que representaba la salvación. ¿Es mucho suponer que se trataba del mismo robot?
—¿Lo era? —murmuró Hummin.
—Eso fue lo que pensé, Hummin. Pensé que Tierra y Aurora eran dos mundos separados, coexistentes en el tiempo. Ignoro cuál precedió al otro. Por la arrogancia y el consciente sentido de superioridad de los mycogenios, yo podía suponer que Aurora había sido el mundo original y que allí despreciaban a los terrícolas que emanaban de ellos…, o que degeneraban de ellos.
»Por el contrario, Mamá Rittah, que me habló de Tierra, estaba convencida de que éste fue el mundo original de la Humanidad y, ciertamente, la pequeña y aislada posición de los mycogenios en una galaxia de cuatrillones de gente que carece del extraño carácter de los mycogenios, podría significar que Tierra fue, en verdad, el mundo original y Aurora, su vástago aberrante. No puedo decirlo, pero te paso mi pensamiento para que tú puedas comprender mi conclusión final.
—Comprendo lo que estás haciendo —asintió Hummin—. Por favor, continúa.
—Ambos mundos eran enemigos. Así nos lo dio a entender Mamá Rittah. Cuando comparo los mycogenios que parecen representar a los auroranos, con los dahlitas que parecen representar a los terrícolas, imagino que Aurora, ya fuera primera o segunda, fue, no obstante, la más avanzada, la que pudo producir robots más complicados, incluso los indistinguibles de los seres humanos, en apariencia. Ese robot fue diseñado y confeccionado en Aurora. Para la gente de Tierra, fue un héroe, así que debió haberse unido a los terrícolas. ¿Por qué hizo él esto? ¿Qué motivos le impulsaron a ello? Esto es lo que no puedo decir.
—¿Querrás decir por qué ello[3] hizo esto? ¿Qué motivos lo impulsaron a ello? —murmuró Hummin.
—Tal vez sí, no lo sé bien. Teniéndote sentado frente a mí —dijo Seldon— encuentro difícil servirme de un pronombre inanimado. Mamá Rittah estaba convencida de que el robot heroico, su robot heroico, existía aún, y que él volvería cuando se le necesitara. Tuve la impresión de que no había nada imposible en la idea de un robot inmortal o, por lo menos, uno que fuera inmortal mientras sus circuitos y piezas de recambio se mantuvieran en buen uso.
—¿Incluso el cerebro? —preguntó Hummin.
—Incluso el cerebro. En realidad, no sé nada sobre robots, pero supongo que un cerebro nuevo podría ser grabado de nuevo partiendo del viejo… Y Mamá Rittah sugirió extraños poderes mentales. Entonces, yo pensé: así debe ser. En ciertos aspectos, puedo parecer un romántico, pero no lo soy tanto como para pensar que un solo robot, pasando de un mundo a otro, pueda llegar a alterar el curso de la Historia. Un robot no podía asegurar la victoria de Tierra, ni la derrota de Aurora…; a menos que hubiera algo peculiar, algo extraño, en el robot.
—¿Te has parado a pensar, Hari, que tratas con leyendas, leyendas que han sido distorsionadas a lo largo de los siglos y los milenios, hasta el extremo, incluso, de extender un velo sobrenatural sobre acontecimientos totalmente corrientes? ¿Puedes llegar a creer en un robot que no sólo parezca humano, sino que también viva eternamente y tenga poderes mentales? ¿No estás, acaso, empezando a creer en lo superhumano?
—Conozco muy bien lo que son las leyendas y no soy propenso a dejarme dominar por ellas y creer en cuentos de hadas. Pero cuando están respaldadas por ciertos hechos extraños que yo he visto, e incluso experimentado…
—¿Como cuáles?
—Hummin, te conocí y confié en ti desde el primer momento. Sí, me ayudaste contra aquel par de matones cuando no necesitabas hacerlo, y eso fue algo que me predispuso en tu favor, porque, en aquel momento, no me di cuenta de que estaban a tu servicio, haciendo lo que tú les habías ordenado que hicieran… Pero, dejemos esto.
—No —dijo Hummin con, por fin, un tono de voz divertido.
