RAYCH. — … Según Hari Seldon, su original encuentro con Raych fue enteramente accidental. Era un simple chaval del arroyo al que Seldon pidió una dirección. Pero su vida, a partir de aquel momento, continuó entrelazada con la del gran matemático hasta…
Enciclopedia Galáctica
A la mañana siguiente, Seldon, vestido de cintura para abajo, lavado y afeitado, llamó a la puerta que conducía a la alcoba de Dors.
—Abre la puerta, Dors —pidió sin alzar la voz.
Ella así lo hizo. Los rizos cortos de su cabello dorado-rojizo estaban aún mojados. También ella iba vestida sólo de cintura para abajo. Seldon dio un paso atrás, alarmado. Dors se miró los turgentes senos con indiferencia y se envolvió la cabeza con una toalla.
—¿Qué quieres?
Seldon continuó mirando hacia otro lado.
—Venía a preguntarte sobre Wye —dijo él.
—¿Sobre qué, y en relación con qué? —preguntó Dors con naturalidad—. Y, por favor, no me hagas hablarle a tu perfil. Seguro que ya no eres virgen.
—Estoy tratando de ser correcto —contestó Seldon, dolido—. Si a ti no te importa, a mi tampoco, en absoluto. Y no se trata de qué sobre qué. Quisiera que me hablaras del Sector de Wye.
—¿Por qué? O, si lo prefieres, ¿por qué precisamente de Wye?
—Mira, Dors, te hablo en serio. De tanto en tanto, el Sector de Wye es mencionado, aunque, en realidad, es mencionado el alcalde de Wye. Hummin habló de él, tú lo hiciste, Davan también. Y yo no sé absolutamente nada ni del Sector, ni del alcalde.
—Yo tampoco soy trantoriana de nacimiento, Hari. No estoy enterada de gran cosa, pero te contaré lo que sé. Wye se encuentra cerca del polo Sur… Es grande, populoso…
—¿Cómo puede ser populoso en el polo Sur?
—No estamos en Helicon, Hari, ni en Cinna. Esto es Trantor. Todo es subterráneo y, subterráneo referido a los polos o al ecuador, es más o menos lo mismo. Desde luego, supongo que la organización del día y la noche será diferente…: días largos en verano, noches largas en invierno, más o menos como sería en la superficie. La diferencia es pura afectación; están orgullosos de ser polares.
—Pero, en Arriba, la verdad, debe hacer mucho frío.
—Oh, sí. El Arriba de Wye es nieve y hielo, pero no tan espeso como podrías imaginar. Si fuese así, aplastaría las cúpulas, pero eso no ocurre y ahí radica la razón básica del poder de Wye.
Se volvió a su espejo, se quitó la toalla de la cabeza y se colocó la red secadora sobre el cabello que, a los pocos segundos, había adquirido un brillo delicioso.
—No tienes idea de lo feliz que soy no teniendo que llevar un cubrecabeza —le comentó al tiempo que se ponía la parte superior de su vestido.
—¿Qué tiene que ver el grosor de la capa de hielo con el poder de Wye?
—Piensa un poco. Cuarenta mil millones de personas gastan gran cantidad de energía y cada caloría de la misma acaba transformándose en calor, del que hay que deshacerse. Lo canalizan a los polos, en especial al polo Sur, que es el más desarrollado de los dos, y es descargado al espacio. En el proceso, gran parte del hielo se funde, y estoy segura de que eso provoca las nubes y las lluvias de Trantor, por más que quienes se dedican a la meteorología insistan en que todo es mucho más complicado que esto.
—¿Utiliza Wye dicha energía antes de descargarla?
—Puede que sí. En cambio, no tengo la menor idea sobre la tecnología empleada para deshacerse del calor, pero yo hablaba del poder político. Si Dahl dejara de producir energía utilizable, causaría un grave inconveniente a Trantor, pero hay otros Sectores que producen energía y que pueden aumentar su producción y, naturalmente, hay energía almacenada de una forma u otra. En cualquier momento, Dahl sería llamado al orden, pero habría tiempo. Por el contrario, Wye…
—¿Sí?
—Wye se desprende de por lo menos el 90 por ciento de todo el calor producido en Trantor y no puede sustituirlo. Si Wye bloqueara su emisión de calor, la temperatura empezaría a subir en todo Trantor.
—Y también en Wye.
—Ya, pero como Wye está en el polo Sur, puede organizar una entrada de aire frío. No serviría de gran cosa, pero Wye duraría más que el resto de Trantor. La cuestión es, pues, que Wye representa un problema espinoso para el Emperador y que el alcalde de Wye es, o puede llegar a ser, sumamente poderoso.
—¿Y qué clase de persona es el actual alcalde de Wye?
—No lo sé. Por lo que he oído alguna vez, parece que es muy viejo, lleva una vida de reclusión; es duro como el casco de una hipernave y todavía intriga con mucha inteligencia en pos del poder.
—¿Por qué lo hará? Si es tan viejo, no conservaría el poder durante mucho tiempo.
