AERIE[2]

ROBOT. — … Un término empleado en las antiguas leyendas de varios mundos para lo que se suele llamar «autómatas». Generalmente, los robots están descritos como de forma humana y fabricados en metal, aunque se supone que algunos han sido de naturaleza seudoorgánica. Se supone que Hari Seldon, en el curso de La huida, vio un verdadero robot, pero la historia es de origen dudoso. En ninguno de los abundantes escritos de Seldon se menciona un robot, aunque…

Enciclopedia Galáctica

56

Nadie se fijó en ellos.

Hari Seldon y Dors Venabili repitieron el trayecto del día anterior y, esa vez, nadie se les quedó mirando por segunda vez. Tampoco los miraron por primera vez. En varias ocasiones, tuvieron que encoger las rodillas hacia un lado para dejar que alguien sentado en un asiento interior pasara ante ellos para salir. No tardaron en darse cuenta de que tenían que correrse si quedaba algún asiento libre junto a ellos cuando alguien entraba.

Esa vez, no tardaron en cansarse del olor de las kirtles, que no estaban lavadas, porque ya no estaban pendientes de lo que se veía en el exterior.

Poco más tarde llegaron.

—Esto es la biblioteca —anunció Seldon en voz baja.

—Eso creo. Por lo menos, éste es el edificio que Mycelium nos indicó ayer.

Y, sin apresurarse, se dirigieron hacia allí.

—Respira hondo —advirtió Seldon—. Ésta es la primera barrera.

La puerta que tenían delante estaba abierta, la luz que salía del interior era suave. Había cinco anchos peldaños de piedra que llevaban a la entrada. Pisaron el primero y esperaron un momento antes de darse cuenta de que su peso no los ponía en marcha hacia arriba. Dors hizo una mueca indicando a Seldon que subiera.

Juntos subieron la escalera, turbados por el atraso de los mycogenios. Después, pasaron una puerta donde, ante un pupitre ya en el interior, encontraron un hombre inclinado sobre la computadora más simple y primitiva que Seldon hubiera visto en su vida.

El hombre no levantó la cabeza para mirarle. De todo punto innecesario, se dijo Seldon. Kirtle blanca, cabeza calva…, todos los mycogenios eran tan parecidos que la vista resbalaba por ellos. Algo que, en ese momento, beneficiaba a los tribales.

El hombre que seguía, al parecer, estudiando algo en la consola preguntó:

—¿Eruditos?

—Eruditos —respondió Seldon.

El hombre señaló una puerta, con la cabeza.

—Pasen. Disfruten.

Entraron y, por lo poco que pudieron ver, eran los únicos en esta sección de la biblioteca. O la biblioteca no era un lugar demasiado popular o los eruditos eran muy pocos; aunque, posiblemente, serían ambas cosas.

—Pensaba que habría que presentar algún permiso o tarjeta de algún tipo —murmuró Seldon— y que tendría que alegar que se me había olvidado.

—Es probable que se halle encantado con nuestra presencia, tengamos o no permiso. ¿Habías visto alguna vez un lugar como éste? Si un lugar, al igual que una persona, pudiera estar muerto, nos encontraríamos dentro de un cadáver.

La mayor parte de los libros de aquella sección eran impresos, como el Libro que Seldon llevaba en el bolsillo. Dors circuló a lo largo de las estanterías, estudiándolas. Comentó:

—En su mayor parte son libros antiguos —comentó—. Clásicos. Los demás, carecen de valor.

—¿Libros de fuera? —preguntó Seldon—. Quiero, decir, ¿no mycogenios?

—Bueno, tienen sus propios libros, pero deben estar guardados en otra sección. Ésta es para la investigación externa por parte de los pobrecitos eruditos autoinstruidos como el de ayer… Éste es el departamento de Referencia y aquí está la Enciclopedia Imperial…, que debe contar más de cincuenta años como poco…, y una computadora.

Alargó la mano hacia el tablero, pero Seldon la detuvo a tiempo.

—Espera. Algo podría salir mal y nos retrasaría.

Señaló un discreto letrero colocado encima de una estantería independiente y en el que con cierto brillo se leía: AL SACR TORIUM. La segunda A de SACRATORIUM había dejado de existir, tal vez hacía poco tiempo, o quizá porque a nadie le importaba. «El Imperio —pensó Seldon—, está en decadencia. Todo él. Mycogen también.»

Miró a su alrededor. La pobre biblioteca, tan necesaria para el orgullo de Mycogen, quizá tan útil para los Ancianos que podían servirse de ella para encontrar las migajas que mantenían en alto sus creencias y se les presentaba como pertenecientes a los sofisticados tribales, parecía absolutamente vacía. Detrás de ellos no había entrado nadie más.

—Pasemos aquí, fuera de la vista del hombre que está con la computadora y pongámonos nuestras bandas.

Ya delante de la puerta, comprendieron de pronto que, una vez traspasada esa nueva barrera, ya no podrían volverse atrás.

—Dors, no entres conmigo —pidió Seldon.

—¿Por qué no?

—No lo veo seguro y no deseo que corras ningún riesgo.

—Estoy aquí para protegerte —insistió ella con firme dulzura.

—¿Qué clase de protección me puedes dar? Yo puedo cuidar de mí, solo, aunque no lo creas. Y me entorpecería tener que protegerte. ¿No te das cuenta?

—Por mí no debes preocuparte, Hari —insistió Dors—. La preocupación es cosa mía.

Y tiró de la banda donde cruzaba el espacio entre sus disimulados senos.

—¿Por qué Hummin te pidió que lo hicieras?

—Porque éstas son mis órdenes.

Sujetó a Seldon por encima de los codos y, como siempre, él se sorprendió por la fuerza de sus manos.

—Estoy en contra de esto, Hari —dijo ella con firmeza—, pero si crees que debes entrar, también entraré yo.

—Está bien. Pero si ocurre algo y ves que puedes escabullirte, sal corriendo. No te preocupes por mí.

—Estás malgastando tu aliento, Hari. Me estás insultando.

Seldon tocó el panel de entrada y el portal se deslizó. Juntos, casi al unísono, cruzaron el umbral.

