AURORA. — … Un mundo mítico, supuestamente habitado en tiempos primitivos, durante el amanecer de los viajes interestelares. Para algunos, es el igualmente mítico «mundo de origen» de la Humanidad, por otro nombre, «Tierra». Los habitantes de Mycogen (q.v.), Sector del antiguo Trantor, se decían descendientes de los habitantes de Aurora y hacían de ello el credo de su sistema de creencias, sobre las cuales no se sabe casi nada…
Enciclopedia Galáctica
Las Hermanas Gotas de Lluvia llegaron a media mañana. Gota de Lluvia Cuarenta y Cinco parecía tan contenta como siempre, pero Gota de Lluvia Cuarenta y Tres se quedó en la puerta, con aspecto cansado y circunspecto. Mantuvo los ojos bajos y no dirigió ni una sola mirada a Seldon.
Éste, desconcertado, hizo una señal a Dors, quien habló con un tono de voz decidido y animado.
—Un momento. Hermanas —dijo—. Debo dar instrucciones a mi hombre o no sabrá qué hacer durante todo el día.
Ambos pasaron al cuarto de baño.
—¿Ocurre algo? —murmuró Dors.
—Sí. Gota de Lluvia Cuarenta y Tres está claramente destrozada. Por favor, dile que le devolveré el libro tan pronto como pueda.
Dors dedicó una larga mirada sorprendida a Seldon.
—Hari, eres una persona encantadora y considerada, pero no tienes ni el sentido común de una ameba. Si se me ocurre mencionar el libro a la pobre mujer, se dará cuenta de que me lo has contado todo y, entonces, sí que quedará realmente destrozada. Lo único que puedo hacer es tratarla exactamente como siempre.
—Supongo que tienes razón —asintió Seldon, abrumado.
Dors regresó a tiempo para la cena y se encontró con Seldon en su camastro, todavía hojeando el libro, pero con intensificada impaciencia. Cuando ella entró, la miró con enfado.
—Si vamos a quedarnos aquí por más tiempo —comentó enfurruñado—, necesitaremos un sistema para comunicarnos de un modo u otro. No tenía idea de cuándo volverías y estaba un poco preocupado.
—Pues, ya me tienes aquí —repuso Dors, al tiempo que se quitaba el gorro y lo miraba con asco—. Me encanta tu preocupación por mí. Pensé que estarías tan enfrascado en tu libro, que ni siquiera te darías cuenta de que yo había salido.
Seldon emitió un gruñido.
—En cuanto a sistemas de comunicación —continuó Dors—, dudo que no cueste trabajo conseguirlos en Mycogen. Significaría facilitar la comunicación con las tribus exteriores y sospecho que los dirigentes de Mycogen están determinados a cortar cualquier posible acción recíproca con el gran más allá.
—Sí —admitió Seldon apartando el libro—. Es de suponer, por lo que veo en el Libro. ¿Has descubierto algo sobre lo que tú llamas… el templo?
—Sí —respondió ella mientras iba arrancándose las tiras que le cubrían las cejas—. Existe. Hay cierto número de ellos repartidos por el Sector, y un edificio central que parece ser el principal… ¿Quieres creer que una mujer se fijó en mis pestañas y me dijo que no debería dejarme ver en público? Tengo la impresión de que se proponía denunciarme por exposición indecente.
—¿Qué importa eso? —exclamó Seldon, impaciente—. ¿Sabes dónde está situado el templo central?
—Tengo la dirección, pero Gota de Lluvia Cuarenta y Cinco me advirtió que las mujeres no están autorizadas a entrar, excepto en ocasiones especiales, ninguna de las cuales está al caer. Se llama el Sacratorium.
—¿El qué?
—El Sacratorium.
—¡Qué palabra tan fea! ¿Qué significa?
Dors movió la cabeza negativamente.
—Es nueva para mí. Y ninguna de las Gotas de Lluvia conocía el significado. Para ellas, Sacratorium es como se llama al edificio. Lo que es. Preguntarles por qué lo nombran así era como preguntarles por qué una pared se llama pared.
—¿Hay algo que sepan acerca de él?
—Por supuesto, Hari. Saben para qué sirve. Es un lugar dedicado a algo más que a la vida en Mycogen. Está dedicado a otro mundo, un mundo anterior y mejor.
—El mundo donde antes vivían, quieres decir.
—Exactamente. Gota de Lluvia Cuarenta y Cinco casi me lo dijo, pero no del todo. No se atrevía a pronunciar palabra.
—¿Aurora?
—Ésa es la palabra, pero sospecho que si la pronunciaras en voz alta ante un grupo de mycogenios, se horrorizarían y escandalizarían. Cuando Gota de Lluvia Cuarenta y Cinco dijo: «El Sacratorium está dedicado a…», calló de repente y escribió con el dedo, cuidadosamente, en la palma de la mano, las letras, una a una. Estaba tan ruborizada que parecía hacer algo obsceno con su gesto.
—¡Qué extraño! Si el Libro es una guía exacta, Aurora es su recuerdo más preciado, su punto principal de unificación, el centro alrededor del cual todo Mycogen gira. ¿Por qué iba a considerarse una obscenidad el mencionarlo? ¿Estás segura de haber interpretado bien lo que la Hermana quería decir?
—Por completo. Y quizá no sea un misterio. Hablar demasiado sobre ese tema podría hacer que llegara a oídos de las tribus. La mejor forma de mantenerlo secreto es hacer que su mención sea tabú.
—¿Tabú?
—Sí. Se trata de un término antropológico especializado. Es una referencia a una presión social, seria y efectiva, para la prohibición de alguna acción. El hecho de que las mujeres no estén autorizadas a entrar en el Sacratorium tiene, probablemente, la fuerza de un tabú. Estoy segura de que una Hermana se mostraría horrorizada si se le sugiriera invadir el recinto.
—Y los detalles conseguidos para que yo pueda llegar solo al Sacratorium, ¿son de fiar?
—En primer lugar, Hari, no vas a ir solo. Yo te acompañaré. Creo haber discutido ya el asunto contigo y haber expuesto con toda claridad que no puedo protegerte a distancia…, ni de las tormentas de nieve, ni de las mujeres salvajes. En segundo lugar, no es práctico pensar en ir andando como si nada. Puede que Mycogen sea un Sector pequeño, si se lo compara con otros sectores, pero tampoco es tan pequeño.
