TRANTOR. — … La capital del Primer Imperio Galáctico…, bajo Cleon I, tuvo su «resplandor tardío». En apariencia, se hallaba entonces en todo su esplendor. Su extensión era de 200 millones de kilómetros cuadrados, enteramente bajo cúpulas (si se exceptúa el área del Palacio Imperial), donde se alzaba una ciudad interminable que se extendía por debajo de los salientes continentales. La población era de 40 mil millones y aunque abundaban los indicios (claramente perceptibles para los avisados) de que los problemas proliferaban, aquellos que vivían en Trantor lo consideraban aún, indudablemente, el Mundo Eterno de la leyenda y no esperaban que jamás…
Enciclopedia Galáctica
Seldon levantó los ojos. Vio a un joven delante de él, mirándole con una expresión de divertido desprecio. A su lado había otro joven…, de menos edad, quizás. Ambos eran altos y parecían fuertes.
«Iban vestidos a la última moda trantoriana», se dijo Seldon…, colores chillones, anchos cinturones con flecos, sombreros redondos de ala ancha, con los dos extremos de una cinta de un rosa vivo colgando del ala a la nuca.
A los ojos de Seldon era divertido, y sonrió. El joven que estaba delante de él le increpó:
—¿De qué se ríe, anormal?
Seldon quiso ignorar aquella palabra y contestó, con dulzura:
—Por favor, perdone mi sonrisa. Me limitaba a disfrutar de su traje.
—¿Mi traje? ¿Sí? ¿Y qué lleva usted? ¿Qué es este extraño tejido pardo que usted llama traje? —Alargó la mano y con el dedo alzó la solapa de la chaqueta de Seldon.
«Vergonzosamente pesada y fea —pensó Seldon— si se la comparaba con el alegre colorido del otro».
—Bueno —respondió Seldon—, es mi vestimenta del Mundo Exterior. La única que tengo.
No pudo evitar fijarse en que las pocas personas que habían estado sentadas en el pequeño parque se ponían de pie y se alejaban. Era como si temieran complicaciones y no desearan encontrarse cerca. Seldon se preguntó si su nuevo amigo, Hummin, iba a desaparecer también, pero no consideró prudente apartar los ojos del joven que tenía ante sí. Se recostó en su asiento.
—¿Viene del Mundo Exterior? —insistió el joven.
—En efecto. De ahí mi ropa.
—¿De ahí? ¿Qué quiere decir con esto? ¿Son palabras del Mundo Exterior?
—Quiere decir que ésa es la razón por la que mi ropa le parece peculiar. Soy forastero aquí.
—¿De qué planeta?
—Helicon.
El joven arrugó la frente.
—Nunca he oído hablar de él.
—No es un planeta grande.
—¿Y por qué no regresa a él?
—Me propongo hacerlo. Me marcho mañana.
—¡Más pronto! ¡Ahora!
El joven miró a su compañero. Seldon siguió la mirada y pudo ver a Hummin de refilón. No se había ido, pero el parque aparecía completamente vacío, excepto por él, Hummin y los dos jóvenes.
—Pensé dedicar el día a conocer la ciudad —alegó Seldon.
—No. No quiere hacerlo. Se va a casa ahora.
—Lo siento. No quiero —sonrió Seldon.
El joven miró a su colega.
—¿Te gusta su traje, Marbie?
Y Marbie habló por primera vez:
—No. Es repugnante. Me produce náuseas.
—No podemos permitir que vaya revolviendo estómagos, Marbie. No es bueno para la salud de la gente.
—No, Alem, de ningún modo.
Alem sonrió.
—Bien, ya ha oído lo que Marbie ha dicho.
De pronto, Hummin habló:
—Oídme bien vosotros, Alem y Marbie —dijo—, si ésos son vuestros nombres. Ya os habéis divertido bastante. ¿Por qué no os vais?
Alem, que se hallaba algo inclinado sobre Seldon, se enderezó y se volvió.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—A ti qué le importa —saltó Hummin.
—¿Es de Trantor? —preguntó Alem.
—Tampoco te importa.
Alem frunció el ceño.
—Va vestido como un trantoriano. No estamos interesados en usted, así que no se busque problemas.
—Pienso quedarme. Lo cual significa que somos dos. Dos contra dos no parece ser el tipo de pelea que os guste a vosotros. ¿Por qué no os marcháis y vais en busca de algún amigo que os ayude contra dos personas?
—Realmente creo que usted debería alejarse mientras pueda, Hummin. Es muy amable por su parte tratar de ayudarme, pero no quiero que éstos le hagan daño.
—No son peligrosos, Seldon. Sólo lacayos de medio pelo.
—¡Lacayos!
La palabra pareció enfurecer a Alem, de modo que Seldon pensó que su significado debía ser más insultante en Trantor que en Helicon.
—Ven, Marbie —gruñó Alem—, ocúpate tú del otro hijo de lacayo y yo arrancaré la ropa a este Seldon. Es el que buscamos. Ahora…
Sus manos se tendieron de pronto para agarrar a Seldon por las solapas y ponerle en pie de un tirón. Seldon se apartó instintivamente al parecer, y su silla se inclinó hacia atrás, Agarró las manos que se tendían hacia él y levantó el pie mientras la silla caía.
De repente, Alem saltó por encima de su cabeza, retorciéndose al hacerlo, y cayó con fuerza sobre el cuello y espalda, detrás de Seldon.
