Cumia era la ciudad más pequeña del reino de Hárkad. Durante la Gran Guerra se mantuvo neutral en todo momento. Pero tampoco fue refugio de nadie, pues sus puertas permanecieron cerradas a todos. Íler Ármitac creyó que con el tiempo, Cumia formaría parte de sus dominios, pero se equivocó y sus sucesores no hicieron absolutamente nada para cambiar esa situación, así pues la ciudad siguió teniendo sus propias leyes, su propio gobierno y su propio territorio, con lo que se ganó el sobrenombre de ciudad libre. Pero todo era apariencia, pues fuera de sus territorios el poder de los Ármitac se ejercía sin ninguna oposición, por tanto sólo los límites de la ciudad misma eran los límites de la libertad. Si Íler lo hubiese deseado, con un par de días de asedio, la ciudad hubiese caído, pero tal vez porque había terminado la Gran Guerra o tal vez por el valor demostrado por el desplante, Cumia siguió conservando sus privilegios, excepto el de acuñar moneda con el símbolo de la ciudad.
Cumia era una pequeñísima ciudad nacida a la sombra de Aras, la ciudad maldita, y siempre mantuvo una cierta simpatía hacia la gran urbe que fue destruida; incluso cuentan sus crónicas que muchos de sus habitantes eran descendientes de comerciantes honrados de Dapur y de gentes que pudieron huir, en un primer momento, del asedio al que se sometió a Aras por parte del resto de las ciudades.
Desde siempre la ciudad fue gobernada por un consejo de cinco miembros escogidos por votación popular y democrática, entre los cinco sectores más relevantes de la ciudad. Estos sectores estaban conformados por el ejército, bastante ridículo pero que mantenía el orden interno, los cazadores, los ganaderos, los comerciantes y la escuela de guerreros. Cumia era una ciudad predominantemente comercial y dependía del resto de las ciudades para subsistir. Era tan importante el comercio, que incluso se comerciaba con humanos, es decir, antes de que cayese Aras y después hacia Mármora, Cumia suministraba guerreros para los ejércitos y fiestas señaladas o acontecimientos destacados. Sin embargo cada vez eran menos los guerreros enviados, pues cada ciudad disponía de sus propios formadores para aumentar el número de soldados. Pero la fama de la escuela de Zennia en Cumia le precedía y todavía seguía en funcionamiento.
Los miembros del consejo tenían la misma importancia entre ellos y decidían los designios de sus habitantes y de la propia ciudad en reuniones a puerta abierta, excepto en casos graves. Estos miembros eran escogidos cada dos años, renovándose un miembro en cada votación. A pesar que todos eran de la misma categoría, tenían a un miembro del consejo que figuraba como la autoridad en Cumia, respecto a las demás ciudades. Muchos de sus consejeros habían sido reelegidos en varias ocasiones y todos sus habitantes estaban orgullosos de pertenecer a Cumia, la única ciudad libre de la Gran Llanura, conmemorándolo el día de la Fundación alrededor de un nogal seco, símbolo de su ciudad.
Los reyes de Hárkad, para ser enterrados en las Colinas de los Héroes, debían pasar por Cumia y en un acto simbólico, los que iban delante del cortejo fúnebre, es decir, la esposa del rey y el capitán general del ejército de Barintia, pedían permiso a los miembros del consejo, permiso que siempre había sido concedido.
Krahova no le dio descanso a su caballo hasta que no llegó a Cumia. Llegar a las primeras casas y caerse el animal al suelo fue todo uno. El caballo estaba reventado por el esfuerzo, no se recuperaría pero a la muchacha no le importaba eso, sólo pensaba en salvarle la vida a sus dos compañeros. Atravesó una puerta a medio construir y se encaminó hacia la primera construcción en busca de ayuda.
—¿Quién va? —dijo una voz medio adormecida de un soldado que se interponía en su camino.
—Necesito ayuda —suplicó Krahova.
—Vale, vale —dijo el soldado calmándola—. No corras tanto, muchacha.
—Necesito ayuda —repitió Krahova intentando esquivar al soldado.
—¡Alto! —dijo otro soldado apuntándola con un arco—. ¿Quién sois y a qué venís?
—¿Qué ocurre aquí? —dijo otro soldado de mayor graduación que salía de la caserna.
—Me llamo Krahova, soy de Yíldiz y necesito un herbolario —dijo la chica muy nerviosa.
—¿No tenéis herbolario en Yíldiz? —preguntó uno de los soldados.
—Es cuestión de vida o muerte —dijo Krahova casi suplicando a los soldados—, tengo amigos heridos en el camino, necesitan ayuda cuanto antes.
—¿Heridos? —preguntaron los tres a la vez.
—¿Quién les ha herido? —preguntó el de más categoría.
—Mercenarios de Mármora —respondió casi fuera de sí—. Decidme dónde puedo encontrar un herbolario.
—¿Pero en qué camino? —preguntó de nuevo el superior.
—En el que va de Cumia a Barintia —suspiraba Krahova poniéndose cada vez más nerviosa—, a unos dos días de aquí a caballo. ¿Acaso no veis el animal destrozado? —señalándoles el caballo moribundo unos metros más allá—. ¡Un herbolario!
—Vaya, ¿ya han llegado tan al norte? Tú —ordenó el sargento a uno de los soldados—, llévala a casa de Íbram, yo voy a avisar al consejo. No abandones la ciudad —dijo a la muchacha— hasta que hayamos hablado contigo.
—No podré esperar tanto —dijo impaciente Krahova—, pero os prometo que volveré si me ayudáis ahora.
—Veremos qué dice el consejo. Condúcela a casa del herbolario.
Krahova fue conducida a través de las calles de la ciudad, siguiéndo los pasos del soldado que la guiaba. Las casas de la ciudad no parecían muy resistentes, casi todas eran de madera, aunque algunas eran de piedra, pero parecían los edificios importantes. No había luz en las calles, pero el reflejo de la nieve les daba la iluminación suficiente para ver por dónde iban. A Krahova, la ciudad le dio una sensación de abandono como si sus habitantes no cuidaran sus hogares o hubiesen cerrado completamente sus casas para dejarlas sin habitar. Después de atravesar casi toda la ciudad y de cruzar el río por un puente, el soldado se detuvo ante una casa.
—Aquí es. Esperad a que llame.
La casa donde se habían detenido era una de las pocas hecha de piedra. En el piso superior había un pequeño balcón de donde colgaban flores y plantas. Junto al balcón había un letrero de madera moviéndose por la brisa que decía: «Hierbas. Íbram Áftad». Al lado del edificio había una construcción más baja de madera que parecía el establo. El soldado golpeó la puerta principal un par de veces y esperó a que contestasen.