—Un expreso, pues.
—En Mycogen no hay expresos que crucen el territorio. Esto favorecería el contacto entre mycogenios y tribus. Pero hay transportes públicos del tipo que se encuentran en planetas más pequeños, menos desarrollados. Y, en realidad, eso es Mycogen, un trozo de planeta subdesarrollado, incrustado como una espina en el cuerpo de Trantor que, por otra parte, es un conjunto de sociedades evolucionadas pegadas unas a otras. Hari, termina el libro de una vez. Es obvio que Gota de Lluvia Cuarenta y Tres corre peligro mientras tú lo tengas y lo correrá más si lo descubren.
—¿Quieres decir que su lectura por un miembro de tribu es tabú?
—Estoy segura.
—Bueno, no perdería gran cosa devolviéndoselo. Yo diría que un 95 por ciento es de un aburrimiento increíble: infinitas luchas internas entre grupos políticos, infinita justificación de políticas cuya prudencia yo no podría juzgar, infinitas homilías sobre temas éticos, los cuales, aun conociéndolos, y no suelen serlos, están planteados con tal indignante tono virtuoso que casi obligan a su violación.
—Parece como si arrancándotelo de las manos te hiciera un gran favor.
—Excepto que queda el otro 5 por ciento que habla del inmencionable Aurora. No dejo de pensar que ahí puede haber algo, y que este algo puede serme útil. Por eso me interesaba saber sobre el Sacratorium.
—¿Esperas encontrar pruebas en el Sacratorium en favor del concepto de Aurora que aparece en el Libro?
—En cierto modo, sí. También estoy terriblemente interesado por lo que el libro tiene que decir sobre los autómatas, o robots, empleando su palabra. Me siento atraído por el concepto.
—No me digas que te lo tomas en serio.
—Casi. Si aceptas algunos pasajes del Libro al pie de la letra, entonces hay la implicación de que algunos robots tenían forma humana.
—Por supuesto. Si vas a construir un simulacro de ser humano, harás que parezca un ser humano.
—Sí, «simulacro» significa «imitación», pero una imitación puede ser muy burda. Un artista puede dibujar un palo y darte cuenta de que trata de representar un ser humano y lo reconoces: un círculo para la cabeza, un palo para el cuerpo, y cuatro líneas torcidas para brazos y piernas, y ya lo tienes. Pero me refiero a robots, que realmente son como seres humanos en todos sus detalles.
—Ridículo, Hari. Imagínate el tiempo que llevaría formar el metal del cuerpo en proporciones perfectas, con la curva suave de los músculos, palpable.
—¿Quién ha hablado de «metal», Dors? La impresión que he sacado es que dichos robots eran orgánicos, o casi orgánicos, que tenían piel. No podrías establecer distinciones entre ellos y los seres humanos, de ningún modo.
—¿Dice eso el Libro?
—No con las mismas palabras. Pero se entiende que…
—Tú entiendes, Hari. No puedes tomarlo en serio.
—Deja que lo intente. Encuentro cuatro cosas que puedo deducir de lo que el Libro dice sobre los robots…, y he seguido cada referencia dada en el índice. Primero, como he dicho, ellos…, o algunos de ellos, eran exactos a los seres humanos; segundo, que su duración de vida era muy extensa, si quieres llamarlo así.
—Mejor decir «efectiva», o acabarás pensando en ellos como en seres humanos.
—Tercero —siguió diciendo Seldon, ignorándola—, que algunos, o por lo menos uno, continúan viviendo hoy en día.
—Hari, ésta es una de las leyendas más difundidas. El antiguo héroe no muere sino que permanece en animación suspendida, dispuesto a regresar para salvar a su pueblo en tiempo de gran necesidad. ¡Por favor, Hari!
—Cuarto —continuó Seldon sin darse por enterado—, hay algunas líneas que parecen indicar que el templo central, o el Sacratorium (si eso es lo que es, aunque la verdad es que no he encontrado la palabra en el Libro), contiene un robot. —Hizo una pausa, luego preguntó—: ¿Te das cuenta?
—No. ¿De qué tengo que darme cuenta?
—Si reunimos los cuatro puntos, tal vez un robot, exactamente igual a un ser humano, que todavía vive, y que, digamos, ha estado viviendo en los últimos veinte mil años, se encuentra en el Sacratorium.
—Venga, Hari, no puedes creer algo así.
—En realidad, no lo creo, pero tampoco dejo de creerlo. ¿Y si fuera cierto? ¿Y si es verdad, aunque sólo se trate de una posibilidad entre un millón?, lo confieso. ¿No comprendes lo útil que me resultaría? Podría recordar la Galaxia tal como era antes de que los archivos históricos existieran. Podría ayudarme a hacer posible la psicohistoria.
—Aun suponiendo que fuera verdad, ¿crees que los mycogenios te dejarían ver y entrevistar al robot?
—No intento pedir permiso. Puedo ir al Sacratorium y ver, primero, si hay algo que entrevistar.
—Ahora no. Mañana como muy pronto. Y si por la mañana no has cambiado de idea, iremos.
—Tú mismo me has dicho que no dejan que las mujeres…
—Pero les permiten mirar desde el exterior, estoy segura que no iremos más allá.
Y se mostró inflexible.
Hari Seldon estaba de acuerdo en dejar que Dors llevara la iniciativa. Había circulado por las avenidas de Mycogen y las conocía mejor que él.
A Dors Venabili, con la frente arrugada, la idea le gustaba muy poco.
—Podemos perdernos fácilmente, ¿sabes? —objetó.
—Con este folleto, no.
—Piensa en Mycogen, Hari —alegó ella, impaciente—. Deberíamos tener un computomapa, algo para consultar. Esta versión mycogenia no es sino un pedazo de plástico doblado. No puedo decirle a esta cosa dónde estoy. No puedo decírselo con palabras y ni siquiera puedo hacerlo apretando los botones necesarios. Y tampoco ella puede decirme nada. Es un objeto impreso.
—Entonces, lee lo que dice.
—Es lo que estoy intentando, pero está escrito para personas familiarizadas con el sistema. Tendremos que preguntar.
—No, Dors. Esto lo haremos como último recurso. No quiero llamar la atención. Preferiría que nos arriesgáramos y tratáramos de encontrar el camino, incluso aunque ello signifique perdernos un par de veces.
