Krahova se marchó temprano de la habitación, la tarde no estaba muy avanzada, pero amenazaba tormenta. Los nubarrones grises, venidos del oeste ya ocupaban todo el cielo y para los que conocían aquellas tierras, eso significaba que amenazaba lluvias. La muchacha se trasladó a la tienda de hierbas de Íbram, pero como estaba cerrada, fue a visitarlo a su casa. En cuanto llegó a la casa del herbolario, enseguida se percató de que también estaba cerrada, así pues, dedujo que sólo podía estar en un lugar: la casa de la curación; sin embargo antes de encaminarse hacia allí, le pasó por la cabeza la idea de visitar de nuevo al viejo Xilos.
La casa del anciano estaba bastante cerca de la del herbolario y como Cumia era una ciudad pequeña, moverse le resultó fácil sin desorientarse. Enseguida encontró el nogal seco y la vieja casa enfrente. No sabía por qué, pero algo le hacía intuir que ahora sí encontraría a Xilos. Llamó a la puerta y esperó.
Ya empezaba a creer que nadie iba a abrir la puerta, que el anciano no estaba en casa, cuando se abrió la puerta apenas para ver quién estaba detrás de ella. Como no se veía a nadie, Krahova se atrevió a decir:
—¿Xilos?
—¿Quién le busca? —sonó una voz anciana y cansada al otro lado de la puerta.
—Krahova de Yíldiz.
—Bienvenida Krahova —dijo la voz mientras se abría la puerta de par en par.
La muchacha pudo ver entonces quién le hablaba. Era un anciano un poco encorvado de largos pelos blancos. Su rostro y sus manos, curtidas, arrugadas, dejaban ver la experiencia y el paso de los años. Sus cejas estaban densamente pobladas y sus ojos pequeños, de color azul oscuro, escudriñaban a la joven que tenía delante. Vestía una túnica raída y polvorienta de un color amarronado. Krahova le calculó una edad cercana a los noventa años, tal vez uno de los más ancianos que había visto jamás.
—¿Puedo pasar?
—Claro, claro —repuso el anciano—. Adelante.
Al entrar en la estancia de Xilos, lo primero que notó fue un cambio de temperatura. En el interior había un calor agradable, aunque a la vista no hubiese ninguna fuente de calor, ni ninguna chimenea. La estancia estaba en penumbra, la poca luz que entraba de la calle y una vela encendida eran las fuentes de luz. También pudo observar que había un mostrador de madera, pequeño, en el centro y multitud de objetos por todas partes, incluso colgados el techo. Una vieja cortina en una puerta al fondo de la habitación separaba el lugar donde se encontraban de lo que Krahova imaginó que sería la casa del anciano. Curiosamente no olía a cerrado, era como sí aquella mañana hubiese estado ventilado.
—¿Qué deseas? —le preguntó el anciano poniéndose detrás del mostrador.
—En realidad no he venido a comprar nada.
—Te he preguntado qué deseas, no qué ibas a comprarme —le sorprendió el anciano con su respuesta.
—Íbram me dijo que debía preguntarte por qué no buscaste a Jin cuando desapareció.
—Íbram no puede haberte dicho esto, porque él sabe que sí lo hice. Tal vez —continuó Xilos—, quien no lo sepa, seas tú.
—Verás… Jin ha vuelto, ha venido con nosotros.
—Lo sé, como sabía cuando se fue que algún día volvería, pero no creí que lo hiciera tan pronto.
—¿Pronto? Han pasado seis años, según me dijo Íbram.
—¿Sólo querías eso? —preguntó de forma tajante el viejo—. Yo creo que no.
—Si ya sabes que está aquí… no sé qué más puedo querer —dijo la muchacha encogiéndose de hombros—. Jin no es hija tuya, ni nieta, ¿verdad?
—No, ni sobrina. La dejaron frente a mi puerta una noche oscura sin luna cuando calculamos que tendría unos seis meses —explicó el anciano— y entre Íbram y yo la cuidamos y la educamos.
—¿Y quién la dejó aquí? —preguntó ella con curiosidad—. ¿No lo supisteis nunca?
—Alguien que no podría con ella. Algún viajero, quién sabe.
—Bueno, pues ya no tengo más preguntas. Ahora supongo que volverá a quedarse.
—Ella debe decidir si quiere hacerlo.
—Debo hablar con Íbram, gracias por atenderme.
—Vuelve cuando quieras. Estaré esperándote.
Krahova abandonó la casa de Xilos algo contrariada, pero sobre todo intrigada por lo enigmático de su interlocutor. Fuera, el golpe de frío le hizo darse cuenta de lo bien que se estaba dentro. El viejo debía de tener un sistema muy eficaz de calentamiento de su vivienda. Sin darle más vueltas al asunto se dirigió hacia la casa de la curación en busca del herbolario.
En cuanto llegó y preguntó por él, al soldado que había en la puerta, éste le comunicó que hacía un instante que se había marchado. Seguramente se habría ido a la herboristería.
Krahova determinó que subiría para ver cómo seguían sus compañeros. Cuando llegó a la habitación, su sorpresa fue enorme. Tórnax seguía en la cama, dormido, pero con un rostro y un color más esperanzador, pero Jin no estaba. La cama que había ocupado la jovencita estaba vacía y la ropa se la habían llevado. Krahova buscó alguno de los ayudantes que siempre había en la casa hasta que halló a uno transportando objetos, para preparar hierbas, hacia alguna de las estancias.
—¡Oye! ¿Sabes dónde está la joven que llegó ayer? —preguntó Krahova con cierto nerviosismo—. Su cama está vacía.
—Si no está en su habitación, solamente puede significar dos cosas. O le han… —respondió el muchacho.
—¿Alguien sabe lo que le ha sucedido? —empezó a alzar la voz.
—¿Qué pasa aquí? —dijo otro joven saliendo de una de las habitaciones cercana—. ¿Quién grita?
—¿Sabéis algo de Jin? —imploró Krahova.
—¿Os referís a la chiquita que trajeron ayer?
—Sí, a esa. ¿Dónde está? —dijo la muchacha con la voz temblorosa.
—Íbram certificó su curación hoy, después de las comidas. Se fue en cuanto Íbram le dijo que podía hacerlo.
—Vaya —respiró hondo Krahova, mucho más tranquila—. Y gracias.
Krahova abandonó la casa de la curación mucho más alegre y se encaminó hacia la tienda del herbolario, para saber dónde habría ido Jin, olvidándose por completo de los asuntos que quería tratar con el consejo. A medida que se iba acercando a la herboristería, empezaron a caer gotas de lluvia y el viento era frío y desagradable. Los que construían la muralla dejaron el trabajo rápidamente y todos corrieron a sus casas a refugiarse y a tomar un merecido descanso.
