Prólogo

Delva tenía un solo reino, o al menos así lo creía la inmensa mayoría de sus habitantes. Sin embargo, el Gran Reino de Hárkad, que era el nombre con el que se conocía, había sido anteriormente una tierra llena de reinos más pequeños, entre los cuales siempre hubo luchas, alianzas, pactos, traiciones e incluso grandes guerras. Sus límites eran todo el mundo conocido hasta entonces: hacia el este la Gran Muralla, una cordillera de picos altos que llegaban hasta los seis mil metros de altura, con sus cumbres eternamente nevadas, una auténtica pared rocosa que se había intentado franquear en multitud de ocasiones sin ningún éxito. La impresionante cadena montañosa se extendía más de mil doscientos kilómetros en sentido noroeste-sureste, con más de cien kilómetros de anchura que la hacían absolutamente inexpugnable. Los límites del sur los marcaba el río Neru, un ancho río de más de setecientos kilómetros de longitud que desembocaba en el golfo de Mármora, al otro lado del cual se extendían los desiertos del Settengo, una tierra yerma y requemada sin ninguna posibilidad de vida. Y al oeste y al norte, el Mar de Hárkad. Frente a las costas occidentales del reino, a unos ciento cincuenta kilómetros mar adentro la gran isla de Denwas y más allá el océano abierto sin ningún tipo de tierra a la vista; en el lejano y frío norte, entre la Gran Muralla y el mar, cerrando el único paso por tierra, el salvaje, bravo e infranqueable río Nístiak. Un reino verde y prácticamente llano con ríos, lagos, ciudades, montañas y sobre todo historia.

Las ciudades que formaban el Gran Reino de Hárkad eran: Mármora, la gran capital del sur, según sus cronistas la segunda ciudad más antigua del reino, la capital cultural, conocida también como la Morada del Príncipe; Léstora, la ciudad marinera, asentada sobre las ruinas de Gali, la ciudad de los pantanos; Xamin, la ciudad rebelde; Dapur, la ciudad de la abundancia, hogar de comerciantes construida sobre la Encrucijada que degeneró en la guarida de ladrones y asesinos más grande del reino; Cumia, la ciudad libre, fundada por comerciantes honrados de Dapur; Yíldiz, la colonia minera de Barintia; Denwas; la isla de Léstora y, finalmente, la capital del reino que era la ciudad de Barintia, situada al norte de la Gran Llanura, en la desembocadura del Arimán. Sin embargo la urbe de Barintia había poseído sus propias tierras, mucho más pequeñas, antes que Íler Ármitac, el gran rey, uniese todas las ciudades de la Llanura bajo una sola corona; tampoco había sido la ciudad más populosa y próspera de Hárkad, sin embargo los intrincados caminos del destino y la mano hábil de sus gobernantes habían hecho que se impusiese sobre las demás ciudades y reinos.

Nevaba con intensidad. Hacía un frío corrosivo y todos aquellos que no llevaban la cara protegida probaban la dureza de aquel viento invernal. Habían salido de la ciudad aquella misma mañana, siguiendo siempre el camino hacia las altas montañas del este, por en medio del bosque, y hasta entonces, prácticamente oscuro, no había cesado aquel helado viento del norte. Parecía como si quisiese recordar, a todos los que formaban aquel cortejo funerario, quién mandaba en aquellas tierras, ahora que el rey había muerto.

Eran tradición y costumbre, rígidamente observadas, que cuando el rey moría tenía que ser enterrado en las Colinas de los Reyes, allí donde, desde el inicio del linaje de los Ármitac, siempre se habían enterrado los reyes de aquella tierra.

La tumba no era más que un túmulo, señalizado por un círculo de piedras dispuestas en vertical. Un pasadizo excavado en el interior acababa en una pequeña cámara funeraria, ricamente decorada con pinturas, en el centro de la cual descansaba un féretro de piedra, donde amortajado, el rey habría de encontrar el descanso eterno, rodeado de los utensilios más guerreros que había usado en vida: su espada y el caballo que había sido sacrificado dos días antes, cuando se empezaron los preparativos del entierro.

