MICROGRANJA

MYCOGEN. — … Las microgranjas de Mycogen son legendarias, pero sobreviven hoy en día aunque sólo sea como referencia: «ricas como las microgranjas de Mycogen» o «sabrosa como la levadura de Mycogen». Dichos encomios tienden a intensificarse con el tiempo, claro, pero Hari Seldon visitó esas microgranjas en el curso de La Huida y hay referencias en sus memorias que tenderían a confirmar la opinión popular…

Enciclopedia Galáctica

41

—¡Qué bueno estaba! —exclamó Seldon entusiasmado—. ¡Infinitamente mejor que la comida que nos trajo Nube Gris!

—Debes tener en cuenta que la mujer de Nube Gris tuvo que prepararla sin previo aviso y en mitad de la noche —comentó Dors, razonable, e hizo una pausa para añadir—: Me gustaría que dijeran esposa. Hacen que este mujer suene como una propiedad, como mi casa o mi túnica. Es degradante por completo.

—Lo sé. Resulta indignante. Pero también harían que mi esposa sonara lo mismo. Es su modo de vida y a las Hermanas no parece importarles. Tú y yo vamos a cambiarlo dando conferencias… A propósito, ¿viste cómo lo hicieron las Hermanas?

—Sí, y consiguieron que todo pareciera muy fácil. Yo dudaba que pudiera recordar todo cuanto hicieron, pero insistieron en que tendría que conseguirlo. Yo podría defenderme limitándome a calentar los alimentos. Descubrí que el pan tenía algún microderivado, añadido al hornearlo, que levantaba la masa y le daba esa consistencia crujiente y su sabor cálido. ¿No crees que pudiera ser algo de pimienta?

—No sabría decirlo, pero fuera lo que fuese, me supo a poco. ¿Y la sopa? ¿Reconociste alguna de las verduras?

—No.

—¿Qué carne era la que estaba cortada a rodajas? ¿Lo sabes?

—En realidad, no creo que fueran rodajas de carne. Me recordó un plato de cordero que tenemos en Cinna.

—Pero no era cordero.

—Ya he dicho que no creí que se tratara de carne. Además, pienso que, fuera de Mycogen, nadie come así. Estoy segura de que ni siquiera el Emperador. No sé lo que los mycogenios venden, mas estoy dispuesta a apostar que venden lo peor de lo que producen. Guardan lo mejor para ellos. No nos quedemos mucho tiempo aquí, Hari. Si nos acostumbramos a comer así, jamás podremos volver a habituarnos a esas horribles cosas que sirven fuera… —Y se echó a reír.

Seldon también rió. Bebió otro sorbo de zumo de fruta, que sabía mucho mejor que cualquier zumo de fruta que hubiera bebido antes, y comentó:

—Oye, cuando Hummin me llevó a la Universidad, paramos en un comedor de carretera y tomamos algo que estaba fuertemente sazonado. Tenía sabor a… Bueno, el sabor no importa, pero entonces se me hacía inconcebible que los microalimentos tuvieran ese gusto. Ojalá las Hermanas siguieran aquí. Hubiera sido correcto darles las gracias.

—Creo que se dieron cuenta de lo que sentiríamos. Comenté sobre el maravilloso aroma que despedían los guisos y me dijeron, satisfechas, que el sabor sería aun mejor.

—De seguro que lo dijo la mayor.

—Sí, y la más joven se rió… Mañana volverán. Van a traerme un kirtle, a fin de que pueda salir de tiendas con ellas. Y también han dejado muy claro que deberé lavarme bien la cara si debo ser vista en público. Me enseñarán cómo comprar kirtles de buena calidad, para mí sola, y dónde puedo comprar comidas ya preparadas. Lo único que deberé hacer será calentarlas. Me explicaron que las Hermanas decentes no lo harían así, que lo cocinarían todo en casa. En realidad, parte de lo que prepararon para nosotros fue calentado y pidieron perdón por ello. Pero insinuaron que no podía esperarse de los tribales que apreciaran el verdadero arte de la cocina; es decir, la comida preparada y calentada serviría para nosotros… Sin embargo, dan por sentado que yo haré todas las compras y cocinaré.

—Como se suele decir: «Cuando estés en Trantor, haz lo que hacen en Trantor».

—Sí, estaba segura de cuál sería tu actitud en este caso.

—Soy humano —confesó Seldon.

—La excusa habitual —murmuró Dors con una sonrisa.

Seldon se recostó, con una sensación de satisfactorio bienestar.

—Hace dos años que vives en Trantor, Dors, y deberías comprender ciertas cosas que yo no entiendo. En tu opinión, ¿crees que este curioso sistema social de los mycogenios forma parte del punto de vista supernaturalista que tienen?

—¿Supernaturalista?

—Sí. ¿Lo habías oído decir?

—¿Qué quieres decir con «supernaturalista»?

—Lo que es obvio. Una creencia en entidades que son independientes de la ley natural, que no están obligadas por la conservación de la energía, por ejemplo, o por la existencia de una acción constante.

—Ya. Estás preguntando si Mycogen es una comunidad religiosa.

—¿Religiosa? —se asombró Seldon.

—Sí. Es un término arcaico, pero nosotros, los historiadores, lo empleamos… Nuestros estudios están repletos de términos arcaicos. «Religioso» no es que sea equivalente a «supernaturalista», aunque contiene ricos elementos supernaturalísticos… No podría, sin embargo, responder a tu pregunta específica porque nunca me he dedicado a una especial investigación de Mycogen. Aunque, por lo poco que he visto del lugar y por mi conocimiento de las religiones en la Historia, no me sorprendería que la sociedad mycogenia fuera de carácter religioso.