—¿Quién es? —sonó una voz desde el piso superior mientras se encendía una luz que se podía ver, a través de la ventana, desde abajo.
—¡La guardia! ¡Abrid! —exclamó el soldado.
—¿La guardia?
—Os traigo una mujer que desea veros.
—¿A mí? Decidle que vuelva mañana —y apagó de nuevo la luz.
—Señor —dijo Krahova adelantándose al soldado—. Han envenenado a dos compañeros míos con sirga, necesito el antídoto, por favor.
—Ahora bajo —dijo el herbolario encendiendo de nuevo la luz.
Al cabo de un rato, que a Krahova le pareció eterno, se oyó ruido al abrir la puerta de la calle.
En el dintel de la puerta apareció un hombre de una edad aproximada de cuarenta años, con la cara muy pulida pero con unos ojos oscuros y piel muy morena. El pelo era ligeramente ondulado y negro como el azabache. No debía medir más de un metro setenta de estatura y vestía unas botas bajas y un camisón, encima del cual se había echado una manta gruesa. Estaba dormido, pues debía hacer muy poco que se había acostado y tras él se veía una casa modesta a la luz de una tintineante vela.
—¿Por qué me despertáis en medio de la noche? —preguntó con voz melosa y soñolienta.
—Señor —se cuadró el soldado—, el sargento me indicó que la condujese a vuestra presencia y así lo hago. Vuelvo a mi puesto de guardia.
—De acuerdo —contestó Íbram viendo como el soldado se alejaba con pasos rápidos—. Pero pasad, que descortés soy con una invitada.
—Sólo vengo a por un antídoto —respondió Krahova sin moverse del sitio—. No quiero importunaros y si yo misma supiese dónde hallarlo, ya no habría venido.
—Esperad, esperad. No tan rápido —intentó calmarla el herbolario—. Para empezar sí tengo lo que buscáis, está en la tienda y no en mi casa. Así pues, tendréis que esperar a que me vista y luego acompañarme. Por el camino me ponéis al tanto de lo ocurrido. Entrad, hacedme el favor, vais a helaros.
Krahova accedió a entrar en la casa de Íbram[41]. Había una habitación con una gran mesa en el centro. La mesa estaba repleta de papeles enrollados donde la muchacha pudo adivinar el sello de la ciudad, el nogal seco. Íbram desapareció tras una de las tres puertas que tenía esa sala, con la promesa de que no iba a tardar casi nada. La muchacha se quedó sola en la habitación, pero no tuvo la curiosidad de examinar ninguno de los papeles, pues para ella había otra cosa más importante y era encontrar el antídoto para Tórnax y Jin.
Al cabo de un rato volvió el herbolario por la misma puerta por la que había desaparecido, pero esta vez iba ataviado con unas ropas nobles y gruesas para combatir el frío de la calle.
Para Krahova era evidente que el herbolario era un hombre distinguido e influyente de Cumia, probablemente alguien relacionado con el consejo, ya que el soldado se había cuadrado ante él.
—¿Nos vamos? —invitó amable Íbram a la chica, mostrándole el camino hacia la calle—. Empieza por el principio, ¿cómo te llamas?
—Me llamo Krahova, señor —respondió con humildad— y veníamos persiguiendo a unos bandidos cuando nos atacaron…
—Corres mucho, Krahova —le interrumpió el herbolario—. ¿Quiénes ibais? ¿Quiénes son esos bandidos?
—Mercenarios de Mármora.
—¿De dónde? —dijo Íbram parándose en medio de la calle.
—De Mármora. Secuestraron al hijo de Tárneas Krebb, en Barintia.
El herbolario se quedó petrificado, no acertaba a creer lo que le estaban contando, no podía ser cierto. Balbuceaba, intentaba articular una pregunta, pero no daba con las palabras acertadas. Miraba a la muchacha con los ojos muy abiertos.
—Hirieron a dos de mis compañeros con sirga —prosiguió Krahova ante la pasmosidad de Íbram—. Necesito el antídoto.
—¿Cuánto hace de eso? —reaccionó al fin el herbolario al tratar un tema de hierbas—. ¿Dónde?
—A unos dos días de aquí, algo menos. Cerca del río.
—¿Sabes lo que pides muchacha? —preguntó Íbram con evidente preocupación—. Sólo hay dos antídotos para ese veneno y si uno es imposible de conseguir, el otro es inverosímil.
—Con uno me basta —pidió Krahova.
—Creo que tengo una hoja de glaufedia, pero por una de esas hojas se pagaría…
—Me servirá. ¿Cuánto os debo?
—No hay dinero en todo Hárkad para pagar esa hoja —informó Íbram—, pero las noticias que nos traes son preocupantes de veras. Quiero hablar más pausadamente con vosotros.
—Los mercenarios pueden haber llegado a Cumia —dijo la chica esperanzada por resolver el secuestro.
—Imposible. Como has podido ver, nadie entra ni sale de la ciudad sin que los soldados lo adviertan. Sobre todo desde que nos llegó la mala noticia del sur.
—¿Qué mala noticia? —se atrevió a preguntar Krahova.
—Damon Wacla se ha apoderado del trono y pretende doblegar a las demás ciudades —expuso con el semblante grave—. En su demostración de fuerza, ¿sabes qué ciudad atacará primero?
—Eso ya lo sabía —informó Krahova—, nos lo dijo Féllow Kur antes de irnos de Barintia, ¿pero cuál será la ciudad?
—Está claro que Cumia, la única ciudad libre que los Ármitac no pudieron doblegar. Aquí es —dijo parándose ante una pequeña casa de madera con un letrero igual que el de la casa donde vivía—. Eso le daría más prestigio y más poder. Estamos amurallando la ciudad, pero sabemos que no resistiremos. Yíldiz nos ha ofrecido su apoyo, pero Barintia…
—Dijo Féllow que Barintia sería la última, supongo que cuando las demás estén al lado de Damon.
—Mercenarios de Mármora secuestrando al hijo de los Krebb —repitió pensativo.
—¿Cómo dices? —preguntó Krahova.
—Nada. ¿Sabes cómo se usa la glaufedia?
—No.
—Debes hacer una infusión, pero no sé si llegarás a tiempo. Mal veneno es la sirga.
—Verás —interrumpió Krahova—, mi caballo está destrozado…
—No te preocupes, te dejo un carro porque lo vas a necesitar para trasladarlos hasta aquí, no creas que su recuperación va a ser muy rápida. Sobre todo cuatro días después de haber sido envenenados, eso si aún están vivos.
—No sé cómo agradecértelo —se sonrojó Krahova—. Yo…
—De momento me conformo con que me devolváis el carro y me traigas a los heridos para sanarlos. Debo informar al consejo y querrán hablar con vosotros. Vete al puesto de guardia y espera allí, dentro de poco haré llegar un carro con caballo. Malas noticias, malas noticias… —se alejó murmurando después de salir con Krahova a la calle y haberle entregado la hoja. Cerró la tienda.