El rey, ahora muerto, había vivido años atrás en una residencia lo bastante apartada del lugar donde había de ser enterrado; tal vez por no tener que recordar el emplazamiento donde acabarían sus restos, en un vano intento de eludir el destino, o quizás porque quería alejar de su mente la profecía de la que fue víctima tres días después de su nacimiento. Una vieja curandera, conocida por aquellas tierras y reconocida por su eficacia en la corte del antiguo rey, forjó con duras palabras de fuego el corazón de todos aquellos que estaban presentes en el castillo real el día de la presentación al pueblo del, entonces, príncipe infante.

La noche antes de la presentación, la tranquilidad que había en la pequeña y humilde cabaña de la curandera de la corte, se vio rota a causa de la irrupción de varios mercenarios que penetraron violentamente en el interior. La nieta de la vieja mujer, una niña muy pequeña, tuvo tiempo de esconderse en un pequeño armario de la cocina y, desde allí, ser testigo de lo que acontecía.

—No nos hagáis daño, por favor —imploraba la vieja entre sollozos.

—¿Dónde está tu familia? ¡Vieja bruja, contesta!

—No lo sé, estoy sola.

—¡Ja!, mientes —interrumpió con desprecio el cabecilla de los mercenarios.

—No, ya os lo he dicho —sollozaba de nuevo—, no nos hagáis daño, os lo suplico…

—¿Hagáis…? Tranquila anciana. No hemos venido a matar a nadie… —y la miró directamente a los ojos—, de momento. ¿Sabes leer?

—Sí.

—Entonces apréndete esto —mostrándole un viejo papel—, y mañana, en medio de la fiesta que se celebrará en el castillo, en honor del joven príncipe, dices ante el rey lo que aquí hallarás escrito. Si te niegas —se sacó la espada y le puso la punta de ésta en el cuello de la aterrada curandera— o haces mal tu papel, no pasarán más de dos días que, tú y tu nieta, no tendréis lugar seguro en ninguna ciudad de Hárkad. ¿Entendido?

—Pero…

—No preguntes, ¡obedece! Tal vez dentro de unos años comprendas.

—¿Qué? —preguntó ella con atrevida curiosidad.

El mercenario lanzó un último vistazo a la cabaña y, sin contestarle, dio media vuelta pero a una señal, sus hombres abrieron el armario donde se escondía la pequeña y la agarraron con suma facilidad.

—De momento nos quedaremos con la niña, tal vez te la devolvamos si haces bien el trabajo que te hemos encomendado.

Al instante todos salieron y se perdieron en la oscura noche dejando la duda de sí realmente todo aquello había sucedido. Sin embargo, sobre la mesa había la prueba de que nada había sido un espejismo: un trozo de papel con unas líneas mal escritas.

La vieja curandera se apresuró a estudiar ese corto texto después de cerrar la puerta de la cabaña.

A la mañana siguiente, la curandera de la corte real, invitada como estaba a la ceremonia del castillo, no tuvo ningún problema para acceder al salón del trono. Todo estaba engalanado para ser una gran fiesta, las banderas y los pendones de todas las ciudades del reino colgaban de lo más alto de los torreones del castillo y todos los habitantes que habían sido invitados, así como los nobles más importantes, vestían sus mejores galas. Tan solo la vieja Niali[1], la curandera, destacaba por lo viejo y raído de su vestimenta, pero como podía mostrar un salvoconducto sellado por el propio rey a quien servía, nadie osó despacharla y con temor, se puso en la cola para ofrecer sus presentes al príncipe que hacía tres días que acababa de nacer.

Después de un tiempo llegó ante el rey, e inclinándose hizo la pertinente reverencia. En su mente bullían las palabras aprendidas la noche antes en su cabaña, tenía los ojos enrojecidos por la noche pasada en vela, intentando no olvidar ninguna de las frases aprendidas para salvar la vida de su nieta. El rey le sonrió e hizo ademán para que se incorporase.

—Que nos traéis, noble Niali; con vuestra sabiduría, seguro que el joven príncipe disfrutará de una larga vida.

—Yo… —empezó temerosa la anciana— quisiera decir unas humildes palabras.

