HOYOS DE CALOR

AMARYL, YUGO. — … Un matemático que, junto con el propio Hari Seldon, puede ser considerado altamente responsable de descubrir los detalles de la psicohistoria. Él fue quien…

… Sin embargo, las condiciones bajo las que empezó su vida son casi más dramáticas que sus logros matemáticos. Nacido en la más desesperada indigencia de la clase baja de Dahl, un Sector del antiguo Trantor, pudo haber pasado su vida en la más absoluta oscuridad a no ser por el hecho de que Seldon, por puro accidente, lo encontró en el curso de…

Enciclopedia Galáctica

61

El Emperador de toda la Galaxia se sentía cansado, físicamente cansado. Le dolían los labios debido a la amable sonrisa que había tenido que prender en su rostro a intervalos prudentes. Tenía el cuello tirante por haberlo inclinado tanto hacia un lado y hacia el otro en simulado despliegue de interés. Sus oídos acusaban el haberse visto obligado a escuchar tanto. Todo su cuerpo palpitaba después de tanto levantarse y sentarse, y volverse, y tender la mano, y mover afirmativamente la cabeza.

Y nada más fue un acto oficial en donde tenía que conocer alcaldes, virreyes y ministros, con sus respectivas mujeres o maridos, de aquí y de allá de Trantor, y (peor aún) de un punto y otro de la Galaxia. Había cerca de mil personas, todas con trajes que iban de lo recargado a lo claramente foráneo, y había tenido que escuchar una babel de acentos diferentes, empeorados por el esfuerzo de hablar el galáctico Imperial como se hablaba en la Universidad Galáctica. Y lo peor de todo: había tenido que recordar evitar hacer promesas económicas, sustituyéndolas por la loción de palabras sin sustancia.

Todo había sido grabado, imagen y sonido, con gran discreción, y Eto Demerzel lo revisaría después para ver si Cleon, Primero de ese Nombre, se había portado bien. Esto era, por supuesto, como el Emperador se lo planteaba para sí. Demerzel diría seguramente que se limitaba a recoger datos sobre revelaciones no intencionadas por parte de los invitados. Y quizás era así.

¡Afortunado Demerzel!

Al Emperador no le estaba permitido abandonar el palacio ni su extenso parque, mientras que Demerzel podía recorrer la Galaxia si así lo deseaba. El Emperador estaba siempre en evidencia, siempre accesible, siempre obligado a tratar con visitantes, desde los más importantes a los simplemente entrometidos. Demerzel permanecía en el anonimato, nunca se dejaba ver dentro del recinto del palacio. Simplemente, era un nombre que inspiraba miedo, una presencia invisible (y por ello más temida).

El Emperador era el Hombre Interior, con todos los emblemas y gajes del poder. Demerzel era el Hombre Exterior, con nada evidente, ni siquiera un título formal, pero con los dedos y la mente tanteándolo todo sin pedir recompensa por su incansable labor, excepto una, la realidad del poder.

Al Emperador le divertía, con una diversión algo macabra, pensar que en cualquier momento, sin previo aviso, con una excusa inventada o con ninguna, podía hacer arrestar a Demerzel, encarcelarle, exiliarle, torturarle o ejecutarle. Después de todo, en aquellos siglos de continua inquietud, el Emperador podía tener dificultades en ejercer su voluntad sobre los diversos planetas del Imperio, incluso sobre los distintos Sectores de Trantor, con su chusma de ejecutivos y legislaturas locales con los que estaba obligado a litigar en un laberinto de decretos, protocolos, obligaciones, tratados y legalidad interestelar en general…, pero, al menos, su poder seguía siendo absoluto sobre el palacio y sus tierras.

No obstante, Cleon sabía que sus sueños de poder eran inútiles. Demerzel había servido a su padre y Cleon no recordaba una sola vez en que aquél no recurriera a Demerzel para todo. Demerzel era quien lo sabía todo, lo decidía todo, lo hacía todo. Y más aun, si algo salía mal, podía achacársele a Demerzel. El propio Emperador estaba por encima de toda crítica y no tenía nada que temer, excepto, por supuesto, golpes palaciegos y asesinato por parte de sus más queridos y allegados. Era para evitar eso, sobre todo por lo que él confiaba en Demerzel.

El Emperador Cleon sintió un pequeño escalofrío ante la idea de prescindir de Demerzel. Había habido emperadores que gobernaron personalmente, con jefes de Estado Mayor sin talento, con incompetentes para los cargos desarrollados y los habían mantenido en su puesto. Esos emperadores se habían arreglado por un tiempo, en cierto modo.

Pero Cleon no podía. Necesitaba a Demerzel. De hecho, ahora que había pensado en el asesinato, en vista de la historia moderna del Imperio, era inevitable que se le ocurriera, y se daba perfecta cuenta de que le resultaba imposible deshacerse de Demerzel. No podía hacerlo. Por mucha inteligencia que él, Cleon, tratara de poner en el asunto, Demerzel se le anticiparía de un modo u otro (estaba seguro), se enteraría de lo que se le caía encima, y organizaría con superior inteligencia, un golpe palaciego. Cleon estaría muerto mucho antes de que Demerzel pudiera ser encadenado y sacado de allí. Otro Emperador, a quien Demerzel serviría (y dominaría), le sucedería.

¿O se cansaría Demerzel del juego y se convertiría a sí mismo en Emperador?

¡Jamás! El hábito del anonimato estaba demasiado arraigado en él. Si Demerzel se exponía al mundo, sus poderes, su sabiduría, su suerte (fuera la que fuese) lo abandonarían. Cleon estaba convencido de ello. Lo sentía más allá de cualquier controversia.

Así que mientras Cleon se portara bien, estaba seguro. Sin ambición personal, Demerzel lo serviría con fidelidad.

Y ahí llegaba Demerzel, vestido tan sobria y severamente que hacía sentir incómodo a Cleon con el exceso de adornos en su ropa de ceremonia, despojado de ella, por fortuna, con la ayuda de dos servidores. Desde luego, nunca, hasta que él se encontraba solo y desvestido, aparecía Demerzel.

—Demerzel —anunció el Emperador de toda la Galaxia—, ¡estoy cansado!

—Las recepciones oficiales son agotadoras, Sire —murmuró Demerzel.

—¿Por qué tengo que soportarlas todas las tardes?

—No todas las tardes, pero son esenciales. A los demás les gusta veros y que os fijéis en ellos. Ayuda a mantener el Imperio sobre ruedas bien engrasadas.

—El Imperio solía rodar sin tropiezos por el poder —protestó el Emperador, sombrío—. Ahora, hay que mantenerle con una sonrisa, un gesto de la mano, una palabra en voz baja, una medalla o una placa.

—Si todo esto sirve para mantener la paz, Sire, bienvenido sea. Y vuestro reinado continúa sin problemas.

—Ya sabes la razón: te tengo a mi lado. Mi único don real es darme cuenta de tu importancia… —murmuró mientras miraba de soslayo a Demerzel—. Mi hijo no necesita ser mi heredero. Es un muchacho sin talento. ¿Y si hiciera de ti mi heredero?

