EL AMO DEL SOL

AMO DEL SOL CATORCE. — … Un dirigente del Sector Mycogenio del antiguo Trantor… Como ocurre con todos los dirigentes de este Sector congénito, se sabe muy poco de él. El hecho de que aparezca en esta historia se debe enteramente a su interrelación con Hari Seldon en el curso de La Huida…

Enciclopedia Galáctica

35

Sólo había dos asientos detrás del compartimiento del piloto y cuando Seldon se acomodó sobre el tapizado, que cedió bajo su peso, de debajo surgió un tejido elástico que le envolvió las piernas, cintura y pecho, al tiempo que un capuchón caía sobre su frente y oídos. Se sintió aprisionado y cuando se volvió hacia su izquierda con enorme dificultad, pudo ver que Dors estaba envuelta de igual forma.

El piloto ocupó su asiento y comprobó sus instrumentos.

—Soy Endor Levanian, para servirles —les comunicó—. Están envueltos así porque habrá una enorme aceleración al despegar. Una vez arriba, y en vuelo, quedarán libres. No necesitan decirme sus nombres. No es cosa mía.

Se volvió en el asiento para sonreírles y su rostro de gnomo se arrugó al distender los labios.

—¿Alguna dificultad psicológica, jóvenes? —preguntó.

—Soy del Mundo Exterior y estoy acostumbrada a volar —contestó Dors.

—Lo mismo que yo —dijo Seldon con cierta altivez.

—Excelente, jóvenes. Desde luego, éste no es un jet ordinario y puede que no estén acostumbrados a volar de noche, pero confío en que sabrán soportarlo.

También él se hallaba sujeto por un envoltorio, pero Seldon se dio cuenta de que tenía los brazos enteramente libres.

Un ronroneo apagado resonó en el interior del jet, aumentando en intensidad hasta terminar en un zumbido estridente. Sin que resultara desagradable, por el momento, amenazaba con serlo, y Seldon hizo un gesto como sacudiendo la cabeza para apartar el ruido de sus oídos, pero un mero intento no hizo más que tensar la red que le sujetaba la cabeza.

El jet dio un salto (fue la única palabra que Seldon pudo encontrar para describir el momento) en el aire y se sintió empujado con fuerza contra el respaldo y el asiento de su butaca.

A través del parabrisas que el piloto tenía delante, Seldon vio, estremecido de horror, la superficie plana de una pared… y, después, una abertura redonda en esa misma pared. Era similar a la que se había abierto para el aerotaxi el día en que él y Hummin habían abandonado el Sector Imperial, pero aunque ésta era lo suficiente ancha para el cuerpo del jet, resultaba obvio que no dejaba espacio para las alas.

Seldon volvió la cabeza cuanto pudo hacia la derecha y lo hizo a tiempo de ver cómo el ala de su lado se encogía y desaparecía.

El jet penetró en la abertura, fue atraído por el campo electromagnético y lanzado después a lo largo de un túnel iluminado. La aceleración era constante y se percibían chasquidos ocasionales que Seldon imaginó podían producirse al paso de imanes individuales.

Después, en menos de diez minutos, el jet fue proyectado de cabeza a la atmósfera y a la súbita y envolvente oscuridad de la noche.

El aparato desaceleró al salir del campo magnético y Seldon volvió a sentirse aplastado contra su envoltura por espacio de unos segundos en que se quedó sin aliento.

Luego, la presión cedió y la envoltura desapareció por completo.

—¿Cómo estáis, jóvenes? —preguntó la animada voz del piloto.

—No lo sé —confesó Seldon, y se volvió hacia Dors—. ¿Estás bien?

—Por supuesto. Creo que Mr. Levanian ha exagerado un poco para ver si éramos realmente del Mundo Exterior. ¿No es así, Mr. Levanian?

—Hay personas a quienes les gusta lo excitante —comentó Levanian—. ¿Y a ustedes?

—Hasta cierto punto —respondió Dors.

Y Seldon, asintiendo, añadió:

—Como diría cualquier persona sensata: habría sido menos divertido para usted, señor, si hubiera arrancado las alas del jet.

—Imposible que ocurriera. Ya les dije que éste no era un jet corriente. Las alas están totalmente computarizadas. Cambian de longitud, anchura, curvatura y forma para adaptarse a la velocidad del jet, a la velocidad y dirección del viento, a la temperatura, y a media docena de variantes más. Las alas no se desprenderían a menos que el propio jet estuviera sometido a tal presión que se partiera.

Hubo una rociada de agua contra la ventanilla de Seldon y éste observó:

—Está lloviendo.

—Ocurre con frecuencia —contestó el piloto.

Seldon miró hacia fuera. En Helicon o en cualquier otro mundo se hubieran visto luces…, la iluminada obra del hombre. Sólo Trantor estaba a oscuras.

… Aunque no del todo. En un punto distante vislumbró el destello de la luz de un faro. Quizá los salientes más altos de Arriba tenían luces de aviso.

Como siempre, Dors se fijó en la inquietud de Seldon y le cogió la mano.

—Estoy segura de que el piloto sabe lo que hace, Hari —dijo.

—También yo intento estar seguro de ello, Dors, pero me gustaría que compartiera sus conocimientos con nosotros. —Seldon lo dijo en voz lo bastante alta para que el otro lo oyera.

