EL LIBRO

HISTORIA DE LA MANO EN EL MUSLO. — … Algo mencionado por Hari Seldon en un punto crucial de su búsqueda de un método para desarrollar la psicohistoria. Por desgracia, sus publicaciones no nos indican lo que era la «historia» y cualquier especulación respecto a ella (y hay muchas) es fútil. Sigue siendo uno de los muchos e integrantes misterios sobre la carrera de Seldon.

Enciclopedia Galáctica

45

Gota de Lluvia Cuarenta y Tres se quedó mirando a Seldon, con ojos alocados y respiración jadeante.

—No puedo seguir aquí —dijo.

Seldon miró a su alrededor.

—Nadie nos molesta. Incluso el Hermano que nos ha dado las golosinas no ha comentado nada sobre nosotros. Pareció tomarnos por una pareja perfectamente normal.

—Porque no hay nada anormal en nosotros…, cuando estamos en penumbra, cuando mantienes la voz baja de modo que tu acento tribal se nota menos, y cuando yo parezco tranquila. Pero ahora… —Su voz iba enronqueciendo.

—Ahora, ¿qué?

—Me siento nerviosa y tensa. Estoy… empapada en sudor.

—¿Quién se va a fijar? Relájate. Cálmate.

—No puedo relajarme aquí. No puedo calmarme en un sitio donde pueden verme.

—¿Adónde podemos ir, pues?

—Hay pequeños cobertizos para descansar. He trabajado aquí. Sé dónde están.

Echó a andar deprisa y Seldon la siguió. Subieron por una pequeña rampa, que a la escasa luz él no hubiera visto de no ser por ella, luego pasaron ante una hilera de puertas, ampliamente separadas.

—La del extremo —murmuró ella—. Está vacía.

Y así era, en efecto. Había un pequeño rectángulo luminoso que decía DESOCUPADO y la puerta aparecía abierta.

Gota de Lluvia Cuarenta y Tres miró rápidamente a su alrededor, indicó a Seldon que entrara y ella lo hizo a continuación. Cerró la puerta y, al cerrarla, una pequeña luz en el techo iluminó el interior.

—¿Hay algún medio de que el letrero de la puerta pueda indicar que no está libre? —preguntó Seldon.

—Automáticamente, al cerrarse la puerta y encenderse la luz, el letrero cambia.

Seldon percibía una suave corriente de aire que producía un leve sonido, pero, ¿en qué lugar de Trantor no se notaba lo mismo?

La estancia no era grande; tenía un camastro con un colchón firme y eficiente y sábanas muy limpias. Había una mesa y una silla, un pequeño refrigerador y algo que parecía una mesita caliente, quizás una pequeña placa para calentar comida.

Gota de Lluvia Cuarenta y Tres se sentó en la silla, muy tiesa, en un visible esfuerzo por relajarse.

Seldon, indeciso sobre cómo comportarse, permaneció de pie hasta que Gota de Lluvia le indicó, un poco impaciente, que se sentara en el camastro. Así lo hizo.

—Si alguna vez llegara a saberse que he estado aquí con un hombre, aunque sea de una tribu, me convertiré en una verdadera paria —murmuró Gota de Lluvia Cuarenta y Tres con dulzura, como si hablara consigo misma.

—Entonces, no nos quedemos aquí —exclamó Seldon poniéndose en pie de un salto.

—Siéntate. No puedo salir en el estado en que me encuentro. Me has estado preguntando sobre religión. ¿Qué es lo que buscas?

A Seldon le pareció que ella había cambiado por completo. La pasividad y el servilismo habían desaparecido. No quedaba nada de su timidez, de su torpeza ante un varón. Lo miraba, ardientemente, a través de los ojos entornados.

—Ya te lo he dicho. Conocimientos. Soy un estudioso. Mi profesión y mi deseo es saber. Quiero, en especial, comprender a la gente, así que necesito estudiar Historia. En muchos mundos, los antiguos documentos históricos, los verdaderos archivos históricos, se han transformado en mitos y leyendas, formando parte, con frecuencia, de una serie de creencias religiosas o supernaturalista. Pero si Mycogen no tiene una religión, entonces…

—Te he dicho que tenemos Historia.

—Por dos veces me lo has asegurado. ¿Muy antigua?

—Empieza hace veinte mil años.

—¿De verdad? Hablemos con franqueza. ¿Es Historia real o algo que ha ido degenerando en leyenda?

—Es verdadera Historia, desde luego.

Seldon estuvo en un tris de preguntarle cómo lo sabía, pero lo pensó mejor. ¿Existía la posibilidad de que la Historia llegara a los veinte mil años y fuera auténtica? Él no era historiador, así que tendría que consultarlo con Dors.

Pero sabía que en todos los mundos, las historias más antiguas eran mezclas de heroísmos y pequeños dramas, parecidos a representaciones morales, y no debían ser tomadas al pie de la letra. Era del todo seguro en cuanto a Helicon; sin embargo, no se encontraba un solo heliconiano que no jurara e insistiera en que todo lo que se contaba era Historia verdadera. Aseguraban, como a tal, los relatos perfectamente ridículos sobre la primera exploración de Helicon y los encuentros con grandes y peligrosos reptiles voladores…, aun cuando nada parecido a reptiles voladores había sido encontrado en ningún mundo explorado y colonizado por seres humanos.

