ARRIBA

TRANTOR. — … Casi nunca ha sido descrito como un mundo visto desde el espacio. Desde hace tiempo, ha convencido a la mente humana de que es un mundo interior, y su imagen la de una colmena humana existente bajo las cúpulas. Aunque también había un exterior, y existen holografías tomadas desde el espacio que muestran diversos grados de detalles (véase figs. 14 y 15). Fíjense que la superficie de las cúpulas, la cara interior de la enorme ciudad, y la atmósfera que la envuelve, una superficie llamada Arriba en su tiempo, son…

Enciclopedia Galáctica

21

Sin embargo, al día siguiente, Seldon volvía a encontrarse en la biblioteca. En primer lugar, estaba la promesa hecha a Hummin. Le había prometido intentarlo y no podía dejarlo a medias. En segundo lugar, se lo debía a sí mismo. Le molestaba tener que admitir su fracaso. Todavía no, por lo menos. No mientras podía, de manera plausible, decirse que seguía unas pistas.

Así que se fijó en la lista de libro-películas de consulta que aún no había revisado del todo y trató de decidir cuál de aquellos desagradables ejemplares tenía la mínima posibilidad de resultarle de utilidad. Ya casi había decidido que la respuesta era «ninguno de los de arriba mencionados» y no veía más salida que ojearlos un poco, uno por uno, cuando una ligera llamada a la pared de su reservado le sorprendió.

Seldon levantó la vista y se encontró con que el rostro turbado de Lisung Randa lo miraba por encima del tabique de separación. Seldon conocía a Randa, se lo había presentado Dors, y había cenado con él (y con algunos más) en varias ocasiones.

Randa, instructor de psicología, era un hombrecito bajo y gordo, de rostro redondo y alegre y una sonrisa casi perpetua. Tenía la tez amarillenta y los ojos oblicuos, tan característicos en gente de millones de mundos. Seldon conocía bien aquel tipo étnico porque muchos de los grandes matemáticos pertenecían a él y había visto sus hologramas con frecuencia. Pero, en Helicon, nunca se había encontrado con ninguno de esos orientales. (Eran llamados así por tradición, aunque nadie sabía la razón; y se decía que a los propios orientales les molestaba, hasta cierto punto, aquella calificación, y tampoco nadie sabía el porqué).

—Hay millones de nosotros en Trantor —le había dicho Randa, sonriendo, sin la menor turbación, dado que Seldon, cuando lo conoció, no había podido reprimir toda muestra de sobresaltada sorpresa—. También hay muchos del Sur…, piel oscura y cabello ensortijado. ¿No habías visto a ninguno antes?

—No en Helicon —murmuró Seldon.

—Todos occidentales en Helicon, ¿eh? ¡Qué aburrido! Pero no importa. Tiene que haber de todo. —Y dejó a Seldon preguntándose por qué había orientales, occidentales, sureños, y ningún septentrional. Había tratado de encontrar una respuesta al porqué en sus consultas, sin conseguirlo.

Y, ahora, el rostro simpático de Randa asomaba, mirándole con una expresión de burlona preocupación.

—¿Estás bien, Seldon? —preguntó.

—Sí, desde luego. ¿Por qué no iba a estarlo?

—Yo me guío por los sonidos, amigo. Estabas chillando.

—¿Chillando? —Seldon lo miró, ofendido e incrédulo.

—Bajito. Así. —Randa rechinó los dientes y emitió un sonido ahogado y penetrante que le salió del fondo de la garganta—. Si me he equivocado, te pido perdón por esta intrusión inesperada. Por favor, perdóname.

—Estás perdonado, Lisung —murmuró Seldon con la cabeza baja—. Sí, a veces emito ese ruido, me lo han dicho. Te aseguro que es del todo inconsciente. Nunca me doy cuenta.

—¿Sabes por qué lo haces?

—Sí, frustración. Frustración.

Randa indicó a Seldon que se acercara y bajó la voz un poco más.

—Estamos distrayendo a la gente. Salgamos al salón antes de que nos expulsen de aquí.

Una vez en el salón de descanso, mientras tomaban unos refrescos, Randa dijo:

—¿Puedo preguntarte, por simple interés profesional, por qué te sientes frustrado?

Seldon se encogió de hombros.

—¿Por qué suele uno sentirse así? Estoy intentando encontrar algo y no hago el menor progreso.

—Pero eres un matemático, Hari. ¿Por qué algo de la biblioteca de Historia te produce esa frustración?

—Y , ¿qué estabas haciendo aquí?

—Yo cruzaba por este lugar, como parte del atajo que tomo para ir a donde me dirigía, cuando te oí… gemir. Como ves, ahora —y sonrió— ya no es un atajo, sino una seria demora…, pero que agradezco, no obstante.

—Ojalá yo pasara simplemente a través de la biblioteca de Historia, pero estoy tratando de resolver un problema matemático que requiere ciertos conocimientos de Historia, y me temo que no lo enfoco nada bien.

Randa se quedó mirando a Seldon con expresión inusitadamente grave.

—Perdóname —observó—, pero debo correr el riesgo de ofenderte. Te he estado computarizando.

¿Computerizándome? —Los ojos de Seldon se desorbitaron. Se sentía sinceramente furioso.

—Te he ofendido, lo sé. Verás, yo tenía un tío que era matemático. A lo mejor has oído hablar de él: Kiantow Randa.

Seldon contuvo el aliento.

—¿Eres pariente de ese Randa?

—Sí. Es el hermano mayor de mi padre y estaba muy disgustado conmigo por no haber querido seguir sus pasos…, no tiene hijos. Pensé que, a lo mejor, le alegraría saber que había conocido un matemático y quería presumir de ti, si podía, así que busqué toda la información que pude obtener en la biblioteca de Matemáticas.

—Ya. Y esto era lo que estabas haciendo ahí realmente. Bueno…, lo siento, supongo que no podrás presumir demasiado.

—Supones mal. Me impresioné. No entendía nada del tema de tus escritos, pero lo que decían me pareció, en cierto modo, muy favorable. Y cuando comprobé las fichas recientes, descubrí que habías estado en la Convención Decenal a principios de año. Así que…, bueno, ¿qué es la «psicohistoria», dime? Es obvio que las dos primeras sílabas despiertan mi curiosidad.

—Ya veo de dónde has sacado la palabra.

—A menos que yo esté equivocado del todo, tengo la impresión de que puedes trazar el curso futuro de la Historia.

Seldon asintió, abrumado.

—Eso es, más o menos, la psicohistoria o, mejor dicho, lo que se propone ser.