Éste se volvió, pero permaneció en pie mirando hacia Alem; luego, se volvió rápidamente en busca de Marbie.
Alem yacía inmóvil, con el rostro contraído por el dolor. Tenía los pulgares retorcidos, un dolor tremendo en la ingle y la columna vertebral duramente golpeada.
El brazo izquierdo de Hummin había agarrado a Marbie por el cuello, por detrás, mientras el derecho tiraba del brazo derecho del otro doblándoselo en un ángulo extraño. El rostro de Marbie estaba rojo mientras se esforzaba inútilmente por respirar. Una navaja, con un pequeño láser incorporado, estaba en el suelo, entre ellos.
Hummin aflojó su llave ligeramente y dijo, con sincero aire preocupado:
—Lo has dejado malparado.
—Me temo que sí —asintió Seldon—. Si llega a caer de otro modo, se hubiera partido el cuello.
—¿Qué clase de matemático eres? —preguntó Hummin.
—Uno de Helicon. —Se inclinó para recoger la navaja y, después de examinarla, comentó—: Repugnante…, y mortífera.
—Una hoja corriente haría un buen trabajo sin necesidad de la fuente de energía… Pero dejemos que estos dos se marchen, dudo mucho que tengan ganas de continuar.
Soltó a Marbie, que se frotó el hombro y luego el cuello. Jadeando en busca de aire, volvió sus ojos cargados de odio hacia ambos hombres.
Hummin ordenó:
—Mejor será que os vayáis cuanto antes de aquí. De lo contrario, tendremos que denunciaros por asalto e intento de asesinato. Esta navaja será fácil de identificar.
Seldon y Hummin contemplaron cómo Marbie ayudaba a Alem a ponerse en pie y le sostenía mientras se alejaba, todavía encorvado por el dolor. Volvieron la cabeza una o dos veces, pero Seldon y Hummin permanecieron impasibles.
Seldon tendió la mano a Hummin.
—¿Cómo puedo agradecerte el haber ayudado a un desconocido contra dos atacantes? Dudo que yo solo hubiera podido librarme de los dos.
Hummin levantó la mano en señal de protesta.
—No me daban miedo. No son más que dos lacayos matones. Lo único que tuve que hacer fue ponerles la mano encima…, lo mismo que tú.
—Pero tienes una llave peligrosa —murmuró Seldon.
—También tú —dijo Hummin, que se encogió de hombros—. Vamos, es mejor que salgamos de aquí. —Sin cambiar de tono dijo—: Estamos perdiendo el tiempo.
—¿Por qué tenemos que irnos? ¿Tienes miedo que vuelvan esos dos?
—No volverán en la vida. Pero puede que alguno de esos valientes que han salido del parque con tanta rapidez, en su afán de evitarse un espectáculo desagradable, haya alertado a la Policía.
—Estupendo, Tenemos los nombres de los gamberros, y podemos describirles a la perfección.
—¿Describirles? ¿Y para qué iba a querer la Policía su descripción?
—Nos han asaltado…
—No seas tonto. No tenemos ni un arañazo. Ellos son virtualmente carne de hospital, sobre todo Alem. Nosotros seríamos los acusados.
—Pero eso es imposible. La gente ha sido testigo de que…
—No llamarían a nadie…, Seldon, métetelo en la cabeza. Esos dos vinieron a buscarte…, a ti, específicamente. Les dijeron que llevabas ropas de Helicon y te describieron con todo detalle. Quizás incluso les mostraron tu holografía. Sospecho que fueron enviados por la gente que controla a la Policía, así que no nos quedemos aquí ni un minuto más.
Hummin echó a andar rápidamente, con la mano cerrada sobre el brazo de Seldon. Éste encontró imposible desprenderse de ella y, sintiéndose como un niño en manos de una niñera impetuosa, lo siguió.
Se metieron en una galería y, antes de que los ojos de Seldon se acostumbraran a la penumbra, oyeron el chirriar de los frenos de un coche.
—Ahí están —murmuró Hummin—. Más deprisa, Seldon. —Saltaron a un corredor mecánico y se perdieron entre la multitud.
Seldon había tratado inútilmente de persuadir a Hummin de que le llevara a la habitación de su hotel, pero aquél no quiso hacerle caso.
—¿Estás loco? —preguntó a media voz—. Los tienes allí, esperándote.
—Pero todas mis cosas también están allí, esperándome.
—Pues tendrán que seguir allí.
Se hallaban en una pequeña habitación, en un agradable edificio de apartamentos que podía encontrarse en cualquier lugar, por lo que a Seldon se refería. Miró a su alrededor. La mayor parte de la estancia estaba ocupada por una mesa y una silla, una cama y una computadora de salida. No había ni cocina, ni lavabo de ningún tipo, aunque Hummin le había indicado un lavabo comunal en el vestíbulo. Alguien había entrado, antes de que Seldon hubiera terminado del todo, echando una breve y curiosa mirada a la ropa de Seldon, más que al propio Seldon, para luego desviar la vista.
Seldon se lo comentó a Hummin, quien sacudió la cabeza e insistió:
—Debemos deshacernos de tu ropa. Es una pena que Helicon esté tan pasado de moda…
—¿Cuánto de todo esto es producto de tu imaginación, Hummin? —protestó Seldon con impaciencia—. Me tienes medio convencido y a lo mejor no es más que una especie de…, de…
—¿Estás buscando la palabra «paranoia»?
