VENABILI, DORS. — … Historiadora, nacida en Cinna… Su vida pudo haber continuando un curso tranquilo de no haber sido por el hecho, después de haber pasado dos años en la facultad de la Universidad de Streeling, de que se encontró involucrada con el joven Hari Seldon durante La Huida…
Enciclopedia Galáctica
La habitación en que Hari Seldon entró era mayor que la de Hummin en el Sector Imperial. Se trataba de un dormitorio, con una esquina adaptada como lavabo y sin el menor indicio de facilidades de cocina. No tenía ventanas, aunque en el techo había una rejilla de ventilación que emitía un zumbido continuo.
Seldon miró a su alrededor, decepcionado. Hummin interpretó aquella mirada con su habitual seguridad.
—Es sólo por esta noche, Seldon. Mañana por la mañana, alguien te instalará en la Universidad y estarás mucho más cómodo.
—Perdóname, Hummin, ¿cómo lo sabes?
—Porque yo lo arreglaré. Conozco una o dos personas aquí —respondió, y sonrió brevemente, sin humor—, y puedo hacer que me devuelvan uno o dos favores. Ahora, pasemos a los detalles. —Miró fijamente a Seldon y dijo—: Todo lo que dejaste en la habitación del hotel se ha perdido. ¿Había algo irremplazable allí?
—Nada realmente irremplazable. Algunos objetos personales que apreciaba por su asociación con mi vida pasada, pero si los he perdido, perdidos están. Había, desde luego, notas de mi disertación. Algún cálculo. La propia disertación.
—Que, de momento, es conocida públicamente hasta el momento en que sea retirada de la circulación por considerarla peligrosa…, como así ocurrirá. No obstante, creo poder hacerme con una copia, estoy seguro. En todo caso, podrás reconstruirla, ¿verdad?
—Puedo. Por eso he dicho que no había nada realmente irremplazable. También he perdido casi mil créditos, algunos libros, ropa, mis billetes de regreso a Helicon, cosas así.
—Todo eso puede remplazarse… Ahora, me arreglaré para que tengas un título de crédito a mi nombre, con cargo a mi cuenta. Te servirá para gastos corrientes.
—Me parece excesivamente generoso por tu parte; no puedo aceptarlo.
—No tiene nada de generoso, dado que así espero salvar el Imperio. Debes aceptarlo.
—Pero, Hummin, ¿qué gastos puedes permitirte? Ten en cuenta que lo utilizaré con la conciencia remordiéndome incómoda.
—Lo que necesites para tu supervivencia o para una comodidad razonable puedo permitírmelo, Seldon. Desde luego, no querría que trataras de comprar el Gimnasio Universitario o entregaras millones de créditos en propinas.
—No debes preocuparte, pero con mi nombre en evidencia…
—Mejor que así sea. Al Gobierno Imperial le está prohibido el ejercer cualquier control de seguridad sobre la Universidad o sobre sus miembros. Hay una libertad total. Aquí puedes discutir de cualquier tema, y decir cualquier cosa.
—¿Y qué hay de la violencia, de un crimen, por ejemplo?
—Eso lo manejan las propias autoridades de la Universidad, razonable y minuciosamente…, pero, de hecho, no existen ni crímenes, ni violencia. Los estudiantes y la facultad aprecian su libertad y comprenden sus condiciones. Excesivo desorden, un principio de revuelta y derramamiento de sangre harían que el Gobierno se creyera con derecho a romper el acuerdo, no escrito, y enviara sus tropas aquí. Pero nadie lo desea, ni siquiera el propio Gobierno, así que se mantiene un delicado equilibrio. En otras palabras, ni el propio Demerzel puede hacer que te saquen de la Universidad sin un motivo mayor del que haya podido darle cualquier miembro de la Universidad en un siglo y medio al menos. Por el contrario, si fueras atraído fuera de los límites por un estudiante-agente…
—¿Cómo puedo saberlo con seguridad?
—Tal vez sí. Cualquier individuo corriente puede ser amenazado, o manejado o simplemente comprado…, y, en adelante, pertenecer al servicio de Demerzel, o de quien sea, claro. Así que debo insistir en esto: estás a salvo, dentro de lo razonable, pero nadie está a salvo por completo. Debes tener mucho cuidado. Sin embargo, a pesar de mi advertencia, no quiero que vayas asustado por la vida. En términos generales, te hallarás más seguro aquí de lo que podrías estarlo si hubieras vuelto a Helicon, o ido a cualquier otro mundo de la Galaxia fuera de Trantor.
—Así lo espero —repuso Seldon, temeroso.
—Lo sé —declaró Hummin— o no creería prudente dejarte.
—¿Dejarme? —exclamó Seldon vivamente—. No puedes hacerlo. Tú conoces este mundo. Yo no.
—Estarás con otros que lo conocen, que conocen esta parte de él, en realidad incluso mejor que yo. Por lo que a mí se refiere, debo irme. He estado contigo todo el día y no me atrevo a abandonar mi propia vida por más tiempo. No se debe llamar demasiado la atención; recuerdo que también yo tengo mis propias inseguridades, como tú las tuyas.
Seldon se ruborizó.
—Tienes razón. No puedo permitir que te pongas indefinidamente en peligro por mi causa. Espero no haber causado ya tu ruina.
—¿Quién sabe? —observó Hummin fríamente—. Vivimos tiempos peligrosos. Sólo debes recordar que si alguien puede hacer más seguros los tiempos, si no para nosotros, al menos para aquellos que nos sigan más tarde, eres tú. Haz que esta idea sea tu fuerza motriz, Seldon.