Y ante el rey y todos los que estaban atentos a sus palabras, forjó el destino del príncipe, y el suyo propio y el de muchos otros, pronunciando, de forma solemne y pausada, la siguiente profecía mientras se erguía sobre sí misma y levantaba la voz para que todos estuviesen bien seguros de haberla entendido:

—Ésta es la profecía más terrorífica que caerá jamás sobre los Ármitac. El joven príncipe no ha de conocer en este mundo el abrigo de las piedras sagradas; ni su linaje tendrá descendencia porque un joven sin el trono y con los tres objetos del poder…

No pudo terminar aquello que había empezado a decir, pues mientras se borraba la sonrisa de los reyes y de los que, poco a poco, hacían consciente aquello que estaban escuchando, un joven capitán, tal vez el más inexperto y el más celoso del cuidado de la vida del príncipe Íged Ármitac[2], que respondía con su propia vida de lo que pudiese acontecerle al infante, desenvainó su espada y le dio un golpe en el cuello a la anciana, que se desplomó como las palabras que acababa de pronunciar.

Las palabras proféticas cayeron como una enorme losa en el salón donde se celebraba la fiesta y dejó a todos los presentes sin habla durante unos largos e interminables instantes.

Sin embargo, después de la impresión inicial, y ante la vista de lo que había acontecido con la pobre anciana, enseguida empezaron las corredizas y el nerviosismo. El rey, Jalen Ármitac[3], se alzó entre la multitud histérica y dio una orden contundente:

—¡Cerrad las puertas del castillo! ¡Que nadie salga hasta que aclaremos todo esto!

Mas la posibilidad de interpretar el auténtico sentido de aquellas palabras muy pronto se escurrió, pues la vieja curandera yacía en el suelo sin hálito de vida.

—¡Maldito seas! —gritó el rey encolerizado al joven capitán—, has acabado con la vida de la única que podía explicar por qué ha lanzado semejante y funesta maldición a mi hijo. ¡Serás encarcelado, Íllow Kur[4]!

Durante su infancia, el entonces príncipe, cumplió con todas las obligaciones que el protocolo mandaba, estudió leyes, historia y lucha. Aprendió a montar y a usar las armas, mientras su madre atareada sin descanso, preocupada por la profecía, buscaba incansablemente, entre todos los hombres sabios, la solución al trozo de la predicción que hablaba de «los tres objetos de poder». De todos los hombres consultados solamente se extraía la misma información: después de una batalla muy importante, un joven poseedor de los tres objetos de poder haría todo lo posible para no dejar enterrar al rey en la Colina de los Reyes, y eso, según la tradición, y como rezaba la profecía, quería decir que se acabaría con el actual linaje de los Ármitac.

—Pero ¿quién sería este joven? ¿Y cuáles eran los tres objetos? —preguntaba la madre obsesiva e insistentemente.

Estas preguntas nunca obtenían respuesta. Pero el tiempo no cesó en su curso y una nueva desgracia cayó sobre los Ármitac. La hermana del rey, Nawla Ármitac[5], habiendo sido enviada a Dapur para completar su formación, desapareció misteriosamente. La madre del ya joven príncipe enloqueció y en su locura, causada por la búsqueda de su hija, murió en la más mísera de las enfermedades humanas: el olvido de quien había sido. Con su muerte, el rey Jalen envejeció apresuradamente y también abandonó ese mundo algunas semanas más tarde sin conseguir saber qué había sido de su hija. En cuanto el joven príncipe vio morir a sus progenitores y cumplió con la tradición, que nunca se había roto, de enterrarlos en el correspondiente túmulo preparado para la ocasión, él tuvo que marcharse a Barintia, la capital del reino y dejar atrás la ciudad del sur, la que había sido hasta entonces su casa. Su nuevo emplazamiento estaba situado en un peñasco, junto al mar, con unos acantilados impresionantes, dominando toda la ciudad y las cercanas casas de los nobles más ricos de Barintia; donde el océano se estrellaba con fuerza y donde siempre soplaba el viento del norte, un viento terriblemente frío, un viejo amigo del rey que habría de acompañarle hasta el fin de sus días. Deseoso siempre de volver a su ciudad de infancia y juventud, añorando las noches de clima cálido y suave, cuando subió al trono, Íged Ármitac, tercer rey del cuarto linaje de la ciudad de Barintia, señor de Mármora, Léstora y Yíldiz, dueño de la Gran Llanura de Hárkad, contaba con veintitrés años. Corría entonces la primavera del año 1446 de la fundación de Barintia y el hecho fue motivo de grandes festejos en todo el reino que se prolongaron durante una semana entera.