—Quién sabe, Hari. Me figuro que debe ser la obsesión de toda una vida. O bien es el juego de maniobrar el poder, sin verdadera ansia del poder en sí. Probablemente, si dispusiera del poder y ocupara el lugar de Demerzel o incluso el trono imperial, se sentiría decepcionado porque el juego habría terminado. Desde luego, si sigue vivo, podría empezar el juego subsiguiente de conservar el poder, lo que le resultaría lo mismo de difícil e igual de satisfactorio.
Seldon sacudió la cabeza.
—Me asombra que alguien quiera ser Emperador.
—Ninguna persona sensata lo desearía, de acuerdo, pero la «voluntad imperial», como se llama con frecuencia, es una infección que, una vez contraída, te vuelve loco. Y cuanto más cerca estás del poder, más probabilidades tienes de contagiarte. Con cada siguiente promoción…
—La enfermedad se agudiza. Sí, lo veo claro. Pero también me parece que siendo Trantor un mundo tan grande, tan interligado en sus necesidades y tan conflictivo en sus ambiciones, debe resultar el lugar más difícil de gobernar por parte del Emperador. ¿Por qué no se va de Trantor, sin más, y se establece en un mundo más simple?
Dors se echó a reír.
—No me harías semejante pregunta si conocieras la historia. Trantor ha sido y es el imperio después de millares de años de costumbre. Un emperador que no resida en el Palacio Imperial, no lo es. El Emperador es más un lugar que una persona.
Seldon se refugió en el silencio, con el rostro rígido. Pasado un buen rato, Dors le preguntó:
—¿Qué te ocurre, Hari?
—Estoy pensando —respondió él con voz ahogada—. Desde que me contaste la historia de la-mano-en-el-muslo, he tenido pensamientos fugaces que… Ahora, tu observación de que el Emperador es más un lugar que una persona, ha despertado un eco.
—¿Qué clase de eco?
Seldon movió la cabeza.
—Todavía estoy pensándolo. Puede que me equivoque. —Su mirada hacia Dors se agudizó y se fijó—. Bueno, en todo caso, deberíamos bajar a desayunar. Llegaremos tarde y no creo que la patrona esté de un humor lo bastante bueno para hacer que nos lo suban.
—¡Qué optimista! —comentó Dors—. Lo que yo pienso es que su humor no es lo bastante bueno para querer que nos quedemos…, con o sin desayuno. Nos quiere fuera de aquí.
—Puede ser, pero le estamos pagando el alquiler.
—Sí, desde luego, aunque, a pesar de eso, sospecho que nos odia de tal forma que no le importan nuestros créditos.
—Quizá su marido sienta algo más de cariño por el alquiler.
—Si puede decir una sola palabra, Hari, la única persona más sorprendida que yo, sería su mujer. Está bien, ya he terminado.
Y bajaron la escalera hacia la sección Tisalver del apartamento para encontrarse con una señora que les esperaba con bastante menos que un desayuno…, y, también, considerablemente más.
Casilia Tisalver esperaba tiesa como un palo, con los ojos centelleantes y una sonrisa de circunstancias en su rostro redondo. Su marido se reclinaba, indolente, contra la pared. En el centro de la habitación, había dos hombres de pie, envarados, como si hubieran visto los almohadones en el suelo y los despreciaran.
Ambos tenían el cabello oscuro y rizado y el frondoso bigote que se esperaba de los dahlitas. Los dos eran delgados y vestían ropas oscuras, tan semejantes entre sí, que debían ser sus uniformes. Por los hombros y en los lados de los pantalones, había un ribete blanco. Ambos llevaban sendas insignias sobre el lado derecho de su pecho (una oscura nave espacial y el Sol, el símbolo del Imperio Galáctico de cada mundo habitado de la Galaxia con una oscura «D» en el centro del Sol).
Seldon comprendió al instante que aquéllos eran dos miembros de las Fuerzas de Seguridad dahlitas.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Seldon con acritud.
Uno de los hombres dio un paso adelante.
—Soy un oficial de Sector, Lanel Russ. Éste es mi compañero, Gebore Astinwald.
Ambos presentaban brillantes tarjetas holográficas de identificación. Seldon no se molestó en mirarlas.
—¿Qué es lo que desean?
—¿Es usted Hari Seldon, de Helicon? —preguntó el llamado Russ, con calma.
—Sí.
—¿Y usted Dors Venabili, de Cinna?
—Sí —contestó Dors.
—Estoy aquí para investigar una queja de que un tal Hari Seldon provocó un tumulto en el día de ayer.
—No hice tal cosa.
—Según nuestra información —expuso Russ, mirando la pequeña pantalla de un ordenador de bolsillo—, usted acusó a un periodista de ser un agente imperial, instigando así un motín del populacho contra él.
—Fui yo quien dijo que era un agente imperial oficial —intervino Dors—. Tenía razones para pensar de ese modo. No creo que expresar la propia opinión sea un crimen. En el Imperio hay libertad de expresión.
—Esa libertad no cubre una opinión deliberadamente formulada a fin de instigar al motín.
—¿Cómo puede decir que lo era, oficial?