—Confié en ti. Fui convencido con suma facilidad de no regresar a casa, a Helicon, y de convertirme en un vagabundo sobre la faz de Trantor. Creí, sin discutirlo, cuanto tú me dijiste. Me puse por entero en tus manos. Ahora, volviendo la vista atrás, me veo como si yo no fuera yo. No soy persona que se deje arrastrar con facilidad; sin embargo, me arrastraste. Y lo peor es que ni siquiera me pareció raro comportarme de un modo tan contrario a mi forma de ser.
—Tú te conoces mejor, Hari.
—Y no hablemos sólo de mí. ¿Cómo te explicas que Dors Venabili, una bella mujer, con carrera propia, lo abandonara todo a fin de unírseme en la huida? ¿Cómo es que arriesgaba su vida para salvar la mía pareciendo adoptar, como una especie de deber sagrado, la tarea de protegerme, y con sólo esa idea en la cabeza? ¿No ocurrió así porque tú se lo pediste?
—Sí, yo se lo pedí, Hari.
—No obstante, no me parece el tipo de persona que cambie tan radicalmente su vida sólo porque alguien le pida que lo haga. Tampoco puedo creer que fuera porque se hubiera enamorado locamente de mí, a primera vista, y la pasión la arrastrara. ¡Ojalá hubiera sido así!, pero, emocionalmente, parece muy dueña de sí, y te hablo con franqueza, como yo mismo respecto de ella.
—Es una mujer maravillosa —comentó Hummin—. No te censuro.
—¿Cómo podía ser —prosiguió Seldon— que Amo del Sol Catorce, un monstruo de arrogancia, que dirige un pueblo intransigente y pagado de sí, estuviera dispuesto a aceptar a unos tribales como Dors y yo, y nos tratara tan bien como unos mycogenios podían tratar a alguien? Cuando quebrantamos todas las reglas, cometidos todos los sacrilegios imaginables, ¿cómo pudo ser que le convencieras aun de que nos dejara marchar?
»¿Cómo pudiste convencer a los Tisalver, con sus mezquinos prejuicios, para que nos acogieran? ¿Cómo puedes encontrarte bien en cualquier parte del mundo, ser amigo de todos, influir en cada uno, prescindiendo de sus peculiaridades individuales? Y, sobre todo, ¿cómo has conseguido manipular a Cleon también? Y si a él se le tiene por maleable y fácil de manejar, ¿cómo pudiste gobernar a su padre que, según todo el mundo, era un tirano, duro y arbitrario? ¿Cómo pudiste hacer todo eso?
»Además, hay otra cosa, ¿cómo es que Mannix IV de Wye pudo dedicar décadas a organizar un ejército sin rival, o a entrenarle para que sobresalga en todo, y, no obstante, desarticularlo cuando su hija intenta servirse de él? ¿Cómo pudiste persuadirles de que todos ellos la traicionaran, como habías hecho tú?
—Puede que sólo signifique el hecho de que soy una persona hábil, acostumbrada a tratar con gente de todo tipo, que me encuentro en una buena posición por haber hecho favores a gente crucial y en disposición de hacer favores adicionales en el futuro. Nada de lo que he hecho, al parecer, es de carácter sobrenatural.
—¿Nada de lo que has hecho? ¿Ni siquiera neutralizar a todo el Ejército de Wye?
—No deseaban servir a una mujer.
—Ellos tenían que saber desde hace años que, en cualquier momento en que Mannix dejara el poder, o en el caso de su muerte, Rashelle sería alcalde hereditario. No obstante, nunca mostraron señales de descontento…, hasta que tú creíste necesario que lo sintieran. Dors te describió en un momento dado como un hombre muy persuasivo. Y lo eres. Más persuasivo de lo que cualquier hombre pueda ser. Pero no eres más persuasivo de lo que un robot inmortal, con extraños poderes mentales, pudiera ser. Bien, Hummin, ¿qué me dices a esto?
—¿Qué es lo que esperas de mi, Hari? ¿Que admita que soy un robot? ¿Que mi aspecto de ser humano es sólo apariencia? ¿Que soy inmortal? ¿Que soy una maravilla mental?
Seldon se inclinó hacia Hummin, sentado en la mesa, frente a él.
