DAHL. — … Curiosamente, el aspecto mejor conocido de este sector de Billibotton, un lugar casi legendario sobre el que se cuentan innumerables historias. De hecho, existe una rama de la literatura en la que héroes y aventureros (y víctimas) tienen que enfrentarse al peligro cuando cruzan Billibotton. Se han estilizado de tal forma dichas historias, que una de ellas, famosa y, presumiblemente, auténtica, es la del viaje de Hari Seldon y Dors Venabili, el cual se nos aparece fantástico por simple asociación…
Enciclopedia Galáctica
—¿Te propones realmente visitar a esa «Mamá»? —preguntó Dors, pensativa, cuando ella y Seldon se encontraron solos.
—Lo estoy meditando, Dors.
—Qué raro eres, Hari. Da la sensación de que vas de mal en peor. Subiste a Arriba, lo que parecía algo inocente, cuando estuviste en Streeling por un motivo razonable. Después, en Mycogen, penetraste en el «Nido» de los Ancianos, una tarea mucho más peligrosa, por un motivo sin sentido. Y ahora, en Dahl, quieres ir a un lugar; un viaje que ese muchacho considera como un simple suicidio, por un motivo totalmente irrazonable.
—Esa referencia a la Tierra ha despertado mi curiosidad, y debo saber qué hay de cierto en ella.
—Es una leyenda y ni siquiera resulta interesante. Pura rutina. Los nombres cambian de planeta a planeta, pero el contenido de la leyenda es idéntico. Siempre la historia del mundo original, y una edad de oro. Hay nostalgia por un pasado, simple y virtuoso en apariencia, que es casi universal entre la gente de una sociedad viciosa y compleja. De un modo u otro, esto resulta cierto en cualquier sociedad, puesto que todo el mundo imagina la suya propia demasiado compleja y viciosa, por sencilla que sea. Apunta esto para tu psicohistoria.
—No importa —insistió Seldon—. Tengo que considerar la posibilidad de que una vez existió un mundo. Aurora…, Tierra…, el nombre carece de importancia. En realidad… —De pronto, guardó silencio.
—¿Qué hay? —preguntó Dors.
—¿Te acuerdas de la historia de la-mano-en-el-muslo que me contaste en Mycogen? Fue inmediatamente después de conseguir el Libro de Gota de Lluvia Cuarenta y Tres… Bueno, una noche, de pronto, la recordé hace muy poco, hablando con los Tisalver. Dije algo que me recordó, por un instante…
—Te recordó ¿qué?
—No me acuerdo. Pasó por mi cabeza y volvió a salir, pero todas las veces que pienso en la idea del mundo único, me parece tener algo en la punta de los dedos, muy cerca, y después lo pierdo.
Dors miró a Seldon, sorprendida.
—No sé qué podría ser. La historia de la-mano-en-el-muslo no tiene nada que ver con Aurora o Tierra.
—Lo sé, pero esto…, la idea que asoma al borde de mi mente parece relacionada con este mundo único y tengo la sensación de que debo averiguar más sobre él, a cualquier precio. Esto…, y los robots.
—¿También los robots? Creí que el «Nido» de los Ancianos había terminado con ellos.
—En absoluto. No dejo de pensar en ese asunto. —Se quedó mirando a Dors largo rato, turbado—. Pero no estoy seguro.
—¿Seguro de qué, Hari?
Seldon se limitó a mover la cabeza y no dijo nada más. Dors arrugó la frente.
—Hari, déjame decirte algo. En la Historia desapasionada, y, créeme, sé lo que estoy hablando, no se hace mención de un mundo de origen. Admito que es la creencia popular y no sólo entre los pocos sofisticados seguidores del folklore, como los mycogenios o los caloreros dahlitas, sino que hay biólogos que insisten en que tuvo que haber un mundo de origen por razones que escapan a mi área de conocimientos, y también están los historiadores místicos que tienden a especular sobre ello. Y tengo entendido que entre los intelectuales pertenecientes a la clase más desahogada, estas especulaciones se están poniendo de moda. Sin embargo, la Historia erudita nada sabe sobre ello.
—Otro motivo más, quizá, para ir más allá de esa última Historia que dices. Lo único que quiero es algo que simplifique la psicohistoria para mí, como cualquier truco histórico, o algo totalmente imaginario. Si el joven con el que acabamos de hablar hubiera tenido una mejor preparación, le habría dedicado a resolver el problema. Su pensamiento está marcado por considerable ingenio y originalidad.
—¿Vas a ayudarle de verdad? —preguntó Dors.
—En todo. Tan pronto como esté en situación de hacerlo.
—¿Crees que es justo hacer promesas que no estás seguro de poder cumplir?
—Quiero cumplirla. Si eres tan dura acerca de cumplir promesas imposibles, piensa que Hummin dijo a Amo del Sol Catorce que yo me serviría de la psicohistoria para devolver su mundo a los mycogenios. Hay cero probabilidades de hacerlo. Incluso si desentraño la psicohistoria, ¿quién sabe si puede utilizarse para un propósito tan endeble y especializado? Éste es un caso real de prometer lo que uno no puede dar.
—Chetter Hummin trataba de salvar nuestras vidas —protestó, acalorada, Dors—, de arrancarnos de las manos de Demerzel y del Emperador. ¡No lo olvides! Y creo que, de verdad, le gustaría ayudar a los mycogenios.
—Y yo quisiera ayudar a Yugo Amaryl. Es mucho más fácil ayudarle a él que a los mycogenios, así que si puedes justificar lo segundo, por favor, deja de criticar lo primero. Y lo que es más, Dors —continuó, con los ojos brillantes, enfurecidos—, quiero encontrar a Mamá Rittah, y estoy dispuesto a ir solo.
—Jamás. Si tú vas, yo también.