En este punto, Mrs. Tisalver intervino:
—Yo puedo decirlo, oficial —se exaltó—. Vi que había una multitud presente, una muchedumbre barriobajera que estaba buscando camorra. Deliberadamente, ella les dijo que era un agente imperial cuando, en realidad, no sabía nada de nada, y se lo gritó a la multitud para azuzarla. Era obvio que sabía lo que hacía.
—Casilia —suplicó su marido, pero ella le lanzó una dura mirada y ya no dijo más.
Russ se volvió hacia ella.
—¿Presentó usted la denuncia, señora?
—Sí. Estos dos han estado viviendo aquí durante unos días y no han hecho más que complicarnos la vida. Han invitado a gente de mala reputación a mi apartamento, rebajando mi reputación ante mis vecinos.
—¿Es contrario a la ley, oficial —preguntó Seldon—, invitar a gente de Dahl, limpia y tranquila, a nuestras habitaciones? Las dos habitaciones de arriba son nuestras. Las hemos alquilado y pagado. ¿Es un crimen, en Dahl, hablar con los dahlitas, oficial?
—No, no lo es. Pero esto no forma parte de la denuncia. ¿Qué le dio motivo, doctora Venabili, para suponer que la persona acusada por usted era, en realidad, un agente imperial?
—Llevaba un bigotito castaño, por lo que deduje que no era dahlita, sino un agente imperial.
—En cualquier caso, no hubo motín alguno —se apresuró a afirmar Seldon—. Pedimos a la gente que no atacaran al supuesto periodista y estoy seguro de que no lo hicieron.
—¿Dice que está seguro? La información que tenemos es de que se marcharon inmediatamente después de acusarle. ¿Cómo pudo usted saber lo que ocurrió después de irse?
—No pude —dijo Seldon—, pero déjeme preguntarle: ¿Ha muerto el hombre? ¿Está herido?
—El hombre ha sido interrogado. Niega ser un agente imperial y no tenemos información de que mienta. También asegura que fue maltratado.
—Y también puede que esté mintiendo en ambos conceptos. Yo sugeriría una prueba psíquica.
—No se le puede hacer a la víctima de un crimen —explicó Russ—. El Gobierno del Sector es muy rígido en eso. Podría llevarse a cabo si ustedes dos, como los criminales en este caso, se sometieran por separado a una prueba psíquica. ¿Les gustaría que se la hiciéramos?
Seldon y Dors se miraron por un instante.
—No, claro que no —dijo Seldon.
—Claro que no —repitió Russ con un tono de sarcasmo en la voz—; en cambio, están dispuestos a que otro la sufra.
El segundo oficial, Astinwald, que hasta ese momento no había abierto la boca, sonrió.
—También estamos informados —prosiguió Russ— de que hace un par de días participaron en una pelea con navajas en Billibotton y que hirieron de gravedad a un ciudadano dahlita llamado… —pulsó un botón de su ordenador y leyó lo que aparecía en la pantalla—. Elgin Marron.
—¿Dice también su información cómo empezó la pelea? —preguntó Dors.
—Eso es, por ahora, irrelevante, señora. ¿Niega que la lucha tuvo lugar?
—Claro que no negamos que la pelea tuvo lugar —exclamó Seldon, indignado—, pero sí negamos que la instigáramos nosotros. Fuimos atacados. Ese Marron agarró a la doctora Venabili y era obvio que intentaba violarla. Lo que ocurrió después fue pura defensa propia. ¿Acaso está permitida la violación en Dahl?
—¿Dice que fueron atacados? —preguntó Russ sin cambiar su tono de voz—. ¿Por cuántos?
—Diez hombres.
—¿Y usted solo…, con una mujer, se defendió contra diez hombres?
—La doctora Venabili y yo nos defendimos, sí.
—¿Cómo, pues, ninguno de los dos muestra la menor huella? ¿Alguno de ustedes está herido o lastimado donde no pueda verse ahora?
—No, oficial.
—¿Cómo puede ser que en la lucha de uno, más una mujer, contra diez hombres no esté herido ninguno de los dos y que el denunciante, Elgin Marron, haya tenido que ser hospitalizado por sus heridas y que haga falta un trasplante de piel en su labio superior?
—Luchamos muy bien —informó Seldon, sombrío.
—De forma increíble, desde luego. ¿Y si yo les dijera que tres hombres han declarado que usted y su amiga atacaron a Marron sin ser provocados?, ¿qué opinarían?
—Diría que es increíble pensar que lo hiciéramos. Estoy seguro de que Marron tiene un historial como matón y navajero. Le he dicho que allí había diez hombres. Por lo visto, seis rehusaron participar en una mentira. ¿Han explicado los otros tres por qué no acudieron en ayuda de un amigo si vieron que era atacado sin que mediara provocación alguna y que su vida corría peligro? Debe ser claro, incluso para ustedes, que están mintiendo.
—¿Sugiere una prueba psíquica para ellos?
—Sí, y antes de que me lo pregunte, sigo negándome a una para nosotros.
—También hemos recibido información de que ayer, después de abandonar la escena del motín, se entrevistaron con un tal Davan, un conocido subversivo, buscado por la Policía de seguridad. ¿Es cierto?