Antes de llegar a la tienda de Íbram, Krahova decidió pasarse por un puesto de postas, pues creyó importante comunicarse con Féllow y decirle que no habían podido rescatar al niño, pero que en cuanto pudiesen abandonar Cumia, se dirigirían a Dapur con la intención de interceptarlos antes de que saliesen hacia Mármora, tarea en la que Stan les ayudaría mucho, pues él conocía a Wylan Kedir y podría darles información interesante.
Stan se levantó de la pequeña siesta que se había echado, bajó al salón de la posada y después de comprobar que no estaba Krahova, pues el posadero le había comunicado que se había marchado temprano, se dirigió a la tienda de Íbram. En un instante llegó a su destino, pues la posada estaba casi al lado de la herboristería. Íbram estaba colocando unas hierbas sobre el mostrador cubierto de mármol y al oír que se abría la puerta levantó la cabeza para ver quién entraba.
—Buenas tardes, Stan —saludó.
—Hola.
—Mira estas hierbas y dime si reconoces alguna —le indicó.
—Veamos… esta sí —dijo señalando una raíz.
—Díjor. Bien, un reconstituyente, aunque no creo que le hiciese mucho.
—A Jin también le di una.
—Pues a Jin le debió ir mejor, pues ya corre por Cumia —le comunicó el hombre.
—¡Qué bien! —exclamó Stan—. Después iré a verla.
—Eso si no viene ella antes a ti.
—Esta hoja… —prosiguió la identificación señalando sobre el mostrador de mármol—, era parecida, pero como más dentada.
—¿Cómo esta hoja? —dijo mostrándole una que sacó de una caja.
—¡Sí! Como esta hoja.
—Túrgeri —le comunicó el herbolario—, detiene las hemorragias, es un potente cicatrizante. Bien hecho, Stan.
—También les di una flor azul —dijo Stan recordando.
—De eso no tengo —comentó Íbram—, pero sólo puede ser gorfira. Eso les salvó la vida, aunque corre el peligro de crear adicción. Pero eso lo veremos dentro de unos días.
—Vaya —se lamentó el muchacho—, no sabía que…
—Cuanto más potentes son, más peligros corremos. No es bueno abusar de ellas.
—También le di otra raíz —continuó Stan—, pero más blanquecina que la que te he dicho antes.
—Tampoco tengo de esto, pero no importa, con lo que me has dicho, creo que… —se interrumpió Íbram para ver quién entraba en la tienda.
—Hola —saludó Krahova.
—Hola —respondieron los dos a la vez.
—Han dejado marchar a Jin —dijo la muchacha encarándose a Stan.
—Algo me ha dicho Íbram. Iba a verla ahora.
—Pues ya no está en la casa de la curación, vengo yo de allí.
—¿Ya no está? —preguntó el herbolario—. Estará con el viejo Xilos, tendrán cosas que contarse.
—También hablé con el anciano —explicó Krahova.
—¿Y? —quiso saber Stan.
—Enigmático individuo —resumió la chica—. Hay cosas que…
—Jamás las entenderías —atajó Íbram—. Fíjate lo anciano que es, tú lo has visto. A veces se va de la ciudad y no vuelve en semanas. Y lo más curioso, vuelve cargado de hierbas que me entrega y algunas de ellas sólo crecen en la alta montaña. ¿De dónde las saca?
—Habrá algún lugar que él conoce donde nazcan plantas que crecen en lugares no habituales —respondió Krahova intentando encontrar una explicación lógica.
—Imposible —respondió el herbolario—, en los años que llevo dedicado a las hierbas, jamás vi hojas de glaufedia por debajo de los cuatro mil metros de altura.
—Vaya con el viejo Xilos —comentó Stan—, ¿y por dónde sube a esa altura?, porque escalar no creo que pueda, digo yo. Seguirá algún camino, ¿no?
—¿Camino? —dijo de repente Krahova—. Si existe algún camino que ascienda a esa altura es muy probable que…
—¿Qué? —dijo el herbolario—. Continúa…
—Nada, tonterías —se apresuró a decir con la mirada pensativa—. ¿Has acabado ya, Stan?
—Sí —dijo el hombre—. Con lo que me ha dicho he tenido suficiente.
—Por cierto, Íbram, no tenemos dinero para pagarte la hoja, ya te lo dijimos… —dijo Krahova preocupada.
—No te preocupes. El consejo tiene algo que pediros, pero estamos esperando que se recupere Tórnax, él también tiene que decidir. Ya hablaremos.
—Vámonos —dijo Stan—. Hay que buscar a Jin e ir a comprar la cota.
Stan y Krahova abandonaron la herboristería contrariados por lo que les habían contado del viejo Xilos e intrigados por lo que el consejo les pediría. No sabían qué podía ser útil para el consejo y, además, que ellos pudiesen cumplirlo.
Krahova se paró en seco en medio de la calle, bajo una llovizna bastante intensa. Stan se la quedó mirando, tal vez esperando que ella dijese alguna cosa de lo que le pasaba por su cabeza, cuando una palmada en la espalda a ambos les sorprendió.
—Hola —exclamó Jin—. Os he estado buscando.
—Pues no has encontrado —refunfuñó Stan.
—Vamos a la posada donde os alojáis —propuso Jin.
—Tenemos que ir a comprar una cota —repuso el muchacho—. Se avecinan malos tiempos y…
—Déjate de tonterías —se mofó Jin—. Para cuando quieran llegar los soldados de Mármora, que todo me lo ha contado Xilos, nosotros ya no estaremos aquí.
—¿Qué te ha contado Xilos? —preguntó Krahova cogiéndole del brazo.
—Me haces daño Krahova —se quejó Jin—, suéltame.
—Perdona —se excusó Krahova, confusa.
—Tengo algo para vosotros —confesó Jin.
—¿Qué? —preguntó Stan.
—Vamos a la posada y os lo enseño —dijo dándose importancia.
Jin encabezó la marcha casi perseguida por los otros dos, totalmente intrigados, sin perderle el paso hasta que llegaron a la posada. Una vez dentro, Jin llamó al posadero y pidió cerveza para todos. Esperó a que la sirviesen y de nada les sirvió a Krahova y a Stan que se impacientasen e intentaran sonsacarle qué cosa tenía.