—En tal caso, ¿te sorprendería que las leyendas mycogenias fueran también de carácter religioso?

—No, no me sorprendería.

—Y, por tanto, no estarán basadas en la Historia.

—No necesariamente. El núcleo de las leyendas podría ser auténticamente histórico, si dejamos aparte la distorsión y la mezcla naturalista.

—¡Ah! —se limitó a decir Seldon, aparentemente sumido en sus pensamientos.

Al fin Dors rompió el silencio.

—No es tan raro, ¿sabes? En muchos mundos hay un considerable elemento religioso. Se ha ido haciendo más fuerte en los últimos siglos, a medida que el Imperio se volvía más turbulento. En mi mundo de Cinna, una cuarta parte de la población, por lo menos, es triteísta.

Seldon volvió a sentirse dolorosa y lamentablemente consciente de su ignorancia de la Historia.

—¿Hubo tiempos en la historia pasada en que la religión fuese más relevante que hoy? —preguntó.

—Desde luego. Además, constantemente surgen nuevas variantes. La religión mycogenia, que desconozco, podría ser relativamente nueva y estar restringida al propio Mycogen. No sabría decírtelo sin hacer un estudio profundo.

—Pero estamos llegando a la cuestión, Dors. En tu opinión, ¿tienden las mujeres a ser más religiosas que los hombres?

Dors Venabili alzó las cejas.

—No estoy segura de que podamos asumir algo tan simple como esto… —Reflexionó un instante—. Sospecho que aquellos elementos de la población que tengan una menor participación en el mundo material, natural, tienden más a encontrar solaz en lo que tú llamas supernaturismo: los pobres, los desheredados, los pisoteados. Hasta donde el supernaturismo coincide con la Religión, puede que sean más religiosos. Es obvio que habrá muchas excepciones en ambos campos. Muchos de los ricos, poderosos y satisfechos pueden tener una religión; muchos de los oprimidos, no tenerla.

—Pero, en Mycogen —terció Seldon—, donde las mujeres son tratadas como seres inferiores…, ¿no sería lógico suponer que practicarían la religión más que los hombres?, ¿que estarían más sometidas a esas leyendas que la sociedad ha conservado?

—No apostaría mi vida por ello, Hari, aunque estoy dispuesta a apostar la paga de una semana.

—Bien —aceptó Seldon, pensativo.

Dors le sonrió.

—He aquí un poco de tu psicohistoria, Hari. Regla número 47.854: los oprimidos son más religiosos que los satisfechos.

Seldon agitó la cabeza.

—No te burles de la psicohistoria, Dors —protestó—. Sabes que no voy a la zaga de pequeñas reglas sino de inmensas generalizaciones, y mediante la manipulación. No busco una religiosidad comparativa como resultado de cien reglas especificas. Quiero algo de lo que, una vez manipulado mediante algún sistema de lógica matemática, pueda decir: «Muy bien, este grupo de gente tenderá a ser más religioso que este otro siempre y cuando se sigan los siguientes criterios, y que, por consiguiente, cuando la Humanidad tropiece con estos estímulos, reaccione con estas respuestas.»

—¡Qué horrible! —exclamó Dors—. Estás describiendo a los seres humanos como simples aparatos mecánicos. Pulse este botón y conseguirá ese rictus.

—No, porque habrá muchos botones pulsados a un tiempo, en grados variables, y requerirán tantas respuestas de diferente tipo que las predicciones generales del futuro serán de naturaleza estadística, lo cual hará que el ser humano siga siendo un agente libre.

—¿Cómo puedes saberlo?

No lo sé —confesó Seldon—. Lo siento así. Considero que es como las cosas deben ser. Si soy capaz de encontrar los axiomas, las Leyes Fundamentales de la Humanística, por así decirlo, y el necesario enfoque matemático, habré encontrado mi psicohistoria. He demostrado que, en teoría, se puede…

—Pero no es práctica, ¿verdad?

—Siempre digo lo mismo.

Una sonrisa curvó los labios de Dors.

—¿Es eso lo que estás haciendo, Hari?, ¿buscando alguna solución a este problema?

—No lo sé. Te juro que no lo sé. Pero Chetter Hummin está tan impaciente por encontrar la solución, que, por alguna razón, estoy impaciente por complacerle. ¡Es un hombre tan persuasivo!

—Sí, lo sé.

Seldon dejó pasar el comentario, aunque su rostro se ensombreció.

—Hummin —prosiguió— insiste en la decadencia del Imperio, en que éste se derrumbará, que la psicohistoria es su única esperanza de salvación, o de mejora, y que, la Humanidad, sin ella, será destruida o, por lo menos, sufrirá una prolongada aflicción. Parece que me carga a mí la responsabilidad de evitarlo. Ahora bien, el Imperio me sobrevivirá, eso desde luego, pero si quiero seguir mi vida tranquilo, debo desprenderme de esta responsabilidad. Tengo que convencerme, y convencer a Hummin, de que la psicohistoria no es la salida práctica; que, pese a la teoría, no puede desarrollarse. Así que debo seguir todas las pistas que pueda y demostrar que cada una de ellas tiene algún fallo.

—¿Pistas? ¿Cómo retroceder en la Historia a la época en que la sociedad humana era más pequeña que ahora?

—Mucho más pequeña, y bastante menos compleja.