—No me importa compartirlos —admitió el piloto—. En primer lugar, estamos subiendo y dentro de unos minutos nos encontraremos por encima del banco de nubes. Una vez allí, no habrá lluvia y podremos ver las estrellas.

Había calculado la respuesta perfectamente porque unas estrellas empezaron a brillar por entre los jirones de nubes que aún quedaban; luego, el resto, deslumbrante, apareció, mientras el piloto apagaba las luces del interior de la cabina. Sólo la tenue iluminación de su consola permanecía para competir, y el cielo resplandecía.

—Es la primera vez, después de dos años, que veo las estrellas. ¿No son maravillosas? Brillan de tal modo, ¡y hay tantas!

—Trantor es el que se encuentra más cerca del centro de la Galaxia, más que la mayoría de los mundos —aclaró el piloto.

Dado que Helicon estaba en un rincón de la Galaxia y su campo estelar era débil y poco impresionante, Seldon se encontró sin palabras.

—Qué silencioso se ha vuelto el vuelo —observó Dors.

—Oh, sí —asintió Seldon—. ¿Qué fuerza mueve al jet, Mr. Levanian?

—Un motor de microfusión y un ligero chorro de gas caliente.

—Ignoraba que tuviéramos motores de microfusión en los jets. Se hablaba de ello, pero…

—Hay unos pocos, pequeños, como éste. Hasta el momento, sólo los tenemos en Trantor y únicamente son utilizados por altos cargos del Gobierno.

—Los precios para estos viajes deben ser muy elevados.

—Muy elevados, señor.

—¿Cuánto le cobra, pues a Mr. Hummin?

—No se le cobra nada por este vuelo. Mr. Hummin es un buen amigo de la compañía propietaria de estos jets.

—¿Por qué no hay más jets de microfusión? —siguió preguntando Seldon.

—En primer lugar, porque son demasiado caros y con los existentes se cubren las demandas.

—¿No habría mayor demanda si fueran mayores?

—Tal vez sí, pero la compañía no ha conseguido fabricar motores de microfusión lo bastante resistentes para los grandes jets.

Seldon recordó a Hummin quejándose de que la innovación tecnológica había llegado a muy bajo nivel. «Decadencia», murmuró.

—¿Cómo dices? —preguntó Dors.

—Nada. Estaba recordando algo que Hummin me comentó una vez.

Miró hacia las estrellas y prosiguió:

—¿Nos dirigimos hacia el Oeste, Mr. Levanian?

—Sí, ¿cómo lo ha adivinado?

—Porque he pensado que si nos dirigíamos hacia el Este tendríamos que empezar a ver el amanecer.

Pero el alba, persiguiendo al planeta, acabó alcanzándoles y la luz del sol, verdadera luz solar, iluminó las paredes de la cabina. Aunque duró poco, ya que el jet giró hacia abajo y se metió entre las nubes. El oro y el azul desaparecieron y fueron sustituidos por un gris opaco. Tanto Seldon como Dors protestaron, decepcionados, al verse privados de aquellos pocos segundos de verdadera luz solar.

Cuando estuvieron debajo de las nubes, Arriba apareció inmediatamente a sus pies y su superficie, por lo menos en aquel punto, era una mezcla de grutas, bosques y manchones de hierba: lo que Clowzia había contado a Seldon que podía encontrarse Arriba.

Pero tampoco tuvieron demasiado tiempo para observarlo. Debajo de ellos apareció una abertura, bordeada por letras que decían MYCOGEN.

Se lanzaron dentro.

36

Aterrizaron en un jetpuerto que parecía desierto a los ojos asombrados de Seldon. El piloto, cumplida su misión, estrechó las manos de Hari y de Dors, y se elevó como un chorro metiéndose en el agujero que se abrió para él.

Parecía como si no tuvieran otra cosa que hacer más que esperar. Había bancos donde podían sentarse cien personas quizá, pero Seldon y Dors Venabili eran las dos únicas allí. El puerto, rectangular, estaba rodeado de muros en los que debía haber muchos túneles que podían abrirse para recibir o devolver jets, pero ninguno salió después de que el suyo hubo partido ni tampoco llegó mientras esperaban.

No había gente que viajara, ni indicio alguno de vida; el propio latir de Trantor había enmudecido.

A Seldon se le hizo opresiva aquella soledad. Se volvió a Dors y preguntó:

—¿Qué es lo que debemos hacer aquí? —preguntó—. ¿Tienes alguna idea?

—Hummin me dijo que el Amo del Sol Catorce vendría a esperarnos. Es lo único que sé.

—¿Amo del Sol Catorce? ¿Qué será eso?

—Un ser humano, supongo. Sin embargo, por el nombre no puedo imaginar si será hombre o mujer.

—Un nombre curioso.

—Lo curioso se encuentra en la mente del que lo oye. A veces, los que no me conocen, suponen que soy un hombre.

—¡Qué idiotas! —observó Seldon, sonriendo.

—Nada de esto. Si juzgan por mi nombre, tienen razón. Parece ser que en muchos mundos es un nombre de varón.

—Nunca lo había oído.

—Porque no eres un gran viajero galáctico. El nombre «Hari» es bastante corriente en todas partes, aunque una vez conocí a una mujer llamada «Haré», pronunciado como tu nombre pero escrito con e final. Creo recordar que en Mycogen los nombres particulares son para las familias…, y están numerados.

