DAVAN. — … En los días inquietos que marcaron los últimos siglos del Primer Imperio Galáctico, las típicas fuentes de inquietud surgieron del hecho de que los jefes políticos y militares luchaban por el poder «supremo» (una supremacía que pierde valor con cada década). Muy rara vez había algo que pudiera ser llamado movimiento popular anterior al advenimiento de la psicohistoria. Relacionado con esto, un ejemplo desconcertante involucra a Davan, de quien se sabe muy poco, pero que pudo haber conocido a Seldon en un tiempo en que…
Enciclopedia Galáctica
Tanto Hari Seldon como Dors Venabili se habían dado unos perezosos baños, sirviéndose de las instalaciones, algo primitivas, de que disponían en el hogar de los Tisalver. Se habían cambiado de ropa y se encontraban en la alcoba de Seldon cuando Tirad Tisalver regresó aquella noche. Su llamada a la puerta fue (o eso pareció) algo tímida. El zumbido duró muy poco.
Seldon le abrió la puerta y le saludó con cordialidad.
—Buenas noches, señores Tisalver.
Ella estaba detrás de su marido, con el ceño fruncido y la expresión desconcertada. Tisalver preguntó, dubitativo, como si no estuviera seguro de la situación:
—¿Están bien los dos? —Movió afirmativamente la cabeza como si tratara de conseguir una respuesta afirmativa mediante esa expresión corporal.
—Muy bien —respondió Seldon—. Entramos y salimos de Billibotton sin problemas, y ya estamos lavados y cambiados. No nos queda ningún resto de hedor. —Seldon, al decirlo, levantó la barbilla, sonriendo, lanzando la frase por encima del hombro de Tisalver, a la mujer de éste.
Ella lanzó un ruidoso suspiro y aspiró con fuerza, como si tratara de comprobar la afirmación.
—Se dice que hubo una pelea de navajas —comentó Tisalver con el mismo tono de antes.
—¿Eso se dice?
—Usted y la señora contra cien matones, eso nos contaron, y que usted les mató a todos. ¿Fue así? —Se notaba un involuntario tono de profundo respeto en su voz.
—En absoluto —intervino Dors, disgustada—. Es ridículo. ¿Qué se han creído que somos? ¿Asesinos de masas? ¿Creen ustedes que cien matones hubieran permanecido quietos, esperando el tiempo considerable que me hubiera…, nos hubiera llevado matarlos a todos? Piensen un poco sobre ello.
—Eso es lo que estaban comentando —declaró Casilia Tisalver con firme estridencia—. No podemos tolerar semejante conducta en esta casa.
—En primer lugar —dijo Seldon—, no ocurrió en esta casa. En segundo lugar, no había cien hombres, sino diez. En tercer lugar, no se mató a nadie. Hubo un altercado entre nosotros. Después, ellos se fueron y nos dejaron vía libre.
—¡Les dejaron vía libre! ¿Y esperan que nos lo creamos, forasteros? —saltó Mrs. Tisalver, beligerante.
Seldon suspiró. A la menor tensión, los seres humanos parecían dividirse en grupos antagónicos.
—Bueno —contemporizó—, confieso que uno de ellos recibió un poco. Pero nada grave.
—¿Y a ustedes no les ocurrió nada? —preguntó Tisalver. La admiración en su voz era cada vez más acusada.
—Ni un arañazo —contestó Seldon—. La doctora Venabili maneja las dos navajas maravillosamente bien.
—No lo dudo —murmuró Mrs. Tisalver, bajando la vista al cinturón de Dors—, y no voy a permitir que eso ocurra aquí.
—Mientras nadie nos ataque aquí —declaró Dors secamente—, eso es lo que no va a ocurrir.
—Pero, por su culpa —insistió la mujer—, tenemos a la chusma delante de nuestra puerta.
—Mi amor —quiso tranquilizarla Tisalver—, no vayamos a disgustar a…
—¿Y por qué no? —escupió ella, despectiva—. ¿Es que tienes miedo de sus navajas? Me gustaría ver cómo las maneja aquí.
—No tengo la menor intención de hacer nada por el estilo —bufó Dors con el mismo ruido que cualquiera de los emitidos por Mrs. Tisalver—. ¿Qué es ésa chusma de la que nos habla?
—Lo que quiere decir mi mujer es que un pillete de Billibotton, o lo parece a juzgar por su aspecto, desea verles y no estamos acostumbrados a este tipo de visitas en el vecindario. Degrada nuestra posición social. —Su tono era apologético.
—Bien, Tisalver, saldremos, averiguaremos de qué se trata y lo despacharemos tan rápidamente como…
—No. Espera —pidió Dors—. Éstas son nuestras habitaciones. Pagamos por ellas. Nosotros decidimos quién nos visita y quién no. Si en la calle hay un joven de Billibotton, no deja de ser un dahlita. Más importante, es un trantoriano. Todavía mucho más importante, se trata de un ciudadano del Imperio y un ser humano. Y, por encima de todo, al desear vernos, pasa a ser nuestro huésped. Por lo tanto, nosotros le invitamos a que entre.