Dors hojeó el folleto con suma atención.
—Bueno, dedica toda tu atención al Sacratorium —acabó diciendo de mala gana—. Es lo natural. Presumo que todo el mundo en Mycogen quiere llegar allí en un momento u otro. —Después de concentrarse un poco más, añadió—. Te diré algo. No hay modo de encontrar un transporte desde aquí para llegar hasta allá.
—¿Cómo?
—No te excites. Por lo visto, hay un medio de ir de aquí a otro medio de transporte que nos llevará allí. Tendremos que pasar de uno al otro.
Seldon se relajó.
—Es natural. Ni en Trantor se puede tomar un expreso directo a la mayor parte de los sitios, hay que hacer transbordos.
Dors le dirigió una mirada impaciente.
—También yo lo sé. Es que estoy acostumbrada a tener objetos que me expliquen las cosas. Cuando cuentas con que debes encontrarlo por tus propios medios, lo más sencillo se te escapa.
—Está bien, querida. No te sulfures. Si conoces ya el camino, dirige. Yo te seguiré con toda humildad.
Y así lo hizo hasta que llegaron a un cruce, donde se detuvieron.
Tres varones de blancas kirtles y dos hembras de gris estaban en el mismo cruce. Seldon esbozó una sonrisa general en su dirección, pero no consiguió más que una mirada indiferente, desviada de inmediato.
Por fin, el transporte llegó. Era una versión anticuada de lo que Seldon hubiera llamado un gravi-bus en Helicon. Dentro había una veintena de asientos corridos tapizados, con capacidad para cuatro personas cada uno. Cada banco tenía sus propias puertas a ambos lados del vehículo. Cuando paraba, los pasajeros se apeaban por el lado que les convenía. Seldon, por un momento, se sintió preocupado al ver que algunos se apeaban por el lado del tránsito, pero se fijó en que cada vehículo que se acercaba en una u otra dirección paraba al acercarse al gravi-bus. Ninguno se movía mientras éste no se pusiera en marcha.
Dors empujó a Seldon y éste se acercó a un banco en el que había dos asientos contiguos vacíos. Dors entró detrás de él (los hombres pasaban siempre delante, observó).
—Deja de estudiar a la humanidad —le advirtió Dors en un murmullo—. Fíjate en lo que te rodea.
—Lo intentaré.
—Por ejemplo… —dijo ella, señalando un espacio liso en el respaldo del banco, directamente delante de ellos. Tan pronto como el vehículo empezó a moverse, aparecieron palabras iluminadas, indicando la próxima parada y las estructuras o cruces cercanos.
—Ahora es probable que esto nos diga el trasbordo que necesitamos. Por lo menos, el Sector no es bárbaro del todo.
—Estupendo —exclamó Seldon. Luego, pasado un momento, se inclinó hacia Dors y murmuró—: Nadie nos mira. Parece que los límites artificiales están para proteger la intimidad individual en los lugares abarrotados. ¿Te has dado cuenta?
—Siempre lo he dado por sensato. Si esto va a ser una regla de tu psicohistoria, no creo que nadie se impresione.
Como Dors había supuesto, la placa direccional que había frente a ellos anunció, poco después, que se acercaban al punto de trasbordo para cambiar a la línea directa que los llevaría al Sacratorium.
Se apearon y también tuvieron que esperar. Varios gravi-buses ya habían dejado la intersección, pero otro gravi-bus se acercaba. Estaban en un trayecto bien comunicado, lo que no era sorprendente; el Sacratorium tenía que ser el centro neurálgico del Sector. Subieron al gravi-bus, y Seldon murmuró:
—¿No pagamos?
—Según el folleto, el transporte público es un servicio gratuito.
Seldon sacó el labio inferior.
—¡Qué civilizados! Supongo que todo funciona sin tropiezos, no son atrasados, ni bárbaros, ni nada.
Pero Dors le tocó con disimulo.
—Tu regla ha fallado —musitó—. Estamos siendo observados. El hombre, a tu derecha.
Los ojos de Seldon realizaron un movimiento fugaz. El hombre que se sentaba a su derecha era algo flaco y parecía bastante viejo. Tenía los ojos oscuros y la tez morena. Seldon estaba seguro de que si no lo hubieran depilado, su cabello habría sido negro.
Volvió a mirar ante sí, pensando. Aquel Hermano le resultaba algo atípico. Los pocos Hermanos en los que se había fijado eran bastante altos, de tez clara y ojos azules o grises. Desde luego, tampoco había visto tantos como para hacerse una idea general.
Notó un ligero roce en la manga derecha de su kirtle. Seldon se volvió, indeciso, y se encontró con una cartulina en la que estaba escrito: ¡CUIDADO, MIEMBRO DE TRIBU!
Seldon se sobresaltó y, en un gesto automático, se llevó la mano al cubrecabeza. El hombre sentado a su lado moduló en silencio: «Pelo».
La mano de Seldon lo localizó, unas pocas hebras sobre la sien. En un momento u otro del recorrido, debió habérsele desplazado el cubrecabeza. Tan rápida y disimuladamente como pudo, se lo encasquetó mejor y, simulando pasarse la mano por la cabeza, se aseguró de que estaba bien sujeto. Entonces, se volvió a su vecino de la derecha e inclinó imperceptiblemente la cabeza.
—Gracias —murmuró.
El otro le sonrió.
—¿Vais al Sacratorium? —preguntó en voz normal.
—En efecto —asintió Seldon.
—Era fácil adivinarlo. Yo también. ¿Bajamos juntos? —su sonrisa era amistosa.
—Estoy con mi…, mi…
—Tu mujer. Claro. ¿Vamos los tres juntos?
Seldon no sabía cómo reaccionar. Un vistazo en la otra dirección le mostró a Dors con los ojos fijos ante ella. Estaba demostrando que no se interesaba por la conversación masculina…, la actitud apropiada de una Hermana. No obstante, Seldon notó una leve presión en la rodilla que supuso (quizá sin demasiada justificación) quería decir: «Está bien».
En cualquier caso, su natural sentido de la cortesía le llevó a decir:
—Sí, por supuesto.
No hubo más conversación hasta que la placa direccional les indicó que estaban llegando al Sacratorium y el amigo mycogenio de Seldon se puso en pie para salir.