—Pero, ¿se trata de un estudio serio? —Randa sonreía al preguntarle—. ¿No es simplemente lanzar palos de ciego?

—¿Lanzar palos de ciego?

—Me refiero a un juego que encanta a los niños de mi planeta natal, Hopara. El juego se supone que predice el futuro y si eres un chico listo, puedes sacar gran partido de él. Dile a una madre que su hija será hermosa y que se casará con un hombre rico, de inmediato conseguirás un pedazo de pastel o una moneda de medio crédito. No va a esperar averiguar si tu predicción se cumple; recibes el premio sólo por decírselo.

—No, no lanzo palos de ciego. La psicohistoria es un estudio abstracto. Estrictamente abstracto. No tiene la menor aplicación práctica, excepto…

—Ahora viene lo bueno. Las excepciones son lo más interesante.

—Excepto que yo querría trabajar y resolver esta aplicación. Quizá si conociera más Historia…

—Ah. Y ésa es la razón por la que estás estudiando Historia.

—Sí, pero no me sirve de nada —confesó Seldon, tristemente—. Hay excesiva Historia y es muy poco lo que se dice de ella.

—¿Y es eso lo que te frustra?

Seldon asintió:

—Pero, Hari —insistió Randa—, sólo llevas trabajando unas semanas.

—Cierto, y, a pesar de eso, ya puedo ver…

—No puedes ver nada en unas pocas semanas. Quizá pases tu vida entera tratando de lograr un pequeño progreso. Pueden ser necesarias muchas generaciones de trabajo por parte de muchos matemáticos para conseguir un avance real en el problema.

—Lo sé, Lisung, pero eso no hace que me sienta mejor. Quiero ser yo quien haga progresos visibles.

—Sí, mas si enloqueces, no conseguirás nada. Tal vez pueda hacer que te sientas mejor: voy a darte un ejemplo sobre un tema menos complejo que la historia de la Humanidad, en el que la gente lleva trabajando no sé cuánto tiempo sin adelantar gran cosa. Lo sé porque un grupo se encontraba sobre ello, aquí mismo, en la Universidad, y uno de mis buenos amigos está involucrado en él. ¡Háblame de frustración! ¡No sabes lo que eso significa!

—¿Cuál es el tema? —Seldon sintió que se le despertaba la curiosidad.

—Meteorología.

—¡Meteorología! —Seldon acusó el anticlímax.

—¡No hagas muecas! Mira. Cada mundo habitado tiene su propia atmósfera, su propia composición atmosférica, su propia escala de temperaturas, su propio tipo de rotación y translación, su propia inclinación axial, su propia distribución tierra-agua. Tenemos veinticinco millones de problemas diferentes y ni un solo meteorólogo ha logrado encontrar una generalización.

—Eso es debido a que el comportamiento atmosférico entra con facilidad en una fase caótica. Todo el mundo lo sabe.

—Lo mismo dice mi amigo Jenarr Leggen. Ya lo conoces.

Seldon reflexionó.

—¿Ese tío alto? ¿Narigudo? ¿Que habla poco?

—El mismo… Y el propio Trantor es un rompecabezas mayor que casi cualquier mundo. Según los archivos, el tiempo atmosférico era normal cuando fue colonizado por primera vez. Después, a medida que la población aumentó y la urbanización se extendió, se gastó más energía y se descargó más calor en la atmósfera. La cubierta de hielo se contrajo, la capa de nubes se espesó y el tiempo empeoró. Todo ello dio pie a un movimiento subterráneo e inició un círculo vicioso. Cuanto más empeoraba el tiempo, más alegremente se agujereaba la corteza terrestre y más cúpulas eran construidas, y el tiempo empeoró mucho más. Ahora, el planeta se ha transformado en un mundo siempre nuboso y con lluvias frecuentes…, o nieve, cuando hace suficiente frío. Lo único que ocurre es que nadie puede resolver el problema debidamente. Nadie ha encontrado un análisis que explique la razón de que el tiempo se haya ido deteriorando como lo ha hecho, o la forma de predecir, dentro de un límite razonable, el detalle de sus cambios día a día.

—¿Y es muy importante? —preguntó Seldon.

—Para un meteorólogo, sí. ¿Por qué no pueden ellos sentirse tan frustrados con sus problemas, como tú con los tuyos? No me seas un principiante de chovinista.

Seldon recordó las nubes y la fría humedad en su viaje al palacio del Emperador.

—¿Y qué es lo que hacen? —preguntó.

—Bueno, aquí en la Universidad, está en marcha un gran proyecto y Jenarr Leggen forma parte del mismo. Tiene la impresión de que si logran comprender el cambio de tiempo en Trantor, aprenderán mucho sobre las leyes básicas de la meteorología en general. Leggen busca eso con tanto afán como tú tus leyes de psicohistoria. Ha montado un increíble despliegue de instrumentos de todo tipo, Arriba…, ya sabes, por encima de las cúpulas. Hasta ahora no les ha servido de nada. Si se lleva haciendo todo ese trabajo en la atmósfera durante tantas generaciones sin obtener resultados positivos, ¿cómo puedes quejarte de que no hayas sacado nada en claro de la historia de la Humanidad en unas pocas semanas?

Randa tenía razón, pensó Seldon; él estaba equivocado y no se mostraba razonable. No obstante…, no obstante…, Hummin diría que ese fracaso en el ataque científico de los problemas era otro indicio de la degeneración de los tiempos. Quizá tuviera razón también, aunque él hablaba de una degeneración general y de efecto medio. Seldon no sentía ninguna degeneración mental o de habilidad en sí mismo. Pero, con cierto interés, insistió:

—¿Quieres decir que la gente sale por encima de las cúpulas al aire libre de arriba?

—Sí. Arriba. Pero es una cosa curiosa. Muchos trantorianos nativos no quieren hacerlo. No les gusta ir Arriba. La sola idea les produce vértigo o algo parecido. La mayoría de los que trabajan en el proyecto de meteorología proceden de Mundos Exteriores.

—No creo que pueda censurar a los trantorianos por gustar del confort de estar dentro —observó, pensativo—, aunque opino que la curiosidad me llevaría a ver algo Arriba. Sí, me sentiría empujado a ir.

—¿Quieres decir que te gustaría ver la meteorología en acción?

—Creo que sí. ¿Cómo se hace para ir Arriba?

—Es fácil. Un ascensor te sube, una puerta se abre, y allí estás. Yo he subido ya. Es… algo nuevo.

