Capítulo 8

A pesar de que Tórnax no estaba en condiciones de cabalgar, al caer la tarde, los cuatro compañeros, en sus caballos, salían por la puerta norte de Cumia, dejando atrás una ciudad prácticamente sitiada por los ejércitos de Mármora. Nadie salió a despedirles, ni tan siquiera Íbram, que lo hizo en la casa de la curación cuando sólo estaban Krahova y Tórnax. Todos estaban muy atareados, pues se preparaban para la defensa de su ciudad. Casi nadie se dio cuenta de que se iban, ni tampoco los soldados enemigos que estaban instalando los campamentos. Aprovecharon la caída del sol, cuando la luz ya era escasa y las sombras eran muy alargadas. Salieron por lo que iba a ser una puerta en la muralla, al galope, y acto seguido viraron sus monturas hacia el este, alejándose del camino por el que, en los últimos días, habían circulado las carretas con piedras provenientes de las minas de Yíldiz y se internaron en los bosques cercanos a Cumia. Iniciaron un viaje de más de tres jornadas al abrigo de los árboles y a escondidas de los grupos de soldados de Mármora que pudiesen encontrar por el camino.

Krahova iba abriendo el grupo, puesto que conocía mucho mejor la zona que los otros tres, sin ser una gran experta, pero al fin y al cabo se encaminaban hacia la pequeña ciudad minera que la había visto nacer. Jin cerraba la comitiva, siempre preparada, atenta, por si alguien les seguía; con todos los sentidos alerta por si el peligro les llegaba por la retaguardia.

La primera noche la cabalgaron entera, y aunque la luna estaba creciente, el terreno por el que iban quedaba suficientemente iluminado para no sufrir percances. A medida que avanzaban hacia el norte, el clima era más riguroso y frío, pronto apareció la nieve helada en los claros de los bosques que iban atravesando. Pero no encontraron a nadie, ni rastro de soldados, ni de hogueras que pudiesen interpretarse como sus campamentos. Hasta que a punto de despuntar el alba y creyéndose lo suficientemente lejos de Cumia como para estar más tranquilos, decidieron hacer un alto en el camino, dormir un poco y descansar los caballos. Krahova se internó en un pequeño bosque, muy espeso, de abetos y allí desmontó de su caballo, obligando al resto a pararse.

—Dormiremos un poco aquí. Que descansen los animales —comunicó a sus compañeros mientras sacaba la silla de su caballo—. ¿Cómo te encuentras Tórnax?

—Bien. ¿Acaso no he descansado en Cumia?

—Pero tus heridas y el veneno… —se preocupó Krahova—. Todo es muy reciente.

—Las manos de Íbram son especiales. Me encuentro como nunca.

Jin y Stan hicieron lo propio, desmontando. Jin se ofreció para hacer la primera guardia, a lo que todos accedieron de muy buen grado. Krahova prefirió la segunda. Nadie se apuntó a la siguiente, pues tampoco tenían intención de quedarse más tiempo. A campo abierto podían ser sorprendidos por el ejército, que aunque estuviese ocupado en el asedio o en el ataque de Cumia, era evidente que destacaría grupos para interceptar la ayuda que pudiese llegar de Yíldiz; o incluso para saber de los posibles movimientos de la ciudad minera. Así pues, tendrían que andarse con cuidado y estar preparados para cualquier cosa. Hasta que no llegasen a Yíldiz no podían considerarse relativamente a salvo, siempre que Cumia no hubiese caído el primer día de asedio o ataque y ahora el grueso del ejército avanzase hacia la siguiente plaza, pisándoles los talones.

Pronto quedaron los muchachos dormidos, mientras que Jin se había alejado un poco de donde dormían para tener un ángulo de visión mejor. Al poco de estar vigilando se le acercó Krahova.

—Es mejor hacer las guardias por parejas, ¿no crees?

—Deberías descansar, toda fuerza puede ser necesaria en el momento más inesperado.

—Tal vez tengas razón —dijo Krahova—, ¿pero crees que Tórnax va sobrado de ella?

—Sí —respondió Jin—. Me ha sorprendido que haya aguantado tan bien sobre el caballo toda la noche.

—¿Qué piensas?

—¿Sinceramente? Creo que Íbram le ha dado algo.

—Berno, el ayudante de Íbram —confesó Krahova—, me dijo que había una hierba para hacer que Tórnax aguantase, pero que no era recomendable usarla.

—¿Sabes el nombre? —preguntó Jin interesada.

Settego, creo que dijo.

—Vaya —dijo Jin—, espero que no se la hayan administrado.

—¿Por?

—Al cabo de tres días tiene el efecto contrario, provoca un fuerte bajón.

—Pero ya estaremos en Yíldiz —precisó Krahova—. ¿No se le podría dar otra cosa para contrarrestar el efecto?

—Krahova —dijo Jin—, usar, bueno abusar de las hierbas provoca adicción. Y eso es peor que la enfermedad que alivian o solucionan.

—Tienes razón Jin. Si ocurriese eso con Tórnax, nos podría poner en aprietos. Si le han dado eso no nos quedará más remedio que descansar en Yíldiz.

—Todo se andará.

Krahova se fue hacia el improvisado campamento y se echó bajo la manta sin poder dormirse hasta que Jin fue a pedirle el relevo. No se atisbaba humo si se miraba en dirección a Cumia, por tanto era previsible que aún no hubiese empezado el ataque, lo que les daba un poco de margen de maniobra. Cuando Krahova lo consideró oportuno decidió que ya habían descansado lo suficiente, fue hacia los otros compañeros y les despertó apremiándoles mientras ensillaba de nuevo su caballo.

Al poco rato estaban los cuatro listos para la marcha, el sol estaba muy alto y no podían perder tiempo. De nuevo fue Krahova, guiándose por las montañas que no se alzaban muy lejos, hacia el este, quien les guió hacia Yíldiz. En algún momento tuvieron que quedarse quietos en el interior de alguno de los bosques, pues oyeron jinetes cabalgar a toda prisa por las cercanías. A medida que iban más hacia el norte las zonas arboladas eran mayores, más abundantes y más espesas, lo que les garantizaba una protección mayor en caso de encuentros no deseados.

Hicieron un alto para que los caballos pudiesen descansar de nuevo cuando ya caía la tarde y aprovecharon para comer alguna cosa. Habían dejado los animales junto a unos árboles, atados, y ellos se habían sentado en círculo mientras decidían si se paraban a dormir o cabalgaban durante la noche para recorrer más distancia con la ventaja de no ser vistos.

—Yo creo que lo mejor —decía Stan— es hacer lo que la naturaleza manda. La noche es para dormirla.

—Ya, pero de noche viajamos más tranquilos —intervino Krahova—. Los ojos del enemigo tienen más dificultad para ver.

—Y los nuestros también —advirtió Jin—, no lo olvidéis.

—La verdad es que vamos más lentos —comentó Tórnax—. ¿No sería mejor arriesgarnos un poco más pero ir más rápidos?