—Tendrán que demostrarlo sin nuestra ayuda —declaró Seldon—. No vamos a contestar más preguntas.
Russ guardó su bloc-ordenador.
—Tengo que pedirle que venga con nosotros a Jefatura para seguir interrogándole.
—No creo que sea necesario, oficial. Pertenecemos a otros mundos y no hemos cometido ningún acto criminal. Tratamos de esquivar a un periodista que nos molestaba sin razón; nos defendimos de una violación, y posible asesinato, en una parte del Sector sobradamente conocida por su alto grado de delincuencia y hemos hablado con varios dahlitas. No vemos nada que justifique este enconado interrogatorio. Un interrogatorio que muy bien podría ser considerado como acosamiento.
—Somos nosotros los que tomamos las decisiones —dijo Russ—, no usted. Por favor, ¿quieren seguirnos?
—No, no lo haremos —afirmó Dors.
—¡Cuidado! —gritó la señora Tisalver—. Tiene dos navajas.
El oficial Russ suspiró y asintió.
—Gracias, señora, pero ya lo sabemos. —Se volvió hacia Dors—. ¿Sabe que es un grave delito llevar navaja sin permiso en este sector? ¿Tiene usted permiso?
—No, oficial, no lo tengo.
—Entonces, queda claro que asaltó a Marron con un arma ilegal. ¿Se da cuenta de que esto aumenta la gravedad de su crimen?
—No hubo crimen, oficial. Compréndalo bien. Marron tenía también una navaja y supongo que, al igual que yo, sin permiso.
—No hay evidencias al respecto. Entretanto, Marron tiene heridas de navaja, y ustedes ninguna.
—Claro que llevaba una navaja, oficial. Si ignora que cada hombre en Billibotton, y la mayoría de los hombres en el resto de Dahl, llevan navajas para las que seguramente carecen de permiso, es usted el único hombre de Dahl que no lo sabe. Por todas partes hay tiendas que venden las navajas abiertamente. ¿Lo sabía?
—No importa lo que yo sepa o deje de saber. Ni importa que otras personas quebranten la ley o cuántas lo hagan. Lo que me importa en este momento es que la doctora Venabili está quebrantando la ley antinavaja. Debo pedirle que me entregue ahora mismo dichas navajas, señora, y que me acompañen a Jefatura.
—En tal caso, quítemelas usted mismo.
Russ suspiró.
—No debe creer, señora, que las navajas son las únicas armas que hay en Dahl o que yo vaya a iniciar una lucha con usted. Tanto mi compañero como yo tenemos desintegradores que la destruirían en un momento, antes de que usted pudiera bajar las manos al cinturón…, por muy rápida que sea. No vamos a utilizar el desintegrador, desde luego, porque no estamos aquí para matarla. Sin embargo, ambos llevamos látigo neurónico, que podemos usar con plena libertad. Confío en que no nos pidan una demostración. Ni les matará, ni causará daños permanentes, ni dejará marcas…, pero el dolor será espantoso. Mi socio tiene ya el suyo en la mano y, ahora mismo, les está apuntando. Y he aquí el mío… Bien, entréguenos las navajas ahora, doctora Venabili.
Hubo una pausa.
—Es inútil, Dors, entrégales tus navajas —dijo Seldon.
Y en aquel momento, hubo un loco golpear en la puerta y todos oyeron una voz alzada en estridente protesta.
Raych no había abandonado el vecindario después de que les hubo acompañado de vuelta a su apartamento.
Mientras esperaba que la entrevista con Davan terminara, había comido bien y dormido luego un poco, después de encontrar un lavabo que más o menos funcionaba. En realidad, ahora que todo había terminado, no sabía a dónde ir. Tenía una especie de hogar y una madre que no sufriría ni se preocuparía demasiado si tardaba en llegar. Nunca le importaba.
Ignoraba quién era su padre y pensaba, a veces, si lo habría tenido. Le habían asegurado que sí y las razones aducidas para que se lo creyera le habían sido expuestas con bastante crudeza. Se preguntaba si debía creer semejante cuento, pero encontraba los detalles divertidos.
Pensó en eso en relación con la señora. Era vieja, por supuesto, mas era guapa, y sabía luchar como un hombre…, mejor que un hombre. Esa idea le hacía sentir extrañas sensaciones.
Además, ella le había dicho que podría darse un baño. A veces, él nadaba en la piscina de Billibotton, cuando tenía algún crédito o podía escabullirse sin pagar. Ésas fueron las únicas veces que se mojó por entero, pero hacía frío y tenía que esperar a secarse.
Darse un baño sería distinto. Habría agua caliente, jabón, toallas y aire tibio. No sabía bien lo que le parecería, excepto que sería estupendo si ella estaba allí.
Él era un vagabundo lo bastante entrenado como para conocer lugares donde guarecerse, por ejemplo, en algún callejón cercano a la avenida que tuviera un lavabo cerca y no muy lejos del lugar en que ella vivía, pero donde no lo encontraran y le hicieran huir.