57

Una estancia enorme, tanto más grande porque estaba vacía de todo lo que pudiera parecer mobiliario. Ni sillas, ni bancos, ni asientos de ningún tipo. Ni escenario, ni cortinajes, ni decoraciones.

Ni lámparas, sólo una tenue iluminación uniforme, sin fuente de luz aparente. Las paredes no estaban vacías del todo. A trechos, en un arreglo espaciado a distintas alturas y en un orden no repetitivo, había unas pequeñas, primitivas pantallas de televisión bidimensionales, todas ellas funcionando. Desde donde Dors y Seldon se encontraban, ni siquiera cabía la ilusión de una tercera dimensión, ni un asomo de auténtica holovisión.

Había gente. No mucha y por separado. Estaban solos y, al igual que los monitores televisivos, en un orden difícilmente repetible. Todos con kirtle blanca, todos con sus bandas.

Había un cierto silencio. Nadie hablaba en sentido habitual. Algunos movían los labios, musitando por lo bajo. Los que andaban, lo hacían con sigilo, y la vista baja.

La atmósfera era puramente funeraria.

Seldon se inclinó hacia Dors, que al instante se llevó un dedo a los labios y señaló uno de los monitores de televisión. La pantalla mostraba un jardín idílico lleno de flores, por el que la cámara pasaba lentamente.

Anduvieron hacia el monitor imitando el modo de moverse de los otros…, pasos lentos, pisando con suma cautela.

Cuando estuvieron a menos de medio metro de la pantalla, oyeron una voz baja, insinuante:

—El jardín de Antennin, según reproducción de antiguas guías y fotografías, situado en los arrabales de Eos. Observen…

En voz baja, que Seldon casi no podía oír por encima del ruido del monitor, Dors explicó:

—Se pone en marcha cuando alguien se acerca y se apagará si nos alejamos unos pasos. Si nos acercamos lo bastante, podemos hablar, pero no me mires y cállate si alguien se acerca.

Seldon, con la cabeza inclinada y las manos cruzadas ante sí (había observado que ésa era la postura más común), musitó:

—Espero que, en cualquier momento, alguien empiece a gemir.

—Puede ser. Están llorando su Mundo Perdido —dijo Dors.

—Confío en que cambien la película de vez en cuando. Sería mortal estar viendo siempre la misma.

—Todas son diferentes —explicó Dors, mirando a uno y otro lado—. Puede que cambien periódicamente. No lo sé.

—¡Espera! —exclamó Seldon en voz demasiado alta. Pero la bajó y prosiguió—: Ven hacia aquí.

Dors arrugó la frente porque no entendía sus palabras, pero Seldon le señaló con la cabeza. Otra vez avanzaron sigilosamente, pero los pasos de Seldon se hicieron más largos, como si sintiera la necesidad de moverse más deprisa, y Dors, alcanzándole, tiró con fuerza aunque por breve tiempo, de su kirtle. Le contuvo:

—¡Robots aquí! —le contuvo al amparo del sonido.

La imagen mostraba una vivienda con una extensión de césped, una línea de vallas en primer término y tres cosas que sólo podían describirse como robots. Eran aparentemente metálicos y de forma vagamente humana. La grabación explicaba: «Ésta es una vista, recientemente reconstruida, de la famosa finca “Vendome”, en el siglo tercero. El robot que pueden ver cerca del centro se llamaba Bendar, según la tradición, y sirvió durante veintidós años, como indican los archivos, antes de que fuese remplazado».

—Recientemente reconstruida —comentó Dors—. Así que deben cambiarlas.

—A menos que quieran decir «recientemente reconstruida durante los últimos mil años».

Otro mycogenio entró en el área de sonido de la escena.

—Saludos, Hermanos —dijo en voz baja, aunque no tanto como los murmullos entre Dors y Seldon.

Al hablar, no miró ni a Dors ni a Seldon, y éste, después de una mirada involuntaria y estremecida, mantuvo la cabeza apartada. Dors lo había ignorado todo. Seldon vaciló. Mycelium Setenta y Dos les había dicho que no se hablaba en el Sacratorium. Quizás había exagerado. Se notó que no había estado dentro desde que era niño. Desesperadamente, Seldon creyó que debía decir algo.

—A ti también, Hermano —murmuró.

No tenía la menor idea de si ésta era la fórmula correcta o si había otra, pero el mycogenio pareció encontrarla natural.

—Por ti en Aurora —respondió.

—Y por ti —añadió Seldon. Le pareció que el otro esperaba algo más, y añadió—: «En Aurora». —Notó una impalpable descarga de tensión, mientras que su frente quedaba en sudor.

—¡Precioso! No lo había visto antes —exclamó el mycogenio.

—Muy hábil —observó Seldon—. Una pérdida jamás olvidada —añadió en un arranque de atrevimiento.

El otro pareció sobresaltarse.

—En efecto, en efecto —murmuró, alejándose después.

—No te arriesgues —le censuró Dors—. No digas lo que no tengas que decir.

—Me pareció natural. En todo esto, esto es reciente. Pero estos robots resultan decepcionantes. Son lo que yo esperaría que fuese un autómata. Los que quiero ver son los orgánicos…, los humanoides.

—Caso de que existan —musitó Dors dubitativa—, no los utilizarían para trabajar en el jardín.

—Es verdad. Debemos encontrar el «Nido» de los Ancianos.

Si existe. Me parece que en esta cueva oscura no hay sino otra cueva oscura.

—Investiguémoslo.

Caminaron a lo largo de la pared. Pasaban de pantalla en pantalla, y trataban de pararse ante cada una de ellas a intervalos irregulares, hasta que Dors agarró los brazos de Seldon. Ante dos pantallas había una línea que sugería un vago rectángulo.

—Una puerta —dijo Dors. A continuación, debilitó su aserto al añadir—: ¿No te parece?

Seldon miró con disimulo. Era conveniente que, de acuerdo con la atmósfera funeraria, cada rostro, cuando no miraba el monitor televisivo, estuviera inclinado hacia el suelo en triste concentración.

Seldon preguntó:

—¿Cómo crees que pueda abrirse? —preguntó él.

—Una placa de entrada.

—No veo ninguna.