—De momento no hemos encontrado a nadie —dijo Stan—. No sé por qué tenemos que encontrarnos con alguien, no seguimos ningún camino.

—Eso es lo que me pregunto yo —sonó una voz tras ellos—. ¿Por qué cuatro jinetes no siguen el camino? ¿Acaso tienen miedo o esconden algo?

Los cuatro se giraron de golpe. Allí, a escasos veinte metros de distancia había un hombre de mediana edad, aspecto fuerte y tez morena. Iba vestido de militar, con el uniforme de Mármora, muy bien pertrechado con espada larga al cinto y una cota de malla gruesa asomando por debajo de las gruesas ropas de abrigo. Calzaba botas altas y resistentes y llevaba un casquete en la cabeza. Por sus insignias era evidente que era un teniente. Tórnax sabía que los tenientes iban siempre acompañados de sargentos y éstos, a su vez, de soldados, por lo que muy probablemente no anduviese solo ese hombre, aunque aparentemente lo estuviese. Los cuatro habían sido sorprendidos por el militar y la sorpresa les mantuvo inmóviles a la espera de que fuese ese hombre quien hiciese el primer movimiento.

—Eso me pregunto yo —insistió el teniente mirándoles de una forma desafiante y alzando la voz.

—Veréis, todo tiene una explicación —respondió Tórnax mostrándose lo más tranquilo posible—. ¿Estáis solo?

—No me desvíes el tema y contéstame muchacho —empezó a indignarse el militar—. ¿Qué hacéis aquí, quiénes sois y adónde vais?

—Íbamos a Cumia, señor —respondió Jin de improviso—, a luchar.

—¿En qué bando? —preguntó el de Mármora—, aunque es evidente que me responderéis que al lado de la gloriosa Mármora, ¿me equivoco?

—Gloriosa, ilustre y magnífica —apuntó Stan.

—Que bien sabéis cuidar de vuestras vidas —rió a carcajadas el teniente—. Eso significa todo lo contrario, es decir, que huíais de la guerra.

—Jamás nos gustó la guerra —dijo Krahova—. Yo soy de Yíldiz y vuelvo a mi casa, eso es todo.

—¿Y ellos?, porque aspecto de montañeses no tienen.

—Yo soy de Dapur —dijo Stan.

—Entonces de qué tienes miedo. Dapur es aliada de Mármora. ¿Por qué no vuelves a tu casa?

—Basta ya de hablar —dijo Tórnax poniendo su mano en la empuñadura de la espada—. Sólo queremos seguir viaje en paz.

—Ni lo intentes muchacho —le amenazó el hombre—. Tengo siete arcos apuntándote. Si sacas esa espada olvídate de contarlo. Y lo mismo digo para los demás. Creo que hoy es mi día de suerte, voy a capturar los primeros prisioneros de esta batalla, y de la forma más fácil.

Tórnax se había percatado de un detalle, ese hombre hablaba muy fuerte, casi a gritos, como si tuviese la intención de llamar la atención, como si quisiese asegurarse de que le oían perfectamente. Así pues, sólo le quedaba hacer una última prueba antes de tomar una determinación. Se le quedó mirando fijamente a los ojos, mientras sus compañeros se miraban entre sí, asustados por la contrariedad de la situación.

—Ahora nos subiremos a los caballos —ordenó Tórnax a sus compañeros con voz tranquila y clara y sin dejar de mirar al teniente—, y una vez montados, les daréis a las espuelas para salir al galope de este lugar. ¿Entendido?

—Veo muchacho que no has entendido…

—¡Callaos teniente! —le gritó Tórnax agarrando la empuñadura de su espada con más fuerza—. Yo me ocupo de él, ya os alcanzaré.

—No sabes lo que dices, tu vida no vale nada —le respondió el oficial mirándole a los ojos y poniendo su mano también en la empuñadura.

—¡Corred, ahora! —gritó Tórnax a sus compañeros mientras desenvainaba el arma, pues la mano de su enemigo en la empuñadura, le había servido de señal y confirmación.

Al instante, como movidos por un resorte, sus tres compañeros fueron hacia los caballos y montaron, espolearon los caballos y salieron al galope con la poca luz del día que todavía quedaba. Agacharon sus cabezas esperando recibir una lluvia de flechas, sin embargo ningún proyectil fue disparado hacia ellos. Stan fue el primero en salir del lugar, seguido de Krahova y finalmente de Jin. Tórnax ya avanzaba hacia el hombre que sacó su espada con el tiempo justo para parar el primer golpe y dar un paso hacia atrás para no perder el equilibrio.

Tórnax no estaba dispuesto a dejarlo escapar y arremetió de nuevo contra el militar.

—¡Soldados a mí! —gritó el teniente hacia el interior del bosque.

—Maldito mentiroso —murmuró Tórnax, intentando asestarle un golpe de espada mientras el otro iba parándolos todos—. ¿Todos sois iguales en Mármora?

—Debiste haber marchado con tus compañeros, ahora lo tienes todo perdido.

Enzarzados como estaban en la lucha, no se dieron cuenta de que Jin, a caballo, había vuelto al lugar; pero esta vez sin bajar del animal, tensó su arco largo hacia el teniente, sin embargo el disparo era muy peligroso, pues la flecha podía clavarse en su compañero.

Avisarle era peor, pues si Tórnax se veía sorprendido por la voz de Jin, podía quedar al descubierto su defensa. Sin embargo la muchacha no tuvo que esperar demasiado para soltar su flecha, pues de la espesura surgió un soldado de Mármora que seguramente acudía en ayuda de su superior.

Jin sólo tuvo que variar ligeramente el ángulo y antes de que el soldado hubiese avanzado tres pasos en dirección a los dos luchadores, soltó la flecha. El proyectil entró por la boca del estómago del soldado que fue lanzado hacia atrás más de metro y medio mientras emitía un sonido gutural a modo de quejido, antes de caer al suelo sin vida. Jin ya estaba cargando de nuevo otro proyectil, mientras los otros dos seguían enfrascados en su pelea, entrechocando sus espadas. Daba la sensación de que ninguno de los dos se había percatado de lo que acababa de ocurrir, pero esta vez, el nuevo soldado que apareció de la espesura forestal, a unos metros de distancia de donde había aparecido el primero, sí hizo notar su presencia.

—¡Aguantad mi teniente! Ya llegan los otros.

Jin soltó su segunda flecha hacia ese soldado, el proyectil impactó en el muslo izquierdo, perforándolo y saliendo por el otro lado de la extremidad. Fue una herida profunda que hizo que el soldado cayese al suelo desequilibrado y se pusiese a gritar de dolor; mientras intentaba taponar, con sus manos, el agujero de su pierna del que manaba abundante sangre. Jin ya cargaba su tercer proyectil.