—Pues sí, en efecto. Puede que no se trate más que de tu paranoica imaginación.
—Piensa un poco, ¿quieres? No puedo discutirlo matemáticamente, pero tú has visto al Emperador. No lo niegues. Él quería algo de ti, y no se lo has dado. Tampoco lo niegues. Sospecho que los detalles del futuro son lo que él desea y tú se los has negado. Quizá Demerzel piensa que simulabas no tener detalles…, porque te reservas para un mejor postor, o para alguien que apuesta por ti. ¿Quién sabe? Te he dicho que si Demerzel quiere cogerte, te encontrará, estés donde estés. Te lo comenté antes de que aquella pareja de matones apareciera en escena. Soy periodista y trantoriano. Sé cómo funcionan las cosas aquí. En un momento dado, Alem dijo: «Éste es el que buscamos», ¿te acuerdas?
—Resulta que sí, me acuerdo.
—Para él, yo era sólo el «otro hijo de lacayo» que debían apartar mientras él se dedicaba al verdadero encargo de atacarte.
Hummin se sentó en la silla y señaló la cama.
—Échate, Seldon. Ponte cómodo. Quienquiera que enviara a la pareja… (debió de ser Demerzel en mi opinión), puede enviar a otros, así que debemos deshacernos de toda tu ropa. Creo que cualquier otro heliconiano de este sector, descubierto con ropas de su mundo, lo pasará mal hasta que pueda demostrar que no se trata de ti.
—¡Venga ya!
—Lo digo en serio. Tendrás que desnudarte y las atomizaremos…, si podemos llegar lo bastante cerca de una unidad de eliminación sin ser vistos. Antes de que lo hagamos habré de conseguirte un equipo trantoriano. Eres un poco más bajo que yo y tendré que recordarlo. Si no te cae demasiado bien, no importa…
—No tengo créditos para pagarlo —protestó Seldon—. No los llevo encima. Todo lo que poseo, y no es mucho, se halla en mi caja fuerte del hotel.
—Nos preocuparemos de eso en otro momento. Deberás permanecer aquí una o dos horas mientras yo voy en busca de la ropa necesaria.
Seldon abrió los brazos y suspiró con resignación.
—Está bien. Si tan importante es, esperaré.
—¿No intentarás regresar a tu hotel? ¿Palabra de honor?
—Palabra de matemático. Pero estoy realmente avergonzado por todas las molestias que te tomas por mí. Y el gasto. Después de todo lo que me has dicho de Demerzel, creo que, en realidad, no venían a lastimarme o raptarme. Con lo único que me amenazaron fue con arrebatarme la ropa.
—En absoluto. También iban a llevarte al espaciopuerto y meterte en una nave con destino a Helicon.
—Pero ésa fue una amenaza tonta…, que yo no podía tomarme en serio.
—¿Por qué no?
—Pues porque me voy a Helicon. Se lo dije a ellos. Me voy mañana.
—¿Sigues pensando marcharte mañana? —preguntó Hummin.
—Desde luego. ¿Por qué no?
—Hay enormes razones de por qué no.
—Venga, Hummin —se enfadó Seldon—, no puedo seguir jugando este juego. He terminado aquí y quiero volver a casa. Mis billetes están en la habitación del hotel. De no ser así, intentaría canjearlos por un viaje para hoy. Lo digo en serio.
—No puedes volver a Helicon.
—¿Por qué no? —exclamó, enfurecido—. ¿Es que también estarán esperándome allí?
Hummin asintió.
—No te sulfures, Seldon. También te esperaban allí. Escúchame. Si te vas a Helicon es lo mismo que ponerte en manos de Demerzel. Helicon es un territorio Imperial, bueno, seguro. ¿Se ha rebelado Helicon alguna vez? ¿Ha seguido, alguna vez, la bandera de algún anti-Emperador?
—No, no lo ha hecho…, y por una razón. Está rodeado por mundos mayores. Depende de la paz Imperial para su seguridad.
—¡Exactamente! Por lo tanto, las fuerzas Imperiales de Helicon pueden contar con la plena cooperación del Gobierno local. Estarías sometido a una estrecha vigilancia en todo momento. En cualquier momento en que Demerzel te reclamara, podría apoderarse de ti. Y, excepto por el hecho de que ahora te estoy poniendo en guardia, no sabrías nada de esto y trabajarías con plena libertad, lleno de falsa seguridad.
—¡Es ridículo! Si me quería en Helicon, ¿por qué no me dejó simplemente en paz? Mañana me marchaba. ¿A santo de qué enviarme esos dos gamberros para apresurar mi marcha en unas horas y correr así el riesgo de ponerme sobre aviso?
—¿Y por qué le iba a hacer pensar que te ponía sobre aviso? Ignoraba que yo estaría contigo, sumiéndote en lo que llamas «mi paranoia».
—Incluso sin la cuestión de ponerme sobre aviso, ¿a qué tanto jaleo para que saliera unas horas antes?
—Quizá porque pensaba que podías cambiar de idea.