—No está indicada, pero veo una leve diferencia de color ahí. ¿Lo notas? ¿Cuántos puntos? ¿Cuántas veces?

—Probaré. Vigila y dame con el pie si alguien mira hacia aquí.

Contuvo el aliento como distraído, tocó, pulsó el punto descolorido, no consiguió nada; después, apoyó toda la palma de la mano y presionó.

La puerta se abrió en silencio, sin un chasquido, si un crujido. Seldon la traspasó tan de prisa como pudo y Dors lo siguió. La puerta se cerró tras ellos.

—Lo que me preocupa es si alguien nos habrá visto —musitó Dors.

—Los Ancianos deben pasar esta puerta con frecuencia.

—Bien. ¿Creerá alguien que somos Ancianos?

Seldon esperó, y después dijo:

—Si hemos sido observados —dijo—, y alguien cree que está mal, la puerta hubiera vuelto a abrirse a los quince segundos de nuestra entrada.

—Es posible, aunque también es posible que no haya nada que ver o que hacer de este lado de la puerta y a nadie le importe nuestra entrada.

—Esto queda por ver —masculló Seldon.

La habitación estrecha donde habían entrado estaba algo oscura, pero al ir adentrándose en ella, la luz aumentó. Había sillones amplios y cómodos, mesitas, varios sofás, un gran refrigerador y armarios.

—Si esto es el «Nido» de los Ancianos —observó Seldon—, debo decir que están bien instalados, pese a la austeridad del propio Sacratorium.

—Así era de esperar. El ascetismo de la clase dirigente, excepto de cara al público, es muy raro. Escribe esto en tu libreta de notas para aforismos psicohistóricos. —Miró en derredor—. Y no hay ningún robot.

—Un nido es un lugar alto, recuérdalo, y el techo no lo es. Debe haber pisos más arriba. Ése debe ser el camino —indicó una escalera alfombrada.

Pero no avanzó hacia ella sino que miró vagamente. Dors adivinó lo que buscaba.

—Olvídate de los ascensores —le advirtió—. En Mycogen se cultiva el primitivismo, no lo habrás olvidado, ¿verdad? No va a haber ascensores y lo que es más, si ponemos nuestros pesos al pie de la escalera, tampoco se moverá hacia arriba. Vamos a tener que subirla andando. Quizá varios tramos.

—¿Subirla?

—De acuerdo con la naturaleza de las cosas, debe conducir al «nido»…, suponiendo que lleve a alguna parte. ¿Quieres verlo o no?

Juntos se dirigieron hacia la escalera y empezaron a subir.

Ascendieron tres pisos y, a medida que lo hacían, la luz iba disminuyendo perceptible y firmemente.

—Me considero estar en buena forma —dijo Seldon, respirando hondo—, pero odio esto.

—No estás acostumbrado a este determinado tipo de ejercicio físico —observó Dors; ella, en cambio, no acusaba ninguna molestia física.

Al final del tercer tramo, la escalera terminaba y otra puerta se encontraba ante ellos.

—¿Y si está cerrada con llave? —dijo más para sí que para Dors—. ¿Intentamos forzarla?

—¿Por qué iba a estar cerrada con llave precisamente ésta, cuando la de más abajo no lo estaba? Si es la que corresponde al «Nido» de los Ancianos, me figuro que habrá un tabú en todos los que entren, excepto en los Ancianos, y un tabú es mucho más fuerte que cualquier cerradura.

—Bueno, para aquellos que lo aceptan —observó Seldon, aunque no hizo el menor movimiento hacia la puerta.

—Todavía estamos a tiempo de retroceder, puesto que vacilas. En realidad, yo te aconsejaría que dieras la vuelta.

—Mi vacilación se debe a que desconozco qué encontraremos dentro. Si está vacío… —añadió con voz más fuerte—: Pues estará vacío. —Dio un paso adelante, y empujó la puerta.

Ésta cedió con silenciosa rapidez y Seldon dio un paso atrás, sorprendido por la gran claridad que había dentro.

Y allí, frente a él, con los ojos llenos de luz, los brazos a medio alzar, un pie más avanzado que el otro, resplandeciendo con un brillo metálico ligeramente amarillento, había una figura humana. Por un momento le pareció que vestía una túnica ceñida, pero al fijarse mejor se puso de manifiesto que la túnica formaba parte de la estructura del objeto.

—¡Es el robot! —exclamó Seldon, impresionado—, pero es metálico.

—Mucho peor que eso —dijo Dors, quien había pasado de un lado a otro—. Sus ojos no me siguen. Sus brazos no se mueven. No está vivo, si uno puede hablar de los robots como de objetos con vida.

Un hombre, indudablemente un hombre, salió de detrás del robot.

—Quizá no. Pero yo estoy vivo —aseguró el anciano.

Y casi automáticamente, Dors se adelantó y se colocó en su puesto, es decir, entre Seldon y el hombre que había aparecido de repente.

58

Seldon apartó a Dors a un lado, tal vez con más rudeza de la que él se proponía.

—No necesito protección. Es nuestro viejo amigo Amo del Sol Catorce.

El hombre que tenían delante, luciendo una banda doble que quizás era el emblema de su rango de Gran Anciano, contestó:

—Y tú eres el Miembro de Tribu Seldon.

—Desde luego —asintió Seldon.

—Y ésta, pese a su ropa masculina, es la miembro de tribu Venabili.

Dors guardó silencio.

—Tienes razón, hombre de tribu —le aseguró Amo del Sol Catorce—. No corres peligro de que te haga daño físicamente. Pero sentaos, los dos. Dado que no eres una Hermana, no precisas retirarte. Ahí tienes un asiento que, si sabes apreciar la distinción, eres la primera mujer que lo utiliza.

—No, no aprecio esa distinción —declaró Dors separando bien las palabras para darle mayor énfasis.

—Sea como deseas —asintió Amo del Sol Catorce—. Yo también me sentaré porque debo dirigiros unas cuantas preguntas y no quiero hacerlo de pie.

Estaban sentados en una esquina de la habitación. Los ojos de Seldon no podían apartarse del robot metálico.

Es un robot —afirmó Amo del Sol.