Mrs. Tisalver no se movió. Su propio marido parecía indeciso.
—Puesto que se dice que maté a cien matones en Billibotton —dijo Dors—, no van a creer que tengo miedo de un muchacho, o para el caso, de ustedes dos.
Y su mano derecha cayó, casualmente, sobre su cinturón.
Tisalver, súbitamente enérgico, protestó:
—Doctora Venabili, nuestra intención no es ofenderles. Por supuesto, esas habitaciones son suyas y pueden recibir a quien gusten. —Y dio un paso atrás, al tiempo que tiraba de su indignada esposa, haciendo gala, así, de una determinación por la que quizá tuviera que pagar más tarde.
Dors les observaba con severidad.
—Vaya, Dors, no pareces la misma —observó Seldon, sonriendo con sequedad—. Pensé que yo era quien se metía quijotescamente en líos y que tú eras la tranquila y práctica cuya única misión era la de evitar problemas.
—No puedo tolerar que se hable con desprecio de un ser humano sólo por la clase de grupo a la que pertenece…, aunque lo haga otro ser humano. Son estas personas de aquí, que se dicen respetables, los que crean a esos gamberros de allá.
—Y otros respetables —añadió Seldon— los que crean a estos respetables. Esas animosidades mutuas son las que forman parte de la Humanidad…
—Entonces, debes tratar de ello en tu psicohistoria, ¿verdad?
—Desde luego, siempre y cuando consiga una psicohistoria en la que tratar de algo… Ah, ahí viene ese pillete. Se trata de Raych, lo que no me sorprende en absoluto.
Entró Raych, mirando a su alrededor, claramente intimidado. El índice de su mano derecha se alzó hasta su labio superior como si quisiera sentir la suavidad del primer bozo.
Se volvió a la ofendida dueña de la casa y se inclinó con torpeza ante ella.
—Gracias, señora. Tié un bonito local.
Después, al oír el portazo tras él, se volvió a Seldon y Dors.
—Bonito lugar, tíos —comentó con expresión de experto.
—Me alegro de que te guste —respondió Seldon con gravedad—. ¿Cómo supiste que estábamos aquí?
—Los seguí. ¿Qué se creen? Eh, señora… —Se volvió a Dors—. Usted no pelea como una señora.
—¿Has visto luchar a muchas señoras? —le preguntó Dors.
—No, nunca he visto ninguna —dijo, frotándose la nariz—. Es que no llevan navajas, excepto unas pequeñas pa asustar a los niños. Pero a mí nunca me han asustao.
—Estoy segura de que no. ¿Qué les haces para que las señoras saquen sus navajas?
—Yo, nada. Sólo las molesto un poco. Se grita: «¡Eh, señora!, ¿me deja…?» —Pensó un instante y terminó—: Nada.
—Bien, pues no lo intentes conmigo —le advirtió Dors.
—¿Se burla de mí? ¿Después de lo que le hizo a Marron? Eh, señora, ¿dónde aprendió a luchar así?
—En mi mundo.
—¿Pué enseñarme?
—¿Es por eso por lo que has venido a vernos?
—La verdad, no. He venío con un encargo.
—¿De alguien que quiere luchar conmigo?
—Nadie quiere hacerlo con usted. Óigame, señora, ahora usted tié fama. To el mundo la conoce. Pasee por donde quiera en el viejo Billibotton y toos los tíos se harán a un lado, la dejarán pasar, le sonreirán y se asegurarán de no mirarla mal. ¡Oh, señora, se lo ha ganao! Por eso él quiere verla.
—Raych, ¿quién quiere vernos exactamente? —preguntó Seldon.
—Un tío llamado Davan.
—¿Y quién es?
—Un tío. Vive en Billibotton y no lleva navaja.
—¿Y sigue vivo, Raych?
—Lee mucho y ayuda a los tíos cuando se meten en líos con el Gobierno. Le dejan más o menos en paz. No necesita ninguna navaja.
—¿Por qué no ha venido él, pues? —preguntó Dors—. ¿Por qué te ha enviado a ti?
—Este sitio no le gusta. Dice que le pone malo. Dice que toa la gente de aquí son unos lame… del Gobierno. —Calló, miró indeciso a los dos forasteros de otros mundos, y añadió—: De toos modos no vendría. Dijo que me dejarían pasar porque soy un niño. —Sonrió—. Y por poco no me dejan, ¿eh? Quiero decir, la mujer que parecía que siempre estuviera oliendo algo.
Calló de pronto, como avergonzado, y se miró.
—De donde vengo, no tenemos muchas oportunidades de lavarnos.
—No importa —le sonrió Dors—. ¿Dónde se supone que debemos encontramos, ya que él no vendrá aquí? Después de todo, si no te importa que lo diga…, no nos apetece volver a Billibotton.
—Ya se lo he dicho a ustés —exclamó Raych, indignado—. Harán lo que quieran en Billibotton, se lo juro. Además, donde él vive, nadie les molestará.