Nadie se acordaba de las palabras pronunciadas por la curandera, la vieja Niali, veintitrés años atrás, cuando el joven rey contaba con tres días de edad, pero era él el que según la profecía sería el último de su linaje, aunque ya contaba con un hijo, heredero al trono, de la edad de cinco años. El príncipe, Émel Ármitac[6], que vivía en Mármora, la gran ciudad del sur, como así había sido desde hacía más de doscientos años, era cuidado por su madre, la reina consorte, llamada Jania Desolt[7] y educado, como sus anteriores predecesores en las formas y costumbres de la corte para suceder a su padre algún día.

El reinado de Íged se presentaba de lo más rutinario y aburrido para un joven de su corta edad, todo el reino discurría en la más absoluta tranquilidad, hacía mucho tiempo que las disputas entre ciudades y entre nobles se habían terminado y el gobierno de Hárkad ofrecía pocas perspectivas de conflicto. El joven rey añoraba volver al sur donde el clima era mucho más suave y permanecer allí junto a su mujer y su hijo, sin embargo sus consejeros y generales le insinuaban que debía cumplir con las obligaciones de la corona y quedarse en Barintia, la capital, llevando desde allí las riendas del gobierno. Íged se había prometido a sí mismo pasar el invierno ya cercano en la capital, pero en cuanto llegase el buen tiempo, se marcharía junto a los suyos para convertir Mármora en la nueva capital del gran reino, pesase a quien pesase. A fin de cuentas él era el rey y podía cambiar las cosas a su propia voluntad.

Los traslados y los preparativos para tal acontecimiento ya habían comenzado, pero todavía había de pasar el invierno. Sentado estaba en su despacho, arreglando y firmando papeles y edictos para ultimar todos los detalles, cuando una tarde sombría de finales de otoño, se presentó un guardián del castillo ante Íged Ármitac, el rey, con el siguiente mensaje:

—Señor…

—Dime —contestó aburrido mientras le observaba entre montones de papeles—. ¿Qué ocurre?

—Ha llegado un correo que quiere audiencia inmediata y reclama vuestra presencia.

Íged estaba tan deseoso de alguna novedad que rompiese la rutina de su aburrida vida de gobernante, que se saltó todos los protocolos y tal vez allí fue donde cometió el primero de sus tres grandes errores.

—Decidle que voy a recibirle de inmediato, llevadlo al salón de visitas.

—Pero…, señor, no sabemos si…

—¡Bah! Que queréis que ocurra, si hace más de ciento cincuenta años que no ha habido problemas en ningún lugar del reino —dijo plenamente confiado el rey—, que pase al salón.

—Como mandéis, mi señor.

Instantes más tarde él mismo estaba de pie delante de su silla, esperando ansioso a que se abriese la puerta y entrase el mensajero. ¿Quién sería? Se preguntaba, pero la respuesta no le agobiaba demasiado, le podía más la curiosidad de ver como se quebraba la rutina de aquellos largos y fríos días de finales de otoño.

Y así fue como entró, rápido, impetuoso y erguido, un joven y apuesto muchacho vestido con ropas corrientes, gastadas y sucias por los polvos de los caminos. No parecía tener un porte muy noble y en cuanto se paró ante el rey, ni movió sus ojos con curiosidad para observar el salón donde se hallaba. Se diría que había sido entrenado para una misión muy concreta, la de darle el mensaje a Íged. En cuanto pronunció su primera palabra, el rey descubrió dos cosas: una, que por su acento era un habitante de Xamin, la llamada ciudad rebelde, y que no se había postrado ante él tal como exigía el protocolo. Ambas cosas no eran buenos presagios, pero enseguida desechó tales pensamientos y se concentró en lo que para él era una novedad casi excitante.