Toda la noche le acosaron pensamientos extraños. Si aprendiera a leer y escribir, ¿le serviría para algo? No estaba muy seguro, para qué, pero tal vez ella pudiera decírselo. Tenía la vaga idea de que se recibía dinero por hacer cosas, que él no sabía hacer, aunque tampoco estaba enterado de qué clase de cosas podían ser ésas. Necesitaba que se lo explicaran. ¿Cómo conseguiría que alguien lo hiciera?
Tal vez quedándose con el hombre y la señora, ellos pudieran ayudarle. ¿Y para qué iban a querer que se quedara con ellos?
Se adormiló, aunque se despertó un poco más tarde. La causa no había sido el aumento de luz, sino su aguzado oído: había captado cómo los ruidos procedentes de la avenida se habían incrementado a medida que las actividades diarias empezaban.
Había aprendido a identificar cada variedad de sonido, porque si uno quería sobrevivir con la mínima comodidad en el laberinto subterráneo de Billibotton, tenía que caer en la cuenta de los acontecimientos antes de verlos. Y había algo peculiar en el ruido de un motor de coche que estaba oyendo que le indicaba peligro. Era un sonido oficial, un sonido hostil…
Se desperezó y avanzó en silencio y sin ruido hacia la avenida. No tuvo necesidad de ver la nave espacial y el sol pintados en el coche. La forma de éste le bastó. Sabía que habían ido a detener al hombre y a la señora porque se habían entrevistado con Davan. No se entretuvo en cuestionar sus pensamientos, ni en analizarlos. Echó a correr, abriéndose paso a través del tráfico diario.
Tardó menos de quince minutos en llegar. El coche seguía aún allí y había curiosos y cautelosos mirones contemplándolo por todas partes, aunque se mantenían a respetuosa distancia. Pronto habría más gente. Subió a saltos la escalera mientras trataba de recordar en qué puerta debía llamar. No disponía de tiempo para coger el ascensor. Encontró la puerta…, o creyó haberla encontrado, y empezó a golpearla, gritando desesperado:
—¡Señora! ¡Señora!
Estaba demasiado excitado para recordar su nombre, pero se acordó de una parte del nombre de aquel hombre:
—¡Hari! —chilló—. ¡Déjame entrar!
La puerta se abrió y se precipitó…, intentó precipitarse dentro. La mano fuerte de un oficial lo agarró del brazo.
—Calma, chico. ¿Adónde crees que vas?
—¡Suelta! ¡No he hecho nada! —Miró en derredor—. Eh, señora, ¿qué les hacen?
—Nos detienen —contestó Dors, sombría.
—¿Por qué? —preguntó Rayen, jadeante y debatiéndose—. ¡Eh, suelte, insignia solar! ¡No vaya con él señora! ¡No tiene obligación de ir con él!
—¡Lárgate, tú! —gritó Russ, al tiempo que zarandeaba al chiquillo con vehemencia.
—No, no me largo. Ni tú tampoco, Solar. Mi pandilla viene hacia aquí. No vais a poder marcharos a menos que soltéis a estos tíos.
—¿De qué pandilla hablas? —preguntó Russ, ceñudo.
—Están ahí mismo, fuera. Lo más probable es que se encuentren desmontando su coche. Después, les desmontarán a ustedes.
Russ se volvió a su compañero.
—Llama a Jefatura. Pide que envíen un par de camiones con «Macros».
—¡No! —chilló Raych, soltándose con violencia y precipitándose sobre Astinwald—. ¡No llames!
Russ alzó su vara neurónica y disparó.
Raych gritó, se agarró el hombro derecho, y cayó, retorciéndose desesperadamente, de dolor.
Russ no había tenido tiempo de volverse hacia Seldon, cuando éste le cogió por la muñeca, le hizo lanzar al aire la vara neurónica; luego, le retorció el brazo hacia atrás y, finalmente, le pisó para mantenerle relativamente inmovilizado. Hari notó cómo crujía el hombro de Russ al tiempo que éste exhalaba un enronquecido grito de dolor.
Al instante, Astinwald levantó su desintegrador, pero el brazo izquierdo de Dors le rodeó el cuello desde atrás, y la punta de la navaja que ella sostenía en la mano derecha se apoyó en la garganta del oficial.
—¡Quieto! Si cualquier parte de su cuerpo se mueve solamente un milímetro, le atravesaré el cuello hasta el espinazo… Suelte el desintegrador. ¡Suéltelo! Y también el látigo neurónico.
Seldon levantó a Raych, que seguía gimiendo, y lo estrechó contra su pecho. Después se volvió a Tisalver.
—Ahí fuera hay gente —dijo Seldon—. Gente furiosa. Entrarán aquí y romperán todo lo que tiene. Derribarán las paredes. Si no quiere que algo así ocurra, recoja estas armas y échelas a la otra habitación. Recoja también las armas del agente de seguridad que está caído en el suelo y haga lo mismo con ellas. ¡Pronto! Que su esposa le ayude. La próxima vez, lo pensarán dos veces antes de denunciar a personas inocentes… Dors, el que está en el suelo no hará nada durante un buen rato. Inutiliza al otro, pero no lo mates.
—De acuerdo. —Dors, con el mango de la navaja, le golpeó con fuerza en la cabeza. El oficial se desplomó. Dors hizo una mueca al comentar—: Odio hacer esto.
