WYE. — … Un Sector de la ciudad-mundo de Trantor… En los últimos siglos del Imperio Galáctico, Wye era la parte más fuerte y más estable de la ciudad-mundo. Sus gobernantes llevaban tiempo aspirando al trono Imperial, justificándose por el hecho de ser descendientes de los primeros Emperadores. Bajo Mannix IV, Wye fue militarizado y (clamaron las autoridades Imperiales) estuvo planeando un golpe de alcance planetario…
Enciclopedia Galáctica
El recién llegado era alto y musculoso. Tenía un gran bigote rubio retorcido en las puntas y una cabellera que le bajaba por los lados de su rostro y por debajo de la barbilla. Llevaba la cabeza tan bien moldeada y su cabello era de un color tan claro que, durante un momento desagradable, Seldon pensó en Mycogen.
El recién llegado llevaba lo que era, indudablemente, un uniforme en rojo y blanco, con una amplia faja decorada de clavos de plata rodeándole la cintura.
Cuando habló, su voz fue de un bajo resonante y su acento no se parecía a ninguno que Seldon hubiera oído antes. Muchos acentos desconocidos sonaban ordinarios en la experiencia de Seldon, pero éste parecía casi musical, quizá por la riqueza de su tono bajo.
—Soy el sargento Emmer Thalus —resonó su voz en lenta sucesión de sílabas—. He venido en busca del doctor Hari Seldon.
—Yo soy. —Se adelantó Seldon, y, en un aparte, murmuró a Dors—: Si Hummin no podía venir personalmente, desde luego ha enviado un ejemplar magnífico para representarle.
El sargento dirigió a Seldon una imperturbable y prolongada mirada.
—Sí —dijo a continuación—. Su aspecto es como me ha sido descrito. Por favor, venga conmigo, doctor Seldon.
—Le sigo —asintió Seldon.
El sargento dio un paso atrás. Dors Venabili y Seldon se adelantaron. Entonces, aquél se detuvo y alzó su manaza, con la palma en dirección a Dors.
—Se me ha ordenado que llevara conmigo al doctor Seldon. No he recibido instrucciones de llevar a nadie más.
Por un momento, Seldon lo observó sin comprender. Luego, su sorprendida mirada se volvió airada.
—¡Es imposible que le hayan dicho esto, sargento! La doctora Dors Venabili es mi asociada y compañera. Tiene que venir conmigo.
—Eso no concuerda con mis instrucciones, doctor.
—Sus instrucciones me importan un bledo, sargento Thalus. Yo no me moveré de aquí sin ella.
—Y hay algo más —intervino Dors—. Mis instrucciones son las de proteger al doctor Seldon en todo momento. No podré cumplirlas a menos que esté con él. Por tanto, donde él vaya, yo iré.
El sargento pareció desconcertado.
—Mis instrucciones son estrictas: procurar que no le ocurra nada a usted, doctor Seldon. Si no viene por propia voluntad, tendré que llevarle hasta mi vehículo. Trataré de hacerlo con suavidad.
Extendió ambos brazos como si fuera a coger a Seldon por la cintura y cargárselo al hombro.
Seldon saltó hacia atrás, fuera de su alcance. Al hacerlo, el borde de su mano derecha cayó sobre el brazo derecho del sargento, donde los músculos eran más escasos, y le golpeó en el hueso.
El sargento lanzó un hondo suspiro y pareció que se sacudía, pero se volvió, con rostro inexpresivo, y avanzó de nuevo. Davan, observándoles, permaneció donde estaba, inmóvil; Raych, sin embargo, se colocó detrás del sargento.
Seldon repitió el golpe por segunda vez, y una tercera, mas esa vez, el sargento anticipó el golpe, y bajó el hombro para que le diera sobre el músculo endurecido. Entretanto, Dors había sacado sus navajas.
—¡Sargento! —gritó con fuerza—. ¡Vuélvase en esta dirección! Quiero que comprenda que me puedo ver obligada a herirle si persiste en su intento de llevarse al doctor Seldon contra su voluntad.
El sargento hizo una pausa, y contempló solemnemente las ondulantes navajas.
—Según mis instrucciones —dijo—, al único que no debo lastimar es al doctor.
Entonces, en un rápido movimiento, su mano derecha bajó hacia la vara neurónica que llevaba en la cadera. Dors se adelantó, con la misma rapidez, con sus relampagueantes navajas.
Ni el uno ni la otra completaron el movimiento.
Con un salto, Raych había empujado al sargento por la espalda, retirando al mismo tiempo, el arma de su funda con la mano derecha. Dio unos pasos atrás con idéntica rapidez, mientras sostenía la vara neurónica con ambas manos.
—¡Levante las manos, sargento, o recibirá!
El sargento se volvió y una expresión nerviosa cruzó su rostro sofocado. Fue el único momento en que su impasibilidad cedió.
—Déjalo, hijo —gruñó—. No sabes cómo funciona.
Raych gritó:
—Pero sé dónde lleva el seguro —gritó Raych de nuevo—. Está quitado, y este bicho puede dispararse. Y lo dispararé si trata de atacarme.
El sargento se quedó helado. Sabía perfectamente lo peligroso que podía resultar que un chiquillo de doce años tuviera un arma poderosa en las manos. Tampoco Seldon se sentía tranquilo.
—Cuidado, Raych —advirtió—. No dispares. Aparta el dedo del gatillo.
—¡No voy a dejar que me ataque!
—No lo hará… Sargento, por favor, no se mueva. Pongamos las cosas en claro. Le ordenaron que me sacara de aquí, ¿no es verdad?
—Así es —asintió el otro, con los ojos ligeramente desorbitados y fijos en Raych (cuya mirada estaba clavada en los ojos del sargento).
—Pero no le ordenaron que no llevara a nadie más, ¿no es así?
—No, no me lo dijeron, doctor —admitió. Ni siquiera la amenaza de una vara neurónica iba a amilanarle. Estaba claro.