Seldon no pudo conciliar el sueño. Se revolvió en la cama, a oscuras, pensando. Jamás se había sentido tan solo, o tan desamparado, como después de que Hummin inclinase la cabeza, estrechase su mano rápidamente y lo dejase. Ahora, se encontraba en un mundo extraño…, en una parte extraña de este mundo, sin la única persona que podía considerar un amigo (y todo ello en menos de un día), sin tener ni la menor idea de adónde ir o qué hacer al día siguiente o en cualquier momento del futuro.
Desde luego, nada de eso le conducía al sueño, y para cuando decidió, desesperadamente, que no dormiría aquella noche o quizá jamás, el cansancio lo venció…
Cuando despertó, aún era de noche, o no del todo, porque a través de la habitación vio una luz roja que lanzaba un brillo intermitente acompañado de un fuerte zumbido. Era indudable que eso le había despertado.
Mientras intentaba recordar dónde se encontraba y trataba de encontrar algún sentido a los limitados mensajes que sus sentidos captaban, la luz y el zumbido cesaron, y percibió unas palmadas perentorias.
Supuso que las palmadas sonaban en la puerta, mas no recordaba dónde se encontraba ésta. También supuso que debería hacer un interruptor que iluminara la estancia, pero tampoco recordaba dónde se hallaba. Se incorporó en la cama y tanteó la pared, a su izquierda, desesperadamente, mientras gritaba:
—Un momento, por favor.
Al fin encontró el interruptor y lo oprimió; la habitación se inundó de luz suave. Saltó de la cama, parpadeando, en busca de la puerta. Cuando la encontró se dispuso a abrirla, pero, en el último instante, recordó la prudencia.
—¿Quién es? —preguntó con voz seca y decidida.
—Mi nombre es Dors Venabili —respondió una dulce voz femenina—, y he venido a ver al doctor Hari Seldon.
Mientras oía estas palabras, vio a una mujer de pie delante de la puerta sin que ésta hubiera llegado a abrirse. Por un momento, Hari Seldon la miró sorprendido y, de pronto, se dio cuenta de que sólo llevaba puesta una pieza de ropa interior. Lanzó una exclamación ahogada y corrió hacia la cama; únicamente entonces comprendió que lo que tenía delante era una holografía. Carecía del perfil real y se hizo patente que la mujer no lo miraba. Se mostraba como identificación nada más.
Seldon se detuvo, respiró hondo y alzó la voz para que se le oyera a través de la puerta.
—Si espera un poco me reuniré con usted —dijo—. Deme…, pongamos, media hora.
La mujer, o en todo caso la holografía, concedió:
—Esperaré. —Y se desvaneció.
No había ducha y, en su lugar, utilizó la esponja, llenando de agua el suelo de losetas del rincón del lavabo. Había pasta de dientes, pero no cepillo, así que se los limpió con el dedo. No tenía otra opción que volver a ponerse las ropas que llevaba el día anterior. Por fin, abrió la puerta.
Al hacerlo, se dio cuenta de que ella no se había identificado en realidad. Se había limitado a darle un nombre y Hummin no le había advertido respecto a quién esperar, si iba a ser esa Dors, o alguien más. Se había sentido seguro porque la holografía era la de una joven de aspecto agradable, pero, ¿cómo podía saber si detrás de ella había una docena de muchachos hostiles?
Observó, cauteloso, y no vio más que a la mujer, sólo entonces abrió la puerta del todo para permitirle la entrada. De inmediato cerró con llave.
—Perdóneme —le dijo—. ¿Qué hora es?
—Las nueve. El día ha comenzado hace rato.
Por lo que se refería a la hora oficial, Trantor seguía la galáctica, porque sólo así podía encajar con el comercio interestelar y los negocios gubernamentales. No obstante, cada mundo tenía, además, su horario local y Seldon no se había acostumbrado tanto como para sentirse cómodo con las referencias horarias trantorianas.
—¿Media mañana? —sugirió.
—Por supuesto.
—Esta habitación no tiene ventanas —dijo él, a la defensiva.
Dors se acercó a la cama, alargó la mano y oprimió un pequeño botón oscuro en la pared. En el techo, exactamente por encima de su almohada, aparecieron unos números rojos: 0903.
Ella sonrió, sin la menor superioridad.
—Cuánto lo siento —se excusó—, pero supuse que Chetter Hummin le habría dicho que vendría a buscarle a las nueve. Lo que le ocurre es que está tan acostumbrado a saberlo todo que suele olvidarse que los demás, a veces, no saben tanto… Yo no debí utilizar la identificación radioholográfica. Imagino que no la tienen en Helicon y es posible que le haya alarmado a usted.
Seldon se tranquilizó. La joven parecía natural y amistosa y la referencia a Hummin le hizo sentirse seguro.
—Está equivocada respecto a Helicon —le advirtió—, Miss…
—Por favor, llámeme Dors.
—Está equivocado respecto de Helicon, Dors. Tenemos radio-holografía, pero nunca he podido permitirme el lujo de un equipo. Ni nadie que yo conozca, así que carezco de experiencia en ese campo. Sin embargo, no tardé en darme cuenta de lo que era.
Seldon la observó. No muy alta, tenía la talla normal en una mujer. Su cabello era rubio rojizo, no demasiado intenso, y lo peinaba en rizos cortos pegados a la cabeza (había visto varias mujeres en Trantor con el cabello arreglado así. Por lo visto, se trataba de una moda local, de la que se habrían reído en Helicon). No podía decirse que fuera una belleza despampanante, aunque resultaba agradable a la vista, ayudada además por una boca de labios gordezuelos que esbozaban un gesto humorístico. Esbelta y bien formada, parecía muy joven. (Demasiado joven, pensó con inquietud, para serle útil).
—Qué, ¿apruebo el examen? —preguntó ella, que parecía poseer, al igual que Hummin, el don de adivinar los pensamientos, se dijo Seldon, o quizás era que a él le faltaba la habilidad de disimularlos.