—Dejaría de pensar por un momento en la psicohistoria —suspiró Seldon—. Me gustaría ir.

—Mi tío solía decir: «Todo conocimiento es uno», y a lo mejor tenía razón —explicó Randa—. Quizás aprendas algo de la meteorología que te pueda ayudar en tu psicohistoria. ¿Crees que eso es posible?

Seldon inició una débil sonrisa.

—Muchas cosas lo son. —Y añadió para sí: «Pero nada prácticas».

22

Dors pareció divertida.

—¿Meteorología?

—Sí —contestó Seldon—. Hay un trabajo programado para mañana y subiré con ellos.

—¿Te has cansado de la Historia?

Seldon, sombrío, asintió.

—En efecto. Agradeceré el cambio. Además, Randa dice que se trata de un problema demasiado denso para que sea manejado por un matemático, y que será positivo para mí el darme cuenta de que mi situación no es única.

—Confío en que no seas agorófobo.

Seldon sonrió.

—No, no lo soy, pero ya veo por qué lo dices. Randa afirma que los trantorianos suelen serlo y por eso no quieren ir Arriba. Me imagino que se sentirán incómodos sin una valla protectora.

—Te darás cuenta de que es natural —asintió Dors—, pero hay también muchos trantorianos que circulan entre los planetas de la Galaxia…, turistas, administradores, soldados. Y la agorafobia no es desconocida en los Mundos Exteriores.

—Tal vez, Dors, pero yo no lo soy. Siento curiosidad y me apetece el cambio, así que mañana iré con ellos.

Dors pareció titubear.

—Debería subir contigo, pero mañana tengo el día muy cargado… En todo caso, si no eres agorófobo, no habrá problema y lo pasarás muy bien. Oh, y no te apartes de los meteorólogos. He oído hablar de gente que se ha perdido.

—Tendré cuidado. Hace mucho tiempo que no me he perdido de verdad.

23

Jenarr Leggen tenía una apariencia oscura. No tanto por su tez, bastante clara; ni tan siquiera por sus cejas, muy pobladas y oscuras. Era, sobre todo, porque esas cejas estaban como agazapadas sobre unos ojos hundidos y una nariz larga y prominente. Como resultado de todo ello, su aspecto resultaba todo menos alegre; sus ojos no sonreían, y cuando hablaba, y eso no ocurría muy a menudo, su voz sonaba profunda, fuerte, sorprendentemente vibrante saliendo de un cuerpo tan enclenque como el suyo.

—Necesitarás ropa de más abrigo que ésta, Seldon —le advirtió.

—¿Sí? —exclamó Seldon mirando a su alrededor.

Había dos hombres y dos mujeres preparándose para subir con Leggen y Seldon y, como en el caso de Leggen, sus satinadas ropas trantorianas estaban cubiertas por gruesos jerseys que, y no le sorprendió en absoluto, eran de brillantes colores y atrevidos dibujos. Desde luego, no había dos iguales. Seldon se miró.

—Lo siento —murmuró—, no lo sabía… Además, no tengo ropa de abrigo apropiada.

—Puedo prestarte algo. Creo que por aquí debe haber un jersey sobrante… Sí, míralo. Está un poco gastado, aunque es mejor que nada.

—Llevar un jersey de éstos puede producir un calor desagradable —dijo Seldon.

—Aquí, sí —respondió Leggen—. Pero las condiciones de Arriba son distintas. Frío y viento. Es una pena que no me sobren botas y polainas también; vas a necesitarlas dentro de poco.

Se llevaban un carro de instrumentos, que comprobaban uno a uno, con lo que, a Seldon, le pareció innecesaria cachaza.

—¿Es tu planeta también frío? —preguntó Leggen.

—Parte de él sí —afirmó Seldon—; mas de donde procedo, en Helicon, es tibio y suele llover a menudo.

—Una pena. No te gustará el clima de Arriba.

—Creo que me arreglaré para soportarlo el tiempo que permanezca arriba.

Cuando estuvieron listos, el grupo penetró en el ascensor que tenía un letrero: PARA USO OFICIAL SOLAMENTE.

—El cartel es debido a que va Arriba —explicó una de las jóvenes—, y se supuso que la gente, en general, no debe subir sin una buena razón.

A Seldon no le habían presentado a la joven, pero había oído que la llamaban Clowzia. Ignoraba si era su nombre, su apellido, o un apodo.

El ascensor no parecía distinto de los que Seldon había utilizado allí o en Trantor, o en su tierra, Helicon (exceptuando, naturalmente, el ascensor gravítico que él y Hummin habían empleado), a pesar de ello, le impresionaba la idea de que iba a llevarle fuera de los confines del planeta, al vacío superior, y eso hacía que se sintiera como en una nave espacial.

Seldon sonrió para sí. Era una fantasía tonta.

El ascensor vibró un poco y eso obligó a Seldon a recordar lo que Hummin le había dicho sobre la decadencia galáctica. Leggen, junto con los otros hombres y una de las mujeres, parecía congelado en la espera, como si hubieran suspendido todo pensamiento y actividad hasta que pudieran salir de allí, pero Clowzia seguía mirándole como si le encontrara terriblemente impresionante.

Seldon se le acercó y se inclinó hacia ella.

—¿Vamos a subir muy alto? —murmuró, para no perturbar al resto.

—¿Alto? —repitió ella. Hablaba en un tono de voz normal, sin que, por lo visto, le importara que los otros necesitaran silencio. Parecía muy joven y a Seldon se le ocurrió que podía ser una estudiante no graduada. Una aprendiza, tal vez.

—Tardaremos mucho. Arriba debe estar a muchos pisos de altura.

Durante un momento, la joven pareció desconcertada.

—Oh, no —dijo luego—. Nada de alto. Es que hemos salido de muy abajo. La universidad se encuentra en un nivel bajo. Gastamos mucha energía y, como estamos a mucha profundidad, sale más barata.

De pronto Leggen anunció:

—Bueno, ya hemos llegado. Saquemos el equipo.

El ascensor se detuvo con un estremecimiento y la gran puerta se abrió con rapidez. La temperatura bajó al instante y Seldon se metió las manos en los bolsillos, agradecido de llevar puesto el jersey. Un viento frío alborotó sus cabellos y pensó que un sombrero le hubiera ido bien. Mientras lo pensaba, Leggen se sacó algo de un pliegue del jersey, lo abrió y se lo puso en la cabeza. Los otros hicieron lo mismo.

Sólo Clowzia vaciló. Se detuvo antes de ponerse el suyo, y luego se lo ofreció a Seldon.