Una hora después de que Amaryl se fuera hacia su turno, Mrs. Tisalver regresó con su hija a remolque. No dijo nada ni a Seldon ni a Dors, pero hizo un breve gesto de cabeza cuando ellos la saludaron. Después miró vivamente a la habitación, como si comprobara que el calorero no había dejado huellas. Luego, olfateó el aire y miró a Seldon, acusadora, antes de cruzar el cuarto de estar y meterse en la habitación familiar.
El propio Tisalver llegó a casa después y, cuando Seldon y Dors se acercaron a la mesa para cenar, Tisalver aprovechó que su mujer estuviera aún ocupada en ordenar detalles de última hora relacionados con la cena para hablarles en voz baja.
—¿Ha venido esa persona?
—Y se ha ido —respondió Seldon con solemnidad—. Su esposa no se encontraba en la casa.
Tisalver asintió.
—¿Tendrán que hacer lo mismo otro día? —preguntó.
—No lo creo.
—Bien.
La cena transcurrió en silencio. Después, la niña se fue a la cama en busca del dudoso placer de practicar con el ordenador.
—Hábleme de Billibotton —pidió Seldon, recostándose.
Tisalver se asombró tanto al oír la petición, que su boca se movió sin emitir sonido alguno. Sin embargo, Casilia era más difícil de reducir al silencio.
—¿Es allí donde vive su nuevo amigo? ¿Va usted a devolverle la visita?
—Hasta ahora —dijo Seldon sin inmutarse—, sólo he preguntado sobre Billibotton.
—Es un barrio miserable —cortó Casilia, tajante—. La hez vive allí. Nadie va, excepto la basura que tiene allí su vivienda.
—Tengo entendido que una tal Mamá Rittah vive allí.
—Jamás he oído hablar de ella —dijo Casilia, y cerró la boca de golpe. Era obvio que tenía intención de no conocer a nadie por el nombre, si esta persona vivía en Billibotton.
Tisalver dirigió una mirada incómoda a su mujer.
—He oído hablar de ella —respondió él—. Es una vieja loca que se supone adivina el porvenir.
—¿Y vive realmente en Billibotton?
—No lo sé, doctor Seldon. Nunca la he visto. Alguna vez es mencionada en las holonoticias, cuando ha hecho alguna predicción.
—¿Y se realizan esas predicciones?
—¿Se cumplen alguna vez las predicciones? —rezongó Tisalver—. Las de ella ni siquiera tienen sentido.
—¿Habla alguna vez de Tierra?
—Lo ignoro. No me sorprendería.
—La mención de la palabra Tierra no le ha desconcertado. ¿Qué sabe usted de Tierra?
Esta vez Tisalver pareció sorprendido.
—Al parecer es el mundo de donde todo el mundo procede, doctor Seldon.
—¿Al parecer? ¿No cree en ello?
—¿Yo? Yo soy un hombre culto. Pero muchos ignorantes creen en ello.
—¿Y hay libros sobre Tierra?
—Los libros de cuentos para niños mencionan, a veces, a la Tierra. Me acuerdo de que cuando era pequeño, mi cuento favorito empezaba así: «Hace muchos años, érase una vez en la Tierra, cuando la Tierra era el único planeta…» ¿Recuerdas, Casilia? También a ti te gustaba.
Casilia se encogió de hombros y no pareció estar dispuesta a ceder… aún.
—Me gustaría verlo algún día —dijo Seldon—, pero me refiero a verdaderos libros-película…, cultos…, o películas…, o láminas.
—No he oído hablar de ninguno, pero la biblioteca…
—Lo buscaré… ¿Hay algún tabú sobre el tema de Tierra?
—¿Qué es un tabú?
—Bueno, es algo así como una arraigada costumbre de que no se habla de Tierra, o que los forasteros pregunten sobre ella.
Tisalver dio la impresión de tan sincero asombro que parecía inútil esperar una respuesta. Dors, entonces, intervino.
—¿Hay alguna prohibición de que los forasteros vayan a Billibotton?
—Ninguna prohibición, pero no es buena idea para cualquiera el ir allí. Yo no iría.
—¿Por qué? —preguntó Dors.
—Es peligroso. ¡Violento! Todo el mundo está armado… Bueno, Dahl es un lugar armado, pero en Billibotton utilizan las armas. Quédese en este vecindario. Es más seguro.
—Hasta ahora —dejó caer Casilla, ceñuda—. Sería mucho mejor que nos fuéramos. Hoy en día, los caloreros van a todas partes. —Y dirigió otra mirada torva en dirección a Seldon.
—¿Qué quiere decir con eso de que Dahl es un lugar armado? Las reglas Imperiales contra las armas son muy severas.
—Ya lo sé —repuso Tisalver—. Aquí no hay pistolas que aturdan, ni porras, ni Sondas Psíquicas, ni nada parecido. Pero hay navajas. —Pareció abrumado.
—¿Lleva usted una navaja, Tisalver? —preguntó Dors.
—¿Yo? —Él pareció realmente horrorizado—. Soy hombre de paz y este barrio es tranquilo.
—Tenemos un par de ellas en casa —confesó Casilia—. No estamos tan seguros de que el vecindario sea tranquilo.
—¿Tienen todos navajas? —insistió Dors.
—Casi todo el mundo, doctora Venabili —afirmó Tisalver—. Es la costumbre. Aunque eso no significa que las utilicen.
—Pero, en Billibotton, sí, me figuro —continuó Dors.
—A veces, cuando se excitan, hay reyertas.
—¿El Gobierno lo permite? Me refiero al Gobierno Imperial, claro.
—A veces; intentan limpiar Billibotton, pero las navajas son demasiado fáciles de ocultar, y la costumbre está demasiado arraigada. Además, los que mueren son dahlitas casi siempre y no creo que el Gobierno Imperial se disguste por ello.
—¿Y si el que muere es forastero?