—Y demostrar que la solución sigue sin ser práctica.

—En efecto.

—¿Y quién va a describirte el mundo primitivo? Si los mycogenios tienen alguna imagen coherente de la primitiva Galaxia, Amo del Sol jamás se lo revelaría a un tribal. Ningún mycogenio lo haría. Ésta es una sociedad muy introvertida (¿cuántas veces lo he dicho ya?), y sus miembros sospechan de las tribus hasta la paranoia. No nos dirán nada.

—Tendré que hallar el modo de persuadir a algún mycogenio para que me hable. Las Hermanas, por ejemplo.

—Ni siquiera querrán oírte, macho que eres, como Amo del Sol no querrá escucharme a mí. Incluso si te hablaran, ¿qué sabrían ellas sino alguna frase que otra?

—Debo empezar por alguna parte.

—Bien, pensemos. Hummin dice que debo protegerte y yo lo interpreto en el sentido de que debo ayudarte cuanto pueda. ¿Qué sé yo de religión? No se parece en nada a mi especialidad. Siempre he tratado con fuerzas económicas más que con fuerzas filosóficas, pero la Historia no puede ser dividida en pequeñas y ordenadas divisiones independientes. Por ejemplo, las religiones tienden a acumular riqueza cuando la suerte las sonríe y esto tiende, a la larga, a falsear el desarrollo económico de una sociedad… Ahí, por incidencia, se encuentra una de las numerosas reglas de la historia humana que deberás deducir de tus Leyes Humanísticas Básicas, o como les llames. Pero…

La voz de Dors se apagó cuando ella se perdió en sus reflexiones. Seldon la observaba con atención. Los ojos de Dors se pusieron vidriosos como si mirara en lo más profundo de sí misma.

—No es una regla invariable —explicó ella al fin—, pero me parece que, en muchas ocasiones, una religión tiene un libro, o libros, de gran significado, libros que reflejan sus rituales, sus opiniones de la Historia, su poesía sagrada, y quién sabe cuántas cosas más. Esos libros suelen estar a disposición de todo el mundo y son un medio de hacer proselitismo. Otras veces, son secretos.

—¿Crees que hay libros de ese tipo en Mycogen?

—Para serte sincera, debo decirte que no he oído hablar de ninguno. De haber existido públicamente, yo lo sabría; lo cual significa que, o no existen o los mantienen secretos. En cualquier caso, me parece que no vas a verlos.

—Pero, al menos, es un punto de partida —concluyó Seldon.

42

Las Hermanas regresaron dos horas después de que Hari y Dors hubieran terminado el almuerzo. Las dos sonreían, y Gota de Lluvia Cuarenta y Tres, la más seria, tendió un kirtle a Dors para su inspección.

—Es muy bonita —admitió Dors con una amplia sonrisa y moviendo la cabeza con cierta sinceridad—. Me gusta este inteligente bordado.

—No tiene importancia —gorjeó Gota de Lluvia Cuarenta y Cinco—. Es una de las mías y no te sentará muy bien porque eres más alta que yo. Pero, de momento, te servirá y te llevaremos a la mejor kirtlería para conseguir algunas que te vayan bien y concuerden con tus gustos. Ya verás.

Gota de Lluvia Cuarenta y Tres, sonriendo nerviosa, sin decir palabra y con la mirada fija en el suelo, tendió una kirtle blanca a Dors. Estaba primorosamente doblada. Dors ni siquiera intentó desdoblarla sino que se la pasó a Seldon.

—Por el color, yo diría que es para ti, Hari.

—Es de suponer, pero devuélvesela. No me la ha dado a mí.

—Oh, Hari —musitó Dors, sacudiendo la cabeza.

—No —dijo Seldon con firmeza—. No me la ha entregado a mí. Devuélvesela y esperaré a que ella me la dé.

Dors vaciló, luego inició el gesto de pasársela otra vez a Gota de Lluvia Cuarenta y Tres.

La Hermana escondió las manos a su espalda y se apartó con el rostro descompuesto. Gota de Lluvia Cuarenta y Cinco dirigió una fugaz mirada a Seldon, muy rápida, para acercarse a continuación a Gota de Lluvia Cuarenta y Tres y rodearla con sus brazos.

—Venga, Hari —dijo Dors—, estoy segura de que las Hermanas tienen prohibido hablar a los hombres no emparentados con ellas. ¿De qué te sirve atormentarla? No puede hacer otra cosa.

—No lo creo —insistió Seldon con dureza—. Si tal prohibición existe, será aplicable sólo a los Hermanos. Dudo mucho de que haya conocido algún otro miembro tribal.

Dors se dirigió a Gota de Lluvia Cuarenta y Tres.

—¿Habías conocido a otro miembro de tribu, varón o hembra, antes de ahora? —preguntó con dulzura.

Una vacilación interminable; luego, un lento movimiento negativo con la cabeza.

Seldon abrió los brazos.

—Ya lo ves. Si hay una regla de silencio, se debe aplicar solamente a los Hermanos. ¿Nos habrían enviado a estas jóvenes, estas Hermanas, para que se ocuparan de nosotros si hubiera alguna regla que les prohibiera hablar a los tribales?

—Tal vez, Hari, quisieran que hablaran conmigo para que yo te lo transmitiera.

—Bobadas. Ni lo creo, ni lo creeré. No sólo soy un miembro de la tribu, sino, además, un huésped de honor en Mycogen, a quien Chetter Hummin desea se trate como a tal y que ha llegado hasta aquí acompañado por el mismísimo Amo del Sol Catorce. No quiero que se me trate como si yo no existiera. Me pondré en comunicación con Amo del Sol Catorce y elevaré mi más severa protesta.