—Sí, Hummin. Eso es lo que espero de ti. Espero que me digas la verdad, y tengo la fuerte sospecha de que esto que acabas de esbozar es la verdad. Tú, Hummin, eres el robot que Mamá Rittah llamó Da-Nee, amigo de Ba-Lee. Tienes que admitirlo. No te queda más alternativa.
Fue como si se hallaran sentados en una pequeña Universidad propia. Allí, en pleno Wye, con el Ejército desarmado por las Fuerzas Imperiales, guardaban silencio. Allí, en medio de los acontecimientos que todo Trantor, y quizá toda la Galaxia contemplaba, estaba esa diminuta burbuja de total aislamiento, dentro de la cual, Seldon y Hummin libraban su juego de ataque y defensa… Seldon tratando con todas sus ansias de forzar una nueva realidad, Hummin sin hacer nada por aceptar esa nueva realidad.
Seldon no temía ser interrumpido. Estaba seguro de que la burbuja en la que se encontraba tenía unos límites que no podían ser traspasados, que las fuerzas de Hummin, no, las del robot, mantendrían a todo el mundo a distancia hasta que el juego hubiera terminado.
—Eres una persona ingeniosa, Seldon —dijo Hummin al fin—. Sin embargo, no acierto a ver por qué debo admitir que soy un robot y por qué no me queda más alternativa que hacerlo. Todo lo que has dicho puede ser verdad en cuanto a hechos: tu propio comportamiento, el de Dors, el de Amo del Sol, de los Tisalver, de los generales de Wye…, todo, todo puede haber ocurrido como has dicho, pero esto no significa que tu interpretación del sentido de los acontecimientos sea cierta. Seguro que todo lo ocurrido tiene una explicación natural. Confiaste en mí porque aceptaste lo que te dije. Dors sintió que tu seguridad era importante porque intuía que la psicohistoria era algo crucial, y eso fue así por el hecho de ser ella una historiadora. Amo del Sol y Tisalver me debían favores de los que tú nada sabes. Los generales de Wye estaban resentidos de que una mujer los gobernara. Nada más. ¿Por qué tenemos que pensar en algo sobrenatural?
—Oye, Hummin, ¿crees de verdad que el Imperio se desmorona y considera realmente importante permitir que así ocurra sin hacer nada por salvarlo, o, por lo menos, por mitigar su caída?
—En efecto.
Seldon se dio cuenta de que lo decía con sinceridad.
—¿Y deseas realmente que yo resuelva los detalles de la psicohistoria y sientes que tú mismo no puedes hacerlo?
—Carezco de esa capacidad.
—¿Y crees que sólo yo puedo encargarme de la psicohistoria…, aunque yo a veces dude de mí mismo?
—Así es.
—Y, por consiguiente, piensas que si tienes la posibilidad de ayudarme de algún modo, debes hacerlo.
—En efecto.
—Los sentimientos personales…, las consideraciones de egoísmo…, ¿no tienen nada que ver?
Una leve y breve sonrisa iluminó el rostro grave de Hummin y, por un momento, Seldon percibió un inmenso y árido desierto de cansancio detrás de aquella plácida fachada que era Hummin:
—He cimentado una larga carrera, sin prestar atención a los sentimientos personales o a las consideraciones egoístas.
—Entonces, necesito tu ayuda. Puedo resolver la psicohistoria sobre la base de Trantor, solo, aunque sé que tropezaré con muchas dificultades. Estas dificultades creo que podré superarlas, pero cuánto más fácil me resultaría si conociera ciertos datos clave. Por ejemplo, ¿fue Tierra, o Aurora, el primer mundo de la Humanidad?, ¿o fue otro mundo distinto? ¿Cuáles eran las relaciones entre Tierra y Aurora? ¿Fue una, o ambas, que colonizaron la Galaxia? Si fueron ambas, ¿cómo se decidió? ¿Hay mundos descendientes de ambos, o sólo uno? ¿Cómo fue que los robots fueron abandonados? ¿Cómo pasó Trantor a ser el mundo Imperial, y no otro planeta? ¿Qué ocurrió, entretanto, con Tierra y Aurora? Hay un millón de preguntas que podría formular ahora mismo, y cien mil que irán surgiendo a medida que vaya avanzando. ¿Permitirás que yo siga ignorante, Hummin, y que fracase en mi tarea cuando tú podrías informarme y ayudarme a tener éxito?