El gravi-bus dio un amplio giro por el perímetro de la explanada del Sacratorium y, cuando se detuvo, hubo un éxodo general con los hombres pasando delante de las mujeres para bajar primero. Ellas los siguieron.
—Es un poco pronto para almorzar…, amigos míos —anunció la voz del mycogenio, algo cascada por los años pero alegre—, pero os doy mi palabra de que dentro de poco todo estará lleno. ¿Queréis que compremos algo, ahora, y lo comamos ahí fuera? Estoy muy familiarizado con este lugar y conozco un buen sitio.
Seldon se preguntó si no sería una trampa para inducir a inocentes miembros de tribu a embarcarse en algo improcedente o costoso, mas, aun así, decidió arriesgarse.
—Eres muy amable. Nosotros no estamos familiarizados con el lugar, y nos encantará seguir tus consejos.
Compraron el almuerzo, bocadillos y una bebida que parecía leche, en un puesto al aire libre. Como el día era precioso y ellos eran visitantes, dijo el viejo mycogenio, se acercarían a la explanada del Sacratorium y comerían al aire libre, para que se familiarizaran mejor con lo que les rodeaba.
Durante el trayecto, llevando el almuerzo, Seldon observó que, en pequeña escala, el Sacratorium se parecía al Palacio Imperial, y que el terreno en que se asentaba era casi idéntico, en miniatura, al que rodeaba el Palacio Imperial. Le costaba creer que los mycogenios admiraran las instituciones Imperiales, o quizá, las odiaban y despreciaban de verdad, mas la atracción cultural no podía evitarse.
—Es precioso —exclamó el mycogenio claramente orgulloso.
—Sí —afirmó Seldon—. ¡Y cómo brilla a la luz del día!
—El terreno que lo rodea imita el parque gubernamental de nuestro Mundo del Amanecer…, en miniatura, claro.
—¿Has visto alguna vez el parque donde se levanta el Palacio Imperial? —preguntó Seldon, cauteloso.
El mycogenio captó la intención de la pregunta y no pareció molestarle.
—Ellos copiaron lo mejor que supieron el Mundo del Amanecer —comentó.
Seldon lo puso muy en duda, pero se calló. Habían llegado a un asiento semicircular de piedra blanca, que brillaba a la luz lo mismo que el Sacratorium.
—Bien —dijo el mycogenio mientras sus oscuros ojos relucían de placer—. Nadie ha cogido mi sitio. Lo llamo mi sitio porque se trata de mi lugar favorito. Proporciona una vista magnífica de la pared lateral del Sacratorium, más allá de los árboles. Siéntate, por favor, te lo aseguro. Y tu compañera. Ella es bienvenida al asiento, también. Pertenece a la tribu, lo sé, y sus costumbres son diferentes. Ella puede…, puede hablar si lo desea.
Dors le dirigió una mirada penetrante y se sentó.
Seldon, comprendiendo que iban a estar un buen rato con el viejo mycogenio, le tendió la mano.
—Soy Hari —se presentó—, y mi compañera es Dors. Lo siento, pero no empleamos números.
—A cada uno…, o una…, lo suyo —dijo el anciano, expansivo—. Yo soy Mycelium Setenta y Dos. Somos una gran cohorte.
—¿Mycelium? —repitió Seldon, dubitativo.
—Pareces sorprendido. Veo que sólo has tenido tratos con los miembros de nuestras grandes familias. Usan nombres como Nube, Luz Solar y Noche Estrellada…; todos astronómicos.
—Confieso que… —empezó Seldon.
—Bien, pues conoce ahora a uno de la clase baja. Tomamos nuestros nombres de la tierra y de los microorganismos que cultivamos. Perfectamente respetables.
—No me cabe la menor duda —aseguró Seldon—, y te agradezco que me ayudaras con mis…, mi problema en el gravi-bus.
—Oye —advirtió Mycelium Setenta y Dos—, te he librado de un buen tropiezo. Si una Hermana te hubiera visto antes que yo, se hubiera puesto a chillar, no lo dudes, y los Hermanos más cercanos te habrían echado fuera del gravi-bus…, quizá sin esperar siquiera a que se detuviera.
Dors se inclinó para poder mirar a Seldon de frente.
—¿Y cómo no lo has hecho tú?
—¿Yo? Yo no siento animosidad hacia las tribus. Soy un erudito.
—¿Un erudito?
—El primero de mi cohorte. Estudié en la escuela del Sacratorium y saqué buenas notas. He aprendido todas las artes antiguas y tengo licencia para entrar en la Biblioteca tribal, donde se guardan todos los libro-películas y los libros de autores tribales. Puedo ver cualquier libro-película y leer el libro que desee. Incluso tenemos una biblioteca de referencia, computarizada, y también puedo consultarla. Todo eso ensancha la mente. Y no me importa que se vea asomar un poco de cabello. He visto muchas imágenes de hombres con cabello. Y también mujeres. —Y echó una rápida mirada a Dors.
Comieron en silencio durante un rato.
—Estoy viendo que cada Hermano que entra o sale del Sacratorium lleva una banda roja —comentó Seldon de pronto.
—Oh, sí. Por encima del hombro izquierdo y alrededor del lado derecho de la cintura, profusamente bordadas en general —explicó Mycelium Setenta y Dos.
—¿Y eso por qué?
—Se llama obiah. Simboliza la alegría que se siente al entrar en el Sacratorium y la sangre que uno derramaría para conservarlo.
—¿Sangre? —repitió Dors.
—Es un símbolo. Nunca he oído hablar de nadie que derramara sangre por el Sacratorium. Además, tampoco hay tanta alegría. En general, uno se postra y gime y llora por el Mundo Perdido… —Su voz bajó de tono y musitó—: Una tontería.
—¿No eres… un creyente? —preguntó Dors.
—Soy un erudito —declaró Mycelium obviamente orgulloso. Su rostro, que se arrugó al sonreír, advirtió un mayor aspecto de vejez.
Seldon se encontró preguntándose cuántos años tendría. ¿Varios siglos acaso…? No, esto ya se había acabado. No podía ser, pero…
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Seldon de pronto, involuntariamente.
Mycelium Setenta y Dos no pareció ofenderse por la pregunta, ni titubeó al contestar.
—Setenta y siete.
Pero la curiosidad acuciaba a Seldon: tenía que saber.
—He oído decir que vuestro pueblo cree que antiguamente todo el mundo vivía varios siglos.