El mensajero no se dio ninguna prisa en leer el mensaje que llevaba escrito en el papel que se sacó de su bolsillo, quería que el rey se enterase perfectamente de todo lo que tenía por leer.

—En nombre de mi señor, Céled Lekin[8], tenéis dos días para abandonar la ciudad y entregar el trono a quién realmente corresponde. Si yo no llego sano al campamento de mi señor antes del anochecer, la ciudad será asaltada, y si vos no marcháis de Barintia antes de lo establecido, entonces seréis asesinado.

—¡Prendedle! —gritó Íged después de unos segundos de sorpresa—. Que no se vaya de aquí sin pagar su atrevimiento. Os dejaremos marchar, pero os llevaréis la marca de vuestro rey en el rostro —mientras lo agarraban fuertemente dos guardias.

Y el propio Íged sacó su daga y le cortó una mejilla.

—La marca de los Ármitac me ensucia el rostro —dijo el correo, apretando los dientes a causa del dolor—, pero me alegra saber que pagaréis con vuestra vida por esto. Mi señor os espera al sur de las colinas de Barintia. Lástima que no pueda ser yo quién acabe con vuestra vida…

Ante Íged, se presentaba un dilema, qué debía hacer con semejante individuo, realmente debía de dejarlo marchar o tenía que encerrarlo en la mazmorra y torturarle hasta que confesase quién era su señor y qué pretendía con semejante mensaje y osadía. Sopesaba las posibilidades de hacer una cosa u otra y confundido como estaba por la poca experiencia en esos asuntos cometió su segundo error, confiado en su poderío.

—¡Soltadle! —ordenó el rey—, que vuelva con su amo como un perro fiel al que representa. Decidle a vuestro bufón-jefe que mañana mismo estarán mis tropas allí donde espera y que si su vida tenía valor, ahora no vale más que un muerto. ¡Por mi vida! —juró Íged, y el correo sonrió antes de abandonar el castillo para ir junto a los suyos con la tranquilidad de su misión cumplida.

—No deberíais haberle dejado marchar, mi señor —dijo de inmediato uno de los consejeros del rey.

—No creáis que le resultará tan fácil salir con vida de ésta —contestó el rey sonriente mientras en su cabeza iba tomando forma una idea—, traedme todos mis utensilios para la guerra y preparaos todos de inmediato que abandonamos el castillo.

—Pero señor, —protestaron varios al unísono— cometéis un error, debemos planear mejor este asunto, sopesar, estudiar…

—¡Basta ya! ¡Cumplid mis órdenes! Tan sólo necesito los mejores veinte hombres armados y las mejores caballerías para ellos. Arregladlo todo de inmediato, partimos en cuanto esté listo.

Seguramente la impaciencia del rey fue el principal de sus errores aquella noche, tenía que haber contado con las fuerzas de su ejército y avisar mediante mensaje aéreo a los soldados de Mármora, que aunque estuviesen demasiado lejos y llegasen mucho más tarde, los refuerzos siempre se agradecen; sin embargo menospreció el valor de su enemigo y algo más tarde había montado una expedición militar, escasísima, con destino a las mal llamadas por el propio rey, Montañas de Barintia. La verdad es que cuando las fuerzas reales llegaron no encontraron enemigos y eso hizo que el rey cometiese el último error: creer que tenía la batalla ganada.

Dio la orden de ataque a galope tendido sobre el campamento, que parecía tranquilo, seguramente porque estarían todos durmiendo, ajenos a la idea que había tenido Íged de lanzarse contra ellos tan pronto como fue posible. Pero en pleno fragor de la avalancha contra las tropas del rebelde a la corona, nadie se percató del arquero que apostado tras unas piedras, esperaba pacientemente, y aún a pesar de poner su vida en serio peligro, a que se acercase el rey para ser abatido con la flecha que concentradamente estaba a punto de salir del arco tensado. Y así fue como Íged, en cuanto estuvo lo suficientemente cerca de su enemigo, y sin poder evitarlo, fue herido por una flecha envenenada, preparada especialmente para él. El arquero se arriesgó al permanecer inmóvil delante de los caballos que se acercaban al galope, con la intención de asegurarse del éxito de su misión; aunque fuese apresado.