Gota de Lluvia Cuarenta y Cinco empezó a sollozar y Gota de Lluvia Cuarenta y Tres, sin perder su relativa pasividad se ruborizó.

Dors hizo como si apelara de nuevo a la comprensión de Seldon. Éste la detuvo con un breve y airado gesto de su brazo derecho y se quedó mirando, amenazador, a Gota de Lluvia Cuarenta y Tres.

Por fin, ésta habló, sin gorjear. Más bien le temblaba la voz, enronquecida, como si tuviera que forzarla para que sonara en dirección a un varón, como si lo hiciera en contra de todos sus más íntimos instintos y deseos.

—No debes quejarte de nosotras, miembro de la tribu. Sería una injusticia. Me obligas a quebrantar la costumbre de mi pueblo. ¿Qué es lo que deseas de mí?

Seldon sonrió, conciliador, y al momento le tendió la mano.

—Dame la prenda que me has traído; la kirtle.

Ella alargó el brazo en silencio y depositó la kirtle en su mano. Seldon se inclinó ligeramente.

—Gracias, Hermana —murmuró con cálida voz.

Después, dirigió una rápida mirada en dirección de Dors, como diciendo: «¿Lo ves?» Pero Dors desvió la suya, indignada.

La kirtle no tenía nada que la distinguiera, descubrió Seldon al desdoblarla (por lo visto, los bordados, su decoración, eran sólo para las mujeres), aunque llevaba una faja terminada en borlas que era probable se colocara de un modo determinado. Ya lo descubriría.

—Pasaré al cuarto de baño —comentó— y me la pondré; no tardaré ni un minuto.

Entró en el pequeño recinto y se encontró con que no podía cerrar la puerta porque también Dors quería entrar con él. Cuando ambos estuvieron dentro, se pudo cerrar la puerta.

—¿Por qué lo has hecho? ¡Eres un bruto, Hari! —siseó Dors airada—. ¿Por qué has tratado así a la pobre mujer?

—Tenía que obligarla a hablarme —contestó Seldon impaciente—. Cuento con ella para informarme. Lo sabes de sobra. Siento haber tenido que mostrarme cruel…, ¿de qué otro modo podía haber disipado sus inhibiciones? —Después, le indicó que saliera.

Cuando abandonó el cuarto de baño, vio que Dors también había vestido su kirtle.

Ella, pese a la calvicie que le prestaba su cubrecabeza y la inherente austeridad de su kirtle, conseguía aparecer de lo más atractiva. El corte de la túnica sugería la figura sin revelarla lo más mínimo. Su faja, más ancha que la de él, tenía un tono de gris ligeramente distinto al de la kirtle. Y lo mejor era que iba sujeta delante por dos botones de brillante pedrería azul. «Las mujeres consiguen embellecerse incluso en circunstancias difíciles», pensó Seldon.

—Ahora pareces un verdadero mycogenio —comentó Dors, contemplando a Hari—. Ambos estamos a punto para que las Hermanas puedan llevarnos de compras.

—Sí, pero después quiero que Gota de Lluvia Cuarenta y Tres me lleve a dar una vuelta por las microgranjas.

Los ojos de Gota de Lluvia Cuarenta y Tres se desorbitaron y dio un paso atrás.

—Quiero verlas —insistió Seldon con toda tranquilidad.

Gota de Lluvia Cuarenta y Tres miró a Dors.

—Mujer tribal…

—Quizá no sabes nada de las granjas, Hermana —la interrumpió Seldon.

Pareció como si le hubiera pinchado el nervio. Levantó la barbilla con altivez aunque no se dirigió a él sino a Dors.

—He trabajado en las microgranjas. Todos los Hermanos y Hermanas lo hacemos en algún momento de nuestra vida.

—Bien, llévame entonces a visitarlas —ordenó Seldon—. Y no volvamos a discutir. No soy un Hermano con el que te esté prohibido hablar y con quien no puedas tener trato. Soy un miembro de tribu y un huésped de honor. Llevo este crubrecabeza y esta kirtle para no llamar la atención, pero soy un erudito y debo aprender mientras esté aquí. No puedo quedarme sentado en esta habitación contemplando la pared. Quiero ver la única cosa que tenéis y que el resto de la Galaxia no tiene…, vuestras microgranjas. Deberías sentirte orgullosa de mostrármelas.

Estamos orgullosos de ellas —afirmó Gota de Lluvia Cuarenta y Tres, enfrentándose ahora a Seldon mientras le hablaba—. Yo te las mostraré, aunque no creas que vas a enterarte de nuestros secretos, si es eso lo que pretendes. Te mostraré las microgranjas mañana por la mañana. Lleva tiempo preparar una visita.

—Esperaré hasta mañana, por la mañana. ¿Me lo prometes? ¿Cuento con tu palabra de honor?

—Soy una Hermana y hago lo que digo —exclamó Gota de Lluvia Cuarenta y Tres, abiertamente despectiva—. Mantendré mi palabra aunque se la haya dado a un miembro de tribu.

Su voz se volvió glacial al pronunciar las últimas palabras, mientras sus ojos se agrandaban y parecían lanzar chispas. Seldon se preguntó qué estaría pasando por aquella mente, y se sintió incómodo.