—¿Y dónde empieza la Historia? —preguntó él.

Una expresión soñadora apareció en los ojos de la Hermana, una mirada que no veía a Seldon ni nada más de aquella estancia.

—Empieza con un mundo…, nuestro mundo —musitó—. Un solo mundo.

—¿Un mundo? —repitió Seldon, y recordó que Hummin había hablado de leyendas de un mundo único, original, de la Humanidad.

—Un mundo. Después hubo otros. Mas el nuestro fue el primero. Un mundo con espacio, aire libre, con sitio para todos, campos fértiles, hogares acogedores y gente afectuosa. Habitamos allí durante miles de años, y luego tuvimos que marcharnos y malvivir en uno u otro lugar hasta que algunos de nosotros encontramos un rincón de Trantor donde aprendimos a cultivar un tipo de comida que nos proporcionó algo de libertad. Y aquí, en Mycogen, tenemos ahora nuestro modo de vida…, y nuestros sueños.

—¿Y vuestra Historia da detalles completos sobre el mundo original? ¿El mundo único?

—Oh, sí, todo está en un libro, y todos lo tenernos. Cada uno de nosotros. Lo llevamos siempre. No hay un solo momento en que uno de nosotros no pueda verlo, leerlo, recordar quiénes somos (y quiénes éramos) y llegar a pensar que algún día volveremos a recuperar nuestro mundo.

—¿Sabes dónde está ese mundo, y quiénes viven ahora en él?

Gota de Lluvia Cuarenta y Tres titubeó, luego, movió la cabeza violentamente.

—No lo sabemos, pero algún día lo descubriremos.

—¿Está ese libro ahora en tu poder?

—¡Por supuesto!

—¿Puedo verlo?

Una sonrisa perezosa cruzó el rostro de la Hermana.

—Así que esto es lo que quieres —dijo ella—. Sabía que buscabas algo cuando me pediste que te trajera a visitar las microgranjas, lo único es que yo… —Parecía un poco desconcertada—. Nunca pensé que se tratara del Libro.

—Es lo único que quiero —insistió Seldon—. En realidad, no pensaba en nada más. Si me trajiste aquí porque creíste que…

Ella no le permitió terminar.

—Y aquí estamos. ¿Quieres o no quieres el Libro?

—¿Me ofreces dejarme que lo vea?

—Con una condición.

Seldon hizo una pausa, pensando en la posibilidad de graves problemas si había vencido la inhibición de la Hermana mucho más allá de lo que se había propuesto.

—¿Qué condición? —preguntó.

Gota de Lluvia Cuarenta y Tres se pasó rápidamente la lengua por los labios.

—Que te quites el cubrecabeza —pidió con voz temblorosa.

46

Estupefacto, Hari Seldon miró a Gota de Lluvia Cuarenta y Tres. Durante unos segundos, claramente perceptibles, no entendió de qué le estaba hablando. Se había olvidado de que llevaba la cabeza cubierta.

Luego, se llevó la mano a la cabeza y, por primera vez, conscientemente, sintió el cubrecabezas que llevaba. Era suave, aunque percibió la diminuta resistencia del cabello que estaba debajo. Poca, claro, porque, después de todo, lo llevaba corto y tenía poco cuerpo.

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque lo quiero así. Porque ésta es la condición que te impongo si quieres ver el Libro.

—Bueno, si te empeñas. —Y con la mano tanteó en busca del borde para quitárselo.

—No —objetó ella—. Déjame a mí. Yo lo haré. —Lo miraba como si fuera a comérselo.

Seldon dejó caer las manos sobre las rodillas.

—Adelante.

La Hermana se puso en pie al instante y se sentó junto a él, sobre el camastro. Despacio, con cuidado, levantó el cubrecabezas por encima de la oreja. Otra vez, volvió a pasarse la lengua por los labios y él la notó jadeante mientras le retiraba el gorro de la frente y lo miraba. Entonces, se desprendió del todo y el cabello de Seldon, liberado, pareció agitarse encantado de su libertad.

—Mantener el cabello bajo el gorro me ha hecho sudar, probablemente, la cabeza —alegó, turbado—. Si es así, tendré el cabello húmedo. —Levantó la mano, como si quisiera comprobarlo, pero ella se la apartó.

—Quiero hacerlo yo. Forma parte de la condición. —Sus dedos, lentos, indecisos, rozaron el cabello, pero los retiró. Volvió a tocarle y lo acarició con dulzura—. Está seco —dijo—. Su tacto es… bueno…

—¿Habías tocado antes cabello cefálico?

—En los niños, a veces. Éste… es diferente. —Volvió a acariciarlo.

—¿En qué aspecto? —Seldon, pese a su embarazosa situación, no podía dejar de sentir curiosidad.

—No podría decirlo. Sólo… diferente.

—¿Te basta ya? —preguntó Hari pasado un rato.

—No. No me apresures. ¿Puedes conseguir que quede como tú quieras?

—Poco. Tiene su inclinación natural; además, necesitaría un peine para hacerlo, y no llevo ninguno.

—¿Un peine?