Una vez el posadero les hubo dejado solos, Jin, con toda solemnidad, rebuscó en su mochila y poniéndose un dedo frente a su nariz, pidiendo silencio a sus compañeros, sacó un papel arrugado y amarillento y lo colocó encima de la mesa. Sus dos compañeros se miraron entre sí, sin atreverse a decir palabra, luego miraron a Jin como interrogándole. Jin miró hacia un lado y otro y cuando se cercioró que los pocos clientes que había en la posada no tenían ningún interés por lo que pasaba en su mesa, entonces empezó a desplegar el papel apergaminado, dejando ver lo que, en principio, parecía ser un viejo mapa.
Poco a poco, sus dos compañeros fueron identificando los símbolos necesarios para interpretar lo que allí había representado. El mapa tenía una firma.
—¿De dónde lo has sacado? —dijo Krahova con la boca abierta todavía por la sorpresa, al empezar a comprender de qué se trataba.
—Sssch… Lo tenía el viejo en su casa —respondió Jin—. Y creo que te será útil Krahova.
—Pero… —balbuceaba la muchacha—, pero…
—¿Alguien puede decirme qué es este mapa? —preguntó Stan muy molesto—. A qué viene tanta sorpresa.
—Para empezar, Stan —explicó Krahova—, fíjate en la firma.
—Kilias Nor —leyó el chico—, ¿y?
—¿No sabes quién era Kilias Nor? —preguntó Krahova en un hilo de voz—. El cartógrafo oficial de Íler Ármitac, el gran rey. Este mapa tiene al menos…
—Doscientos años como mínimo —sonrió Jin—, o más.
—Así debe ser, seguro que ya no es válido —repuso Stan sin llegar a comprender la importancia que podía llegar a tener el objeto.
—Pero, Stan —se sorprendió Krahova—. ¿No ves que es un mapa que dibuja un posible camino a través de La Muralla?
—Y si es cierto, ¿por qué no lo cruzó el rey? —preguntó incrédulo Stan—. Eso debe ser mentira, las montañas no pueden cruzarse.
—¿Pero no acabas de oír lo que dice Íbram sobre el viejo? —dijo Krahova—. Esto podría ser una buena explicación.
—¿Y para qué queremos esto? —preguntó Stan.
—Guárdalo Jin —dijo Krahova—, si esto llegase a manos de…
—Es tuyo —dijo Jin—, lo cogí para ti.
—¿Y el viejo?
—Seguro que no lo echará en falta. Tiene tantas cosas…
—Repito que es falso —dijo Stan molesto—, si no cómo es que Íler no cruzó las montañas él mismo.
—Un poco de historia no te vendría nada mal —repuso Jin enfadada—, Stan. Te recuerdo que Kilias Nor, después de cartografiar la Gran Llanura, se dedicó a otros menesteres como lo de hacer lo mismo con La Muralla. Kilias desapareció mientras realizaba este trabajo y sus compañeros de expedición, que jamás pudieron hallar el cuerpo, supusieron que habría muerto en alguna de las gargantas.
—¿Y cómo le ha llegado el mapa al viejo? —preguntó Stan en un intento de demostrarles que era falso.
—Eso no lo podemos saber —respondió Krahova—, porque preguntárselo a Xilos es aceptar que lo hemos visto y darse cuenta de que ya no lo tiene.
—Claro —repuso Jin.
—Vaya, vaya. Así que las leyendas sobre este mapa eran ciertas —dijo Krahova mientras guardaba el plano en su mochila—. De esto no tiene que enterarse nadie, ¿de acuerdo?
—¿Ni Tórnax? —preguntó Stan.
—¡Nadie! —ordenó Krahova—. Y ahora vamos a por la cota, ¿nos acompañas Jin?
—No, os espero aquí.
—Hasta luego —se despidió Krahova, cogiendo a Stan por el brazo y llevándoselo a la calle.
Stan seguía a Krahova por las calles de Cumia con la lengua fuera. Daba la sensación de que la muchacha tenía prisa por comprar la cota de su compañero y volver cuanto antes a la posada. No estaba segura de lo que haría Jin la próxima vez, pero era evidente que si Xilos descubría que le habían robado el mapa, se iba a armar una buena, pero devolverlo era muy difícil para ella, era la prueba que había estado buscando para sacar a su padre de la cárcel.
El mapa del que le había hablado a Landin era una realidad y deseaba examinarlo con más detenimiento, e incluso se le pasó por la cabeza hacer una copia antes de devolvérselo al viejo, pero sabía que eso era difícil, no disponían de tiempo, aunque Tórnax no había despertado todavía.
Stan viendo que Krahova iba sumida en sus cavilaciones y que en una esquina cogía otro camino que no conducía a la tienda que él había visitado aquella mañana, la llamó. Cuando llegaron al comercio, éste estaba abierto, pues la lluvia que caía había permitido a los que construían la muralla, tomarse un respiro, y por tanto, volver a sus actividades cotidianas.
Entraron en la tienda y Stan le señaló a Krahova las tres cotas colgadas del techo.
—Son esas. Buenas tardes.
—Buenas tardes —contestó el mercader—. Has vuelto, veo que estás interesado.
—Quisiera examinarlas mejor —dijo el muchacho.
El hombre de la tienda las descolgó y las dejó encima del mostrador para que las examinasen con cuidado y detenimiento. Krahova iba tocando, acariciando y dándole vueltas para observar el grado de deterioro o los posibles agujeros o roturas de costuras que pudiesen tener. Después de haberlas examinado se las pasó una por una a Stan para que se las probase, cosa que el muchacho se dispuso a hacer de inmediato.
—Ésta te queda muy ajustada, demasiado —comentó Krahova.
—Veo que entendéis, señora —dijo el hombre de la tienda.
—Algo, no mucho —respondió la chica—. Pero sé si me quieren engañar.
—Más lejos de mi intención. Esta le queda mucho mejor —dijo refiriéndose a la segunda que acababa de probarse—, y es muy buena.
—Lo parece —dijo Krahova—, veamos el precio.
—Pero esto es muy incómodo —comentó Stan.
—Tendrás que acostumbrarte —le explicó Krahova—. Al principio cuesta un poco.
—¿Qué te parece Krahova?
—Yo creo que me quedaría con la segunda, es, de las tres, la que mejor te queda. ¿Qué precio tiene? —preguntó la chica al vendedor.
—Seis monedas de oro.
—Es excesivo y lo sabéis —dijo Krahova—. Cuarenta y ocho de plata.
—Imposible señora, muy económico vendéis —empezó el regateo el señor—. Cincuenta y ocho.
—Cincuenta y no damos más.
—No encontraréis nada mejor por aquí. ¿Cincuenta y cinco?
—De acuerdo —respondió satisfecha Krahova mientras le guiñaba el ojo a Stan.
—Pero… —protestó el muchacho—, ¿de plata?
—Claro, acaso piensas que estás comparando una armadura completa.