43

Seldon pasó una noche inquieta. Para empezar, Dors había anunciado que debía acompañarle en su visita a las microgranjas y él había objetado con todas su fuerzas.

—Mi propósito es hacer que ella me hable con entera libertad; enfrentarla con un entorno desconocido para ella…, sola con un varón, aunque se trate de un miembro tribal. Una vez quebrantadas las normas hasta ese punto, quebrantarlas un poco más no le resultará tan difícil. Si tú vienes, se dirigirá a ti y yo no conseguiré nada.

—¿Y si te ocurriera algo en mi ausencia, como sucedió en Arriba?

—No ocurrirá nada. ¡Por favor! Si quieres ayudarme, aléjate. Si no lo haces, no querré saber más de ti. Lo digo en serio, Dors. Es algo muy importante para mí. Por más afecto que sienta por ti, esto no te lo consiento.

Ella tuvo que aceptar sus condiciones aunque muy a regañadientes.

—Entonces, por lo menos, prométeme que serás amable con ella —se limitó a decir.

—¿A quién debes proteger, a mí o a ella? Te aseguro que no la he tratado con dureza por puro placer, y no pienso hacerlo en el futuro.

El recuerdo de esa discusión con Dors, su primera discusión, le mantuvo despierto gran parte de la noche; eso, junto con la obsesión de que las dos Hermanas podían no llegar por la mañana, a despecho de la promesa de Gota de Lluvia Cuarenta y Tres.

Sin embargo, llegaron poco después de que Seldon hubiera tomado un escaso desayuno (estaba decidido a no engordar por causa de la gula) y se hubiera vestido con la kirtle, la cual le quedaba a la perfección.

Gota de Lluvia Cuarenta y Tres, con algo de hielo en la mirada todavía, anunció:

—Si estás dispuesto, miembro de la tribu Seldon, mi hermana se quedará con la mujer tribal Venabili. —Su voz no era gorjeante ni bronca, como si durante la noche se hubiera hecho fuerte, practicando mentalmente, cómo hablar con alguien que, aunque varón, no era un Hermano.

Seldon se preguntó si habría perdido sueño.

—Estoy dispuesto —repuso él.

Media hora después, juntos Gota de Lluvia Cuarenta y Tres y Hari Seldon, iban bajando nivel tras nivel. Aunque según el reloj era de día, la luz resultaba escasa y más apagada que en Trantor.

No había razón alguna para que fuera así. La luz artificial que giraba lentamente alrededor de la esfera trantoriana, seguro que podía abarcar también al Sector Mycogen. «Los mycogenios deben quererlo así —pensó Seldon— para no perder un hábito primitivo». Poco a poco, los ojos de Seldon se adaptaron a la penumbra circundante.

Trató de cruzar su mirada con los ojos de los transeúntes, Hermanos o Hermanas, serenamente. Supuso que él y Gota de Lluvia Cuarenta y Tres serían tomados por un Hermano y su esposa, y que nadie se fijaría en ellos, a menos que llamaran la atención.

Por desgracia, parecía como si Gota de Lluvia Cuarenta y Tres deseara que se fijaran en ella. Le dirigía pocas palabras, dichas en voz baja y entre dientes. Resultaba claro que la compañía de un varón no autorizado, aunque sólo ella lo supiera, destruía su confianza en sí misma. Seldon estaba seguro de que si él le pedía que se relajara, la pondría más nerviosa aún. Seldon se preguntó qué haría si se cruzaba con alguien que la conociera. Se sintió más tranquilo una vez hubieron llegado a los niveles más profundos, donde se encontraron con menos personas.

Tampoco hicieron el descenso en ascensor, sino manejando rampas escalonadas que funcionaban por parejas, una para subir y otra para bajar. Gota de Lluvia Cuarenta y Tres, al referirse a ellas, las llamó escalators. Seldon no estaba seguro de haber entendido bien la palabra porque era la primera vez que la oía.

A medida que bajaban más y más niveles, la aprensión de Seldon iba en aumento. Muchos mundos poseían microgranjas y muchos mundos producían sus propias variedades de microproductos. A veces, en Helicon, había comprado condimentos en las microgranjas, notando siempre un repugnante hedor que le revolvía el estómago.

A los que trabajaban en las microgranjas no parecía importarles. Incluso cuando algún visitante arrugaba la nariz, después parecía aclimatarse. Pero Seldon era siempre en extremo susceptible al olor. Lo había sufrido antes y contaba con sufrirlo en ese momento. Trató de consolarse con la idea de que estaba realizando un noble sacrificio de su comodidad en beneficio de su necesidad de información, pero con ello no podía evitar que se le hicieran nudos en el estómago, tanta era su aprensión.

Después de haber perdido la cuenta del número de niveles que llevaban bajados, pero con el aire todavía razonablemente fresco y limpio, preguntó:

—¿Cuándo llegaremos a los niveles de las microgranjas?

—Ya hemos llegado.

Seldon respiró profundamente.

—Pues no huele como si estuviéramos en ellas.

—¿Huele? ¿Qué quieres decir? —Gota de Lluvia estaba lo bastante ofendida para no darse cuenta de que había levantado la voz.

—En mi experiencia, siempre hay un olor putrefacto asociado con las microgranjas. Ya sabes, por los fertilizantes que las bacterias, levadura, hongos y saprofitos suelen necesitar.

—¿En tu experiencia? —repitió ella, aunque en esa ocasión bajó la voz—. ¿Dónde?

—En mi mundo de origen.

La Hermana contrajo su rostro con repugnancia.