Pronto se dieron cuenta los soldados del rey que habían caído en una trampa y que el campamento enemigo estaba completamente vacío a excepción del arquero que había disparado la flecha. El rey fue trasladado a una de las tiendas vacías para ser atendido de urgencia, pero el carácter grave de la herida hizo aconsejable que el rey fuese inmovilizado mientras dos soldados fueron al castillo a buscar un sanador, mientras en otra de las tiendas el prisionero era golpeado e interrogado.

Un buen rato más tarde, ya despuntando el alba, y después de haber sido examinado por dos de los sanadores más reconocidos de la corte y sin hallar antídoto al veneno de la flecha, el rey ordenó que le llevasen al prisionero para poder hablar con él. Como hombre preparado y entrenado que era, el arquero enemigo no habló, incluso después de sufrir las palizas más despiadadas, y fue llevado ante la presencia del monarca, maniatado y brutalmente golpeado. En aquel momento en que los dos hombres se miraron cara a cara, uno reconoció en el otro al traidor Céled Lekin y el otro vio en Íged la sorpresa y la sombra de la muerte.

Cuentan que si el rey hubiese guardado reposo, se habría neutralizado el veneno; pero que al ver en el arquero, al noble señor que un día fue uno de sus más sumisos colaboradores convertido en el rebelde que pretendía la corona, quiso ser él mismo el que acabase con aquella molesta sonrisa que tenía su enemigo, librando la vida del traidor a la muerte.

Y cogió su mandoble, a pesar de las protestas inútiles de los sanadores, y con sus dos manos, de un golpe seco lo decapitó. Céled Lekin murió al instante sin perder la sonrisa de sus labios, con una expresión serena como la de aquél que sabe que todo sigue su camino; y en el preciso momento de haber dado muerte a su enemigo, el veneno llegó al corazón del rey y, exprimiéndole el órgano vital, le robó el último aliento de fuerza y vida. El rey cayó muerto a tierra, en medio de fuertes estertores, con una mirada aterradora de dolor. El gran reino de Hárkad quedaba sin rey, pero no sin linaje puesto que todavía quedaba el joven príncipe.

Afortunadamente, el rey había dejado descendencia, un niño de cinco años, pero debería ser Jania, su esposa quien hiciese de regente hasta que el muchacho alcanzase la mayoría de edad, tal como mandaban las leyes establecidas. Pero no todo había de ser tan fácil. En el momento en que el rey había muerto, había dejado un vacío de poder, que no hacía nada recomendable anunciar el final del monarca a la población. Todos los soldados sabían que el monarca había caído muerto, pero debían mantener en secreto por el máximo tiempo posible mientras se organizaban los detalles de la regencia. Los consejeros y hombres del rey se dispusieron a trasladar el cuerpo de su señor de nuevo al castillo, mientras enviaban un mensajero a la lejana Mármora en busca del príncipe y la esposa del rey.

Jania Desolt, sin el joven príncipe, llegó cuatro días más tarde, tan rápido como pudo reunir unos cuantos hombres preparados y una escolta y ponerse en camino; pero al enterarse de la muerte de su marido, afectada como estaba, delegó todo el poder en el general del ejército de Barintia mientras ella se dedicaba en cuerpo y alma a organizar los preparativos del funeral.

Al final del quinto día desde el asesinato del rey se dio a conocer por todo el reino la noticia del fin de Íged Ármitac, por extrañas fiebres que le habían hecho enfermar hasta morir, rápidamente se notificó también que su esposa, Jania se haría cargo de la regencia hasta que el heredero Émel Ármitac alcanzase la mayoría de edad. También se notificó que los funerales por el rey muerto se iniciarían dos días más tarde y que en todo el reino se establecían tres días de luto y dolor por el señor desaparecido de acuerdo con las tradiciones establecidas.

—Señora, si me permitís —dijo Jal Jármush[9], capitán general del ejército de Barintia a Jania, la esposa del rey— deberíamos buscar al hombre de la cara cortada, quien sabe si no están preparando otra de las suyas estos malditos rebeldes.