—Y marcharme…, ¿a dónde, si no era a casa? Si podía cogerme en Helicon, podría cogerme en cualquier otra parte, en…, en Anacreon, por ejemplo, que está a unos buenos diez mil parsecs de distancia…, caso de que se me ocurriera ir allí. ¿Qué significa la distancia para las naves hiperespaciales? Incluso si encontrara un mundo no del todo dependiente de las fuerzas Imperiales como es Helicon, ¿qué mundo está ahora en rebeldía? El Imperio se halla en paz. Aunque algunos mundos se encuentren resentidos, todavía debido a las injusticias del pasado, ninguno va a desafiar a las fuerzas armadas Imperiales para protegerme. Además, en ninguna parte, salvo Helicon, seré un ciudadano local y ni siquiera se tendría en cuenta el principio de ayudar a mantener el Imperio a raya.
Hummin le escuchaba, paciente, asintiendo ligeramente con la cabeza, pero con la expresión tan grave y tan imperturbable como siempre.
—Tu razonamiento es bueno, por ahora —observó—, pero hay un mundo que no está realmente sometido al control del Emperador. Eso es, creo, lo que más preocupa a Demerzel.
Seldon se quedó pensativo, repasando la historia reciente y encontrándose incapaz de elegir un mundo en el que las fuerzas Imperiales no pudieran actuar.
—¿Qué mundo es ése? —preguntó al fin.
—Te encuentras en él, lo cual, precisamente, hace el asunto tan peligroso a los ojos de Demerzel, me figuro. No es tanto el que esté deseando que vuelvas a Helicon, sino que está ansioso por hacerte marchar de Trantor antes de que se te ocurra quedarte por cualquier razón, aunque sólo fuera la turística.
Ambos guardaron silencio unos minutos.
—¡Trantor! —comentó Seldon con sarcasmo—. La capital del Imperio, con la base de la flota en una estación espacial en órbita a su alrededor, y con las mejores unidades del Ejército acuarteladas aquí. Si crees que Trantor es el mundo seguro, estás progresando de paranoia a fantasía absoluta.
—No. Tú eres el Mundo Exterior, Seldon. No sabes lo que es Trantor. Es cuarenta mil millones de personas y hay pocos otros mundos con siquiera la décima parte de esa población. Se trata de un complejo tecnológico y cultural inimaginable. Donde nos encontramos ahora, es el Sector Imperial…, con el más alto nivel de vida de la Galaxia y enteramente poblado de funcionarios Imperiales. Pero en cualquier otra parte del planeta hay más de ochocientos sectores, alguno de ellos con subculturas diferentes por completo de la que tenemos aquí e intocables la mayoría de ellos por parte de las fuerzas Imperiales.
—¿Por qué intocables?
—El Imperio no puede ejercer fuerza efectiva contra Trantor. Hacerlo así, equivaldría a desplazar una faceta u otra de la tecnología en que el planeta entero está apoyado. La tecnología se encuentra tan interrelacionada que el hacer saltar una de las interconexiones sería tanto como desmantelar el conjunto. Créeme, Seldon, nosotros, los de Trantor, observamos lo que ocurre cuando hay un terremoto que evita ser detenido, una erupción volcánica que no puede apagarse a tiempo, una tormenta que no se desvía o, simplemente, un error humano no detectado. El planeta se tambalea y hay que hacer hasta el último esfuerzo para que el equilibrio se restablezca en el acto.
—Jamás he oído tal cosa.
Una sonrisa fugaz iluminó el rostro de Hummin.
—¡Claro que no! ¿Quieres acaso que el Imperio anuncie la debilidad de su médula? Sin embargo, como periodista, sé todo lo que ocurre y que los Mundos Exteriores ignoran, incluso cuando gran parte de Trantor lo ignora también, incluso cuando la presión Imperial se esfuerza por ocultar los acontecimientos. ¡Créeme! El Emperador sabe…, y Eto Demerzel sabe…, aunque tú no lo sepas, que perturbar a Trantor puede destruir el Imperio.
—Entonces, ¿sugieres que me quede en Trantor por esta razón?
—Sí. Puedo llevarte a un lugar de Trantor donde te encontrarás a salvo de Demerzel. No tendrás que cambiar tu nombre, podrás operar abiertamente, y no te tocará. Por eso, él quería obligarte a salir de Trantor de inmediato; de no haber sido por ese juego del destino que nos ha reunido y por tu sorprendente habilidad para defenderte, lo habría conseguido.
—Pero, ¿cuánto tiempo tendré que permanecer en Trantor?
—Mientras tu seguridad lo requiera, Seldon. Tal vez el resto de tu vida.
Hari Seldon contempló su holografía proyectada por el dispositivo de Hummin. Era más impresionante y útil de lo que hubiera sido un espejo. En realidad, parecía como si en la habitación hubiera dos Seldon.
Éste se fijó en la manga de su nueva vestidura. Su personalidad heliconiana le hacía desear que los colores fueran menos brillantes, pero estaba agradecido a Hummin, que había elegido colores más apagados de lo que era habitual en ese mundo. (Seldon recordó las ropas que llevaban sus dos atacantes y se estremeció interiormente).
—Y supongo que tendré que usar este sombrero —murmuró.
—En el Sector Imperial, sí. Aquí, circular con la cabeza descubierta es de baja categoría. En otros sectores, las reglas son diferentes.