—Muy bien, entonces, sargento, escúcheme. ¿Le dijeron que no llevara a nadie más?
—Acabo de decirle…
—No, no, sargento. Hay una notable diferencia. ¿Sus instrucciones fueron simplemente: «Traiga al doctor Seldon»? ¿Fue ésta la orden entera, sin mencionar a nadie más, o fueron más específicos; por ejemplo: «Traiga al doctor Seldon y a nadie más»?
El sargento lo pensó bien.
—Se me dijo que le llevara a usted, doctor Seldon —respondió.
—Entonces, no se mencionó a nadie más, de una forma u otra, ¿no es verdad?
Una pausa.
—No.
—No le dijeron que llevara a la doctora Venabili, pero tampoco le ordenaron que no la llevara, ¿verdad?
Pausa.
—Así es.
—¿O sea, que lo mismo puede llevarla o no llevarla, según le parezca a usted?
Una pausa muy larga.
—Lo supongo.
—Ahora bien, aquí tenemos a Raych, el muchacho tiene una vara neurónica apuntándole, la vara neurónica de usted precisamente, recuérdelo, y está impaciente por usarla.
—¡Sííí! —gritó Raych.
—Aún no, Raych. Aquí está la doctora Venabili con dos navajas que sabe manejar como una verdadera experta. Y aquí estoy yo mismo, que puedo, si tengo la oportunidad, romperle la nuez con una mano, de modo que no volvería a hablar más que en un murmullo. Ahora bien, ¿quiere o no llevar a la doctora Venabili? Sus órdenes le permiten una cosa u otra.
—Llevaré a la mujer —dijo el sargento, con voz vencida.
—Y al niño, Raych.
—Y al niño.
—Bien. ¿Me da su palabra de honor, su palabra de honor de soldado, que cumplirá lo que acaba de decirme, sinceramente?
—Le doy mi palabra de honor de soldado —afirmó el sargento.
—Bien. Raych, devuélvele el arma… ¡Ahora mismo! No me hagas esperar.
Raych, con una mueca de pena, miró a Dors, la cual vaciló y, finalmente, movió la cabeza en un gesto de aquiescencia. Su expresión reflejaba la misma pena que la de él.
Raych tendió el arma al sargento.
—Me mandan hacerlo, especie de… —exclamó, aunque su última palabra fue ininteligible.
—Guarda tus navajas, Dors —ordenó Seldon.
Dors movió la cabeza, mas acabó por guardarlas.
—¿Y bien, sargento? —preguntó Seldon.
Él miró la vara neurónica; luego, a Seldon.
—Es usted una persona honorable, doctor Seldon —dijo—. Yo mantendré mi palabra de honor. —Y con precisión militar enfundó su arma.
Seldon se volvió a Davan.
—Por favor, Davan —le dijo—, olvide lo que usted ha visto aquí. Los tres vamos a ir voluntariamente con el sargento Thalus. Dígale a Yugo Amaryl cuando le vea que no le olvidaré y que, una vez todo esto haya terminado y yo esté en libertad de actuar, me ocuparé de que ingrese en una Universidad. Y si alguna vez hay algo razonable que usted crea, Davan, que yo puedo hacer por su causa, lo haré… Ahora, sargento, vámonos.
—¿Habías viajado antes en algún jet, Raych? —preguntó Hari Seldon.
Raych movió la cabeza negativamente, sin decir palabra. Contemplaba la extensión de Arriba, que aparecía por debajo de ellos, asustado, impresionado.
Seldon volvió a fijarse en lo mucho que Trantor era un mundo de túneles y expresos. Incluso los viajes largos eran hechos bajo tierra por la población en general. El viaje aéreo, aunque popular en los demás mundos, era un lujo en Trantor y un jet así…
«¿Cómo lo había conseguido Hummin?», se preguntó Seldon.
Miró por la ventanilla las ondulaciones de las cúpulas, la gran extensión verde de aquella área del planeta, las ocasionales manchas de lo que eran poco menos que junglas, los brazos de mar que sobrevolaban a veces, con su agua de color plomizo, lanzando breves destellos cuando el sol asomaba momentáneamente por entre la espesa capa de nubes.
Después de una hora, más o menos, de vuelo, Dors, que hojeaba una nueva novela histórica sin aparente placer, la cerró de pronto.
—¡Ojalá supiera adonde vamos! —exclamó.
—Si tú no lo sabes —dijo Seldon—, yo mucho menos. Tú has estado más tiempo en Trantor que yo.
—Sí, pero en el interior —contestó Dors—. Aquí, con sólo Arriba por debajo de mí, me siento tan perdida como un recién nacido.
—Sí, bueno…, puede ser, Hummin sabe lo que hace.
—No me cabe la menor duda —comentó ella vivamente—, pero eso puede que no tenga nada que ver con la situación actual. ¿Por qué sigues suponiendo que algo de todo esto pueda ser iniciativa suya?
Seldon enarcó las cejas.
—Ahora que lo preguntas, no sé. Me lo supongo, nada más. ¿Por qué no va a ser cosa suya?
—Porque, quienquiera que lo organizara, no especificó que yo fuera recogida al mismo tiempo que tú. Lo único que ocurre es que no acabo de ver a Hummin olvidándose de mi existencia. Además, ¿por qué no vino él en persona, como hizo en Streeling y en Mycogen?
—No vas a esperar que siempre esté dispuesto, Dors. Tal vez se hallaba ocupado. No me asombra que no haya venido en esta ocasión, sino que pudiera hacerlo en las anteriores.
—Suponiendo que le hubiera sido imposible acudir, ¿crees que enviaría un palacio volante tan conspicuo y lujoso? —preguntó, señalando el gran jet de lujo.
—Pudo estar disponible en ese momento. O haber razonado que nadie sospecharía que un objeto tan llamativo pudiera estar transportando unos fugitivos que trataban desesperadamente de evitar ser detenidos. Ésa es una maniobra de sobras conocida.