—Sí, un objeto con púas…, bueno, como un rastrillo, aunque las púas están más compactas y son algo más blandas en el peine.

—¿No puedes hacerlo con los dedos? —preguntó mientras pasaba los suyos por el cabello.

—En cierto modo sí, mas no queda muy bien.

—Por detrás está hirsuto.

—Porque lo llevo más corto ahí.

Gota de Lluvia pareció recordar algo.

—¡Las cejas! ¿No es así como las llamáis? —Arrancó las tiras que las cubrían y pasó los dedos por el suave arco ciliar, a contrapelo.

—¡Qué agradable! —exclamó riendo fuerte, de un modo parecido a la risita de su hermana pequeña—. ¡Qué monada!

—¿Hay algo más que forme parte, también de la condición? —preguntó Seldon, un poco impaciente.

Dio la sensación de que Gota de Lluvia iba a contestar afirmativamente, mas no dijo nada. En cambio, retiró las manos precipitadamente y se las llevó a la nariz. Seldon se preguntó qué estaría tratando de oler.

—¡Qué extraño! —musitó ella—. ¿Puedo…, puedo hacerlo otra vez?

—Si me dejas el Libro durante el tiempo necesario para estudiarlo, a lo mejor te dejo —ofreció Seldon, incómodo.

Gota de Lluvia Cuarenta y Tres metió la mano dentro de su túnica, y de una abertura que Seldon no había observado antes, de algún bolsillo secreto, sacó un libro encuadernado en un material flexible y resistente. Lo cogió al tiempo que se esforzaba por controlar su excitación.

Mientras Seldon reajustaba su cubrecabeza a fin de ocultar su cabello, Gota de Lluvia Cuarenta y Tres volvió a llevarse las manos a la nariz y entonces, rápida y suavemente, se chupó el dedo.

47

—¿Que te tocó el pelo? —exclamó Dors Venabili. Y contempló el cabello de Seldon como si también estuviera tentada de hacerlo. Seldon se apartó ligeramente.

—Por favor, no. Ella hizo que aquel gesto pareciera una perversión.

—Y supongo que lo era…, desde su punto de vista. ¿Te produjo algún placer?

—¿Placer? Hizo que se me pusiera la carne de gallina. Cuando por fin tuvo bastante, pude volver a respirar tranquilo. No dejaba de pensar: «¿Qué otras condiciones me pondrá?»

Dors se echó a reír.

—¿Tenías miedo de que te violara?, ¿o la esperanza de que lo hiciera?

—Te aseguro que no me atrevía ni a pensar. Sólo quería conseguir el Libro.

Se hallaban en su habitación y Dors conectó su distorsionador de campo para tener la plena seguridad de no ser oídos.

La noche mycogenia estaba a punto de empezar. Seldon se había despojado del gorro y la kirtle y se había bañado, lavándose cuidadosamente el cabello, que había enjabonado y aclarado por dos veces. Ahora, estaba sentado en su cama y se había puesto una especie de camisón que había encontrado colgado en su ropero.

—¿Sabía que tienes pelo en el pecho? —preguntó Dors con los ojos rebosando picardía.

—Deseaba con todas mis fuerzas que no se le ocurriera pensarlo.

—Pobre Hari. Todo fue perfectamente natural, ¿sabes? Es probable que yo hubiera sentido lo mismo de haberme encontrado a solas con un Hermano. Estoy segura de que habría sido mucho peor porque él creería, siendo lo que es la sociedad mycogenia, que yo, como mujer, no tenía más remedio que obedecer al instante sus órdenes sin protestar.

—No, Dors. Puedes creer que todo fue natural, pero tú no lo experimentaste. La pobre mujer era presa de una tremenda excitación sexual. Todos sus sentidos estaban al descubierto… Olía sus dedos, hasta se los lamió. Si hubiera podido oír cómo crece el pelo, habría escuchado con avidez.

—Por eso mismo he dicho que era «natural». Cualquier cosa que se haga, que esté prohibida, gana en atractivo sexual. ¿Estarías especialmente interesado por los senos de una mujer si vivieras en una sociedad en que los llevaran siempre al descubierto?

—Creo que sí.

—¿No te sentirías más interesado si siempre estuvieran cubiertos, como ocurre en la mayor parte de las sociedades…? Oye, déjame que te cuente algo que me ocurrió. Fue en Cinna, en un lugar de veraneo, junto a un lago… Supongo que también tenéis lugares así en Helicon, playas y demás, ¿no?

—Pues claro que sí —contestó Seldon, ligeramente molesto—. ¿Qué te has creído que es Helicon, un mundo de roca y montaña, con sólo agua del pozo para beber?

—No ha sido mi intención ofenderte, Hari. Sólo quería asegurarme de que situaras bien la historia. En nuestras playas de Cinna, somos bastante despreocupados sobre lo que llevamos…, o no llevamos.

—¿Playas nudistas?

—No se trata de eso, aunque supongo que si alguien se quitara toda la ropa, nadie se fijaría demasiado. Se acostumbraba a llevar un mínimo decente, pero debo admitir que lo que consideramos decente deja muy poco trabajo a la imaginación.

—En Helicon, tenemos unos niveles de decencia algo más elevados.