—Si yo fuera el robot —respondió Hummin—, ¿tendría espacio en mi cerebro para los veinte mil años de historia de millones de mundos diferentes?
—Desconozco la capacidad de los cerebros robóticos. Tampoco conozco la capacidad del tuyo. Pero, si careces de capacidad, entonces deberás tener la información que no puedes abarcar, grabada a salvo en algún lugar y de tal forma que puedas acceder a ella cuando la necesites. Si la tienes y yo la necesito, ¿cómo puedes negármela y ocultármela? Y si no me la puedes ocultar, ¿cómo puedes negar que seas un robot…, aquel robot…, el Renegado?
Seldon se echó hacia atrás y respiró profundamente.
—Así que, vuelvo a preguntarte: ¿Eres aquel robot? Si quieres psicohistoria, debes admitirlo. Si te empeñas en negar que eres un robot y me convences de que no lo eres, entonces, mis probabilidades de obtener la psicohistoria se reducen muchísimo. Depende de ti. ¿Eres un robot? ¿Eres Da-Nee?
Y Hummin, tan imperturbable como siempre, respondió:
—Tus argumentos son irrefutables. Soy R. Daneel Olivaw. La «R» significa «robot».
R. Daneel Olivaw hablaba sin levantar la voz, pero a Seldon le pareció notar un cambio sutil, como si ahora que no tenía que representar ningún papel, se expresara con mayor facilidad.
—En veinte mil años —explicó Daneel—, nadie ha adivinado que yo fuera un robot, cuando no era mi intención que él o ella lo supieran. En parte, porque los seres humanos abandonaron los robots hace tanto tiempo, que muy pocos recuerdan que, en tiempos, hubieran existido. Y, en parte, porque tengo la habilidad de detectar y afectar las emociones humanas. Esta detección no me preocupa, pero afectar las emociones es difícil para mí por razones que tienen mucho que ver con mi naturaleza robótica…, aunque puedo hacerlo cuando quiero. Tengo esta capacidad, pero he de luchar contra mi propia voluntad para no hacerlo. Siempre trato de no interferir, excepto cuando no me queda más remedio. Y, si lo hago, procuro limitarme a reforzar, lo menos posible, lo que ya existe. Si puedo conseguir mi propósito sin hacerlo, lo evito.
»No fue necesario intervenir con Amo del Sol Catorce para que os aceptara; lo llamo “intervenir”, lo habrás notado, porque es algo que me desagrada hacer. No tuve que intervenir con él porque me debía muchos favores y es un hombre honorable, pese a todas aquellas peculiaridades que observaste en él. Sí que intervine la segunda vez, cuando cometiste sacrilegio a sus ojos, pero no me costó mucho. A él le desagradaba entregaros a las autoridades imperiales, que no le gustan. Simplemente, exageró un poco su disgusto y os entregó a mi cuidado, aceptando los argumentos que le ofrecí, que, de lo contrario, no hubiera tenido en cuenta.
»Tampoco intervine excesivamente contigo. También desconfiabas de los imperiales. Así piensan, hoy en día, muchos seres humanos, lo que resulta un factor importante en la caída y deterioro del Imperio. Y mucho más importante: te sentías orgulloso de la psicohistoria como concepto, orgulloso de que se te hubiera ocurrido pensar en ello. No te hubiera importado que se demostrara que era una disciplina práctica. Esto hubiera alimentado tu orgullo aun más.
Seldon frunció el ceño.
—Perdona, Mr. Robot —protestó—, ¡pero no creo que yo sea tal monstruo de orgullo!
—No estoy diciendo que seas ningún monstruo de orgullo. Eres perfectamente consciente de que dejarse llevar por el orgullo no es útil ni admirable, así que tratas de dominarlo. Lo mismo podría desagradarte ser dominado por el latido de tu corazón. No puedes evitar ni uno ni otro. Aunque ocultes tu orgullo a tus propios ojos en bien de tu tranquilidad mental, a mí no puedes ocultármelo. Ahí está, por más que tú lo disimules. Y yo no hice más que reforzarlo un poquito, y al momento te sentiste dispuesto a huir de Demerzel, acto que, un poco antes, habrías rechazado. Y sentiste ansia por trabajar en la psicohistoria con una intensidad que un poco antes habrías despreciado.