—Dispararon contra Raych —dijo Seldon, mientras trataba de ocultar su propio disgusto por lo que había ocurrido.
Salieron apresuradamente del apartamento y, una vez en la calle, se la encontraron abarrotada de gente, casi todos eran hombres que gritaron al unísono al verles salir. Se les acercaron y el olor a humanidad mal lavada les resultó casi irresistible.
—¿Dónde están los Solares? —preguntó alguien.
—Dentro —respondió Dors con fuerza—. Déjenlos en paz. No podrán valerse por un rato, pero luego pedirán refuerzos, o sea, mejor será que se marchen lo más deprisa posible.
—¿Y ustedes? —gritaron una docena de gargantas.
—También nos vamos. Y no volveremos por aquí.
—Yo me hago cargo de ellos —chilló Raych, debatiéndose en los brazos de Seldon y poniéndose de pie. Se frotaba desesperadamente el hombro derecho—. Ya puedo andar. Déjenme pasar.
La multitud abrió paso para él.
—Señor, señora, vengan conmigo. ¡Rápido! —ordenó Raych.
Varias docenas de hombres les acompañaron avenida abajo. Raych, de pronto, señaló una abertura.
—Aquí, tíos —murmuró—. Os llevaré a un sitio donde nadie os encontrará. Probablemente, ni siquiera Davan lo conoce. Lo único malo es que debemos bajar al nivel de las cloacas. Nadie nos verá allí, pero huele muy mal…, ¿me entienden?
—Supongo que sobreviviremos —masculló Seldon.
Entonces, comenzaron a bajar por una estrecha rampa de caracol y, poco a poco, un nauseabundo olor fue subiendo a su encuentro.
Raych les encontró un escondrijo. Para ello, tuvieron que subir los barrotes metálicos de una escalera que les condujo a una gran estancia con aspecto de desván, cuya utilidad Seldon fue incapaz de adivinar. Estaba llena de grandes y silenciosas piezas de un equipo, cuya función era igualmente un misterio. La estancia aparecía relativamente limpia y sin polvo y una corriente de aire continua explicaba por qué el polvo no lo cubría todo y, además, y más importante aún, parecía rebajar el mal olor.
Raych daba la sensación de estar encantado.
—¿No es bonito? —preguntó. Seguía frotándose el hombro y hacía una mueca de dolor cuando se lo frotaba con demasiada fuerza.
—Podría estar peor —dijo Seldon—. ¿Sabes para qué sirve este cuarto, Raych?
Éste se encogió de hombros o intentó hacerlo, y tuvo que desistir.
—No, no lo sé —respondió, y añadió con su habitual desenfado—: ¿A quién le importa?
Dors, que se había sentado en el suelo, después de haberlo barrido con la mano, mirándose a continuación la palma con suspicacia, declaró:
—Si me permitís intentar adivinarlo, yo diría que forma parte de un complejo dedicado a la destoxificación y al reciclaje de los desperdicios. Me figuro que los transformarán en fertilizantes.
—Entonces —adujo Seldon—, los que dirigen el complejo pasarán por aquí de manera periódica y, por lo que sabemos, pueden llegar en cualquier momento.
—He estado aquí antes —observó Raych— y nunca vi a nadie.
—Supongo que Trantor está profundamente automatizado, siempre que sea posible, y si hay algo que clame la automatización es el procesamiento de los desperdicios —dijo Dors—. Puede que estemos seguros…, por un tiempo.
—No por mucho tiempo. Tendremos hambre y sed, Dors.
—Yo puedo ir en busca de comida y agua —ofreció Raych—. Uno tiene que saber desenvolverse cuando vive en el arroyo.
—Gracias, Raych —repuso Seldon, que parecía distraído—. Ahora mismo no tengo nada de hambre. —Olfateó—. Y puede que no vuelva a tenerla nunca más.
—Ya lo creo que la tendrás —le aseguró Dors—, e incluso aunque pierdas el apetito por cierto tiempo, vas a tener sed. Por lo menos, las necesidades fisiológicas no supondrán problema alguno. Nos hallamos viviendo prácticamente sobre lo que es una cloaca abierta.
Hubo un silencio prolongado. La luz era escasa y Seldon se preguntó por qué los trantorianos no la apagaban del todo. Después, cayó en la cuenta de que nunca se había encontrado en absoluta oscuridad en áreas públicas. Era probable que se tratase de una costumbre en una sociedad rica en energía. Resultaba extraño que un mundo de cuarenta mil millones fuera rico en energía, aunque con la energía interna del planeta a su disposición, por no mencionar la energía solar, y las plantas de fusión nuclear ubicadas en el espacio, así era. En realidad, si lo pensaba bien, no existían planetas pobres en energía en el Imperio. ¿Quizás hubo una época, en otros tiempos muy lejanos, en que la tecnología fue tan primitiva que hizo posible la pobreza energética?
Se apoyó contra un grupo de tuberías por las que, tal vez, corrían los desagües. Se apartó de ellas tan pronto como se le ocurrió aquella idea y fue a sentarse junto a Dors.