—Sí, lo deduzco por tu cuidadosa forma de tratarme, pero a cada uno lo suyo. Vamos al grano, yo estaba sentada en una pequeña playa junto al lago cuando un joven, con el que había hablado un poco antes, se me acercó. Era un chico decente y no tengo nada en contra de él. Se sentó en el brazo de mi butaca y, a fin de apoyarse, puso su mano derecha sobre mi muslo izquierdo, que, como es natural, estaba desnudo.

»Después de hablar unos minutos conmigo, dijo con cierto descaro: “Aquí estoy yo, apenas me conoces y sin embargo parece absolutamente natural que apoye la mano en tu muslo. Además, también debe parecértelo a ti, ya que no da la sensación de importarte que la deje ahí”.

»Entonces fue cuando me di cuenta de que su mano estaba en mi muslo. La piel desnuda en público parece perder algo de su calidad sexual. Como te he dicho, lo crucial es lo que queda oculto a la vista… Y el muchacho lo sintió también porque al instante observó: “Si nos encontráramos en condiciones formales y llevaras un traje, ni se te ocurriría dejarme levantarte la falda para apoyar mi mano en tu muslo, en el mismo lugar en que la tengo ahora”.

»Me eché a reír y seguimos hablando de una cosa y otra. Naturalmente, al joven, una vez me había llamado la atención sobre la posición de su mano, dejó de parecerle apropiado mantenerla allí y la retiró.

»Aquella noche, me vestí para la cena con más cuidado que en otras ocasiones y me puse un traje que parecía más formal de lo necesario en comparación con lo que otras mujeres llevaban. Me encontré con el joven en cuestión. Estaba sentado a una de las mesas. Me acerqué y lo saludé.

»—Aquí me tienes —le dije—, vestida, pero debajo del traje, mi muslo izquierdo sigue desnudo. Levanta la falda y pon tu mano sobre mi muslo izquierdo, como hiciste esta tarde.

»Lo intentó. Tengo que reconocer que lo intentó, pero todo el mundo nos miraba. Yo no se lo hubiera impedido y tengo la seguridad de que nadie lo habría hecho, mas no se atrevió. El lugar no era distinto de lo que había sido antes y, en ambos casos, las mismas personas estaban presentes. Resultaba muy claro que yo había tomado la iniciativa y que, por lo tanto, no tenía nada que objetar, pero no se decidió a violar las buenas maneras. Las condiciones que habían sido “mano-en-el-muslo” por la tarde, no eran “mano-en-el-muslo” por la noche y esto era más significativo de lo que la lógica podía decir.

—Yo sí habría puesto mi mano en tu muslo —dijo Seldon.

—¿Estás seguro?

—Por completo.

—¿Aunque tu nivel de decencia en la playa sea más alto que los nuestros?

—Sí.

Dors se sentó en su cama, luego, se echó con las manos cruzadas detrás de la cabeza.

—¿De modo que no te turba demasiado que lleve puesto un camisón con muy poco debajo?

—No estoy especialmente escandalizado. En cuanto a sentirme turbado, depende de la definición de la palabra. Me doy perfecta cuenta de cómo estás vestida.

—Bien, pero si vamos a estar encerrados aquí durante cierto tiempo, tendremos que aprender a ignorar todo eso.

—O aprovecharnos de ello —observó Seldon riendo—. Y me agrada tu cabello. Después de verte calva todo el día, me gusta tu pelo.

—Bueno, pero no lo toques. Todavía no me lo he lavado. —Entrecerró los ojos—. Es interesante. Has separado el nivel informal del formal de la respetabilidad. Lo que estás insinuando es que Helicon es más respetable en su nivel informal que Cinna, y menos respetable en el nivel formal. ¿Lo he dicho bien?

—En realidad, sólo hablaba del muchacho que puso su mano en tu muslo, y de mí. No sabría decirte lo representativos que son los de Cinna y los de Helicon respectivamente. Puedo imaginar a ciertos individuos perfectamente decentes en ambos mundos…, y algunos descarados, también.

—Estamos hablando de presiones sociales. No es que yo sea una viajera galáctica, pero he tenido que verme mezclada en mucha historia social. En el planeta de Derowd, hubo un tiempo en que las relaciones premaritales eran del todo libres. El sexo múltiple estaba autorizado para los solteros y sólo se censuraba el sexo en público si bloqueaban el tráfico. Sin embargo, después del matrimonio, la monogamia era absoluta, inquebrantable. Se partía de la teoría de que si se permitía uno todas las fantasías en un principio, después, uno encajaba perfectamente en el lado serio de la vida.

—¿Y funcionaba?

—Hace unos trescientos años se acabó, pero algunos de mis colegas dicen que cesó por las presiones exteriores de otros mundos que perdían beneficios turísticos en favor de Derowd. También existe la total presión social galáctica.

—O presión económica, como en este caso.

—Quizás. Además, estando en la Universidad, tengo la oportunidad de estudiar presiones sociales, sin ser una viajera galáctica. Conozco a gente de muchos sitios de dentro y fuera de Trantor. Una de las diversiones preferidas del departamento de Ciencias Sociales es la comparación de las presiones sociales.