—¿Dónde está? —preguntó Seldon.
—Puedo llevarles. No está lejos.
—¿Y por qué quiere vernos? —preguntó Dors.
—No sé. Pero dice así… —Raych entrecerró los ojos en su esfuerzo por recordar—: «Diles que quiero ver al hombre que habló con un calorero dahlita como si fuera un ser humano y a la mujer que derrotó a Marron con las navajas y no lo mató aunque pudo hacerlo». Creo que lo he dicho bien.
—Eso creo yo —sonrió Seldon—. ¿Podemos verle ahora?
—Está esperando.
—Entonces, iremos contigo —repuso Seldon, que miró a Dors, inquisitivo.
—De acuerdo. Estoy dispuesta. Puede que no se trate de ninguna trampa. La esperanza es una eterna primavera…
Al salir, la luz del atardecer tenía un amable resplandor, un ligero tono violeta con un borde rosado que simulaba nubes de puesta de sol deslizándose con el aire. Dahl podía quejarse por el trato que recibía de los gobernantes imperiales de Trantor, pero seguro que no tenían nada que objetar al tiempo que los ordenadores les proporcionaban.
—Parecemos gente célebre —murmuró Dors—. No cabe la menor duda.
Seldon apartó los ojos del supuesto cielo y de inmediato se dio cuenta de una concentración de gente rodeando la casa donde los Tisalver vivían.
Todos los que formaban el grupo se les quedaron mirando fijamente. Cuando quedó bien sentado que ambos forasteros se habían dado cuenta de la atención, un murmullo sordo recorrió el grupo que parecía estar a punto de romper en aplausos.
—Ahora comprendo por qué Mrs. Tisalver encuentra esto molesto —observó Dors—. Debí haberme mostrado más simpática.
La multitud iba, en su mayor parte, pobremente vestida y no era difícil adivinar que muchos de ellos procedían de Billibotton. Impulsivamente, Seldon sonrió y elevó la mano en un breve saludo que levantó aplausos.
—¿Pué la señora enseñarnos trucos con la navaja? —gritó una voz, perdida en el anonimato.
Y cuando Dors, como respuesta, les gritó:
—No, sólo la saco cuando estoy furiosa —la risa fue general.
Un hombre dio un paso adelante. Era obvio que no procedía de Billibotton, y también que no era un dahlita. Su bigote, pequeño, no era negro, sino castaño.
—Soy Marlo Tanto, de las Noticias H.V. trantorianas —dijo, presentándose—. ¿Podemos enfocarles un poco para la holovisión de esta noche?
—¡No! —respondió Dors, tajante—. ¡Y nada de entrevistas!
El periodista no se movió.
—Tengo entendido que sostuvo una pelea con muchos hombres de Billibotton…, y que les ganó. —Sonrió—. Es una gran noticia.
—No es cierto. Tropezamos con unos hombres en Billibotton, les hablamos y seguimos adelante. Es lo único que pasó, y la única noticia que va a conseguir.
—¿Cómo se llama? No parece trantoriana.
—No tengo nombre.
—¿Y el de su compañero?
—Tampoco tiene nombre.
El periodista pareció molesto.
—Oiga, señora. Usted es noticia y yo estoy tratando de hacer mi trabajo.
Raych tiró de la manga de Dors. Ésta se inclinó y escuchó lo que el muchacho le murmuraba con fuerza. Dors asintió y volvió a erguirse.
—No creo que usted sea periodista, Mr. Tanto. Creo que es un agente Imperial y que trata de provocar malestar en Dahl. No hubo lucha, y no intente fabricar noticias sobre una pelea como medio de justificar una expedición Imperial a Billibotton. Si yo fuera usted, no me quedaría por aquí. No creo que sea muy popular entre toda esta gente.
Al oír las primeras palabras de Dors, la multitud empezó a murmurar. Creció el tono y empezaron a acercarse despacio, con aire amenazador, hacia Tanto. Éste miró, nervioso, a su alrededor y empezó a alejarse.
—Dejad que se vaya —gritó Dors—. Que nadie lo toque. No le proporcionéis el pretexto de alegar e informar violencia.
Todos le abrieron paso.
—Oh, señora, debió dejar que le pegaran un poco —comentó Raych.
—Muchacho sanguinario —dijo Dors—, llévanos junto a tu amigo.
Conocieron al hombre que se llamaba Davan en una habitación detrás de un ruinoso vagón-comedor. Detrás, pero lejos.
Raych abría la marcha, demostrando de nuevo que se encontraba tan en su elemento en las callejas de Billibotton como un topo en los túneles subterráneos de Helicon. La cautela de Dors Venabili fue la primera que se manifestó. Se detuvo.
—Vuelve, Raych —ordenó—. Dime, con toda exactitud, adónde vamos.
—A ver a Davan —respondió Raych exasperado—, ya se lo he dicho.
—Pero ésta es un área desierta. Aquí no vive nadie. —Miró con repugnancia a su alrededor. Todo aquello carecía de vida y los paneles luminosos que se veían no tenían luz…, o casi nada.