—De acuerdo.
Stan sacó de su mochila seis monedas de oro con el símbolo de Barintia y las depositó encima del mostrador mientras se ponía la ropa encima de la cota que ya llevaba. El hombre examinó las monedas y le devolvió cinco de plata con los símbolos de Yíldiz, que Krahova identificó de inmediato. Fue Krahova quien recogió las monedas y antes de que Stan hubiese acabado de vestirse, se lo llevó del brazo hacia la calle. Krahova respiró hondo, como si hubiese tomado una decisión y se encaminó hacia la casa del viejo Xilos.
—¿Dónde vamos? —preguntó Stan corriendo tras ella.
—Si quieres volver a la posada, ve. Yo voy a devolver el mapa.
—Pero cómo le explicarás a Xilos que…
—Algo se me ocurrirá. Vete a la posada —prefirió Krahova— y vigila a Jin, para que no haga más de las suyas.
—De acuerdo —aceptó Stan—, luego nos vemos.
Aunque fina, la lluvia iba calando y cuando Krahova estuvo de nuevo frente al nogal seco, estaba completamente empapada. La casa del viejo seguía cerrada y no parecía que hubiese nadie, pero Krahova estaba tan decidida que llamó a la puerta. Transcurridos unos instantes, cuando se disponía a llamar de nuevo, se oyó ruido tras la puerta y después se abrió ésta, mostrando al viejo Xilos, otra vez.
—Te vas a mojar, pequeña. Entra —la invitó Xilos.
—Ya me he mojado. Gracias de todos modos.
—Por fin vuelves, a pedirme aquello que deseas, ¿no es así? —preguntó enigmático el anciano.
—Venía a devolverte esto, creo que es tuyo —dijo Krahova sacando el mapa de la mochila—. Perdona a Jin, es muy joven todavía…
—¿Acaso crees que no lo sabía? Ella se lo llevó para dártelo a ti. Yo mismo lo dejé a su vista para que se lo llevase.
—Pero… —dijo extrañada la muchacha—, ¿cómo sabéis…?
—Conozco a Sheldon Tálec, pequeña. Y hace un par de días hablé con él, de vosotros. Te tiene en muy buena estima y se siente feliz de que sigas con vida.
—Pero si hay más de tres días de camino hasta Yíldiz…
—Ayer se fue de Cumia, no quiso decirte nada. Ahora tú tienes tus misiones y él, las suyas. Pero va a enviar a alguien para que os ayude.
—¿Alguien? ¿Para que nos ayude? —preguntó Krahova—. No entiendo.
—Tiempo, date tiempo, pequeña. Tórnax, tu amigo, ha abierto los ojos y esta noche os visitará el consejo para pediros algo. Recuerda que le debéis la vida a Íbram y a toda la ciudad de Cumia.
—Pero nosotros tenemos que ir tras Landin y el hijo de Tárneas —dijo Krahova.
—Esos asuntos ya no os competen. Otros —y pronunció esa palabra con una entonación diferente para resaltarla— ya se están ocupando de ello. Vosotros habéis hecho lo que habéis podido; y ha sido mucho porque habéis traído información muy útil y habéis acabado con alguno de ellos. Ahora vuestra misión es otra, es el favor que va a pediros Cumia.
—¿Y el mapa, no lo queréis?
—Es tuyo. Nadie más que tú —explicó Xilos— desea tanto demostrar que pueden atravesarse las montañas. Lo encontré yo hace mucho tiempo junto a los restos de alguien que debió despeñarse. Posiblemente fueran los restos de Kilias Nor, que terminó su vida en el intento. Compruébalo tú misma intentándolo y si es cierto, podrás sacar a tu padre de la cárcel.
—Pero se necesita dinero para…
—¿Y quién va a pagar? —le respondió Xilos—. Recuerda que se acerca la guerra y mientras se lucha, el dinero sólo sirve para hacer armas y comprar mercenarios. Aquí poco podemos hacer, pero en Léstora y en Barintia le plantarán cara a Mármora y Dapur. Nadie te hará caso si les muestras el mapa, debes mostrarles el camino. Además es mejor que esté en tus manos, ya me entiendes.
—Gracias Xilos —dijo Krahova emocionada, dándole un beso en la mejilla.
—Ahora vete con Tórnax y los tuyos. Hay muchos intereses en la corona y el de Cumia no deja de ser uno más. Cuidad de Jin.
—Lo haremos. No te preocupes —prometió antes de irse.
Cuando salió a la calle, las lágrimas de emoción se mezclaban con el agua de lluvia. Se dirigió a la casa de la curación para ver a su amigo Tórnax, pero cuando llegó un soldado le impidió el paso.
—No puedes pasar —dijo el guardia de forma contundente.
—Pero si mi amigo está ahí dentro.
—Mañana —fue la respuesta del soldado.
Krahova se quedó un buen rato en la puerta de la casa de la curación, pero como veía que el soldado no iba a deponer su actitud, se decidió a abandonar el lugar y volver a la posada para comunicar a Jin y a Stan lo que Xilos le había revelado. Debían oír la propuesta del consejo, el anciano le había dicho que era una más, ya decidirían.
Por efecto de la lluvia y el cielo cubierto, cuando Krahova llegó a la posada ya era bastante oscuro. Dentro había unas pocas personas sentadas en las mesas, charlando, pero no vio a ninguno de sus dos compañeros. Inmediatamente se dirigió a su habitación para cambiarse la ropa mojada y no coger un resfriado; después de un rato, en que intentó secarla lo mejor que pudo, volvió a bajar al salón a esperar a sus amigos y cenar con ellos, intentando imaginar lo que debía estar ocurriendo en la casa de la curación con Tórnax.
Largo rato tuvo que esperar Krahova hasta que llegaron sus dos compañeros. El sol ya se había ocultado y el cielo tenía un intenso color rojizo mientras en los cristales de las ventanas de la posada podía oírse el golpeteo de las gotas de lluvia cada vez más intensa, empujada por ráfagas de viento. El tiempo estaba empeorando, pero parecía que no iba a volver a nevar. Krahova ya había pedido la cena y estaba comiendo sola en el salón, pues en la posada ya no estaba alojado nadie más que ellos. El rumor de la guerra había hecho huir a los pocos comerciantes que no eran de Cumia hacia sus ciudades, sobre todo después del encuentro que habían tenido el representante o emisario de Mármora y Cónel Úrgom, miembro del consejo de la ciudad. La guerra asustaba a todos y Cumia, la ciudad libre, era una ciudad vacía de extranjeros e incluso de nativos, excepto Tórnax, Stan y ella misma; Jin, al parecer, podía considerarse de allí.