—¿Y tu gente se revuelca en gabelle?

Seldon jamás había oído la palabra, pero por la expresión y tono, adivinó de qué se trataba.

—Bueno, una vez listos para el consumo, no huelen así —aclaró Seldon.

—Los nuestros no huelen mal en ningún momento. Nuestros biotécnicos han conseguido tipos perfectos. Las algas crecen bajo la luz más pura y en soluciones electrolíticas cuidadosamente equilibradas. A los saprofitos se les alimenta con magníficos combinados orgánicos. Las fórmulas y recetas son algo que los tribales jamás conoceréis. Bueno, ya hemos llegado. Olfatea cuanto quieras. No encontrarás nada ofensivo. Hay una razón por la que nuestros alimentos son solicitados en toda la Galaxia y por la que el Emperador, según hemos sabido, no come otra cosa; sin embargo, si quieres saber mi opinión, nuestros productos son demasiado buenos para los miembros de las tribus, aunque uno de ellos sea Emperador.

Lo dijo con una rabia que parecía directamente dirigida contra Seldon. Luego, como si temiera que él no lo hubiera advertido, añadió:

—O aunque se trate de un huésped de honor.

Salieron a un estrecho corredor, a ambos lados del cual había grandes depósitos de grueso cristal en los que se agitaba un agua verdosa llena de algas serpenteantes, movidas por la fuerza de las burbujas de gas que penetraban a chorro entre ellas. Seldon pensó que serían ricas en dióxido de carbono.

Una luz cálida y rosada iluminaba los depósitos, una luz que era mucho más brillante que la de los corredores. Lo comentó.

—Por supuesto —le explicó la Hermana—. Estas algas se hacen mejor al extremo rojo del espectro.

—Me figuro que todo estará automatizado —dijo Seldon.

Ella se encogió de hombros y ni se molestó en contestarle.

—No se ven muchos Hermanos ni Hermanas —dijo Seldon, insistente.

—Sin embargo, hay mucho trabajo que hacer y lo realizan aunque tú no les veas trabajar. Los detalles no son para ti. No malgastes tu tiempo haciendo este tipo de preguntas.

—Espera. No te enfades conmigo. No espero que se me cuenten los secretos de Estado. Sigamos, querida. —Se le escapó la palabra.

La sujetó por el brazo al ver que ella estaba a punto de marcharse. No lo hizo, pero él percibió su estremecimiento y la soltó al instante, turbado.

—Lo digo porque me parece automatizado —observó.

—Interpreta como quieras lo que veas. No obstante, aquí hay lugar para el cerebro humano, y el juicio humano. Cada Hermano y Hermana tiene ocasión de trabajar aquí en una ocasión u otra. Algunos lo tienen como profesión.

Parecía hablar menos cohibida aunque, para mayor turbación de Hari, se dio cuenta de que su mano izquierda frotaba con disimulo el punto del brazo por donde él la había sujetado, como si le hubiera hecho daño.

—Esto continúa así varios kilómetros —explicó ella—. Si torcemos por aquí, podrás ver una parte de la sección de hongos.

Siguieron caminando. Seldon se fijó en lo limpio que se veía todo. El cristal resplandecía. El suelo de mosaico parecía estar mojado pero, cuando en un momento dado se inclinó para tocarlo, observó que estaba seco. No era resbaladizo…, a menos que sus sandalias (con el dedo gordo asomando al establecido estilo mycogenio) tuvieran suelas deslizantes.

Gota de Lluvia Cuarenta y Tres tenía razón en un punto. Aquí y allí un Hermano o una Hermana trabajaba en silencio, estudiando termómetros, ajustando controles, a veces sumidos en algo tan sencillo como limpiar el equipo…; siempre absortos en lo que estuvieran haciendo.

Seldon tuvo buen cuidado de no preguntar cuál era su trabajo porque no quería humillar a la Hermana haciéndola contestar que lo ignoraba u obligarla a decirle que había cosas que él no debía saber.

Cruzaron una puerta oscilante y Seldon, de pronto, notó, aunque muy ligero, aquel olor característico que aún recordaba. Miró a Gota de Lluvia Cuarenta y Tres, pero ella parecía no percibirlo y Seldon, al poco rato, también se habituó a él.

La intensidad de la luz cambió de pronto. El tono rosado había desaparecido y la claridad con él. Todo estaba a media luz excepto donde el equipo aparecía iluminado por un foso, y dondequiera que hubiera uno de ellos parecía haber, también, un Hermano o Hermana. Algunos llevaban bandas de luz en la cabeza que despedían un resplandor nacarado. A cierta distancia, Seldon podía ver, en distintos puntos, pequeños destellos que parecían moverse sin rumbo fijo.

Mientras andaban, echó una rápida ojeada al perfil de la Hermana. Era lo único que realmente podía juzgar. En todo momento no podía dejar de tener presente el bulto de su calva cabeza, sus ojos desnudos, su rostro sin color. Todo eso ahogaba su personalidad y parecía volverle invisible. Pero ahora, de perfil, veía algo. Nariz, barbilla, labios generosos, regularidad, belleza. La penumbra suavizaba y dulcificaba la parte superior desierta. Sorprendido, pensó: «Podría ser muy hermosa si dejara que el cabello le creciera y se lo arreglara con gracia».

Pero a continuación pensó que ella no podía dejarse crecer el pelo. Sería calva toda la vida.