Seldon suspiró. El sombrero redondo estaba hecho de un material blando y se adaptaba a su cabeza al ponérselo. Toda el ala tenía la misma anchura alrededor, pero era más estrecha que en los sombreros que llevaban sus atacantes. Seldon se consoló al observar que cuando llevaba el sombrero el ala se curvaba graciosamente.
—Pero no tiene barboquejo.
—Por supuesto. Eso es para los pisaverdes que van a la última.
—¿Para los qué?
—Un pisaverde es alguien que lleva las cosas por su valor de impacto. Estoy seguro de que en Helicon también tenéis jóvenes así.
—Los hay que llevan el pelo hasta el hombro por un lado y afeitado por el otro —rió al recordarlo.
—Supongo que parecerá indeciblemente feo —murmuró Hummin conteniendo la sonrisa.
—Peor. Hay partidarios del lado derecho y partidarios del izquierdo, y cada uno encuentra horrenda la versión del otro. Los dos grupos suelen organizar luchas callejeras.
—Entonces, creo que podrás soportar el sombrero, en especial sin el barboquejo.
—Me acostumbraré —comentó Seldon.
—Llamará algo la atención. En primer lugar, porque es discreto y te hace parecer que estás de luto. Y porque no encaja del todo. También lo llevas con evidente malestar. No obstante, pasaremos poco tiempo en el Sector Imperial… ¿Te has visto bien ya? —Y el hológrafo se apagó.
—¿Cuánto te ha costado todo esto? —preguntó Seldon.
—¿Qué importa?
—Me molesta estar en deuda contigo.
—No te preocupes. Ha sido cosa mía. Pero llevamos demasiado tiempo aquí. Habrán dado mi descripción, estoy seguro. Me identificarán y vendrán aquí por mí.
—En ese caso, el dinero que has gastado tiene poca importancia. Te estás poniendo en peligro por mi causa. En peligro personal.
—Lo sé. Pero lo he elegido con entera libertad y sé cuidarme.
—Pero, ¿por qué…?
—Más tarde discutiremos la filosofía del caso… He atomizado tus ropas, por cierto, y no creo que me hayan visto. Hubo, claro, un aumento de energía, y quedará registrado. Alguien podría deducir lo que ha ocurrido, mas…, resulta difícil ocultar cualquier acción cuando hay ojos que vigilan y mentes despiertas. Esperemos hallarnos lejos y a salvo cuando ellos consigan sumar dos y dos.
Anduvieron por calles donde la luz era suave y amarilla. Los ojos de Hummin iban de un lado a otro, vigilantes, y mantuvo el paso a la misma velocidad de los demás peatones, ni adelantando, ni dejándose adelantar.
Mantenía una conversación indiferente, pero fluida, sobre tópicos insustanciales. Seldon, agitado e incapaz de hacer lo mismo, dijo:
—Parece haber muchos peatones por aquí. Hay filas interminables en ambas direcciones y en los cruces.
—¿Por qué no? —contestó Hummin—. Andar es el mejor modo de transporte en las distancias cortas, el más conveniente, más barato y más sano. Incontables años de avances tecnológicos no han podido cambiar esto… ¿Eres acrofóbico, Seldon?
Seldon miró por encima de la barandilla a su derecha, hacia un profundo declive que separaba las dos vías peatonales…, cada una en dirección opuesta entre los cruces espaciados con regularidad. Se estremeció de manera involuntaria.
—Si te refieres al temor de las alturas, por lo general, no. Pero mirar hacia abajo no resulta nada agradable. ¿Hasta dónde desciende?
—En este punto, creo que cuarenta o cincuenta niveles. Este tipo de corte es corriente en el Sector Imperial y en algunas otras regiones con un alto desarrollo. En muchos lugares se circula a lo que podríamos considerar el nivel del suelo.
—Imagino que esto fomentará los intentos de suicidio.
—Raramente. Hay métodos mucho más sencillos. Además, el suicidio no es una deshonra en Trantor. Uno puede acabar con su vida por diversos métodos reconocidos, en centros que existen a ese respecto…, si uno está dispuesto a someterse primero a cierta psicoterapia. Hay algún que otro accidente, por supuesto, pero ha sido por esto que te he preguntado acerca de la acrofobia. Nos dirigimos a una parada de taxis donde me conocen como periodista. Les he hecho algunos favores y, a veces, ellos me los devuelven. Se olvidarán de consignarme y no se fijarán en que viajo con un acompañante. Por supuesto, pagaré una buena prima y, también por supuesto, si la gente de Demerzel ejerce demasiada presión sobre ellos, tendrán que decir la verdad y achacar su fallo a una contabilidad descuidada, pero eso puede llevar un tiempo considerable.
—¿A santo de qué viene lo de la acrofobia?
—Pues porque podemos llegar allí mucho más deprisa si vamos en un ascensor gravítico. Poca gente lo utiliza y debo confesarte que, a mí, tampoco la idea me hace mucha gracia, pero si crees poder soportarlo, deberíamos tomarlo.
—¿Qué es un ascensor gravítico?
—Es experimental. Puede que llegue el día en que se difunda por Trantor, siempre y cuando resulte psicológicamente aceptable…, o pueda hacerse así para transportar bastante público. Entonces, quizá se extienda también a otros mundos. Es un hueco de ascensor sin cabina, por decirlo de algún modo. Entramos en el espacio vacío y bajamos despacio, o nos elevamos despacio, por la influencia de la antigravedad. Es, probablemente, la única aplicación de la antigravedad establecida hasta ahora, sobre todo porque es la más simple aplicación posible.