Casi había acabado de cenar cuando del piso superior bajaron Stan y Jin, riéndose y charlando animadamente. En cuanto vieron a Krahova hacia allí se dirigieron.
—¿Qué os hace tanta gracia? —preguntó Krahova.
—Le contaba anécdotas de Dapur —respondió alegre Jin.
—¿Qué ha dicho Xilos? —preguntó Stan, recordando de pronto de dónde venía Krahova.
—Tórnax ha despertado —anunció la muchacha—, pero no he podido ir a verlo. No me han dejado entrar en la casa de la curación.
—Bueno, así nos iremos pronto —dijo Stan sin darle importancia al hecho de que no hubiesen permitido a Krahova entrar a ver a Tórnax—. ¿A Mármora?
—No, Stan, ni a Dapur, tampoco.
—¿Adónde? —quiso saber el muchacho.
—No lo sé todavía, pero lejos de Cumia —respondió Krahova.
—¿Pero iremos tras Landin, no? —preguntó Jin.
—No —bajó la cabeza Krahova—, el consejo quiere pedirnos un favor y creo que no nos quedará más remedio que aceptar.
—¿Qué favor? —preguntó extrañado Stan.
—No me preguntéis. No sé nada —respondió Krahova entristecida—. Le debemos la vida a Cumia. Cenad ahora, es posible que esta misma noche nos lo propongan.
Jin y Stan comieron lo que les sirvieron, una cena más bien escasa y ligera, aunque el posadero se excusó diciendo que no le llegaban las provisiones que antes llegaban a la ciudad; comentario que les hizo caer en la cuenta, de nuevo, que la situación no era muy halagüeña y que la guerra podía llegar de pronto, cuando menos se lo esperasen. Comieron en silencio, cada uno pensando en sus cosas y sólo después de comer el posadero se acercó a ellos y se atrevió a hablarles.
—Si me permiten…
—Di —le espetó Krahova—, ¿qué ocurre?
—Verán… tengo que pagar algunas cosas y…, como no sé los días que van a quedarse…
—Quieres que te paguemos hasta esta noche, ¿no es eso? —acabó la frase la muchacha.
—Sí —respondió el posadero más tranquilo.
—No hay problema —respondió Krahova y los demás asintieron con la cabeza.
—Veamos… —calculó el posadero—. Vos, señor, cincuenta y cinco de cobre, la señora, veintisiete y la chica dos de plata.
—No sé cuánto nos vamos a quedar, creo que poco —le comunicó Krahova mientras todos iban poniendo las monedas que se les había pedido sobre la mesa—, pero si decidiésemos quedarnos más tiempo te iríamos pagando al día.
—De acuerdo —respondió el posadero.
Los tres amigos se quedaron sin moverse un buen rato, hasta que finalmente Krahova se levantó.
—Yo voy a dormir un poco.
En ese instante se abrió la puerta de la posada y todos miraron en dirección a la entrada para ver a Íbram, completamente empapado, entrar rápido en el salón donde estaban. Se sacudió el agua de la copiosa lluvia que caía, levantó la mirada y se dirigió hacia ellos.
—El consejo reclama vuestra presencia.
—¿Ahora? —preguntó Jin.
—Ahora mejor que más tarde —les comunicó con seriedad—. Las tropas de Mármora ya han instalado su primer campamento a menos de media jornada de Cumia. Pronto van a llegar más soldados y entonces salir de la ciudad, sin ser vistos, va a ser muy complicado.
Los tres, sólo con oír esas palabras, se dieron toda la prisa que pudieron. Cogieron sus cosas y esperaron a que el herbolario les diese las instrucciones. Una vez los vio equipados, Íbram les dijo que debían dejar todo en la posada, pues en la sala del consejo debía entrarse desarmado y que allí donde iban no las necesitaban, que ya tendrían tiempo de volver a por ellas.
El hombre les condujo, baja una intensa lluvia y un viento fuerte y frío por las calles de Cumia hasta llegar ante el palacio en el que Stan había estado a su llegada a la ciudad. Entraron dentro de la casa del consejo, pero esta vez no les llevaron a la sala porticada, sino que entraron por otras dependencias hasta llegar a un salón recubierto de madera hasta media altura que hacía más acogedora, y también más cálida, la estancia. En los dos extremos de la sala había unos gruesos y altos candelabros de hierro que iluminaban por completo el lugar. Alrededor de la sala, junto a las paredes, había varias sillas y una gran mesa rectangular en el centro; la mesa era de nogal, ricamente tallada y decorada y se conservaba en muy buen estado. Sobre la mesa había cuatro candelabros más, pequeños, con muchas velas encendidas para dar una mayor y mejor iluminación a lo que se hacía y había encima de la mesa.
Cuando entraron los tres amigos, seguidos de Íbram, les estaban esperando de pie los cinco consejeros con los semblantes serios y preocupados, y sentado en una silla, en un extremo de la mesa, su amigo Tórnax, recuperado pero demasiado débil todavía para levantarse. Los tres corrieron a saludarle y a abrazarlo bajo la atenta mirada de todos los consejeros y la leve sonrisa del herbolario.
—Tomad asiento —dijo Zennia, la principal del consejo.
Cada uno cogió una silla y se sentó alrededor de la mesa de forma que en un extremo, presidiéndola, estaba Zennia y enfrente, opuesto a ella, Íbram Áftad, el herbolario. Al sentarse se dieron cuenta de que encima de la mesa había unos rollos de papel escrito y otros que parecían planos y mapas de la zona.
—Lo que nos reúne aquí a todos ya sabemos que es grave —empezó diciendo la principal del consejo—. Por eso debemos actuar con presteza. Habéis llegado a Cumia en un mal momento, pero no deja de ser un momento óptimo para nosotros. Cuando nos enteramos que Damon Wacla intentaba apoderase del trono de Hárkad, evidentemente, decidimos que nosotros íbamos a seguir siendo una ciudad libre. Algunos se marcharon de Cumia en los siguientes días, temiendo lo peor, y no les faltó razón; pero otros decidimos quedarnos y enfrentarnos a lo que el destino nos tenga reservado. Incluso algunos confiaron, y siguen confiando, en nuestra lucha, pero teniendo en cuenta los campamentos militares de Mármora que ya se han establecido en las cercanías de Cumia, os queremos pedir un gran favor.
Los tres compañeros que habían entrado en la sala prestaban el máximo de atención, sin embargo Tórnax parecía saber ya lo que se les iba a pedir, pues parecía bastante tranquilo y despreocupado y parecía no tomar mucho interés.