Éste negó con un movimiento de cabeza.

—No puedo aceptar tu sombrero, Clowzia —murmuró.

—Cógelo. Yo tengo el cabello largo y muy espeso. El tuyo es corto y un poco… fino.

A Seldon le hubiera encantado negarse con firmeza, y en otro momento lo hubiera hecho, pero, en ese momento, lo aceptó.

—Gracias. Si se te enfría la cabeza, te lo devolveré.

Tal vez no fuera tan joven. Esa impresión la producía su rostro redondo, casi infantil. Y ahora que había llamado su atención sobre el cabello, vio que era de un encantador tono rojizo. Jamás, en Helicon, había visto una cabellera como aquélla.

Fuera estaba nublado, como la vez que fue llevado hacia el palacio por el exterior. Pero el tiempo era mucho más frío que entonces, así que decidió que era debido a las seis semanas que llevaban de invierno. Las nubes eran más espesas de lo que habían estado en la otra ocasión y el día era, decididamente, más oscuro y amenazador…, ¿o lo causaría la proximidad de la noche? ¿Cómo no subirían a realizar un trabajo importante sin dejar un amplio período de luz diurna para llevarlo a cabo? ¿O esperaban terminarlo con mucha rapidez?

Le hubiera gustado preguntarlo, mas pensó que, quizá, no les gustaría ser interrogados en aquel momento. Todos ellos parecían presa de estados de ánimo que iban de la excitación al enfado.

Seldon inspeccionó lo que le rodeaba.

Se hallaba de pie sobre algo que pensó debía ser metal opaco por el sonido que hizo cuando lo golpeó subrepticiamente con el pie. No obstante, no era metal desnudo. Al andar, iba dejando la marca de sus pisadas; la superficie estaba cubierta de polvo, o arena fina, o tierra.

Bien, ¿y por qué no iba a ser así? No debía haber nadie que subiera a limpiar el suelo. Se inclinó para recoger un poco de aquella materia, por pura casualidad.

Clowzia se había acercado a él. Se fijó en lo que había hecho y con la expresión del ama de casa descubierta en vergonzosa negligencia, se excusó:

—A veces venimos a barrer para proteger los instrumentos. Es mucho peor en otros puntos de Arriba, aunque, en realidad, no tiene ninguna importancia. Sirve como aislante, ¿sabes?

Seldon asintió y siguió mirando a su alrededor. No había la menor posibilidad de que entendiera aquellos instrumentos que parecían surgir del suelo, de aquella fina capa de tierra (si podía llamarse así). No tenía la menor idea de lo que eran o de lo que medían.

Leggen se le acercó. Ponía los pies en el suelo, y los levantaba, con sumo cuidado. Seldon pensó que andaba de ese modo para evitar sacudidas a los instrumentos. Tomó nota mentalmente de esforzarse por hacerlo del mismo modo.

—¡Eh, Seldon!

A éste no acabó de gustarle su tono de voz.

—¿Sí, doctor Leggen? —contestó, con aspereza.

—Bien, pues, doctor Seldon —dijo el otro, impaciente—. Ese hombrecito, Randa, me dijo que usted es matemático.

—En efecto.

—¿De los buenos?

—Me gustaría creer que sí, pero es algo difícil de garantizar.

—¿Y le interesan los problemas difíciles?

—Estoy metido en uno de ellos.

—Y yo en otro. Usted es libre de andar por ahí. Si se le ocurre alguna pregunta Clowzia, nuestra interna, puede ayudarle. Y usted podría ayudarnos a nosotros.

—Me encantaría hacerlo, sin embargo, no sé nada de meteorología.

—Perfectamente, Seldon. Sólo quiero que se interese por esto. Después, me encantará discutir mis matemáticas con usted, por lo que valen.

—Estoy a su disposición.

Leggen se alejó, con su alargado rostro sombrío; de pronto, se detuvo y volvió junto a Seldon.

—Si siente frío…, demasiado frío…, la puerta del ascensor está abierta. No tiene más que entrar y apretar el botón que dice BASE UNIVERSITARIA. Le llevará abajo y el aparato subirá a buscarnos automáticamente. Clowzia se lo enseñará…, por si se le olvida.

—No se me olvidará.

Esa vez se alejó de verdad y Seldon se le quedó mirando, sintiendo que el frío penetraba, cortante, a través del jersey. Clowzia regresó a su lado, con el rostro algo enrojecido por el viento.

Seldon comentó:

—El doctor Leggen parecía disgustado. ¿O se trata de su forma de ser habitual?

Clowzia se echó a reír.

—La mayor parte del tiempo parece disgustado, pero ahora lo está de verdad.

—¿Por qué? —preguntó Seldon con naturalidad.

Clowzia miró por encima del hombro, con su larga cabellera ondeando al viento.

—No debería saberlo —contestó ella—, pero lo sé. El doctor Leggen lo tenía todo previsto para hoy, porque en estos momentos iba a haber un claro entre las nubes y había planeado tomar unas medidas especiales con luz solar. Sólo que…, bueno, fíjate en el tiempo.

Seldon asintió.

—Tenemos receptores de holovisión aquí arriba, o sea, que él ya sabía que estaba nublado, peor que otras veces, y sospecho que imaginaba que algo fallaba en los instrumentos, así que ellos serían los culpables, no su teoría. Pero hasta ahora, no han encontrado nada defectuoso.

—Y ésa es la razón de que se le vea tan disgustado.

—Bueno, nunca parece contento.

Seldon miró a su alrededor con los ojos entrecerrados. Pese a las nubes, la reverberación del sol era dura. Pudo observar que la superficie bajo sus pies no era del todo horizontal. Se hallaba sobre una cúpula chata y cuando dirigió la vista hacia donde había otras cúpulas, en todas direcciones, las vio de distintas alturas y anchuras.

Arriba parece de lo más irregular —comentó.

—Pienso que, en general, tiene razón. Así fue como lo dispusieron.

—¿Por alguna razón especial?

—En realidad, no. Tal como me lo explicaron (también yo miré a mi alrededor y pregunté, igual que has hecho tú, ¿sabes?), me dijeron que, en un principio, la gente de Trantor cubría ciertos lugares, avenidas comerciales, pistas deportivas, cosas así…, luego, fueron ciudades enteras, de forma que había gran cantidad de cúpulas aquí y allá, de diferentes alturas y anchuras. Cuando acabaron uniéndose, todo era irregular; para entonces, la gente había decidido ya que era así como debía hacerse.