¿Por qué? ¿Por qué habían tenido que hacerle aquello? Amo del Sol le había explicado que era para que un mycogenio se conociera a sí mismo (o a sí misma) para toda la vida. ¿Por qué era tan importante que la maldición de la calva tuviera que ser aceptada como un distintivo o marca de identidad?

Entonces, al estar habituado a sopesar ambos extremos de los datos, pensó: «La costumbre es una segunda naturaleza. Acostumbrarse a una cabeza sin cabello, acostumbrarse lo suficiente haría que el pelo pareciera monstruoso, provocaría náuseas». Él mismo se afeitaba la cara todas las mañanas, rasurando todo exceso de vello, incómodo por el menor rastro que le quedaba, no obstante, no pensaba en su rostro como calvo o anormal. Claro que, podía dejarse crecer el vello facial siempre que le viniera en gana…, pero no quería hacerlo.

Sabía que había mundos donde los hombres no se afeitaban; en algunos, ni siquiera se recortaban la barba o le daban forma, sino que dejaban que creciera salvaje. ¿Qué dirían si pudieran ver su cara lampiña, su barbilla, mejillas y labios sin pelo?

Entretanto, iba andando con Gota de Lluvia Cuarenta y Tres por un corredor, interminable al parecer. De vez en cuando, lo cogía del codo para guiarle y tuvo la impresión de que ella se había acostumbrado, porque no retiraba la mano apresuradamente. A veces la dejaba allí durante más de un minuto.

De pronto la oyó decir:

—¡Aquí! ¡Ven aquí!

—¿Qué es esto? —preguntó Seldon.

Estaban delante de una pequeña bandeja llena de pequeñas esferas, cada una de unos dos centímetros de diámetro. El Hermano que se ocupaba del área, y que acababa de dejar la bandeja, levantó la vista vagamente asombrado.

—Pídele unas cuantas —dijo Gota de Lluvia Cuarenta y Tres.

Seldon recordó que ella no podía dirigir la palabra a un Hermano si él no le hablaba.

—¿Podrías darnos unas cuantas, Her… Hermano? —preguntó indeciso.

—Coge un puñado, Hermano —accedió el otro de buen grado.

Seldon cogió una de las esferas y se disponía a entregársela a Gota de Lluvia Cuarenta y Tres cuando descubrió que ella había tomado la invitación como para sí y tenía dos puñados.

La esfera era brillante, suave. Al alejarse, Seldon preguntó a Gota de Lluvia Cuarenta y Tres:

—¿Son para comerlas? —Y acercó la esfera a la nariz.

—¡No huelen! —cortó ella vivamente.

—¿Qué son?

—Golosinas. Golosinas naturales para el mercado exterior. Las perfumamos de diferentes maneras, pero aquí en Mycogen, las comemos naturales, sin perfumar…, así sólo. —Y se metió una en la boca, comentando—: Nunca tengo bastante.

Seldon se metió una esfera en la boca y sintió cómo se disolvía y desaparecía rápidamente. Su boca, por un momento, se llenó de líquido, luego se deslizó, como por voluntad propia, garganta abajo.

Se quedó asombrado. Ligeramente dulzona, pese a ello, dejaba un regusto algo amargo, pero no encontraba el verdadero sabor.

—¿Puedo tomar otra? —pidió.

—Coge media docena —ofreció Gota de Lluvia Cuarenta y Tres tendiéndole un puñado—. Nunca parecen tener el mismo sabor dos veces seguidas y casi carecen de calorías; prueba.

Ella tenía razón. Seldon dejó que la golosina permaneciera un momento en la boca; trató de lamerla cuidadosamente; trató de darle un mordisco. Pero, pese al cuidado puesto en morder, se deshacía. Una vez separado un fragmento, el resto desaparecía al instante. Cada sabor era indefinible y no del todo parecido al anterior.

—Lo peor es que —explicó la Hermana, feliz—, muy de vez en cuando, encuentras una excepcional y jamás puedes olvidarla, pero tampoco vuelves a encontrar otra igual. Comí una cuando tenía nueve años… —Su expresión perdió su arrobo y dijo—: Es una gran cosa. Te enseña la brevedad de las cosas del mundo.

Seldon lo interpretó como una señal. Ya habían paseado bastante sin rumbo fijo. Se había acostumbrado a él y le hablaba. Y ahora la conversación había llegado a su punto. ¡Ahora!

44

—Vengo de un mundo que vive al aire libre, Hermana —dijo Seldon—, como todos los mundos, excepto Trantor. Llueve o no llueve, los ríos bajan perezosos o se desbordan, la temperatura es alta o baja. Eso significa que las cosechas son buenas o malas. No obstante, aquí, el ambiente está realmente controlado. Las cosechas no tienen más remedio que ser buenas. Qué afortunado es Mycogen.

Esperó. Cabían diversas respuestas y su línea de acción dependería de la respuesta que obtuviera.

Ahora, ella le hablaba con plena libertad y parecía haber perdido la primitiva inhibición respecto de su masculinidad, así que el largo paseo había servido su propósito.

—El ambiente no es tan fácil de controlar —observó Gota de Lluvia Cuarenta y Tres—. En ocasiones, tenemos infecciones virales y, a veces, se presentan mutaciones inesperadas y no deseadas. En ocasiones, también hay cultivos enteros que se agostan o que no valen nada.

—Me sorprendes. ¿Y qué pasa entonces?

—Por lo general, no queda más remedio que destruir el cultivo estropeado, incluso aquellos que simplemente pueden ser susceptibles de estropearse. Bandejas y depósitos deben esterilizarse por completo e incluso eliminados a veces.