Krahova se trasladó al puesto de guardia, tal como le había indicado Íbram. La noche era fría. La chica se quedó de pie a una distancia prudencial de donde estaban los soldados, esperando. El cuerpo de guardia no era más que una caseta donde apenas podían instalarse un par de soldados. Allí estaban los tres hombres que habían recibido a la muchacha a la entrada en la ciudad; un poco más allá yacía el caballo muerto que Krahova había agotado en su empeño de conseguir el antídoto para sus compañeros. Mientras el sargento se acercaba a la chica, ésta se quedó observando la ciudad con más detenimiento, fijándose. Verdaderamente era una ciudad pequeña.
—Toma, tus cosas —dijo el oficial dándole el equipo que llevaba en el caballo—, el animal ha acabado con su vida.
—Gracias —fue la lacónica respuesta de ella mientras cogía sus cosas.
—Si quieres tomar algo caliente…
—No. Debo marcharme enseguida.
—¿Esperas un carro de Íbram, no es así?
—Sí.
—Pues tardará un poco, casi no quedan carros en la ciudad. Desde que llegó la mala noticia —prosiguió el sargento—, muchos han abandonado la ciudad en busca de protección, pero me temo que…
—¿Por qué me contáis todo esto? —preguntó Krahova.
—¿Vas a volver, no? —la miró fijamente a los ojos—. Cumia ya no es ciudad segura.
—Lo sea o no, tengo que volver a la fuerza.
—Tal vez Barintia, la capital…
—No. Venimos de allí y las cosas están peores.
—¿Peor? ¡Imposible!
—Actúan impunemente los mercenarios de Mármora —resolvió Krahova con intención de aparcar la conversación.
—Y… ¿los soldados?
—Los soldados siguen las órdenes de un rey —ironizó Krahova—, que según tengo entendido… no existe.
El sargento se quedó pensativo y cabizbajo, tal vez viendo como desaparecía la única esperanza que le quedaba de ponerse a salvo. Era evidente que no a todos les atraía la guerra y, que anunciada como estaba, ya que el consejo de Cumia debía de haber comunicado a sus gentes que seguirían sin doblegarse, las deserciones iban a ser muchas.
De hecho el sargento se lo había insinuado y Krahova misma había podido observarlo al ver las casas cerradas e imaginar que seguramente el camino hacia Yíldiz y hacia Barintia iría con tráfico de carros.
También se dio cuenta de que la ciudad estaba siendo amurallada a toda prisa, en un vano intento de impedir que las tropas de Damon Wacla entrasen en Cumia. La ciudad tenía los días contados como ciudad libre y eso le apenó. El que quedase de pie ya eran cuestiones que se decidirían o en el campo de batalla o en un despacho. Una vez cayese Cumia, seguramente Yíldiz sería la próxima y eso le dolió todavía más. Qué iba a ser de los suyos.
Intentar evitar todo ese daño sólo dependía de tres cosas: de la resistencia que ofreciese Xamin, de la ayuda de Barintia y de que surgiese el verdadero heredero al trono; pero esto último era harto complicado, pues el niño, si estaba con vida, estaba en Mármora, el mismo lugar de donde había surgido un rebelde. Demasiadas coincidencias.
El sueño empezó a apoderarse de Krahova, había cabalgado más de un día y medio al galope y en todo ese tiempo no había dormido ni comido nada. Abrió su mochila y comió algo de lo que Smeg les había preparado antes de marchar. Mientras comía pensaba en dónde estarían esos malditos mercenarios. No tenían caballos y trasladarse desde el Urinis hasta Dapur, a pie, era una auténtica locura, además si habían dejado a dos vigilando la barca, era evidente que volverían y Stan estaba solo, con los dos heridos. Era urgente volver cuanto antes pues Landin no tendría dificultar en acabar con ellos tres si los encontraba. Esperaba que Stan hubiese actuado con previsión, pero empezaba a impacientarse. Enseguida oyó el sonido de un carro que se acercaba desde el interior de la ciudad. Iba conducido por un chico bastante joven. Al llegar junto a Krahova se detuvo.
—Hola. Íbram me ha dicho que te entregue este carro. ¿Necesitas que te acompañe?
—No. Eres muy joven y prefiero que ayudes a Íbram a preparar lo necesario para cuando llegue con los heridos.
Rápidamente se intercambiaron de lugar y Krahova, una vez encima del pescante cogió las riendas del caballo que tiraba del carro y salió a toda prisa en dirección al lugar donde había dejado a sus compañeros, dejando al mozo boquiabierto allí en miedo de la calle y a los soldados sorprendidos por la velocidad a la que había partido.
Casi dos días después de abandonar Cumia, Krahova creyó hallar el lugar donde habían abandonado el camino antes de que Jin y Tórnax cayesen heridos. Desde esa misma mañana estaba lloviendo y esa lluvia cada vez más torrencial mantenía despierta a Krahova.
Estaba sumamente agotada y el caballo no lo estaba menos, pero sabía que era cuestión de vida o muerte, además tenían caballos de repuesto en el campamento. Sólo deseaba volver a verlos y volver a Cumia con ellos y descansar mucho tiempo.
La lluvia era ahora muy fuerte y la nieve casi se había deshecho. Paró el caballo porque además ya casi no podía dar un paso más. Cogió las riendas y alejó el carro del camino, introduciéndolo en la zona arbolada que había a la derecha del camino. Ató el caballo y lo desenganchó del carro para permitir que el animal descansase algo más, cogió su equipo y se internó más en el bosque. No le costó mucho hallar el lugar donde estaba la barca varada en la orilla del río, pero allí no estaban ni los cadáveres ni sus compañeros. Se acercó a la embarcación, pero dentro no halló ninguna pista. No sabían dónde se habían metido y empezó a pensar lo peor. Levantó la cabeza y vio la columnilla de humo de lo que podía ser una hoguera, a unos doscientos metros hacia el oeste siguiendo el curso del río. Con rapidez se encaminó hacia allí, sacando la espada.
En el momento en que estaba cayendo más agua del cielo, Krahova apareció en un minúsculo claro y allí estaba Stan atendiendo a sus compañeros. El encontrarlos con vida alegró su corazón. Krahova no vio como Stan les daba la infusión porque en cuanto su compañero tomó la hoja roja de sus manos, cayó al suelo fruto del agotamiento, sabiendo que ya nada más podía hacer por ellos, que todo estaba en manos de Stan y de la hierba que Íbram les había entregado.