—Lo siento —se excusó—. Parece como si la estudiara pero, en realidad, la estaba evaluando. Me encuentro en un lugar extraño. No conozco a nadie, y no tengo amigos.
—Por favor, doctor Seldon, considéreme una amiga. Mr. Hummin me ha encargado que me ocupe de usted.
—Puede que sea demasiado joven para ese encargo.
—Descubrirá que no lo soy.
—Bueno, me esforzaré por darle el menor trabajo posible. ¿Puede, por favor, repetirme su nombre?
—Dors Venabili. —Deletreó el apellido y pronunció la segunda sílaba con fuerza—. Por favor, como ya te he dicho, llámame Dors y si no tienes algo que objetar, te llamaré Hari. Aquí, en la Universidad, somos bastante informales, y hay un esfuerzo por parte de todos por olvidar nuestro status, ya sea heredado o profesional.
—No tengo el menor inconveniente en que me llames Hari.
—Bien. Me dejaré de formalismos. Por ejemplo, el instinto de la formalidad, si es que existe, me obliga a pedirte permiso para sentarme. Prescindiendo de él, me limitaré a hacerlo.
Y se acomodó en la única silla que había. Seldon se aclaró la garganta.
—Parece claro que no estoy en posesión de mis facultades habituales. Debí haberte pedido que te sentaras. —Y se dejó caer sobre su arrugada cama deseando haber tenido tiempo para estirarla un poco…, pero ella lo había cogido por sorpresa.
—Bien, esto es lo que vamos a hacer —dijo Dors, amable—. Primero, Hari, iremos a desayunar a uno de los cafés de la Universidad. Luego, te conseguiré una habitación en una de las residencias… Una habitación mejor que ésta. Hummin me ha encargado que te proporcione una tarjeta de crédito a su nombre, pero me llevará un par de días conseguirla de la burocracia universitaria. Hasta ese momento, me haré responsable de tus gastos y podrás devolverme después el dinero… Y podemos utilizarte. Chetter Hummin me dijo que eres matemático y, por alguna razón, hay una seria carencia de ellos, de los buenos, en la Universidad.
—¿Te dijo Hummin que soy un buen matemático?
—En efecto. Me dijo que eras un hombre notable.
—Vaya. —Seldon se contempló las uñas—. Me encantaría que se me considerara así, pero Hummin me ha conocido solamente por espacio de un día, escaso, y antes sólo me había oído presentar una comunicación, cuya calidad no creo que pueda juzgar. Pienso que sólo trataba de mostrarse correcto.
—No estoy de acuerdo —objetó Dors—. Él es también una persona extraordinaria y posee gran experiencia con las personas. Yo acepto su opinión. En todo caso, me imagino que ya tendrás ocasión de demostrarlo. Supongo que sabrás programar computadoras.
—Desde luego.
—Estoy hablando de computadoras dedicadas a la enseñanza, ¿comprendes?, y me preguntaba si sabrías organizar programas para las diversas fases de las matemáticas contemporáneas.
—Sí, eso forma parte de mi profesión. Soy profesor ayudante de matemáticas de la Universidad de Helicon.
—Ya lo sé. Hummin me lo dijo. Significa, claro, que todo el mundo sabrá que no eres trantoriano, pero eso no va a crear problema alguno. Aquí, en la Universidad, la mayoría es trantoriana, pero hay una importante minoría de gente procedente del Mundo Exterior, de cualquiera de los diferentes mundos, y todos ellos han sido aceptados. No quiero decir que no vayas a oír alguna pulla planetaria, pero, por lo general, los foráneos las emplean más que los trantorianos. A propósito, yo también procedo del Mundo Exterior.
—¿Oh…? —titubeó él, pero decidió que lo correcto sería hacerle alguna pregunta—. ¿De qué mundo procedes?
—De Cinna. ¿Has oído hablar de él alguna vez?
Quedaría en evidencia si mentía por corrección, pensó Seldon.
—No —confesó.
—No me extraña. Es probable que cuente mucho menos que Helicon… En todo caso, volviendo a la programación de enseñanzas matemáticas por computadora, supongo que puede hacerse muy bien o fatal.
—No hay duda al respecto.
—Y tú lo harás muy bien.
—Me gustaría creerlo así.
—Bien, pues. La Universidad te pagará por ello, así que salgamos y vayamos a comer algo. A propósito, ¿has dormido bien?
—Sí, y me sorprende.
—Estarás hambriento.
—Sí, pero… —titubeó.
—Pero te preocupa la calidad de la comida, ¿verdad? Pues, tranquilízate. Como también procedo del Mundo Exterior, me doy cuenta de lo que opinas sobre la fuerte infusión de microalimentos en todo, pero las comidas de la Universidad no son malas. Por lo menos, en el comedor de la facultad. Los estudiantes sufren un poco, pero eso sirve para endurecerles.
Se levantó y se dirigió a la puerta, mas se detuvo cuando Seldon no pudo evitar preguntarle:
—¿Eres miembro de la facultad?
Ella se volvió a mirarle y le sonrió con cierta picardía.
—¿No te parezco lo bastante vieja? Obtuve mi doctorado hace dos años en Cinna y desde entonces estoy aquí. Dentro de dos semanas, cumpliré treinta años.
—Perdóname —se excusó Seldon sonriendo también—, das tal sensación de juventud que no puedes dejar de despertar dudas respecto de tu status académico.
—¡Qué simpático eres! —Exclamó Dors.
Seldon se sintió embargado por cierto placer. Después de todo, se dijo, no se puede dedicar requiebros a una mujer y sentirse enteramente extraño.
Dors se hallaba en lo cierto. El desayuno no estaba nada mal. Había algo con un inconfundible sabor a huevo, y le sirvieron carne, agradablemente ahumada. La bebida de chocolate (Trantor adoraba el chocolate, algo que no molestaba nada a Seldon) era, probablemente, sintética, pero resultaba sabrosa, y los bollos, muy buenos.