»No hubo necesidad de tocar nada más y así, tú solo, has razonado el robotismo. De haber previsto tal posibilidad, pude haberlo impedido, pero mi previsión y mis habilidades no son infinitas. Aunque, en verdad, tampoco lamento haber fracasado. Tus argumentos han sido excelentes y es importante que sepas quién soy, y que me sirva de lo que soy para ayudarte.
»Las emociones, mi querido Seldon, son un poderoso motor de las acciones humanas, bastante más poderoso de lo que los mismos seres humanos creen, y no te puedes imaginar cuánto puede hacerse con una mera presión, ni lo que me disgusta hacerlo.
Seldon respiraba con fuerza, disgustado por verse como un hombre empujado por el orgullo.
—¿Por qué ese disgusto? —preguntó al robot.
—Porque sería fácil que me excediera. Tuve que impedir que Rashelle convirtiera al Imperio en una anarquía feudal. Yo podía haber doblegado mentes rápidamente, y el resultado hubiese sido un levantamiento sangriento. Los hombres son hombres…, y los generales de Wye son casi todos hombres. No se necesita mucho para despertar resentimiento y el latente miedo a las mujeres en todo hombre. Es un asunto biológico que yo, como robot, no puedo comprender del todo.
»No tuve más que forzar el sentimiento para provocar el fracaso del plan de Rashelle. Si me hubiera extralimitado un milímetro de más, habría perdido lo que quería…, un aplastamiento de la revuelta sin sangre. Sólo deseaba que no opusieran resistencia cuando llegaran mis tropas.
Daneel hizo una pausa, como tratando de elegir sus palabras.
—No deseo meterme con la matemática de mi cerebro positrónico —continuó diciendo—. Es más de lo que puedo entender, aunque quizá no más de lo que tú pudieras si te empeñaras en ello. No obstante, estoy gobernado por las Tres Leyes de la Robótica que, traducidas en palabras, son tradicionalmente, o lo fueron hace mucho tiempo, las siguientes:
»Una. Un robot no debe lastimar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daños.
»Dos. Un robot tiene que obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto cuando estas órdenes entren en conflicto con la Primera Ley.
»Tres. Un robot debe proteger su propia existencia, siempre y cuando dicha protección no entre en conflicto con las Primera y Segunda Leyes.
»Pero yo tuve un amigo…, hace veinte mil años. Otro robot. No como yo. No se le podía confundir con un ser humano; sin embargo, él era el que poseía los poderes mentales y fue a través suyo como yo gané los míos. Le pareció que debía establecerse una ley general por encima de las Tres Leyes. La llamó la Ley Zeroth, puesto que el cero viene antes del Uno. Es la siguiente:
»Cero. Un robot no puede lastimar a la Humanidad ni, por inacción, permitir que la Humanidad sufra daños.
»Así que la Primera Ley debería decir:
»Una. Un robot no puede lastimar a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano se lastime, excepto cuando estas órdenes entraran en conflicto con la Ley Zeroth.
»Y las demás Leyes deben ser igualmente modificadas. ¿Comprendes? —Daneel pareció esperar ansioso la respuesta de Seldon.
—Lo comprendo —dijo éste.
—El problema, Hari, está en que el ser humano es fácil de identificar. Puedo señalarte alguno. Es fácil ver qué lastimará a un ser humano y qué no lo hará; relativamente fácil, por lo menos. Pero, ¿qué es la Humanidad? ¿Qué podemos indicar cuando hablamos de la Humanidad? ¿Cómo podemos definir el concepto de «daño a la Humanidad»? ¿Cuándo, una serie de acciones, hará más bien que mal a la Humanidad como un todo, y cómo puede uno saberlo? El robot que presentó por primera vez la Ley Zeroth, murió…, quedó permanentemente desactivado porque fue forzado a una actuación que, a su entender, salvaría a la Humanidad, pero que no podía tener la seguridad de que la salvara. Por ello, quedó desactivado, dejando en mis manos el cuidado de la Galaxia.
»Desde entonces, lo he intentado. He intervenido lo menos posible, confiando en los propios seres humanos para que juzgaran lo que era por su bien. Ellos podían juzgar; yo, no. Podían confundir su meta; yo, no. Podían dañarse involuntariamente unos a otros o a ellos mismos; yo me desactivaría si lo hiciera. La Ley Zeroth no admite daño involuntario.