Demerzel le cortó en seco, glacial.

—Eso es impensable, Sire. Jamás usurparía el trono. Nunca se lo arrebataría a vuestro legítimo heredero. Además, si os he desagradado, castigadme con justicia. Estoy seguro de que nada de lo que haya hecho o podido hacer merece el castigo de hacer de mí un Emperador.

Cleon se echó a reír.

—Por esta declaración sincera del valor del Trono Imperial, Demerzel, abandono toda idea de castigarte. Vamos, hablemos sobre algo. Me gustaría dormir, pero no me veo aún con ánimo para aguantar la ceremonia con que me acuestan. Hablemos.

—¿De qué, Sire?

—De cualquier cosa… ¡Del matemático y su psicohistoria! ¿Sabes que pienso en él de vez en cuando? Hoy me vino a la mente a la hora de la cena. Me dije: «¿Y si un análisis psicohistórico predijera un método para hacer posible seguir siendo emperador sin todas estas interminables ceremonias?»

—Creo, Sire, que ni el más inteligente psicohistoriador podría conseguir algo así.

—Bueno, pues cuéntame las últimas noticias. ¿Está escondido aún entre aquellos peculiares calvos de Mycogen? Me prometiste que lo sacarías de allí.

—Lo hice, Sire, y actué en aquella dirección, pero lamento deciros que he fracasado.

—¿Fracasado? —El Emperador se permitió fruncir el ceño—. No me gusta.

—Ni a mí, Sire. Planeé hacer que se animara al matemático a cometer algún acto blasfemo (en Mycogen es fácil cometerlos, en especial un forastero…), uno que requiriera un severo castigo. Entonces, el matemático se vería obligado a apelar al Emperador y, como resultado, nos apoderaríamos de él. Lo preparé a costa de pequeñas concesiones por nuestra parte, importantes para Mycogen, sin la menor importancia para nosotros; además, decidí no participar directamente en el arreglo. Había que obrar con sutileza.

—En efecto —dijo Cleon—, y fracasaste. Acaso el alcalde de Mycogen…

—Se le llama el Gran Anciano, Sire.

—¡Déjate de títulos! ¿Se negó el Gran Anciano?

—Por el contrario, Sire, aceptó. El matemático Seldon cayó limpiamente en la trampa.

—¿Entonces?

—Se le permitió salir indemne.

—¿Por qué? —exclamó Cleon, indignado.

—No estoy seguro, Sire, pero sospecho que alguien se nos adelantó.

—¿Quién? ¿El alcalde de Wye?

—Es posible, Sire, aunque lo dudo. Tengo a Wye bajo vigilancia continua. Si hubieran conseguido al matemático, yo lo sabría.

El Emperador no se limitó a fruncir el ceño, se mostró claramente enfurecido.

—Demerzel, no me gusta. Estoy muy disgustado. Un fracaso como éste me hace pensar en que quizás has dejado de ser el hombre que eras. ¿Qué medidas vamos a tomar contra Mycogen por esta clara desobediencia a los deseos del Emperador?

Demerzel se inclinó profundamente ante la tormenta desatada.

—Cometeríamos un error al castigar a Mycogen ahora, Sire —dijo con tono cortante—. El malestar subsiguiente sería como hacerle el juego a Wye.

—¡Debemos hacer algo!

—Quizá no, Sire. No es tan malo como parece.

—¿Cómo puede no ser tan malo como parece?

—Recordaréis, Sire, que este matemático estaba convencido de que la psicohistoria no era práctica.

—Claro que lo recuerdo, pero eso no importa, ¿verdad? Para lo que nos proponemos…

—Puede que no. Pero si consiguiera hacerla práctica, serviría nuestros propósitos infinitamente mejor, Sire. Y por lo que me he enterado, el matemático está tratando ahora de conseguir que la psicohistoria sea práctica. He sabido que su acto blasfemo en Mycogen fue parte de un intento suyo por resolver el problema de la psicohistoria. Nos será más útil si lo prendemos cuando esté a punto de alcanzar su meta o la haya alcanzado ya.

—No, si Wye se apodera de él antes.

—Me ocuparé de que eso no ocurra.

—¿Del mismo modo que lograste sacar al matemático de Mycogen hace poco?

—La próxima vez no cometeré ningún error, Sire —afirmó fríamente Demerzel.

—Mejor que no lo olvides, Demerzel. No toleraré ningún otro fallo. —Y en tono malhumorado añadió—: Creo que no podré dormir esta noche, después de todo.

62

Jirad Tisalver, del Sector de Dahl, era bajo. Su cabeza llegaba a la altura de la nariz de Seldon. No obstante, no parecía que ese detalle le preocupara demasiado. Sus facciones eran regulares, hermosas, sonreía con facilidad, tenía los cabellos muy rizados y lucía un frondoso bigote negro.

Vivía con su esposa y una hija pequeña en un apartamento de siete pequeñas habitaciones, escrupulosamente limpias, pero vacías de mobiliario.

—Les ruego me perdonen —dijo Tisalver—, doctor Seldon y doctora Venabili, por no proporcionarles el lujo a que deben estar acostumbrados, pero Dahl es un Sector pobre y no me encuentro entre los más favorecidos de nuestro pueblo.

—Tanto más debemos excusarnos —respondió Seldon— por imponerles el peso de nuestra presencia.

—Ningún peso, doctor Seldon. El Maestro Hummin ha accedido a pagarnos generosamente por el uso de nuestra humilde vivienda y los créditos serían bien recibidos incluso si ustedes no fueran…, pero lo son.

Seldon recordó las palabras de despedida de Hummin, después, de que, por fin, llegaran a Dahl.

—Seldon —le había dicho—, éste es el tercer lugar que te he buscado como santuario. Los dos primeros estaban, eso era evidente, fuera del alcance del Imperio, lo que bien pudo haber llamado su atención; después de todo, eran lugares lógicos. Éste es diferente: pobre, insignificante y, en realidad, poco seguro, según se mire. No es un refugio natural para ti, de modo que el Emperador y su Jefe de Estado Mayor no pensarán buscarte en esta dirección. ¿Te importaría, por esta vez, no meterte en líos?

—Lo intentaré, Hummin —contestó Seldon, algo ofendido—. Por favor, te ruego que no pienses que me busco los problemas por las buenas. Estoy tratando de averiguar algo que puede muy bien llevarme treinta vidas aprender si voy a tener la más ligera oportunidad de organizar la psicohistoria.

—Lo comprendo —dijo Hummin—. Tus esfuerzos por aprender te llevaron a Arriba en Streeling y al «Nido» de los Ancianos en Mycogen y quién sabe adónde aquí, en Dahl. En cuanto a ti, Dors, sé que te has esforzado por cuidar de Seldon, pero tienes que esforzarte mucho más. Métete en la cabeza que es la persona más importante de Trantor, o de la Galaxia si quieres, y que debe mantenerse a salvo a toda costa.

—Continuaré esforzándome —prometió Dors.

—En cuanto a la familia que os hospeda, tienen sus peculiaridades, pero, en esencia, son unas buenas personas con quienes he tenido tratos anteriormente. Procurad no complicarles la vida.