—¿Y qué ocurre si la energía falla mientras viajamos en él?
—Exactamente lo que estás pensando. Nos caeremos y, a menos que nos encontremos muy cerca del suelo…, moriremos. No he oído decir que haya ocurrido, y, créeme, yo estaría enterado si hubiera ocurrido. No podríamos dar la noticia por razones de seguridad, que es la excusa que siempre nos ponen para ocultar las malas noticias, pero yo lo sabría. Ahí está, delante de nosotros. Si no te atreves, no lo haremos, pero los corredores mecánicos son lentos, aburridos, y, después de un rato, acaban mareándole a uno.
Hummin pasó un cruce por alto y penetró en una gran entrada donde esperaban, en cola, hombres y mujeres, algunas con niños.
—En mi tierra no he oído hablar de esto —dijo Seldon en voz baja—. Claro que nuestros propios medios de comunicación son locales, pero, ¿no crees que se mencionaría una cosa así si existiera?
—Se trata de algo estrictamente experimental y está confinado al Sector Imperial. Gasta más energía de lo que vale, así que el Gobierno no está muy interesado en impulsarlo, por ahora, dándole publicidad. El viejo Emperador, Stanel VI, el anterior a Cleon, que sorprendió a todos muriendo en su cama, insistió en que se instalara en algunos puntos. Quería ver su nombre asociado a la antigravedad, dicen, porque le preocupaba el lugar que ocuparía en la Historia, como suelen hacer, con frecuencia, ciertos ancianos con pocas luces. Como te he dicho, la técnica puede divulgarse pero, por el contrario, es posible que de todo ello no salga nada más que el ascensor gravítico.
—¿Qué querían que saliera de ello? —preguntó Seldon.
—Vuelo espacial antigrav. Pero exigiría muchas rupturas y la mayoría de los físicos, por lo que he oído, están firmemente convencidos de que esto no puede realizarse… Aunque también hubo muchos antes que creyeron que incluso los ascensores gravíticos tampoco podrían conseguirse.
La cola que tenían delante iba acortándose y Seldon se encontró con Hummin al borde del piso, con una abertura a sus pies. El aire, delante de ellos, brillaba tenuemente. En un acto maquinal, alargó la mano y experimentó un ligero choque. No resultó doloroso, pero retiró la mano de inmediato.
—Es una precaución elemental para evitar que nadie traspase el umbral antes de que se activen los controles —refunfuñó Hummin, y marcó unos números en el panel de control, con lo que el brillo se extinguió.
Seldon miró por encima del borde, hacia la profundidad del hueco.
—Te parecerá mejor…, o más fácil, si nos cogemos del brazo y tú cierras los ojos —explicó Hummin—. No tardaremos más de unos segundos.
En realidad, no dio ninguna opción a Seldon. Le cogió del brazo y, por segunda vez, no pudo desprenderse de aquella mano firme. Hummin penetró en el vacío y Seldon (que se oyó, con gran vergüenza, emitir una queja apagada) entró por el tirón.
Cerró los ojos con fuerza y no experimentó ninguna sensación de caída, ni sintió el movimiento del aire. Pasaron unos segundos y le empujaron hacia delante. Dio un traspié, recuperó el equilibrio y se encontró en tierra firme. Abrió los ojos.
—¿Lo hemos conseguido?
—No estamos muertos —respondió secamente Hummin y comenzó a andar sin soltar a Seldon, que se vio obligado a seguirle.
—Quiero decir que si hemos llegado al nivel previsto.
—Desde luego.
—¿Qué podría ocurrir si cuando nosotros bajábamos alguien más estaba subiendo?
—Hay dos vías separadas. En una, todo el mundo baja a la misma velocidad; en la otra, todos suben a la misma velocidad. El hueco se despeja solamente cuando no hay gente a una distancia de diez metros. Así, si todo funciona bien, no hay peligro de colisión.
—No he sentido nada.
—¿Por qué ibas a sentirlo? No hubo aceleración. Después de la primera décima de segundo, ibas a una velocidad constante y el aire de tu inmediata vecindad bajaba contigo a la misma velocidad.
—¡Maravilloso!
—Por completo. Pero antieconómico. Y no parece que haya grandes presiones para aumentar la eficiencia del procedimiento y volverlo rentable. Por todas partes se oye lo mismo: «No podemos hacerlo», «No puede hacerse». Esto lo aplican a todo. —Hummin se encogió de hombros visiblemente irritado y añadió—: Pero ya estamos en la parada de taxis. Sigamos.
Seldon trató de pasar inadvertido, mas le resultó muy difícil. Parecer ostentosamente invisible…, deslizarse, volver el rostro cuando alguien pasaba, estudiar con excesiva atención uno de los vehículos…, era, indudablemente, la mejor forma de llamar la atención. El modo de comportarse debía ser asumir una inocente normalidad.
Pero, ¿qué era la normalidad? Se sentía incómodo dentro de aquella ropa. No llevaba bolsillos, de modo que no tenía donde meter las manos. Las dos bolsas, que colgaban de su cinturón, a cada lado, le molestaban porque le iban golpeando al andar, al extremo de pensar continuamente que alguien le había empujado.