Tórnax, impasible a lo que sucedía a su alrededor, descargó la espada con mayor fuerza y cambió el sentido de su hoja para zigzaguear con su arma, sorprendiendo a su oponente que recibió un impacto en el costado izquierdo. El teniente se replegó contra sí mismo, quejándose, y se preparó para parar todos los golpes.

—¡Vámonos de aquí, déjalos! —le gritó Jin apuntando hacia una zona de la espesura que se movía. Pero esta vez, aunque el proyectil fue hacia donde había aparecido un nuevo soldado, unos metros más a la izquierda, aparecía otro militar y este último con un arco medio en las manos. El proyectil de Jin golpeó en el pecho de su oponente, pero no se clavó, posiblemente repelido por alguna cota de cuero rígido, aunque frenó su marcha lo suficiente como para que Tórnax se lanzase a por su caballo.

—¡Matadlos! —ordenó el teniente—. ¡Que no escapen!

Tórnax se lanzó hacia su montura y de un salto se montó, cogiendo las riendas para escapar de allí cuanto antes. Jin tuvo el tiempo suficiente para apoyar su vientre sobre la grupa de su caballo y esquivar una flecha que iba contra ella, que pasó a escasos centímetros por encima suyo. Unos instantes después los dos amigos cabalgaban a galope hacia el norte en busca de sus otros dos compañeros. Por detrás surgían más hombres de la floresta y ayudaban a su teniente y a su compañero herido en la pierna, profiriendo maldiciones sin poder hacer nada para detenerlos.

Tórnax y Jin cabalgaban casi sin luz y las ramas de los árboles les iban golpeando en la cara y en el cuerpo, provocándoles rasguños y pequeñas heridas en el rostro, pero ni tan siquiera se volvieron para ver la escena. No detuvieron sus caballos hasta una buena distancia después, cuando se juntaron con Krahova y Stan que les esperaban, montados, en un pequeño claro. En cuanto llegaron junto a ellos y comprobaron que no estaban heridos, siguieron la marcha hacia Yíldiz y no se detuvieron hasta bien entrada la mañana. Siguieron siempre la ruta que les marcaba Krahova, guiándose por las montañas, pasando por entre los bosques para ocultarse mejor. Cabalgaron en silencio hasta que Krahova detuvo su caballo.

—Descansaremos aquí, ¿os parece? —les dijo la muchacha.

—Bien —asintió Tórnax—. Nos merecemos un descanso y los animales, también.

—¿Cómo sabías que…? —preguntó Stan a su compañero.

—Gritaba —respondió Tórnax sin dejar de acabar la pregunta—. Daba la sensación de que quería que le oyesen. Además, en cuanto vi que él también ponía su mano sobre la espada, entonces estuve seguro. Si hubiesen estado esos arcos apuntándonos, no hubiese sido necesario defenderse con la espada.

—De todas maneras tuvimos suerte —dijo Jin—. Tendremos que extremar las precauciones.

—Tenéis el rostro lleno de rasguños —comentó Krahova.

—Prefiero esto que lo que Jin les hizo a los soldados —dijo Tórnax—. Gracias por tu ayuda, si no hubiese sido por ti…

—No debes agradecerme nada. De todas formas no eran muy hábiles. Nos fuimos a tiempo.

—Sí —respondió Tórnax—, calculo que, a parte del teniente, habría dos sargentos y, mínimo, ocho soldados. Once en total.

—Demasiados —comentó Jin—. La próxima vez pondré veneno en la punta de mis flechas. Es más efectivo todavía.

—Bueno —dijo Stan cambiando la conversación—, yo haré la primera guardia.

—La primera y la última —respondió Krahova—. Calculo que al atardecer estaremos en Yíldiz.

—Entraremos de noche —propuso Tórnax—. Tú, Krahova, puedes hacerlo con luz de día, eres de allí y nadie se extrañará de verte.

—En casa de Sheldon sólo caben dos —informó la muchacha—. Yo iré a mi casa y alguno de vosotros tendrá que venir conmigo.

—Yo —se adelantó Jin.

—Muy bien —asintió Krahova—. Tú conoces la casa de Sheldon, ¿no Tórnax? Allí nos encontraremos todos. Ahora vamos a descansar un poco. Todavía no hemos llegado a Yíldiz y no sabemos cómo está la ciudad. Podría haber soldados por todas partes.

Todos durmieron menos Stan que se quedó alerta, vigilando, durante el rato que estuvieron descansando merecidamente. El muchacho de Dapur no apreció absolutamente nada que mereciese especial atención. Todo parecía en calma y tranquilo, incluso nadie diría que había empezado una nueva guerra en Hárkad. Desde que Íler Ármitac, el gran rey, había llegado al trono, que no había habido ni luchas ni batallas, pero parecía cosa del destino que si bien la dinastía, el linaje, de los Ármitac había comenzado con una larga guerra, ahora con el supuesto fin de ese mismo linaje también se iniciaba una nueva guerra entre ciudades. De vez en cuando, Stan echaba un vistazo en dirección a donde él creía que se hallaba Cumia, pero no vio señales de humo en el cielo que presagiasen que la lucha hubiese comenzado.

El sol empezaba a declinar cuando Stan despertó a Krahova, ésta a su vez despertó a Jin y a Tórnax. Enseguida tuvieron todo preparado y se dispusieron a seguir camino. Krahova les fue guiando como hasta entonces. La nieve se hizo cada vez más presente, pues todavía estaban en invierno y se hallaban muy al norte. Cabalgaron casi sin decir palabra, con ganas de llegar a Yíldiz y descansar, también con ganas de no encontrarse con nadie que les volviese a poner en peligro.

Cuando el sol rojizo empezaba a esconderse por el horizonte, empezó a levantarse un fuerte viento, un viento frío, mordaz. En el interior del bosque en el que se encontraban no parecía que fuese tan fuerte, pues los árboles les parapetaban; sin embargo cuando salieron a campo abierto, pudieron comprobar la fuerza con la que soplaba. A lo lejos se podían adivinar las luces encendidas de las primeras casas de Yíldiz, aparentemente sin campamentos militares a la vista.

—Quedaos aquí, en el bosque —alzó la voz Krahova para hacerse oír por encima del ulular del viento—. Cuando haya anochecido vais a la casa de Sheldon, yo estaré allí.

—De acuerdo —confirmó Tórnax—. No te preocupes. Hasta luego.

Los tres compañeros vieron como Krahova se alejaba montada en su caballo en dirección a la ciudad. Pronto dejarían de verla, pues el terreno era muy ondulado y muy boscoso.

Viéndola cabalgar, tan cerca de su ciudad, se podía decir que formaba parte del paisaje. Una fuerte ráfaga de viento les hizo cerrar los ojos, pues traía polvillo, y cuando los volvieron a abrir, Krahova ya había desaparecido. Ahora sólo quedaba esperar a que se hiciese de noche para poder llegar a la urbe sin ser vistos, o al menos serlo por el menor número de habitantes.