Se creyó en el deber de decirlo:
—Ha sido un desayuno muy agradable. La comida, el entorno, todo.
—Me encanta que lo creas así.
Seldon miró a su alrededor. Había una hilera de ventanas en una de las paredes y aunque la verdadera luz del sol no entraba (se preguntó si, pasado cierto tiempo, aprendería a sentirse satisfecho con la luz solar difusa y dejaría de buscar rayos de sol en las habitaciones), el lugar estaba bastante bien iluminado. En realidad, aparecía lleno de luz porque la computadora atmosférica había decidido, por lo visto, que ya era hora de un día claro y soleado.
Las mesas estaban preparadas para cuatro y la mayor parte de ellas estaban ocupadas, pero Dors y Seldon pudieron sentarse solos en la suya. Dors había llamado a alguno de los hombres y mujeres y los había presentado. Todos se habían mostrado sumamente correctos pero ninguno se sentó con ellos. Parecía indudable que Dors deseaba que así fuera, aunque Seldon no comprendía cómo se las había arreglado para conseguirlo.
—No me has presentado a ningún matemático, Dors —comentó él.
—No he visto a ninguno de los que conozco. La mayoría de los matemáticos empiezan muy temprano y a las ocho ya están en clase. Mi impresión personal es que cualquier estudiante lo bastante atrevido para elegir matemáticas quiere sacarse de encima esta parte del curso lo antes posible.
—Deduzco que no eres matemática.
—Cualquier cosa excepto «mates» —protestó Dors riendo—. ¡Cualquier cosa! Mi especialidad es Historia. Ya he publicado algunos estudios sobre el nacimiento de Trantor…, quiero decir, sobre el reino primitivo, no éste de ahora. Supongo que terminará siendo mi campo de especialización… El Trantor Real.
—¡Magnífico! —exclamó Seldon.
—¿Magnífico? —repitió Dors, mirándole inquisitiva—. ¿También estás interesado por el Trantor Real?
—En cierto modo, sí. En eso y en otros temas parecidos. En realidad, nunca he estudiado Historia y debía haberlo hecho.
—¿Por qué debías hacerlo? De estudiar Historia, no te habría quedado tiempo para las matemáticas y los matemáticos son muy necesarios…, en especial para esta Universidad. Estamos hasta aquí de historiadores —y con la mano señaló más arriba de las cejas—, y de economistas y de especialistas en Ciencias Políticas, pero andamos escasos de «ciencias» y «matemáticas». Chetter Hummin me lo comentó en una ocasión. Lo llamaba la decadencia de la Ciencia y parecía pensar que se trataba de un fenómeno general.
—Desde luego, cuando digo que hubiera debido estudiar Historia, no quiero decir que hiciera de ella la especialidad de mi vida, sino que debiera haberla estudiado lo bastante para que me sirviera en mis matemáticas. Mi campo de especialización es el análisis matemático de la estructura social.
—Suena fatal.
—Y lo es, en cierto modo. Resulta muy complicado y sin conocer bastante más sobre cómo evolucionaron las sociedades, es prácticamente imposible. Verás, mi cuadro es demasiado estático, ¿sabes?
—No lo sé porque no conozco nada sobre eso. Chetter me contó que estabas ampliando algo llamado psicohistoria y que era muy importante. ¿Lo he dicho bien? ¿Psicohistoria?
—Muy bien. Hubiera debido llamarlo «psicosociología» pero me pareció una palabra demasiado fea. O tal vez, sabía de forma instintiva que el conocimiento de la Historia era necesario y no había prestado suficiente atención a mis ideas.
—Psicohistoria suena mucho mejor, pero no sé lo que es.
—Apenas yo lo sé. —Reflexionó unos segundos, mirando a la mujer sentada frente a él y sintiendo que ella podía hacer su desierto menos parecido a un destierro. Se acordó de la otra mujer que trató unos años atrás, pero la borró de su mente con un esfuerzo deliberado. Si alguna vez encontraba otra compañera, tenía que ser una que conociera y comprendiera lo que era el saber, la erudición, y lo que todo ello exigía de una persona.
—Chetter Hummin me comentó que el Gobierno no molesta ni interviene para nada en la Universidad —dijo para enfocar su mente hacia otro camino.
—Y es cierto.
—Parece increíblemente indulgente por parte del Gobierno Imperial. Las instituciones docentes de Helicon no son, de ningún modo, tan independientes de las presiones gubernamentales.
—Ni en Cinna, tampoco. Ni en cualquier otro Mundo Exterior, excepto, quizás, en uno o dos de los mayores. Trantor es un mundo aparte.
—Sí, pero, ¿por qué?
—Porque es el centro del Imperio. Aquí, las universidades gozan de enorme prestigio. Cualquier profesional sale de no importa qué Universidad, pero los administradores del Imperio, los altos cargos, los incontables millones de personas que representan los tentáculos del Imperio, tendidos hasta cada rincón de la Galaxia, están preparados aquí mismo, en Trantor.
—Nunca he visto las estadísticas… —empezó Seldon.
—Te doy mi palabra. Es importante que los funcionarios imperiales tengan una base común, un sentimiento especial por el Imperio. Y no todos pueden ser nativos de Trantor, o los de los mundos exteriores se impacientarían. Por esta razón, Trantor debe atraer millones de forasteros para educarse aquí. No importa de dónde procedan, o cuál sea su acento o su cultura, siempre y cuando adquieran la pátina de Trantor y se identifiquen con el ambiente educativo trantoriano. Esto es lo que mantiene unido al Imperio. Los de los Mundos Exteriores se muestran menos impacientes también cuando una proporción notable de los administradores que representan al Gobierno Imperial son de los suyos por nacimiento y crianza.