—Existe un muchacho, de diez años —continuó su discurso Zennia—, que nos iba a ser confiado para su protección, pero no ha llegado todavía a Cumia, pues la presencia de los soldados de Mármora le han hecho temer y se ha desviado a Yíldiz.
—Hemos hecho un cálculo aproximado —intervino Cónel Úrgom, consejero y general del ejército de Cumia—. En caso de que sólo nos asedien, con las provisiones que tenemos en nuestro almacenes, podemos resistir un mes, aproximadamente. Contando siempre que no nos envenenen las aguas del río.
—Por lo que hemos visto —comentó Íbram—, son dados a utilizar venenos. Vosotros sois una prueba.
—Si nos atacan frontalmente —continuó Cónel—, no creo que resistamos más de una semana. Eso contando con que no vamos a recibir ayuda.
—¿Y Yíldiz no puede ayudaros? —preguntó Krahova.
—Cuando caiga Cumia —respondió Cónel— las tropas de Mármora irán hacia el norte, aunque estarán algo mermadas. Eso esperamos. Si Yíldiz se implica ahora, es posible que caigamos las dos ciudades al mismo tiempo. Y eso no sería nada bueno para Barintia.
—Así que, tarde o temprano —explicó Zennia—, Cumia caerá y todo lo que podamos salvar de ella, puede que en el futuro sea indispensable para que vuelva a ser reconstruida como una ciudad libre. Y entre esas cosas está ese muchacho.
—¿Y no se puede quedar en Yíldiz? —preguntó Stan.
—Sería una agonía retrasada para él —respondió Zennia—. Acabaría por ser apresado.
—¿Y quién es el muchacho? —preguntó Krahova.
—Eso lo sabréis en su momento —respondió Zennia.
—Cuantos menos lo sepan, más seguro —dijo Ískam Arien[49], un consejero delgado y pelirrojo que hasta entonces había permanecido en silencio.
—¿Y cómo podemos ayudaros? —preguntó de nuevo Krahova.
—Hemos pensado —intervino Zennia— que podríais recogerlo en Yíldiz y llevarlo a… Aras.
Tórnax sonrió sentado en su silla, apenas se había movido desde que había empezado aquella reunión, pero a pesar de permanecer tranquilamente sentado, daba la sensación de que algunas de las preguntas que ahora hacían sus compañeros, él las había hecho antes.
Ahora eran sus compañeros los que, agitados por el deseo del consejo, hablaban entre sí, alzando cada vez más la voz, nerviosos; mientras que Zennia levantaba la mano en señal de calma. La agitación se había apoderado de ellos, el solo nombre de Aras, la ciudad maldita, para ellos era un sacrilegio y aunque Zennia pedía con su voz que hubiese silencio para proseguir, los tres amigos se exclamaban, gesticulaban y los demás miembros del consejo cabeceaban pensando que no había sido muy buena idea confiarles esa misión.
—¡Un poco de calma! —gritó Íbram haciéndose oír por encima de todos—. Un poco de silencio.
—Veamos, amigos —dijo finalmente Zennia después de que todos volviesen a callarse—. ¿Cuál es el problema? Uno a uno, si no os parece mal.
—Pero si lo que queda de esa ciudad son sólo ruinas —dijo Krahova—. ¿Por qué allí?
—Hace ya algunos años —empezó diciendo Íbram— que algunos antiguos habitantes de Aras han vuelto a habitar sus ruinas, pero sólo los de Cumia lo sabemos y lo mantenemos en secreto, porque nos conviene a todos. Los Ármitac —prosiguió— hicieron muy bien su trabajo, pero todo acaba por olvidarse, incluso las prohibiciones. Damon Wacla, estamos convencidos, no sabe nada de esa gente. Es el único refugio que nos queda a muchos. Además, ¿quién maldijo la ciudad convirtiéndola en ruinas y prohibiendo que nadie, bajo la amenaza del castigo y la muerte ejemplar, viviese en la que antaño fue la gran ciudad de Aras?
—Íler Ármitac —respondió Krahova—, el gran rey.
—¿Y hay ahora algún Ármitac en el trono? —preguntó Cónel.
—Yo quiero preguntar una cosa —dijo Stan—. ¿Por qué tenemos que ir nosotros?
—Debéis un favor a la ciudad —contestó Zennia—. Este es el favor que os pedimos.
—En todo caso —prosiguió Stan—, se lo debemos a Íbram.
—Yo soy la ciudad —respondió Íbram—. Da lo mismo a quien se lo devuelvas.
—Además —dijo por primera vez Tórnax— yo ya he aceptado la misión, aunque tenga que ir solo.
—Solo no irás —se apresuró a decir Jin—. Yo voy contigo.
—Y yo —añadió Krahova con rapidez.
—Pero ¿no hay nadie en Cumia que no pueda hacerlo? —insistió Stan—. Me he dado cuenta de que no hay jóvenes en Cumia, ¿acaso les planteasteis lo mismo y huyeron?
—No quiero ver malicia en tus palabras —explicó Zennia—. Todos en Cumia son necesarios ahora y más me gustaría que os quedaseis aquí a defender la ciudad, porque estoy segura de que sois gente de valor y de experiencia; y eso es precisamente lo que necesitamos. Tú mismo acabas de decirlo, no hay jóvenes en Cumia, porque desaparecieron de la ciudad hace ahora tres meses escasos.
—¿Desaparecieron? —preguntó Krahova.
—Llegaron a Cumia gentes procedentes de Xamin, de Dapur y de Barintia. Iban todos juntos, mercenarios liderados por una mujer joven. Estuvieron cuatro días en la ciudad, siempre detrás de los jóvenes y al quinto día, cuando despertamos, se habían ido. Nuestro jóvenes con ellos.
—¿Y dónde fueron? —preguntó Tórnax cada vez más interesado.
—No lo sabemos —respondió Cónel—. Aunque casualmente, a la semana de haberse ido, el cortejo fúnebre de Íged Ármitac, en el que iba su mujer Jania Desolt y el capitán general de Barintia, Jal Jármush, fueron atacados en una emboscada, relativamente cerca de aquí. Sólo una pudo escapar, ya lo sabéis.
—Dos —dijo Íbram—. Olvidáis la que está en Xamin.
—Estaba —dijo Tórnax—. Murió, aunque dijo cosas interesantes antes de morir.
—¿Y tú cómo puedes saber tanto? —preguntó Ebén Ezer, otro miembro del consejo.
—Es un Némolin —respondió con rapidez Íbram—. Enséñanos la daga.
—¿Un qué? —preguntó Stan.
—Luego te lo explico —dijo Tórnax mientras mostraba la daga ante el consejo—. Hay una tercera muchacha, pero nadie sabe dónde está.