Trató de mirar a las mujeres que pasaban. No llevaban bolsos, por lo menos él no veía ninguno, pero portaban algo parecido a una cajita que, de tanto en tanto, adherían a una u otra cadera por medio de algún sistema que no supo descubrir. «Quizás algo pseudomagnético», se dijo. Las ropas que llevaban no eran nada reveladoras, notó decepcionado, y ninguna de ellas iba escotada, aunque algunos trajes parecían diseñados para realzar las nalgas.
Entretanto, Hummin había estado muy ocupado. Después de presentar los créditos necesarios, regresó con la pieza de cerámica superconductora que activaría un determinado taxi aéreo.
—Sube, Seldon —le dijo, señalando un pequeño vehículo de dos plazas.
—¿Has tenido que firmar con tu nombre, Hummin?
—Claro que no. Me conocen bien y se dejan de formalidades conmigo.
—¿Qué creen que estás haciendo?
—Ni me lo han preguntado ni yo he ofrecido información. —Metió la pieza en su ranura y Seldon notó una leve vibración al ponerse en marcha el taxi aéreo.
—Vamos hacia D-7 —explicó Hummin por decir algo.
Seldon ignoraba lo que significaba D-7, pero supuso que se trataría de una ruta o algo parecido.
El aerotaxi se abrió camino entre y alrededor de otros vehículos y, al fin, enfiló una rampa lisa y ganó velocidad. Luego, con una ligera sacudida, despegó.
Seldon, que se había visto automáticamente amarrado por una especie de red, se sintió empujado primero contra el asiento y después contra la red.
—Esto no se parece a la antigravedad —comentó.
—No lo es. Se trata de un pequeño reactor. Lo bastante potente para llevarnos hasta los tubos.
Lo que aparecía ahora ante ellos era como un acantilado lleno de aberturas, parecidas a cuevas, similar a un tablero de ajedrez. Hummin maniobró hacia la abertura D-7, esquivando otros aerotaxis que también se dirigían hacia otros túneles.
—Podrías chocar con facilidad —musitó Seldon, aclarándose la garganta.
—Y es probable que lo hiciera si todo dependiera de mis sentidos y reacciones, pero el taxi lleva una computadora y ésta actúa en mi lugar sin el menor problema. Lo mismo es válido para los otros taxis… Vamos allá.
Se metieron en D-7 como si hubieran sido aspirados y la luz brillante de la abierta plaza exterior se dulcificó, volviéndose de un cálido tono amarillento.
Hummin soltó los controles y se recostó en su asiento.
—Una etapa superada hasta ahora con éxito —dijo, respirando profundamente—. Podían habernos detenido en la estación. Aquí nos hallamos casi seguros.
La carrera era tranquila y las paredes del túnel pasaban a toda velocidad. Casi no había ruido, sólo un aterciopelado zumbido a medida que el taxi avanzaba.
—¿A qué velocidad vamos? —quiso saber Seldon.
Hummin echó un vistazo al tablero.
—A trescientos kilómetros por hora.
—¿Propulsión magnética?
—Sí. También la tendréis en Helicon, me supongo.
—Sí. Una línea. No he circulado nunca por ella aunque siempre he deseado hacerlo. No obstante, no creo que se parezca a ésta.
—Seguro que no. Trantor dispone de millares de kilómetros de esos túneles, perforando la tierra en la subsuperficie y otro número que serpentea por debajo del océano, donde hay poco fondo. Es el sistema principal de viajar a larga distancia.
—¿Cuánto tardaremos?
—¿Para llegar a nuestro destino inmediato? Poco más de cinco horas.
—¡Cinco horas! —exclamó Seldon, abatido.
—No te preocupes. Cada veinte minutos o así pasaremos junto a áreas de descanso, en ellas podemos parar, salir del túnel, estirar las piernas, comer, o ir al lavabo. Pero me gustaría hacer eso lo menos posible, claro.
Continuaron en silencio y, de pronto, Seldon se sobresaltó cuando observó un resplandor a su derecha, por unos segundos, y en el destello creyó ver dos aerotaxis.
—Era un área de descanso —aclaró Hummin en respuesta a la pregunta no formulada.
—¿Voy a estar realmente a salvo donde sea que me estés llevando?
—A salvo de cualquier movimiento descubierto por parte de las fuerzas Imperiales. Desde luego, si hablamos de un operador en solitario, espía, agente, asesino a sueldo, uno debe tener cuidado siempre. Como es lógico, te proporcionaré un guardaespaldas.
—¿Un asesino a sueldo? ¿Lo dices en serio? ¿Y por qué van a querer matarme?
—Estoy seguro de que Demerzel no lo desea. Sospecho que prefiere utilizarte a eliminarte. Pero otros enemigos pueden aparecer, o una desgraciada concatenación de acontecimientos. No puedes ir por la vida como si fueras un sonámbulo.
Seldon sacudió la cabeza y miró hacia otra parte. Pensaba que, sólo cuarenta y ocho horas antes, era un insignificante y virtualmente desconocido matemático del Mundo Exterior, feliz, con sólo pasar el tiempo que le quedaba recorriendo Trantor, admirando la enormidad del gran mundo con sus ojos de provinciano. Y ahora, al fin, se daba cuenta de ello, era un hombre buscado, acosado por las fuerzas Imperiales. La enormidad de la situación lo abrumaba, y se estremeció.
—¿Qué pasará contigo? ¿Y qué estás haciendo ahora mismo?