Seldon volvió a sentirse turbado. Aquello era algo en lo que nunca había pensado, ni por lo más remoto. Se preguntó si alguien podía ser un gran matemático, si lo único que conocía eran las matemáticas.
—¿Es esto del dominio público? —observó.
—Supongo que no —contestó Dors después de pensarlo—. Hay tanto que aprender que los estudiosos se aferran a su especialidad como a un escudo para evitar tener que aprender más sobre cualquier otra cosa. Tratan de no ahogarse.
—Sin embargo, tú sí lo sabes.
—Pero es que eso entra en mi especialidad. Soy una historiadora que trata del nacimiento del Trantor Real y esta técnica administrativa fue uno de los medios de que Trantor se sirvió para extender su influencia, y, así, lograr la transición del Trantor Real al Trantor Imperial.
Seldon, como si hablara consigo mismo, musitó:
—Qué dañino es el exceso de especialización. Recorta el conocimiento en millones de puntos y lo deja desangrarse.
—¿Y qué podemos hacer? —Dors se encogió de hombros—. Mira, si Trantor atrae forasteros a sus universidades, tiene que darles algo a cambio de desarraigarles de sus mundos y llevarles a otro extraño, con una estructura increíblemente artificial y modos de vida diferentes. Llevo dos años aquí y todavía no me he acostumbrado. Puede que nunca me acostumbre. Pero, desde luego, no pienso ser administradora, así que no me esfuerzo en sentirme trantoriana.
»Y lo que Trantor ofrece a cambio no sólo es la promesa de un puesto de gran status, considerable poder y dinero, por supuesto, sino también libertad. Mientras los estudiantes reciben su educación, son libres para denunciar al Gobierno, manifestarse pacíficamente y descubrir sus propias teorías y puntos de vista. Disfrutan con eso y pueden venir aquí para poder experimentar la sensación de libertad.
—Imagino —observó Seldon— que también sirve para aliviar las tensiones. Se desprenden de sus resentimientos, disfrutan de la satisfacción afectada de un joven revolucionario y cuando les llega el momento de ocupar su puesto en la jerarquía imperial, están listos para aceptar prometiendo conformidad y obediencia.
Dors asintió.
—Puede que tengas razón. En todo caso, el Gobierno, por todas esas razones, mantiene, con exquisito cuidado, la libertad en las universidades. No se trata de ser indulgente…, sólo inteligente.
—Y si no piensas en ser administradora, Dors, ¿qué vas a ser?
—Historiadora. Enseñaré, utilizaré mis propios libro-películas para la programación.
—Pero, poco status, ¿verdad?
—Y poco dinero también, Hari, que es más importante. Respecto del status, es el tipo de estira y afloja que deseo evitar. He visto a mucha gente muy bien situada, pero todavía no he visto a nadie feliz. El status no se mantiene quieto, hay que luchar a cada momento para impedir que se hunda. Incluso los emperadores acaban mal la mayor parte de las veces. Algún día, puede que regrese a Cinna y sea profesora.
—Y tú educación trantoriana te dará el status.
Dors se echó a reír.
—Puede que sí, aunque, ¿a quién le importará en Cinna? Es un mundo aburrido, y siempre podré conseguir una subvención para venir aquí o ir allá a fin de llevar a cabo algo de investigación histórica. Ésta es la ventaja de mi especialidad.
—Por el contrario, un matemático —dijo Seldon con un deje de amargura por algo que hasta entonces no le había preocupado— se supone que debe sentarse ante su computadora y pensar. Y hablando de computadoras… —Vaciló. El desayuno había terminado y tuvo la impresión de que ella tendría mil cosas que atender. Mas no parecía tener mucha prisa por marcharse.
—¿Sí? Hablando de computadoras, ¿qué?
—¿Crees que conseguirías permiso para utilizar la biblioteca de Historia?
Ahora ella fue quien vaciló.
—Creo que podrá arreglarse. Si trabajas en programación matemática se te considerará, probablemente, como un casi miembro de la facultad, y yo puedo solicitar que se te conceda permiso. Sólo…
—Sólo…, ¿qué?
—No querría herir tus sentimientos, pero eres un matemático y dices que no sabes nada de historia. ¿Serás capaz de hacer uso de una biblioteca de Historia?
Seldon sonrió.
—Supongo que se utilizan computadoras muy parecidas a las que hay en la biblioteca de Matemáticas.
—En efecto, pero la programación para cada especialidad tiene sus peculiaridades. Desconoces los libro-películas de referencia, los métodos rápidos de selección y rechazo. Puedes ser capaz de encontrar un intervalo hiperbólico a oscuras…
—¿Te refieres a un hiperbólico integral? —interrumpió Seldon a media voz.
Dors lo ignoró.
—Pero tal vez no sepas cómo encontrar los términos del Tratado de Poldark en menos de día y medio.
—Supongo que puedo aprender.
—Si…, si… —parecía turbada—. Si quieres, puedo hacerte una sugerencia. Doy una clase semanal, una hora diaria, sin puntuación, sobre el empleo de la biblioteca. Es para los no graduados. ¿Considerarías lesivo para tu dignidad asistir a dicha clase…, con los no graduados, quiero decir? Empieza dentro de tres semanas.
—Podrías darme clases particulares. —Seldon se sorprendió del tono sugerente que observó en su propia voz. A ella no se le escapó.
—Claro que podría, pero creo que te irá mejor una clase colectiva. Utilizaremos la biblioteca, ¿comprendes?, y al final de la semana se te pedirá que localices información sobre determinados temas de interés histórico. Competirás con los otros estudiantes continuamente y eso te ayudará a aprender. Las clases particulares serían menos eficientes, te lo aseguro. No obstante, comprendo la dificultad de competir con los jóvenes estudiantes. Si no lo haces tan bien como ellos puedes sentirte humillado. Deberás recordar que ellos han estudiado Historia elemental y tú tal vez no.