—Viene a ser como la cirugía —comentó Seldon—: cortáis el tejido dañado.

—Sí.

—¿Qué hacéis para evitar esas cosas?

—¿Qué podemos hacer? Llevamos a cabo una comprobación constantemente para evitar que puedan surgir mutaciones, que aparezcan nuevos virus, cualquier contaminación accidental o alteración del ambiente. Muy pocas veces detectamos algo malo, pero tomamos medidas drásticas si lo hacemos. El resultado es que los años malos son pocos e incluso éstos afectan sólo de manera fraccionada. El peor año que hemos tenido alcanzó una media de sólo un 1%, aunque fue suficiente para producir malestar. El problema estriba en que ni la más cuidadosa previsión, ni los más inteligentes programas de computadoras planteados pueden predecir lo que es esencialmente impredecible.

(Seldon sintió un involuntario estremecimiento. Era como si le estuviera hablando de psicohistoria…, sólo que le hablaba de los productos de las microgranjas de una pequeña fracción de la Humanidad, mientras que él tenía presente todo el poderoso Imperio Galáctico en cada una de todas sus actividades).

—Seguro que no todo es inesperado, impredecible —observó, inevitablemente descorazonado—. Hay fuerzas que nos guían y que cuidan de todos nosotros.

La Hermana se envaró. Se volvió para mirarle, como si quisiera estudiarle con sus ojos de mirada penetrante. Pero lo único que dijo, fue:

—¿Cómo?

—Me parece que al hablar de virus y mutaciones, hablamos de lo natural, de fenómenos que están sometidos a leyes naturales. Esto deja de lado lo sobrenatural, ¿no? Deja fuera aquello que no está sometido a las leyes naturales y que, por tanto, la ley natural puede controlar.

La mujer continuó mirándole fijamente, como si, de pronto, él hubiera empezado a hablar un desconocido y lejano dialecto del Standard Galáctico. Y, esta vez, en un murmullo, volvió a decirle:

—¿Cómo?

Pero Seldon siguió pronunciando palabras desconocidas que casi conseguían avergonzarle:

—Debéis apelar a una esencia superior, a un gran espíritu, a…, bien, no sé cómo llamarle.

Gota de Lluvia Cuarenta y Tres le respondió con una voz que alcanzó un registro altísimo aun permaneciendo baja.

—Lo imaginé. Pensé que eso era lo que querías decir, pero no lo podía creer. Estás acusándonos de tener religión. ¿Por qué no lo confiesas? ¿Por qué no empleas la palabra? —Esperó una respuesta.

—Porque ésta no es una palabra que yo emplee —se limitó a decir Seldon, algo confuso ante el ataque—. Yo lo llamo «supernaturalismo».

—Llámalo como quieras. Es religión, y nosotros no la tenemos. La religión se queda para las tribus, para la esc…

La Hermana calló a fin de tragar saliva como si estuviera al borde de ahogarse y Seldon tuvo la seguridad de que la palabra que la había atragantado era «escoria». Pero ya se había recobrado. Y continuó hablando despacio y en un tono más bajo que el de su habitual soprano.

—No somos gente religiosa —declaró—. Nuestro reino es de esta Galaxia y lo ha sido siempre. Si tú tienes una religión…

Seldon se sintió cogido en la trampa. No había contado con aquello. Levantó la mano, como defendiéndose.

—En realidad, no. Soy un matemático y mi reino es también de esta Galaxia. Sólo que dada la rigidez de costumbres que tenéis, pensé que vuestro reino…

—No lo pienses, hombre de tribu. Si nuestras costumbres son rígidas se debe a que somos simples millones rodeados de miles de millones. De un modo u otro, debemos hacernos notar para no perdernos en medio de vuestras hordas y manadas. Debemos hacernos notar por nuestra falta de cabello, nuestros vestidos, nuestro comportamiento, nuestra forma de vida. Debemos saber quiénes somos y debemos estar seguros de que vosotros, los de las tribus, sepáis bien quiénes somos, cómo somos. Trabajamos en nuestras granjas a fin de adquirir valor a vuestros ojos y así asegurarnos de que nos dejéis en paz. Es lo único que os pedimos…, que nos dejéis en paz…

—No tengo la menor intención de hacerte daño a ti o a tu pueblo. Sólo busco conocimiento, aquí como en todas partes.

—¿Y por qué nos insultas preguntándonos sobre nuestra religión, como si alguna vez hubiéramos apelado a un misterioso e insustancial espíritu para que hiciera por nosotros lo que nosotros no podemos hacer?

—Hay mucha gente, muchos mundos que creen en el supernaturismo de una forma u otra de… religión, si prefieres esta palabra. De alguna manera, podemos no estar de acuerdo con ellos, aunque hay que reconocer algo: lo mismo podemos equivocarnos nosotros en nuestra incredulidad, como ellos en su creencia. En todo caso, la creencia no es vergonzosa, y mis preguntas no pretendían ser insultantes.

Pero ella no se calmaba.

—¡Religión! —exclamó rabiosa—. ¡No la necesitamos!

Los ánimos de Seldon, que se habían ido derrumbando en el transcurso de la conversación, tocaron fondo. Todo lo organizado, la expedición con Gota de Lluvia Cuarenta y Tres, no había servido para nada.

Pero, de pronto, oyó que ella le decía:

—Tenemos algo mucho mejor. Tenemos historia.

Los ánimos de Seldon rebrotaron de nuevo, y sonrió.