—¿Hay algún medio de ponernos en contacto con Chetter Hummin?
—A decir verdad, le he enviado un mensaje —respondió ella—, aunque he sentido en el alma tener que hacerlo.
—¿Que lo has sentido?
—Mis órdenes son las de protegerte. Cada vez que me pongo en contacto con él, es señal de que he fracasado.
Seldon la contempló con los ojos semicerrados.
—¿Cómo te sientes culpable, Dors? No puedes protegerme contra los agentes de Seguridad de todo un Sector.
—Supongo que no. Podemos lisiar algunos…
—Lo sé. Y lo hemos hecho. Pero ellos enviarán refuerzos: carros blindados…, cañones neurónicos…, nieblas somníferas. No estoy muy seguro de lo que tienen, pero van a volcarse con todo su armamento. Estoy seguro de ello.
—Es probable que tengas razón —confesó Dors apretando los labios.
—No la encontrarán, señora —saltó Raych de pronto. Sus ojos inteligentes pasaron de uno a otro mientras hablaban—. Nunca encontraron a Davan.
Dors sonrió sin alegría y le revolvió el cabello, mirándose después la palma de la mano, desalentada.
—No estoy segura de que debas quedarte con nosotros, Raych —dijo al fin—. No quiero que te encuentren.
—No me encontrarán, señora; además, si me marcho, ¿quién les traerá comida y agua? ¿Y quién les encontrará escondrijos nuevos para que los Solares no sepan por dónde buscar?
—No, Raych, nos encontrarán. En realidad, a Davan le buscaron poco. Aunque él les molesta, sospecho que no lo toman muy en serio. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Pues que es como un grano en… el cuello, y ellos piensan que no merece la pena buscarle por todas partes.
—Eso es lo que quiero decir. Sin embargo, nosotros hemos lastimado seriamente a dos funcionarios y no van a dejar que nos escabullamos. Si es preciso, utilizarán toda su fuerza, aunque tengan que barrer cada rincón escondido o cada pasadizo desierto del Sector… Y llegarán hasta nosotros.
—Esto me hace sentir como…, como nada —exclamó Raych—. Si yo no hubiera entrado allí, si no me hubieran disparado, ustedes no se habrían revuelto contra los funcionarios y no estarían metidos en este lío.
—No; más pronto o más tarde hubiéramos tenido que…, bueno, deshacernos de ellos. ¿Quién sabe? Tal vez tengamos que hacer lo mismo con otros.
—Bueno, pero lo hicieron «guapo» —se entusiasmó Raych—. Si no me hubiera dolido todo tanto, hubiese podido mirar más y disfrutar con ello.
—No nos serviría de nada luchar contra todo el sistema de seguridad —observó Seldon—. La cuestión es: ¿qué nos harán cuando nos tengan? Nos meterán en la cárcel, seguro.
—Oh, no. Si es necesario, podemos apelar al Emperador —alegó Dors.
—¿Al Emperador? —repitió Raych con los ojos muy abiertos—. ¿Conocen al Emperador?
—Cualquier ciudadano galáctico —explicó Seldon al muchacho— puede apelar al Emperador. Aunque no me parece una decisión acertada, Dors —añadió—. Desde que Hummin y yo abandonamos el Sector Imperial, estamos escapando del Emperador.
—Pero no hasta el extremo de que nos encierren en una cárcel dahlita. La apelación imperial será un compás de espera…, una diversión, en todo caso, y quizás en el curso de la espera podamos pensar en algo más.
—Tenemos a Hummin.
—Sí, en efecto —asintió Dors—, pero no podemos considerarle el factotum. En primer lugar, aunque haya recibido mi mensaje e incluso si estaba en condiciones de correr hacia Dahl, ¿cómo podría encontrarnos aquí? Y, suponiendo que nos encontrara, ¿qué podría hacer contra la fuerza de seguridad de Dahl entera?
—En este caso —murmuró Seldon—, tendremos que empezar a pensar en algo que podamos hacer antes de que nos encuentren.
—Si me siguen —ofreció Raych—, puedo mantenerles siempre por delante. Yo me conozco todos los rincones que hay por aquí.
—Puedes mantenernos por delante de una persona, pero habrá muchas, y moviéndose por todos los corredores. Escaparemos de un grupo para caer en manos de otro.
Un silencio, tenso, se adueñó del lugar un buen rato, enfrentados cada uno de ellos con lo que parecía ser una situación desesperada. De pronto, Dors Venabili se movió.
—Ya están aquí. Los estoy oyendo —dijo en un murmullo angustiado.
Por unos minutos se esforzaron por oír; entonces, Raych se levantó de un salto.
—Vienen por aquí —musitó—. Tenemos que ir por allá.
Seldon, confuso, no captaba nada; pero estaba dispuesto a confiar en el magnífico oído de los otros dos. Cuando Raych empezaba a andar, silencioso, en dirección contraria a la de los pasos que se acercaban, una voz resonó entre las paredes de la cloaca:
—No se muevan. ¡No se muevan!
—Es Davan —exclamó Raych—. ¿Cómo ha sabido que estábamos aquí?