»Pero, a veces, me he visto obligado a emprender alguna acción. Que siga funcionando aún, significa que he sido discreto y moderado. No obstante, cuando el Imperio ha empezado a degenerar y desmembrarse, he tenido que intervenir con más frecuencia desde hace unas décadas. Ahora, que tengo que representar el papel de Demerzel, he de esforzarme por gobernar de tal forma que impida la ruina…, pero aún sigo funcionando.
»Cuando presentaste tu comunicación en la Convención Decenal, me di cuenta al instante de que en la psicohistoria teníamos una herramienta que haría posible identificar lo que era bueno y malo para la Humanidad. Con ella, las decisiones no serían tomadas a ciegas. Incluso, yo podría llegar a confiar en los seres humanos para que tomaran sus propias decisiones y volver de nuevo a reservarme para las grandes emergencias. Así que arreglé con rapidez el que Cleon se enterara de tu discurso y te llamara a su presencia. Luego, cuando oí tu negativa sobre el valor de la psicohistoria, me sentí obligado a pensar en algún medio de hacer que lo intentaras al menos. ¿Lo comprendes, Hari?
—Lo comprendo, Hummin —dijo Seldon, algo más que desanimado.
—Para ti, debo seguir siendo Hummin, en las raras ocasiones en que pueda verte. Te proporcionaré toda la información que poseo si es algo que precises, y en mi persona de Demerzel, encontrarás toda la protección que pueda darte. Como Daneel, jamás hables de mí.
—Nunca lo haría —se apresuró a asegurar Seldon—. Dado que necesito tu ayuda, no quisiera arruinar las cosas entrometiéndome en tus planes.
—Sí, sé que no querrías hacerlo. —Daneel sonrió, cansado—. Después de todo, eres lo bastante orgulloso como para querer todo el mérito por tu psicohistoria. No querrías que nadie supiera… jamás… que necesitabas la ayuda de un robot.
Seldon se ruborizó.
—Yo no…
—Lo eres, aunque lo ocultes cuidadosamente a tus propios ojos. Y es importante, porque estoy poniendo un mínimo refuerzo a esta emoción secreta tuya para que nunca puedas hablar de mí a otros. Ni siquiera se te ocurrirá que puedes hacerlo.
—Sospecho que Dors sabe…
—Sabe quién soy. Tampoco ella puede hablar de mí a otros. Ahora que ambos conocéis mi naturaleza, podéis hablar con libertad de mí entre vosotros, pero a nadie más.
Daneel se puso en pie.
—Hari, ahora tengo que hacer mi trabajo. Dentro de poco, tú y Dors seréis devueltos al Sector Imperial.
—El niño Raych debe ir conmigo. No puedo abandonarle. Y hay un joven dahlita, llamado Yugo Amaryl…
—Lo comprendo. Raych irá también y puedes hacer lo que quieras con tus amigos. Todos vosotros seréis tratados debidamente. Y trabajarás en tu psicohistoria. Tendrás un equipo. Dispondrás de las computadoras necesarias y de todo el material de referencia. Yo «intervendré» tan poco como me sea posible y, si hay cierta resistencia en tus puntos de vista que no llegara al extremo de poner en peligro la misión, tendrás que resolverlo tú solo.
—¡Espera, Hummin! —dijo Seldon, insistente—. ¿Y si después de toda tu ayuda y todos mis esfuerzos resulta que la psicohistoria no puede hacerse práctica? ¿Y si fracaso?
—En tal caso —respondió Daneel—, tengo un segundo plan en marcha. Uno en el que llevo trabajando desde hace tiempo, en un mundo aparte, de forma separada. También éste es muy difícil y, en cierto modo, más radical que la psicohistoria. Puede que también yo fracase, pero hay más probabilidades de éxito si tenemos dos caminos abiertos, que si sólo hubiera uno.
»¡Acepta mi consejo, Hari! Si llega el momento en que encuentras algún dispositivo que pueda actuar en evitación de que ocurra lo peor, intenta ver si puedes encontrar dos, de esa forma, si uno falla, el otro puede seguir. El Imperio debe ser afianzado o reconstruido sobre una nueva fundación. Procura, si te es posible, que haya dos, será mucho mejor que uno.