—Así le gusta a Davan —explicó Raych—. Siempre está cambiando de sitio, quedándose aquí o allí. Ya sabe…, variando.
—¿Por qué? —preguntó Dors.
—Está más a salvo, señora.
—¿De quién?
—Del Gobierno.
—¿Para qué va a querer el Gobierno a Davan?
—No lo sé. Le diré lo que haremos: les explicaré dónde está y les diré cómo se llega, y ustedes van solos…, si no quieren que yo les lleve.
—No, Raych —dijo Seldon—, estoy seguro de que nos perderíamos sin ti. La verdad es que será mejor que esperes a que terminemos para que nos acompañes de vuelta.
—¿Y yo, qué? —saltó Raych al momento—. ¿Cuentan con que siga esperando cuando tenga hambre?
—Tú esperas y tienes hambre, Raych, y cuando terminemos, te compraré una buena cena. Lo que tú quieras.
—Eso dice ahora, señor. ¿Cómo sabré que es verdad?
La mano de Dors saltó. Una navaja, con la hoja al descubierto, aparecía en su mano.
—No nos estarás llamando embusteros, ¿verdad, Raych?
Los ojos de Raych se desorbitaron. No parecía asustado por la amenaza.
—¡Oh, no lo había visto! —observó—. Hágalo otra vez.
—Lo haré después, si sigues aquí. Si no —amenazó Dors, ceñuda—, te perseguiremos.
—Vaya, venga, señora. Que no va a perseguirme. Usted no es de esa clase. Pero me quedaré. —Y adoptó una postura—. Les doy mi palabra.
Siguió guiándoles en silencio, aunque el eco de sus zapatos sonaba hueco en los pasadizos vacíos.
Davan levantó la mirada cuando entraron, una mirada salvaje que se dulcificó cuando vio a Raych. Inquisitivo, hizo unos gestos rápidos hacia los otros.
—Éstos son ellos —anunció Raych. Después, sonrió y se fue.
—Soy Hari Seldon. La joven es Dors Venabili.
Seldon contempló a Davan con curiosidad. Era moreno y tenía el grueso bigote negro del varón dahlita, pero, además, lucía un principio de barba. Era el primer dahlita que veía Seldon que no estuviera meticulosamente rasurado. Incluso los matones de Billibotton tenían las mejillas y la barbilla limpias.
—¿Cuál es su nombre, señor? —preguntó Seldon.
—Davan. Raych debió habérselo dicho.
—Su apellido.
—Sólo soy Davan. ¿Les han seguido hasta aquí, doctor Seldon?
—No. Estoy seguro de que no. De haberlo hecho, supongo que Raych les hubiera visto u oído. Y si él no lo hubiera notado, la doctora Venabili se habría dado cuenta.
—Confías en mí, Hari —sonrió levemente Dors.
—Cada vez más —respondió él, pensativo.
Davan se revolvió, inquieto.
—Pero ya les han descubierto —anunció.
—¿Descubierto?
—Sí. Me he enterado de lo de ese supuesto periodista.
—¿Ya? —Seldon pareció estupefacto—. Sospecho que, en realidad, era un periodista…, e inofensivo, además. Le llamamos agente imperial a instancias de Raych, y fue una buena idea. La gente que lo rodeaba se mostró amenazadora y así nos libramos de él.
—No —declaró Davan—. Él era lo que ustedes le llamaron. Mi gente le conoce y trabaja, en efecto, para el Imperio… Pero tampoco ustedes hacen lo que yo. No utilizan nombre falso ni cambian de residencia. Se mueven con sus propios nombres y no hacen el menor esfuerzo por permanecer a cubierto. Usted es Hari Seldon, el matemático.
—En efecto, lo soy. ¿Por qué iba a inventarme un nombre falso?
—El Imperio le busca, ¿no es así?
Seldon se encogió de hombros.
—Me quedo en sitios donde el Imperio no puede apoderarse de mí.
—Abiertamente, no. Pero el Imperio no tiene por qué obrar abiertamente. Yo le instaría a que desapareciera, que desapareciera realmente.
—Lo mismo que usted…, tal como dice —comentó Seldon mirando en derredor suyo con cierto asco. La habitación estaba tan muerta como los pasadizos por los que habían ido. Sucia y polvorienta, y sumamente deprimente.
—Sí —dijo Davan—. Podría sernos útil.
—¿De qué modo?
—¿Habló con un joven llamado Yugo Amaryl?
—En efecto.
—Amaryl me dijo que usted puede predecir el futuro.
Seldon suspiró, abrumado. Comenzaba a cansarse de permanecer de pie en aquella habitación vacía. Davan estaba sentado en un almohadón y había otros disponibles, pero parecían sucios. Tampoco deseaba apoyarse en la pared, cubierta de moho.