—¿Quiere decir que algo accidental por completo acabó siendo considerado una tradición?

—Supongo que sí…, planteado de ese modo…

(«Si algo accidental por completo es fácil que acabe siendo considerado como una tradición y resultar irrompible o casi —pensó Seldon—, ¿no sería ésa una ley de psicohistoria? Parecía trivial, pero, ¿cuántas otras leyes, igualmente triviales, existirían? ¿Un millón? ¿Mil millones? ¿Habría pocas leyes generales de las que se derivarían esas triviales, como corolarios? ¿Cómo podría decirlo?») Por un momento, sumido en sus pensamientos, casi se olvidó de aquel viento helado.

Clowzia sí acusaba aquel viento porque se estremeció.

—Es terrible —exclamó—. Se está mejor bajo la cúpula.

—¿Es usted trantoriana? —preguntó Seldon.

—En efecto.

Seldon recordó el desprecio de Randa por la agorafobia de los trantorianos.

—¿Le importa estar aquí arriba? —quiso saber.

—¡Odio esto! —confesó Clowzia—, pero quiero graduarme y quiero mi especialidad y status; el doctor Leggen dice que no lo conseguiré sin prácticas exteriores. Así que, aquí me tiene, odiándolo, en especial cuando hace tanto frío. A propósito, esta temperatura, ¿podría imaginar que hubiera vegetación entre esas cúpulas?

¿Hay vegetación? —Miró vivamente a Clowzia sospechando una broma para hacerle parecer tonto. Mas su aspecto era de total inocencia; ¿cuánto sería auténtico y cuánto debido a su carita infantil?

—Oh, sí. Incluso aquí, cuando hace más calor. ¿Se ha fijado en la tierra, allá? La apartamos por causa de nuestro trabajo, como le he dicho, pero en otras partes se va acumulando y es especialmente profunda en los huecos donde las cúpulas se unen. Las plantas crecen bien.

—¿De dónde viene esa tierra?

—Cuando las cúpulas cubrían sólo una parte del planeta, el viento, poco a poco, fue depositando tierra en ellas. Después, cuando todo Trantor estuvo cubierto y los niveles de viviendas fueron edificados a mayor profundidad cada vez, parte de la que se extraía, si era de buena calidad, se extendía arriba.

—Pero podía romper las cúpulas.

—Oh, no. Las cúpulas son muy fuertes y están reforzadas en casi todas partes. La idea era, según un libro-película que miré, sembrar Arriba, pero les resultó más práctico hacerlo dentro, bajo las cúpulas. Levadura y algas podían cultivarse dentro también, aligerando, de esa forma, los cultivos habituales, así que decidieron permitir que Arriba fuera salvaje. También hay animales Arriba…: mariposas, abejas, ratones, conejos. Una gran cantidad de ellos.

—¿Y no estropearán las cúpulas las raíces de las plantas?

—Han pasado millares de años y no lo han hecho. Las cúpulas son tratadas con algo que repele a las raíces. La mayor parte de lo que crece es hierba, aunque también hay árboles. Usted mismo podría verlos si estuviéramos en la estación calurosa o nos halláramos más al Sur o viajara en una nave espacial —respondió, mirándole de reojo—. ¿Se fijó en Trantor cuando llegó por el espacio?

—No, Clowzia, debo confesar que no miré. La hipernave no estuvo nunca bien situada para hacerlo. ¿Alguna vez ha visto Trantor desde el espacio?

Ella sonrió débilmente.

—Nunca he estado en el espacio.

Seldon miró a su alrededor. Todo era gris.

—No puedo acabar de creerlo. Lo de que hay vegetación arriba, quiero decir.

—Pues es verdad. He oído a gente que lo decía (gente de otros Mundos, como usted, que había visto Trantor desde el espacio), decían que el planeta parece verde, como una extensión de césped, porque está cubierto, sobre todo, de hierba y maleza. También vieron árboles. Hay un bosquecillo no lejos de aquí. Yo lo he visto. Son de hoja perenne y llegan a una altura de seis metros o así.

—¿Dónde?

—No puede verlos desde aquí. Se encuentran del otro lado de una cúpula. Están…

La llamada les llegó apagada. (Seldon se dio cuenta de que habían estado andando mientras hablaban, alejándose de la inmediata vecindad de los demás).

—Clowzia. Vuelve. Te necesitamos.

—Uh-uh —contestó Clowzia—. Voy… Lo siento, doctor Seldon, tengo que irme.

Y se fue corriendo, consiguiendo pisar ligero pese a sus botas forradas.

¿Habría estado jugando con él? ¿Atiborrando al ingenuo forastero con un montón de mentiras sólo para divertirse? Tales cosas suelen ocurrir en todos los mundos y a cada momento. Aunque con esa expresión de transparente honradez… tampoco servía; en realidad, los cuentistas afortunados cultivan deliberadamente semejantes expresiones.

Así que, ¿realmente podría haber árboles de seis metros de altura? ¿Arriba? Sin pararse a pensar, echó a andar en dirección de la cúpula más alta del horizonte. Agitó los brazos en un intento de calentarse. Mas sus pies empezaban a enfriarse.

Clowzia no le había indicado el lugar. Pudo haberlo hecho para darle un indicio sobre la dirección de los árboles, pero no había sido así. ¿Por qué? Claro, la habían llamado.

Las cúpulas eran más anchas que altas, y eso le fue bien, ya que, de lo contrario, el camino le hubiera resultado más difícil. Sin embargo, la suave pendiente significaba esforzarse un poco antes de poder llegar a la cima de la cúpula y mirar al otro lado.

Más tarde pudo ver el otro lado de la cúpula que había escalado. Miró hacia atrás para asegurarse de que aún podía divisar a los meteorólogos y sus instrumentos. Les veía muy lejos, en un valle distante, pero les veía con claridad. Bien.

No encontró ningún bosquecillo, ni árboles, pero sí una depresión que serpenteaba entre dos cúpulas. A lo largo de cada lado de aquella depresión, la tierra era más abundante y se veía manchas verdes que muy bien pudieran ser musgo. Si seguía la depresión, ésta resultaba lo bastante profunda y la tierra abundaba, quizás hubiera árboles.

Miró hacia atrás de nuevo, en un intento de fijarse marcas en la mente pero no vio más que los altos y bajos de las cúpulas. Vaciló, y la advertencia de Dors al respecto de perderse, advertencia que le había parecido innecesaria en su momento, cobraba ahora sentido. En todo caso, la depresión le parecía, claramente, un camino. Si lo recorría durante un tiempo, a cierta distancia, no tenía más que dar media vuelta y recorrerlo en sentido contrario para regresar al punto de partida.