—Lo sé —contestó abatida y agotada la regente— pero esperad a que mi marido sea enterrado y luego buscad por toda la llanura a ese maldito traidor y ajustadle las cuentas por lo que ha provocado.

—Así será hecho, mi señora. Como mandéis.

Así fue como dos días más tarde ya se habían elegido a aquellos privilegiados que habrían de acompañar, de escoltar y de proteger al monarca, formando un cortejo fúnebre suntuoso, regio, magnífico e inigualable. Sería acompañado por quince soldados, de entre los más valientes y por una docena de doncellas que cantarían canciones fúnebres.

Desde su residencia habitual, el castillo de Barintia hasta la Colina de los Reyes había cinco días de camino sin descanso, a paso regular y firme durante el día y la noche; un desfile espectacular con antorchas que acompañarían al rey difunto con tristes cánticos hasta el lugar de la sepultura. Era ya invierno y el viento crudo y salvaje del norte había querido rendir por última vez, tributo y homenaje a su viejo amigo, acompañándolo hasta su última residencia, mientras que cada vez nevaba con más intensidad.

Solamente unos insensatos se atreverían a atacar aquel cortejo, ya que los quince mejores soldados del rey lo formaban, y eso hizo que aún a pesar de extremar las precauciones, fuesen más relajados que de costumbre, dadas las circunstancias.

Poco antes de llegar a las Colinas de los Reyes, pasando por el interior de un bosque, todos se detuvieron. Estaban muy cerca del túmulo funerario y el cortejo se paró en la entrada de un pequeño claro. Los porteadores del rey dejaban en el suelo el palanquín, mientras los guardias se fregaban las manos y daban golpes de pie sobre el suelo para no congelarse.

Todos estaban ateridos por el frío reinante, el lugar imponía respeto y el silencio era total.

Los soldados más aguerridos se dispusieron en torno al cadáver para izarlo de nuevo, tras un breve descanso y llegar hasta el túmulo. La esposa del monarca se había sentado junto a unas piedras que daban un poco de protección contra ese viento helado y cortante, a su lado el capitán general, le ofrecía un poco de comida y bebida caliente para recuperar las fuerzas por el largo viaje hasta donde se encontraban.

—Deberíais tomar algo, señora. El frío acabará con vuestra resistencia. En cuanto se hayan cumplido los requisitos vendrán otros soldados con caballos para transportaros a Barintia de nuevo. En cuanto yo llegue —le dijo casi en un susurro— iniciaremos la búsqueda del traidor por todo el reino, no temáis, la muerte de vuestro esposo será vengada.

—Lo sé —dijo con evidente agotamiento Jania— pero ahora no es el momento de hablar de ello, ya tendremos ocasión mejor para hacerlo.

—Como deseéis mi señora —finalizó Jal, con una voz extremadamente melosa, la conversación que mantenían.

Fue en ese momento, casi sin darse cuenta, que una dama vestida con ropas escasas y deslucidas, se plantó justo en medio del claro. Todos se sorprendieron. El viejo capitán general, se levantó raudo y poniéndose al frente del cortejo dio un paso hacia delante y se encaró a la mujer con estas palabras:

—¡Dejad paso al rey y al cortejo que lo vela hasta la última morada! ¡Apartad del camino! ¡Apartad o habremos de retiraros por la fuerza de las armas!

—No es mi finalidad —respondió la misteriosa dama con una voz dulce, después de unos segundos inacabables de silencio— perturbar el último viaje de mi rey, sino la de postrarme delante de él, en su última audiencia; demostrándole así a él mismo, a su descendencia, y a todos los que le acompañan, que quiero redimir la falta de mi padre, Céled Lekin. Dejadme abrir el paso —continuaba la mujer con lágrimas contenidas mientras su capucha se cubría lentamente con la nieve que caía del cielo gris y oscuro—, de forma solemne, lanzando estas hojas rojas de glaufedia sobre la nieve, como una alfombra real. Os lo suplico humildemente, joven señora…

La comitiva seguía en silencio y las últimas palabras de la muchacha resonaban aún en el aire, mientras el viento, un instante después, se llevaba las súplicas de la joven hacia el interior del bosque. En un primer momento, todos habían quedado perplejos, pues la glaufedia no era una planta común y además sus hojas útiles para remedios casi imposibles, se pagaban a precio de mucho oro en el mercado, incluso se habían aportado propiedades, títulos y alguna que otra vida a cambio de una de esas hojas. Pero unos segundos más tarde la joven Jania, en su rabia y en su dolor, proclamaba:

—¡Apresadla!