—Bueno, no sentirán ningún cariño por mí, supongo —musitó Hummin, pensativo—. Podrían abrirme la cabeza o volarme el pecho…, por medio de algún misterioso atacante.
Hummin lo dijo sin que le temblara la voz o se notara cambio alguno en su aspecto tranquilo, pero Seldon se acobardó.
—He llegado a creer que pensabas en que esto era lo que el destino te tenía reservado. No pareces estar…, no pareces preocuparte en absoluto.
—Soy un viejo trantoriano. Conozco este planeta como nadie. Conozco a mucha gente y muchos de ellos me están obligados y agradecidos. Me gusta pensar que soy astuto y difícil de engañar. En resumen, Seldon, estoy plenamente convencido de que puedo cuidar muy bien de mí mismo.
—Me alegra que sientas eso y espero que estés en lo cierto al pensar así, Hummin, pero lo que no me cabe en la cabeza es por qué te arriesgas de este modo. ¿Qué represento yo para ti? ¿Por qué ibas a correr el menor riesgo por un desconocido?
Hummin comprobó los controles, preocupado, y se volvió a mirar abiertamente a Seldon, con ojos firmes y graves.
—Quiero salvarte por la misma razón que el Emperador desea utilizarte…, por tus poderes de predicción.
Seldon sintió un profundo desaliento. Así que, después de todo, no se trataba de salvarle la vida. Era, simplemente, la desvalida y disputada presa de unos depredadores rivales.
—Nunca podré olvidar aquella comunicación en la Convención Decenal —barbotó, irritado—. He arruinado mi vida.
—No. No te precipites a conclusiones, matemático. El Emperador y sus funcionarios te quieren sólo por una razón, para que sus vidas sean más seguras. Les interesan tus conocimientos por lo útiles que pueden ser para salvar el poder del Emperador, conservarlo para su hijo, mantener los puestos, status, y dominio de sus funcionarios. Yo, por el contrario, sólo quiero tu poder en bien de la Galaxia.
—¿Hay, acaso, alguna diferencia? —estalló Seldon con acritud.
Y Hummin contestó, con un principio de rictus severo:
—Si no distingues la diferencia, tanto peor para ti. Los habitantes humanos de la Galaxia existían mucho antes de la subida al poder del Emperador que ahora gobierna, mucho antes de la dinastía que representa, mucho antes del propio Imperio. La Humanidad es infinitamente más vieja que el Imperio. Puede que incluso sea bastante más vieja que los veinticinco millones de mundos de la Galaxia. Hay leyendas que hablan de una época en que la Humanidad habitaba un solo mundo.
—¡Leyendas! —barbotó Seldon encogiéndose de hombros.
—Sí, leyendas, pero no veo razón alguna por la que no pudiera haber sido así en realidad, veinte mil años atrás, o más. Me figuro que la Humanidad no surgió de manera espontánea junto con los conocimientos del viaje hiperespacial. Estoy seguro de que hubo un tiempo en que la gente no podía viajar a velocidades superiores a la luz y, por esa razón, debían estar encerrados en un solo sistema planetario. Y si miramos hacia delante, en el tiempo, los humanos de los mundos de la Galaxia seguirán existiendo después de que tú y el Emperador estéis muertos, después de que todo su linaje llegue al fin y después de que las propias instituciones del Imperio se deshagan. En ese caso, no es tan importante preocuparse excesivamente de los individuos, del Emperador y del joven Príncipe Imperial. Ni siquiera es importante preocuparse por la mecánica del Imperio. ¿Qué será de los cuatrillones de personas que viven en la Galaxia? ¿Qué será de ellos?
—Presumo que el mundo, los mundos, y sus gentes subsistirán —dijo Seldon.
—¿No sientes la acuciante necesidad de ahondar en las posibles condiciones en las que seguirán viviendo?
—Es de suponer que continuarán como hasta ahora.
—Es de suponer. Pero, ¿podría saberse mediante el arte de predecir del que hablas?
—Lo llamo psicohistoria. En teoría, podría saberse.
—¿Y no sientes la necesidad de transformar esa teoría en práctica?
—Me gustaría, Hummin, pero el deseo de hacerlo no crea, de manera automática, la capacidad de conseguirlo. Dije al Emperador que la psicohistoria no podía transformarse en una técnica práctica y me veo obligado a decirte lo mismo a ti.
—¿Y no tienes ni siquiera la intención de tratar, alguna vez, de descubrir la técnica?
—En absoluto, como tampoco siento que deba intentar coger un montón de gravilla del tamaño de Trantor, contar sus piedras una a una y ordenarlas por tamaños de mayor a menor. Sabría que estaba haciendo algo que no podría llevar a cabo en toda una vida y no sería lo bastante loco para pretender hacerlo.
—¿Lo intentarías si conocieras la verdad sobre la situación de la Humanidad?
—Es una pregunta imposible. ¿Cuál es la verdad sobre la situación de la Humanidad? ¿Pretendes, acaso, conocerla?
—Sí, la conozco. Y en cinco palabras. —Los ojos de Hummin tornaron a mirar al frente, volviéndose fugazmente hacia el persistente vacío del túnel que los iba tragando, ensanchándose al pasar ellos y encogiéndose al quedar atrás. Entonces, sombrío, pronunció esas cinco palabras—: El Imperio Galáctico está muriendo.