—No. Nada de «tal vez». Pero no temo a la competencia y no me importará ninguna humillación que pueda presentarse…, si consigo aprender los trucos del juego de la referencia histórica.
Resultaba claro para Seldon que la joven empezaba a gustarle y que le encantaba la posibilidad de ser enseñado por ella. También se daba cuenta de que había llegado, mentalmente, a un punto crucial.
Había prometido a Hummin intentar sacar una psicohistoria práctica, pero ésa había sido una promesa de la mente y no de los sentidos. Ahora, estaba decidido a agarrar la psicohistoria por el cuello, si fuera preciso, a fin de hacerla práctica. Tal decisión era debida, quizás, a la influencia de Dors Venabili.
¿O acaso Hummin había contado con ello? Hummin, decidió Seldon, podía ser una persona formidable en verdad.
Cleon I había terminado la cena que, por desgracia, había sido una formal ceremonia estatal. Esto significaba que debía dedicar su tiempo a varios funcionarios, a ninguno de los cuales conocía ni le interesaba, hablándoles con frases previstas para darle un impulso a cada uno y, así, activar su lealtad hacia la Corona. También significaba que la cena le había llegado tibia y enfriado aun más antes de que pudiera empezar a comerla.
Tendría que encontrar algún medio de evitar algo así. Comer antes, tal vez, solo o con dos o tres íntimos con quienes podría sentirse relajado y asistir luego al banquete oficial en el que le sirvieran, simplemente, una pera importada. Le encantaban las peras. Sin embargo, de hacer eso ofendería a los invitados que tomarían la negativa del Emperador a comer como un insulto premeditado.
Su esposa, desde luego, era una nulidad a ese respecto porque su presencia no haría sino exacerbar su infelicidad. Se había casado con ella por ser miembro de una poderosa familia disidente, de la que cabía esperar que enterrara la disidencia como resultado de la unión, aunque Cleon esperaba con devoción que ella, por lo menos, no lo hiciera. Estaba perfectamente satisfecho de permitir que viviera su propia vida en sus habitaciones excepto por los necesarios esfuerzos para conseguir un heredero, porque, a decir verdad, no le gustaba nada. Y ahora que el heredero ya había llegado, podía ignorarla por completo.
Masticó una de las nueces de un puñado que había cogido al levantarse de la mesa.
—¡Demerzel! —llamó.
—¿Sire?
Demerzel aparecía siempre en el mismo instante en que Cleon lo llamaba. O bien se pasaba la vida rondando al alcance de su voz, o pegado a la puerta, o se acercaba porque su instinto servicial le alertaba de que oiría su llamada a los pocos segundos; el caso era que aparecía y esto, pensó Cleon, era lo importante. Desde luego, había ocasiones en que Demerzel tenía que viajar para resolver algún asunto imperial. Cleon odiaba, siempre, dichas ausencias. Lo dejaban inquieto.
—¿Qué pasó con aquel matemático? Se me ha olvidado el nombre.
Demerzel, que sabía de sobras a qué hombre se refería el Emperador, pero que quizá quería saber cuánto recordaba éste, contestó:
—¿En qué matemático estáis pensando, Sire?
Cleon agitó la mano con impaciencia.
—El adivino. Aquel que vino a verme.
—¿El que mandamos a buscar?
—Bueno, el que fueron a buscar. Pero que vino a verme. Creo recordar que ibas a ocuparte del asunto. ¿Lo has hecho?
Demerzel se aclaró la garganta.
—Sire, lo he intentado.
—¡Ah! Eso significa que has fracasado, ¿no? —En cierto modo, aquello agradó a Cleon. Demerzel era el único de sus ministros a quien no le importaba el fracaso. Los demás jamás lo admitían y como el fracaso era cosa corriente, resultaba difícil de corregir. Quizá Demerzel podía permitirse el lujo de ser más sincero porque fallaba muy pocas veces. Si no fuera por Demerzel, pensó Cleon con tristeza, jamás hubiera conocido lo que era la honradez. Tal vez ningún Emperador llegó a conocerla nunca y quizás ésa era una de las razones de que el Imperio…
Apartó estos pensamientos de su mente y, molesto por el silencio del otro y deseando una admisión, dado que mentalmente había admirado la sinceridad de Demerzel, preguntó, tajante:
—Bueno, has fracasado, ¿no es cierto?
Demerzel no se inmutó.
—Sire, he fracasado, en parte. Pensé que tenerle aquí, en Trantor, donde las cosas están…, difíciles…, podía acarrearnos problemas. Resulta más fácil mantenerle convenientemente situado en su planeta natal. Había decidido regresar a su planeta al día siguiente, pero como siempre pueden surgir complicaciones, es decir, que decidiera permanecer en Trantor, arreglé que dos jóvenes matones le metieran en su nave aquel mismo día.
—¿Conoces a matones, Demerzel? —Cleon parecía divertido.
—Es importante, Sire, poder contactar con todo tipo de personas, porque cada uno tiene su propia variedad de actuación…, los matones como los demás. Sin embargo, resulta que no lo consiguieron.
—¿Y cómo ocurrió?
—Curiosamente, Seldon fue capaz de deshacerse de ellos.
—¿Sabía el matemático pelear?
—Eso parece. Las matemáticas y las artes marciales no son antagónicas necesariamente. Descubrí, demasiado tarde, que su mundo, Helicon, es notable por sus… artes marciales, no por las matemáticas. El hecho de no haberme enterado antes fue un fallo tremendo, Sire, y sólo puedo pediros perdón por ello.
—Entonces, me figuro que el matemático se volvió a su tierra al día siguiente, tal y como tenía previsto.