—Si se informara de ello, los Imperiales se excitarían. Lo que ocurre es que nadie ha visto nada, nadie sabe nada. Los Imperiales hacen redadas generales por principio, aunque jamás encuentran nada. Supongo que pensarían que la culpa la tenía el forastero por estar allá… Así que, no vaya a Billibotton, aunque tenga una navaja.
Seldon movió la cabeza, obcecado.
—No llevaría una navaja. No sé utilizarla con la debida habilidad.
—Entonces, lo más sencillo, doctor Seldon, es: no vaya. —La voz de Tisalver sonó grave—. Manténgase fuera.
—Tal vez no pueda hacerlo —porfió Seldon.
Dors le dirigió una furibunda mirada, claramente fastidiada.
—¿Dónde se puede comprar una navaja? —preguntó a Tisalver—. ¿O pueden prestarnos una de las de ustedes?
—No se prestan las navajas —saltó Casilia—. Tienen que comprarse las suyas.
—Hay tiendas de navajas por todas partes —contestó Tisalver—. Se supone que no debieran existir. En teoría, son ilegales, ¿sabe? Pero las venden en cualquier tienda. Si ve una lavadora en el escaparate, no falla, allí las encontrará.
—¿Cómo se llega a Billibotton? —preguntó Seldon.
—Por expreso. —Tisalver miró a Dors con expresión dubitativa y preocupada.
—¿Y una vez estemos en el expreso? —insistió Seldon.
—Sitúense en el lado que va en dirección este y vigile los letreros. Pero si usted tiene que ir, doctor Seldon… —Tisalver titubeó—, no lleve a la doctora Venabili. Las mujeres, a veces…, son tratadas… peor.
—No irá —declaró Seldon.
—Me temo que sí —afirmó Dors con imperturbable decisión.
El bigote del encargado de la tienda de electrodomésticos debía ser tan frondoso como lo había sido en su juventud, pero se había vuelto gris, aunque su cabello seguía siendo negro. Se atusó el bigote por puro hábito mientras contemplaba a Dors y se lo cepilló hacia cada lado.
—Usted no es dahlita —afirmó él.
—No, pero sigo queriendo una navaja.
—Va contra la ley vender navajas.
—Pero yo no soy ni policía ni agente del Gobierno —repuso Dors—. Simplemente, voy a Billibotton.
Él la contempló pensativo.
—¿Sola?
—Con mi amigo. —Señaló con el dedo por encima del hombro en dirección a Seldon, que la esperaba fuera, taciturno.
—¿La compra para él? —Miró hacia Seldon y no tardó en decidir—: Tampoco es de aquí. Déjele que entre y se la compre solito.
—Tampoco es agente del Gobierno. Y la compro para mí.
—Los forasteros están locos —dijo el comerciante, moviendo la cabeza—. Pero si usted quiere gastar unos créditos, se los aceptaré. —Buscó debajo del mostrador y sacó un mango, lo giró con un experto movimiento, y la hoja salió disparada.
—¿Es la mayor que tiene?
—Es la mejor navaja para mujer que se hace.
—Muéstreme una navaja para hombre.
—¿No querrá una que sea demasiado pesada? ¿Sabe cómo se usa una de estas cosas?
—Lo aprenderé, y no me preocupa el peso. Enséñeme una navaja de hombre.
—Bien, si quiere ver una… —Sonrió, buscó por otra parte del mostrador y sacó un mango más grueso. Lo giró, y lo que apareció era muy similar a una cuchilla de carnicero. Se la tendió, por el mango, sin dejar de sonreír.
—Enséñeme cómo hace ese giro.
Él lo hizo con otra navaja, girándola despacio hacia un lado para que la hoja apareciera; luego, en sentido contrario, para hacerla desaparecer.
—Tuerza y apriete —dijo.
—Vuelva a hacerlo, señor.
El comerciante la obedeció.
—Muy bien. Ahora, ciérrela y láncemela por el mango.
Él lo hizo, en un lanzamiento lento hacia arriba.
Dors la cogió en el aire y se la devolvió.
—Más rápido —pidió.
Él enarcó las oscuras cejas y entonces, sin previo aviso, la lanzó con fuerza hacia el lado izquierdo de Dors. Ésta no hizo el menor esfuerzo por cogerla con la mano derecha, sino que alargó la izquierda e hizo que la hoja apareciera a la vez; después, desapareció. El comerciante se quedó con la boca abierta.
—¿Y es ésta la mayor que tiene?
—Sí. Si se trata de utilizarla, la agotará.
—Respiraré hondo. Me llevaré otra.
—¿Para su amigo?
—No. Para mí.
—¿Se propone utilizar dos navajas?
—Tengo dos manos.
El comerciante suspiró.
—Señora, por favor, permanezca lejos de Billibotton. Usted no sabe lo que hacen allí con las mujeres.
—Puedo imaginarlo. ¿Cómo me coloco ambas navajas en el cinturón?
—No en el que lleva puesto, señora. Ése no sirve para llevar navajas. Pero puedo venderle uno.
—¿Sujetará las dos?
—Creo que tengo uno doble en alguna parte. No tienen mucha salida.
—Pues a mí me interesa.
—Tal vez no sea de su talla.
—Entonces, lo recortaremos un poco.
—Le va a costar muchos créditos.
—Mi tarjeta de crédito bastará.
Cuando ella salió al fin, Seldon protestó con acritud:
—Estás ridícula con este abultado cinturón.
—¿De veras, Hari? ¿Demasiado ridícula para acompañarte a Billibotton? Entonces, volvamos al apartamento.
—No. Iré solo. Estaré más seguro yendo solo.
—Es inútil decir todo esto, Hari. O retrocedemos los dos, o vamos los dos. Bajo ninguna circunstancia voy a separarme de ti.