Echó a andar, decidido, siguiendo el camino hacia abajo. Por encima, oyó un zumbido lejano, mas no le concedió la menor importancia. Había decidido ver los árboles y eso era lo único que le importaba en aquel momento.

El musgo se hacía más espeso y se extendía como una alfombra; de vez en cuando surgían algunas matas de hierba. Pese a la desolación de Arriba, el musgo tenía un verde brillante, y se le ocurrió que en un planeta, siempre tan cubierto por las nubes, era fácil que las lluvias fueran considerables.

El camino continuó curvándose y allí, precisamente por encima de otra cúpula, vio una mancha oscura recortada sobre el cielo gris. Comprendió que había encontrado los árboles.

Entonces, como si su mente, ya liberada por la visión de aquellos árboles, pudiera dedicarse a otros asuntos, captó el zumbido que había oído antes y que, sin pensarlo, había desechado como ruido de máquinas. Ahora, en cambio, pensó en esa probabilidad: ¿realmente se trataba de ruido de maquinaria?

¿Por qué no? Se encontraba sobre una de las infinitas cúpulas que cubrían cientos de millones de kilómetros cuadrados de la ciudad-mundo. Debía haber máquinas de todo tipo ocultas bajo aquellas cúpulas…, motores de ventilación, por ejemplo. Tal vez pudieran oírse cuando todos los otros ruidos de la ciudad-mundo cesaban.

Excepto que el sonido no parecía proceder del suelo. Miró hacia aquel cielo amenazador. Nada.

Continuó observando el cielo, con tal intensidad que se le formaban líneas verticales entre sus ojos. De pronto, allá lejos…

Era una pequeña mancha oscura, destacándose sobre el gris. Fuera lo que fuese, parecía desplazarse como si tratara de orientarse antes de que las nubes aumentaran la oscuridad. De súbito, y sin saber la causa, pensó: «Van en mi busca».

Casi antes de que pudiera decidir una línea de acción, ya se había decidido. Corrió con verdadera desesperación a lo largo de la depresión, hacia los árboles y, entonces, para llegar más deprisa, torció a la izquierda, corrió hacia una cúpula baja, pisando matas secas de helechos, además de matas de espino cubiertas de bayas de un rojo brillante.

24

Seldon se detuvo, jadeante, junto a un árbol. Se arrimó a él, abrazándolo. Vigiló el objeto volador por si volvía a aparecer de forma que él pudiera retroceder junto al árbol y ocultarse detrás, como una ardilla.

El árbol estaba frío, su corteza era áspera, no resultaba cómodo…, pero ofrecía abrigo. Desde luego, podía ser insuficiente si le buscaban con un detector de calor. Por el contrario, el tronco helado del árbol podía superar el calor.

Bajo sus pies, la tierra aparecía apisonada. Incluso en ese momento, tratando de ocultarse, de hacer esfuerzos por ver a su perseguidor sin que éste lo descubriera, no podía evitar preguntarse qué profundidad tendría la tierra, cuánto tiempo habría tardado en acumularse, cuántas cúpulas de las áreas más cálidas de Trantor llevaban bosques sobre sus lomos y si los árboles estaban siempre confinados a las depresiones entre cúpulas, dejando las regiones más altas para el musgo, la hierba y el rastrojo.

Volvió a verlo. No era una hipernave, ni siquiera un pequeño reactor corriente. Era un mini-jet. Podía distinguir el vago resplandor de las colas de iones saliendo de los vértices de un hexágono, neutralizando el tirón gravitatorio y permitiendo que las alas lo mantuvieran en el aire como un gran pájaro que planeara. Se trataba de un vehículo que podía flotar mientras exploraba un terreno planetario.

Las nubes fueron las que lo salvaron. Incluso si empleaban detectores de calor, esto sólo indicaría que había gente abajo. El mini-jet podía intentar un descenso en picado por debajo del techo de nubes antes de que averiguara cuántos seres humanos había y si alguno de ellos podía ser la persona determinada que la gente de a bordo andaba buscando.

El aparato se hallaba más cerca y tampoco podía ocultarse de él. El ruido de su motor lo denunciaba, y no lo apagarían, por lo menos mientras continuaban su búsqueda. Seldon conocía los mini-jets porque en Helicon, o en cualquier otro mundo no cupulado, con cielos despejados de vez en cuando, era corriente verlos, ya que muchos de ellos eran de propiedad particular.

¿Qué posible utilidad le darían a los mini-jets en Trantor, con toda la vida humana bajo cúpulas, con un techo de nubes casi perpetuas, muy bajo…, excepto por algunas naves gubernamentales diseñadas para estos fines? ¿Apoderarse de una persona buscada que había sido atraída arriba de las cúpulas?

¿Y por qué no? Las fuerzas gubernamentales no podían entrar en el terreno de la Universidad, pero Seldon no se hallaba allí en esos momentos. Se encontraba Arriba, sobre las cúpulas, las cuales quizá se encontraran fuera de la jurisdicción de cualquier Gobierno local. Un vehículo Imperial podía tener todo el derecho a posarse en cualquier parte de las cúpulas en cuestión y llevarse a quienquiera que encontraran sobre ellas. Hummin no le había advertido de ese detalle; tal vez ni siquiera se le había ocurrido pensar en él.

El mini estaba mucho más cerca ahora, rastreando como una bestia ciega que olfatea su presa. ¿Se les ocurriría buscar entre aquel grupo de árboles? ¿Aterrizarían y enviarían a uno o dos soldados armados para dar una batida por el bosquecillo?

De hacerlo así, ¿cómo defenderse? No iba armado y toda su agilidad resultaría ineficaz contra el espantoso dolor de un látigo neurónico.

Mas no intentaba aterrizar. O no habían pensado en lo que significaban los árboles, o…

O bien…

De pronto, se le ocurrió otra idea. ¿Y si no se trataba de una nave de persecución? Tal vez formaba parte del equipo meteorológico. Era casi seguro que los meteorólogos querían estudiar las altas capas de la atmósfera.

¿No estaría comportándose como un imbécil al ocultarse?

El cielo iba oscureciéndose cada vez más. ¿Se veían las nubes más densas, o, lo que era más probable, estaba anocheciendo?

El frío había aumentado y la temperatura bajaría aun más. ¿Iba a quedarse afuera, congelándose, sólo porque un mini-jet, perfectamente inofensivo, había hecho su aparición y activado en él una sensación de paranoia jamás experimentada? Sintió un fuerte impulso de abandonar el bosquecillo y regresar a la estación meteorológica.