—Demasiado conocida, en mi opinión. ¿Y crees que él nos mandaría a un idiota como el sargento Thalus para remplazarle?
—El sargento no tiene nada de idiota. Sencillamente, ha sido entrenado para obedecer a ciegas. Con las instrucciones apropiadas podría ser digno de la mayor confianza.
—Ahí está el detalle, Hari. Volvemos a lo mismo. ¿Por qué no recibió instrucciones apropiadas? Resulta inconcebible para mí que Chetter Hummin le ordenara sacarte a ti de Dahl y no le dijera una palabra sobre mí. Inconcebible por completo.
Seldon no supo qué contestar a eso, y se le cayó el alma a los pies.
Una hora más tarde, Dors observó:
—Parece como si afuera empezara a hacer más frío. El verde de Arriba se está volviendo pardo y creo que han puesto los calentadores en marcha.
—¿Qué puede significar eso?
—Dahl se encuentra en la zona tropical; por lo tanto, está muy claro que nos dirigimos al Norte o al Sur, y a distancia considerable también. Si yo tuviera noción de la dirección de la línea nocturna, podría decirte a dónde vamos.
En esos momentos sobrevolaban una sección de playa en la que se veía una capa de hielo sobre las cúpulas donde el mar las bordeaba. Entonces, de forma inesperada, el jet se inclinó hacia abajo.
—¡Vamos a estrellarnos! ¡Vamos a estrellarnos! —gritó Raych.
Los músculos abdominales de Seldon se atirantaron y se agarró a los brazos de su asiento con fuerza.
A Dors pareció no afectarle aquel brusco movimiento.
—Los pilotos no dan muestras de alarma —comentó—. Seguro que vamos hacia un túnel.
Y mientras pronunciaba esas palabras, las alas del jet se doblaron hacia atrás y hacia abajo, y como una bala se lanzó dentro de un túnel. La oscuridad los envolvió al instante y, un momento después, el sistema de iluminación del túnel se encendió. Las paredes desfilaron a ambos lados del jet.
—Me figuro que nunca llegaré a averiguar cómo saben que el túnel no está ocupado —murmuró Seldon.
—Estoy segura de que tienen aviso de «túnel libre» a varias docenas de kilómetros de antelación —observó Dors—. En todo caso, presumo que ésta es la última etapa del viaje y que pronto sabremos dónde nos encontramos. —Hizo una pausa y añadió—: Además, presumo que, cuando lo sepamos, no va a gustarnos en absoluto.
El jet salió del túnel a una larga pista con un techo tan alto que se parecía más a la auténtica luz del día que nada de lo que Seldon había tenido ocasión de ver desde que abandonara el Sector Imperial.
Se detuvieron en menos tiempo del que Seldon hubiera imaginado, pero a costa de una incómoda presión hacia delante. Sobre todo Raych, quien, aplastado contra el asiento que tenía delante, tenía problemas para respirar bien hasta que Dors le puso la mano en el hombro y tiró ligeramente de él hacia atrás.
El sargento Thalus, erguido e imponente, abandonó el jet y se acercó a la trasera del vehículo, donde abrió la puerta de pasajeros y ayudó a bajar a los tres, uno por uno.
Seldon fue el último en salir. Al pasar, se volvió a medias hacia el sargento.
—Ha sido un viaje agradable, sargento —murmuró.
Una lenta sonrisa iluminó el ancho rostro del sargento, levantando su embigotado labio superior. Se llevó un dedo a la visera de su casco, lo que pareció un medio saludo.
—Gracias de nuevo, doctor —contestó. Luego, los acompañó hasta los asientos traseros de un coche de extraordinario diseño, se metió en el asiento delantero y condujo el vehículo con sorprendente ligereza.
Pasaron por anchas carreteras, flanqueadas por altos y bien proyectados edificios, todos ellos resplandecientes a la luz del día. Igual que en todas partes de Trantor, les llegó el zumbido distante de los expresos. Las calles estaban llenas de gente bien vestida en su mayor parte. Todo el entorno era sorprendente, casi excesivamente limpio.
La sensación de seguridad de Seldon iba desvaneciéndose. Las sospechas de Dors sobre su destino le parecían, ahora, justificadas.
Se inclinó hacia ella.
—¿Crees que hemos vuelto al Sector Imperial? —murmuró.
—Oh, no. Los edificios son más rococó en el Sector Imperial, y hay menos jardinería Imperial en este Sector…, no sé si me comprendes.
—Entonces, Dors, ¿dónde estamos?
—Me temo, Hari, que tendremos que preguntarlo.
No fue un trayecto largo y pronto se metieron en un garaje que flanqueaba una imponente estructura de cuatro pisos. Un friso de animales imaginarios recorría la parte superior, decorada con tiras de piedra rosada. Era una impresionante fachada de diseño encantador.
—Esto, desde luego, no puede ser más rococó —comentó Seldon.
Dors, desconcertada, se encogió de hombros.
Raych emitió un silbido.
—Eh, miren qué sitio tan divertido —comentó, en un vano intento de aparentar que no estaba impresionado.
El sargento Thalus hizo una señal a Seldon indicándole que debía seguirle. Seldon se hizo el remolón y, confiando también en el lenguaje de los signos, tendió ambos brazos, abarcando con ellos a Dors y a Raych.
El sargento dudó, como avergonzado ante la impresionante entrada rosada. Su bigote pareció desmayarse. Finalmente, aceptó con expresión malhumorada.
—Los tres, de acuerdo. Mi palabra de honor se mantiene… Sin embargo, hay otros que podrán no sentirse obligados por mi promesa, ¿sabe?
Seldon asintió.
—Sólo le consideraré responsable de sus propias acciones, sargento.
El suboficial estaba claramente emocionado y, por un instante, su rostro se iluminó como si estuviera considerando la posibilidad de estrechar la mano de Seldon o de expresarle de algún otro modo, igualmente afectuoso, su aprobación. No obstante, decidió abstenerse y pisó el primer peldaño de la escalera que conducía a la puerta. La escalera se puso majestuosamente en marcha en un movimiento ascendente.