—Pero, Amo del Sol parece excesivo.

—¿Qué importancia tiene presumir un poco? En Cinna, «Dors» procede de una antigua expresión local que significa «regalo de primavera».

—¿Porque naciste en primavera?

—No. Vi la luz del día en pleno verano de Cinna, pero a mi familia les pareció un nombre simpático, prescindiendo de la tradición y de su ya olvidado significado.

—En tal caso, quizás Amo del Sol…

Una voz profunda y severa anunció:

—Ése es mi nombre, miembros de la tribu.

Seldon, sobresaltado, miró a su izquierda. Sin que ellos se dieran cuenta un coche descubierto se les había acercado. Era cuadrado y arcaico, con aspecto de furgoneta de reparto. Sentado ante los controles se hallaba un hombre alto y viejo, vigoroso al parecer, a pesar de la edad. Altivo y majestuoso, bajó del coche.

Vestía una larga túnica blanca, de mangas voluminosas, sujetas a las muñecas. Por debajo de la túnica asomaban unas blandas sandalias de las que sobresalía el dedo gordo, mientras que su cabeza, maravillosamente formada, estaba completamente afeitada. Contempló calmosamente a los dos, con sus profundos ojos azules.

—Os saludo, miembros de la tribu —les dijo.

Seldon, maquinalmente correcto, respondió:

—Os saludamos, señor. —Y sinceramente desconcertado, preguntó—: ¿Por dónde habéis entrado?

—Por la entrada, que se ha cerrado detrás de mí. ¿No os habéis fijado?

—Supongo que no. Pero, claro, tampoco sabíamos qué podíamos esperar. Ahora ya lo sabemos.

—El miembro de la tribu, Chetter Hummin, informó a los Hermanos que llegarían dos miembros de las tribus. Me pidió que os cuidáramos.

—Así que conocéis a Hummin.

—Lo conocemos. Nos ha servido bien. Y porque él, un respetado miembro de la tribu, nos ha servido, vamos a hacer lo mismo, ahora, para él. Pocos son los que vienen a Mycogen, y muy pocos los que se van. Debo procurar que estéis a salvo, daros alojamiento y procurar que no se os moleste. Aquí os hallaréis seguros.

Dors inclinó la cabeza:

—Os estamos agradecidos, Amo del Sol Catorce.

El Amo del Sol se volvió a mirarla con despectiva indiferencia.

—No desconozco las costumbres de las tribus —dijo—. Sé que en ellas una mujer puede hablar antes de que se dirijan a ella. Por lo tanto, no me siento ofendido. Yo le rogaría que tuviera cuidado con otros de los Hermanos que puedan estar menos enterados que yo del asunto.

—¡Vaya! —exclamó Dors, claramente ofendida, mientras que el Amo del Sol no lo estaba.

—Así es —prosiguió éste—. Tampoco es necesario utilizar mi identificación numérica cuando esté solo con vosotros. «Amo del Sol» bastará… Ahora, os ruego que vengáis conmigo a fin de abandonar este lugar, excesivamente tribal para mi tranquilidad.

—La tranquilidad es para todos —observó Seldon, en voz tal vez más fuerte de lo preciso—, y no nos moveremos de este lugar a menos que nos aseguréis que no se nos obligará por la fuerza a vuestras pretensiones, en contra de nuestras propias costumbres. Y una de éstas es que una mujer puede hablar siempre que tenga algo que decir. Si habéis aceptado mantenernos a salvo, esta seguridad debe ser tanto psicológica como física.

Amo del Sol miró a Seldon con fijeza.

—Eres atrevido, joven miembro de la tribu. ¿Cómo te llamas?

—Soy Hari Seldon, de Helicon. Mi compañera es Dors Venabili, de Cinna.

Amo del Sol se inclinó ligeramente al oír a Seldon pronunciar su propio nombre, pero no se movió al oír el de Dors.

—He jurado al miembro de la tribu, Hummin, que os mantendríamos a salvo —declaró—, así que también haré lo que pueda para proteger a tu compañera. Si desea ejercer su descaro, haré lo que pueda para que se le considere libre de culpa… Pero hay algo con lo que debéis conformaros.

Y señaló, con infinito desprecio, primero la cabeza de Seldon y luego la de Dors.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Seldon.

—Tu cabello cefálico.

—¿Qué tiene?

—No debe verse.

—¿Significa eso que debemos afeitarnos la cabeza como vos? ¡De ningún modo!

—Mi cabeza no está afeitada, miembro de la tribu Seldon. Fui depilado al entrar en la pubertad, como lo son todos los Hermanos y sus mujeres.

—Si se trata de depilación, la respuesta sigue siendo no…, jamás.

—Miembro de la tribu, no os pedimos ni afeitado, ni depilación. Sólo queremos que, cuando os encontréis con nosotros, vuestro cabello esté cubierto.

—¿Cómo?

—He traído unos gorros que se adaptarán a vuestros cráneos, junto con unas tiras que ocultarán vuestros cabellos superópticos (las cejas). Os lo pondréis cuando estéis entre nosotros. Y, naturalmente, el miembro Seldon, se afeitará a diario…, o con más frecuencia si fuera necesario.

—Pero, ¿por qué debemos hacerlo?

—Para nosotros, llevar cabello en la cabeza resulta obsceno y repugnante.