Mycelium se le quedó mirando con expresión de curiosidad.
—¿De dónde habrán sacado eso? Alguien tiene que haberse ido de la lengua…, pero es verdad. Existe esa creencia. Sólo los no sofisticados lo creen, pero los Ancianos comentan la creencia porque demuestra nuestra superioridad. En realidad, nuestra esperanza de vida es algo mayor que la de otros mundos porque nos nutrimos mejor, pero es raro que se viva un siglo.
—Parece como si no consideraras superiores a los mycogenios.
—Los mycogenios están muy bien. Desde luego, no son inferiores. Sin embargo, yo creo que todos los hombres son iguales… Incluso las mujeres —terminó, mirando a Dors.
—Me temo que mucha de tu gente no estaría de acuerdo contigo.
—O mucha de la tuya —repuso Mycelium Setenta y Dos, vagamente resentido—. Pero yo lo creo así. Un erudito tiene que creerlo. He visto, e incluso leído, toda la gran literatura de las tribus. Entiendo vuestra cultura. He escrito artículos sobre ella. Puedo estar aquí sentado tan a gusto con vosotros como si fuerais…
—Pareces orgulloso de comprender las cosas de las tribus —le interrumpió Dors, con viveza—. ¿Has viajado alguna vez fuera de Mycogen?
Mycelium Setenta y Dos se apartó un poco.
—No.
—¿Por qué no? Podrías conocernos mejor.
—No me sentiría cómodo. Tendría que llevar peluca. Me daría vergüenza.
—¿Y por qué ponerte peluca? —exclamó Dors—. Podrías seguir calvo.
—No. No iba a ser tan loco. Sería maltratado por todos los peludos.
—¿Maltratado? ¿A santo de qué? —preguntó Dors—. En Trantor hay mucha gente, naturalmente, calva por todas partes, y en otros mundos también.
—Mi padre está calvo por completo —explicó Seldon con un suspiro—. Y temo que en las décadas futuras también yo lo estaré. Mi cabello ya no es abundante.
—Pero eso no es ser calvo —objetó Mycelium—. Tienes pelo alrededor y por encima de los ojos. Quiero decir calvo…, sin nada de pelo.
—¿En ninguna parte del cuerpo? —quiso saber Dors, interesada.
Esta vez, Mycelium Setenta y Dos pareció ofenderse y guardó silencio.
—Dime, Mycelium Setenta y Dos, ¿la gente de las tribus puede, entrar en el Sacratorium como espectadores? —preguntó Seldon, deseoso de mantener la conversación.
Mycelium sacudió vigorosamente la cabeza.
—Jamás. Sólo es para los Hijos del Amanecer.
—¿Sólo los hijos? —murmuró Dors.
Mycelium Setenta y Dos pareció escandalizado, y luego, generosamente, explicó:
—Pertenecéis a las tribus. Las Hijas del Amanecer entran en ciertos días y a ciertas horas. Así es como funciona esto. No digo que yo lo apruebe. Si dependiera de mí, les diría: «Entrad y disfrutad si podéis». Mejor otros que yo, la verdad.
—¿No entras nunca?
—Cuando era muy joven mis padres me llevaron, pero —y movió la cabeza— no había más que gente mirando el Libro, leyendo en él, y suspirando y llorando por los tiempos pasados. Muy deprimente. No se puede hablar. No se puede reír. Incluso no podemos mirarnos los unos a los otros. Hay que tener la mente completamente enfocada en el Mundo Perdido. Por completo —dijo, y agitó la mano como rechazándolo—. No es para mí. Soy un erudito y quiero que todo el mundo esté abierto para mí.
—Tienes razón —asintió Seldon—. Nosotros pensamos lo mismo. También somos eruditos, tanto Dors como yo.
—Lo sé.
—¿Lo sabes? ¿Cómo lo sabes?
—Tenéis que serlo. Los únicos tribales tolerados en Mycogen son funcionarios Imperiales y diplomáticos, comerciantes importantes y eruditos… Para mí, vuestro aspecto es el de eruditos. Esto es lo que me ha hecho interesarme por vosotros. Eruditos reunidos… —y sonrió complacido.
—En efecto. Yo soy matemático; Dors, historiadora. ¿Y tú?
—Me especializo en… la cultura. He leído todas las grandes obras de la literatura de las tribus; Lissauer, Mentone, Novigor…
—Y nosotros hemos leído las grandes obras de vuestro pueblo, por ejemplo, he leído el Libro… Sobre el Mundo Perdido.
Mycelium abrió los ojos, sorprendido. Su tez olivácea pareció palidecer.
—¿Los has leído? ¿Cómo? ¿Dónde?
—En nuestra universidad tenemos copias que podemos leer si se nos autoriza.
—¿Copias del Libro?
—Sí.
—Quién sabe si los Ancianos están enterados.
—Y he leído sobre los robots —insistió Seldon.
—¿Robots?
—Sí. Es por lo que me gustaría entrar en el Sacratorium. Me gustaría ver al robot.
Dors dio una ligera patada a Seldon, pero éste la ignoró.
—No creo en estas cosas —dijo Mycelium Setenta y Dos, inquieto—. Los eruditos no creen en ello. —Pero, por su expresión, parecía como si temiera que lo oyeran.
—He leído que un robot se encuentra aún en el Sacratorium.
—No quiero seguir hablando de tanta tontería.
—Y si realmente estuviera en el Sacratorium, ¿dónde lo tendrían?
—Incluso suponiendo que hubiera uno, no podría decírtelo. No he entrado ahí desde que era niño.
—A pesar de ello, estarías enterado si hubiera un lugar especial, un escondrijo.
—Está el nido del águila de los Ancianos. Sólo los ancianos pueden subir. Pero allí no hay nada.
—¿Has estado alguna vez?
—No, claro que no.
—Entonces, ¿cómo lo sabes?
—No sé que no hay un granado allí. No sé que no hay un órgano-láser allí. No sé que no hay ni una muestra de un millón de cosas allí. ¿Acaso mi falta de conocimiento de su ausencia, demuestra que están presentes?
De momento, a Seldon no se le ocurrió nada que decir.
Una sonrisa dulcificó la expresión preocupada de Mycelium Setenta y Dos.