»Aquí en Mycogen, por ejemplo, tengo la impresión de que el sexo se halla estrictamente controlado y sólo está permitido bajo las reglas más rígidas, tanto más duras cuanto que no se discuten nunca. En el Sector de Streeling, el sexo tampoco se discute, pero no es condenado. En el Sector de Jennat, donde pasé una semana investigando, el sexo se discutía de manera incesante, pero sólo para condenarlo. Me figuro que no hay dos sectores en Trantor, ni en otros dos mundos fuera de Trantor, en que la actitud hacia el sexo se duplique por completo.

—¿Sabes lo que haces que parezca? —preguntó Seldon—. Como…

—Te diré lo que parece —le interrumpió Dors—. Toda esta conversación sobre el sexo pone en claro una cosa: no voy a perderte de vista nunca más.

—¿Qué?

—Te he dejado suelto dos veces: la primera, por propio error; la segunda, porque te empeñaste en ello. Ambas, se trató de una terrible equivocación. Recuerda lo que te ocurrió la primera vez.

—Sí, pero no me ha ocurrido nada en la segunda —protestó Seldon indignado.

—Has estado en un tris de meterte en un gran lío. Supón que te hubieran pillado en una escapada sexual con una Hermana.

—No fue sexual…

—Tú mismo me has dicho que estaba con una gran excitación sexual.

—Pero…

—Estaba mal. Por favor, métete esto en la cabeza, Hari: de ahora en adelante, no irás a ninguna parte sin mí.

—Óyeme —cortó Seldon, glacial—, mi propósito era buscar algo sobre la historia de Mycogen y como resultado de mi seudoescapada sexual con una Hermana, tengo un libro…, el Libro.

—¡El Libro! Cierto, hay un libro. Veámoslo.

Seldon se lo pasó y Dors lo miró pensativa.

—Puede que no nos sirva, Hari. No parece que vaya a encajar en ningún proyector conocido. O sea, que no tendrás más remedio que pedir un proyector mycogenio y querrán saber para qué lo quieres. Entonces, descubrirán que tienes el Libro y te lo quitarán.

—Si tus suposiciones fueran correctas —sonrió Seldon—, tu conclusión sería irrebatible, pero resulta que éste no es el tipo de libro que piensas. No es para ser proyectado. Está impreso en sus páginas, y las mismas se van volviendo. Gota de Lluvia Cuarenta y Tres me lo fue explicando.

—¡Un libro impreso! —Era difícil decir si Dors estaba impresionada o divertida—. ¡Pero si esto es de la Edad de la Piedra!

—Pre-imperial, aunque no del todo. ¿Has visto alguna vez un libro impreso?

—¿Considerando que soy una historiadora? Pues claro, Hari.

—Ya. ¿Pero como éste?

Entregó el libro a Dors y ésta, sonriendo, lo abrió; luego, volvió la página, después, pasó otras.

—¡Si está en blanco! —exclamó.

Parece, estarlo. Los mycogenios son obcecadamente primitivistas, aunque no en todo. No ponen objeciones a servirse de la tecnología moderna para modificar lo que les convenga. ¿Quién sabe?

—Puede que sí, Hari, pero no comprendo lo que me estás diciendo.

—Las páginas no están en blanco, sino cubiertas de microimpresión. Ven, dámelo. Si aprieto esta plaquita que hay en el borde interior de la cubierta…, ¡observa!

Al instante, la página por donde el libro estaba abierto se llenó de líneas impresas que se movían hacia arriba con lentitud.

—Puedes ajustar la velocidad del movimiento ascendente para que se adapte a tu ritmo de lectura torciendo ligeramente la plaquita a un lado o al otro —explicó Seldon—. Cuando las líneas llegan al borde superior, es decir, cuando tú llegues a tu última línea, vuelven a bajar y se detienen. Entonces, pasas a la página siguiente y continúas.

—¿De dónde sale la energía que hace todo esto?

—Lleva incluida una batería de microfusión que dura el tiempo que el libro dure.

—Entonces, cuando se acaba…

—Te deshaces del libro, que a lo mejor te reclaman antes de que se agote, por lo mucho que se utiliza, y te dan otro ejemplar. Nunca se cambia la batería.

Dors cogió el libro por segunda vez y lo miró por todos lados.

—Debo confesar que nunca había oído hablar de un libro como éste —dijo ella.

—Ni yo. En general, la Galaxia ha avanzado tanto en tecnología visual, que olvidó esa posibilidad.

—Esto es visual.

—Sí, pero no con efectos ortodoxos. Este tipo de libro tiene sus ventajas. Encierra mucho más de lo que suele contener un libro visual corriente.

—¿Dónde está el dispositivo…? Ah, veamos si sé hacerlo funcionar. —Dors lo abrió por una página al azar y puso las líneas en movimiento ascendente—. Me temo que no nos servirá de nada, Hari. Es pregaláctico. No quiero decir el libro, me refiero a la impresión…, al idioma.

—¿No puedes leerlo, Dors? Como historiadora…

—Como historiadora estoy acostumbrada a luchar con el lenguaje arcaico…, hasta cierto punto. Éste es demasiado antiguo para mí. Entiendo unas palabras aquí y otras allá, pero no las suficientes para que me sirvan de algo.

—Bien —exclamó Seldon—. Si es realmente antiguo, me servirá.