—De seguro que toda vuestra gente sabe que es costumbre para otros, en todos los mundos de la Galaxia, conservar su cabello cefálico.

—Lo sabemos. Y todos nosotros, como yo, debemos tratar con tribus de vez en cuando y ver su cabello. Lo conseguimos, pero es injusto pedírselo a los Hermanos, que suelen sufrir ante su vista.

—Muy bien, Amo del Sol —concedió Seldon—. Puesto que habéis nacido con cabello cefálico, como todos nosotros, y lo conserváis a la vista hasta la pubertad, ¿por qué es tan necesario erradicarlo? ¿Se trata sólo de una costumbre o es por alguna razón específica?

—Por la depilación —declaró el anciano mycogenio con orgullo—, demostramos al joven que él o ella ha llegado a ser adulto y los adultos, mediante la depilación, recordarán siempre quiénes son y jamás olvidarán que todos los demás no son sino miembros de una tribu.

No esperó ninguna respuesta (y a Seldon, en verdad, no se le ocurrió ninguna), sino que sacó, de algún oculto pliegue de su túnica, un puñado de finos retales de plástico de diferentes colores, mirando con fijeza a los dos rostros que tenía delante, sostuvo primero una tira, luego otra, junto a cada cara.

—Los colores deben casar, razonablemente —explicó—. Nadie se confundirá pensando que no lleváis un gorro, pero no tiene por qué resultar repulsivamente obvio.

Por fin, Amo del Sol entregó un retal a Seldon y le mostró cómo transformarlo en gorro.

—Póntelo, por favor, miembro de la tribu Seldon —rogó—. Lo encontrarás complicado al principio, pero ya te acostumbrarás.

Seldon intentó ponérselo, pero las dos primeras veces se le escurrió cuando trató de tirar hacia atrás para cubrirse el cabello.

—Empieza por encima de las cejas —aconsejó Amo del Sol. Se le escapaban los dedos, impacientes por ayudarle.

—¿Queréis hacerlo por mí? —preguntó Seldon, conteniendo una sonrisa.

Amo del Sol retrocedió, diciendo:

—Imposible —repuso, muy agitado—. No puedo tocar tu pelo.

Al fin, Seldon logró sujetarlo y, siguiendo los consejos de Amo del Sol, tiró de un lado y de otro, hasta que su cabello quedó cubierto. Los cubrecejas le resultaron más fáciles de colocar. Dors, que se había fijado con toda atención, se puso los suyos sin problemas.

—¿Cómo se quita? —preguntó Seldon.

—No tienes más que encontrar un extremo y se desprenderá con facilidad. Ambos lo encontraréis más fácil si os recortáis un poco el cabello.

—Prefiero esforzarme —repuso Seldon. Luego, se volvió hacia Dors y le murmuró—: Sigues estando guapa, Dors, pero tiende a que tu rostro pierda personalidad.

—La personalidad sigue debajo —le aseguró Dors—. Y me atrevería a suponer que te acostumbrarás a verme sin cabello.

En voz aun más baja, Seldon insistió:

—No quiero estar aquí lo suficiente para llegar a acostumbrarme.

Amo del Sol, que con visible altivez pretendía ignorar los murmullos de simples miembros de tribu, sugirió:

—Si entráis en mi coche, os llevaré a Mycogen ahora.

37

—Con franqueza —musitó Dors—, me cuesta creer que aún estoy en Trantor.

—Deduzco, pues, que nunca habías visto nada parecido —comentó Seldon.

—Sólo llevo dos años en Trantor y la mayor parte del tiempo la he pasado en la Universidad, así que no me siento, exactamente, una trotamundos. No obstante, he estado aquí y allá, y he oído esto y aquello, pero jamás vi ni oí nada parecido. ¡La monotonía…!

Amo del Sol conducía metódicamente y sin prisa indebida. Había otros vehículos del mismo tipo en el camino, todos ellos con calvos en los controles, con sus cabezas desnudas brillando a la luz.

A cada lado había estructuras de tres pisos, sin adornos, todas ellas rectilíneas, y todo de color gris.

—¡Lúgubre! —musitó Dors—. ¡Tan lúgubre!

—Igualitario —susurró Seldon—. Sospecho que ningún Hermano puede presumir de tener nada más que otro.

Había muchos peatones por los caminos que recorrieron. No se veían corredores mecánicos, ni se oía el ruido de un expreso cercano.

—Estoy imaginando que los grises son mujeres.

—Es difícil decirlo —comentó Seldon—. Las túnicas lo ocultan todo y una cabeza rapada es igual a otra cabeza rapada.

—Los grises van siempre por parejas o con un blanco. Los blancos pueden circular solos y Amo del Sol es un blanco.

—Puede que tengas razón. —Seldon levantó la voz—, Amo del Sol, tengo curiosidad…

—Si es así, pregunta lo que quieras, aunque no tengo por qué contestarte.

—Parece que estamos pasando por una zona residencial. No hay indicaciones de establecimientos comerciales, ni áreas industriales…

—Somos una comunidad enteramente dedicada a lo agropecuario. ¿De dónde procedéis que ignoráis esto?

—Sabéis que procedo del Mundo Exterior —contestó Seldon, envarado— y que sólo llevo dos meses en Trantor.

—Así y todo…

—Pero si sois una comunidad dedicada al trabajo de la tierra, Amo del Sol, ¿cómo no he visto ninguna granja al pasar?