—Esto no es más que un razonamiento de erudito —dijo—. No soy un hombre fácil de embarullar; de todos modos, os aconsejaría que no intentarais subir al nido de los Ancianos. No creo que os gustara lo que os pasaría si encontraban un tribal dentro… Bien. Lo mejor del Amanecer para vosotros. —Se levantó de pronto, sin previo aviso, y desapareció apresuradamente.
Seldon lo contempló, pensativo, algo sorprendido.
—¿Qué le ha hecho dispararse así?
—Creo que porque alguien se acercaba —dijo Dors.
Y alguien se estaba acercando. Un hombre alto con una lujosa kirtle blanca y una no menos lujosa y adornada banda roja, se deslizaba con aire solemne hacia ellos. Tenía el aspecto inconfundible de alguien que está descontento.
Hari Seldon se puso en pie al acercarse el nuevo mycogenio. No tenía la menor idea de si aquél era el comportamiento correcto, pero tuvo la instintiva sensación de que no quedaría mal. Dors Venabili se levantó al mismo tiempo y mantuvo los ojos cuidadosamente bajos.
El desconocido se plantó ante ellos. También era un anciano, pero de una vejez más sutil que la de Mycelium Setenta y Dos. La edad parecía prestarle distinción a su rostro todavía hermoso. Su cabeza calva estaba perfectamente formada y sus ojos eran de un sorprendente tono azul, que contrastaba con el resplandeciente rojo de la banda.
—Veo que sois tribales —le dijo el recién llegado. Su voz era más aguda de lo que Seldon esperaba, pero hablaba despacio, como consciente del peso de su autoridad en cada palabra que pronunciaba.
—Eso somos —respondió Seldon, correcto pero con firmeza. No veía razón para no conocer la posición del otro, pero él no tenía intención de abandonar la suya.
—¿Vuestros nombres?
—Yo soy Hari Seldon, de Helicon. Mi compañera es Dors Venabili, de Cinna. ¿Y el tuyo, hombre de Mycogen?
Los ojos del desconocido se entrecerraron con disgusto, pero también sabía reconocer un aire de autoridad cuando se encontraba ante él.
—Soy Jirón de Cielo Dos —respondió, irguiendo la cabeza—, un Anciano del Sacratorium. ¿Y tu posición, hombre de tribu?
—Nosotros —y Seldon hizo hincapié en el pronombre— somos eruditos de la Universidad de Streeling. Yo soy matemático y mi compañera historiadora; nos hallamos aquí para estudiar las costumbres de Mycogen.
—¿Con permiso de quién?
—De Amo del Sol Catorce, que vino a recibirnos a nuestra llegada.
Jirón de Cielo Dos guardó silencio durante unos instantes y, después, una leve sonrisa iluminó su rostro, que adoptó una expresión casi benigna.
—El Gran Anciano —dijo—. Lo conozco bien.
—Como debe ser. ¿Algo más, Anciano?
—Sí —respondió, tratando de recobrar el terreno perdido—. ¿Quién era el hombre que estaba con vosotros y que se alejó cuando yo me acercaba?
—No le habíamos visto antes, Anciano. Y no sabemos nada de él. Le encontramos por pura casualidad y le preguntamos sobre el Sacratorium.
—¿Qué le preguntasteis?
—Dos cosas, Anciano. Le preguntamos si el edificio era el Sacratorium y si los tribales estaban autorizados a entrar. Contestó que sí a la primera pregunta y no a la segunda.
—Bien. ¿Qué interés tenéis en el Sacratorium?
—Señor, como estamos aquí para estudiar las costumbres de Mycogen, y el Sacratorium es el corazón y el cerebro de Mycogen…
—Es enteramente nuestro y nos está reservado a nosotros.
—¿Incluso si un Anciano, el Gran Anciano, nos consiguiera un permiso en vista de nuestra función erudita?
—¿Tenéis, en verdad, permiso del Gran Anciano?
Seldon vaciló unos segundos mientras los ojos de Dors lo miraban de soslayo. Decidió que no podía arriesgarse con una mentira de tal magnitud.
—No, todavía no.
—Ni nunca —afirmó el Anciano—. Estáis aquí en Mycogen, con permiso de la Autoridad, pero ni siquiera la máxima Autoridad puede ejercer un control absoluto sobre el público. Damos gran valor a nuestro Sacratorium y el populacho puede soliviantarse con gran facilidad por la presencia de tribales en Mycogen y, de manera muy especial, si se hallan cerca del Sacratorium. Bastaría el grito de un exaltado, un grito de «¡Invasión!», para que un pueblo tranquilo como éste se transformara en una masa sedienta de destrucción, de vuestra destrucción. Y lo afirmo, literalmente. Por vuestro propio bien, incluso si el Gran Anciano os ha demostrado tolerancia, marchaos. ¡Ahora mismo!
—Pero el Sacratorium… —insistió Seldon, obcecado, a pesar de que Dors le tiraba suavemente de la kirtle.
—¿Qué hay en él que te pueda interesar? Ya lo ves. En su interior no hay nada para ti.
—Está el robot —repuso Seldon.
El Anciano se le quedó mirando, escandalizado y sorprendido; luego, acercó sus labios al oído de Seldon.
—Márchate ahora mismo —murmuró, fiero— o seré yo quien lance el grito de «¡Invasión!». Si no fuera por el Gran Anciano, ni siquiera te daría la oportunidad de desaparecer.
Dors, con fuerza inusitada, casi arrancó a Seldon del suelo, apartándose de allí apresuradamente. Lo arrastró hasta que él recobró el equilibrio y anduvo rápidamente tras ella.
Fue durante el desayuno del día siguiente, y no antes, cuando Dors planteó el asunto de una forma que Seldon encontró de lo más hiriente.
—Bien, lo de ayer supuso un buen chasco.
Seldon, que creía haberse librado de censuras, pareció malhumorado.
—¿Dónde estuvo el chasco?
—Nos echaron, así de sencillo. ¿Y por qué? ¿Qué sacamos en claro?
—Sólo la certeza de que allí hay un robot.
—Mycelium Setenta y Dos nos dijo que no había nada.
—Claro que lo dijo. Es un erudito, o cree serlo, y lo que él no sabe sobre el Sacratorium llenaría la biblioteca a donde va a leer. Ya viste la reacción del Anciano.
—Por supuesto que la vi.
—No habría reaccionado así si no hubiera un robot dentro. Estaba horrorizado de que nosotros lo supiésemos.