Entraron todavía más en el bosque, desmontaron y ataron los caballos. Se sentaron contra el tronco de un árbol, estaban en silencio absoluto, comiendo alguna cosa. El viento rugía más que soplaba y de vez en cuando se oía algún aullido de lobo traído por una ráfaga de aire de algún lugar lejano, en las montañas.

Stan sacó su manta del equipo y se arropó en ella, Jin se levantó y se puso a mirar los árboles.

—¿Dónde vas Jin? —preguntó Tórnax.

—A echar un vistazo.

—No te alejes, pronto se hará oscuro.

Enseguida se hizo oscuro, pero el viento se incrementó. Con ese aire iba a resultar complicado cabalgar, posiblemente tendrían que llegar andando. Stan temblaba por el frío y Tórnax, que también había cogido su manta, se movía de un lado a otro para combatirlo. Jin observaba, escuchaba atentamente y parecía no afectarle la baja temperatura. En cuanto volvió, Tórnax dio la orden de levantarse y marcharse hacia la ciudad.

—Tened cuidado —les advirtió—, si el viento continúa tan fuerte, habrá que desmontar.

Al salir del abrigo del bosque, se dieron cuenta de que era impensable montar y que tardarían, por tanto, más del doble de tiempo en llegar.

—Agarrad bien las bridas, que no se escapen —casi gritó Tórnax para hacerse oír—. Seguidme.

Los árboles se doblaban sobre sí mismos por acción del viento y ramas sueltas volaban por doquier. Agacharon la cabeza y, no sin cierta dificultad, empezaron a andar en dirección norte. Los animales estaban inquietos y tenían que ser agarrados con más fuerza. El avance era muy lento y dificultoso. De vez en cuando, Tórnax se giraba para comprobar que los otros le seguían y procuraba introducirse el máximo posible en el interior de los bosques para que el viento no les frenase tanto. A lo más que temía Tórnax era a la fatiga, pero parecía que resistían bien la embestida. Paso a paso iban avanzando hasta que Tórnax decidió hacer un alto.

—Deberíamos haber llegado ya —dijo cuando los otros llegaron a su altura—. ¿Qué hacemos?

—Seguir —respondió Stan a gritos—, ya falta menos.

—Yo no puedo más —gritó Jin resoplando—. Estoy agotada.

—Procura andar detrás de mí —propuso Tórnax—, pero vamos a atarnos. Será más seguro. Tú irás el último, Stan.

Se ataron cuerdas a la cintura para ir más seguros y al instante reanudaron la marcha. Ahora el avance era todavía más lento y los troncos de los árboles crujían al empuje del aire helado.

Krahova llegó a Yíldiz por el camino que había tomado unos kilómetros antes de llegar a la ciudad. A pesar de que el viento era fuerte, no fue hasta llegar a Yíldiz que no empezó a ponerse complicado para cabalgar. Sin embargo, las primeras construcciones le ofrecían un mayor resguardo y tampoco tuvo mayor problema. Casi no había nadie por la calle, pues los pocos que podían andar fuera de sus casas, con ese viento feroz, se apresuraban a ir a sus hogares con la cabeza baja y la mirada fija en el suelo. Krahova sobrepasó la casa de Sheldon y pudo ver que en el interior había luz, pero decidió irse a su casa antes de volver y hablar con Sheldon.

Cuando llegó frente a su casa, la encontró como esperaba. Era una pequeña cabaña de madera, muy modesta, de una sola planta, en las afueras de la población. Era una casa en la que podían vivir tres personas y Krahova la había dejado cerrada hacía ya un par de semanas y así la encontró. Bajó del caballo y lo dejó atado enfrente de la puerta, entró y encendió una lámpara de aceite para que iluminara la estancia donde se hallaba. Todo seguía igual, silencioso y vacío, con algo más de polvo si cabe de cuando lo había dejado.

En ese momento los recuerdos afloraron en su mente, recordó cuando su padre estaba en casa y trabajaba en la mina, pero cada noche estaba junto a ella para contarle historias y llevarla a la cama. Ahora su padre estaba preso, pues el gobernador de Yíldiz así lo había dispuesto. Ella ahora poseía un mapa que podía ser útil, sobre todo para demostrar al gobernador que su padre estaba encarcelado injustamente. Aunque las noticias de la guerra tan próxima podían hacer que todos los prisioneros fuesen liberados porque se necesitaría cualquier brazo armado para la defensa de la ciudad. Pronto volvió a la realidad y el recuerdo se apagó, dándose cuenta de que todavía le quedaba mucho por hacer.

Empezó a ordenar y a adecentar la casa para que pudieran dormir más personas; al poco llamaron a la puerta. Krahova se sobresaltó, pero enseguida recordó que Yíldiz era su casa y no corría peligro. Se dirigió a la puerta y preguntó en voz baja y la voz, con tono más suave, de su amigo Sheldon le contestó al otro lado.

—Pasa Sheldon —le dijo abriendo la puerta de par en par—, hace mucho frío.

—Deberías poner el caballo en el establo.

—Iba a hacerlo, pero acabo de llegar.

—No arregles mucho, posiblemente mañana tengáis que marchar de nuevo.

—¿Tan pronto? —preguntó Krahova con pesar.

—La mujer y el niño llegaron esta mañana, pero aquí no se pueden quedar. Hay ojos en cada esquina, se han visto demasiados extranjeros últimamente. Yíldiz ya no es ciudad segura.

—Me asustas, Sheldon —dijo la chica con un escalofrío—. ¿Y los hermanos?

—Deberían haber llegado, pero… ¿Y tus amigos?

—Llegarán dentro de poco, cuando sea oscuro. Para no ser vistos.

—Bien pensado —asintió Sheldon—, hay que tener mucha cautela.

—Nos vemos esta noche en tu casa. Prepara camas.

—Deberán dormir en el establo y en cuanto lleguen los hermanos os tendréis que marchar bien temprano. Estoy corriendo demasiado peligro. Esconde el caballo lo antes posible, en el establo es menos visible.

—De acuerdo, así voy a hacerlo. Hasta luego.

Krahova hizo caso de lo que le había aconsejado su amigo y lo primero que hizo fue salir tras él y llevarse el caballo al establo y después de quitarle la montura y ponerle forraje para que se alimentase, volvió de nuevo a casa con el resto del equipaje. No sabía qué hacer con el mapa, si dejarlo en su casa, escondido, o llevárselo. Finalmente optó por colocarlo en el interior de la mochila. Limpió la casa a toda prisa y se fue a la casa de Sheldon.

El trayecto de un edificio a otro lo hizo a toda prisa, en parte por el frío intensísimo y el viento casi huracanado, pero en parte por el miedo y la desconfianza que le había transmitido su amigo. Cuando llegó ante la casa de Sheldon, lo que más le sorprendió fue que no hubiese caballos delante. Llamó y esperó a que abriesen; al instante se abrió la puerta.

—¿Sola? —preguntó el hombre con extrañeza.

—¿No han llegado? —dijo ella con más asombro y preocupación todavía—. Deberían haberlo hecho.