—Están en niveles inferiores —respondió Amo del Sol con sequedad.

—Entonces, ¿es enteramente residencial este nivel de Mycogen?

—Éste y otros. Somos lo que ves. Cada Hermano y su familia viven en alojamientos equivalentes; cada cohorte en su comunidad equivalente; todos tenemos los mismos coches, y cada Hermano conduce el suyo. No hay sirvientes y nadie se siente cómodo a costa del trabajo de otro, ni puede presumir más que otro.

Seldon enarcó sus enfundadas cejas mirando a Dors.

—Pero algunas personas visten de gris y otras de blanco —comentó.

—Porque algunos son Hermanos y otros Hermanas.

—¿Y nosotros?

—Tú perteneces a una tribu y eres un huésped. Tú y tu… —se detuvo, mas continuó al instante— compañera no estaréis obligados por todo lo de Mycogen y su vida. Sin embargo, tú vestirás una túnica blanca y tu compañera una gris, y viviréis en un alojamiento de invitados igual a los nuestros.

—La igualdad para todos parece el ideal perfecto; sin embargo, ¿qué ocurre si vuestro número aumenta? ¿Cortáis, entonces, el pastel en trozos más pequeños?

—Nuestro número no aumenta. Si así fuera, se precisaría un área mayor, que las tribus circundantes no permiten, o un cambio de vida, para empeorar.

—Pero si… —insistió Seldon.

Amo del Sol lo cortó en seco.

—Ya basta, miembro de la tribu Seldon. Como te he advertido, no estoy obligado a contestarte. Nuestra obligación, como hemos prometido a nuestro amigo, miembro de la tribu Hummin, es manteneros a salvo siempre y cuando no violéis nuestra forma de vida. Cumpliremos nuestra promesa, nada más. La curiosidad os está permitida, mas si es demasiado persistente acabará con nuestra paciencia.

Algo en su tono no permitía seguir hablando y Seldon tuvo que aguantarse. Hummin, con su intención de ayudarle, había calculado mal.

No era seguridad lo que Seldon buscaba. Por lo menos, no sólo seguridad. También necesitaba información; sin ella no podía…, no quería quedarse allí.

38

Seldon, desesperado, contempló su alojamiento. Tenía una pequeña cocina individual y un cuarto de baño pequeño, también individual. Había dos camas estrechas, dos roperos, una mesa y dos sillas. En resumen, contenía todo lo necesario para dos personas que estuvieran dispuestas a vivir con estrechez.

—En Cinna teníamos una cocina y un baño individuales —empezó Dors, resignada.

—Yo no. Helicon puede que sea un mundo pequeño, pero yo vivía en una ciudad moderna. Cocinas y cuartos de baño comunitarios… ¡Qué despilfarro es esto! Se puede esperar de un hotel, donde uno se ve obligado a residir temporalmente, pero si todo el Sector es así, imagina la enorme cantidad de coches y baños duplicados.

—Será parte del igualitarismo, supongo —comentó Dors—. Así no hay problemas a causa de compartimientos mejores o servicios más rápidos. Igual para todos.

—Tampoco hay intimidad. No es que me importe mucho, Dors, pero quizás a ti sí, y no quiero dar la sensación de que me aprovecho. Deberíamos decirles claramente que deseamos tener habitaciones separadas…, juntas pero separadas.

—Seguro que no funcionaría. El espacio es un premio aquí, y pienso que están acostumbrados por su propia generosidad al darnos tanto. Nos arreglaremos, Hari. Ambos somos lo bastante mayorcitos para superarlo… No soy una doncella ruborosa y tú no podrás convencerme de que eres una bestia.

—De no ser por mí no te encontrarías metida en esto.

—¿Y qué? Es una aventura.

—Está bien. ¿Qué cama prefieres? ¿Por qué no te quedas la que está más cerca del baño? —Se dejó caer en la otra—. Hay algo más que me preocupa. Mientras estemos aquí, somos miembros de una tribu, tú y yo, incluso Hummin. Pertenecemos a otras tribus, no a sus propias cohortes, y la mayor parte de sus asuntos no nos competen a nosotros. Pero muchos asuntos sí son cosa mía. Por eso es por lo que he venido. Quiero saber algunas de las cosas que ellos saben.

—O creen saber —observó Dors con el típico escepticismo del historiador—. He oído que tienen leyendas que se suponen provenientes de los tiempos primitivos, pero no creo que puedan ser tomadas en serio.

—No lo sabremos hasta que descubramos cuáles son esas leyendas. ¿Existen documentos sobre ellas fuera de aquí?

—No, que yo sepa. Esta gente es terriblemente introvertida, casi psicótica en su introversión. Que Hummin haya podido romper sus barreras y conseguir que nos acepten, ya es sorprendente…, realmente sorprendente.

Seldon reflexionó.

—Debe de haber una salida por alguna parte. Amo del Sol se sorprendió…, en realidad, se enfadó, porque yo no sabía que Mycogen era una comunidad agrícola. Parece como si hubiera algo que quieren que se sepa.

—El caso es que no hay nada que ocultar. Se supone que «Mycogen» es una palabra arcaica que significa «productor de levadura». Al menos, eso es lo que me han dicho. No soy paleolingüista. En todo caso, cultivan todas las variedades de microalimentos…, levadura, claro está, junto con algas, bacterias, hongos multicelulares y demás.