Seldon dijo:
—O usted no comprendió a Amaryl, o él no me entendió a mí —protestó Seldon—. Lo que he hecho es demostrar que es posible elegir condiciones de arranque de las que no desciende la previsión histórica en estados caóticos, sino que puede ser predecible dentro de unos ciertos límites. Sin embargo, lo que estas condiciones de arranque pueden ser, lo ignoro, y tampoco estoy seguro de que puedan ser encontradas por una sola persona, o por varias en un tiempo finito. ¿Me comprende?
—No.
Seldon volvió a suspirar.
—Deje que lo intente de nuevo. Es posible predecir el futuro, pero puede ser imposible descubrir cómo sacar partido de esa posibilidad. ¿Lo entiende?
Davan miró a Seldon, sombrío; luego, a Dors.
—Entonces, no puede predecir el futuro —declaró al fin.
—Ahora lo ha captado, Mr. Davan.
—Llámeme sólo Davan. Pero algún día puede aprender a predecir el futuro.
—Es concebible.
—Ésta es la razón por la que el Imperio le busca.
—No —cortó Seldon, levantando un dedo con un gesto didáctico—. Mi idea es que ésta es la razón por la que el Imperio no hace grandes esfuerzos para apoderarse de mí. Les gustaría tenerme si pudieran cogerme sin esfuerzo, pero están al corriente de que ahora mismo no sé nada y que, por consiguiente, no merece la pena desbaratar la delicada paz de Trantor interfiriendo con los derechos locales de éste u otro Sector. Ésta es la razón de que pueda circular con mi propio nombre con razonable seguridad.
Por un momento, Davan hundió la cabeza entre sus manos.
—Esto es una locura —murmuró; luego, abatido, miró a Dors—. ¿Es usted la esposa del doctor Seldon?
—Soy su amiga y protectora —respondió Dors, imperturbable.
—¿Lo conoce bien?
—Llevamos varios meses juntos.
—¿Nada más?
—Nada más.
—En su opinión, ¿dice la verdad?
—Sé que dice la verdad. Oiga, ¿por qué motivo iba usted a confiar en mí si no confía en él? Si Hari le mintiera por alguna razón, ¿por qué no iba yo a mentirle también, a fin de apoyarlo?
Davan, desalentado, miró de uno a otro.
—En cualquier caso, ¿estarían dispuestos a ayudarnos? —preguntó.
—¿Quiénes son ustedes, y de qué forma necesitan ayuda?
—Ya conoce la situación de Dahl —explicó Davan—. Estamos oprimidos. Usted debe saberlo ya y, por la forma como trató a Yugo Amaryl, no puedo creer que no simpatice con nosotros.
—Simpatizamos del todo.
—¿Y sabe cuál es la fuente de la opresión?
—Va a decirme que es el Gobierno Imperial, supongo, y apuesto a que representa bien su papel. Por el contrario, observo que existe una clase media en Dahl que desprecia a los caloreros y una clase criminal que aterroriza al resto del Sector.
Davan apretó los labios, pero no se inmutó.
—Es cierto —reconoció—. Pero el Imperio favorece esta situación por principio. Dahl posee el potencial de crear grandes disturbios. Si los caloreros hicieran huelga, Trantor sufriría, de inmediato, una enorme falta de energía…, con todo lo que ello traería implicado. Sin embargo, la propia clase alta de Dahl es capaz de gastar un montón de dinero en alquilar a los matones de Billibotton, y de otros lugares, para que luchen contra los caloreros y parar así la huelga. Ha ocurrido otras veces. El Imperio permite a ciertos dahlitas que prosperen, de una forma relativa, a fin de convertirles en lacayos imperialistas, al tiempo que rehúsa cumplir la ley de control de armas lo suficiente para debilitar al elemento criminal. El Gobierno Imperial hace lo mismo en todas partes, y no solamente en Dahl. No puede ejercer la fuerza para imponer su voluntad como en los viejos tiempos, cuando gobernaban con brutalidad. Hoy en día, Trantor se ha hecho tan complejo y se altera, con tanta facilidad, que las fuerzas imperiales deben mantenerse al margen…
—Una forma de degeneración —murmuró Seldon, recordando las quejas de Hummin.
—¿Cómo dice? —preguntó Davan.
—No, nada —dijo Seldon—. Continúe.
—Las fuerzas imperiales deben mantenerse al margen, pero, así y todo, pueden hacer algo. Cada Sector es animado a sospechar de sus vecinos. Y las clases económicas y sociales son empujadas a pelear entre sí. El resultado es que en todo Trantor no se puede conseguir que la gente actúe unida. Por todas partes, la población preferiría luchar entre sí que formar un frente común contra la tiranía central y las leyes del Imperio sin tener que emplear la fuerza.
—¿Y qué cree usted que pueda hacerse? —preguntó Dors.
—Durante años, he intentado crear un sentimiento de solidaridad entre la gente de Trantor.
—Sólo me cabe suponer —observó Seldon— que ha encontrado en ello una tarea desagradecida y de enorme dificultad.