—Lo sé.

—Sé que lo sabes —dijo Amo del Sol con la misma brevedad—. Y una vez confirmado esto, ¿por qué estáis aquí?

Seldon miró fijamente a Amo del Sol Catorce.

—Para ver el robot —contestó.

—¿Sabes que nadie, excepto un anciano, está autorizado a entrar en el «nido»?

—No lo sabía, aunque lo sospechaba.

—¿Sabes que los tribales jamás son autorizados a entrar en el Sacratorium?

—Me lo dijeron.

—Y tú has ignorado el hecho, ¿no es cierto?

—Como ya he dicho, queríamos ver el robot.

—¿Sabes que ninguna mujer, ni siquiera una Hermana, está autorizada a permanecer en el Sacratorium excepto en ciertas, raras y ya establecidas, ocasiones?

—También se me dijo.

—¿Sabes que ninguna mujer, en ningún momento, por ninguna razón, está autorizada a vestir ropas masculinas? Y esto, dentro de los límites de Mycogen, sirve lo mismo para tribales que para Hermanas.

—No se me dijo, pero tampoco me sorprende.

—Bien. Quiero que lo comprendáis. Ahora bien, ¿por qué querías ver el robot?

—Pura curiosidad —dijo Seldon encogiéndose de hombros—. Nunca había visto un robot, ni siquiera estaba enterado de que semejante objeto existiera.

—¿Cómo llegaste a enterarte de su existencia y, sobre todo, de su existencia aquí?

Seldon guardó silencio.

—No deseo contestar a esta pregunta —acabó por decir.

—¿Fue ésta la razón de que el miembro de tribu Hummin te enviase a Mycogen? ¿Para investigar los robots?

—No. El miembro de tribu Hummin nos trajo aquí a fin de que estuviéramos a salvo. Sin embargo, la doctora Venabili y yo somos eruditos. El conocimiento es nuestro campo y obtenerlo, nuestro propósito. Mycogen es poco comprendido fuera de sus límites y deseamos saber más sobre vuestras costumbres y métodos de pensamiento. Se trata de un deseo natural y, en nuestra opinión, inofensivo…, incluso digno.

—Ah, pero nosotros no queremos que las tribus exteriores y los mundos nos conozcan —repuso el anciano—. Es nuestro deseo natural y nosotros somos los jueces de lo que es o no inofensivo para nosotros. Así que vuelvo a preguntarte: ¿Cómo sabías que existía un robot en Mycogen y que se encontraba en esta estancia?

—El rumor general —terminó, al fin, Seldon.

—¿Insistes en ello?

—Rumor general. Insisto en ello.

Los vivos ojos azules de Amo del Sol Catorce se hicieron más penetrantes.

—Miembro de tribu Seldon —dijo sin levantar la voz—, hemos cooperado con el miembro de tribu Hummin durante largo tiempo. Pese a ser un hombre de tribu, nos pareció decente y digno de confianza. ¡Un hombre tribal! Cuando os trajo a los dos y os dejó bajo nuestra protección, lo aceptamos. Pero el tribal Hummin, sean cuales quieran sus virtudes, sigue perteneciendo a una tribu y entramos en sospechas. No estábamos seguros de lo que su verdadero propósito, o el vuestro, podían ser.

—Nuestro propósito era el conocimiento. Conocimiento académico. La doctora Venabili es historiadora y yo me intereso también por la historia. ¿Por qué no íbamos a sentir interés por la de Mycogen?

—En primer lugar, porque no deseamos ese interés… En todo caso, os enviamos a dos de nuestras más interesantes Hermanas. Debían cooperar con vosotros, tratar de descubrir lo que queríais, y (¿cuál es la frase que los tribales suelen emplear?) seguiros el juego. Pero no de modo que os dierais cuenta de lo que ocurría.

Amo del Sol Catorce sonrió, pero su sonrisa era implacable.

—Gota de Lluvia Cuarenta y Cinco fue de compras con Venabili —prosiguió Amo del Sol Catorce—, pero en aquellas salidas no ocurrió nada fuera de lo habitual. Por supuesto, recibíamos un informe completo. Gota de Lluvia Cuarenta y Tres te enseñó, Seldon, las microgranjas. Podía parecer sospechosa su disposición a acompañarte, sola, algo que es absolutamente impensable entre nosotros, pero le razonaste que lo que se aplicaba a los Hermanos no se aplicaba a los tribales y presumiste que aquel pobre razonamiento la ganara a tu causa. Consintió a tus deseos, a costa de su tranquilidad de espíritu. Y más tarde, le pediste el Libro. Habértelo entregado con demasiada facilidad hubiera despertado tus sospechas, así que simuló un deseo perverso que sólo tú podías satisfacer. Su sacrificio no será olvidado… Me figuro, miembro de tribu, que aún tienes el Libro y sospecho que lo llevas contigo. ¿Me lo das?

Seldon seguía sentado, sumido en amargo silencio.

La mano arrugada de Amo del Sol Catorce, permaneció extendida, visiblemente, al decirle:

—Cuánto mejor será que no tenga que arrancártelo a la fuerza.

Y Seldon lo entregó. Amo del Sol lo hojeó rápidamente como para asegurarse de que no había sufrido daños.

—Tendrá que ser cuidadosamente destruido —comentó con un breve suspiro—, según la costumbre aprobada. ¡Qué pena! Pero una vez con el libro en tu poder, no nos sorprendió, claro, que vinierais al Sacratorium. Os vigilamos en todo momento, porque no pensaréis que cualquier Hermano o Hermana, que no estuviera distraído, no os reconocería a primera vista como tribales. Sabemos lo que es un cubrecabezas cuando lo vemos y en Mycogen hay menos de setenta…; casi todos pertenecen a tribales con cargos oficiales que permanecen siempre en edificios seculares, pertenecientes al Gobierno, mientras están aquí. Así que fuisteis no sólo vistos, sino indiscutiblemente identificados, una y otra vez.

»El anciano Hermano que conocisteis tuvo buen cuidado de hablaros de la biblioteca, así como del Sacratorium, pero también tuvo buen cuidado de advertiros lo que os estaba prohibido hacer, porque no queríamos tenderos ninguna trampa. Jirón de Cielo Dos también os advirtió… con insistencia. Sin embargo, vosotros no renunciasteis.