Seldon y Dors lo siguieron y mantuvieron el equilibrio sin demasiado trabajo. Raych, momentáneamente estupefacto, saltó a la escalera móvil, después de una carrerita, se metió las manos en los bolsillos, y se puso a silbar con despreocupación.
La puerta se abrió y dos mujeres salieron, una a cada lado, situadas simétricamente. Eran jóvenes y atractivas. Sus trajes, con el cinturón apretando la cintura, largos hasta los tobillos, caían en pliegues rígidos y crujían al andar. Ambas llevaban el cabello castaño enroscado en gruesas trenzas a uno y otro lado de la cabeza. (A Seldon le pareció atractivo, pero se preguntó cuánto tiempo tardarían cada mañana en peinárselo y colocárselo de esa forma. No se había fijado en ningún peinado tan complicado de las mujeres que se habían cruzado con él en las calles). Las dos mujeres miraron a los recién llegados con clara expresión de desprecio. A Seldon no le sorprendió. Después de los acontecimientos del día, él y Dors aparecían tan andrajosos como Raych.
Sin embargo, ambas mujeres consiguieron una decorosa inclinación; luego, dieron media vuelta y señalaron hacia dentro perfectamente al unísono y con una simetría mantenida con todo cuidado. (¿Ensayarían esas cosas?) Quedaba clarísimo que los tres debían entrar.
Cruzaron una estancia recargada, repleta de muebles y objetos decorativos, cuya utilidad Seldon no comprendió de momento. El suelo era de color claro, elástico, y luminiscente. Seldon notó, con un principio de vergüenza, que sus zapatos dejaban marcas polvorientas en él.
Entonces, se abrió una puerta interior y otra mujer apareció en ella. Era claramente mayor que las dos primeras (que hicieron una profunda inclinación cuando entró, cruzando sus piernas de una forma tan simétrica que a Seldon le maravilló ver que pudieran mantener un equilibrio que, indudablemente, requería mucha práctica).
Seldon se preguntó si también se esperaba de él que hiciera gala de aquella forma ritualizada de respeto, pero como no tenía la menor idea de en qué podía consistir, se limitó a inclinar ligeramente la cabeza. Dors permaneció erguida, y, según le pareció a Seldon, displicente. Raych miraba boquiabierto en todas direcciones y parecía como si ni siquiera hubiera visto a la mujer que acababa de entrar.
Estaba llenita…, no gorda, aunque de carnes prietas. Llevaba el cabello peinado como las otras dos jóvenes y su traje era del mismo estilo, pero más ricamente adornado…, en exceso para satisfacer las nociones estéticas de Seldon.
De edad mediana, algunas canas brillaban en su cabello, pero los hoyuelos de sus mejillas le prestaban un aspecto más juvenil. Sus ojos, castaño oscuro, eran alegres y, en conjunto, parecía más maternal que vieja.
—¿Cómo estáis? Los tres —preguntó (no demostró la menor sorpresa ante la presencia de Dors y Raych, y les incluyó sin dificultad en su saludo)—. Hace tiempo que te espero y casi te conseguí en Streeling, Arriba. Tú eres el doctor Hari Seldon y llevo tiempo esperando conocerte. Y tú debes ser la doctora Dors Venabili, porque he sido informada de que lo acompañabas. Al muchacho, me temo que no lo conozco, aunque estoy encantada de verle. Sin embargo, no debemos pasar el tiempo hablando, porque estoy segura de que querréis descansar primero.
—Y bañarnos, Madam —dijo Dors con insistencia—. Cada uno de nosotros necesita una buena ducha.
—Por supuesto, y ropa de recambio. En especial el muchacho. —Miró a Raych sin el menor asomo de desprecio y rechazo, como habían demostrado las dos jóvenes—. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Raych —contestó el chiquillo con voz ahogada, impresionada—, señora —añadió, por si acaso.
—¡Qué extraña coincidencia! —exclamó la mujer, con ojos resplandecientes—. ¿O es un presagio? Yo me llamo Rashelle. ¿No es curioso? Pero, ven, voy a ocuparme de todos vosotros. Luego, tendremos tiempo de sobra para cenar y conversar.
—Un momento, Madam —dijo Dors—. ¿Puedo preguntar dónde estamos?
—Wye, querida. Y, por favor, llamadme Rashelle, cuando os sintáis más tranquilizados. A mí siempre me ha gustado la llaneza.
Dors se envaró.
—¿Le sorprende que preguntemos? ¿No es natural que deseemos saber dónde nos encontramos?
Rashelle rió de un modo agradable y cantarín.
—Realmente, doctora Venabili, habrá que hacer algo con el nombre de este lugar. No te preguntaba el porqué, sino que respondía a tu pregunta. Me has preguntado dónde estabais y yo te lo he contestado: Wye. Están en el Sector de Wye.
—¡En Wye! —exclamó Seldon.
—En efecto, doctor Seldon. Te queremos desde el día en que hablaste en la Convención Decenal. Nos alegra tenerte por fin con nosotros aquí.
En realidad, tardaron un día completo en descansar y normalizarse (lavarse y sentirse limpios; conseguir ropa nueva, satinada y suelta al estilo de Wye, y dormir cuanto pudieron).
En su segundo día en Wye fue cuando tuvo lugar la cena que Madam Rashelle les había prometido.
La mesa era enorme, demasiado grande, si se consideraba que sólo cenaban cuatro personas: Hari Seldon, Dors Venabili, Raych y Rashelle. Las paredes y el techo aparecían con una suave iluminación y los colores cambiaban a un ritmo que, aunque el ojo lo percibía, no perturbaban la mente. El propio mantel, que no era de tela (Seldon todavía no había podido adivinar de qué material podía ser), parecía centellear.