—Es pura suposición tuya, Hari. Pero, incluso si lo hubiera, no podríamos entrar.
—Pero sí intentarlo. Después del desayuno saldremos a comprar una banda para mí, una de esas obiahs. Me la pondré, mantendré los ojos devotamente bajos y entraré.
—¿Con cubrecabeza y todo? Te descubrirán en un micro-segundo.
—No, no lo harán. Entraremos en la biblioteca donde se guardan los datos tribales. De todos modos, me interesa verla. De la biblioteca, que es el anexo del Sacratorium, por lo que creo recordar, habrá una entrada a éste…
—Donde te cazarán al momento.
—En absoluto. Ya oíste lo que Mycelium Setenta y Dos nos dijo. Todos mantienen los ojos bajos y meditan sobre su gran Mundo Perdido, Aurora. Nadie mira a nadie. Probablemente, hacerlo sería una terrible infracción de disciplina. Entonces, buscaré el nido de los Ancianos…
—¿Y así de fácil?
—En un momento dado, Mycelium Setenta y Dos me aconsejó que no subiera al nido de los Ancianos. Subiera. Debe estar en alguna parte de esa torre del Sacratorium, la torre central.
Dors movió la cabeza.
—No recuerdo las palabras exactas del hombre y creo que tú tampoco. Nos basamos en una indicación demasiado débil para… Espera. —De pronto, calló, con el ceño fruncido.
—¿Y bien?
—Hay una palabra arcaica: «nido de águila», que significa «un lugar en lo alto de las rocas», ¡el nido de los Ancianos!
—¿Lo ves? Hemos aprendido cosas vitales como resultado de lo que tú llamas chasco. Y si puedo encontrar un robot que cuenta veinte mil años de edad, y si él puede decirme…
—Supón que semejante cosa exista, lo cual sobrepasa en mucho lo creíble, y que no es muy probable, ¿cuánto tiempo crees que podrás hablar con él antes de que tu presencia sea detectada?
—No lo sé, pero si puedo demostrar su existencia y puedo encontrarlo, entonces pensaré en la forma de hablarle. Ahora, bajo ninguna circunstancia puedo volverme atrás; es demasiado tarde. Hummin debió dejarme en paz cuando yo pensaba que no conseguiría desentrañar la psicohistoria. Ahora, que parece que puedo lograrlo, no dejaré que nada me lo impida…, a menos que me maten.
—No, Hari. Mi obligación es cuidar de ti, y no puedo permitírtelo.
—Debes dejarme. Encontrar la solución a la psicohistoria es más importante que mi seguridad. Ésta lo es porque puedo resolver la psicohistoria. Impídeme que lo haga y tu misión pierde su sentido… Piénsalo bien.
Seldon se sentía imbuido de un renovado sentido de obligación. La psicohistoria, su nebulosa teoría, que poco tiempo atrás había creído que jamás probaría, se veía más cerca, más real. Ahora, tenía que creer en su posibilidad; lo sentía en sus entrañas. Las piezas iban encajando y, a pesar de que todavía no podía ver la imagen completa, estaba seguro de que el Sacratorium le proporcionaría una pieza más a su rompecabezas.
—Bien, entonces, te acompañaré, idiota, para poder sacarte de allí llegado el momento.
—Las mujeres no pueden entrar.
—¿Y qué indica que soy una mujer? Sólo está la kirtle gris. No puedes ver mis senos debajo de ella. No voy peinada como una mujer debajo de este cubrecabeza. Tengo el mismo rostro, lavado, sin marcas, que tiene un hombre. Los hombres, aquí, son barbilampiños. Lo único que necesito es una kirtle blanca, y una banda roja, que me permitirán entrar. Cualquier Hermana podría hacerlo si el tabú no se lo impidiera. Pero esto no reza conmigo.
—Pero sí conmigo. No te dejaré. Es demasiado peligroso.
—No más peligroso para mí que para ti.
—Pero yo debo arriesgarme.
—Yo también. ¿Por qué tu imperativo es mayor que el mío?
—Porque… —Y Seldon reflexionó.
—Métete esto en la cabeza —dijo Dors con voz dura como la piedra—. No permitiré que vayas sin mí. Si lo intentas, te dejaré inconsciente de un golpe y te amarraré. Si la idea no te gusta, abandona cualquier intención de ir solo.
Seldon vaciló y masculló algo entre dientes. Abandonó la discusión, momentáneamente.
Casi no había nubes en el cielo, que se veía de un color azul muy pálido, como si estuviera envuelto en leve bruma. Eso, en opinión de Seldon, no estaba mal pero echó en falta el sol. Nadie en Trantor veía el sol del planeta a menos que subiera a Arriba, e incluso entonces, sólo cuando la capa de nubes se rasgaba.
¿Echarían los trantorianos en falta el sol? ¿Pensaban en él alguna vez? Cuando uno de ellos visitaba otro mundo donde el sol natural estaba a la vista, ¿se lo quedaba mirando medio cegado, impresionado?
¿Por qué, se preguntó, había gente que pasaba sus vidas sin intentar encontrar respuesta a sus preguntas? ¿Ni siquiera pensando en sus preguntas? ¿Había algo mejor en la vida que buscar respuestas?
Su mirada bajó a nivel del suelo. La gran avenida estaba bordeada de edificios bajos, tiendas en su mayoría. Numerosos vehículos individuales circulaban a ras de suelo en ambas direcciones, cada uno de ellos ceñido a su derecha. Parecían una colección de antigüedades, pero estaban movidos por electricidad y no hacían el menor ruido. Seldon se preguntó si «antigüedad» era siempre una palabra de la que había que burlarse. ¿No compensaría el silencio la lentitud? Después de todo, ¿había algo en la vida que justificara la velocidad?
Muchos niños jugaban por la calle y Seldon apretó los labios, fastidiado. Resultaba muy claro que una larga duración de vida para los mycogenios era imposible a menos que se permitiera el infanticidio. Los niños de ambos sexos (aunque era difícil distinguir los niños de las niñas) llevaban kirtles que les llegaban hasta por debajo de las rodillas, permitiendo así la alocada actividad infantil.
Los niños también tenían cabello, de unos centímetros de longitud en su mayoría, pero los mayores llevaban capuchas acopladas a sus kirtles y las llevaban levantadas, cubriendo por completo la parte superior de la cabeza. Era como si fueran lo bastante mayores para que su cabello ya pareciera obsceno…, o suficientemente mayores para desear ocultarlo, suspirando por el día del paso del rito en que serían depilados. De pronto, se le ocurrió una idea.