La mirada firme de sus ojos azules, sus labios apretados y la forma en que sus manos cayeron sobre los mangos que sobresalían del cinturón, convencieron a Seldon de que hablaba en serio.
—Está bien. Pero si sobrevives y vuelvo a ver a Hummin, mi precio por continuar el trabajo sobre psicohistoria, por más afecto que sienta por ti, será que te retire de esto. ¿Lo has entendido?
Dors sonrió de pronto.
—Olvídalo. No hagas prácticas de cortesía conmigo. Nada me retirará. ¿Lo entiendes tú?
Se apearon del expreso donde la señal, brillando al aire, decía: BILLIBOTTON. Quizá como indicación de lo que podía esperarse, la segunda I estaba sucia, un simple borrón a la escasa luz.
Emprendieron el camino desde el coche, y bajaron a la avenida que veían a sus pies. Era por la tarde, temprano, y, a primera vista, Billibotton se parecía mucho a la parte de Dahl que habían dejado. No obstante, el aire tenía un aroma desagradable y el suelo aparecía cubierto de basura. Uno podía asegurar que los barrenderos mecánicos no debían encontrarse por los alrededores.
Aunque la avenida daba sensación de normalidad, la atmósfera era desagradable y tan tensa como un muelle demasiado comprimido.
Tal vez se trataba de la gente. «Parecía haber un número normal de peatones, pero no eran peatones como los de otras partes», pensó Seldon. Generalmente, abrumados por los negocios, los peatones iban absortos en sus cosas, y en las infinitas multitudes de las interminables vías de Trantor, la gente podía sobrevivir, psicológicamente, sólo si se ignoraban unos a otros. Los ojos se desviaban. Los cerebros se desconectaban. Había una intimidad artificial con cada persona encerrada en una niebla aterciopelada que cada uno se creaba. O bien, la amistosa comunicación ritual de un paseo al anochecer en aquellos barrios que se permitían semejantes cosas.
Pero ahí, en Billibotton, ni había comunicación amistosa, ni rechazo neutral. Por lo menos, no en lo relativo a forasteros. Cada persona que pasaba, en una u otra dirección, se volvía a mirar a Seldon y Dors. Cada par de ojos, como atraídos por cables invisibles atados a los dos forasteros, los seguían con mala voluntad.
La ropa de los billibottonianos tendía a ser sucia, vieja y, a veces, rota. Había una pátina de mal lavada pobreza sobre todos ellos y Seldon se sentía incómodo por lo impecable de sus trajes nuevos.
—¿Dónde crees que vivirá Mamá Rittah en Billibotton? —preguntó a Dors.
—Ni idea. Tú nos has traído, piénsalo tú. Yo me propongo limitarme a la tarea de protección, y creo que va a ser más que necesario que no piense en otra cosa.
—Supuse que sólo necesitaríamos pedir la dirección a cualquier transeúnte, pero, no sé por qué, no me siento muy inclinado a hacerlo.
—No puedo censurarte por ello. No creo que encuentres a nadie que se preste a ayudarte.
—En cambio, hay bastantes jovenzuelos —dijo, señalando a uno con un breve ademán. Un chiquillo, que parecía tener unos doce años (en todo caso, lo bastante joven para no llevar el universal bigote del adulto), se les había plantado delante y los miraba fijamente.
—¿Imaginas que un chiquillo de esta edad no habrá desarrollado aún la repulsión billibottiana hacia los forasteros? —observó Dors.
—En todo caso, imagino que es lo bastante mayor para que se haya desarrollado en él la afición a la violencia. Supongo que puede echar a correr y cubrirnos de insultos desde lejos si tratamos de acercarnos a él, pero dudo que nos ataque.
—Joven —llamó Seldon, levantando la voz.
El muchacho dio un paso atrás y siguió mirándoles.
—Acércate —le dijo Seldon.
—¿Pa qué, tío? —preguntó el muchacho.
—Para que nos digas unas direcciones. Acércate y no tendré que gritar.
El niño dio dos pasos adelante. Llevaba la cara sucia, pero sus inteligentes ojos brillaban. Sus sandalias eran desparejadas y llevaba un gran remiendo en una pernera de sus pantalones.
—¿Qué direcciones? —preguntó.
—Tratamos de encontrar a Mamá Rittah.
Los ojos del niño parpadearon.
—¿Pa qué, tío?
—Soy un erudito. ¿Sabes lo que es un erudito?
—¿Fuiste a la escuela?
—Sí. ¿Y tú?
El muchacho escupió, despectivo.
—¡Ca!
—Quiero que Mamá Rittah me aconseje…, si tú me llevas junto a ella.
—¿Quieres saber el futuro? Vienes a Billibotton, tío, con tus endomingás ropas…, yo te digo el futuro. Malo.
—¿Cómo te llamas, joven?
—¿Qué t’importa?
—Para poder hablar mejor contigo. Y para que puedas llevarme a donde Mamá Rittah vive. ¿Sabes dónde es?
—Pué que sí, pué que no. Me llamo Raych. ¿Qué habrá para mí si te llevo?
—¿Qué te gustaría, Raych?
Los ojos del chico se fijaron en el cinturón de Dors.
—La señora tié un par de navajas —dijo el chico—. Dame una y te llevaré a Mamá Rittah.
—Estas navajas son de persona mayor, Raych. Tú eres demasiado joven para llevarlas.
—Entonces, también soy demasiado joven para saber dónde vive Mamá Rittah.
Y les lanzó una astuta mirada por entre la pelambrera que caía sobre sus ojos.
Seldon se iba impacientando. Era posible que atrajeran a la gente. Varios hombres se habían detenido ya, pero habían seguido andando al ver que no parecía ocurrir nada importante. Sin embargo, si el niño se enfurecía y les atacaba de palabra o de hecho, la gente los rodearía.