Había muchos sirvientes, todos muy silenciosos. Una de las veces que la puerta se abrió, Seldon creyó vislumbrar soldados, armados y alerta, en el exterior. La habitación era como un guante de terciopelo, pero la mano de hierro no estaba lejos.
Rashelle se mostraba amable y amistosa, y era obvio que sentía un afecto especial por Raych, el cual, insistió, debía sentarse junto a ella.
Raych, frotado, pulido y resplandeciente, irreconocible dentro de su ropa nueva, con el cabello recortado, lavado y cepillado, apenas se atrevía a decir palabra. Era como si presintiera que su forma de expresarse no encajaba ya con su aspecto. Se sentía penosamente incómodo y observaba a Dors con gran atención al verla cambiar de cubierto a cubierto, tratando de imitarla exactamente en todo.
La comida resultaba gustosa, aunque sobrecargada de especias, tanto, que Seldon se vio incapaz de reconocer la naturaleza de los platos.
Rashelle, con su llenito rostro feliz, iluminado por su dulce sonrisa y sus deslumbrantes dientes blancos, observó:
—A lo mejor pensáis que ponemos aditivos mycogenios en la comida, pero no es así. Todo lo cultivamos aquí, en Wye. No hay otro Sector en el planeta más autosuficiente que Wye. Trabajamos duro para mantenerlo así.
Seldon asintió gravemente.
—Todo lo que nos han servido es de primera calidad, Rashelle —dijo—. Se lo agradecemos.
Mas, en su interior, pensó que la comida no podía compararse a la de Mycogen y sentía, incluso, como le había comentado a Dors poco antes, que estaba celebrando su propia derrota. O la derrota de Hummin, en todo caso, y le parecía más o menos lo mismo.
Después de todo había sido capturado por Wye, aquella posibilidad que tanto preocupó a Hummin cuando el incidente de Arriba.
—Quizás, en mi papel de anfitriona —empezó a decir Rashelle—, se me perdonará si hago preguntas personales. ¿Estoy en lo cierto al suponer que los tres no formáis una familia? ¿Que tú, Hari, y tú, Dors, no estáis casados y que Raych no es vuestro hijo?
—Entre nosotros tres no existe el menor parentesco —respondió Seldon—. Raych nació en Trantor, yo en Helicon y Dors en Cinna.
—¿Y cómo os reunisteis, pues?
Seldon se lo explicó con brevedad, y tan pocos detalles como pudo, y concluyó:
—No hay nada romántico o significativo en nuestra reunión.
—No obstante, me han dicho que planteaste ciertas dificultades con mi ayudante personal, el sargento Thalus, cuando quiso sacarte sólo a ti de Dahl.
—Siento gran afecto por Dors y Raych. Por eso no deseaba separarme de ellos.
—Eres un sentimental, ya lo veo —comentó Rashelle con una sonrisa.
—Sí, lo soy. Sentimental, y perplejo, además.
—¿Perplejo?
—Pues, sí. Y como ha sido tan amable de formularnos preguntas personales, ¿puedo yo preguntarle algo a mi vez?
—Por supuesto, querido Hari. Pregunta todo lo que quieras.
—Tan pronto como llegamos, me dijo que Wye quiso tenerme desde el día en que hablé en la Convención Decenal. ¿Por qué razón?
—De seguro que no eres tan simple que no lo entiendas. Te queremos por tu psicohistoria.
—Hasta aquí lo comprendo. Ahora, dígame, ¿qué le hace pensar que tenerme a mí significa que también tiene la psicohistoria?
—Porque no habrás sido tan remiso que la hayas perdido.
Los hoyuelos de Rashelle reaparecieron.
—En tu conferencia dijiste que la tenías. Y no creas que yo entendí lo que dijiste. No soy matemática. Odio los números. Pero tengo matemáticos trabajando para mí que me han explicado todas tus palabras.
—En tal caso, querida Rashelle, debe intentar escuchar mejor. Imagino que le dijeron que he demostrado que las predicciones psicohistóricas son concebibles, pero seguro que también le informarían que no son prácticas.
—No puedo creerlo, Hari. Al día siguiente fuiste llamado en audiencia por el pseudo-Emperador, Cleon.
—¿El pseudo-Emperador? —repitió Dors con ironía.
—¡Pues sí! —replicó Rashelle, como si respondiera a una cuestión muy seria—. Pseudo-Emperador. No tiene verdadero derecho al trono…
—Rashelle —la interrumpió Seldon, impaciente—. A Cleon le dije exactamente lo mismo que acabo de decirle ahora, y él dejó que me fuera.
Rashelle dejó de sonreír. Su voz se hizo algo cortante:
—Sí, dejó que te fueras, como el gato de la fábula deja irse al ratón. Te ha estado persiguiendo desde entonces: en Streeling, en Mycogen, en Dahl. Y te perseguiría hasta aquí si se atreviera. Pero, bueno…, nuestra conversación es demasiado seria. Disfrutemos. Oigamos música.
Y, al pronunciar estas palabras, una melodía instrumental suave pero alegre se dejó oír. Se inclinó hacia Raych y le dijo dulcemente:
—Muchacho, si no sabes manejar el tenedor —le dijo con dulzura—, usa la cuchara o los dedos. No me importará.
—Sí, Madam —contestó Raych tragando con fuerza, pero Dors interceptó su mirada y sus labios modularon en silencio: «Tenedor».
Él conservó su tenedor.
—Esta música es preciosa, Madam —Dors se negaba categóricamente a utilizar la forma más familiar de dirigirse a ella—, pero no debemos dejar que nos distraiga. Tengo el convencimiento de que quien nos perseguía en todos esos sitios podía pertenecer al Sector de Wye. Usted no estaría tan enterada de los acontecimientos si Wye no se hallara implicado.
Rashelle lanzó una carcajada.
—Wye tiene ojos y oídos en todas partes, claro, pero no fuimos los perseguidores. De haberlo sido, os habríamos cogido sin fallar, como ha ocurrido al fin en Dahl, cuando sí que éramos nosotros los perseguidores. No obstante, si hay una persecución que fracasa, una mano que no alcanza, podéis estar seguros que se trata de Demerzel.