—Pasa, te presentaré.

Krahova entró con rapidez en el interior de la casa. En el salón, sentados en la mesa, había una mujer de unos cuarenta años, no muy bien vestida. Se podía adivinar que era una sirvienta, por tanto no pertenecía a una familia noble. La mujer no era muy alta y las ropas que usaban eran muy gruesas, para combatir el frío, que disimulaban su extrema delgadez.

Su cara reflejaba la angustia de una huida y de un viaje a toda prisa. A su lado estaba un muchacho, moreno, de unos diez años, también asustado, pero de familia muy noble aunque las ropas parecían estar muy usadas, pero en su pose y en sus gestos podía adivinarse su alta ascendencia. Lo que más llamó la atención a Krahova fueron sus ojos grises, como los de Jin.

—Hola —sonrió Krahova intentando transmitir calma—, soy Krahova.

—Yo me llamo Feiter[51] —dijo el niño con altivez— y ella se llama Cora[52].

—Es una amiga —dijo Sheldon refiriéndose a Krahova—, parte del grupo que os llevarán a lugar seguro.

—Hola —saludó Cora con voz cansada.

—Los demás están por llegar —anunció la muchacha—, no creo que tarden.

—¿Cuántos son? —preguntó el niño con un ligero acento de Xamin.

—Cinco más —respondió Sheldon—, eso creo.

—Cenemos mientras —propuso Krahova—, todos saben dónde han de llegar.

—Me parece correcto —respondió Sheldon.

El hombre se fue hacia la cocina mientras la muchacha tomaba asiento en la mesa. La mujer tenía la mirada baja y el niño parecía mirarlo todo con fastidio, como si aquella casa fuese para él una miserable cabaña. Tenía unas manos suaves, sin curtir y a veces se tocaba la ropa con cierta repugnancia, como si le hubiesen obligado a vestir de aquella manera. En un momento determinado Krahova fijó su mirada en él y el niño se la mantuvo desafiante hasta que Sheldon trajo la cena y ya no volvieron a mirarse.

La cena era un guiso humeante, pero un poco pobre. La mujer empezó enseguida, pues parecía estar hambrienta, pero al ver que el niño apartaba el plato, le recriminó indicándole que debía comérselo.

—¿No te gusta esto? —le preguntó el hombre.

—No —respondió con desprecio.

—Me lo comeré yo, si no te importa —le dijo Krahova mientras le cogía el plato—. Está muy rico, Sheldon.

—Deberías comer, Feiter —dijo la mujer.

—Luego, cuando estemos en camino, esto te parecerá un manjar —dijo Krahova.

La mujer le sonrió a Krahova, en parte para disculparse de la actitud del niño y en parte porque comprendía que pronto iban a estar de viaje y el chico aprendería algo más sobre cómo funcionaba la vida.

—¿Y de dónde sois? —preguntó Krahova.

—Somos de Xamin —respondió el muchacho—. Mi padre…

—Su padre es un noble comerciante —interrumpió bruscamente Sheldon.

Krahova se quedó mirando a Sheldon fijamente, no esperaba esa respuesta y ese comportamiento, estaba claro que allí se ocultaba algo y no le gustó nada, pero se calló el comentario, de momento. Intentaría hablar en privado con su amigo, pues quería recriminarle por qué no la había visitado en Cumia hacía cuatro días escasos.

—Ya deberían estar aquí, empiezo a preocuparme —dijo la chica para romper el silencio tenso que se había creado.

—¿Dónde los dejaste? —preguntó Sheldon.

—En un bosque, hacia el sur.

—¿No os seguía nadie?

—Si lo hubiese hecho alguien, hubiesen ido a por mí, ya que llegué sola.

—El viento les habrá retrasado —le tranquilizó Sheldon.

—Como a los dos hermanos —comentó Krahova.

—Eso —respondió el hombre.

—¿Quiénes son? —quiso saber Krahova.

—Cazadores de las montañas.

—Cazadores de las montañas —repitió el niño con desprecio—. Soldados son lo que necesitamos y no, gentuza incivilizada.

—¡Feiter! —le reprendió Cora.

—Esa gentuza, como tú dices, puede salvarte la vida mañana —le dijo Krahova—, así que ten cuidado con tus comentarios.

En ese instante llamaron a la puerta. Dos golpes secos, fuertes, que hicieron que todos se quedasen callados. Sheldon se levantó para ir a abrir, pero Krahova le hizo una señal con la mano para que se detuviese. La muchacha puso su mano izquierda en la empuñadura de su daga y con la derecha sacó su espada, se puso en una situación ventajosa tras la puerta y con la cabeza indicó a su amigo que ya podía abrir.

Sheldon abrió la puerta alerta, preparado para cualquier cosa, pero al instante relajó sus músculos y acabó de abrirla puerta de par en par. El hombre sonreía abiertamente y de inmediato entró un hombre en la casa que saludó, con un gesto de cabeza, a la mujer y al niño. Sheldon cerró la puerta después de asegurarse de que no quedaba nadie fuera.

El hombre llevaba pieles de oso por encima, guantes y gorro del mismo material; se quitó las ropas de abrigo y las dejó encima de la silla que hacía unos instantes había ocupado Krahova, que permanecía inmóvil, observando, desde su posición. Al quitarse las pieles quedó al descubierto una gruesa camisa para combatir los fríos de las montañas, sin embargo bajo las ropas sonó el ruido metálico de una cota de malla ligera. Llevaba una espada larga en el cinto, con la empuñadura envuelta en tiras de ropa y junto a la silla, de pie, había dejado un arco medio y un carcaj con flechas.

Por la envergadura, debía de medir metro noventa y tenía unas amplias espaldas, su pelo era negro, muy oscuro y lo llevaba bastante corto. Todavía no se había dado cuenta de que Krahova estaba detrás suyo, pero al darse la vuelta, los dos se quedaron gratamente sorprendidos.

—Señora, no soy ningún maleante para que me apuntéis con vuestra espada —le dijo con voz profunda y bella.

—¡Oh! Perdonadme —contestó torpemente mientras se sonrojaba y guardaba las armas.

—Me llamo Éltor[53], saludos a todos los de la casa —dijo mirando a cada uno de ellos.

—Esta es Krahova, Cora y Feiter —presentó Sheldon señalando a cada uno al nombrarlo.

Krahova se había quedado como paralizada. Éltor era un hombre realmente atractivo de unos treinta años, con una blanca dentadura y unos ojos grises, de un claro profundo, que atrapaban y envenenaban el corazón con sentimientos confusos. Eran unos ojos muy parecidos a los de Jin, pero para Krahova más perturbadores.

—¿Y tu hermano? —preguntó Sheldon.

—Le dejé las señales pertinentes y convenidas para que viniese aquí o a casa de Íbram.

He venido lo más rápido posible.

—Esperemos que no haya ido a Cumia —se lamentó Krahova.

—¿Por? —preguntó Éltor.