»Ahora, debo regresar a mi trabajo habitual y tú debes volver al tuyo. No temas, nos ocuparemos de ti.
Con una última inclinación, se levantó y salió.
Seldon miró cómo se alejaba y dijo en un murmullo:
—Primero, debo hablar con Dors.
—El palacio está vacío —dijo Dors—. Rashelle no va a ser maltratada. Y tú regresarás al Sector Imperial, Hari.
—¿Y tú, Dors? —preguntó Seldon con un nudo en la garganta.
—Supongo que volveré a la Universidad. Mi trabajo ha sido abandonado, mis clases olvidadas.
—No, Dors. Tú tienes una tarea más importante.
—¿Cuál?
—Psicohistoria. Yo no puedo emprender esa tarea sin ti.
—Claro que puedes; yo soy una analfabeta absoluta en Matemáticas.
—Y yo en Historia…, y necesitamos ambas cosas.
Dors se echó a reír.
—Sospecho que, como matemático, eres único. Yo, como historiadora, soy del montón, nada sobresaliente. Encontrarás infinidad de historiadores que encajarán en tus necesidades de psicohistoria mejor que yo.
—En ese caso, Dors, déjame explicarte que la psicohistoria necesita algo más que un matemático y una historiadora. También necesita la voluntad de sumirse en lo que, tal vez, puede ser el problema de toda una vida. Sin ti, Dors, esa voluntad me faltará.
—Claro que la tendrás.
—Dors, si tú no estás conmigo, no me propongo tenerla.
Dors lo miró, pensativa.
—Ésta es una discusión absurda, Hari. Hummin, indudablemente, será quien decida. Si me manda a la Universidad…
—No lo hará.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque se lo plantearé sinceramente: si te devuelve a la Universidad, yo volveré a Helicon, y que el Imperio se vaya al garete, si quiere.
—¡No lo dirás en serio!
—¡Por supuesto que sí!
—¿No te das cuenta de que Hummin puede hacer que tus sentimientos cambien de modo que te pongas a trabajar en la psicohistoria…, incluso sin mí?
Seldon sacudió la cabeza.
—Hummin no tomará semejante decisión arbitraria. He hablado con él. No se atreve a tocar demasiado la mente humana porque está sometido a lo que él llama las Leyes de la Robótica. Modificar mi mente al extremo de que no te quiera conmigo, Dors, sería un cambio al que no puede arriesgarse. Por el contrario, si me deja en paz y si tú colaboras en el proyecto, obtendrá lo que quiera…: una auténtica oportunidad de psicohistoria. ¿Por qué no conformarse?
—Puede no estar de acuerdo, por razones propias.
—¿Y por qué no? Él te pidió que me protegieras, Dors. ¿Ha cancelado, acaso, esa petición?
—No.
—Entonces, eso quiere decir que debes continuar con tu protección. Y yo quiero tu protección.
—¿Contra qué? Ahora cuentas con la protección de Hummin, tanto como Demerzel, como Daneel, y seguro que no necesitas más.
—Si tuviera la protección de cada persona y de cada fuerza de la Galaxia, seguiría necesitando la tuya.
—Entonces, no me quieres para la psicohistoria. Me quieres para protegerte.
—¡No! —exclamó Seldon, sombrío—. ¿Por qué distorsionas mis palabras? ¿Por qué me obligas a decirte lo que ya debes saber? No te quiero ni para protegerme, ni por la psicohistoria. Todo eso es una excusa que he utilizado, como cualquier otra. Te quiero a ti…, sólo a ti. Y si quieres saber la verdadera razón, es porque tú eres tú.
—Ni siquiera me conoces.
—Carece de importancia. Me da lo mismo… No obstante, te conozco en cierto modo. Mejor de lo que tú piensas.
—¿De veras?
—Por supuesto. Obedeces órdenes y arriesgas tu vida por mí sin vacilar y sin aparente preocupación por las consecuencias. Aprendiste rápidamente a jugar al tenis. Aprendiste a utilizar las navajas mucho más deprisa y te manejaste perfectamente en tu lucha contra Marron. Inhumanamente…, si me permites decirlo así. Tus músculos son asombrosamente fuertes y, al igual que tus reacciones, asombrosamente rápidas. Sabes cuándo una habitación está sometida a escuchas y puedes ponerte en contacto con Hummin de algún modo que no precisa instrumentos.