Stan en cuanto hubo dado de beber la infusión a sus dos amigos heridos, cubrió a Krahova con ropa de abrigo e hizo todo lo posible para alimentar la hoguera y buscar alguna hierba entre sus cosas para dar a la muchacha. Ahora sólo quedaba esperar.
Llovió todo el día y toda la noche. Todos estaban empapados, pero Stan procuraba que sus compañeros no tuviesen tanto frío ya que él, al mantenerse ocupado, entraba en calor enseguida. A lo largo del transcurso del día, Jin dejó de tener fiebre y Tórnax dejó de sangrar, aunque parecía más bien un ser sin hálito de vida. Cerca de la medianoche, Krahova despertó.
—¿Cómo siguen? —preguntó sin apenas moverse.
—Creo que siguen vivos —respondió Stan—, al menos Jin, sí. Tómate algo caliente, te irá bien.
—Hay un carro cerca de donde dejamos los caballos. Trasládales allí y luego me ayudas —dijo la chica sin apenas fuerzas—, debemos llegar a Cumia cuanto antes. La glaufedia no es infalible, pero las manos de un buen herbolario…
Stan se levantó con presteza y se cargó a Jin al hombro. Pesaba muy poco y enseguida halló el carro del que le había hablado Krahova. Depositó con cuidado a la chiquilla que parecía profundamente dormida. Volvió a por Tórnax y repitió la operación, pero esta vez quedó más agotado, pues para Stan era muy pesado. Una vez depositado en el carro, junto a Jin, cogió aliento y se dispuso a ayudar a Krahova. Cuando llegó junto a la hoguera, la apagó sin apenas dificultades ya que la lluvia casi la había apagado, y despertó a su compañera.
El traslado de Krahova fue más costoso de lo esperado, pues ella no ayudaba mucho y Stan ya estaba cansado. Cayeron un par de veces y se volvieron levantar, más por amor propio que por fuerza, hasta que finalmente llegaron al carro. Stan ayudó a la chica a subirse y enseguida se acurrucó a los pies de los dos heridos, quedándose de nuevo dormida. Stan volvió a por los equipos de todos ellos y en cuanto estuvo en el carro, los depositó a su lado.
Desató el caballo y comprobó que el animal mostraba signos inequívocos de agotamiento.
—¡Perra suerte! —exclamó Stan lamentándose—. Este caballo no llega a Cumia y menos con el carro cargado.
Sin más opciones, enganchó el animal, sacó el carro hasta el camino y se subió al pescante. Tal como le había enseñado Licur, guió el carro hacia el este, hacia Cumia.
Llegar a Cumia estaba siendo muy complicado. El caballo, visiblemente maltrecho, no podía con el carro. Stan tenía que detenerse demasiado a menudo para que descansase. Las paradas eran cada vez más largas y más frecuentes y aquello que tenían que haber hecho en un día, casi les ocupó dos. Los heridos no se movían para nada y seguían inconscientes y Krahova seguía durmiendo, agotada. Stan aprovechó una de las paradas para dormir un poco, sin salirse del camino.
Había dejado de llover y asomaba un tímido sol entre las nubes que se abrían. Stan había decidido darle un último apretón al animal e intentar llegar a la ciudad, cuando vio a lo lejos a un jinete acercarse con otro caballo a su lado. Stan se puso la mano en el cinto y desenvainó la espada, dejándola apoyada a su lado para tenerla más a mano. A medida que se acercaba el jinete, podía ver que era un muchacho joven que iba aparentemente sin armas. En cuanto llegó a su altura detuvo el caballo. El animal, que montaba el desconocido, era un caballo ligero, pero el otro era un caballo más de tiro.
—Hola —saludó el chico—. Busco a Krahova.
—¿Y tú quién eres? —preguntó Stan.
—Soy Berno y me envía Íbram[42], el herbolario de Cumia.
—No sabes cuánto me alegra —exclamó Stan aliviado al ver que ya podían llegar a Cumia—. Pero el caballo no aguantará.
—Por eso traigo uno de repuesto. Íbram, al ver que no llegabais, me envió porque supuso que habíais tenido problemas con el caballo —dijo mientras desmontaba e iniciaba las operaciones para substituir un caballo por otro.
Dejaron el caballo que Krahova había conducido de vuelta, vagando por el campo, ataron el de repuesto y Stan, montado de nuevo en el pescante, enfiló el camino a Cumia con algo más de prisa, precedidos por Berno.
Al final de la tarde llegaron a la ciudad. Stan se sentía un poco emocionado ya que iba a conocer una ciudad nueva, pero tal y como se acercaban a ella, pudo ver el pesar y la tristeza que flotaba en el ambiente, a pesar de que en el cielo del atardecer la luz del sol bañaba sus casas con una tonalidad rosácea y cálida y pronto todo se oscurecería con la llegada de la noche.
Las murallas que rodeaban Cumia eran insignificantes. Se veía a los habitantes, fuese cual fuese su condición, su oficio y casi su edad, trabajando bajo las órdenes de maestros de construcción. Por la salida norte de la ciudad se podía ver un número considerable de carromatos que iban cargados de piedras que venían de Yíldiz. En medio de lo que iba a ser una puerta, estaba de pie la figura de un hombre de mediana edad que en cuanto los divisó empezó a saludar con la mano, gesto que fue correspondido por Berno, que aceleró el paso de su caballo para llegar junto a ese individuo antes de que lo hiciese el carro de Stan.
En cuanto vieron que llegaba el carro, muchos dejaron de trabajar en la construcción de la endeble muralla, movidos por la curiosidad. Cuando Stan llegó a la futura puerta de la ciudad, había unas treinta personas allí reunidas, todas alrededor del hombre que había saludado. Stan detuvo el carro.
—Bienvenidos a Cumia, la ciudad libre. Dejad que se ocupen de los heridos y vos, seguidme —dijo el hombre que había saludado con voz dulce, invitando a Stan a bajar del carro.
—Preferiría no separarme de mis compañeros —respondió Stan.
—Vuestro gesto os honra y así se lo comunicaremos a ellos cuando se repongan —dijo el hombre con una amplia y sincera sonrisa—, pero no podéis hacer nada por ellos que ya estén haciendo las hierbas que les habéis administrado. Vos sí podéis hacer algo por nosotros.
—¿Yo? —preguntó Stan sorprendido.
—Descansaréis luego, pero ahora el consejo os espera, pues creemos que las noticias que nos traéis son de vital importancia para Cumia.
—Está bien —aceptó Stan confiando en ese hombre—. Vamos.