—¿Sabes leer, Rayen? —preguntó sonriendo.
Raych volvió a escupir en el suelo.
—¡Na! ¿Quién quié leer?
—¿Sabes usar un ordenador?
—¿Un ordenador parlante? Claro. Todos saben.
—Entonces, voy a decirte algo. Llévame a la tienda de ordenadores que esté más cerca y te compraré uno pequeño para ti solo, y software para que aprendas a leer. En pocas semanas sabrás leer.
A Seldon le pareció que los ojos del pequeño resplandecían ante la idea, pero…, no, de pronto se endurecieron.
—¡Ca! Navaja, o nada.
—Vamos, Raych. Aprendes a leer y no se lo cuentas a nadie. Luego, vas y les sorprendes a todos. Después de un tiempo, apuesta con ellos a que sabes leer. Apuesta cinco créditos, digamos. Así, ganarás algo de dinero y podrás comprarte tu propia navaja.
El muchacho titubeó.
—¡Ca! Nadie apostará contra mí. Nadie tiene créditos.
—Si sabes leer, puedes encontrar un empleo en una tienda de navajas, ahorrar de tu sueldo y comprarte una navaja rebajada. ¿Qué te parece?
—¿Cuándo me vas a comprar el ordenador que habla?
—Ahora mismo. Te lo daré cuando vea a Mamá Rittah.
—¿Tienes dinero?
—Tengo una tarjeta de crédito.
—Vamos a ver cómo me lo compras.
Llevaron a cabo la transacción, pero cuando el muchacho tendió la mano, Seldon movió la cabeza y guardó el ordenador en su bolsa.
—Primero, llévame junto a Mamá Rittah. ¿Estás seguro de que sabes dónde vive?
Raych se permitió una mirada despectiva.
—Claro que lo sé. Voy a llevarte, pero será mejor que al llegar me des el ordenador o iré en busca de unos tíos que conozco que os buscarán, así que mejor será que no me engañéis.
—No tienes que amenazarnos —dijo Seldon—. Cumpliremos nuestra parte del trato.
Raych les condujo rápidamente por la avenida, ante las miradas curiosas de los peatones. Seldon y Dors guardaron silencio durante el trayecto. A pesar de eso, Dors no estaba sumida en sus pensamientos y en ningún momento perdió de vista a la gente que, en todo momento, los rodeaba. Siguió devolviendo con mirada fija las ojeadas de algunos transeúntes curiosos. En una ocasión, al notar pasos tras ellos, se volvió en redondo con expresión concentrada. Al poco rato, Raych se detuvo.
—Aquí tiene casa, ¿saben? —anunció.
Le siguieron a un edificio de apartamentos y Seldon, que tenía la intención de fijarse en su camino para saber cómo regresar, no tardó en perderse.
—¿Cómo te las arreglas para encontrar el camino en medio de tantos pasadizos, Raych? —preguntó.
El muchacho se encogió de hombros.
—He andao por aquí desde que era pequeño —respondió el muchacho—. Además, los apartamentos están numerados…, cuando los números no se han caído…, y hay flechas y cosas. No puede perderse si conoce los trucos.
Raych conocía bien los trucos al parecer, porque fueron adentrándose cada vez más en el complejo. Por todas partes se notaba un aire de abandono: escombros olvidados, gente que se cruzaba con ellos, claramente resentida por la invasión de forasteros, chiquillos desarrapados corrían por los pasadizos metidos en un juego u otro; algunos incluso les gritaron: «¡Eh, largaos!», cuando la pelota que habían lanzado no golpeó a Dors de milagro.
Y, por fin, Raych se detuvo ante una puerta deslucida en la que el número 2782 resaltaba hábilmente.
—¡Aquí es! —dijo, y alargó la mano.
—Primero, veamos quién vive en este lugar —repuso Seldon a media voz. Pulsó el botón señalizador, pero no ocurrió nada.
—No funciona —explicó Raych—. Tiés que golpear. Con fuerza. Ella no oye bien.
Seldon golpeó la puerta con el puño y fue recompensado con movimiento en el interior.
—¿Quién busca a Mamá Rittah? —preguntó una voz estridente.
—Dos universitarios —gritó Seldon en respuesta.
Tiró el pequeño ordenador, junto con su paquete de software, a Raych, que lo cogió al vuelo, sonrió y se alejó corriendo. Seldon se volvió al tiempo que la puerta de Mamá Rittah se abría.
Mamá Rittah tendría bien cumplidos los setenta, pero su rostro era de los que engañan a primera vista. Mejillas redondas, boca chiquita, una barbilla ligeramente doble. Era bajita, no mediría ni el metro y medio, y su cuerpo más bien grueso.
Junto a los ojos se veían finas arrugas, y cuando sonrió al verles, se formaron otras arrugas en su rostro. Se movía con dificultad.
—Pasen, pasen —les dijo con voz dulce y atiplada, fijándose en ellos como si la vista le estuviera fallando—. Forasteros…, de otros mundos, tal vez. ¿Tengo razón? No parecen impregnados del olor de Trantor.
Seldon deseó que no hubiera mencionado el olor. El apartamento, repleto de pequeñas posesiones que lo llenaban todo, oscuras y polvorientas, olía a restos de comida vieja y rancia. El aire era tan pesado y pegajoso, que estaba seguro de que sus ropas olerían a demonios cuando salieran de allí.
—Tiene razón, Mamá Rittah —asintió Seldon—. Yo soy Hari Seldon, de Helicon, y mi amiga es Dors Venabili, de Cinna.
—Ah, ya —respondió ella mientras buscaba un lugar libre en el suelo, donde pudiera invitarles a sentarse, pero sin encontrarlo.
—No nos importa quedarnos de pie, Mamá Rittah —dijo Dors.
—¿Cómo? —preguntó la anciana, mirándola—. Tienes que hablar fuerte, mi niña. Mi oído no es lo que era cuando yo tenía tus años.