—¿En tan poca estima tiene a Demerzel? —murmuró Dors.
—Sí. ¿Te sorprende? Le hemos derrotado.
—¿Usted? ¿O el Sector de Wye?
—El Sector, por supuesto, pero en tanto y en cuanto Wye sea el vencedor, entonces, yo soy quien ha vencido.
—Qué raro —observó Dors—. En todo Trantor parece prevalecer la opinión de que los habitantes de Wye no tienen nada que ver con victorias, derrotas, o lo que sea. Se intuye que no hay más que una voluntad, un puño férreo en Wye, que son los del Alcalde. Ni usted ni ningún otro wyeiano… cuentan nada en comparación.
La sonrisa de Rashelle se ensanchó, se puso a mirar a Raych con benevolencia y le pellizcó la mejilla.
—Si creéis que nuestro alcalde es un autócrata y que no hay más que una voluntad que pese en Wye, quizá tengáis razón. Pero, de todos modos, yo puedo seguir haciendo uso del pronombre personal, porque mi voluntad cuenta.
—¿Por qué la suya? —preguntó Seldon.
—¿Y por qué no? —preguntó Rashelle a su vez, mientras los sirvientes empezaban a levantar la mesa—. ¡Yo soy el Alcalde de Wye!
Raych fue el primero en reaccionar ante esa declaración. Olvidándose por completo del barniz de corrección que tan incómodo le hacía sentir, lanzó una risotada.
—¡Eh, señora, no pué ser alcalde! —exclamó—. Los alcaldes son tíos.
Rashelle lo miró, divertida, y respondió, imitando a la perfección su tono de voz:
—¡Eh, chico! Algunos alcaldes son tíos y otros son tías. Métete esto en el caldero y déjalo que cueza.
Los ojos de Raych se desorbitaron y se quedó estupefacto.
—Eh, así se habla, mujer —consiguió sonriendo.
—Vaya acento que ha sacado, Rashelle —comentó Seldon tras aclararse la garganta.
Rashelle echó la cabeza ligeramente hacia atrás.
—Hace muchos años que no he tenido ocasión de sacarlo a relucir; sin embargo, uno no lo olvida nunca. Una vez tuve un amigo, un buen amigo, que era dahlita…, cuando yo era muy joven. —Suspiró—. No se expresaba de ese modo, claro (era muy inteligente), aunque sabía hablar así si se lo proponía y me enseñó. Me divertía mucho charlar de esta forma con él. Creábamos un mundo que excluía todo lo que nos rodeaba. Fue maravilloso. E imposible también. Mi padre lo expuso con toda claridad. Y ahora llega este chiquillo, Raych, para recordarme aquellos días lejanos. Tiene el mismo acento, los ojos, el aspecto descarado…, y dentro de seis años, más o menos, será el encanto y el terror de las jovencitas. ¿No es así, Raych?
Raych contestó:
—No lo sé, señ…, hum, Madam.
—Yo estoy segura de que sí y de que te parecerás mucho a mi…, a mi viejo amigo. Entonces, no verte será más cómodo para mí. Y ahora, la cena ha terminado y es hora de que te vayas a tu habitación, Raych. Si quieres, puedes ver un rato la holovisión. Supongo que no sabes leer.
Raych se ruborizó.
—Pero pronto sabré. El doctor Seldon dice que lo haré.
—Entonces, estoy segura de que lo conseguirás y leerás muy bien.
Una joven se acercó a Raych; y se inclinó, respetuosa, en dirección a Rashelle. Seldon no pudo adivinar cuándo se hizo la señal que la reclamó.
—¿No puedo quedarme con el doctor Seldon y la señora Venabili? —protestó Raych.
—Los verás después —repuso Rashelle con dulzura—. Ahora tengo que hablar con ellos… Así que, debes irte.
Dors le hizo una seña silenciosa de que se fuera, y Raych, con una mueca, bajó de la silla y siguió a la doncella.
Una vez el niño hubo salido, Rashelle se volvió hacia Seldon y Dors.
—El chiquillo estará seguro, por supuesto, y bien atendido —les dijo—. Por favor, no temáis por él. También yo estoy segura. Lo mismo que mi servidora ha venido ahora mismo, de igual manera lo harían una docena de hombres armados, y con mayor rapidez, al llamarles. Quiero que lo entendáis bien.
—No se nos ha ocurrido pensar en atacarla —declaró Seldon sin inmutarse—, Rashelle…, ¿o debo decir Señora Alcaldesa?
—Sigue con Rashelle. Tengo entendido que eres un buen luchador, Hari, y que tú, Dors, tienes gran habilidad con las navajas, que, por cierto, hemos retirado de tu habitación. No deseo que confíes inútilmente en tus habilidades, dado que quiero a Hari vivo, ileso y amistoso.
—Siempre he entendido a la perfección, Señora Alcaldesa —dijo Dors, con su falta de cordialidad bien patente—, que el auténtico gobernante de Wye, ahora y en los últimos cuarenta años, es Mannix, cuarto de su nombre, y que sigue vivo y en plena posesión de sus facultades. Entonces, yo me pregunto: ¿Quién es usted en realidad?
—Exactamente quien digo que soy, Dors. Mannix IV es mi padre. Está, como dices, vivo y en posesión de sus facultades. Ante los ojos del Emperador y de todo el Imperio, él es el Alcalde de Wye, pero se encuentra agotado por la tensión del poder y ha decidido, por fin, dejarlo en mis manos, que se encuentran, igualmente, dispuestas a recibirlo. Soy su única hija y se me ha educado para gobernar. Mi padre es, por lo tanto, el Alcalde, legalmente y de nombre; yo lo soy de hecho. Es a mí, ahora, a quien las Fuerzas Armadas han jurado lealtad, y, en Wye, eso es lo único que cuenta.