Aquel fue el primero y el último error que cometió la regente, puesto que si hubiese sido buena observadora, habría caído en la cuenta de que en las tierras de Hárkad no había tantas hojas de glaufedia como para alfombrar todo el camino, y además que un pequeño grupo de individuos se movía sigilosamente en el interior del bosque desde hacía algún rato.

Fue en aquel momento, que la joven hija del traidor, de improviso y aprovechando la sorpresa que todos tenían, empezó a correr hacia la regente mientras gritaba, como en una señal convenida, bien fuerte:

—¡Qué sea vengada la muerte de mi padre!

Del interior del bosque salieron, con las armas desenvainadas, decenas de hombres: mercenarios y proscritos que cumplían con precisión calculada aquello por lo que se les había pagado en dirección a los guerreros y soldados del rey. En la confusión de la lucha que se originó, algunas doncellas salieron corriendo en todas direcciones. El asalto por sorpresa fue un éxito y en pocos minutos no quedaban soldados con vida, el rey difunto estaba decapitado, las doncellas asesinadas y solamente permanecía en pie, y completamente desarmada y asustada, la regente Jania Desolt. Entonces, la hija de Céled Lekin se puso delante de su joven enemiga y le dijo con rabia:

—Decidle a vuestro esposo, cuando lo encontréis en las puertas del infierno, que mi padre era todavía más justo, que luchó y esperó toda su vida para ver cumplido este momento en que se haría realidad la profecía. Ya sabes, ahora, que tu esposo —señalando al rey decapitado— no «tendrá el abrigo de las piedras sagradas». Aquella vieja curandera que profetizó su destino el día de su presentación al pueblo era mi abuela, a mi verdadero padre jamás le conocí…

—¿Tu abuela? —preguntó asombrada la reina consorte.

—Ja, ja, ja. Exacto. ¿No os habéis dado cuenta todavía del engaño? Ella sólo profetizó lo que había leído de un papel. Tal vez sea verdad que —mientras bajaba lentamente la cabeza y subía el tono de voz—, aunque inventada, la profecía se hará… ¡realidad!

—Entonces tú debes ser…

—Yo soy Alda Lekin[10] —le dijo con desprecio—. Ya sabes demasiado.

Y de un solo golpe, ella misma, acabó con la vida de la pobre infeliz, clavándole una daga en el pecho a la noble dama.

—Señora, si me permitís —dijo uno de los mercenarios situándose a su altura—, todavía queda uno.

—¿Uno?

—Sí, el actual príncipe, el hijo de Íged: Émel Ármitac. Según tengo entendido todavía está en Mármora.

—Entonces… la profecía todavía no está cumplida. ¡Hacia Mármora!

Y todos se dispusieron a partir hacia la ciudad del sur. El viaje no iba a ser fácil y muy pronto se sabría lo que allí había ocurrido. Los mercenarios recogieron todas las armas que pudieron, quemaron los cuerpos de los soldados, de las doncellas y de la pareja real.

También tiraron al fuego los sacos de glaufedia, simples hojas teñidas de rojo, el color natural de la planta. Tanta hoja hubiese valido el reino entero. La nieve no dejaba de caer con intensidad y en aquel incipiente invierno crudo, como no había habido otro igual, el viento que fuerte soplaba, el viento del norte, se llevaba aquellas últimas palabras. Nadie se percató, ocupados en borrar los mayores rastros posibles que tres mujeres habían podido escapar, después de permanecer ocultas en la confusión que originó el ataque, protegidas por la nieve que el viento levantaba, para hacerlas llegar hasta algún lugar lejano y contar aquello que habían presenciado y aquello que habían oído; pero su incierto futuro sólo dependería de las manos y los brazos que las acogiesen, puesto que ahora Hárkad era una nación sin rey y todas las ciudades serían pronto muy inseguras.