—No, si no puedo leerlo.

—Pero, yo sí puedo. Es bilingüe. No supondrás que Gota de Lluvia Cuarenta y Tres lee las lenguas antiguas, ¿verdad?

—Si está debidamente educada, ¿por qué no?

—Porque sospecho que las mujeres de Mycogen no se educan más allá de sus tareas domésticas. Algunos de los más cultos podrán leerlo, pero todos los demás necesitarán su traducción al galáctico. —Apretó otra plaquita—. Y esto nos lo proporciona.

Las líneas impresas pasaron al galáctico estándar.

—Delicioso —exclamó Dors admirada.

—Podríamos aprender de estos mycogenios, y no lo hacemos.

—No lo hacemos porque lo ignorábamos.

—No puedo creerlo. Ahora lo sé. Y tú también lo sabes. Debe de haber forasteros que vienen a Mycogen de vez en cuando, por comercio o política, o no habría cubrecabezas a disposición de quienes los necesiten. Así que, alguna vez, alguien ha tenido que echar un vistazo a este libro impreso y ver cómo funciona. Lo más probable es que lo haya desechado como objeto curioso que no vale la pena estudiar, simplemente porque es de Mycogen.

—¿Merece la pena estudiarlo?

—Desde luego que sí. Todo merece la pena, o debería merecerla. Probablemente Hummin señalaría que una falta tal de interés por estos libros es otro indicio de la degeneración del Imperio.

Levantó el libro y, en un arranque de entusiasmo, exclamó:

—Pero yo siento curiosidad y lo leeré. Tal vez me pueda señalar el camino de la psicohistoria.

—Así lo espero, aunque si aceptas mi consejo, primero dormirías y, descansado, lo empezarías mañana por la mañana. No aprenderás gran cosa si te duermes sobre él.

Seldon vaciló.

—¡Qué maternal eres! —comentó.

—Debo cuidar de ti.

—Ya tengo una madre, viva, en Helicon. Preferiría que fueras mi amiga.

—Respecto a eso, he sido tu amiga desde que te conocí.

Le sonrió, y Seldon titubeó como si no estuviera seguro de la respuesta apropiada.

—Entonces —concedió al fin—, aceptaré tu consejo, de amiga, y dormiré antes de leer.

Inició un gesto como para poner el libro sobre la mesita entre las dos camas, pero dudó, se dio la vuelta y lo guardó debajo de la almohada.

Dors Venabili rió por lo bajo.

—Creo que tienes miedo de que despierte durante la noche y lea algunas partes del libro antes de que tú tengas oportunidad de hacerlo. ¿No es así?

—Puede que sí —confesó Seldon, tratando de no parecer avergonzado—. Incluso la amistad tiene sus límites y éste es mi libro y mi psicohistoria.

—De acuerdo, te prometo que no pelearemos por eso. A propósito, ibas a decirme algo hace un momento cuando te interrumpí. ¿Lo recuerdas?

—No —afirmó Seldon después de pensarlo.

Ya a oscuras, sólo podía pensar en el Libro. Ni por asomo se acordó de la historia de la «mano-en-el-muslo». La verdad fue que se le había olvidado por completo, por lo menos de forma consciente.

48

Venabili despertó, y por su cinta horaria pudo decir que el período nocturno había llegado a la mitad. Al no oír roncar a Hari, dedujo que su cama estaba vacía. Si no había salido del apartamento, debía encontrarse en el baño.

Llamó ligeramente a la puerta.

—¿Hari? —dijo en voz baja.

—Entra —respondió él, ausente.

La tapadera del retrete estaba bajada y Seldon, sentado encima, tenía el Libro abierto sobre las rodillas.

—Estoy leyendo —anunció sin necesidad.

—Sí, ya lo veo, ¿por qué?

—Lo siento. No podía dormir.

—Pero, ¿por qué aquí?

—Si hubiera encendido la luz, te hubiera despertado.

—¿Estás seguro de que el libro no puede iluminarse?

—Bastante seguro. Cuando Gota de Lluvia Cuarenta y Tres me explicó cómo funcionaba, no mencionó la iluminación. Además, me figuro que gastaría tanta energía que la batería no duraría tanto como el libro. —Parecía disgustado.

—Entonces, ya puedes salir —dijo Dors—. Ya que estoy aquí, voy a utilizar el retrete.

Cuando entró en la alcoba, lo encontró sentado en la cama con las piernas cruzadas, leyendo, con la estancia perfectamente iluminada.

—No pareces contento. ¿Te decepciona el Libro?

La miró, parpadeando.

—En efecto. He leído aquí y allá. Es lo único que he podido hacer. Esto es virtualmente una enciclopedia y el índice es casi por entero una lista de personas y lugares que resultan faltos de interés para mí. No tiene nada que ver con el Imperio Galáctico, ni con los reinos pre-imperiales. Habla casi por entero de un solo mundo, y por lo que puedo deducir de lo leído, se trata de una disertación interminable de política interior.

—Quizá menosprecias su antigüedad. Puede tratarse de un período en que realmente hubiera un solo mundo…, un mundo habitado.

—Lo sé. —Seldon parecía impaciente—. Esto es lo que yo quiero…, siempre y cuando pueda estar seguro de que sea Historia, no leyenda. Me pregunto si no quiero creerlo sólo porque quiero creerlo tanto.