—Por desgracia, el asunto salió mal. Impresionado por el incidente, decidió no regresar a Helicon, y se quedó en Trantor. Pudo haber sido aconsejado por un hombre que presenció la lucha. Ésta fue otra complicación inesperada.
El emperador Cleon frunció el ceño.
—Entonces, nuestro matemático…, ¿cómo se llama?
—Seldon, Sire. Hari Seldon.
—Entonces, ese Hari Seldon se encuentra fuera de nuestro alcance.
—En cierto sentido, Sire, sí. Hemos seguido sus movimientos y ahora se halla en la Universidad de Streeling. Mientras siga allí, es intocable.
El emperador enrojeció ligeramente.
—Me molesta la palabra «intocable». No debería existir parte alguna del Imperio a la que mi mano no pudiera llegar. Pero aquí, en mi propio mundo, me dices que alguien puede ser intocable. ¡Intolerable!
—Vuestra mano puede llegar a la Universidad, Sire. Podéis enviar al Ejército y sacar al tal Seldon de allí en cualquier momento. No obstante, hacerlo así es…, poco deseable.
—¿Por qué no dices que es «poco práctico», Demerzel? Te pareces al matemático cuando me hablaba de sus predicciones. Es posible, mas no práctico. Yo soy un Emperador que lo encuentra todo posible, pero muy poco práctico. Recuerda, Demerzel, si alcanzar a Seldon no es práctico, alcanzarte a ti, lo es por completo.
—Eto Demerzel pasó por alto el comentario. El «hombre detrás del trono» conocía la importancia que tenía para el Emperador; ya había oído con anterioridad esas amenazas. Esperó en silencio mientras el Emperador miraba ceñudo y tamborileaba sobre el brazo de su sillón.
—Bueno, veamos, ¿de qué nos sirve ese matemático si está en la Universidad de Streeling? —preguntó Cleon al fin.
—Tal vez sea posible, Sire, sacar partido de la adversidad. En la Universidad, puede decidirse a trabajar en su psicohistoria.
—¿Aunque insista en su idea de que no es práctica?
—Puede estar en un error y descubrirlo allí. Y si es así, podríamos encontrar algún medio de sacarle de la Universidad. Incluso en tales circunstancias, es posible que se uniera voluntariamente a nosotros.
El Emperador permaneció sumido en sus reflexiones durante un momento.
—¿Y si alguien más lo saca de allí antes que nosotros?
—¿Y quién querría hacer tal cosa, Sire? —preguntó Demerzel sin alzar la voz.
—¡El alcalde de Wye, para empezar! —gritó Cleon—. Todavía sueña con apoderarse del Imperio.
—La vejez le ha limado las ganas, Sire.
—No lo creas, Demerzel.
—Y no tenemos motivos para creer que se interesa por Seldon, o que lo conozca, Sire.
—Vamos, Demerzel. Si nosotros nos enteramos de su comunicación, también Wye pudo hacerlo. Si nosotros hemos visto la posible importancia de Seldon, también Wye puede verla.
—De ocurrir algo como eso —observó Demerzel—, o incluso si hubiera la más razonable probabilidad de que ocurriera, entonces, quedaría justificado que adoptáramos medidas extremas.
—¿Extremas?
Demerzel se expresó con suma cautela.
—Podemos opinar que antes de que Seldon cayera en manos de Wye, sería preferible que no cayera en manos de nadie. Hacer que dejara de existir, Sire.
—¿Hacer que lo mataran, quieres decir?
—Si queréis expresarlo así, Sire… —declaró Demerzel.
Hari Seldon se recostó en el sillón de la habitación que se le había asignado merced a la intervención de Dors Venabili. Se sentía descontento.
En realidad, aunque ésa era la expresión que tenía en mente, sabía que el término no reflejaba sus sentimientos en absoluto. No sólo estaba descontento, estaba furioso…, tanto más cuanto que no sabía a ciencia cierta el motivo de su furia. ¿Sería por la Historia? ¿Los escritores y compiladores de Historia? ¿Los mundos y la gente que hacían la Historia?
Con independencia del blanco de su furia, ya que no importaba demasiado, lo que sí le preocupaba era que sus notas resultaban inútiles, así como sus nuevos conocimientos; todo era inútil.
Llevaba casi seis semanas en la Universidad. Casi al principio había logrado encontrar una computadora y había empezado a trabajar con ella…, sin ser instruido, pero sirviéndose del instinto desarrollado en los muchos años de trabajos matemáticos. Había sido un trabajo lento y vacilante, pero encontraba cierto placer en determinar gradualmente las rutas por las que podía conseguir respuestas a sus preguntas.
Luego, llegó la semana de clases de Dors, que le había enseñado docenas de atajos, y proporcionado un par de motivos de vergüenza. El primero incluía las miradas de soslayo por parte de los adolescentes, que parecían desdeñosamente conscientes de su avanzada edad y que estaban dispuestos a sentirse molestos por el constante uso del honorífico «doctor» de Dors al dirigirse a él.
—No quiero que piensen —le explicó— que eres un estudiante perpetuamente retrasado tomando un curso «curativo» de Historia.
—Pero, ahora ya estarán enterados, y yo diría que un simple Seldon sería suficiente.
—No —protestó Dors, sonriente—. Además, me gusta llamarte doctor Seldon. Me encanta la expresión incómoda que adoptas cada vez.
—Lo que ocurre es que tienes un peculiar sentido sádico del humor.
—¿Y me lo arrebatarías?
Sin saber por qué, aquello le hizo reír. Bueno, la reacción natural hubiera debido ser rechazar el sadismo. Pero le pareció divertido que aceptara el reto y se lo devolviera. Esa idea le llevó a una pregunta normal:
—¿Juegan al tenis aquí, en la Universidad?
—Tenemos pistas, pero yo no sé jugar.
—Estupendo. Yo te enseñaré. Y mientras lo hago, te llamaré profesora Venabili.