Pero, Tisalver, por lo menos, no parecía anticipar problemas de ningún tipo por parte de sus nuevos inquilinos y el placer expresado por su compañía, aparte de los créditos de alquiler que recibiría a cambio, parecía sincero.

Nunca había salido de Dahl y su hambre de historias de lugares lejanos era enorme. También su esposa, ceremoniosa y sonriente, escuchaba, mientras que la niña, con un dedo en la boca, asomaba sus ojos, curiosos, por detrás de la puerta.

Por lo general, después de la cena, con toda la familia reunida, era cuando Seldon y Dors les hablaban del mundo exterior. La comida, abundante, resultaba sosa y, a veces, dura. Al tomarla con tan poco tiempo transcurrido después de los gustosos alimentos de Mycogen, resultaba intragable. La «mesa» era una larga estantería adosada a la pared y ellos comían de pie.

Un discreto interrogatorio por parte de Seldon aclaró que ésa era la forma habitual de comer entre los dahlitas y no algo debido a inexplicable pobreza. Claro que, explicó Mrs. Tisalver, estaban los que tenían altos cargos del Gobierno en Dahl y que gustaban de imitar las inútiles costumbres, como las sillas, que ella llamaba «estanterías del cuerpo», pero esto era considerado de mal efecto entre la sólida clase media.

Los Tisalver reprobaban tanto el lujo innecesario como les entusiasmaba oír hablar de él. Escuchaban atentamente y armaban una auténtica tormenta de chasquidos de lengua cuando se enteraban de los colchones levantados sobre patas, las cómodas y roperos tallados, y lo superfluo de los cubiertos.

También quedaron arrobados ante una descripción de las costumbres mycogenias, mientras Jirad Tisalver acariciaba complaciente su propio cabello, lo que expresaba sin lugar a dudas que antes pensaría en la castración que en la depilación. Mrs. Tisalver se enfurecía ante cualquier mención de servilismo femenino y se negó de manera tajante a creer que las Hermanas lo aceptaran con toda tranquilidad.

No obstante, lo que más les impresionó fueron las referencias casuales de Seldon a los jardines imperiales. Cuando, al ser interrogado al respecto, descubrieron que Seldon había visto al Emperador en persona, una manta de temor reverencial pareció envolver a la familia. Tardaron un buen rato antes de atreverse a preguntar nada y Seldon encontró que no podía satisfacerles. Después de todo, no había visto gran cosa de los jardines, y menos aun del interior del palacio.

Esto decepcionó a los Tisalver, que se mostraron incansables en sus intentos de averiguar más. Habiendo oído la aventura imperial de Seldon, les costó creer la afirmación de que Dors, por su parte, jamás había estado cerca de los jardines imperiales. Se negaron a creer, sobre todo, el comentario de Seldon de que el Emperador había hablado y se había comportado como cualquier otro ser humano corriente. Eso les pareció absolutamente imposible a los Tisalver.

Después de tres veladas de este ejercicio, Seldon empezó a cansarse. En un principio, le había agradado la idea de no hacer nada durante un tiempo (el día por lo menos) excepto mirar los libro-películas de historia que Dors le había recomendado. Los Tisalver prestaron su visor de libros a sus huéspedes durante el día, de buen grado, aunque la niña parecía disgustada por ello y la enviaron al apartamento de unos vecinos para que usara el de ellos con los deberes.

—No me sirve —dijo Seldon con inquietud, desde la seguridad de su habitación después de haber conectado algo de música a fin de quitarles las ganas de escuchar en la puerta—. Comprendo que te fascine la Historia, pero no es más que una serie interminable de detalles; una montaña…; no, un montón galáctico de datos entre los que no puedo encontrar la organización básica.

—Supongo —observó Dors— que debió haber un tiempo en que los seres humanos no vieron organización en las estrellas del cielo, aunque, más tarde, acabaron por descubrir la estructura galáctica.

—Y yo estoy seguro de que tardaron generaciones, no semanas. Tuvo que haber un momento en que la física parecería una masa de observaciones desconectadas entre sí, antes de que las leyes naturales centrales fueran descubiertas y eso llevó generaciones… ¿Y qué te parecen los Tisalver?

—¿Qué? Me parecen muy simpáticos.

—Los encuentro muy curiosos.

—Es cierto, aunque, ¿no lo serías tú de hallarte en su lugar?

—¿Crees que sólo se trata de curiosidad? Demuestran un voraz interés en mi entrevista con el Emperador.

—Otra vez… —Dors pareció impacientarse—. Es sólo natural. ¿No lo estarías tú…, si la situación fuera a la inversa?

—Me ponen nervioso.

—Hummin nos trajo aquí.

—Sí, pero él no es perfecto. Me llevó a la Universidad y me atrajeron a Arriba. Nos llevó junto a Amo del Sol Catorce, que nos tendió una trampa. Sabes que así fue. Gato escaldado, ya sabes… Estoy cansado de que me interroguen.

—Entonces, dale la vuelta, Hari. ¿No te interesa Dahl?

—Por supuesto que me interesa. ¿Qué sabes de este lugar?

—Nada. Es uno más de los ochocientos Sectores y llevo en Trantor poco más de dos años.

—Eso es. Y hay veinticinco millones de otros mundos, y yo estoy metido en este problema desde hace sólo dos meses… Te voy a decir algo: quiero volver a Helicon y dedicarme al estudio de las matemáticas de la turbulencia que era mi tesis doctoral y olvidar que vi, o creí ver, que la turbulencia me ofrecía una visión interna de la sociedad humana.

Pero aquella noche habló con Tisalver.

—Mr. Tisalver, nunca me ha dicho qué hace usted, cuál es la naturaleza de su trabajo.

—¿Yo? —Tisalver apoyó los dedos sobre su camiseta sin mangas, blanca y sencilla, bajo la que no llevaba nada, y que parecía ser el uniforme masculino de Dahl—. Poca cosa. Trabajo en la estación local de holovisión como programador. Es muy aburrido, pero así me gano la vida.

—Y es honorable —corroboró Mrs. Tisalver—. Quiero decir, que no tiene que trabajar en los hoyos de calor.

—¿Hoyos de calor? —repitió Dors, levantando las cejas al tiempo que simulaba una enorme fascinación.

—Bueno —explicó Tisalver—, Dahl es conocido por ello. No se crean que es gran cosa pero cuarenta millones de personas en Trantor necesitan energía y nosotros les proporcionamos la mayor parte. No nos lo agradecen y a mí me gustaría ver qué harían sin ella los Sectores más elegantes.

Seldon pareció confuso.

—¿Es que Trantor no obtiene su energía de las estaciones solares en órbita?

—Parte de ella —respondió Tisalver—, y algo de las estaciones de fusión nuclear situadas en las islas, como también de los motores de microfusión, y de estaciones eólicas en Arriba, pero la mitad. —Alzó un dedo con gesto enfático y su rostro adquirió una expresión de inusitada gravedad—. La mitad he dicho, procede de los hoyos de calor. Hay hoyos de calor en muchos sitios, pero ninguno, ninguno de ellos es tan rico como los de Dahl. ¿Dice en serio que no estaba enterado de los hoyos de calor? Aquí sentado y mirándome fijamente.