—Bien, lo de un único mundo original se baraja mucho hoy en día. Los seres humanos son sólo una especie que se extendió por toda la Galaxia, así que debieron originarse en alguna parte. Por lo menos éste es el punto de vista actual. No puedes tener orígenes independientes produciendo la misma especie en mundos diferentes.

—Pero yo jamás he visto lo inevitable de este argumento. Si los seres humanos surgieron en un cierto número de mundos, como cierto número de especies diferentes, ¿por qué no pudieron haberse cruzado entre ellas y producido una sola especie intermedia?

—Porque las especies no pueden cruzarse. Eso es lo que las hace especies.

Seldon lo pensó un momento; luego, se encogió de hombros.

—Bueno —dijo—, lo dejaremos para los biólogos.

—Ellos son, precisamente, los más interesados en la hipótesis de la existencia de la Tierra.

—¿Tierra? ¿Es así como llaman a ese supuesto mundo original?

—Es el nombre popular que se le da, aunque no hay medio de saber cómo se llamaba en realidad, suponiendo que tuviera un nombre. Y nadie tiene la menor idea de dónde localizarlo.

—¡Tierra! —repitió Seldon torciendo los labios—. A mí me suena como un eructo. En todo caso, si este libro trata de ese mundo original, aún no lo he encontrado. ¿Cómo deletreas la palabra?

Dors se lo dijo y él buscó en el Libro.

—Ya lo ves, el nombre no aparece en el índice, ni con esta ortografía u otra alternativa razonable.

—¿De veras?

—Aunque se mencionan otros mundos, no se dan nombres y parece como si esos mundos no interesaran excepto porque chocan con el mundo local de que el Libro habla…, o por lo menos es lo que he sacado de lo leído. En un punto, hablan de «Los Cincuenta». No sé lo que significará. ¿Cincuenta dirigentes? ¿Cincuenta ciudades? Por un momento he pensado que podía tratarse de cincuenta mundos.

—¿Dan un nombre a su propio mundo, ese mundo que parece preocuparles por encima de todo? —preguntó Dors—. Si no lo llaman Tierra, ¿cómo lo llaman?

—«El mundo» o «el planeta», como es de suponer. A veces le llaman el «Viejo» o «El Mundo del Amanecer», que tiene un significado poético, me figuro, pero que no está claro para mí. Pienso que uno debería leer el libro de cabo a rabo; así, algunas cosas tendrían más sentido. —Contempló con cierta repugnancia el libro que tenía en las manos—. Aunque hacerlo me llevaría mucho tiempo y no estoy seguro de que, al final, me sirviera de algo.

—Lo siento de verdad, Hari. Pareces tan decepcionado.

—Porque me siento decepcionado. La culpa es mía. Si no me hubiera hecho tantas ilusiones… Ahora recuerdo que, en un momento dado, se referían a su mundo como a «Aurora».

—¿Aurora? —repitió Dors, enarcando las cejas.

—Parece un nombre propio. Sin embargo, por lo que he visto, tampoco parece tener sentido. ¿Te dice algo?

—Aurora —murmuró Dors pensando en ello con el ceño fruncido—. No puedo decir que haya oído algo sobre un planeta de este nombre en el curso de la historia del Imperio Galáctico, o durante el período de su crecimiento, pero tampoco pretendo conocer el nombre de cada uno de los veinticinco millones de mundos. Podríamos mirarlo en la biblioteca de la Universidad…, si alguna vez regresamos a Streeling. Es inútil buscar una biblioteca aquí, en Mycogen. No sé por qué, tengo la impresión de que todos sus conocimientos se encierran en el Libro. Si algo no está en él, no les interesa.

Seldon bostezó.

—Creo que tienes razón. En todo caso, es inútil seguir leyendo, dudo que pueda mantener los ojos abiertos por más tiempo. ¿Te parece bien que apague la luz?

—Te lo agradeceré, Hari. Y levantémonos un poco más tarde mañana.

Y a oscuras, Seldon dijo a media voz:

—Claro que parte de lo que se dice en él es ridículo. Por ejemplo, habla de que, en su mundo, la duración de la vida es de entre tres y cuatro siglos.

—¿Siglos?

—Sí, cuentan su edad por décadas más que por años. Y eso te produce una curiosa sensación porque mucho de lo que dicen es tan normal que cuando hablan de algo que parece fuera de lo normal, te encuentras casi obligado a creerlo.

—Si sientes que estás empezando a creerlo, entonces, deberías darte cuenta de que muchas leyendas de orígenes primitivos suponen largas vidas para los primeros caudillos. Si los presentan como increíblemente heroicos, parece natural que la duración de sus vidas sea también excepcional.

—¿Lo crees así? —preguntó Seldon, con un nuevo bostezo.

—Sí. Y el remedio para la excesiva credibilidad es dormirse y dejar el análisis del caso para el día siguiente.

Y Seldon, parándose sólo el tiempo preciso para pensar que una larga vida podía ser una simple necesidad para cualquiera que tratara de entender a la gente de una Galaxia se quedó dormido.

49

A la mañana siguiente, Hari se sentía relajado, refrescado y dispuesto a empezar su estudio del Libro.