—¿Por qué no se provee de un aparato para oír? —preguntó Seldon.
—No serviría de nada, doctor Seldon. Parece que algo no está bien en el nervio, y no tengo dinero para reconstruirlo… ¿Han venido a pedir a la vieja Mamá Rittah que les descubra el futuro?
—No del todo —dijo Seldon—. He venido a preguntarle por el pasado.
—¡Excelente! Decidir lo que la gente quiere oír requiere un esfuerzo enorme.
—Debe ser todo un arte —observó Dors, sonriendo.
—Parece fácil, pero hay que mostrarse debidamente convincente. Yo me gano mis honorarios así.
—Si usted tiene una cuenta, le ingresaré unos honorarios razonables en el caso de que nos hable sobre la Tierra…, sin inventar inteligentemente lo que vaya a decirnos para que oigamos lo que queremos oír. Deseamos que nos diga la verdad pura y simple.
La anciana, que había estado moviéndose por la estancia, arreglando una cosa u otra, como para que todo pareciera más bonito y apropiado para visitantes importantes, se quedó clavada.
—¿Qué quieren saber de la Tierra?
—En primer lugar, ¿qué es la Tierra?
La vieja se volvió y pareció sumida en la contemplación del espacio. Cuando al fin habló, su voz era baja y firme.
—Es un mundo, un planeta muy viejo. Está olvidado y perdido.
—No forma parte de la Historia. Eso lo sabemos —observó Dors.
—Es que es anterior a la Historia, mi niña —declaró Mamá Rittah, solemne—. Existió en el amanecer de la Galaxia y antes de ese amanecer. Era el único mundo con humanos. —Y movió la cabeza como afirmándolo.
—¿Tenía la Tierra otro nombre…, Aurora? —preguntó Seldon.
El rostro de Mamá Rittah se contrajo.
—¿De dónde ha sacado eso?
—De mis vagabundeos. He oído hablar de un mundo olvidado, llamado Aurora, en el que la Humanidad vivió originalmente en paz.
—¡Es una mentira! —exclamó, y se secó la boca de un manotazo, como si quisiera arrancarse el regusto de lo que acababa de oír—. Ese nombre que acaba de pronunciar no debe ser nunca mencionado, excepto como lugar del Mal. La Tierra estaba sola hasta que el Mal llegó junto con sus mundos hermanos. El Mal casi destruyó a la Tierra, pero ella se alzó y destruyó el Mal…, ayudada por los héroes.
—¿La Tierra fue antes que el Mal? ¿Está segura de ello?
—Mucho antes. La Tierra estuvo sola en la Galaxia durante millares de años, millones de años.
—¿Millones de años? ¿La Humanidad existió en la Tierra durante millones de años, sin nadie más de ningún otro mundo?
—Es cierto. Es cierto. ¡Es cierto!
—Pero, ¿cómo sabe todo eso? ¿Está, acaso, en un programa de ordenador o impreso? ¿Tiene algo que yo pueda leer?
Mamá Rittah sacudió la cabeza.
—He oído las viejas historias de boca de mi madre, que las oyó de la suya, y así hacia atrás. No tengo hijos, así que cuento la historia a otros, pero puede que se acabe. En esta época ya no se cree en nada.
—No del todo, Mamá Rittah —dijo Dors—. Hay personas que especulan sobre la época prehistórica y que estudian algunas de las historias de los mundos perdidos.
Mamá Rittah hizo un movimiento con el brazo, como si quisiera apartar algo.
—Porque lo miran con frialdad. Como eruditos. Tratan de hacerlo encajar en sus conocimientos. Podría contarles historias, durante un año entero, del gran héroe Ba-Lee, pero ustedes no dispondrían de tiempo suficiente para escucharme, y yo he perdido la fuerza de contar.
—¿Ha oído hablar de robots? —preguntó Seldon.
La anciana se estremeció y su voz fue como un alarido.
—¿Por qué me pregunta estas cosas? Eran seres humanos artificiales, malos de por sí y obra de los mundos del Mal. Fueron destruidos y jamás deben ser mencionados.
—Pero hubo un robot especial que los mundos del Mal odiaban, ¿no es cierto?
Mamá Rittah se acercó, con dificultad, a Seldon y le miró a los ojos. Él sintió su cálido aliento en el rostro.
—¿Ha venido a burlarse de mí? ¿Sabe todas esas cosas y viene a preguntarme? ¿Por qué me pregunta?
—Porque deseo saber.
—Hubo un ser humano artificial que ayudó a la Tierra. Era Da-Nee, amigo de Ba-Lee. No murió jamás y vive en alguna parte, esperando su hora de regresar. Nadie sabe cuándo será eso, pero vendrá algún día, restablecerá los grandes días de antaño y erradicará toda crueldad, injusticia y miseria. Ésta es la promesa.
Al terminar, cerró los ojos y sonrió, como si recordara…
—Gracias, Mamá Rittah. Me ha servido de gran ayuda. ¿Cuáles son sus honorarios?
—Estoy encantada de conocer a gente de otros mundos —respondió la anciana—. Serán diez créditos. ¿Puedo ofrecerles algún refresco?
—No, muchas gracias —repuso Seldon—. Por favor, acepte veinte créditos. Sólo necesitamos saber cómo regresar desde aquí al expreso… Y, Mamá Rittah, si puede conseguir grabar alguna de sus historias sobre la Tierra en un disco de ordenador… Le pagaré muy bien por ellas.
—Necesitaré muchas fuerzas. Muy bien, ¿cuánto?
—Depende de lo larga que sea la historia y lo bien que la cuente. Podría incluso pagarle mil créditos.
Mamá Rittah se humedeció los labios.
—¿Mil créditos? ¿Y cómo podré encontrarle cuando haya grabado la historia?