—Si no la ha encontrado nadie, nadie sabe dónde está —argumentó Zennia—, pero si alguien la encontró, ese alguien… Si la encontraron en Dapur o en Mármora ya lo sabrán todo.
—De todas formas el consejo os ayudará —dijo el último de los consejeros que todavía no había hablado, un hombre bajito y muy delgado—. La misión es lo suficientemente delicada como para que vayan dos más con vosotros.
—¿Dos más? —preguntó Tórnax.
—Sí, dos hermanos que conocen la zona —contestó Zennia—, ya que no podéis ir por el camino y deberéis pasar lo más desapercibidos posible. Saldréis de Yíldiz con ellos, os estarán esperando junto al niño y una mujer que va con él. En cuanto podáis os iréis de Cumia.
—¿Quiénes son esos hermanos? —insistió Tórnax.
—Son cazadores de las montañas que abastecen a Cumia de pieles —respondió Milo Vixa[50], el consejero más bajito de todos—. Conocen toda esa zona y os conducirán hasta Aras por sitio seguro.
—¿Y cómo sabremos que son ellos? —preguntó Krahova.
—Una vez en Yíldiz debéis ir a casa de Sheldon —les comunicó Íbram—. Él está al corriente de todo.
—¿Y cuando hayamos llegado a Aras, qué hacemos? —preguntó Stan.
—Eso —dijo Zennia bajando la cabeza— depende de vosotros. El favor ya estará pagado y por tanto podréis hacer lo que deseéis. Ahora, si así lo precisáis, os dejaremos solos. Aquí tenéis mapas de la zona para que los consultéis y hacer vuestras anotaciones, para que discutáis cuál es la mejor estrategia y para que nos pidáis aquello que creáis necesitar. Esperamos que podáis marchar de Cumia lo antes posible, pues nos tememos que muy pronto, antes incluso de lo que esperamos, estemos completamente sitiados y entonces la marcha sería muy complicada. Os agradecemos por adelantado lo que vais a hacer y os despedimos con pesar, pero con esperanza. Tal vez nos volvamos a ver todos de nuevo y ya sabéis, cualquier brazo es útil en Cumia, por si decidís volver cuando finalicéis vuestro trabajo. Un último aviso antes de que os marchéis, pues el consejo debe atender otras cuestiones y desde este momento hasta que partáis ya sólo trataréis con Íbram; tened mucho cuidado, puede haber grupos de soldados por todas partes e incluso Damon Wacla puede haber enviado hombres a Aras, ya que podría sospechar algo.
—Lo tendremos —dijo Tórnax—. No debéis preocuparos.
—Suerte —les deseo Zennia mientras se levantaban todos los demás consejeros y desfilaban hacia la puerta de salida—. La vais a necesitar.
Mientras el consejo abandonaba la sala donde habían estado reunidos, todos permanecieron en silencio, pensando. Una vez hubo salido el último de los consejeros y se cerró la puerta, todos empezaron a hablar al mismo tiempo. Íbram, que permanecía sentado, todavía les miraba con una leve sonrisa en el rostro y esperó pacientemente a que pusiesen un poco de orden en la conversación. Solamente entonces, cuando ya se habían calmado los ánimos de las primeras impresiones, se levantó con lentitud y les deseó buenas noches y que lo mejor que podían hacer era irse a descansar y planificarlo todo para al día siguiente. Sin embargo el grupo estaba muy eufórico y prefirieron quedarse en la sala hasta bien entrada la noche.
Cuando salieron de la casa del consejo, la lluvia intensa no había cesado. Todo estaba embarrado y encharcado, cosa que iba a dificultar la finalización de la muralla. Tórnax fue trasladado por sus compañeros a la casa de la curación, que estaba prácticamente al lado y después de acostarle en su cama, se trasladaron a la posada rápidamente.
Durante el camino, los tres convinieron en que Tórnax no parecía recuperado del todo y que sería una verdadera locura que el muchacho cabalgase o viajase en tal estado. Calculaban que no estaría en disposición de viajar, como mínimo, en un par de días y confiaron en que durante ese tiempo las tropas de Mármora no asediasen la ciudad, pues si no deberían marcharse aprovechando la oscuridad de la noche y sin caballos, lo que les llevaría a hacer el viaje hasta Yíldiz en más de una semana y con la dificultad añadida de llegar a su destino completamente agotados. Debían confiar en la suerte.
Antes de llegar a la posada pudieron ver, a través de la lluvia que caía con fuerte intensidad, como en diferentes puntos de la muralla, había pequeños grupos trabajando, pues era evidente que les corría prisa terminar con la obra aunque no estuviese bien construida.
Aunque tal vez confiaban en que si el enemigo veía la muralla, tardaría más en atacarla. Por fin llegaron a la posada, que estaba cerrada. Llamaron insistentemente a la puerta con fuertes golpes hasta que se encendió una luz y poco después, el mismo posadero abría la puerta de la calle.
—Vaya, son los muchachos —exclamó—. Pensé que ya no vendríais esta noche.
—Pues aquí estamos —respondió Stan—, a disfrutar de la cama que hemos pagado por adelantado.
—Stan —le reprendió Krahova—. El posadero no tiene la obligación de tener abierta la posada toda la noche. Y más en sus circunstancias. Gracias por dejarnos entrar —le dijo al posadero—. Mañana desayunaremos los tres.
—De acuerdo —dijo el posadero complaciente—. Tendré preparados los desayunos.
Los tres compañeros se desearon un buen descanso mientras cada uno de ellos se metía en su habitación. No todos tardaron lo mismo en dormirse, pero a todos les acompañó la idea de que el encargo que tenían por delante no estaba exento de peligros, aunque de momento se librasen de la guerra directa. Stan se durmió más tranquilo al saber que no iban a Dapur, sino que se alejaban de la gran urbe en la que había vivido siempre. Jin pensó en que iba a conocer Aras, por la que siempre había sentido una atracción especial y Krahova se durmió feliz pensando en que volvía a su ciudad, junto con los suyos, a ver a Sheldon de nuevo y poder contarle a su padre, que estaba preso, de la existencia del mapa que ahora tenía en su mochila. La esperanza de poder salvar a su padre volvía a renacer en ella, aunque también sabía que la guerra, tan cercana, podía poner trabas e impedimentos.