—Recuerde que somos forasteros —se apresuró Dors a explicar (por poco se le escapa «tribales», pero calló a tiempo)—. Sobre todo el doctor Seldon, que sólo lleva un par de meses en Trantor.

—¿De veras? —se asombró Mrs. Tisalver. Era un poquito más baja que su marido, llenita, sin estar gorda, llevaba el cabello negro tirante, sujeto en un moño, y tenía hermosos ojos oscuros. Lo mismo que su marido, parecía estar en la treintena.

Después de la temporada pasada en Mycogen, no larga pero sí muy intensa, a Dors le parecía raro que una mujer interviniera en la conversación cuando quisiera. «Cuan rápidamente se establecen los modos y maneras», pensó. Tomó nota mental de comentarlo con Seldon…; un dato más para su psicohistoria.

—Oh, sí —respondió Dors—. El doctor Seldon procede de Helicon.

Mrs. Tisalver mostró ignorancia.

—¿Y dónde se encuentra eso?

—Pues… —empezó Dors, y volviéndose a Hari—: ¿Dónde está, Hari?

Seldon pareció abrumado.

—Con sinceridad, debo decirles que no creo poder localizarlo fácilmente en un modelo galáctico sin buscar antes las coordenadas. Lo único que puedo decirles es que se halla del otro lado del agujero negro central, frente a Trantor; que se llega a él por hipernave y que es muy pesado.

—No creo que Jirad y yo viajemos alguna vez en hipernave.

—Quizá, Casilia, lo hagamos algún día —la animó Tisalver—. Pero, háblenos de Helicon, doctor Seldon.

Éste movió la cabeza.

—Para mí, resulta muy aburrido. Sólo es un mundo como cualquier otro. Sin embargo, Trantor es distinto de los demás. No hay hoyos de calor en Helicon, y es probable que en ningún otro lugar, si exceptuamos Trantor. Hábleme de ellos.

«Sin embargo, Trantor es distinto de los demás». La frase se repitió en la mente de Seldon y, por un momento, se aferró a ella. También por algún motivo, la historia de la-mano-en-el-muslo de Dors se repitió pero Tisalver estaba hablando y la idea se esfumó de la mente de Seldon tan deprisa como había surgido.

—Si se interesa realmente por los hoyos de calor —estaba diciendo Tisalver— puedo enseñárselos. —Se volvió a su esposa—. Casilia, ¿te importaría que mañana por la noche llevara al doctor Seldon a los hoyos de calor?

—Y a mí también —se apresuró a pedir Dors.

—¿Y a la doctora Venabili?

Su mujer arrugó la frente.

—No me parece una buena idea —repuso con aspereza—. Nuestros huéspedes lo encontrarán aburrido.

—No lo creo, señora. Nos gustará mucho ver los hoyos de calor. Nos encantaría que nos acompañara…, y su hijita, si le apetece.

—¿A los hoyos de calor? —exclamó Mrs. Tisalver indignada—. No es lugar para una mujer decente.

A Seldon le turbó su metedura de pata y trató de congraciarse con ella.

—No era mi intención ofenderla, señora.

—Y no la ha ofendido —le tranquilizó Tisalver—. Casilia cree que nos rebajaría y así es, pero mientras no se trabaje allí, no molesta ir de visita y mostrárselo a los invitados. Lo malo es que resulta muy incómodo y jamás conseguiría que Casilla se vistiera de modo adecuado.

Se levantaron de su posición de cuclillas. Las «sillas» dahlitas eran asientos de plástico moldeados montados sobre pequeñas ruedas que anquilosaban las rodillas de Seldon y parecían escabullirse al menor movimiento de su cuerpo. Los Tisalver, sin embargo, habían dominado el arte de mantenerse firmes en su asiento, y se levantaban sin problemas, no necesitaban ayudarse con los brazos como Seldon tenía que hacer. También Dors se levantaba sin gran esfuerzo, y Seldon se maravillaba de nuevo por su gracia natural.

—¿Estás segura de no saber nada sobre los hoyos de calor? —preguntó Seldon a Dors antes de separarse para retirarse a sus diferentes dormitorios—. La mujer de Tisalver los presenta como muy desagradables.

—No puede serlo tanto o Tisalver no hubiera sugerido llevarnos de visita. Conformémonos con estar sorprendidos.

63

—Necesitarán ropas adecuadas —advirtió Tisalver. Su esposa, al fondo, hizo un ruido significativo.

Seldon, que pensaba en kirtles con cierto desasosiego, preguntó con cautela:

—¿Qué quiere decir con ropas adecuadas?

—Algo ligero, como lo que yo llevo. Una camiseta sin mangas, pantalones holgados y calzoncillos holgados, calcetines y sandalias muy abiertas. Tengo todo lo necesario.

—Bien. No parece incómodo.

—Para la doctora Venabili tengo lo mismo, espero que le siente bien.

La ropa proporcionada por Tisalver (que le pertenecía) para cada uno de ellos les sentaba bien…, aunque algo ajustada. Cuando estuvieron listos, se despidieron de Mrs. Tisalver y ella, con expresión de resignada censura, les estuvo contemplando desde la puerta mientras se alejaban.

Era última hora de la tarde, y el crepúsculo resultaba muy bello. Por lógica, las luces de Dahl no tardarían en encenderse. La temperatura, tibia, y casi no se veían vehículos: todo el mundo iba a pie. En la distancia, se oía el sempiterno zumbido de un expreso y podía distinguirse el brillo intermitente de sus luces.

Los dahlitas, observó Seldon, no parecían dirigirse a ningún lugar determinado. Más bien daban la sensación de ir dando un paseo, de andar por placer. A lo mejor, si Dahl era un Sector pobre, como Tisalver había dado a entender, privaba el pasatiempo barato, ¿y qué había más agradable y más barato que un paseo nocturno?

Seldon se encontró adoptando maquinalmente aquel paso carente de prisa y experimentó la calidez amistosa que lo rodeaba. La gente se saludaba al cruzarse e intercambiaban algunas palabras. Los bigotes negros de diferente forma y espesor aparecían por doquier y parecían un requisito del varón dahlita, tan omnipresentes allí como las calvas de los Hermanos en Mycogen.

Era un rito del atardecer, un medio para asegurarse de que otro día había transcurrido sin problemas, y que los amigos seguían bien y felices. No tardó en hacerse aparente que Dors atraía toda la atención. A la media luz crepuscular, el color rojizo de su cabello se hacía más intenso y resaltaba sobre el mar de cabezas morenas (excepto algún gris ocasional) como una moneda de oro resaltaría con su brillo en un montón de carbón.

—Es muy agradable —comentó Seldon.

—Lo es. Normalmente, salgo con mi esposa y ella se encuentra en su elemento. No hay una sola persona en un kilómetro a la redonda que ella no conozca por su nombre, ocupación y amistades. Yo no puedo. Ahora mismo, la mitad de la gente que me ha saludado… Bueno, pues sería incapaz de decirles sus nombres. Pero, de todos modos, no deberíamos ir tan despacio. Tenemos que llegar al ascensor. Los niveles inferiores son un mundo distinto y ocupado.