Íbram apoyó su mano en la espalda de Stan, y de forma amable pero decidida, le condujo a través de las calles de la pequeña ciudad hasta la casa del consejo, que se hallaba al otro lado del puente principal sobre el río Anei. Por el camino, el herbolario se presentó a Stan y le contó todo lo que habían hablado con Krahova, para ponerle al corriente. El muchacho escuchaba con atención lo que el hombre le contaba e iba asintiendo con la cabeza en un intento de corroborar las noticias que Íbram le iba preguntando al respecto de la conversación mantenida con su compañera. Enseguida llegaron a un gran edificio, posiblemente el más antiguo de la ciudad, construido totalmente en piedra y de una sola planta. Era un edificio tosco pero con presencia. Fuera, en la puerta de entrada había dos estatuas esculpidas al modo de vestir de los soldados de Cumia, una forma diferente al resto de las ciudades. Sobre la puerta, tallado en piedra, el escudo de la ciudad con el nogal seco.
La nieve casi había desaparecido por completo, sólo las zonas más umbrías de algunas calles seguían teniendo nieve porque se había helado. La temperatura era bastante baja, pero no tanto como días atrás, además Cumia gozaba de un clima algo más benigno que la capital de Hárkad.
Una vez llegaron a las escaleras que daban acceso a la casa del consejo, Íbram le comentó que debía de dejar las armas fuera, pues era tradición el no poder entrar en ese palacio, armado. Stan se desprendió de todas las armas y las dejó a los pies de una de las estatuas con la promesa del herbolario de que nadie iba a llevárselas. Cruzaron la puerta y entraron en una pequeña sala con las paredes desnudas y tres sillas. Íbram cerró la puerta tras su entrada.
—Ahora debemos esperar aquí —le comunicó el herbolario.
—La verdad, poco tengo que añadir a lo que ya sabéis.
—Por poco que sea, será mucho —respondió Íbram sentándose en una de las sillas.
Al poco rato, en el que Stan permaneció de pie, se abrió la otra puerta de la sala y apareció un hombre de unos cincuenta años, extremadamente obeso y con un gesto de su gruesa mano les invitó a seguirle. Atravesaron varias estancias débilmente iluminadas hasta que llegaron a una estancia cuadrada, que Stan calculó que debía encontrarse en el centro del edificio. La estancia tenía un porche que la rodeaba y que habían tenido que cruzar. El porche tenía columnas lisas y en el centro había un minúsculo jardín, ahora marchito y una pequeña fuente. Alrededor de la fuente había cuatro individuos, tres hombres y una mujer de edades variadas. También había antorchas encendidas que iluminaban la estancia.
—Bienvenido al consejo —saludó la única mujer con una voz sosegada, mientras daba un paso al frente—. Soy Zennia Érenon[43], la principal del consejo.
—Me llamo Stan —devolvió el saludo con una leve inclinación de cabeza.
—Las noticias que nos dio tu compañera Krahova no fueron muy halagüeñas. Según nos comentó, se han llevado al menor de los Krebb.
—Veréis —empezó diciendo—, yo estaba encarcelado cuando ocurrió todo y sólo sé lo que me han contado mis compañeros.
—¿Encarcelado? —dijo uno de los hombres del consejo, con un grueso bigote.
—Hubo un error —zanjó Stan sin más explicaciones—. Parece ser que un tal Landin Kedir, a quien creo no haber visto jamás, llegó a Barintia con mercenarios de Mármora, a quienes sí he visto. Y se llevó al hijo de Tárneas Krebb, que no sé quién es.
—Eso es lo que nos dijo Krahova —comentó Íbram—, pero hay más.
—¿Más? —preguntó Stan—. Bueno, los perseguimos y dos de mis compañeros cayeron heridos por flechas envenenadas. Ahora deben de estar camino de Dapur.
—¿Y por qué crees que están camino de Dapur? —preguntó Zennia.
—Porque Wylan Kedir está en Dapur y creemos que es su hermano.
—Interesante —comentó el consejero obeso—, muy interesante…
—Eso quiere decir que Mármora ya tiene un aliado —reflexionó Zennia.
—Féllow Kur, capitán de Barintia —informó Stan—, nos dijo que esos mercenarios usaban para sus caballos una marca curiosa. La misma que yo he visto tatuada en los brazos de los mercenarios que abatimos nosotros junto al río, cuando fuimos atacados.
—¿Qué marca? —se interesó Zennia.
—De unos… —se quedó pensativo unos instantes—, jinetes rojos de Aras o algo así.
Todos se quedaron en silencio, observándose los unos a los otros. Aquello que acababa de revelar Stan había caído como una losa en medio del consejo. Nadie se atrevía a hablar, todos estaban dándole vueltas al asunto, intentando relacionar todos los datos que poseían.
Finalmente Íbram habló.
—Será mejor que dejemos el consejo, Stan. Tienen muchas cosas de qué hablar.
—¿Alguien puede explicarme qué he dicho?
—Yo mismo —dijo el hombre obeso—. Perdona, me llamo Ebén Ezer[44], y como sabrás Aras fue destruida durante la Gran Guerra, lo que permitió a Íler Ármitac unificar todas las ciudades, excepto Cumia, bajo su trono en lo que hoy se llama Gran Reino de Hárkad. Aras tenía un cuerpo de guerreros de élite que la defendían con bravura hasta que traicionaron a su rey Prásant Kero o Kero[45]. Permitieron la entrada del enemigo en la ciudad, después de varios meses de infructuoso asedio. Íler no recompensó a estos guerreros, sino que los asesinó arguyendo que la traición podría repetirse.
—¿Y cómo los asesinó? —preguntó Stan—. ¿No eran muchos?
—Los invitó a la ceremonia de coronación en Barintia y los alojó en el llamado Castillo del Príncipe —continuó Ebén—, donde fueron asesinados mientras dormían. No quedó ninguno. Que ahora resurjan sólo significa que alguien se enfrenta abiertamente a los Ármitac, y como nos dices que eran de Mármora, eso lo relaciona con Damon Wacla y por tanto es previsible que el último Ármitac, Émel, haya sido asesinado.
—Así que Damon Wacla ¿fue quien acabó con la regente? —preguntó Stan.
—No, y eso es lo contradictorio —respondió Zennia—, porque sabemos que fue una Lekin.
—¿Una qué? —dijo extrañado Stan.
—Alguien de Barintia —le contestó Ebén—. Y ahora, si nos permites, Íbram te acompañará junto a tus compañeros que están muy cerca de aquí, en la casa de la curación.
—¿Y lo del niño, qué importancia tiene? —preguntó de pronto Stan.
—En caso de que no haya más Ármitac en Hárkad —explicó Zennia—, se debería recurrir al último linaje que gobernó sobre Barintia. Y eso nos lleva a los Krebb, siempre contando con el permiso de los descendientes de los reyes de Aras, si es que sobrevive alguno, claro.
Si Damon Wacla tiene al hijo de Tárneas Krebb, éste renunciará a cualquier pretensión.