Krahova fue la primera en despertar a la mañana siguiente. Abrió la ventana de su habitación y comprobó que el tiempo no había mejorado, aunque no llovía; sin embargo, el cielo estaba completamente gris y el día parecía en exceso triste y frío. Desde la ventana también pudo ver como trabajaban en la muralla, a pesar de ser una hora temprana. También pudo apreciar una actividad frenética en la calle. Bajó al salón, que estaba completamente vacío, llamó al posadero y le pagó el desayuno y se sentó a esperar a que le sirvieran lo que el posadero hubiese preparado. No fue mucho, pero lo comprendió, vistas las circunstancias, y en cuanto acabó de reponer fuerzas, se dispuso a salir de la posada.
—¿Tengo que preparar comida? —preguntó el posadero.
—No lo sé —respondió la muchacha encogiéndose de hombros sin saber muy bien qué responder—. Aunque creo que deberías preparar comida de viaje para cuatro personas.
—La tendrás a media tarde —prometió el hombre.
La comida de viaje era un buen complemento que muchos comerciantes y viajeros usaban para trasladarse de una ciudad a otra. Aunque no tenía unos ingredientes fijos, más o menos en todos los lugares, la preparaban de la misma forma, esencialmente. Estaba compuesta por tres o cuatro tipos de frutos secos, higos y pasas secas, una especie de obleas de pan, embutido seco y pescado sazonado, secado y ahumado. Eran alimentos que se podían conservar bastante tiempo sin especiales medidas de cuidado y que junto a infusiones de hierbas, carne de caza y lo que se pudiese adquirir fresco en algunas pequeñas granjas que a veces había en el camino, hacían posible que la nutrición no fuese un problema insalvable para los que viajaban.
Una vez en la calle, Krahova se dio cuenta de que tampoco era tanto el frío, sino que el día estaba revuelto más por apariencia que por temperatura. Se dirigió hacia la tienda de Íbram, pero al pasar frente a la puerta de la muralla se dio cuenta, aterrorizada, que la guerra estaba muy próxima. Se quedó estupefacta mirando a campo abierto; en el exterior de la ciudad había un número indeterminado de tiendas plantadas y un movimiento de soldados bastante activo, iban de allí para allá, algunos dando órdenes mientras otros montaban otras tiendas.
Más a lo lejos había caballos y los estandartes del ejército de Mármora ondeando desafiantes en medio de aquella multitud de militares.
—Parecen tan conjuntados… —dijo el sargento que conoció la noche en que llegó a la ciudad y que se había colocado a su lado sin que ella se diese cuenta—. Cualquiera diría que van a la guerra…
—Pero son muchos ya —exclamó Krahova—. ¿Por qué no atacan?
—No saben cuántos ni quiénes somos —respondió el sargento con cierta experiencia—. Además no cubren el perímetro de toda la ciudad, supongo que todavía tienen que llegar más. Primero nos intimidarán con el asedio e intentarán que nos rindamos sin necesidad de entrar en combate, pues si ganan la plaza de este modo, les quedaría la ciudad intacta como base para planear el próximo avance hacia Yíldiz o hacia Barintia.
—Así que para salir de Cumia hay que darse prisa —dijo pensativa.
—Yo diría que quien no haya huido hoy por la puerta norte —se aventuró a decir el oficial— ya no tiene más solución que permanecer en la ciudad, aunque eso no augura un buen futuro.
—Os dejo, debo hacer algunas cosas —dijo la chica con evidente prisa.
Krahova corrió, más que andar, a la tienda del herbolario que encontró abierta. Entró a toda prisa y allí encontró al joven Berno, el ayudante, que estaba preparando paquetes con montones de raíces, hojas, tallos y flores, revisando recipientes y desechando las hierbas que no ofreciese garantías de su efecto. En cuanto entró Krahova, dejó inmediatamente lo que estaba haciendo y se preparó para atender a la muchacha.
—Hola —dijo con una sonrisa amplia y agradable—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—¿No está Íbram?
—Está en la casa de la curación, haciendo preparativos por si hay heridos.
—Gracias —dijo Krahova mientras salía del comercio.
—Pero me dijo —la frenó el muchacho, cogiéndola del brazo— que si veníais, yo os atendiese en su nombre.
—Venía a dos cosas, pero creo que no puedes ayudarme.
—¿Quién sabe? —dijo el muchacho encogiéndose de hombros—, si no me lo decís…
—Necesitamos cuatro caballos para hoy mismo —se decidió a pedir Krahova después de pensarlo unos instantes— y…
—Los caballos están dispuestos —cortó Berno— y ensillados junto a la puerta norte para cuando dispongáis.
—Lo segundo es Tórnax —dijo mientras no salía de su asombro—, me temo que no aguantaría un viaje tal como está.
—¿Cuál es el problema? —preguntó el muchacho.
—¿No existe algo que pueda darle fuerzas para resistir hasta Yíldiz?
—Settego —dijo Berno después de meditarlo unos instantes—, pero no es aconsejable y además creo que no tenemos.
—Tendremos que arriesgarnos a lo que la propia naturaleza de Tórnax aguante —concluyó ella—. Gracias por todo.
—Hasta pronto y suerte —le deseó el chico.
Krahova salió de la tienda y al mirar hacia el exterior le pareció que eran más los soldados llegados al asedio, así pues se dio todavía más prisa en llegar a la posada. Cuando entró en el salón Stan y Jin estaban desayunando tranquilamente. La muchacha se acercó a ellos, alterada.
—Acabad pronto. Nos vamos de Cumia.
—¿Cuándo? —preguntó Stan.
—En cuanto estéis listos. Posadero —dijo girándose hacia él—, tened preparado lo que os dije para ya mismo.
—Dadme un rato.
—No —respondió la muchacha—. ¡Ahora!
El posadero se puso inmediatamente al trabajo mientras Krahova le dejaba dos monedas de oro encima del mostrador, un precio muy elevado para lo que iba a entregarles a cambio.
—Recoged todo vuestro equipo —les ordenó Krahova—. Antes de iros, tomad la comida de viaje que el posadero está preparando. Yo voy a buscar a Tórnax. Os esperaremos junto a la salida norte. Nos han preparado caballos. No tardéis.
—¿Tórnax puede cabalgar? —preguntó Stan.
—Eso espero —dijo la chica mientras subía por la escalera en busca de sus cosas.
—¿Y esas prisas? —preguntó Stan a Jin.
Stan y Jin siguieron desayunando sin darse ningún tipo deprisa, pues hasta que el posadero no acabase lo que le habían encargado, no iban a dejar la posada. Krahova bajó de las habitaciones al poco rato con todo su equipo a cuestas. Una vez abajo se encaró a sus dos compañeros.
—¿Todavía estáis aquí?
—Bueno… —intentó excusarse Jin.
—Salid fuera y mirad —les apremió Krahova—. Los soldados de Mármora han empezado el asedio. Quien no haya abandonado hoy la ciudad, puede empezar a quitarle valor a su vida.