—Supone correctamente, pero el pequeño grupo se está haciendo más fuerte. Muchos de nuestros navajeros han llegado al convencimiento de que las navajas están mejor cuando no se usan para luchar entre ellos. Los que les atacaron en los pasadizos de Billibotton son un ejemplo de los no convertidos. No obstante, los que les apoyan ahora, los que estaban dispuestos a defenderles contra el agente que creyeron un periodista, son gente mía. Yo vivo aquí entre ellos. No es un modo de vida atractivo, pero estoy a salvo. Tenemos partidarios en los Sectores vecinos y crecemos día a día.
—Pero, ¿en qué podemos participar? —preguntó Dors.
—En primer lugar, ambos proceden de otros mundos, son eruditos. Necesitamos gente como ustedes entre nuestros dirigentes. Nuestra mayor fuerza la forman los pobres y los analfabetos porque son los que más sufren, pero son los que no pueden dirigir. Una persona como uno de ustedes dos vale por un centenar de ellos.
—Es una extraña estimación por parte de alguien que quiere salvar a los oprimidos —observó Seldon.
—No me refiero en cuanto a la persona en sí; es la parte correspondiente al liderazgo la que me preocupa. El partido debe contar con hombres y mujeres de fuerza intelectual entre sus dirigentes.
—Quiere decir que personas como nosotros son necesarias para dar un barniz de respetabilidad a su partido.
—Siempre se puede introducir algo noble, aunque sea bajo mano, si se intenta. Pero usted, doctor Seldon, es más que respetable, es más que un intelectual. Incluso si no quiere admitir la posibilidad de penetrar en las brumas del futuro…
—Por favor, Davan, no se me ponga poético y no emplee un tono condicional. No se trata de admitir. No puedo prever el futuro. No son brumas lo que bloquea mi visión, sino barreras de acero cromado.
—Déjeme terminar. Incluso si no puede predecir el futuro con, ¿cómo le llama?, exactitud psicohistórica, ha estudiado Historia y puede tener un cierto sentido intuitivo por las consecuencias. ¿Qué? ¿No es así?
Seldon sacudió la cabeza.
—Puedo tener cierta comprensión intuitiva merced a las probabilidades matemáticas, pero hasta dónde puedo llegar traduciendo esto en algo de significado histórico, es totalmente incierto. En realidad, no he estudiado Historia. Ojalá lo hubiera hecho. Acuso intensamente esta carencia.
—Soy yo la historiadora, Davan, y puedo decirle alguna cosa, si lo desea.
—Le ruego que lo haga —dijo Davan en un tono a medias cortesía, a medias reto.
—En primer lugar, ha habido muchas revoluciones en la historia galáctica que han derribado tiranías, a veces en un solo planeta, otras en grupos de ellos, en el propio Imperio en alguna ocasión o en los Gobiernos regionales pre-imperiales. Con frecuencia, esto ha significado un cambio de tiranía nada más. En otras palabras, una clase gobernante ha sido sustituida por otra clase gobernante. Algunas veces por la más eficiente y, por tanto, más capaz de mantenerse en el poder, mientras que los pobres, los maltratados, los más oprimidos, siguen siendo pobres, maltratados, oprimidos o todavía están peor.
—Me doy cuenta de ello —comentó Davan, que escuchaba atentamente—. Todos nos damos cuenta. Quizá podamos aprender del pasado y saber mejor lo que hay que evitar en el futuro. Además, la tiranía que existe ahora es una tiranía real. La que exista en el futuro será sólo potencial. Si siempre retrocedemos ante el cambio, con la idea de que el cambio puede ser peor, no queda esperanza alguna de escapar algún día de la injusticia.
—En segundo lugar —dijo Dors—, lo que debe recordar es que aun con la razón de su parte, incluso si la justicia clama la condena, suele ser el tirano existente el que dispone el equilibrio de fuerzas de su parte. No hay nada que sus navajeros puedan hacer en cuanto a alzamiento o demostración, que produzca efectos permanentes mientras del otro lado haya un ejército equipado con armas quinéticas, químicas y neurológicas dispuesto a utilizarlas contra ellos. Usted puede tener a todos los maltratados e incluso a todos los responsables de su parte, pero, de algún modo, debe ganarse a las fuerzas de seguridad y al Ejército Imperial o, por lo menos, debilitar seriamente su lealtad a los dirigentes.
—Trantor es un mundo multigubernamental —alegó Davan—. Cada Sector tiene sus propios dirigentes y algunos de ellos son anti-imperiales de por sí. Si podemos conseguir un Sector fuerte de nuestra parte, la situación cambiaría, ¿verdad? Entonces, dejaríamos de ser desarrapados luchando con navajas y piedras.
—¿Significan sus palabras que tienen un Sector fuerte de su parte, o, simplemente, que ambicionan tenerlo?
Davan guardó silencio.