—¿Y qué piensas de todo esto? —preguntó Dors.
—He pensado que Hummin, en su capacidad de R. Daneel Olivaw, tiene una tarea imposible. ¿Cómo puede un robot dirigir el Imperio? Necesita ayudantes.
—Es obvio. Millones, diría yo. Yo soy uno de ellos. Tú eres otro ayudante. El pequeño Raych lo es también.
—Tú eres un ayudante distinto.
—¿En qué forma? Hari, dilo. Si te oyes decirlo, tú mismo te darás cuenta de lo insensato de tu pensamiento.
Seldon la miró largamente.
—No voy a decirlo…, porque no me importa —musitó.
—¿De verdad no te importa? ¿Deseas tomarme tal como soy?
—Te tomaré como debo. Eres Dors. Si eres algo más, no quiero a nadie más que a ti en todo el mundo.
—Hari —dijo Dors, con dulzura—. Yo deseo lo mejor para ti debido a lo que soy. Sin embargo, siento que si yo no fuera lo que soy, seguiría queriendo lo mejor para ti. Y no creo que yo sea buena para ti.
—Buena para mí o mala, me tiene sin cuidado. —Al decir esto, Hari dio unos pasos con la vista baja, como sopesando lo que iba a decir—. ¿Te han besado alguna vez, Dors?
—Desde luego, Hari. Eso forma parte de las relaciones sociales, y yo vivo en esta sociedad.
—¡No, no! Quiero decir, si has besado, de verdad, a algún hombre. Ya sabes, apasionadamente. —Pues sí, Hari, lo he hecho.
—¿Disfrutaste?
Dors titubeó.
—Cuando he besado así —respondió—, he disfrutado más que si hubiera decepcionado a un hombre que me gustaba, alguien cuya amistad significaba mucho para mí. —Al llegar a este punto, Dors se ruborizó y volvió el rostro hacia otro lado—. Por favor, Hari, todo esto me resulta muy difícil de explicar.
Pero Hari, más decidido que nunca, insistió:
—O sea, que besaste por motivos equivocados, para evitar lastimar los sentimientos de alguien.
—Tal vez, en cierto sentido, todo el mundo hace lo mismo.
Seldon estuvo meditando esas palabras.
—¿Has pedido tú, alguna vez, que te besen? —preguntó de repente.
Dors, como si repasara su vida pasada, esperó unos instantes.
—No —respondió.
—O, una vez besada, ¿deseaste ser besada de nuevo?
—No.
—¿Te has acostado alguna vez con un hombre? —insistió con voz sorda, desesperadamente.
—Desde luego. Ya te lo he dicho. Esas cosas forman parte de la vida.
Hari la agarró por los hombros como si fuera a sacudirla:
—Pero, ¿has sentido alguna vez el deseo, la necesidad de este tipo de acercamiento con una persona en especial? Dors, ¿has sentido amor alguna vez?
Dors levantó la cabeza con lentitud, y miró al fondo de los ojos de Seldon.
—Lo siento, Hari, pero no.
Seldon la atrajo hacia sí, rodeándola con sus brazos.
Entonces, Dors colocó con suavidad sus manos en los brazos de Seldon.
—O sea, Hari. Ya ves que, en realidad, no soy la mujer que tú quieres.
La cabeza de Seldon se inclinó y miró fijamente el suelo. Sopesaba la cuestión con suma atención y trataba de pensar con racionalidad. Entonces, renunció. Él quería algo, y lo que quería estaba más allá de sus pensamientos y más allá de la razón. Alzó la mirada.
—Dors, amor mío, incluso eso, ¡no me importa!
La rodeó con sus brazos y acercó su rostro al de ella, despacio, esperando que Dors elevara el suyo hacia él, hasta que casi se rozaban.
Dors no hizo movimiento alguno y Seldon la besó, despacio, suave, apasionadamente…, y los brazos femeninos se cerraron con fuerza alrededor de su cuello.
Cuando él separó sus labios ligeramente de los de ella, Dors le miró con ojos que la sonrisa entrecerraba.
—Bésame de nuevo, Hari… Por favor.