—Le daré el número de código del ordenador donde puede localizarme.
Después de que Seldon entregara a Mamá Rittah el número de código, él y Dors salieron, agradecidos, al olor relativamente limpio del corredor exterior. Una vez fuera, echaron a andar rápidamente en la dirección indicada por la anciana.
—No ha sido una entrevista muy larga, Hari —observó Dors.
—Ya lo sé. Pero el ambiente era en extremo desagradable y sentí que con lo que había oído me bastaba. Es asombroso cómo estos narradores folklóricos desorbitan las cosas.
—¿Qué quieres decir con que desorbitan?
—Pues que los mycogenios llenan su Aurora de seres humanos que vivieron siglos, y los dahlitas llenan su Tierra de una humanidad que vivió millones de años. Y ambos pueblos mencionan un robot eterno. En todo caso, hace que uno reflexione sobre todo ello.
—En cuanto a los millones de años, hay espacio para… Oye, ¿adonde vamos?
—Mamá Rittah dijo que anduviéramos en esta dirección hasta alcanzar un área de descanso; una vez allí, tenemos que seguir el cartel de AVENIDA CENTRAL, en dirección izquierda, y continuar adelante. ¿Pasamos por un área de descanso al venir?
—A lo mejor seguimos por una vía distinta a la de llegada. No recuerdo ninguna área de descanso, aunque tampoco me preocupé por el camino. Tenía la vista puesta en la gente que se cruzaba con nosotros y…
Su voz se apagó. Frente a ellos, la avenida se ramificaba a uno y otro lado. Seldon sí recordó; habían pasado por allí. Se había fijado en que había un par de viejas colchonetas tiradas en el suelo. Sin embargo, ahora no hacía falta que Dors vigilara a los transeúntes, como había hecho antes. No había transeúntes. Pero ante ellos, en el área de descanso, divisaron a un grupo de hombres, bastante fornidos para ser dahlitas, con los bigotes erizados y los brazos desnudos y musculosos reluciendo a la luz amarillenta del camino.
Era obvio que esperaban a los forasteros y, casi automáticamente, Seldon y Dors se detuvieron. Por espacio de unos segundos, la imagen se mantuvo fija. Después, Seldon lanzó una mirada a su espalda. Dos o tres hombres más habían aparecido a la vista.
—Hemos caído en una trampa —murmuró él entre dientes—. No debí dejarte venir, Dors.
—Todo lo contrario. Por esto es por lo que estoy aquí; pero, ¿te ha merecido la pena ver a Mamá Rittah?
—Sí, si salimos bien de este lío. —Entonces, alzando la voz, pidió—: ¿Nos permiten pasar?
Uno de los hombres que tenían delante dio un paso al frente. Debía medir lo mismo que Seldon, 1,73, pero era más ancho de espalda y más musculoso. Un poco fofo de cintura, observó Seldon.
—Soy Marron —dijo, satisfecho de su importancia, como si el nombre tuviera que significar algo para ellos—. Estoy aquí para deciros que no nos gusta ver gente de otros mundos en nuestro distrito. Os empeñáis en venir, muy bien…, pero si queréis marcharos, tenéis que pagar.
—Bien, ¿cuánto?
—Todo lo que llevéis. Vosotros, los forasteros ricos, tenéis tablas de crédito, ¿no? ¡Entregádnoslas!
—No.
—Es inútil decir no. Las cogeremos de todas formas.
—No podréis cogerlas sin matarme o herirme, y no funcionan sin mi huella hablada. Mi huella hablada normal.
—Nada de eso, amo…, mira, soy educado…, podemos quitártelas sin hacerte demasiado daño.
—¿Cuántos de vosotros vais a ser necesarios? ¿Nueve? No. —Seldon contó rápidamente—. Diez.
—Uno solo bastará. Yo.
—¿Sin ayuda?
—Sólo yo.
—Pues, si los demás quieren apartarse y dejarnos sitio, me encantará comprobar cómo lo haces, Marron.
—No tienes navaja, amo. ¿Quieres una?
—No, utiliza la tuya para equilibrar el combate. Yo lucharé sin nada.
Marron miró a los demás.
—Este tío es un valiente —rezongó—. Ni siquiera parece asustado. Estupendo. Sería una pena hacerle daño… Te diré una cosa, amo. Me llevaré a la chica. Si deseas impedírmelo, entrégame tus dos tablas de crédito y servios de vuestras voces para activarlas. Si dices que no, después, cuando termine con la chica… y eso va a llevarme algún tiempo. —Soltó una risotada—. No tendré más remedio que hacerte daño.
—No —dijo Seldon—. Deja marchar a la chica. Yo te he retado a una pelea…, tú y yo solos; tú con la navaja, yo sin ella. Si lo prefieres más difícil, lucharé con dos de vosotros, pero dejad que ella se marche.
—¡Basta, Hari! —gritó Dors—. Si me quiere, que venga a buscarme. Quédate donde estás, Hari, y no te muevas.
—¿Habéis oído esto? —exclamó Marron, riéndose—. «¡Quédate donde estás, Hari, y no te muevas!» Creo que la damita me desea. Vosotros dos, sujetadle.
Ambos brazos de Seldon quedaron inmovilizados por unas garras de hierro y sintió la punta de una navaja en la espalda.
—No te muevas —dijo una voz áspera en su oído— y podrás mirar. A la señora, seguramente le gustará. Marron es muy bueno en este trabajo.
—¡No te muevas, Hari! —volvió a gritar Dors.
Entonces, se volvió para enfrentarse a Marron, vigilante, con ambas manos preparadas cerca de su cinturón.
Él se acercó, decidido, y Dors esperó hasta que le tuvo a tres palmos de distancia. En ese momento, de pronto, sus brazos se dispararon y Marron se encontró frente a dos enormes navajas.