—¿Davan? —repitió Seldon—. ¿Estás seguro?
—Seguro. Él nos ayudará.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Davan.
Seldon sintió un mínimo alivio. La presencia de Davan apenas contaba contra la fuerza de Dahl entera, más él controlaba también un número de personas que podían crear la suficiente confusión para…
—Debería saberlo, Davan —contestó Seldon—. Sospecho que muchos de los que esta mañana estaban delante de la casa de Tisalver eran de los suyos.
—Sí, algunos, sí. La historia que circula es que les estaban arrestando y que ustedes maltrataron a un escuadrón de Solares. ¿Por qué les arrestaban?
—Fueron dos —dijo Seldon, levantando los dedos—, dos Solares. Y ya eso es bastante malo. Parte del motivo por el que nos detenían era que habíamos ido a visitarle a usted.
—No es causa suficiente. En general, los Solares me molestan poco. —Y añadió con amargura—: Me subestiman.
—Tal vez —dijo Seldon—, pero la mujer a la que alquilamos nuestras habitaciones nos denunció por, según ella, iniciar un motín a causa del periodista con el que tropezamos cuando fuimos a verle a usted. Bueno, ya lo sabe. Con sus hombres en escena ayer, y esta mañana, y con dos funcionarios malheridos, tal vez decidan limpiar estos pasadizos… Eso significa que usted sufrirá. Lo siento de veras. No tenía intención ni esperaba ser la causa de todo esto.
Pero Davan sacudió la cabeza.
—No, usted no conoce a los Solares. Tampoco ésa es causa suficiente. Ni siquiera quieren encontrarme. Se sienten más que felices dejándonos que nos pudramos en Billibotton y en los otros barrios bajos. No, ellos andan sólo detrás de ustedes, ¡de ustedes! ¿Qué les han hecho?
Dors intervino, impaciente:
—No les hemos hecho nada y, en cualquier caso, ¿qué importa ya? Si no van detrás de usted y nos persiguen a nosotros, llegarán hasta aquí para hacernos salir. Si usted se interpone, se encontrará implicado en este asunto.
—No, yo no. Tengo amigos…, amigos poderosos —protestó Davan—. Se lo dije anoche. Y pueden ayudarles lo mismo que a mí. Cuando se negó abiertamente a ayudarnos, me puse en contacto con ellos. Saben quién es usted, doctor Seldon: un hombre famoso. Están en situación de hablar con el alcalde de Dahl y conseguir que le dejen en paz, con independencia de lo que haya hecho. Pero tendrán que sacarle a usted fuera de Dahl.
Seldon sonrió. El alivio lo embargó.
—Conoce a alguien poderoso, ¿no es así, Davan? —preguntó Seldon—. Alguien que responde al instante a su aviso, que tiene capacidad para hablar con el Gobierno de Dahl a fin de que deje de tomar medidas drásticas, y que puede sacarnos de aquí. Magnífico. No me sorprende. —Se volvió a Dors, sonriendo—. Otra vez lo mismo que en Mycogen. ¿Cómo puede Hummin hacerlo?
Pero Dors sacudió la cabeza, dubitativa.
—Demasiado rápido… No lo comprendo.
—Yo creo que él puede hacer cualquier cosa.
—Lo conozco mejor que tú, desde hace más tiempo, y no puedo creerlo.
—No le subestimes —sonrió Seldon. Y, como si no quisiera seguir con el tema, se volvió a Davan—. ¿Cómo ha podido encontrarnos? —preguntó—. Raych nos dijo que no conocía este lugar.
—¡No lo conoce! —protestó Raych, indignado—. Esto es todo mío. Yo lo encontré.
—Jamás he estado antes aquí —aseguró Davan mirando a su alrededor—. Es un sitio interesante. Raych es una criatura de los pasadizos, perfectamente a sus anchas en este laberinto.
—Sí, Davan, eso es lo que hemos deducido. Pero, ¿cómo nos ha encontrado usted?
—Con un indicador de calor. Tengo un aparato que detecta radiaciones infrarrojas, la huella termal que se produce a treinta y siete grados Celsius. Reaccionará en presencia de seres humanos y no ante otras fuentes de calor. Ha reaccionado ante ustedes tres.
Dors frunció el ceño.
—¿De qué sirve eso en Trantor, donde hay seres humanos por todas partes? Los tienen en otros mundos, pero…
—Pero no en Trantor, ya lo sé. Sin embargo, son útiles en los barrios bajos, en los pasadizos olvidados, en los abandonados, y en los caminos.
—¿Dónde lo consiguió? —preguntó Seldon.
—Basta con que lo tenga —contestó Davan—. Pero tenemos que sacarle de aquí, doctor Seldon. Demasiada gente le está buscando y yo quiero que sea mi poderoso amigo quien le tenga a usted.
—¿Y dónde se halla ese poderoso amigo suyo?
—Viene hacia acá. Por lo menos, una nueva fuente de treinta y siete grados está siendo registrada y no creo que pueda ser nadie más.
El recién llegado cruzó la entrada, mas la alegre exclamación de Seldon murió en sus labios. No se trataba de Chetter Hummin.