—Pero eso ya me lo llamas en clase.
—Te sorprenderá lo ridículo que suena en una pista de tenis.
—A lo mejor me gusta.
—En tal caso, trataré de descubrir qué otra cosa puede dejar de gustarte.
—Veo que tienes un peculiar sentido de humor salaz.
Lo había dicho así, con deliberación.
—¿Y me lo arrebatarías? —preguntó él.
Ella le sonrió y después lo hizo sorprendentemente bien en la pista de tenis.
—¿Estás segura de no haber jugado antes? —preguntó él, jadeando, después del partido.
—Segurísima —le contestó.
Su otro motivo de vergüenza era más privado. Aprendió la técnica necesaria para la investigación histórica y después quemó, en privado, sus burdos intentos de utilización de la memoria de la computadora. Era, sencillamente, un enfoque diferente por completo del que se usaba en matemáticas. Resultaba tan lógico, como otro cualquiera, supuso, puesto que podía utilizarse de forma consistente y sin error para moverse en cualquier dirección deseada, pero se trataba de un tipo de lógica sustancialmente distinto de aquel a que él estaba acostumbrado.
Pero, con o sin instrucciones, tanto si tropezaba como si avanzaba con rapidez, simplemente, no conseguía resultado alguno.
Su frustración se hacía sentir en la pista de tenis. Dors alcanzó muy pronto la fase en que ya no necesitaba enviarle pelotas fáciles para darle tiempo a calcular dirección y distancia. Eso hacía que se olvidara con facilidad de que se trataba de una principiante y expresaba su rabia devolviéndole la pelota como si fuera un rayo láser solidificado.
Dors se acercó a la red.
—Comprendo que quieras matarme —dijo— puesto que debe molestarte ver cómo pierdo las pelotas con tanta frecuencia. Pero, ¿cómo has conseguido evitar mi cabeza por tres centímetros esta vez? Quiero decir, que ni siquiera me has rozado. ¿No sabes hacerlo mejor?
Seldon, horrorizado, trató de hablar, pero sólo consiguió balbucir incoherencias.
—Mira —continuó Dors—, no voy a enfrentarme con más pelotas tuyas por hoy, así que vamos a ducharnos y nos reuniremos para tomar té o alguna otra cosa y podrás explicarme por qué has intentado matarme. Si no se trata de mi pobre cabeza, y si no terminas pronto con tu verdadera víctima, el otro lado de la red resultará demasiado peligroso para que yo esté dispuesta a servirte de blanco.
Mientras tomaban el té, él le explicó:
—Dors, he mirado historia tras historia; sólo mirado, repasado. Todavía no he tenido tiempo para estudiar nada a fondo. Pese a todo, es obvio. Todos los libro-películas se concentran en los mismos, escasos, acontecimientos.
—Cruciales. Los que hacen la Historia.
—Es una excusa. Se copian unos a otros. Hay veinticinco millones de mundos ahí fuera y sólo se mencionan, de manera significativa, unos veinticinco quizás.
—Estás leyendo historias generales galácticas. Busca las historias especiales de alguno de los mundos menores. En cada mundo, por pequeño que sea, los niños aprenden Historia local antes de descubrir que ahí fuera existe una enorme Galaxia. ¿No conoces, ahora, más sobre Helicon que sobre el nacimiento de Trantor o sobre la Gran Guerra Interestelar?
—Ese tipo de conocimiento está limitado también —protestó lúgubremente Seldon—. Conozco la geografía de Helicon, la historia de su colonización, la malevolencia y ataques del planeta Jennisek, nuestro enemigo tradicional, aunque nuestros maestros, muy cautos, nos decían que deberíamos llamarle «rival tradicional». Pero nunca aprendí nada sobre las contribuciones de Helicon a la Historia General Galáctica.
—Tal vez no las hubo.
—No digas tonterías. Claro que sí las hubo. Puede que no hubiera grandes e importantes batallas espaciales en las que Helicon se viese involucrado, o rebeliones cruciales, o tratados de paz. Quizá no existió ningún contrincante imperial que hiciera de Helicon su base. Pero debieron establecerse sutiles influencias. Seguro que nada puede suceder en parte alguna sin que afecte a todo lo demás. No obstante, no encuentro nada que pueda ayudarme… Fíjate, Dors, en Matemáticas todo puede ser encontrado en una computadora; lo que sabemos o hemos descubierto en veinte mil años. En Historia, no ocurre lo mismo. Los historiadores hacen una selección y cada uno de ellos selecciona lo mismo.
—Pero, Hari —objetó Dors—, la matemática es una ciencia ordenada, de invención humana. Una cosa sigue a otra. Hay axiomas y definiciones todos los cuales son conocidos. Es…, se trata…, de un todo. La Historia es diferente. Se trata de la revelación inconsciente de los hechos y pensamientos de cuatrillones de seres humanos. Los historiadores deben seleccionarlos.
—Exactamente —afirmó Seldon—; sin embargo, yo debo conocerlo todo sobre la Historia; conocer toda la Historia, si tengo que resolver las leyes de la psicohistoria.
—En este caso, jamás formularás las leyes de la psicohistoria.
Eso había ocurrido el día anterior. Ahora, Seldon estaba sentado en su butaca, en su habitación, después de haber pasado una jornada de absoluto fracaso y le parecía oír la voz de Dors diciéndole: «En este caso, jamás formularás las leyes de la psicohistoria».
Eso era lo que él había pensado en un principio y de no haber sido por el convencimiento en contra de Hummin y por su extraña habilidad para inundar a Seldon con su propia llamarada de convicción, éste hubiera continuado pensando lo mismo.
Sin embargo, tampoco podía abandonar. ¿Acaso habría algún medio de lograrlo?
A él, no se le ocurría ninguno.