—¿Qué edad crees que tienen las hermanas Gota de Lluvia? —preguntó a Dors.

—No lo sé. ¿Veinte…, veintidós?

—Bien, supón que viven tres o cuatro siglos…

—Hari. Eso es ridículo.

—He dicho supón. En matemáticas decimos supón todo el tiempo, y vemos si podemos terminar con algo manifiestamente incierto o contradictorio. Una extensa duración de vida significaría, casi con toda seguridad, un extenso período de desarrollo. Podían parecer en la veintena y estar en los sesenta en realidad.

—Puedes intentar preguntarles qué edad tienen.

—Debemos contar con que mentirán.

—Comprueba sus certificados de nacimiento.

Seldon esbozó una sonrisa torcida.

—Te apuesto lo que quieras (un revolcón en la hierba, si te parece) a que asegurarán que no guardan los certificados o, si lo hacen, insistirán en que los certificados no están disponibles para los tribales.

—No apuesto —dijo Dors—. Y si es cierto, entonces, sería inútil intentar suponer nada sobre su edad.

—Oh, no. Míralo de esta forma. Si los mycogenios viven largas vidas, que equivalen a cuatro o cinco veces las de los seres humanos corrientes, no pueden dar a luz demasiados niños sin aumentar en exceso la población. Recuerda que Amo del Sol dijo algo sobre la no expansión de la población y, de inmediato, cortó furioso su comentario.

—¿Qué ibas a decirme?

—Cuando estuve con Gota de Lluvia Cuarenta y Tres, no vi ningún niño.

—¿En las microgranjas?

—Sí.

—¿Contabas con ver niños allí? Yo estuve con Gota de Lluvia Cuarenta y Cinco en tiendas y en niveles residenciales; te aseguro que vi infinidad de niños de todas las edades, incluso bebés. Y bastantes por cierto.

—¡Oh! —Seldon pareció alicaído—. Entonces, esto significaría que la duración de sus vidas no puede ser extensa.

—Siguiendo tu forma de razonar, yo diría que no. ¿Creíste de veras que era así?

—Bueno, en realidad, no. Pero tampoco puedes obsesionarte con ello sin comprobar otras alternativas.

—Pero así puedes perder mucho tiempo también, si no dejas de rebuscar en lo que, a primera vista, nos parece ridículo.

—Hay cosas que lo parecen y no lo son. Bueno, basta. Esto me recuerda que eres historiadora. ¿Has tropezado, en tu trabajo, alguna vez con objetos o fenómenos llamados «robots»?

—¡Vaya! Ahora te pasas a otra leyenda, y muy popular, por cierto. Hay varios mundos que imaginan la existencia de máquinas con forma humana, en tiempos prehistóricos. Eran llamadas «robots».

»Las historias sobre “robots” tienen su origen en una leyenda principal, porque el tema general es el mismo. Los robots fueron inventados, luego crecieron en número y en habilidades hasta alcanzar el status de casi sobrehumanos. Amenazaban a la Humanidad y fueron destruidos. En cada uno de los casos, la destrucción tuvo lugar antes de la existencia de los verdaderos archivos históricos de que disponemos hoy en día. La idea general que tienen de la historia es una imagen simbólica de los riesgos y peligros de explorar la Galaxia cuando los seres humanos se extendieron fuera del mundo o mundos que fueron sus hogares originales. Siempre debió existir el miedo de encontrarse con otras, y superiores, inteligencias.

—Quizás ocurrió una vez por lo menos y eso dio pie a la leyenda.

—Excepto que en ningún mundo ocupado por humanos quedan datos o huellas de cualquier inteligencia prehumana o inhumana.

—Pero, ¿por qué «robots»? ¿Acaso tiene la palabra algún significado?

—No, que yo sepa. Aunque sé que equivale a la ya conocida de «autómatas».

—¿Autómatas? ¡Vaya!, ¿por qué no lo dicen?

—Porque la gente utiliza términos arcaicos para darle más color cuando se trata de una antigua leyenda. A propósito, ¿a qué vienen tantas preguntas?

—Porque en este viejo libro de Mycogen hablan de robots, y muy favorablemente, por cierto… Oye, Dors, ¿vas a salir otra vez con Gota de Lluvia Cuarenta y Cinco esta tarde?

—Lo supongo…, si aparece.

—Querrías hacerle unas preguntas y tratar de sonsacarle las respuestas?

—Puedo probar. ¿Qué preguntas son?

—Me gustaría averiguar, con la mayor discreción posible, si hay en Mycogen alguna estructura especialmente significativa, que tenga relación con el pasado, o posea cierto valor mítico que pueda…

Dors le interrumpió, esforzándose por no sonreír.

—Pienso que lo que estás tratando de preguntar es si hay algún templo en Mycogen.

E inevitablemente, Seldon pareció asombrarse.

—¿Qué es un templo? —preguntó.

—Otro término arcaico de origen incierto. Quiere decir todo lo que me has estado preguntando: significado, pasado, mito. De acuerdo, se lo preguntaré. Sin embargo, es el tipo de cosa que ellos pueden encontrar difícil explicarles… a los tribales, por supuesto.

—No obstante, inténtalo.