Seldon asintió.
—Sea como dice. Pero, de todos modos, que sea Mannix IV o Rashelle I, porque supongo que es la primera del nombre, no tienen por qué retenerme. Ya le he dicho que mi psicohistoria no es práctica y pienso que ni yo ni ningún otro llegaremos a conseguirla. Así se lo dije al Emperador. No puedo servirle ni a usted, ni a él.
—Qué ingenuo eres. ¿Conoces la historia del Imperio?
Seldon sacudió la cabeza.
—Hace poco tiempo he llegado a desear conocerla mejor.
—Yo conozco bien la Historia Imperial —le interrumpió Dors—, aunque la época pre-imperial es mi especialidad, Señora Alcaldesa. Sin embargo, ¿qué importa que la conozcamos o no?
—Si conoces tu Historia, sabrás que la Casa de Wye es antigua y honorable, descendiente de la dinastía Dacian.
—Los dacianos gobernaron hace cinco mil años —observó Dors—. El número de descendientes en las ciento cincuenta generaciones que han vivido y muerto desde entonces puede sumar la mitad de la población de la Galaxia, si todas las reclamaciones genealógicas, por descaradas que sean, son aceptadas.
—Nuestras reclamaciones genealógicas, doctora Venabili —repuso ella, y el tono de voz de Rashelle fue, por primera vez, glacial y hostil, y la mirada de sus ojos, acerada—, no son descaradas. Están perfectamente documentadas. La Casa de Wye se ha mantenido en el poder a lo largo de todas esas generaciones y ha habido ocasiones en que nosotros hemos ocupado el trono Imperial y gobernado como Emperadores.
—La Historia suele referirse a los gobernantes de Wye como «anti-Emperadores», jamás reconocidos por el conjunto del Imperio.
—Depende de quién escriba la Historia. En el futuro, nosotros lo haremos, porque el trono, que fue nuestro, volverá a nuestras manos de nuevo.
—Para conseguir eso tienen que provocar una guerra civil.
—Es un riesgo que no correremos —afirmó Rashelle, al tiempo que volvía a sonreír—. Esto es lo que debo explicaros para que sepáis por qué quiero la ayuda del doctor Seldon, a fin de evitar dicha catástrofe. Mi padre, Mannix IV, ha sido un hombre de paz toda su vida. Leal a quienquiera que estuviera gobernando en el Palacio Imperial, ha mantenido a Wye como un pilar fuerte y próspero de la economía trantoriana para bien del Imperio.
—Tengo entendido que el Emperador no ha confiado más en él porque haya sido así —observó Dors.
—Tenlo por seguro que no. Los Emperadores que han ocupado el Palacio en vida de mi padre saben que son unos usurpadores, pertenecientes a un linaje de usurpadores. Los usurpadores no pueden permitirse confiar en los verdaderos gobernantes. A pesar de eso, mi padre ha mantenido la paz. Por supuesto, él ha formado y entrenado unas magníficas Fuerzas de Seguridad para así poder mantener la paz, prosperidad y estabilidad del Sector. Las autoridades Imperiales se lo han permitido porque querían un Wye pacífico, próspero, estable…, y leal.
—¿Y es leal? —preguntó Dors.
—Al verdadero Emperador, desde luego, y ahora hemos llegado al punto en que nuestra fuerza es tal que podemos apoderarnos del Gobierno rápidamente, en una acción relámpago, a decir verdad… De tal forma, que antes de que nadie pueda decir siquiera «guerra civil», habrá un verdadero Emperador, o Emperatriz, si lo prefieren, y Trantor seguirá tan pacífico como antes.
Dors sacudió la cabeza.
—¿Puedo, como historiadora, aclarar unos puntos?
—Siempre estoy dispuesta a escuchar —respondió Rashelle, e inclinó la cabeza hacia Dors.
—Por importantes que sean sus Fuerzas de Seguridad, por bien entrenadas y equipadas que estén, no pueden, en modo alguno, compararse en número y resistencia a las Fuerzas Imperiales, respaldadas por veinticinco millones de mundos.
—Ah, pero tú misma acabas de señalar el punto débil del usurpador, doctora Venabili. Hay veinticinco millones de mundos, con las Fuerzas Imperiales desperdigadas entre todos ellos. Esas fuerzas están repartidas sobre incalculable espacio, mandadas por infinidad de oficiales, ninguno de los cuales ha sido especialmente preparado para cualquier acción ajena a sus propias provincias, y muchos de ellos dispuestos a actuar más en interés propio que en el del Imperio. Nuestras fuerzas, por el contrario, están todas aquí. Todas en Trantor. Podemos actuar y concluir antes de que lejanos generales y almirantes puedan conseguir entender que se les necesita.
—Pero la respuesta llegará en cualquier momento y con fuerza irresistible.
—¿Estás segura? Accederemos al trono. Trantor será nuestro y habrá paz. ¿Por qué iban a actuar las Fuerzas Imperiales si, manteniéndose al margen, cada jefecillo militar puede tener su propio mundo que gobernar, su propia provincia?
—¿Es eso lo que desea en realidad? —preguntó Seldon, desconcertado—. ¿Me está diciendo que ansia gobernar un Imperio que se dividirá?
—Exactamente —afirmó Rashelle—. Gobernaría Trantor, sus colonias espaciales circundantes, y algún pequeño sistema planetario que forma parte de la provincia trantoriana. Preferiría ser Emperador de Trantor, antes que Emperador de la Galaxia.
—¿Se conformaría sólo con Trantor? —insistió Dors, con profunda incredulidad en su tono de voz.