—Están en guerra —le informó el niño—. ¿Por qué te crees que te han avisado?

—¿Cómo en guerra? —preguntó el cazador sin mirar al niño.

—Sí, Éltor, pero eso te lo contamos luego —repuso Sheldon—. Ahora siéntate a cenar, estarás hambriento.

—De acuerdo, pero contadme…

Krahova no podía apartar la mirada de Éltor, se le veía muy curtido. De dónde sería, jamás lo había visto ni había oído hablar de él. Sheldon, a pesar de ser su amigo, tenía muchos secretos. La muchacha se alegró de tener que iniciar la misión con él, era guapo y educado, parecía discreto y muy capaz, modales que no cuadraban con los de un cazador de las montañas. Además llevaba cota de malla y esa espada cubierta… Todo daba mucho que pensar, pero ya tendrían tiempo de irse conociendo, de esto se encargaría ella.

Éltor comió del plato que el niño no había querido probar, mientras le contaban lo de la guerra. El resto de la cena transcurrió en silencio, sólo se oía el viento, rugiendo, fuera de la casa. A medida que iba pasando el tiempo, Krahova fue inquietándose cada vez más por la tardanza de sus compañeros. Sheldon, viendo su preocupación intentó tranquilizarla.

—No creo que tarden mucho.

—¿A quién esperamos? —preguntó Éltor.

—A tres compañeros —respondió Krahova—. Tórnax, Stan y Jin.

—Serán una buena ayuda —precisó Éltor—. El terreno por donde iremos no es un amplio y llano camino.

—Y con soldados rondando por ahí… —apuntó Sheldon.

—Ya deberían haber llegado —volvió a decir Krahova visiblemente nerviosa—. Me temo que les pueda haber pasado algo.

—¿Qué les va a pasar? —le dijo el hombre—. Además van tres. Saben cuidarse.

—Pues por eso —dijo la muchacha.

—Creo que lo mejor es que vayáis a descansar todos —propuso Sheldon—. Yo me quedaré a esperarles.

—Ni hablar —respondió la chica—. Yo también me quedo.

—¿Cuál es mi habitación? —dijo el cazador.

—Nosotros también iremos a descansar —dijo la mujer cogiendo al niño.

Sheldon les indicó sus respectivas habitaciones. Puso el cazador en su propia cama, pues él podría descansar en el salón por una noche. Después de asegurarse de que los invitados no necesitaban nada más, volvió al salón donde le estaba Krahova con el rostro angustiado, esperando ansiosa la llegada de sus compañeros. Iba y venía, paseándose por la sala y jugueteaba con sus dedos, pensativa y atenta a la llegada de sus amigos.

—Déjate de preocupaciones —le dijo el hombre en voz baja.

—Hay muchas cosas que no me has contado. Creía que éramos amigos.

—¿Qué quieres saber?

—¿Quién es Éltor? ¿Y Feiter?

—Éltor es un cazador de la zona y Feiter… cuanto menos sepas mejor.

—Ves, ya empiezas con los misterios.

—Créeme Krahova, lo hago por vuestro bien. Si supieses quién es el niño, tal vez te lo pensarías mejor.

—Prueba a decírmelo. Di mi palabra en Cumia de hacerlo, sea quien sea. Y lo haré igual que mis compañeros.

—No hables por ellos, Krahova. No sabemos nada de nadie.

—Ya lo veo. Creía saber que entre tú y yo había confianza. ¿Y Éltor?

—¿Éltor?

—Sí. ¿Quién es?

—Un cazador de la zona —repitió Sheldon.

—Un cazador de la zona con cota de malla y la empuñadura de una espada oculta con vendas. No deja de ser curioso —dijo la chica enfurecida y con un tono irónico.

—A lo de Éltor no sé qué contestarte. He tratado con él un par de veces, pero no sé nada más. Créeme. Si quieres saber más, ahora tienes la ocasión, puesto que vas a compartir con él una misión. Del niño…

Sheldon no pudo continuar la frase, pues de repente se abrió la puerta de la casa. Tanto él como la muchacha giraron la cabeza en dirección a la puerta abierta. Con el viento entraron rápidos Stan, Tórnax y Jin, abrigados y con la cara aterida por el frío. Cerró la puerta el último en entrar y empezaron a sacarse la ropa de abrigo que llevaban. Buscaban el calor del fuego que Sheldon tenía encendido. Jin temblaba de arriba abajo y los tres resoplaban de frío. Krahova esperaba que alguno de ellos le diese alguna explicación.

—Vaya viento —exclamó Tórnax—. Creí que no llegábamos. ¿Y los demás?

—Los demás descansan —respondió Sheldon— y vosotros deberíais hacer lo mismo. Mañana debéis partir.

—Un momento —dijo Stan—, necesitamos más tiempo para descansar.

—También lo necesitan en Cumia y mira como están —dijo Sheldon—. No hay más tiempo.

—Pues lo habrá —dijo Tórnax—. No podemos hacer locuras. Con este viento es imposible andar y si mañana sigue, no podremos marcharnos.

—Nadie debe veros en Yíldiz —afirmó Sheldon—. Ahora todos corremos peligro.

—El ejército enemigo está en Cumia —respondió Tórnax—, no en Yíldiz.

—Pero quién sabe dónde estará mañana —dijo Sheldon.

—¿A favor de quién estás Sheldon? —preguntó Krahova—, porque hay cosas que no entiendo.

—¿Qué ocurre aquí Krahova? —preguntó Tórnax a su vez.

—¡Responde! —le inquirió la chica ante la pasividad de Sheldon.

—Que son esas voces —dijo Éltor saliendo de la habitación—. Dejad a Sheldon tranquilo, es un buen hombre que sigue sus órdenes. ¿Qué queréis saber?

—¿Quién es el chico? ¿Quién eres tú? —preguntó Krahova.

—De mí mismo puedo decirte que soy Éltor, cazador, y que según tengo entendido nací en las montañas, al sur de Yíldiz. Somos dos hermanos, Ríbot[54], el mayor, que tendría que estar aquí conmigo y yo. ¿Qué quieres saber más? —preguntó desafiante.

—¿Y tu espada? —preguntó Krahova.

—No es mi espada, es la de mi hermano. Le fue entregada por mi padre antes de morir. La llevo cubierta porque es una espada muy bella y muy antigua y no quiero que me desaparezca. Tengo que devolvérsela a mi hermano. Ignoro de dónde la sacó mi padre, nunca nos lo dijo.

—Perdona Sheldon por dudar de ti —se excusó Krahova—, pero como estuviste en Cumia y no me dijiste nada…

—Había prisa —dijo el hombre—, perdóname tú a mí.

—Del niño sé menos que vosotros —informó Éltor—, pero tal vez se lo podríamos preguntar a él. Despiértale, Sheldon.