—Eso es muy corriente. La mayor parte de los mundos tiene esa microcultura —explicó Seldon—. Incluso en Helicon tenemos algo.

—Pero no como en Mycogen. Es su especialidad. Emplean métodos tan arcaicos como el nombre de su Sector: fórmulas fertilizantes secretas, influencias ambientales secretas, ¿quién sabe qué? Todo es secreto.

—¿Todo interior?

—Y con rabia. Resumiendo: lo que producen es: proteínas y sutiles condimentos, de forma que su microalimento no se parece a ningún otro mundo. Conservan un volumen relativamente bajo y el precio altísimo. Nunca lo he probado y seguro que tú tampoco, pero se venden grandes cantidades a la burocracia Imperial y a las clases superiores de otros mundos. Mycogen depende de tales ventas para su desarrollo económico; o sea, ellos desean que todo el mundo sepa que ellos son la fuente de tan valioso alimento. Eso, al menos, no es ningún secreto.

—Entonces, Mycogen debe ser muy rico.

—No son pobres, pero sospecho que no persiguen la riqueza, sino la protección. El Gobierno Imperial les protege porque, sin ellos, esos microalimentos, que añaden sabores sutiles, especies exquisitas, a cada plato, no existirían. Lo cual significa que Mycogen puede seguir con su peculiar forma de vida y mostrarse altanero con los vecinos, que, probablemente, los encuentran insoportables.

Dors miró en derredor.

—Viven con austeridad. He observado que no tienen holovisión, ni libro-películas.

—He visto uno en la parte de arriba del ropero. —Seldon tendió la mano y miró el título—: ¡Un libro de cocina! —exclamó, abiertamente disgustado.

Dors le ayudó a manipular las teclas. Tardaron un poco, porque el orden no era del todo ortodoxo, pero al fin consiguió iluminar la pantalla e inspeccionar las páginas. Dijo:

—Hay pocas recetas, pero en su mayor parte parece ser un conjunto de ensayos filosóficos sobre gastronomía.

Lo cerró y le dio la vuelta para mirarlo.

—Creo que se trata de una sola unidad. No veo cómo se puede expulsar la microtarjeta e insertar otra… ¿Un scanner para un sólo libro? ¡Bueno, esto sí que es malgastar!

—Quizá piensan que éste es el único ejemplar que la gente necesita. —Tendió la mano hacia la mesita que estaba entre las dos camas y recogió otro objeto—. Podría ser un micrófono, pero no hay pantalla.

—Tal vez consideren que basta con la voz.

—¿Cómo funcionará? —Seldon lo levantó y lo miró por distintos lados—. ¿Has visto algo parecido en tu vida?

—Una vez, en un museo…, suponiendo que se trate de lo mismo. Mycogen parece que quiera permanecer arcaico deliberadamente. Supongo que consideran que es otra forma de mantenerse alejados de los llamados hombres tribales que los rodean en gran número. Su arcaísmo y sus extrañas costumbres les hacen intratables, por así decirlo. Hay una especie de lógica perversa en todo ello.

Seldon, que seguía jugando con el aparatito, exclamó:

—¡Hurra! ¡Funciona! O se ha disparado algo. Pero no puedo oír nada.

Dors frunció el ceño y recogió un pequeño cilindro forrado de fieltro que seguía sobre la mesilla. Se lo acercó al oído.

—Hay una voz que sale de aquí. Toma, pruébalo —dijo a Seldon, entregándoselo.

—Oh, ha hecho «clic». —Escuchó un momento—. Sí, me ha hecho daño en el oído. Deduzco que pueden oírme… Sí, ésta es nuestra habitación… No, no sé el número. Dors, ¿tienes idea de cuál es nuestro número?

—Hay uno en el micrófono. Tal vez sirva —respondió Dors.

—Puede —asintió Seldon, y volviéndose al micrófono dijo—: El número del aparato es 6LT-3648A. ¿Vale…? Bien, ¿dónde puedo encontrar el modo de servirme del aparato como es debido, y cómo funciona la cocina…? ¿Qué quiere decir con eso de que «Todo funciona normalmente»…? No me sirve… Oiga, soy de una tribu, soy un huésped, y no conozco el sistema normal… Sí, lamento mi acento y me alegra que pueda reconocer a un forastero cuando lo oye… Mi nombre es Hari Seldon.

Hubo un pausa y Seldon miró a Dors con expresión de sufrida resignación.

—Dice que tiene que buscarme. Suponte que me diga que no me encuentra… Oh, ¿ya me tiene? ¡Bien! ¿En tal caso puede informarme…? Sí… Sí… Sí… ¿Y cómo puedo hablar con alguien de fuera de Mycogen…? Oh, ¿qué le parece si me pone en comunicación con Amo del Sol Catorce, por ejemplo…? Bien, pues con su adjunto, su ayudante, lo que sea. Oh, que ha… Gracias.

Dejó el micrófono, desprendió el auricular de su oído con cierta dificultad y lo desconectó todo.

—Verán de enviar a alguien que nos enseñe todo lo que debemos saber. No se puede llamar al exterior desde Mycogen…, por lo menos no con esto; así que si necesitamos a Hummin nos será imposible contactar con él. Y si deseamos hablar con Amo del Sol Catorce, hay que pasar por trámites complicados. Puede que ésta sea una sociedad igualitaria, pero me parece que hay ciertas excepciones que, estoy seguro, nadie admitirá abiertamente.