»La tienda donde adquiriste la kirtle blanca y las dos bandas nos informó enseguida. Entonces dedujimos lo que pretendíais hacer. La biblioteca se mantuvo vacía y se advirtió al bibliotecario que mantuviera la vista baja, el Sacratorium se mantuvo medio inutilizado. El único Hermano que, distraído, vino a hablaros, casi lo descubre, pero cuando se dio cuenta de con quién estaba hablando se apresuró a alejarse. Después, subisteis.

»Veis, pues, que vuestra intención era subir y que no fuisteis de ningún modo atraídos hacia aquí. Habéis venido como resultado de vuestra propia acción, vuestro propio deseo, y lo que quiero preguntaros, una vez más, es: ¿por qué?

Fue Dors la que contestó esta vez, con la voz firme y ojos acerados.

—Volveremos a repetírtelo, mycogenio. Somos eruditos, que consideran sagrado el conocimiento, y sólo buscamos conocimiento. No nos habéis atraído aquí, eso desde luego, pero tampoco nos lo habéis impedido, como pudisteis hacer mucho antes de que nos acercáramos a este edificio. Nos habéis allanado el camino, nos lo habéis facilitado y esto podría ser considerado como una atracción con señuelo. ¿Qué mal hemos hecho? No hemos perturbado en absoluto este edificio, o esta habitación, o a ti, o a eso. —Y señaló al robot.

»Es un pedazo de metal oculto aquí, y ahora sabemos que está muerto. Éste es el único conocimiento que buscábamos. Creímos que sería más significativo y nos sentimos decepcionados, pero ahora que sabemos qué es, nos retiraremos. Y, si lo deseas, abandonaremos Mycogen también.

Amo del Sol Catorce la escuchó sin la menor expresión en su semblante. Cuando ella hubo terminado, se volvió a Seldon.

—Este robot, es un símbolo, como has podido ver; un símbolo de todo lo que hemos perdido y de todo lo que ya no tenemos, de todo lo que, a través de millares de años, no hemos olvidado y a lo que pensamos regresar algún día. Porque es todo lo que nos queda, material y auténtico a la vez, y lo amamos…, aunque para tu mujer no sea más que un «pedazo de metal muerto». ¿Estás de acuerdo con ese juicio, Seldon?

—Somos miembros de sociedades que no se aferran a un pasado que cuenta millares de años —repuso Seldon—, y que no tienen contacto con lo que ha existido entre el pasado y nosotros. Vivimos en el presente, al que reconocemos como producto del pasado, de todo el pasado, y no de un momento perdido en el tiempo que estrechamos sobre nuestro pecho. Comprendemos, bajo el punto de vista intelectual, lo que un robot puede significar para vosotros y estamos dispuestos a que continúe siendo así. Pero nosotros sólo podemos verlo con nuestros ojos, como vosotros podéis verlo con los vuestros. Para nosotros, es un pedazo de metal muerto.

—Y ahora —concluyó Dors—, nos iremos.

No os iréis. Al venir aquí, habéis cometido un crimen. Es un crimen ante nuestros ojos, como acabáis de indicar. —Sus labios se curvaron en una extraña sonrisa—. Pero éste es nuestro territorio y, dentro de él, nosotros marcamos las reglas. Y este crimen, según nuestras reglas, se castiga con la muerte.

—¿Vas a fusilarnos? —preguntó Dors con altivez.

La expresión de Amo del Sol fue de puro desprecio y siguió dirigiéndose a Seldon solamente.

—¿Qué has creído que somos, miembro de tribu Seldon? Nuestra cultura es tan antigua como la vuestra, tan compleja, civilizada y humana. No voy armado. Seréis juzgados y, como sois manifiestamente culpables, seréis ejecutados de acuerdo con la ley, con rapidez y sin dolor.

»Si intentarais iros ahora, yo no os lo impediría, pues abajo hay muchos Hermanos, muchos más de los que parecía haber cuando entrasteis en el Sacratorium, y airados por vuestra acción, podrían poneros las manos violentamente encima. En nuestra historia, ha ocurrido que unos tribales hayan muerto en manos de la chusma; no es una muerte agradable… y, ciertamente, nada placentera.

—Fuimos advertidos por Jirón de Cielo Dos —aclaró Dors—. No puedo decir, que ello hable mucho en favor de vuestra cultura compleja, civilizada y humana.

—La gente se deja llevar por la violencia en momentos de emoción, tribal Seldon —expuso plácidamente Amo del Sol Catorce sin hacer el menor caso a Dors—, por humanitarios que puedan comportarse en ocasiones de calma. Y esto es real en todas las culturas, como tu mujer, que se dice historiadora, sin duda conoce.

—Sigamos siendo razonables, Amo del Sol Catorce —dijo Seldon—. Tú serás la ley en Mycogen sobre asuntos locales, pero no eres la ley respecto de nosotros, y lo sabes. Ambos no somos ciudadanos de Mycogen, eso significa que pertenecemos al Imperio, y son el Emperador y sus funcionarios legales quienes deben hacerse cargo de toda ofensa capital.

—Puede que sea así en los estatutos, en los periódicos y en las pantallas de holovisión —alegó Amo del Sol Catorce—, pero ahora no hablamos de la teoría. Desde mucho tiempo atrás, el Gran Anciano tiene poder para castigar los crímenes de sacrilegio sin interferencias por parte del trono Imperial.

Si los criminales pertenecen a vuestro pueblo. Sería diferente al tratarse de forasteros.

—En este caso concreto, lo dudo. Hummin os trajo aquí como fugitivos y no somos tan imbéciles en Mycogen que no sospechemos que sois fugitivos de las leyes del Emperador. ¿Por qué iba a objetar si hacemos el trabajo por él?