Sheldon Tálec cumplió la demanda del cazador y fue a despertar al niño. Mientras, los demás se observaban mútuamente sin entender muy bien lo que ocurría allí. A Stan y a Tórnax les llamó poderosamente la atención los ojos de Éltor, incluso parecía tener cierta semejanza con Jin. El cazador y Jin se miraban continuamente y se dedicaron una sonrisa que no escapó a los ojos de Krahova. Al instante apareció Sheldon con el niño y lo colocó en medio de la habitación.

—¿Tú quién eres? —le preguntó Krahova.

—¿Para eso me habéis despertado? —respondió el niño.

—Da igual que conteste o no —dijo Tórnax asombrado.

—¿Por? —preguntó Stan.

—Porque es el hijo del duque de Xamin —reveló Tórnax—, le conozco.

Todos se quedaron en silencio, lo que Tórnax acababa de decir les había dejado sin habla.

Sheldon bajó la cabeza y llevó al niño de nuevo a su cama, junto a la mujer que seguía durmiendo ajena a todo. Los demás permanecieron silenciosos en el salón y esperaron a que llegase de nuevo Sheldon.

Antes de que regresara el hombre, Tórnax se fue a la cocina y buscó comida entre los enseres de Sheldon, Krahova se dejó caer en la silla dándole vueltas a lo que acababa de oír, Jin se acomodó junto al fuego y Stan se fue a ayudar a Tórnax. Cuando los dos compañeros volvían de la cocina con comida y se disponían a repartir la cena con Jin, apareció Sheldon.

—No entiendo nada —dijo Krahova—. ¿Qué tiene que ver Xamin con Cumia?

—Cumia se alimenta de Xamin —explicó Sheldon—. La ciudad libre y la ciudad rebelde, ¿entiendes? El duque teme que Damon Wacla pueda presionarle y por tanto pone a su hijo a buen recaudo, pero antes de llegar a Cumia, los soldados de Mármora…

—¿Cumia es buen recaudo? —preguntó Tórnax.

—¿Dónde lo llevarías tú? —le preguntó Sheldon.

—A Aras —respondió Jin—, la ciudad maldita. Damon no buscará jamás allí, si es que ha pretendido alguna vez buscarlo.

—Se ha llevado al hijo de Tárneas Krebb —respondió Sheldon—, uno de los posibles monarcas de Hárkad.

—¿Pero el hijo del duque? —preguntó Krahova.

—Los Málcolm gobernaron sobre Aras hace mucho tiempo —explicó Sheldon— y Damon Wacla debe conocer bien la historia, como debe saber que hubo otras muchas familias que fueron reyes de Aras, pero se creen todas extinguidas.

—¿Y los Ármitac? —preguntó Stan.

—El último estaba en Mármora —respondió Sheldon—, pero de eso hace más de dos meses y Damon es el general de los ejércitos allí. Por tanto…

—Por tanto es de suponer que el Ármitac —dedujo Jin—, ya no exista sobre todo después de lo que pasó con el cortejo fúnebre.

—Pero Zennia nos dijo que Damon no parecía tener nada que ver —comentó Stan.

—No parece —confirmó Sheldon—, pero no lo sabemos con seguridad.

—¿Y en Aras quién hay? —preguntó Krahova.

—Gente que quiere que vuelva el antiguo orden —dijo Sheldon—, es decir, que Aras vuelva a ser lo que fue.

—¿Y volver a dividir a Hárkad en dos? —preguntó Éltor—, ¿a un lado los de Barintia y al otro los de Aras?, ¿y volver a otra guerra?

—A eso no puedo responderte —dijo el hombre—. Tal vez en Aras sí puedan. Bueno, lo mejor será ir a dormir, si mañana no sopla el viento…

—Ya veremos —respondió Tórnax—, ya veremos. De momento vamos a descansar.

Sheldon le pidió a Éltor que acompañase a los otros, pues él quería descansar en su propia casa y en la de Krahova hallaría cama para dormir. Éltor asintió sin poner ninguna objeción y todos quedaron en que, según las condiciones del día siguiente, marcharían o no de Yíldiz.

Además alguien tendría que quedarse en el establo con los caballos. Una vez fuera de la casa cogieron los caballos que traían y Krahova les guió hasta el establo donde ella ya había dejado su caballo. Krahova les informó de que en su casa sólo podía quedarse otro, además de Jin y que, por tanto tenían que quedarse dos en el establo. Tórnax y Stan se ofrecieron voluntarios para vigilar los caballos. Iban todos cabizbajos por efecto del fuerte viento que seguía soplando y se sujetaban las capas y los abrigos, inclinando el cuerpo hacia delante, mientras tiraban con fuerza de los caballos.

Ninguno de ellos se dio cuenta de los dos hombres que, apoyados en una esquina a resguardo del viento, les esperaban. Iban vestidos completamente de negro y parecía que no llevaban ninguna arma encima. Cuando llegaron a su altura, fueron los dos extraños quienes les pusieron alerta.

—Hola Jin —dijo uno de los hombres enfundado en una capa que sólo dejaba entrever sus ojos brillantes—. ¿Te acuerdas de mí?

Jin levantó la mirada y, pese a la oscuridad y a la ropa que llevaba aquel que le había hablado, pareció reconocerle ya que dio un paso atrás y empezó a sacarse el arco largo de su espalda. Sus compañeros se alteraron y todos echaron mano de sus armas.

—No queremos haceros daño —dijo el mismo con una tranquilidad pasmosa—, sólo queremos a Jin, ven con nosotros.

—¡No! —gritó Jin—, no le creáis. No van solos, de esto estoy segura.

—Jin, Jin. Tranquila —le recriminaba el extraño—, si vienes con nosotros nadie sufrirá. ¿No vas a causarles daño a tus amigos, verdad?

—¿Pero dónde están los otros? —preguntaba Krahova mientras miraba en todas direcciones igual que hacían Stan, Tórnax y Éltor.

—No los veréis, pero están —contestó Jin con el arco bajo y una flecha en la cuerda—, así actúan los del Círculo Negro.

—Tensa ese arco y eres carroña —amenazó el extraño—. Los demás ya podéis iros, y deprisa porque puedo cambiar de opinión.

—Pues cámbiala —dijo Éltor sacando su espada y lanzándose sobre el individuo.

—¡A cubierto! —gritó Jin lanzándose al suelo, tapándose la cabeza con las manos.

Todos se tiraron al suelo menos Éltor que ya había iniciado su ataque contra el extraño. Una lluvia de flechas sobrevoló el espacio que hacía un momento habían ocupado Jin y sus compañeros, pero el viento era muy fuerte y las flechas salieron despedidas en dirección azarosa y ninguna dio en el blanco. El compañero del que había sido el portavoz de los extraños cogió su espada que estaba apoyada en la pared de la casa que les resguardaba del viento; el otro, el que había hablado, sólo tuvo tiempo de emitir un grito de angustia cuando la espada de Éltor cayó desde arriba y con un golpe certero se introdujo en su cuerpo por el hombro izquierdo. Éltor sacudió la espada cogiéndola con las dos manos, para que el cuerpo sin vida de su enemigo cayese al suelo como una marioneta y se preparó para el siguiente combate, buscando su próximo enemigo.