—Voy a imaginar que está pensando en el alcalde de Wye —prosiguió Dors—. Si el alcalde está dispuesto a servirse del descontento popular como medio para mejorar sus posibilidades de derrotar al Emperador, ¿no le llama la atención que el fin previsto por el alcalde sea el de la sucesión al trono imperial? ¿Por qué iba el alcalde a arriesgar su actual y considerable posición por algo inferior? ¿Sólo por las ventajas de la justicia, y el trato decente a la gente, en los que no tendrá mayor interés?
—¿Quiere decir que cualquier jefe poderoso que se muestre dispuesto a ayudarnos, puede traicionarnos después? —dijo Davan.
—Es un hecho más que común en la historia galáctica.
—Si estuviéramos prevenidos, ¿no podríamos nosotros traicionarle a él?
—¿Se refiere a servirse de él y después, en algún momento crucial, subvertir al jefe de sus fuerzas, o a un dirigente en todo caso, y hacerle asesinar?
—No de esa forma, pero tiene que existir algún medio de eliminarle, caso de que fuera necesario.
—Entonces, tendríamos un movimiento revolucionario en el que los principales encausados deberían estar dispuestos a traicionarse mutuamente, cada uno limitándose a esperar la oportunidad de hacerlo. Parece una receta para provocar el caos.
—Entonces, ¿no nos ayudarán? —preguntó Davan.
Seldon había estado pendiente del intercambio entre Dors y Davan, con expresión de desconcierto.
—No es algo que pueda plantearse con tanta simplicidad —dijo, manteniendo la misma expresión—. Nos gustaría ayudarles. Estamos de su parte. Me parece que ningún hombre sensato desea mantener un sistema imperial que se mantiene en el poder fomentando sospechas y odios mutuos. Aun cuando parece que funciona, sólo puede ser descrito como meta-estable; es decir, demasiado propenso a caer en la inestabilidad en una dirección u otra. La cuestión es: ¿Cómo podemos ayudar? Si yo dispusiera de la psicohistoria, si pudiera decir lo que es más probable que ocurra, o si pudiera decir qué acción entre un número de posibilidades alternativas, produciría una consecuencia feliz en apariencia, entonces, pondría mi habilidad a su disposición… Pero no tengo nada. Como mejor puedo ayudarle es tratando de desarrollar la psicohistoria.
—¿Cuánto tardará?
—No puedo saberlo —respondió Seldon con un encogimiento de hombros.
—¿Cómo puede pedirnos que esperemos indefinidamente?
—¿Qué otra alternativa tengo, ya que no le sirvo de nada tal como soy? Pero voy a decirle una cosa: hasta hace muy poco tiempo, yo estaba absolutamente convencido de que la psicohistoria era de todo punto imposible. Ahora, no estoy tan seguro.
—¿Quiere decir que tiene una solución in mente?
—No. Sencillamente, la sensación intuitiva de que es posible una solución. Aún no he podido dilucidar qué ha ocurrido para que yo tenga esta sensación. Puede que sea una ilusión, pero lo intentaré. Deje que siga intentándolo… Quizá volvamos a encontrarnos.
—O quizá —advirtió Davan—, si regresa al lugar donde vive ahora, caiga, en cualquier momento, en una trampa imperial. Puede pensar que el Imperio le dejará en paz, mientras se debate con la psicohistoria, pero estoy seguro de que el Emperador y su diabólico Demerzel no están de humor para esperar eternamente, como tampoco yo.
—No les servirá de nada precipitarse, ya que no estoy de su parte —observó Seldon, tranquilo—, como sí lo estoy de la suya. Vámonos, Dors.
Salieron dejando a Davan solo, sentado en aquella estancia miserable, y encontraron a Raych esperándoles fuera.
Raych estaba comiendo. Al acabar, se chupó los dedos y arrugó la bolsa en que había estado la comida. Un fuerte olor a cebolla perfumaba el aire…, pero era un olor diferente, con algo de levadura tal vez. Dors retrocedió un poco ante el mal olor.
—¿De dónde has sacado la comida, Raych? —preguntó.
—Los hombres de Davan me la trajeron. Davan está muy bien.
—Entonces, no tenemos que comprarte cena, ¿verdad? —preguntó Seldon, que se notaba el estómago vacío.
—Algo me deben —contestó Raych, mirando, ansioso, en dirección de Dors—. ¿Qué hay de la navaja, señora? Una de ellas.
—Nada de navaja —contestó Dors—. Nos dejas en casa sanos y salvos, y te daré cinco créditos.
—No puedo comprarme una navaja con cinco créditos —protestó.
—No tendrás ninguna otra cosa que no sean cinco créditos —aseguró Dors.
—Es usted una dama roña, señora —dijo Raych.
—Soy una dama roña con navaja rápida, Raych, así que, andando.
—Está bien. No s’acalore. —Y Raych agitó la mano—. Por aquí.
Fue cuando, al regresar por los pasadizos vacíos, Dors, mirando a uno y otro lado, se detuvo en seco.
—Espera, Raych. Alguien nos sigue.
Raych pareció exasperado.
—No tenía que haberles oído.
Seldon inclinó la cabeza a un lado y escuchó.
—Yo no oigo nada.