—¿Y los de Aras? —preguntó incansable Stan.
—No creo que quede ninguno —sentenció Zennia—. Ahora Damon tiene un enemigo menos y unos mercenarios más. Vamos a sufrir mucho.
Íbram se llevó a Stan hacia la casa de la curación. Al salir del palacio del consejo, se dirigieron hacia la derecha y enseguida llegaron donde se hallaban los heridos. La casa de la curación era un edificio de dos plantas que estaba construido íntegramente en madera. Por el camino, y a pesar de lo tarde que era, Stan pudo observar una actividad frenética en las calles de Cumia, como si quedase todavía mucho por hacer.
Íbram le comentó a Stan que sólo podía estar un instante en la casa de la curación, debido al estado de sus compañeros y a lo tarde que era y le aconsejó que se instalase en una de las posadas de la ciudad, pues seguramente estarían algunos días en Cumia y que él también debía descansar y comer caliente. Le recomendó la posada del Oeste, justo en la entrada de la ciudad por la que habían llegado, regentada por Érlik[46]. Stan aceptó las recomendaciones de Íbram y una vez hubo comprobado que sus compañeros estaban perfectamente instalados y atendidos, se dejó llevar hasta la posada, dando un paseo y contemplando el trabajo de los ciudadanos de Cumia, en la construcción de la muralla.
En cuanto llegó a la posada preguntó por Érlik, su propietario. Pidió cena caliente, un baño igualmente caliente y cama limpia, al menos para tres días, dijo. Cenó después del baño y se fue a dormir, pensando en ir a visitar a sus compañeros al día siguiente y comprarse algo de ropa nueva en alguna de las tiendas de tejidos de Cumia. El cansancio que llevaba encima y las preocupaciones por sus amigos hicieron que su cuerpo agradeciese la cama y el baño reparador con lo que se quedó profundamente dormido, enseguida.
Durmió de un tirón y el descanso le sentó muy bien. Al día siguiente, muy temprano, sin desayunar siquiera, abandonó la posada y se fue a pasear por la ciudad, para verla a la luz del día y a comprarse ropa nueva. El día estaba revuelto, pero por la época del año era normal ese tipo de clima. Aunque el cielo era de un azul intenso, una fuerte brisa estaba acercando unos negros nubarrones desde el noroeste, nubarrones que si cubrían completamente el cielo, podrían ser bien de nieve. El aire era seco y helado, hacía bastante frío. Stan pudo observar como la actividad en la ciudad no se había detenido y la muralla mostraba ligeras diferencias a como la había visto la noche anterior, como si hubiesen estado toda la noche trabajando en ella. Vio dos maestros constructores y se acercó a ellos para preguntarles si habían estado trabajando en la protección de Cumia, durante las horas de oscuridad. Uno de los maestros constructores le contó que hacían turnos, pues ese trabajo no podía soportarlo alguien más de dos días seguidos y que el consejo les había explicado que era muy importante finalizar el perímetro de la muralla lo antes posible, que luego ya irían reforzándola desde dentro, aunque era prácticamente seguro que no aguantase. Sin embargo la gente se sentía comprometida con la defensa de su ciudad y todos estaban trabajando duro.
Después de hablar con el maestro de construcción, se dirigió hacia una de las tiendas para comprar ropa nueva. Entró en el establecimiento y se encontró con un hombre de edad avanzada, con el pelo prácticamente cano, pero que parecía tener prisa.
—Quisiera ropa de abrigo, una buena capa —pidió Stan.
—Capas, capas… —murmuraba el hombre mientras buscaba por la tienda—. Aquí. Ved.
—¿Qué precio tienen? —preguntó Stan examinando las telas.
—Tres monedas de plata.
—Un poco caras, no tenéis algo más económico —preguntó Stan mientras observaba la tienda minuciosamente.
—Eso o nada —respondió el comerciante empezando a recoger la mercancía.
—¿Y eso? —preguntó de repente Stan, fijándose en unas armaduras de cuero que colgaban del techo—. ¿Cuánto vale?
—Cuero rígido, señor. Antes deberíais probaros una para saber si os sirven.
—Me las probaré —resolvió Stan.
—¡Oh!, vaya —se impacientó el hombre—. Nos daremos prisa, por el turno, ¿sabéis?
—¿Qué turno?
—Debo ir a la construcción de la muralla —explicó el comerciante—. ¿No podéis venir esta tarde? Si no os importa.
—Mmm… De acuerdo. Guárdamelas.
—Os espero entonces —dijo el hombre empujando amablemente a Stan fuera de la tienda—. Recordad, a la caída del sol.
Stan se determinó a ir a ver a sus compañeros, pero antes pasaría por la posada para desayunar alguna cosa, pues la mañana ya estaba un poco avanzada y aún no había ingerido nada. Así pues, se encaminó hacia la puerta oeste, en las inmediaciones de la cual se hallaba la posada. Al entrar en la taberna se llevó una agradable sorpresa, pues Krahova estaba sentada en una mesa con un aspecto inmejorable, desayunando vorazmente. Casi sin poder hablar le hizo un gesto a Stan para que se sentase a su lado y compartiese con ella el desayuno, a lo que Stan no se negó y se acomodó a su lado rápidamente pidiendo al posadero su parte correspondiente.
—Pensé que ya no te vería hoy —dijo finalmente Krahova después de hacer esfuerzos para ingerir lo que tenía en la boca, ayudándose con la leche de un tazón de barro—. Me dijeron que estabas alojado en esta posada. Yo también lo he hecho, no sabemos los días que vamos a quedarnos.
—Espero que pocos —respondió Stan.
—Bueno, al menos hasta que Jin y Tórnax se recuperen, ¿no?
—¿Cómo siguen? Iba a veros después de desayunar.
—Íbram me ha dicho que la naturaleza sigue su curso, que los dos son fuertes.
—¿Y eso qué significa? —preguntó intrigado Stan.
—Supongo que todo va bien, ¿pero por qué quieres marcharte de aquí?
—¿No ves que aquí corremos peligro? —susurró en voz baja Stan para impedir que nadie le oyera.
—¿Peligro?
—Están construyendo una muralla para protegerse de los ataques de Mármora y…
—Eso ya lo sé —le interrumpió Krahova—, pero son suposiciones suyas, nadie les ha amenazado formalmente. Pueden pasar meses hasta que vengan por aquí con ánimo de lucha.
—Pues al consejo no le hizo ninguna gracia lo de Landin y lo del hijo de Tárneas.
—¿Hablaste con el consejo? —se interesó de pronto Krahova—. ¿Qué te dijeron?
—Poca cosa y la mitad no la entendí bien. No sé qué del anterior linaje de Barintia, que si los Krebb y los Ármitac y que ya no existen reyes en Aras y…
—No ayudas nada Stan, haz memoria —insistió Krahova.