Krahova había rodado por el suelo después de lanzarse a cubierto y había encontrado la protección de uno de los caballos. Desde allí y viendo a uno de los hombres en un tejado cercano, cargó su arco sabiendo que el viento podría desviar la flecha. Mientras, Tórnax, intuyendo lo que había ocurrido más que verlo, se levantó con la espada en la mano dispuesto a encaramarse a los tejados y animaba a Jin para que le acompañara.

Jin, por su parte, sin apenas llegar al suelo y de un salto extraordinariamente ágil, ya corría pegada a las casas, para ofrecer un ángulo difícil, hacia el primero que había visto que descendía de una de las azoteas. Jin le esperaba abajo con la daga en la mano y no bien hubo puesto su pie en el suelo, le agarró por detrás y, antes de que se diese cuenta de lo que le estaba ocurriendo, era degollado por la mano experta de Jin que lo dejaba caer al suelo sin aliento.

Krahova tuvo tiempo de apuntar antes de disparar, pues su enemigo no se había dado cuenta de que le estaban observando y no había tomado ninguna protección. Krahova esperó pacientemente a que dejase de soplar el viento, aunque sólo fuese un instante, pero no estaba segura de su disparo. El enemigo, desde su posición también cargó el arco, apuntando a la espalda de Éltor que estaba enfrascado en la lucha con el compañero del portavoz. Krahova no podía esperar por más tiempo, pues a pesar de que el viento no facilitaba el disparo, debía hacerlo antes que el otro soltase su flecha hacia el cazador; así pues tensó el arco al máximo y soltó la flecha, pero antes de que llegara a su objetivo, el hombre ya había soltado la suya. En algún momento se cruzaron los dos proyectiles, pero de nuevo el viento los desvió lo suficiente para que no fuesen allá donde habían sido enviados.

Krahova dejó el arco y sacó la espada y fue en ayuda de Éltor que acababa de recibir un corte en el brazo izquierdo.

El hombre del tejado se dio cuenta de que había estado desprotegido y como los proyectiles no tenían efecto por culpa del aire, dejó su arco en el suelo y se dispuso a bajar para luchar cuerpo a cuerpo; sin embargo, en el mismo instante en que se levantaba, se encontró de repente con Jin, aparecida de la nada, que le estaba esperando para clavarle la daga en el vientre y con toda la fuerza de sus brazos, sin soltar el arma, tirar hacia arriba en un golpe seco para después alejarse sin mirar tan siquiera atrás, y sin comprobar que su enemigo caía al suelo ya muerto.

Stan y Tórnax habían localizado a otros dos hombres bajando de los tejados y los cuatro luchaban con sus espadas aunque Stan iba perdiendo terreno. Tórnax mantenía a su oponente a raya, maniobrando con su espada, certeramente, parando los golpes y buscando un instante en el que la defensa de su enemigo dejase un hueco.

Éltor se había retirado un instante para que Krahova maniobrase más cómodamente, arremetiendo con fuerza. Pero ese hombre que tenían delante era muy hábil con la espada y la herida que le había causado al cazador era más profunda de lo que se veía en un principio. Jin corría hacia donde estaba Stan para echarle una mano, pues Tórnax estaba descargando con furia sobre la espada de su enemigo, que sólo podía parar los golpes y que tenía la rodilla en el suelo. Jin estudió la situación e inmediatamente después, aprovechando que el contrincante de Stan estaba medio vuelto de espalda, se lanzó sobre él y le clavó la daga a la altura de los riñones. El herido se agachó, presa del dolor, momento que aprovechó Stan para golpear con la hoja de su espada en la cabeza del que tenía delante; quedó aturdido el tiempo suficiente como para que una nueva combinación de los dos compañeros volviese a provocarle nuevas heridas y golpes que le hicieron caer al suelo.

De improviso, el contrincante de Krahova, viendo que Éltor se olvidaba de su herida y que intentaba volver a la pelea, dio media vuelta y salió corriendo. Krahova intentó alcanzarle, pero corría demasiado, por eso cogió la espada y se la lanzó, clavándosele en el cuerpo como una lanza y dejándole sin vida en el suelo, boca abajo. Tórnax terminaba, en ese instante, con la vida del que estaba delante suyo.

—Volverán más —dijo Krahova al darse cuenta de que no quedaban enemigos por batir—, no van a dejar el asunto así. ¿Cómo tienes el brazo? —le preguntó al cazador.

—Bien, no es una herida muy profunda.

—Vamos a casa, le aplicaremos remedios.

—¿Estáis todos bien? —preguntó Tórnax llegando a la altura de los caballos—. ¿Acabasteis con ellos?

—Creemos que sí —dijo Éltor.

—Todos bien —dijo Stan, que en ese momento llegaba con Jin junto a sus compañeros—. Estás herido, Éltor.

—No es nada —respondió el cazador.

—Éstos no eran los mejores —informó Jin—. Enviarán a más.

—Para eso estamos aquí —dijo Tórnax—, para protegerte. Recojamos los cadáveres y saquémoslos de la ciudad.

—¿Quiénes eran? —preguntó Éltor.

—Luego te lo cuento —le dijo Krahova—. Tórnax y Stan, sacadlos de la ciudad vosotros dos. Tú, Jin, lleva los caballos al establo. Luego ven a mi casa.

—¿Cuál es? —preguntó Jin.

—Es aquella casa de la puerta verde —le indicó la muchacha señalándosela—. Yo voy a curar a Éltor.

Stan y Tórnax registraron a los extraños contra los que habían luchado y después se los llevaron a uno de los bosques cercanos para mantenerlos fuera de la vista de los habitantes de Yíldiz. Jin se llevó los caballos hacia el establo que estaba allí al lado.

Cuando Éltor y Krahova llegaron a la casa de ésta, el hombre se tendió en la cama que la chica le señaló y se sacó la ropa de la parte superior del cuerpo para que pudiesen curarle el brazo.

—Ahora pondré estas hierbas en el agua —dijo ella preparando una infusión para hacer un emplaste y aplicarlo sobre la herida de él.

—Te lo agradezco.

Krahova se sentía perturbada por los ojos del hombre que tenía en su habitación. Cuando empezó a aplicarle el remedio, entró Jin, cerrando la puerta tras de sí.

—¿Dónde duermo?

—Tras esa puerta hay una cama —le indicó Krahova—. Cierra la puerta de la casa con el pasador de madera. En el armario hay mantas.

—De acuerdo. Hasta mañana —dijo Jin cerrando con el pasador.

—Hasta mañana —respondieron Éltor y Krahova.

Krahova cerró la puerta de la habitación y continuó aplicándole el ungüento. Eltor miraba con esos ojos profundos que tanto alteraban a la muchacha, que bajó la mirada azorada y continuó con la cura; aunque los dos sabían que la noche iba a ser íntima y confidente.