—Porque objetaría —insistió Seldon—. Aun suponiendo que fuéramos fugitivos de las autoridades imperiales, incluso si su deseo fuera sólo el de castigarnos, seguiría queriendo tenernos. Permitirte matar, por la razón que fuera o los medios que quieras, a personas no-mycogenias sin el debido proceso imperial sería igual que desafiar su autoridad y ningún Emperador puede permitir semejante precedente. Por ansioso que estuviera de ver que el comercio de microalimentos no se interrumpiera, seguiría considerando necesario reestablecer la prerrogativa imperial. ¿Deseas, en tu ansia por matarnos, que una división del Ejército Imperial arrase tus granjas y tus viviendas, profane tu Sacratorium y se tome libertades con las Hermanas? Piénsalo.

Amo del Sol Catorce volvió a sonreír pero no se enterneció.

—La verdad es que lo he pensado y existe una alternativa. Después de condenaros, podríamos retrasar vuestra ejecución para permitiros apelar al Emperador en una petición de revisar vuestro caso. Él agradecería esta prueba de nuestra sumisión a su autoridad; también, la posibilidad de apoderarse de vosotros, por alguna razón personal, y, con ello, Mycogen se beneficiaría. ¿Es eso lo que queréis? ¿Apelar al Emperador a su debido tiempo y que os entreguemos a él?

Seldon y Dors cruzaron sus miradas y guardaron silencio.

—Tengo la impresión —prosiguió Amo del Sol Catorce— de que preferiríais ser entregados al Emperador antes que morir; pero, ¿por qué creo que dicha preferencia lo es sólo por un escaso margen?

—En realidad —comentó una nueva voz—, pienso que ninguna de las dos alternativas es aceptable, y que deberíamos buscar una tercera.

59

Fue Dors la primera en identificar al recién llegado, quizá porque era ella quien lo había estado esperando.

—¡Hummin! —exclamó—. ¡Gracias a Dios que nos has encontrado! Me puse en contacto contigo tan pronto me di cuenta de que no iba a poder evitar que Hari… —alzó las manos en un amplio gesto— llegara a esto.

La sonrisa de Hummin era tan breve que no llegó a alterar su natural gravedad. Se notaba un sutil cansancio en él.

—Querida mía, estaba ocupado en otras cosas. No siempre puedo acudir al instante. Al llegar, he tenido, como vosotros dos, que buscarme una kirtle y una banda, por no hablar del cubrecabeza, y venir rápidamente. De haber estado antes aquí, hubiera podido evitar todo esto; a pesar de todo, creo que he llegado a tiempo.

Amo del Sol Catorce se había recobrado ya de lo que pareció haber sido una dolorosa impresión.

—¿Cómo has llegado hasta aquí, miembro de tribu Hummin? —preguntó en una voz que carecía de su habitual y profunda severidad.

—No ha sido fácil, Gran Anciano, pero como la tribal Venabili gusta decir, soy una persona muy persuasiva. Alguno de los ciudadanos recordaron quién soy, lo que he hecho por Mycogen en el pasado y que sigo siendo un Hermano honorario. ¿Lo habías olvidado, Amo del Sol Catorce?

—No lo he olvidado —respondió el Anciano—, mas incluso la mejor memoria no puede sobreponerse a ciertos actos. ¡Un hombre y una mujer tribales aquí! ¡No hay mayor crimen! Todo lo que has hecho no pesa lo bastante para equilibrar este acto. Mi gente no es desagradecida. Te lo pagaremos de algún otro modo. Pero estos dos deben morir o ser entregados al Emperador.

—También yo me encuentro aquí —observó plácidamente Hummin—. ¿No es igualmente un crimen?

—Por ti —concedió Amo del Sol Catorce—, por ti, personalmente, como Hermano honorario, puedo… pasarlo por alto…, una vez. Pero no a estos dos.

—¿Acaso esperas una recompensa del Emperador? ¿Algún favor? ¿Quizás una concesión? ¿Ya te has puesto en contacto con él o con su Jefe de Estado Mayor, Eto Demerzel?

—Esto no es un tema a discutir.

—Que en sí ya es una confesión. Venga, no voy a preguntarte qué te ha prometido el Emperador, pero no puede ser gran cosa. En estos días de degeneración, no tiene mucho que dar. Deja que yo te haga una oferta. ¿Te han dicho estos dos que son eruditos?

—Me lo han dicho.

—Y lo son. No te han mentido. La mujer es historiadora y el hombre matemático. Juntos tratan de combinar sus talentos para hacer una matemática de la Historia; la combinación resultante se llama «psicohistoria».

—No sé nada de esa psicohistoria —protestó Amo del Sol Catorce—, ni me interesa saberlo. Así como tampoco me interesa ninguna otra faceta de vuestros conocimientos tribales.

—Sin embargo —cortó Hummin—, te sugiero que me escuches.

Hummin tardó quince minutos, en una concisa explicación, en describir la posibilidad de organizar las leyes naturales de la sociedad (algo que siempre mencionaba con audibles puntos de exclamación en su tono de voz) a fin de hacer posible anticipar el futuro con un grado sustancial de probabilidad. Cuando hubo terminado, Amo del Sol Catorce, que le había escuchado sin inmutarse, dejó caer:

—Una especulación altamente improbable, diría yo.

—Es posible, Gran Anciano, pero el Emperador no lo piensa así. Y al decir Emperador, que de por sí es un personaje amable, me refiero a Demerzel, sobre cuyas ambiciones no es preciso instruirte. A ambos les gustaría apoderarse de estos dos eruditos, causa por la que les traje aquí, para ponerles a salvo. No me imaginaba que harías el trabajo de Demerzel, entregando los eruditos al Emperador.

—Han cometido un crimen que…

—Sí, lo sabemos, Gran Anciano, pero sólo es un crimen porque tú prefieres llamarlo así. No han hecho el menor daño.

—Lo han hecho a nuestras creencias, a nuestro más profundo…

—Pues imagina el daño que se hará si la psicohistoria cae en manos de Demerzel. Sí, te concedo que tal vez nada salga de ello, pero supón, por un momento, que algo aparece y que el Gobierno Imperial hace uso de ello…, puedo decir lo que va a ocurrir…, puede tomar medidas gracias a ese preconocimiento que nadie más poseería…, puede tomar medidas, a decir verdad, enfocadas a encontrar una alternativa de futuro más de acuerdo con los gustos imperiales.

—¿Y bien?