Después de todo, ¿cómo sabría el hombre al que Hummin temía tanto…, Demerzel, que Seldon se encontraría Arriba, en ese momento determinado, listo para ser apresado?

Por un instante, la idea le pareció concluyente y, tiritando de frío, salió de detrás del árbol.

Volvió, a la carrera, a ocultarse cuando la nave apareció de nuevo, más cerca que antes. No había visto que hiciera algo parecido a un estudio meteorológico. No llevaba a cabo nada que se pareciera a medir, seleccionar o comprobar. ¿Sería capaz de darse cuenta si lo hiciera? Desconocía el tipo de instrumentos que podía transportar, ni cómo funcionaban. Si desarrollaban una labor meteorológica, él, quizá, no llegaría a calibrarlo… Pero, ¿podía correr el riesgo de descubrirse?

Después de todo, ¿quién le aseguraba que Demerzel no conocía su presencia Arriba, simplemente porque un agente suyo que trabajase en la Universidad lo supiera y le hubiera informado de ello? Lisung Randa, el pequeño, alegre y sonriente oriental, le había sugerido que subiera. No había surgido de forma natural en la conversación; por lo menos, la sugerencia no había surgido con demasiada naturalidad. ¿Sería posible que fuera un agente del Gobierno y hubiera alertado a Demerzel?

Luego estaba Leggen, que le había prestado el jersey. Ésta era una prenda muy útil; entonces, ¿por qué no le había advertido Leggen con antelación de que iba a necesitarlo y llevar, así, uno propio? ¿Tendría algo especial el que llevaba puesto? Tenía un color morado uniforme mientras que los otros seguían la moda trantoriana de dibujos vistosos. Cualquiera que mirara desde arriba veía un manchón liso moviéndose entre los demás, que eran variopintos, y así reconocerían al momento al que buscaban.

¿Y Clowzia? Figuraba que se encontraba Arriba para aprender meteorología y ayudar a los meteorólogos. ¿Cómo era posible que se acercara a él, le hablara con tanta naturalidad, se lo llevara tranquilamente lejos de los demás y lo aislara para que pudiera ser recogido con toda facilidad?

¿También Dors Venabili? Ella sabía que iba Arriba. Y no se lo impidió. Podía haber ido con él, pero estaba convenientemente ocupada.

Era una conspiración. Seguro que se trataba de una conspiración.

Ahora estaba ya completamente convencido de ello y no era cuestión de abandonar el abrigo de los árboles. Sentía los pies como bloques de hielo y el golpearlos contra el suelo no le servía de nada. ¿No se marcharía jamás el mini-jet?

Mientras lo pensaba, el ruido del motor aumentó y la nave se elevó hasta que llegó a las nubes y desapareció.

Seldon escuchó con atención, alerta al menor ruido, asegurándose de que finalmente se había ido. Pero, una vez tuvo la seguridad de ello, se preguntó si no sería una añagaza para hacerle salir de su escondite. Permaneció donde estaba mientras los minutos se arrastraban y la noche seguía cayendo.

Por fin, cuando sintió que la verdadera alternativa a arriesgarse a salir a cielo abierto era la de congelarse, se movió y abandonó cautelosamente el abrigo de los árboles.

En efecto, se estaba haciendo de noche. No podían localizarle si no era mediante el detector de calor, pero, si lo intentaban, él oiría el regreso del aparato. Esperó un poco, más allá de los árboles, al acecho, listo para esconderse de nuevo en el bosquecillo al menor ruido…, aunque de qué le serviría una vez lo hubiesen detectado, no podía ni imaginárselo.

Miró a su alrededor. Si fuera capaz de encontrar a los meteorólogos, seguramente dispondrían de luz artificial. A excepción de eso, no hallaría nada más.

Aún podía distinguir lo que le rodeaba, y sabía que, al cabo de un cuarto de hora, o media hora a lo sumo, ya no vería nada. Sin luces y con un cielo nublado sobre su cabeza, estaría a oscuras…, completamente a oscuras. Desesperado ante la perspectiva de verse envuelto por las tinieblas, Seldon comprendió que, tan deprisa como pudiera, debía buscar el camino de vuelta a la depresión que lo había llevado hasta allí, para poder volver sobre sus pasos. Cruzó los brazos con fuerza sobre el pecho para abrigarse y emprendió lo que creía ser la dirección correcta hacia la depresión entre las cúpulas.

Claro que podía haber más de una depresión a partir del bosquecillo; por suerte, distinguía vagamente algunas de las matas de espino, con bayas, que había pisado al venir, y que ahora parecían más negras que rojas. No debía perder tiempo. Tenía que suponer que estaba en lo cierto. Recorrió la depresión tan deprisa como pudo, guiado por una visión vaga y la vegetación que aplastaba con sus pies.

No podía seguir siempre por la depresión. Había dejado atrás lo que le parecía la cúpula más alta y encontrado un camino que cortaba la depresión en ángulo recto. De acuerdo con lo que recordaba, tenía que girar a la derecha en ese momento; después, a la izquierda, eso le llevaría a la senda que lo conduciría a la cúpula de los meteorólogos.

Seldon giró a la izquierda y, levantando la cabeza, pudo distinguir apenas la curva de una cúpula contra un cielo claroscuro. ¡Tenía que ser aquélla!

¿O se trataba de su deseo de que lo fuera?

No tenía más remedio que desechar ese pensamiento. Mantuvo la mirada sobre la cima a fin de poder avanzar trazando una línea lo más recta posible, y anduvo tan aprisa como pudo. A medida que se acercaba, distinguía mejor la silueta de la cúpula contra el cielo, pero cada vez más y más dudosa, a medida que se le antojaba más y más grande. A no tardar, si estaba en lo cierto, ascendería por la suave pendiente y, cuando llegara arriba, podría mirar al otro lado y distinguir las luces de los meteorólogos.

En aquella negrura compacta no podría adivinar lo que encontraría en su camino. Deseaba ver, al menos, una estrella; entonces, se preguntó si sería así como se sentiría un ciego. Fue agitando los brazos por delante de él, como si de antenas se tratara.

El frío aumentaba minuto a minuto y él se detenía de vez en cuando para soplar sobre sus manos, que mantenía bajo los sobacos. Con todas sus fuerzas, deseaba poder hacer lo mismo con los pies. «Ahora —pensó—, si empieza a llover, no caerá agua, sino nieve…, o, peor aún, cellisca».