—… y no sé, de una Lekin de Barintia.
Krahova se quedó completamente muda. Cómo podían saber ellos lo de Alda Lekin si la versión oficial de la capital era que les habían atacado bandidos y no habían dejado ningún nombre. Sólo en Xamin, y muy poca gente en el reino debía saber lo de Alda; aunque recordando bien, Tórnax le había dicho que habían escapado tres muchachas, si descontaba la de Xamin y la de Barintia, sólo quedaba una y ésta bien podía haber llegado a Cumia. Tendría que contárselo a Tórnax.
—Pues creo —intervino Krahova—, que debemos quedarnos hasta que se recuperen los otros, aunque eso da ventaja a los secuestradores. Pero sabemos que van a Dapur y seguramente, después, a Mármora.
—Yo a Dapur, no voy —sentenció Stan.
—Pues deberás esperar fuera, aunque tu ayuda nos vendría muy bien. Piénsalo.
—No hay nada que pensar ni que hablar —finalizó la conversación sin dejar puertas abiertas al diálogo.
El resto del desayuno transcurrió en el más absoluto silencio. Ni el uno ni el otro tenían nada que decir. Cuando acabaron, decidieron que irían a la casa de la curación para ver a sus amigos. Atravesaron prácticamente la ciudad y en cuanto hubieron llegado, Stan le enseñó cuál era el palacio donde se reunía el consejo. Entraron en el edificio donde sanaban a los heridos y un soldado les llevó hasta la habitación donde reposaban Tórnax y Jin. Los dos seguían durmiendo, limpios, tranquilos, pero la muchacha tenía mejor aspecto que Tórnax.
Tenían un aspecto de placidez y un par de jóvenes muchachos les atendían comprobando si tenían fiebre, si se agitaban demasiado, administrándoles hierbas que alguien entendido en la materia determinaba que debían ser aplicadas. Los dos jovenzuelos no dirigieron ni una palabra a los dos visitantes, pero sí una sonrisa tranquilizadora. Al poco rato de estar ahí, Stan y Krahova, que permanecían sentados en unas sillas dispuestas al pie de ambas camas, y estaban en absoluto silencio, vieron como entraba por la puerta el herbolario Íbram.
Los dos se levantaron de repente, pero Íbram ni siquiera los miró. Se dedicó a examinar a los enfermos con detenimiento, anotando en un papel algunas cosas. Los dos jovenzuelos le asistían sin decir palabra hasta que, después de examinar a Tórnax, se giró hacia sus compañeros, Stan y Krahova.
—¿Qué le administrasteis?
—La mitad de la infusión de glaufedia —respondió Krahova—. ¿No era eso?
—No. Quise decir antes.
—Una flor azul —respondió Stan—, y otras cosas.
—Deberías venir conmigo para ver si identificas todo lo que le administraste.
—¿Es su estado alarmante? —preguntó Krahova con preocupación.
—No. En principio no tememos por su vida —explicó Íbram—, pero antes quisiera saber un par de cosas.
—Tú dirás —le espetó Krahova—. ¿Qué quieres saber?
—Esta daga, la llevaba tu compañero —dijo mostrándoles la daga Némolin de Tórnax—. ¿Qué podéis decirme de ella?
—¿Qué quieres saber? —preguntó Krahova con recelo.
—Verás, yo tengo otra igual —dijo mostrándole la suya—. No temáis, estáis entre amigos.
—Él es de Xamin y a él pertenece esa daga —respondió Krahova mientras dirigía miradas a los dos asistentes del herbolario—. Deberías preguntárselo a él cuando despierte.
—De acuerdo, y no temas por nada Krahova —dijo el herbolario refiriéndose a sus dos asistentes—, no hay nadie en Cumia en quien desconfiar. El otro asunto…
—Tú dirás, Íbram, aunque yo también tengo que comentarte algo.
—¿Algo? —preguntó el hombre sorprendido por el comentario.
—Verás, supongo que sabes que no podemos pagarte una hoja de glaufedia.
—Lo sé —admitió Íbram—, ¿cuál es el problema?
—Pues que te debemos mucho dinero —empezó diciendo Krahova— y…
—Todo a su tiempo, todo a su tiempo. ¿Y ella? —cambió repentinamente de tema, señalando a Jin—. ¿De dónde la habéis sacado?
—¿Qué ocurre? —se adelantó Stan—. Es de Dapur, una amiga.
—Lamento contradeciros, pero la chiquilla la hemos cuidado casi desde que era una recién nacida, aquí, en Cumia.
—¿Cómo? —preguntaron los dos a la vez.
—Desapareció ahora hará… —se quedó pensando el herbolario mientras miraba a un punto indefinido de la habitación intentando recordar—, unos cinco años. Desde entonces que no sabemos nada de ella y de repente…
—Jamás nos contó nada —dijo Krahova—. Bueno, tampoco hace mucho que la conocemos, ¿no Stan? Dijo que venía de Dapur.
—Ya tendrá ella tiempo de explicarle a Xilos[47] dónde ha estado.
—¿Quién es Xilos? —preguntó Stan.
—El viejo Xilos tiene su casa junto al nogal seco, es una tienda pequeña llena de mercancías sin utilidad —explicó el hombre—. Se dice que es la casa más vieja de Cumia e incluso se cuenta que el viejo ya estaba aquí cuando se fundó la ciudad, pero esto es imposible. Tendría que tener más de cuatrocientos años. El viejo cuidó de la niña cuando se la dejaron delante de su puerta hace unos quince años, más o menos. La cuidó, la educó y un buen día… desapareció.
—¿Y Xilos no la buscó? —preguntó Krahova interesada por la historia.
—Eso deberíais preguntárselo a él. Bueno, yo tengo que dejaros. Esta tarde —dijo Íbram dirigiéndose a Stan— te espero en mi herboristería y me cuentas qué hierbas le administraste.
—Allí estaré —contestó diligente el muchacho.
—Así que la niña… —continuó Krahova una vez estaban de nuevo solos en la habitación.
—Tendremos que hablar con el viejo Xilos —resolvió Stan.
Todavía no era la hora de comer y los dos no tenían nada más que hacer, así pues salieron de la casa de la curación con la tranquilidad de que a sus compañeros se les estaba haciendo todo lo posible y se encaminaron hacia el nogal seco, símbolo de la ciudad libre de Cumia. En verdad era un nogal y desde luego parecía seco, era un árbol inmenso y debía de tener una edad superior a los cuatrocientos años, no así la casa más vieja que pudieron ver en la plazuela que rodeaba el árbol. Desde luego era una construcción antigua, pero no tanto como para decir que llevaba allí desde siempre. La supuesta casa del viejo Xilos parecía herméticamente cerrada, pero no daba la sensación de abandono; nadie hubiera podido decir que allí no habitaba nadie, sino más bien todo lo contrario. Parecía que en esa casa no hacía más de dos días que estaba cerrada. Stan y Krahova se acercaron y llamaron a la puerta sin muchas esperanzas de que alguien contestase.