—¿Te cabe la duda, Gran Anciano, de que el otro futuro más de acuerdo con los gustos imperiales sería uno de mayor y más fuerte centralización? Desde hace siglos, como bien sabes, el Imperio ha ido sufriendo una continuada descentralización. Muchos mundos, ahora, sólo guardan las formas respecto del Emperador y virtualmente se gobiernan solos. Incluso aquí, en Trantor, hay descentralización. Mycogen, por citar un ejemplo, está en gran parte libre de injerencia imperial. Tú gobiernas como Gran Anciano y no hay a tu lado ningún funcionario imperial que inspeccione tus actos y decisiones. ¿Cuánto crees que te va a durar con hombres como Demerzel adaptando al futuro a su conveniencia?

—Sigue siendo una mera especulación —insistió Amo del Sol—, pero reconozco que es muy turbadora.

—Por el contrario, si estos eruditos pueden completar su tarea, un improbable si, como tú dirías, pero un si… Entonces ten la seguridad de que se acordarán de que les ha tratado con clemencia cuando pudiste no hacerlo. Y no sería inconcebible que aprendan a arreglar un futuro, por ejemplo, que permitiera a Mycogen tener su propio mundo, un mundo que podría ser terraformado a imagen y semejanza del Mundo Perdido. E incluso si ellos dos olvidan tu bondad, yo estaré para recordárselo.

—Bien…

—Vamos —dijo Hummin—, no es difícil decidir lo que pasa por Demerzel. Y aunque la posibilidad de la psicohistoria sea pequeña (si no fuera sincero contigo, no lo admitiría) no es cero; y si trae el restablecimiento del Mundo Perdido, ¿qué más puedes desear? ¿Qué no serías capaz de arriesgar para una mínima posibilidad? Vamos…, te lo prometo, y mis promesas no se hacen a la ligera. Libera y estos dos y elige la mínima probabilidad de conseguir tu sueño, antes que quedarte sin nada.

Después de un silencio, Amo del Sol Catorce suspiró.

—No sé cómo lo haces, miembro de tribu Hummin, pero en todas las ocasiones en que nos vemos, me convences de que haga algo que, realmente, no quiero hacer.

—¿Te he aconsejado mal alguna vez, Gran Anciano?

—¿Me has ofrecido alguna vez la más mínima oportunidad?

—¿Y tan inmensa posible recompensa? Una equilibra la otra.

—Tienes razón —asintió Amo del Sol—. Llévate a estos dos, sácalos de Mycogen y no permitas que vuelva a verles nunca más, a menos que llegue el día en que… Pero, seguro que yo no lo veré.

—Quizá no, Gran Anciano. Pero tu pueblo lleva casi veinte mil años esperando, paciente. ¿Te importaría, pues, esperar, quizás, otros doscientos?

—Yo no querría esperar ni un instante, pero mi pueblo esperará todo lo que deba… —y se puso en pie—. Despejaré el camino. ¡Cógelos y márchate!

60

Por fin volvían a estar en un túnel. Hummin y Seldon ya habían viajado por uno cuando se trasladaron del Sector Imperial a la Universidad de Streeling. Ahora, se encontraban en otro túnel, yendo de Mycogen a…, Seldon no sabía dónde. No se atrevió a preguntar. El rostro de Hummin parecía tallado en granito y no parecía desear conversación.

Hummin estaba sentado delante, con nadie a su derecha. Seldon y Dors compartían el asiento trasero.

Seldon esbozó una sonrisa y miró a Dors que parecía malhumorada.

—Me encanta llevar ropas normales, ¿y a ti?

—Nunca más llevaré o miraré nada que se parezca a una kirtle —declaró Dors con sinceridad—. Y jamás, en ninguna circunstancia, me pondré un cubrecabeza. La verdad es que me sentiré incómoda siempre que vea a un hombre calvo, aunque sea calvo de por sí.

Y fue la propia Dors quien, finalmente, formuló la pregunta que Seldon no se había atrevido a hacer:

—Chetter —exclamó con petulancia—, ¿por qué no nos quieres decir dónde vamos?

Hummin se ladeó y miró a Dors y Seldon con gravedad:

—A un lugar donde os resulte difícil meteros en apuros…, aunque no estoy seguro de que exista tal lugar.

Dors se sintió apabullada.

—En realidad, Chetter, ha sido culpa mía. En Streeling, dejé que Seldon subiera a Arriba sin acompañarle. En Mycogen le acompañé, pero no debí haberle dejado entrar en el Sacratorium.

—Estaba decidido a entrar. No fue en absoluto culpa de Dors.

Hummin no hizo el menor esfuerzo por sumarse a la censura.

—Deduzco que querías ver el robot —dijo—. ¿Había alguna razón, para ello? ¿Puedes explicármelo?

Seldon sintió que se ruborizaba.

—Estaba equivocado a este respecto, Hummin. No vi lo que esperaba. De haber conocido el contenido del «nido», no me hubiera molestado en ir. Llámalo un completo chasco.

—Pero, bueno, Seldon, ¿qué era lo que esperabas ver? Por favor, dímelo. Tómate el tiempo que necesites. El trayecto será largo y estoy dispuesto a escucharte.

—El caso es, Hummin, que tenía la idea de que había habido robots, humanoides, de larga vida; que uno de ellos, por lo menos, podía seguir vivo y encontrarse en el «nido». Y sí que lo había, pero era metálico, estaba muerto, y era sólo un símbolo. De haber sabido…

—Lo sé. Si todos conociéramos todos los datos, las preguntas no serían necesarias, ni la investigación de cualquier tipo. ¿Dónde conseguiste la información sobre los robots humanoides? Dado que ningún mycogenio lo hubiera discutido contigo, sólo se me ocurre una fuente. El Libro mycogenio…, un poderoso libro-impreso en antiguo aurorano y galáctico moderno. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí.

—¿Cómo conseguiste un ejemplar?

—Es algo embarazoso —murmuró Seldon tras una corta pausa.

—No me turbo con facilidad, Seldon.

Éste se lo explicó, y Hummin permitió que una breve sonrisa iluminara su rostro.