Miró su reloj.

—En todo caso, Dors, no voy a tocar el libro de cocina y los sabios ensayos mucho menos. Mi reloj me dice aún la hora de la Universidad, de modo que no sé si es la hora de acostarse oficial, aunque tampoco me importa. Llevamos despiertos la mayor parte de la noche y me gustaría dormir.

—Me parece perfecto. También yo estoy cansada.

—Gracias. Y cuando empiece un nuevo día, después de haber recuperado el sueño perdido, voy a solicitar que me den una vuelta por sus plantaciones de microcomida.

Dors se asombró.

—¿Te interesan?

—No, en realidad, pero si es algo de lo que están orgullosos deberían sentirse dispuestos a hablar sobre ello. Una vez les tenga lanzados a conversar, entonces, ejerciendo todo mi encanto, quizá pueda lograr que me hablen de sus leyendas. Personalmente, creo que será una estrategia inteligente.

—Así lo espero, aunque me temo que los mycogenios no caerán en la trampa con tanta facilidad.

—Veremos —murmuró Seldon, sombrío—. Estoy dispuesto a conseguir esas leyendas.

39

A la mañana siguiente, Hari volvió a dedicarse al aparato de llamar. Estaba furioso, sobre todo porque tenía hambre.

Su intento de ponerse al habla con Amo del Sol Catorce se frustró, pues alguien insistía en decir que no se le podía molestar.

—¿Y por qué no? —preguntó Seldon, airado.

—Obviamente no hay necesidad de contestar a esa pregunta —respondió una voz helada.

—No nos han traído aquí para ser prisioneros —protestó Seldon con igual frialdad—. Ni para morirnos de hambre.

—Aseguraría que su cocina contiene gran cantidad de comida.

—Sí, desde luego. Y no sé cómo funciona, ni cómo preparar la comida. ¿La comen cruda, frita, hervida, asada…?

—No puedo creerle tan ignorante en este asunto.

Dors, que estaba paseando arriba y abajo durante el coloquio, hizo ademán de coger el aparato, pero Seldon la apartó:

—Cortará la comunicación si una mujer trata de hablarle —murmuró. Entonces, con más firmeza que nunca, dijo al micrófono—: Lo que usted crea o no crea no me importa lo más mínimo. Envíenos a alguien…, a alguien que pueda hacer algo por remediar nuestra situación, o cuando pueda hablar con Amo del Sol Catorce, y lo haré más tarde, usted pagará por esto.

No obstante, pasaron dos horas antes de que alguien apareciera (para entonces, Seldon estaba hecho un salvaje y Dors se desesperaba tratando de calmarle).

El recién llegado era un joven cuya calva cabeza era ligeramente pecosa, lo que indicaba que, quizás, hubiera sido pelirrojo.

Llevaba varios recipientes y ya se disponía a explicarle su uso cuando, de pronto, pareció turbarse y, alarmado, volvió la espalda a Seldon.

—Miembro de la tribu —dijo, claramente descompuesto—. Tu cubrecabeza no está bien ajustado.

Seldon, cuya impaciencia había llegado al límite, estalló:

—¡Me tiene sin cuidado!

Pero Dors intervino.

—Deja que te lo ajuste, Hari —ofreció—. Lo llevas demasiado levantado del lado izquierdo.

—Puedes volverte, joven —barbotó Seldon después—. ¿Cuál es tu nombre?

—Soy Nube Gris Cinco —respondió el mycogenio, indeciso, al volverse y mirar a Seldon, cauteloso—. Soy un novicio. Os he traído una comida… —vaciló— de mi propia cocina, miembro de la tribu, donde mi mujer la cocinó.

Dejó los recipientes encima de la mesa. Seldon levantó la tapadera y olfateó el contenido con suspicacia. Sorprendido, alzó la vista hacia Dors.

—Sabes —dijo—, no huele nada mal.

—Tienes razón —asintió Dors—. Yo también la huelo.

—No está tan caliente como debiera —se excusó Nube Gris—. Se ha enfriado en el camino. Debéis tener vajilla y cubiertos en la cocina.

Dors portó lo necesario. Después de haber comido, mucho y un tanto golosamente, Seldon volvió a sentirse civilizado.

Dors, que se daba cuenta de que el joven se sentía angustiado al encontrarse a solas con una mujer e incluso más angustiado si ella le dirigía la palabra, descubrió que le incumbía a ella llevar los cacharros sucios a la cocina y fregarlos…, una vez hubo descifrado los mandos del dispositivo de lavado. Entretanto, Seldon preguntó la hora local.

—¿Quieres decir que estamos en mitad de la noche? —exclamó algo avergonzado.

—En efecto, miembro de la tribu —respondió Nube Gris—. Por eso hemos tardado un poco en satisfacer tus necesidades.

Seldon comprendió de pronto por qué no se podía molestar a Amo del Sol. Entonces pensó en la esposa de Nube Gris, teniendo que despertarse para prepararle una comida, y le remordió la conciencia.

—Debes perdonarme. No somos más que miembros de tribu y no sabíamos cómo utilizar la cocina, ni cómo preparar la comida. Por la mañana, ¿puedes hacer que venga alguien a instruirnos debidamente?