—Yo, sí —afirmó Dors—. Óyeme, Raych, no quiero tonterías. Dime ahora mismo lo que está sucediendo, o te sacudiré tan fuerte en la cabeza, que estarás una semana sin poder ver. Y lo digo en serio.
Raych alzó un brazo como para defenderse.
—A ver si es capaz, asquerosa señora. A ver si se atreve… Son los tíos de Davan. Cuidan de nosotros por si apareciera algún navajero.
—¿Los tíos de Davan?
—Sí. Nos siguen por los pasadizos de servicio.
La mano derecha de Dors saltó inesperadamente y agarró a Raych por el cuello de su vestimenta. Lo alzó y él, pataleando, empezó a gritar:
—¡Eh, señora, eh!
—Dors, no te ensañes con él —medió Seldon.
—Lo haré, y con dureza, si descubro que miente. Estás a mi cargo, Hari, y no al de él.
—No miento —protestó Raych, debatiéndose—. No miento.
—Seguro que no —corroboró Seldon.
—Bueno, ya veremos, Raych, diles que salgan para que podamos verles.
Le soltó y se frotó las manos.
—¡Usted está chalá, señora! —murmuró Raych, ofendido. Luego, alzando la voz—: ¡Eh, Davan! ¡Que salga alguno de vosotros!
Hubo un tiempo de espera y después, de una abertura oscura en el corredor, dos bigotudos aparecieron, uno de ellos con una cicatriz que le partía la mejilla. Llevaban sendas navajas en la mano, con la hoja escondida.
—¿Cuántos de ustedes andan por ahí? —preguntó Dors con voz dura.
—Varios —respondió uno de los recién aparecidos—. Tenemos órdenes. Les escoltamos a ustedes. Davan los quiere a salvo.
—Gracias. Procuren hacer menos ruido. Raych, sigue andando.
—Me ha maltratado y yo le decía la verdad —masculló el muchacho entre dientes.
—Tienes razón —dijo Dors—. Al menos, creo que tienes razón…, y te pido perdón por ello.
—No sé si aceptarlo —comentó Raych haciéndose el hombre—. Pero, está bien, por esta vez… —Y emprendió la marcha.
Cuando llegaron a la avenida, los invisibles guardianes desaparecieron. O, por lo menos, el fino oído de Dors no los percibía. Pero, claro, ellos estaban entrando en la parte respetable del Sector.
—Me parece que no tenemos nada que te siente bien, Raych —murmuró Dors, pensativa.
—¿Por qué quieren que su ropa me siente bien, señora? —(Aparentemente, la respetabilidad parecía invadir a Raych, una vez fuera de los pasadizos)—. Ya tengo la mía.
—Pensé que te gustaría venir a nuestra casa y darte un baño.
—¿Pa qué? Ya me lavaré uno de estos días. Y me pondré la otra camisa… —Observó a Dors con mirada astuta—. Le pesa haberme sacudido y trata de hacer las paces, ¿eh?
—Sí. Más o menos —sonrió Dors.
Raych hizo un ademán majestuoso con la mano.
—Déjelo. No me ha hecho daño. Oiga, usted es fuerte para ser una mujer. ¡Me levantó como si nada!
—Estaba enfadada, Raych. Tengo que preocuparme por el doctor Seldon.
—¿Es algo así como su guardaespaldas? —Raych miró, inquisitivo, a Seldon—. ¿Tiene a una señora de guardaespaldas?
—No puedo evitarlo —contestó Seldon con sonrisa enigmática—. Insiste. Y hace bien su trabajo.
—Piénsalo bien, Raych —les interrumpió Dors—. ¿Estás seguro de no querer bañarte? Un estupendo baño caliente.
—No podría. ¿Piensa usté que aquella mujer volverá a dejarme entrar en su casa?
Dors levantó la mirada y vio a Casilia Tisalver frente a la entrada principal del complejo de apartamentos. Su mirada iba de la forastera al muchacho de los bajos fondos. Habría sido imposible decir a quién de los dos miraba con más rabia.
Raych se despidió.
—Bueno, hasta la vista, señor y señora. No sé si les dejará entrar en la casa. —Se metió las manos en los bolsillos y se alejó contoneándose, en un bello alarde de despreocupada indiferencia.
—Buenas noches, Mrs. Tisalver —saludó Seldon—. Es algo tarde, ¿verdad?
—Es muy tarde. Hoy ha habido casi un motín frente a este edificio por causa del periodista al que ustedes le azuzaron la chusma.
—Nosotros no azuzamos a nadie contra nadie —declaró Dors.
—Yo estaba allí —insistió la mujer, intransigente—. Y lo vi todo.
Se apartó a un lado para dejarles pasar, pero tardó lo suficiente en hacerlo para que ellos captaran bien su antipatía.
—Se comporta como si ésta fuera la última gota —murmuró Dors mientras ella y Seldon se dirigían a sus habitaciones.
—¡Ah! ¿Y qué podemos hacer al respecto? —preguntó Seldon.
—Me gustaría saberlo —musitó Dors.