—¿No se te ocurrió pensar que podía tratarse de una comedia? —observó Hummin—. Ninguna Hermana haría semejante cosa…, excepto si le había sido ordenado, y con mucha presión.

Seldon frunció el ceño.

—No está tan claro —respondió con cierta aspereza—. De vez en cuando, hay gente pervertida. Para ti es fácil sonreír. Ni Dors ni yo poseíamos la información que tú tienes. Si no querías que yo cayera en las trampas, podías haberme advertido de las existentes.

—De acuerdo. Retiro mi observación. En todo caso, estoy seguro de que ya no tienes el Libro.

—No. Amo del Sol Catorce me lo quitó.

—¿Cuánto leíste?

—Sólo una parte. No tuve tiempo. Es un libro enorme y debo confesarte, Hummin, que es muy aburrido.

—Sí, lo sé porque creo que he leído algo más que tú. No sólo resulta aburrido, sino que no puedes fiarte de él. Es parcial, es el punto de vista oficial de la historia de Mycogen, más empeñado en presentar dicho punto de vista que en razonar de manera objetiva. Es, incluso, deliberadamente oscuro sobre ciertos puntos; de modo que los extraños, suponiendo que pudieran leerlo, no supieran en realidad lo que están leyendo. Por ejemplo, ¿qué fue lo que creíste leer sobre los robots que te interesó?

—Ya te lo he dicho. Habla de robots humaniformes, robots que no podían distinguirse de los seres humanos en su aspecto externo.

—¿Y cuántos de ellos existirían? —preguntó Hummin.

—No lo dice… Por lo menos, no encontré ningún párrafo en el que se den cifras. Pudo haber sólo unos cuantos, pero a uno de ellos, el libro lo menciona como «Renegado». Parece tener un significado desagradable aunque no pude descubrir cuál era.

—No me hablaste de nada de esto —interrumpió Dors—. Si lo hubieras hecho, te habría podido decir que no es un nombre, sino otra palabra arcaica cuyo significado, más o menos, es el de «traidor» en galáctico. La palabra más antigua lleva consigo un aura de miedo. En cierto modo, un traidor se refugia en su traición, pero un renegado se jacta de ella.

—Dejaré la sutileza del lenguaje arcaico para ti, Dors —dijo Hummin—; en cualquier caso, si el Renegado existió y era un robot humaniforme, resulta claro que si se comportó como un traidor y un enemigo, no sería mencionado ni venerado en el «Nido» de los Ancianos.

—No conocía el significado de la palabra «renegado» —repuso Seldon—, mas, como he dicho, tuve la impresión de que se trataba de un enemigo. Pensé que pudo haber sido derrotado y conservado como un recuerdo del triunfo mycogenio.

—¿Había alguna indicación en el Libro de que el Renegado hubiese sido derrotado?

—No, pero pudo habérseme pasado esa parte…

—No es fácil. Cualquier victoria mycogenia hubiera sido inequívocamente mencionada y comentada una y otra vez.

—Había algo más que dijese sobre el Renegado —aventuró Seldon, titubeando—, mas no estoy del todo seguro de haberlo comprendido.

—Como te he dicho —comentó Hummin—, a veces es deliberadamente oscuro.

—Sin embargo, parecía dar a entender que el Renegado era capaz de modificar o intervenir en las emociones humanas…, influir en ellas.

—Cualquier político puede hacerlo —declaró Hummin con un encogimiento de hombros—. Se le llama carisma…, cuando funciona.

—Bueno, yo quería creer —suspiró Seldon—. Nada más. Hubiera dado cualquier cosa por encontrar un antiguo robot humaniforme, todavía activo, al que pudiera interrogar.

—¿Con qué fin? —preguntó Hummin.

—Para aprender los detalles de la primitiva sociedad galáctica cuando aún consistía en un puñado de mundos. La psicohistoria podría deducirse con mayor facilidad de una Galaxia pequeña.

—¿Y tienes la seguridad de poder admitir lo que oyeras? Después de muchos millares de años, ¿estarías dispuesto a confiar en los primeros recuerdos de un robot?, ¿a tener en cuenta toda la distorsión que hubiera en ellos?

—Hummin tiene razón —intervino Dors inesperadamente—. Sería como los datos computarizados de que te hablé, Hari. Poco a poco, esos recuerdos del robot se irían esfumando, se perderían, borrarían, serían distorsionados. Sólo se puede retroceder hasta un punto, y cuanto más lejos llegues, la información se vuelve menos fiable por más que te esfuerces.

—He oído mencionarlo como una especie de incierto principio de la información —asintió Hummin.

—¿No sería posible que alguna información, por razones especiales, se conservara intacta? —insistió Seldon, reflexivo—. Parte del libro mycogenio puede referirse a acontecimientos de veinte mil años atrás, y ser, no obstante, originales. Cierta información, cuanto más valiosa y más cuidadosamente conservada, más exacta y duradera puede ser.

—La palabra clave es «particular». Lo que el Libro procura preservar puede no ser lo que desearías que se hubiera preservado, y lo que el robot pueda recordar mejor tal vez sea lo que a ti te interesa que no recordara.

—En cualquier dirección que me vuelva en busca de una solución para mi psicohistoria, las cosas se arreglan para hacérmelo imposible. ¿Para qué luchar? —exclamó Seldon, exasperado.

—Puede parecerte imposible ahora —dijo Hummin sin inmutarse— pero dada la fuerza intelectual necesaria, puede encontrarse un camino hacia la psicohistoria que ninguno de nosotros concibe en este momento. Concédete más tiempo. Ahora, estamos llegando a un área de reposo. Detengámonos y cenemos.

Mientras comían cordero sobre un pan sin sabor (desagradable después de la calidad del de Mycogen), Seldon expuso:

—Pareces presumir, Hummin, que soy poseedor de la fuerza necesaria. Puedes no estar en lo cierto, ¿sabes?

—Tienes razón. Tal vez no sea así. No obstante, no conozco a un candidato mejor para el puesto, así que debo seguir aferrado a ti.

—Bien, lo intentaré —suspiró Seldon—, pero no tengo la menor chispa de esperanza. Posible pero no práctico, fue lo primero que te dije, y sigo más convencido que nunca de lo mismo.