Después de llamar unas cuantas veces y esperar el tiempo correspondiente, nadie les abrió ninguna puerta por lo que decidieron ir hacia la posada. Por el camino Stan le contó a Krahova que quería comprarse una cota de cuero y que tal vez necesitaría de sus consejos y de su experiencia, pues él no había tenido nunca ninguna. Krahova le intentó explicar las ventajas y los inconvenientes de llevar una cota de cuero rígido, pues si bien se ganaba en protección, también se perdía en movilidad y, en consecuencia, en agilidad; sin contar con el peso adicional que para el individuo representaba. Aunque, según muchos, y Krahova entre ellos, siempre era mejor llevar una protección encima que ir a cuerpo descubierto. Krahova, de todas formas, se comprometió en acompañar a Stan y darle el consejo necesario.
No bien hubieron llegado a la posada cuando se dieron cuenta que había un gran revuelo en la que iba a ser la puerta oeste de la ciudad. Pudieron ver como diez jinetes armados estaban detenidos a escasos doscientos metros de la incipiente muralla. Uno de los jinetes, con estandarte de la ciudad de Mármora ondeando en lo más alto de una pica, se acercaba a paso ligero hasta la puerta. La gente que estaba alrededor de la futura puerta y encaramada a lo alto de la muralla, había cesado su trabajo y todos observaban con atención como el jinete solitario se acercaba a la ciudad. El sargento de la caserna de guardia había abandonado su puesto y seguramente había ido a notificar los nuevos acontecimientos a su superior.
Stan y Krahova cayeron en la cuenta, ahora que observaban la escena, en que eran muy pocos los hombres jóvenes que había en la ciudad, era como si casi todos los ciudadanos entre los dieciocho y los cuarenta y cinco hubiesen abandonado Cumia. Krahova se lo comentó a su compañero y éste lo corroboró asintiendo con la cabeza.
El jinete frenó su caballo a escasos quince pasos de la base de la muralla y apoyó la pica en el suelo, sin descender de su montura, observando los rostros de todos aquellos que le miraban. El jinete era de Mármora. El estandarte ondeaba con toda su fuerza, pues el viento soplaba con ímpetu; el sol amaneciendo, símbolo de la capital del sur, destacaba sobre el cielo gris que se iba ennegreciendo por instantes. El jinete llevaba una cota de malla bien visible y una espada larga enfundada en la silla de su caballo. El animal era un ejemplar magnífico, fuerte y veloz al mismo tiempo. Esperó en silencio a que alguien saliese a recibirle.
Al poco rato llegaron dos capitanes y un miembro del consejo de Cumia. El consejero se adelantó a los dos capitanes y se situó ante el jinete con la mirada desafiante.
—¿Qué queréis? —preguntó el consejero con voz áspera y seca.
—¿Así tratáis a los representantes de Mármora? —preguntó a su vez el jinete.
—Está claro que no venís de forma apacible. Vuestra actitud y vuestras armas así lo demuestran.
—Sólo recorremos el reino en busca de respuestas.
—¿A qué pregunta? —le imprecó el consejero.
—¿Sois una autoridad aquí? —quiso saber el jinete.
—Me llamo Cónel Úrgom[48] —respondió el hombre con respetable solemnidad—, consejero y general de la ciudad libre de Cumia. ¿Os sirve esto?
—Entonces responded a la invitación que os ha hecho Mármora para uniros a la gloria y al triunfo del vencedor Damon Wacla.
—Nuestra respuesta es no —dijo bien claro y bien fuerte Cónel para que no hubiese confusión ninguna—. Sólo aceptamos nuestra propia libertad para gobernarnos.
—Sea así entonces —dijo el jinete cogiendo de nuevo el estandarte y haciendo girar su caballo para volver junto a sus compañeros que le esperaban más allá—. Tendréis noticias de Mármora.
Mientras el jinete se alejaba a toda prisa hacia el grupo de nueve que le esperaba, Cónel se reunió con los dos capitanes y se metieron en la ciudad. Hablaron un momento entre ellos y se fueron por el mismo lugar por el que habían llegado, seguramente hacia el palacio del consejo. Inmediatamente el sargento puso a la gente de nuevo en movimiento para que reanudasen las tareas de construcción de la muralla, ahora que parecía más evidente que Mármora tomaría las armas contra Cumia.
Stan se quedó mirando a Krahova con evidente preocupación y ésta le correspondió con una mirada triste e igualmente preocupada. Los jinetes, al poco rato, desaparecieron en la lejanía y el ritmo de trabajo era, en esos momentos, más frenético que nunca; aunque el rumor de la noticia ya circulaba por la ciudad de boca en boca. Los dos amigos se dirigieron a la posada para comer algo.
—Espero que se recuperen pronto —comentó Stan.
—Y yo también —dijo Krahova—. Ahora sí que Cumia no es ciudad segura. Esa muralla no va a aguantar la embestida de Mármora.
—Entonces, ¿por qué la construyen?
—Mientras haya esperanza, Stan, ellos defenderán su libertad. Además mientras aguanten pueden llegar refuerzos de Yíldiz o de Barintia. No van a dejárselo tan fácil a ese Damon, ¿no crees?
—Claro —asintió Stan—. Deberíamos ayudarles mientras estamos aquí.
Entraron en la posada y pidieron comida. El posadero, alterado, les comunicó lo que ya sabían y se dieron cuenta de que en Cumia todos daban por hecho que la guerra empezaría pronto. En cuanto esos jinetes llegaran a Mármora, Damon Wacla enviaría sus tropas para aplastar a la pequeña ciudad y así demostrar al resto de las ciudades quién ostentaba el nuevo poder. Eso, si ya no las había enviado ya, habiendo supuesto que Cumia diría que no a la rendición.
Tampoco ellos comieron demasiado, pues era evidente que si estaban todavía en la ciudad cuando llegasen las tropas enemigas, sus posibilidades de salir libremente se reducían casi al mínimo. Después de tomar poco de lo que les habían traído, cada uno se fue a su habitación a descansar. Ambos tenían bastante que hacer aquella tarde; Stan tenía que ir con Íbram a identificar hierbas y Krahova quería hablar con el consejo, pues tenía algunas dudas. Después se encontrarían para comprar la cota de cuero rígido para Stan, ya que a partir de ahora iba a necesitarla y cuanto antes se acostumbrase a llevarla, mejor para el grupo, fuese cual fuese el destino que les esperaba.