Una vez en el ascensor, mientras bajaban, Dors observó:

—Imagino, Mr. Tisalver, que los hoyos son lugares donde el calor interno de Trantor es utilizado para producir un vapor que mueva las turbinas y conseguir, así, la electricidad.

—Oh, no. Unas eficaces termopilas a gran escala producen la electricidad directamente. No me pregunte detalles, por favor. Yo no soy más que un programador de holovisión. A decir verdad, no pregunte detalles a nadie, aquí abajo. El conjunto no es más que una gran caja negra. Funciona, pero nadie sabe cómo.

—¿Y si algo falla?

—No suele ocurrir, pero, de ser así, algún experto viene de alguna parte. Alguien que entiende de computadoras. Todo está altamente computarizado, por supuesto.

El ascensor se detuvo y salieron. Una oleada de calor les envolvió.

—¡Qué calor! —exclamó Seldon al momento.

—Mucho —dijo Tisalver—. Esto es lo que hace a Dahl tan valioso como fuente de energía. La capa de magma se halla muy cerca de la superficie, mucho más aquí que en cualquier parte del mundo. Por eso, hay que trabajar en medio del calor.

—¿Y si acondicionaran el aire? —preguntó Dors.

—Existe el acondicionamiento de aire, pero resulta demasiado costoso. Ventilamos, secamos la humedad y refrescamos, pero si exageramos, gastamos demasiada energía y todo el proceso resulta excesivamente caro.

Tisalver se detuvo ante una puerta e hizo una señal. Al abrirse una bocanada de aire más fresco salió por ella.

—Deberíamos intentar encontrar a alguien que nos muestre el lugar —murmuró— y que sepa controlar los comentarios que la doctora Venabili tendrá que soportar…, por parte de los hombres.

—Los comentarios no me turbarán —declaró Dors.

—Pero a mí sí —afirmó Tisalver.

Un joven salió de la oficina y se presentó como Hano Lindor. Se parecía muchísimo a Tisalver, pero Seldon decidió que hasta que se habituara a la casi universal talla baja, color de piel y cabellos y bigotes exuberantes, no distinguiría las diferencias individuales con facilidad.

—Me encantará mostrarles cuanto hay que ver —les aseguró Lindor—, mas no es nada espectacular. —Se dirigía a todos, pero sus ojos estaban fijos en Dors—. No va a ser cómodo. Les sugiero que se quiten las camisetas.

—Aquí se está bien y fresco —observó Seldon.

—Claro, porque somos ejecutivos. El rango tiene sus privilegios. Fuera de aquí, no podemos mantener el aire acondicionado al mismo nivel. Por eso cobran más que nosotros. En realidad, ésos son los puestos mejor pagados de Dahl, y ésa es la única razón de que trabajen aquí. Así y todo, cada vez es más difícil conseguir boyeros de calor… —Respiró profundamente—. Bien, metámonos en la sopa.

Se quitó la camiseta y se la colgó del cinturón. Tisalver hizo lo mismo y Seldon los imitó. Lindor echó una mirada a Dors.

—Para su mayor comodidad, señora, aunque no es obligatorio…

—De acuerdo. —Ella se quitó la camiseta también.

Su sostén era blanco, sencillo y muy escotado.

—Señora —protestó Lindor—, eso no… —Reflexionó un instante, se encogió de hombros y terminó—: Bien, vámonos.

Al principio, Seldon vio sólo computadoras y maquinaria, grandes tuberías, luces parpadeantes y pantallas deslumbrantes.

La luz general era relativamente baja, aunque las secciones individuales de la maquinaria estaban iluminadas. Seldon elevó la mirada a la casi oscuridad.

—¿Por qué no hay mejor iluminación? —preguntó.

—La iluminación está bien…, como debe estarlo. —La voz de Lindor era bien modulada, y hablaba deprisa, aunque tajante—. La iluminación general se mantiene baja por razones psicológicas. Si la luz es muy potente, mentalmente, la transforman en calor. Nos llegan quejas cuando aumentamos la luz, incluso aunque disminuyamos la temperatura.

—La computerización parece perfecta —observó Dors—. No entiendo por qué todas las operaciones no son confiadas a la computadora. Este tipo de ambiente está hecho para la inteligencia artificial.

—Tiene toda la razón —asintió Lindor—, pero tampoco podemos arriesgarnos a tener fallos. Necesitamos gente en el punto donde puede presentarse alguno. Una computadora que deja de funcionar bien puede crear problemas a dos mil kilómetros de distancia.

—También puede hacerlo el error humano, ¿no es verdad? —sugirió Seldon.

—Sí, pero con computadoras y seres humanos trabajando a un tiempo en lo mismo, el error de la computadora puede ser detectado y corregido rápidamente por las personas, y a la inversa, el error humano puede ser detectado de inmediato por las computadoras. Todo ello se resume en que no puede ocurrir nada grave a menos que el error humano y el de la computadora tenga lugar en el mismo instante. Y eso es prácticamente imposible que ocurra.

—Casi nunca, pero nunca… Las computadoras no son lo que solían, y la gente tampoco.

—Eso es lo que parece siempre —rió Seldon.

—No, no. No hablo por hablar. No me refiero a los buenos viejos tiempos. Estoy hablando de estadísticas.

Seldon recordó entonces que Hummin le había hablado de la degeneración de los tiempos.

—¿Ve a lo que me refiero? —dijo Lindor bajando la voz—. Allí hay un grupo de personas, que por su aspecto parecen de nivel C.3, bebiendo. Ni uno solo de ellos está en su puesto.

—¿Qué están bebiendo? —preguntó Dors.

—Fluidos especiales para remplazar la pérdida electrolítica. Zumo de frutas.

—Entonces, no puede censurarles, ¿verdad? —exclamó Dors, indignada—. Con tanto calor seco, es necesario beber.

—¿Sabe cuánto tiempo pierde un especialista C-3 con la bebida? Y no podemos hacer nada. Si los autorizáramos a beber pero los atosigáramos para que no se agruparan todos al mismo tiempo, provocaríamos una rebelión.

Entretanto, iban acercándose al grupo. Había hombres y mujeres (la sociedad de Dahl parecía más o menos ambisexual) y ambos sexos iban sin camisa. Las mujeres llevaban unas prendas que podían llamarse sostenes, pero que eran estrictamente funcionales. Servían para elevar los senos, lo que facilitaba la respiración y limitaba el sudor, mas no servían para cubrir nada.

—Eso es sensato —dijo Dors a Seldon en un aparte—. Yo ya estoy empapada.

—Quítate el sostén, si así lo deseas. Yo no levantaré un dedo para impedírtelo.

—Me figuraba que iba a ser así —murmuró ella, y dejó el sostén donde estaba.

Cuando se encontraban junto al grupo de personas congregadas…, una docena más o menos, Dors advirtió:

—Si alguno de ellos hace un comentario grosero, dejadle, sobreviviré.