—Miembros de la tribu, lo mejor que puedo hacer es que os envíen a dos Hermanas —le tranquilizó Nube Gris—. Te pido perdón por las inconveniencias de tener que soportar una presencia femenina, pero son ellas las que saben esas cosas.

Dors, que había salido ya de la cocina, intervino en la conversación (antes de recordar su puesto en aquella sociedad masculina mycogenia).

—Magnífico, Nube Gris. Nos encantará conocer a las Hermanas.

Nube Gris la miró turbado e indeciso, mas no dijo nada.

Seldon, convencido de que el joven mycogenio se negaría, por principio, a dar por oído lo que una mujer le había dicho, le repitió la observación:

—Magnífico, Nube Gris. Nos encantará conocer a las Hermanas.

La expresión del joven varió al instante.

—Las mandaré tan pronto sea de día.

Cuando Nube Gris hubo salido, Seldon exclamó satisfecho:

—Las Hermanas son exactamente lo que necesitamos.

—¿De veras? ¿En qué aspecto, Hari?

—Bueno, de seguro que si las tratamos como si fueran seres humanos, estarán lo bastante agradecidas como para hablarnos de sus leyendas.

—Si las conocen —dijo Dors, escéptica—. No sé por qué, no confío en que los mycogenios se molesten en educar muy bien a sus mujeres.

40

Las Hermanas llegaron unas seis horas después de que Seldon y Dors hubieran dormido algo, con la esperanza de reajustar sus relojes biológicos.

Las Hermanas entraron en el apartamento, vergonzosas, casi de puntillas. Sus túnicas (que resultaron llamarse kirtles en dialecto mycogenio) eran de un tierno gris aterciopelado, cada una decorada solamente por un sutil diseño de un gris ligeramente más oscuro. Los kirtles no carecían de gracia, y, desde luego, eran de lo más eficaces cubriendo cualquier forma humana.

Por supuesto, sus cabezas eran calvas y sus rostros limpios de cualquier afeite. Lanzaban miradas fugaces y curiosas al breve trazo azul en la comisura de los ojos de Dors y el ligero tinte rojo de sus labios.

Por unos segundos, Seldon se preguntó cómo se podía estar seguro de que las Hermanas eran realmente Hermanas.

La respuesta la tuvo al instante, cuando las Hermanas saludaron formal y correctamente. Ambas gorjearon. Seldon, al recordar la voz grave del Amo del Sol y el tono de barítono, nervioso, de Nube Gris, sospechó que las mujeres, a falta de la obvia identificación de sexo, estaban obligadas a cultivar voces características y manierismos sociales.

—Soy Gota de Lluvia Cuarenta y Tres —gorjeó una de ellas— y ésta es mi hermana menor.

—Gota de Lluvia Cuarenta y Cinco —trinó la otra—. Hay muchas «Gotas de Lluvia» en nuestra cohorte. —Y se rió.

—Estoy encantada de conoceros a las dos —dijo Dors con gravedad—. Ahora, quiero saber cómo debo llamaros. No puedo decir solamente Gota de Lluvia, ¿verdad?

—No —convino Gota de Lluvia Cuarenta y Tres—. Si estamos las dos aquí, deberás decir el nombre completo.

—¿Qué os parece Cuarenta y Tres y Cuarenta y Cinco? —intervino Seldon.

Ambas le dirigieron una mirada rápida, pero no dijeron nada.

—Yo me arreglaré con ellas, Hari —observó Dors dulcemente.

Seldon dio un paso atrás. Era probable que fueran solteras, y, posiblemente, se suponía que no debían hablar a los hombres. La mayor parecía la más seria de las dos y quizá fuese la más puritana. Era difícil juzgar por las pocas palabras intercambiadas y una fugaz mirada, pero él tenía aquella impresión y estaba dispuesto a dejarse llevar por ella.

—El caso es, Hermanas —explicó Dors—, que nosotros, tribales, no sabemos servirnos de esta cocina.

—¿Quieres decir que no sabes cocinar? —Gota de Lluvia Cuarenta y Tres pareció sorprendida y escandalizada. Gota de Lluvia Cuarenta y Cinco disimuló una risita (Seldon decidió que su juicio inicial de ambas era correcto).

—Una vez tuve una cocina propia, y no era como ésta —aclaró Dors—. Además, tampoco conozco los alimentos, ni sé cómo prepararlos.

—Es muy fácil —respondió Gota de Lluvia Cuarenta y Cinco—. Podemos enseñarte.

—Te prepararemos una buena y nutritiva comida —ofreció Gota de Lluvia Cuarenta y Tres—. Bueno, la prepararemos…, para los dos —vaciló antes de añadir las últimas palabras. Le costaba un gran esfuerzo reconocer la presencia de un hombre.

—Si no os importa, me gustaría estar en la cocina con vosotras, y os agradecería que me lo fuerais explicando todo con exactitud. Después de todo, Hermanas, no puedo esperar que vengáis tres veces al día para cocinar por nosotros.

—Te lo enseñaremos todo —aseguró Gota de Lluvia Cuarenta y Tres con firmeza—. Sin embargo, puede ser difícil para una miembro de tribu aprenderlo. Te faltará el…, digamos, el instinto para ello.

—Lo intentaré —declaró Dors con una sonrisa amable.

Desaparecieron en la cocina. Seldon, se las quedó mirando y trató de desarrollar in mente la estrategia que pensaba seguir.