—¿Y por qué no? —saltó Rashelle, súbitamente iluminada. Se inclinó hacia delante, con las palmas de las manos presionando sobre la mesa—. Eso es lo que mi padre ha estado planeando durante cuarenta años. Ahora, se agarra a la vida sólo para ver cómo se cumple. ¿Para qué necesitamos millones de mundos, mundos distantes que no significan nada para nosotros, que nos debilitan, se llevan a nuestras Fuerzas Armadas lejos de aquí, perdidas en insensatos parsecs cúbicos de espacio; nos ahogan en un caos administrativo, nos arruinan con sus incesantes peleas y problemas, cuando no son otra cosa que vacíos distantes por lo que a nosotros se refiere? Nuestro propio y populoso mundo, nuestra propia ciudad planetaria, es suficiente Galaxia para nosotros. Tenemos todo lo que necesitamos para mantenernos. En cuanto al resto de la Galaxia, que se divida. Cada jefecillo militar podrá tener su propia astilla. No necesitan luchar. Habrá suficiente para todos.
—Pero, así y todo, lucharán —aseguró Dors—. Cada uno rehusará sentirse satisfecho con su provincia. Cada uno temerá que su vecino no esté satisfecho con su provincia. Cada uno se sentirá inseguro y soñará con un gobierno galáctico como única garantía de su seguridad. Téngalo por seguro, Señora Emperadora de Nada. Habrá guerras interminables a las que usted y Trantor habrán contribuido y en las que se verán mezclados…, constituyendo la ruina para todos.
—Así podría parecer, si una no pudiera ver más lejos que tú, si una confiara en las lecciones corrientes de la Historia —repuso Rashelle con claro desprecio en su voz.
—¿Y qué se puede ver más allá? —replicó Dors—. ¿En qué puede una confiar más allá de las lecciones de la Historia?
—¿Me preguntas qué hay más allá? —exclamó Rashelle—. ¡Está él!
Y su brazo saltó hacia delante, con el dedo índice señalando a Seldon.
—¿Yo? —dijo Seldon—. Ya le he dicho que la psicohistoria…
—No me repitas lo que ya has dicho, mi buen doctor Seldon —le interrumpió Rashelle—. No ganamos nada con ello… ¿Supones, doctora Venabili, que mi padre no se dio cuenta del peligro de una interminable guerra civil? ¿Crees que no doblegó su brillante mente para encontrar algún medio de evitarla? En estos últimos diez años ha estado preparado, en todo momento, para apoderarse del Imperio en un día. Sólo precisaba que le confirmaran la seguridad después de la victoria.
—Algo que no puede tener —observó Dors.
—Algo que tuvimos en el momento en que oímos al doctor Seldon en su comunicación en la Convención Decenal. Al instante comprendí que eso era lo que necesitábamos. Mi padre es demasiado viejo para ver el significado. Pero, cuando se lo expliqué, él lo vio también y fue entonces cuando, de manera oficial, él me traspasó sus poderes. Así que de ti depende, Hari, que yo tenga este cargo, y a ti deberé mi superior posición en el futuro.
—Le estoy diciendo que no se puede… —empezó Seldon, molesto.
—No importa lo que se pueda o no se pueda hacer. Lo que en realidad importa es lo que la gente crea o no crea que puede hacerse. Ellos te creerán, Hari, cuando les expliques que la predicción prehistórica es que Trantor puede autogobernarse y las provincias transformarse en reinos que, juntos, vivirán en paz.
—No haré semejante predicción —dijo Seldon— en ausencia de la verdadera psicohistoria. No quiero hacer de charlatán. Si usted desea algo como eso, dígaselo usted.
—Hari, a mí no querrán creerme. Es a ti a quien creerán: al gran matemático. ¿Por qué no darles gusto?
—Resulta que también el Emperador quiso utilizarme como fuente de útiles profecías a su servicio. Y me negué a hacerlo para él, ¿cómo cree que puedo aceptar hacerlo por usted?
Rashelle guardó silencio durante unos instantes, y cuando habló de nuevo, su voz había perdido su intensa excitación, volviéndose casi suplicante.
—Hari —dijo ella—, piensa un poco en la diferencia entre Cleon y yo. Lo que, indudablemente, Cleon quería de ti era propaganda para conservar su trono. Sería una tontería dársela porque el trono no puede conservarse. ¿No sabes que el Imperio Galáctico está en plena decadencia, que no puede durar mucho más? El propio Trantor se está arruinando a causa del peso, cada vez mayor, de la administración de veinticinco millones de mundos. Lo que tenemos ante nosotros es dolor y guerra civil, no importa lo que tú hagas por Cleon.
—He oído decir algo parecido a eso. Tal vez sea cierto, pero, ¿qué nos queda entonces? —murmuró Seldon.
—Ayudar a romperlo en fragmentos sin ninguna guerra. Ayúdame a quedarme con Trantor. Ayúdame a establecer un Gobierno fuerte sobre un reino lo bastante pequeño para que sea gobernado con eficacia. Déjame liberar al resto de la Galaxia, que cada porción siga su camino según sus costumbres y cultura propias. La Galaxia se transformará de nuevo en un todo que volverá a trabajar a través de las agencias de comercio libres, de turismo, y de comunicaciones, y el destino de sumirse en el desastre bajo el mandato actual, que apenas lo mantiene unido, podrá evitarse. En realidad, mi ambición es moderada; un mundo, no millones; paz, nada de guerra; libertad, no esclavitud. Piensa en todo y ayúdame.
—¿Por qué iba la Galaxia a creerme a mí, más de lo que la creen a usted? —preguntó Seldon—. No me conocen, ¿y quiénes de nuestros comandantes de la flota se impresionarán por la mera palabra «psicohistoria»?
—No serás creído ahora, pero yo no pido una acción ahora. La Casa de Wye, que ha esperado millares de años, puede muy bien esperar millares de días más. Coopera conmigo y haré que tu nombre sea famoso. Te prometo que la psicohistoria resplandecerá en todos los mundos y, a su debido tiempo, cuando yo juzgue que el movimiento está en su momento electo, pronunciarás tu predicción y daremos el golpe. Entonces, en un punto de la historia, la Galaxia existirá bajo un Nuevo Orden que la hará estable y feliz por eones. Vamos, Hari, ¿cómo puedes negarte?