—Dors, cuando salías de compras, ¿quién pagaba, tú o las Hermanas Gota de Lluvia?
—Yo, naturalmente. Las Gotas de Lluvia jamás enseñaron su tabla de créditos. ¿Por qué iban a hacerlo? Lo que se compraba era para nosotros, no para ellas.
—Pero tú tienes una tabla de crédito trantoriana…, una tabla de crédito tribal.
—Pues claro, Hari, pero no hubo el menor problema. Los mycogenios pueden mantener su propia cultura, modos de pensar y hábitos de vida como les parezca. Pueden destruir su cabello cefálico y llevar kirtles. Sin embargo, deben utilizar los créditos del mundo. De no hacerlo así, pondrían fin al comercio y ninguna persona sensata haría algo como eso. Los créditos mandan, Hari. —Alzó la mano como si sostuviera una invisible tabla de crédito.
—¿Y aceptaron tu tabla?
—Sin rechistar. Ni dijeron nada sobre mi cubrecabeza. Los créditos lo sanean todo.
—Bien, magnífico. Así puedo comprar…
—No, las compras las haré yo. Los créditos pueden sanearlo todo, pero será más fácil con una mujer forastera. Están tan acostumbrados a prestar poca o ninguna atención a las mujeres que, automáticamente, harán lo mismo conmigo. Aquí está la tienda de ropa donde he estado comprando.
—Te esperaré fuera. Consígueme una bonita banda roja…, una que luzca impresionante.
—No hagas como que se te ha olvidado nuestra decisión. Compraré dos. Y otra kirtle blanca, también, a mi medida.
—¿No les parecerá raro que una mujer compre una kirtle blanca?
—Claro que no. Pensarán que la estoy comprando para un compañero varón, quien, por casualidad, tiene mis medidas. En realidad, no creo que se molesten en imaginar nada, siempre y cuando mi dinero sea bueno.
Seldon esperó, medio temiendo que alguien se le acercara y le saludara como a miembro de tribu o, más probable, lo denunciara como a tal, mas no ocurrió nada de eso. Los que pasaban por su lado lo hacían sin mirarle y los que miraban en su dirección seguían sin inmutarse. Las kirtles grises le ponían especialmente nervioso, sobre todo las que circulaban por parejas o, peor aún, las que iban con un hombre. Se las veía cansadas, ignoradas, despreciadas. ¿Cuánto mejor era ganar una pequeña notoriedad aunque sólo fuera chillando a la vista de un miembro de tribu? Incluso las mujeres pasaban de largo.
«No cuentan con ver a un miembro de la tribu —pensó Seldon—, así que no se fijan».
Esto, se dijo, era un buen augurio para su futura invasión del Sacratorium. ¡Qué poco podían esperar ver tribales allí y cuánto más, por consiguiente, dejarían de verles!
Cuando salió Dors lo encontró de bastante buen humor.
—¿Lo tienes todo?
—Todo.
—Entonces, volvamos a casa para que puedas cambiarte.
La kirtle blanca no le sentaba tan bien como la gris. Pero, claro, no había podido probársela o incluso el comerciante más obtuso se hubiera alarmado.
—¿Qué tal estoy, Hari?
—Como un muchacho. Ahora, probemos las fajas…, o, mejor dicho, obiahs. Será preferible que me acostumbre a llamarlas así.
Dors, sin el gorro, sacudía agradecida su melena. Advirtió vivamente:
—No te la pongas ahora —advirtió ella—. No vamos a circular por todo Mycogen con la banda puesta. Lo último que deseamos es llamar la atención.
—No, no. Sólo quiero ver cómo se pone.
—Bien, pero ésta no. La otra es de mejor calidad y más elaborada.
—Tienes razón, Dors. Tengo que atraer toda la atención sobre mí. No quiero que nadie descubra que eres una mujer.
—No pensaba en esto, Hari. Sólo quiero que estés guapo.
—Un millón de gracias, pero sospecho que eso es imposible. Ahora, veamos…, ¿cómo se pone esto?
Juntos, Hari y Dors, practicaron la disposición de sus obiahs, quitándoselas y poniéndoselas, una y otra vez, hasta que pudieron hacerlo en un sólo movimiento natural. Dors enseñó a Hari cómo debía ponérsela, tal como había visto hacerlo a un hombre el día anterior, delante del Sacratorium.
Cuando Hari la felicitó por sus dotes de observación, ella se ruborizó.
—No es nada, Hari —murmuró—, sólo me fijé.
—Entonces, eres un genio de la observación.
Satisfechos por fin, se separaron un poco, observándose mutuamente. La obiah de Hari resplandecía, tenía un dibujo parecido a un dragón de un rojo brillante sobre un fondo ligeramente más claro pero del mismo tono. El de Dors era algo menos atrevido, una sencilla línea en el centro y de un color algo más claro.
—Bien —suspiró, satisfecha—, lo bastante para demostrar buen gusto.
Y se la quitó.
—Ahora —dijo Seldon—, vamos a doblarla y guardarla en uno de los bolsillos interiores. Mi tabla de crédito (la de Hummin, en realidad) y la llave de la casa en este otro bolsillo, y aquí, a este lado, el Libro.
—¿El Libro? ¿Debes llevártelo?
—Sí. Supongo que cualquiera que vaya al Sacratorium debe llevarlo consigo. Puede que entonen cánticos, y tengan lecturas. Si fuera necesario, compartiremos el libro y tal vez nadie se fije. ¿Estás dispuesta?
—Nunca lo estaré, pero voy contigo.
—Será un trayecto aburrido. ¿Quieres comprobar mi cubrecabeza y asegurarte de que no asoma ni un cabello esta vez? Y no te rasques la cabeza.
—No lo haré. Estás muy bien.
—Tú también.
—Y pareces nervioso.
—¿Por qué será? —repuso Seldon, sarcástico.
Dors alargó la mano impulsivamente y apretó la de Hari, mas la retiró al instante como sorprendida por su arrebato. Se miró y enderezó los pliegues de su kirtle. Hari, un poco sorprendido pero curiosamente complacido, se aclaró la garganta y anunció:
—Bien, vámonos.