—Gracias —susurró Lindor—. No puedo prometerle que no lo hagan… Pero no tendré más remedio que presentarles. Si llegaran a imaginar que ambos son inspectores acompañados por mí, se desmandarían. Los inspectores fisgan por su cuenta sin que nadie de la Dirección los supervise. —Levantó los brazos y anunció—: Caloreros, he de presentarles a dos personas. Tenemos visitantes de fuera… Dos eruditos procedentes del mundo exterior. Sus mundos poseen poca energía y han venido para ver cómo lo hacemos en Dahl. Creen que podrán aprender algo.

—¡Aprenderán a sudar! —gritó un calorero y fue coreado por las risas de los demás.

Ella tiene el pecho empapado de sudor cubierta como va —gritó también una mujer.

Dors, también a gritos, respondió:

—¡Me lo destaparía, pero no puedo competir con vosotras!

Entonces, las risas se volvieron bien intencionadas.

Un muchacho dio unos pasos hacia delante mirando a Seldon intensamente, con el rostro contraído, grave.

—¡Lo conozco! ¡Usted es el matemático!

Y se adelantó corriendo, mirando el rostro de Seldon con ansiosa solemnidad. En un gesto automático, Dors se colocó delante de Seldon y Lindor delante de ella, gritando:

—¡Atrás, calorero! ¡Cuida tus modales!

—¡Espere! Deje que me hable —exclamó Seldon—. ¿Por qué está todo el mundo delante de mí?

—Si alguno de ellos se acerca —respondió en voz baja Lindor—, descubrirá que no huelen como flores de invernadero.

—Lo aguantaré —cortó Seldon—. Joven, ¿qué es lo que desea?

—Me llamo Amaryl. Yugo Amaryl. Le he visto a usted en holovisión.

—Tal vez sí, ¿y qué?

—No recuerdo su nombre.

—Ni falta que le hace.

—Habló de algo llamado la psicohistoria.

—No sabe cuánto he deseado no haberlo hecho.

—¿Cómo?

—Nada. ¿Qué quiere?

—Deseo hablar con usted. Sólo un momento. Ahora.

Seldon miró a Lindor, quien sacudió la cabeza.

—No, mientras está en su turno de trabajo.

—¿Cuándo empieza su turno, Amaryl? —preguntó Seldon.

—A las dieciséis.

—¿Puede visitarme mañana a las catorce?

—Ya lo creo. ¿Dónde?

Seldon se volvió a Tisalver.

—¿Me permitirá que lo vea en su casa?

—No es necesario —repuso Tisalver, que parecía muy disgustado—. No es más que un calorero.

—Me ha reconocido. Sabe algo de mí. No puede ser un cualquiera. Lo recibiré en mi habitación. Mí habitación —repitió, al ver que el rostro de Tisalver seguía preocupado—, por la que usted recibe un alquiler. Además, a esa hora estará en su trabajo, fuera de casa.

—No es por mí, doctor Seldon —confesó en voz baja Tisalver—. Es por mi mujer, por Casilia. Ella no lo permitirá.

—Yo le hablaré. Tendrá que permitirlo.

64

Casilia Tisalver desorbitó los ojos.

—¿Un calorero? En mi casa, no.

—¿Por qué no? Además, vendrá a mi habitación. A las catorce en punto.

—¡No pienso tolerarlo! —insistió Mrs. Tisalver—. Esto es lo que ocurre por bajar a los hoyos de calor. Jirad es un imbécil.

—En absoluto, señora. Bajamos porque yo lo pedí y nos quedamos fascinados. Debo ver a ese joven, pues es necesario para mi trabajo de erudición.

—Siento que sea así, pero no lo permitiré.

Dors Venabili alzó la mano.

—Hari, deja que lo resuelva yo. Mrs. Tisalver, si el doctor Seldon debe ver a alguien esta tarde, en su habitación, la persona de más implica un pago adicional. Nos damos cuenta. Por hoy, pues, el alquiler de la habitación del doctor Seldon, costará el doble.

Mrs. Tisalver pareció reflexionar.

—Bueno, es muy considerado por su parte, pero no sólo se trata de dinero. Hay que tener en cuenta los vecinos. Un calorero sudado y maloliente…

—Dudo de que, a las catorce, él venga sudado y oliendo mal, señora, pero déjeme continuar. Puesto que el doctor Seldon tiene que verle, si no puede recibirle aquí, tendrá que ir a otra parte, y no podemos andar corriendo de un lugar a otro. Sería un gran inconveniente para nosotros. Por tanto, lo que vamos a hacer es buscar una habitación en otra parte. No será fácil, ni nos gustará hacerlo, pero no tendremos más remedio. Así que le pagaremos hasta hoy y nos iremos, y, desde luego, tendremos que explicarle a Mr. Hummin la razón que nos ha obligado a modificar el arreglo que con tanta amabilidad gestionó para nosotros.

—Espere. —El rostro de la mujer era la imagen del cálculo—. No nos gustaría desagradar a Mr. Hummin…, o a ustedes dos. ¿Cuánto tiempo permanecerá ese individuo aquí?

—Llegará a las catorce. Empieza su trabajo a las dieciséis. Por lo tanto, estará menos de dos horas, tal vez mucho menos. Le esperaremos fuera, ambos, y le acompañaremos a la habitación del doctor Seldon. Cualquier vecino que nos vea pensará que es un amigo nuestro, un forastero.

La mujer movió la cabeza afirmativamente.

—Sea como usted dice. Doble alquiler, hoy, por la habitación del doctor Seldon y el calorero lo visitará, mas sólo por hoy.

—Sólo esta vez —aseguró Dors.

Poco después, cuando Seldon y Dors estaban sentados en la alcoba de ésta, ella le preguntó:

—¿Por qué tienes que verle, Hari? ¿Entrevistar a un calorero es también importante para la psicohistoria?

Seldon creyó detectar un ligero sarcasmo en la voz de Dors.

—No tengo por qué basarlo todo en mi inmenso proyecto —se apresuró a protestar él—, en el que tengo puesta muy poca esperanza. También soy un ser humano con curiosidad humana. Hemos estado horas allá abajo, en los hoyos de calor y pudiste ver cómo eran los obreros. Gente, obviamente, sin educación. Individuos de bajo nivel (que conste que no estoy haciendo un juego de palabras); no obstante, uno de ellos me reconoció. Debió haberme visto en holovisión, cuando la Convención Decenal, y recordaba la palabra «psicohistoria». No me parece normal, está por completo fuera de lugar…, y me gustaría hablarle.

—¿Porque agrada a tu vanidad ser conocido incluso por los caloreros de Dahl?

—Sí…, quizá. Pero también porque despierta mi curiosidad.

—¿Cómo sabes que no ha sido manipulado y que se propone comprometerte igual que ha ocurrido en otras ocasiones?

—No dejaré que pase sus dedos por mi cabello. En todo caso, nos hallamos más preparados, ahora, ¿verdad? Además, estoy seguro de que te quedarás conmigo. Quiero decir, aunque me dejaste subir solo a Arriba, y me dejaste ir solo a las microgranjas con Gota de Lluvia Cuarenta y Tres, no vas a dejarme solo ahora, ¿verdad?