De momento se echó hacia atrás, y luego se rió.
—La damita tiene dos navajas…, dos navajas grandes como las de los hombrecitos. Y yo sólo tengo una. Pero me basta. —Su hoja apareció como un destello—. Lamento tener que cortarte, pequeña dama, porque será más divertido para los dos si no lo hago. Quizá pueda hacer que se te caigan de las manos, ¿eh?
—Y yo no quiero matarte —respondió Dors—. Haré cuanto pueda para evitarlo. En todo caso, os pongo a todos por testigos: si llego a matarle, sólo lo haré para proteger a mi amigo, a lo que estoy obligada por mi honor.
Marron simuló estar aterrorizado.
—¡Oh, por favor, no me mates, pequeña dama! —Y se echó a reír, coreado por los demás dahlitas presentes.
Marron se lanzó con la navaja, mas no dio en el blanco. Volvió a intentarlo de nuevo, y luego una tercera vez, pero Dors ni se había movido siquiera. No hizo el menor intento de parar cualquier golpe que no fuera realmente dirigido contra ella.
La expresión de Marron se ensombreció. Intentaba provocar su pánico y hacer que reaccionara, pero lo único que conseguía era parecer ineficaz. El ataque siguiente fue dirigido directamente contra ella. La hoja izquierda de Dors lanzó un destello y le pegó con tal fuerza que le desvió el brazo. Con la hoja de su mano derecha entró hacia el cuerpo y le cortó la camisa en diagonal. Una línea sanguinolenta marcó la oscura piel del pecho.
Marron se miró, impresionado, al oír el respingo de los sorprendidos espectadores. Seldon notó que la presión en sus brazos se aflojaba al comprender, los dos que lo sujetaban, que la pelea era una lucha ligeramente distinta de lo que ellos habían esperado. Él se tensó.
Marron volvió a lanzarse y, esa vez, su mano izquierda avanzó con la intención de sujetar la muñeca derecha de Dors. Ésta, de nuevo, con su navaja de la izquierda, paró al otro y le mantuvo la navaja inmóvil, mientras que su mano derecha le retorcía ágilmente y bajaba en el instante en que la mano izquierda de Marron se cerraba sobre ella. Pero no le agarró la mano, sino la hoja de la navaja, y cuando abrió la mano, una línea sangrienta apareció en la palma.
Dors dio un salto atrás y Marron, consciente de la sangre en el pecho y en la mano, rugió medio ahogándose:
—¡Que alguien me tire otra navaja!
Hubo cierta vacilación hasta que uno de los mirones le lanzó su propia navaja por lo bajo. Marron quiso cogerla, pero Dors fue más rápida. La hoja de su mano derecha golpeó la navaja lanzada y la proyectó hacia atrás, haciéndola girar en el aire.
Seldon sintió que la presión se aflojaba aun más. De repente, alzó los brazos en alto y adelante, y se vio libre. Sus dos guardianes se volvieron de nuevo hacia él con un grito, pero a uno le pegó un rodillazo en la ingle y al otro un derechazo en el plexo solar. Ambos rodaron por el suelo.
Se arrodilló para quitarles las navajas a ambos y se puso en pie doblemente armado, como Dors. Pero, al contrario que ella, no sabía manejarlas, aunque comprendió que los dahlitas no se darían cuenta.
—Sólo mantenlos a raya, Hari —ordenó Dors—. No ataques aún… Marron, mi nuevo golpe no va a ser un arañazo.
Marron, cegado por la ira, rugió incoherente, y atacó a ciegas, tratando de dominar a su enemiga por sólo pura energía cinética. Dors saltó hacia un lado, se agachó y pasó por debajo del brazo derecho de Marron. Le dio un puntapié en el tobillo derecho, y el hombrón se derrumbó al tiempo que la navaja se le escapaba de entre las manos.
Entonces, Dors se arrodilló y le apoyó la punta de una hoja contra la nuca y la otra contra la garganta.
—¡Ríndete! —ordenó.
Con otro rugido, Marron la golpeó con el brazo, la hizo a un lado de un empellón y trató de ponerse en pie.
Aún no estaba incorporado, cuando Dors se le echó encima, bajó la navaja y le cortó una parte del bigote. Esta vez, él lanzó un aullido de animal herido, sujetándose el rostro con la mano. Al apartarla, chorreaba sangre.
—No volverá a crecerte, Marron —gritó Dors—. Con el bigote me he llevado parte del labio. Atácame una vez más y eres hombre muerto.
Esperó, pero Marron ya había tenido bastante. Se alejó, tambaleándose, gimiendo, dejando un rastro de sangre tras de sí.
Dors se volvió hacia los otros. Los dos que Seldon había derribado seguían en el suelo, desarmados y reacios a levantarse. Se inclinó hacia ellos, les cortó los cinturones con una de las navajas y les rasgó los pantalones.
—Así tendréis que sujetároslos mientras vais andando —les dijo.
Después, miró a los siete restantes que seguían allí, de pié, contemplándola con aterrorizada fascinación.
—¿Quién de vosotros le lanzó la navaja?
Silencio.
—No me importa. Venid de uno en uno o todos a la vez, pero tened en cuenta que, a cada navajazo, uno morirá.
De común acuerdo, los siete dieron media vuelta y se alejaron.
Dors enarcó las cejas.
—Esta vez, por lo menos, Hummin no puede quejarse de que no te haya protegido —dijo a Seldon.
—Aún no me puedo creer lo que he visto. Ignoraba que supieras hacer algo así…, o hablar así.
Dors se limitó a sonreír.
—También tú tienes tus talentos. Hacemos una buena pareja. Venga, recoge todas tus navajas y guárdalas en tu bolsa. Creo que la noticia correrá a toda velocidad y podremos salir de Billibotton sin temor a que nos lo impidan.
Y estaba en lo cierto.