Adelante…, adelante. No había otro remedio.

De pronto, le pareció que descendía. O se trataba de su imaginación o, realmente, había coronado la cúpula.

Se detuvo. Si había conseguido coronar la cúpula, tendría que distinguir el resplandor artificial de la estación meteorológica. Vería las luces que los propios meteorólogos llevaban; luces resplandecientes, moviéndose cual luciérnagas.

Seldon cerró los ojos, como si quisiera acostumbrarlos a la oscuridad, para volver a abrirlos después, aunque supo que era un esfuerzo sin sentido. No estaba más oscuro con los ojos cerrados que con ellos abiertos, y cuando los abría, no veía más luz que si los mantenía cerrados.

Era posible que Leggen y los demás se hubieran ido, llevándose sus luces con ellos y apagando las de los instrumentos. Tal vez Seldon había escalado una cúpula equivocada, o seguido un camino equivocado alrededor de otra cúpula de forma que, en ese momento, miraba en dirección contraria. O había seguido una depresión equivocada, alejándose así el bosquecillo, también en dirección equivocada.

¿Qué podía hacer?

Si miraba hacia otro lado, cabía la posibilidad de que la luz fuera visible a derecha o izquierda…, y no era así. Si el camino seguido era el incorrecto, le sería imposible volver al bosquecillo y localizar otro camino.

Su única oportunidad estribaba en la suposición de que se encontraba en la dirección correcta y que la estación meteorológica se encontraba, más o menos, frente a él, aunque los meteorólogos se hubieran ido dejándola a oscuras.

¡Adelante, pues! Las probabilidades de éxito quizá fueran escasas, más era lo único que podía intentar.

Estimó que había tardado una media hora en ir de la estación meteorológica a la cúpula, y que parte del camino lo había hecho con Clowzia, paseando más que andando. Ahora, en cambio, caminaba deprisa en aquella espantosa oscuridad.

Seldon continuó arrastrándose hacia delante. Hubiera sido agradable saber qué hora era, claro que él tenía una cinta horaria, pero a oscuras…

Descansó. Llevaba una cinta horaria trantoriana que daba la hora galáctica, general (como todas las cintas horarias), y también la trantoriana local. Las cintas, fosforescentes, solían ser visibles en la oscuridad, de modo que uno podía ver la hora en la silenciosa penumbra de un dormitorio. Las heliconianas podían leerse a oscuras, ¿por qué no una trantoriana?

Miró su cinta con cierta aprensión y apretó el botón que provocaría un foco de luz. La cinta brilló débilmente y le hizo ver que eran las 18.47. Que fuera de noche a aquella hora significaba que ya habían entrado en la estación invernal… ¿Cuan lejos quedaba el solsticio? ¿Cuál era el grado de inclinación axial? ¿Cuánto duraba el año? ¿A qué distancia del Ecuador se hallaba él a la sazón? No podía conseguir respuesta alguna a esas preguntas, pero lo que contaba era que veía una chispita de luz.

¡No estaba ciego! En cierto modo, el débil resplandor de su cinta horaria le producía una renovada esperanza.

Se animó. Seguiría yendo en la misma dirección. Andaría por espacio de media hora. Si no encontraba nada, avanzaría cinco minutos más, no más, sólo cinco minutos. Si seguía sin encontrar algo, se detendría y reflexionaría. Eso representaba treinta y cinco minutos a partir de ese momento. Hasta entonces, se concentraría en andar y en obligarse a sentir calor (agitó vigorosamente los dedos de los pies. Todavía los sentía).

Seldon siguió su avance durante media hora. No había nada. Podía hallarse en ninguna parte, lejos de cualquier abertura en la cúpula. O, por el contrario, encontrarse a tres metros a la izquierda, o a la derecha, o frente a la estación meteorológica. Podía estar a dos brazadas de la abertura que, por supuesto, estaría cerrada.

—¿Y ahora, qué?

¿Serviría de algo gritar? Un profundo y absoluto silencio lo envolvía, excepto por el silbido del viento. Si había pájaros, bestias o insectos entre la vegetación de las cúpulas, no estaban allí en aquella estación, o a aquella hora de la noche, o en aquel lugar determinado. El viento seguía congelándole.

Quizás hubiera debido gritar durante todo el camino. El sonido llegaría lejos con el frío. Mas, ¿habría habido alguien para oírle?

¿Le oirían desde dentro de la cúpula? ¿Dispondría de instrumentos que detectaran los sonidos o los movimientos de arriba? ¿Habría algún centinela dentro?

Era una ridiculez. Hubieran oído sus pasos, ¿verdad?

Sin embargo…

—¡Socorro! —gritó—. ¡Socorro! ¿Puede oírme alguien?

Sus palabras sonaron ahogadas, como avergonzadas. Parecía una idiotez gritar en aquella inmensa negrura vacía.

Sin embargo, también parecía tonto vacilar en una situación como la suya. El pánico empezó a aumentar. Aspiró una profunda bocanada de aire frío y gritó mientras le duró el aliento. Otra aspiración y otro chillido, más estridente. Y otro más. Y otro.

Se detuvo, jadeante, y volvió la cabeza a uno y otro lado aunque no había nada que ver. Ni siquiera pudo detectar un eco. No podía hacer otra cosa que esperar al amanecer. ¿Cuánto duraba la noche en aquella estación del año? ¿Cuánto aumentaría el frío?

Sintió un contacto helado en el rostro. Y otro poco después.

Caía aguanieve, invisible, en la profunda oscuridad. Y no tenía forma de encontrar un refugio.

«Hubiera sido mejor que aquel mini-jet me hubiera visto y recogido —pensó—. En este momento tal vez me tendrían prisionero, pero, al menos, estaría caliente y cómodo».

También, si Hummin no se hubiera entrometido, él estaría de regreso en Helicon. Vigilado, desde luego, aunque caliente y cómodo. Ahora, eso era lo único que deseaba: calor y comodidad.

De momento, sólo podía esperar. Se agachó aun sabiendo que, por larga que fuera la noche, no se atrevería a dormir. Se descalzó y se frotó los helados pies. Rápidamente, volvió a ponerse los zapatos.

Sabía que tendría que repetir esa operación varias veces, así como restregarse manos y orejas durante toda la noche para activar la circulación. Pero lo más importante que necesitaba recordar era que no debía dormirse. Significaría su muerte.

Después de pensar con sumo cuidado en todo ello, los ojos se le cerraron y el sueño lo venció mientras la nieve iba cayendo sobre él, cubriéndolo.