—Puedes estar absolutamente seguro de que no lo haré —prometió Dors.

—Muy bien, yo hablaré con el muchacho, y tú vigilarás las posibles trampas. Gozas de toda mi confianza.

65

Amaryl llegó unos minutos antes de las catorce, un poco temeroso. Iba bien peinado y su frondoso bigote aparecía cepillado y un poco retorcido en las puntas. Su camiseta era de un blanco deslumbrante. Olía, pero era un olor a fruta, que, sin duda, procedía del uso, ligeramente entusiasta, de perfume. Llevaba una bolsa.

Seldon, que le había estado esperando fuera, lo cogió de un brazo, Dors del otro, y los tres entraron rápidamente en el ascensor. Habiendo llegado al nivel correcto, cruzaron el apartamento y entraron en la habitación de Seldon.

—Nadie en casa, ¿eh? —comentó Amaryl con voz algo avergonzada.

—Todo el mundo trabaja —respondió Seldon, imperturbable, y le indicó el único asiento de la estancia, un almohadón en el suelo.

—No —protestó Amaryl—, no lo necesito. Uno de ustedes dos puede usarlo. —Se sentó en el suelo con un gracioso movimiento.

Dors lo imitó, sentándose al borde de la colchoneta de Seldon, pero éste se dejó caer con torpeza, teniendo que ayudarse con las manos, incapaz de encontrar una postura cómoda para las piernas.

—Bien, joven, ¿para qué quería verme? —preguntó Seldon.

—Porque es usted un matemático. Es el primer matemático que he visto en mi vida, de cerca, pudiendo casi tocarle.

—Los matemáticos son como los demás.

—No para mí, doctor…, doctor… Seldon.

—Así me llamo.

Amaryl parecía encantado.

—Por fin lo he recordado… Verá, yo también quiero ser matemático.

—Está bien. ¿Qué te lo impide?

—¿Habla en serio? —preguntó ceñudo.

—Presumo que algo te lo impide. Sí, hablo en serio.

—Lo que me lo impide es haber nacido en Dahl, ser un calorero en Dahl. No tengo dinero para pagarme una educación ni puedo conseguir créditos para lograrlo. Me refiero a una educación de verdad. Lo único que me enseñaron fue a leer, a contar y a utilizar una computadora. Con eso, ya sabía lo suficiente para ser calorero. Pero yo quería algo más. Así que aprendí solo.

—En cierto modo, es el mejor tipo de enseñanza. ¿Cómo lo hiciste?

—Conocía una bibliotecaria. Estaba dispuesta a ayudarme. Era una mujer muy buena y me mostró cómo servirme de las computadoras para aprender matemáticas. Me preparó un sistema de software que podía conectarme con otras bibliotecas. Iba todos los días libres y por las mañanas, después de mi turno. A veces, dejaba que me encerrara en su despacho para que la gente que entraba y salía no me molestara, o me dejaba entrar cuando la biblioteca ya estaba cerrada al público. Ella no sabía matemáticas, pero me ayudó todo lo que pudo. Era ya mayor, viuda. Quizá me consideraba como un hijo o algo así. Ella no tenía familia.

«Tal vez —pensó Seldon— intervenían otras emociones». Apartó esa idea. No era asunto suyo.

—Me gustaba la teoría de la numeración —explicó Amaryl—. Resolví algo de lo que aprendí por la computadora y libros-película que servían para aprender matemáticas. Y hallé cosas nuevas que no estaban en los libros.

Seldon enarcó las cejas.

—Muy interesante. ¿Como qué?

—He traído algo para que lo vea. Nunca se lo he enseñado a nadie. La gente que me rodea… —Se encogió de hombros—. Se reirían de mí o se enfadarían. Una vez intenté explicárselo a una chica que conocía, pero dijo que eran cosas de brujería y no quiso volver a verme. ¿Le parece bien que se lo enseñe?

—Muy bien, puedes creerme.

Seldon tendió la mano y Amaryl, después de vacilar, le entregó la bolsa que había llevado consigo.

Durante un buen rato, Seldon revisó los papeles de Amaryl. El trabajo era de una gran ingenuidad, mas él no dejó escapar la menor sonrisa. Repasó las demostraciones, ninguna de las cuales era nueva, claro…, o casi nueva, o mínimamente importante.

Pero eso no tenía la menor importancia. Seldon levantó la mirada.

—¿Lo has hecho tú solo todo esto?

Amaryl, con expresión más que asustada, asintió con la cabeza. Seldon seleccionó unas páginas.

—¿Qué te hizo pensar en esto? —Con el dedo señaló una línea de razonamiento matemático.

Amaryl miró, frunció el ceño y reflexionó. Después, explicó lo que había pensado.

Seldon lo escuchó con atención.

—¿Leíste un libro de Anat Bigell? —preguntó.

—¿Sobre la teoría de la numeración?

—Su título era Deducción Matemática. No trataba de manera especial de la teoría de la numeración.

Amaryl sacudió la cabeza negativamente.

—Jamás oí hablar de él. Lo siento.

—Hace trescientos años resolvió tu teorema.

—No lo sabía —repuso Amaryl, que pareció abrumado.

—Claro que no lo sabías. Pero lo resolviste muy bien. No es riguroso, pero…

—¿Qué quiere decir «riguroso»?

—No importa —respondió Seldon, que reunió todos los papeles y volvió a meterlos en la bolsa—. Haz varias copias de todo esto. Separa una de ellas, séllala en una computadora oficial y colócala bajo custodia computarizada. Mi amiga, la doctora Venabili, puede meterte en la Universidad de Streeling sin previo examen y con algún tipo de beca. Tendrás que empezar por el principio y seguir cursos sobre otros temas además de las matemáticas, pero…

Amaryl ya había recobrado el aliento.

—¿La Universidad de Streeling? ¡No me admitirán! —exclamó.

—¿Por qué no? Dors, ¿podrás arreglarlo?

—Estoy segura de que sí.

—¡No, no podrá! —exclamó Amaryl, sofocado—. No me admitirán. Soy de Dahl.

—¿Y bien?

—No quieren aceptar gente de Dahl.

—¿De qué está hablando? —preguntó Seldon a Dors.

—No lo sé.

—Viene de otro mundo, señora. ¿Cuánto tiempo lleva en Streeling?

—Algo más de dos años, Amaryl.

—¿Ha visto dahlitas allí alguna vez? ¿Bajitos, cabello rizado y negro, grandes bigotes…?

—Hay estudiantes de todo tipo.

—Pero no dahlitas. Fíjese bien la próxima vez que vaya.

—¿Por qué no? —preguntó Seldon.

—No les gustamos. Nuestro aspecto es diferente. Nuestros bigotes no les agradan.

—Puedes afeitártelo… —La voz de Seldon se apagó ante la mirada furiosa del muchacho.

—¡Nunca! ¿Por qué iba a hacerlo? Mi bigote es mi virilidad.

—Sin embargo, te afeitas la barba. Y también es un signo de tu virilidad.

—Para mi pueblo lo es el bigote.

Seldon se quedó mirando a Dors.

—Calvas, bigotes…, ¡qué locura! —murmuró.

—¿Cómo? —preguntó Amaryl, furioso aún.

—Nada. Dime qué otra cosa no les gusta de los dahlitas.

—Inventan cosas desagradables: que olemos mal, que somos sucios. Dicen que robamos, que somos violentos. Dicen que somos tontos.

—¿Y por qué dicen todo eso?

—Porque no les cuesta nada decirlo y les hace sentirse mejores. Claro que trabajando en los hoyos de calor nos ensuciamos y olemos. Si somos pobres y se nos reprime, algunos roban y se ponen violentos. Pero no ocurre igual con todos. ¿Qué me dice de esos rubiales del Sector Imperial que se creen los amos de la Galaxia…, no, que son los amos de la Galaxia? ¿No se enfurecen nunca? ¿No roban a veces? Si trabajaran en mi puesto, olerían como yo. Si tuvieran que vivir como yo, también se ensuciarían.

—¿Quién niega que haya gente de todo tipo en todas partes? —dijo Seldon.

—Nadie lo niega. Lo dan por sentado. Doctor Seldon, tengo que alejarme de Trantor. Aquí no voy a tener ninguna oportunidad, no podré ganar dinero, ni conseguir educarme, ni hacerme buen matemático, ni llegar a ser nada más que lo que dicen que soy…, algo que no vale nada.

Esto último lo dijo frustrado…, desesperado. Seldon trató de razonar con él.

—La persona a quien alquilo estas habitaciones es un dahlita. Tiene un trabajo limpio. Es un hombre educado.

—¡Claro! —exclamó Amaryl con pasión—. Hay algunos. Se lo permiten a algunos para permitirse el lujo de decir luego que puede conseguirse. Y estos pocos pueden vivir limpiamente mientras no se muevan de Dahl. Deje que salgan y verá cómo los tratan. Mientras están aquí, piensan que son mejores que nadie, y a los demás nos tratan como si fuéramos basura. Eso les hace sentirse rubiales a sus propios ojos. ¿Qué hizo esa persona educada, la que le alquila estas habitaciones, cuando le dijo que iba a traer un calorero? ¿Cómo le dijo que iba a ser yo? No están en casa ahora… No han querido encontrarse en el mismo lugar que yo.

Seldon se humedeció los labios.

—No me olvidaré de ti. Haré que puedas salir de Trantor para ingresar en mi propia Universidad de Helicon…, tan pronto como yo vuelva allí.

—¿Me lo promete? ¿Me da su palabra de honor? ¿Aunque sea yo un dahlita?

—El hecho de que seas un dahlita carece de importancia para mí. Lo que sí tiene importancia es que ya seas un matemático. Pero aún me cuesta entender lo que me estás diciendo. Me parece imposible creer que exista ese insensato sentimiento contra personas inofensivas.

—Porque usted nunca ha tenido la ocasión de interesarse por estas cosas —se lamentó Amaryl—. Puede pasar todo bajo sus propias narices y no olería nada debido a que no le afecta.

—Amaryl —cortó Dors—, el doctor Seldon es un matemático como tú y, a veces, su cabeza está en las nubes. Debes comprenderlo. En cambio, yo soy historiadora y sé que no es improbable que un grupo de gente mire a otro con desprecio. Existen odios curiosos, casi rituales, que carecen de justificación racional y que pueden tener una grave influencia histórica. Es terrible.

—Decir de algo que «es terrible» resulta fácil. Según me ha dicho, usted no lo aprueba, y eso la convierte en una buena persona, pero después se va a sus cosas y deja de interesarse. Es mucho peor que «terrible». Va en contra de todo lo decente y natural. Todos somos iguales, rubiales y morenos, altos y bajos, orientales y occidentales, del sur o de otros mundos. Todos somos iguales, usted y yo, e incluso el propio Emperador. Todos descendemos de los habitantes de la Tierra, ¿no es verdad?

—¿Descendemos de qué? —exclamó Seldon, volviéndose para mirar a Dors con los ojos muy abiertos.

—¡De la gente de Tierra! —gritó Amaryl—. ¡El único planeta donde se originaron los humanos!

—¿Un planeta? ¿Un solo planeta?

—El único planeta. Claro. ¡Tierra!

—Cuando dices Tierra te refieres a Aurora, ¿verdad?

—¿Aurora? ¿Qué es eso? Cuando digo Tierra, quiero decir Tierra. ¿No ha oído hablar nunca de la Tierra?

—No —contestó Seldon—. En realidad, no.

—Es un mundo mítico —empezó Dors— que…

—Nada de mítico. Era un planeta real.

—He oído todo eso antes —suspiró Seldon—. Veamos, volvamos de nuevo al tema. ¿Hay algún libro dahlita que hable de la Tierra?

—¿Qué?

—¿Datos en alguna computadora?

—No sé de qué me habla.

—Joven, ¿dónde oíste hablar de la Tierra?

—Mi padre me lo contó. Todo el mundo lo sabe.

—¿Hay alguien que lo sepa de manera especial? ¿Te lo enseñaron en la escuela?

—Allí jamás nos dijeron una palabra de eso.

—Entonces, ¿cómo lo sabe la gente?

Amaryl se encogió de hombros, con expresión de verse presionado por nada.

—Simplemente, lo saben. Si quiere enterarse de más historias, está Mamá Rittah. No sé que haya muerto.

—¿Tu madre? No sabrías…

—Ella no es mi madre. Se la llama así: Mamá Rittah. Es muy vieja. Vive en Billibotton…, o solía vivir allí.

—¿Dónde está eso?

—Por allá —respondió Amaryl con un gesto vago.

—¿Y cómo puedo ir?

—¿Ir allí? Usted no puede ir allí. Jamás regresaría.

—¿Por qué no?

—Créame. No querría ir allí.

—Pero me gustaría ver a Mamá Rittah.

—¿Sabe usted usar una navaja? —preguntó Amaryl.

—¿Para qué? ¿Qué clase de navaja?

—Una navaja de muelle. Como ésta. —Amaryl bajó la mano al cinturón que sujetaba sus pantalones. Una parte se desprendió y del extremo surgió una hoja fina, brillante, mortífera.

La mano de Dors cayó de inmediato sobre la mano derecha del joven.

Amaryl se echó a reír.

—No pensaba utilizarla. Sólo se la enseñaba. Necesitará una igual para defenderse. Si no la tiene, o si la tiene y no sabe servirse de ella, jamás saldrá vivo de Billibotton. Pero, bueno, doctor Seldon, ¿dice en serio que me ayudará a llegar a Helicon? —preguntó con grave intensidad.

—Completamente en serio. Te lo prometo. Escribe tu nombre y dónde puedo localizarte por hipercomputadora. Tendrás un código, me figuro.

—Lo tiene mi turno en los hoyos de calor, ¿bastará?

—Sí.

—Bueno, esto quiere decir que todo mi futuro depende de usted, doctor Seldon, así que, por favor, no vaya a Billibotton. No puedo perderle, ahora… —Volvió su mirada suplicante hacia Dors y musitó—: Doctora Venabili, si él le hace caso, pídale que no vaya. Se lo suplico.