Una patada por debajo de la mesa fue suficiente para que Tórnax abandonase su actitud frente a Stan. Estaba claro que había mentido y Krahova, por la cara que puso Stan, supo que éste se había dado cuenta de que no decía la verdad. Tórnax en cuanto notó el aviso de ella, le sonrió con gesto irónico e inmediatamente después le dijo a Stan que venía de Xamin, cosa que era evidente a todas luces por el acento que tenía al hablar. De todas formas, aunque Tórnax se introdujo con más simpatía en la conversación que mantenían y a contestar algunas preguntas con sinceridad, Stan pensaba que la muchacha era más sociable y mucho más inteligente y se preguntaba qué hacía esa chica con un individuo como él. Absorto estaba en ese tipo de cavilaciones cuando la última pregunta de Tórnax, directa y sin rodeos, le sorprendió.
—¿No te apetecería trabajar para nosotros?
De hecho, Stan no era el único sorprendido, incluso Krahova creía que el mismo Tórnax se había sorprendido de la pregunta que acababa de hacer, que el vino de la cena empezaba a hacerle efecto; aunque pensándolo bien, tal vez la ayuda de un tercero les podría dar más libertad de movimientos sin tener que depender tanto de Tórnax, e incluso podrían dividirse en dos grupos y estar en las dos posadas. Krahova estaba a punto de felicitar a Tórnax por su brillante idea cuando Stan tiró por los suelos todas las ilusiones de la muchacha.
—No. Los negocios por los que he venido he de resolverlos solo y una vez resueltos, tendré otras prioridades. Gracias por el ofrecimiento, pero no. Me voy a dormir.
Stan se levantó de la mesa; para él era muy tarde. Algunas mesas estaban siendo limpiadas por los sirvientes de la posada. Casi todos los clientes se habían ido a dormir y Stan tenía cosas en qué pensar. Se disculpó una vez más y se fue a la habitación dejando a Tórnax y a Krahova perplejos, por la respuesta que acababan de oír.
Se quedaron ambos en silencio, sin mirarse, un buen rato hasta que ella reaccionó y se levantó de la mesa con decisión para ir a la habitación a descansar. Tórnax ni siquiera se movió. A Krahova le preocupaba dejarlo solo en el comedor, se podía esperar cualquier cosa de él, pero no podía estar vigilándolo todo el tiempo, así que si se metía en un aprieto ya mirarían de salir de él.
—Me voy a dormir —dijo con toda la intención—. Hasta mañana.
—Que descanses, dentro de un rato subo yo.
El muchacho se quedó pensativo en la mesa mientras la mujer que regentaba la posada empezaba a recoger los platos sucios y las jarras de encima de la mesa. Era la última mesa que recogía esa noche y Tórnax el último cliente. De los sirvientes de la posada sólo quedaba uno que barría el suelo, los otros estaban en la cocina limpiando y poniendo todo en orden. Justo cuando Nora se llevaba el último plato, Tórnax la cogió del brazo, firme.
—Landin Kedir —dijo en voz baja.
—¿Cómo decís? —preguntó Nora aparentemente tranquila.
—Landin Kedir —repitió Tórnax con el mismo tono de voz.
—Creo que os equivocáis. Nadie se aloja aquí con este nombre.
—No. No me equivoco. Sé que viene a esta posada.
—¿Pretendéis que me aprenda de memoria el nombre de todos los que vienen a esta posada? —preguntó Nora.
—Decidle que le busco —dijo soltándola—, para hablar de…, los nobles.
—Si supiese quién es, se lo diría —dijo mientras se alejaba con rapidez hacia la cocina.
Tórnax se levantó de la silla y se encaminó hacia la habitación con rapidez, pero con sigilo.
Una vez en el piso superior, con el más absoluto de los cuidados, abrió la puerta de la habitación y mirando de no despertar a Krahova entró en la habitación. Cerró la puerta tras de sí y a tientas buscó la silla que había al lado del pequeño armario. Puso la silla junto a la ventana y entreabrió uno de las contraventanas para tener una visión de la calle. Casi sin girar la cabeza podía ver también la puerta de la habitación. Krahova dormía plácidamente ajena a toda la maniobra de Tórnax. Se sentó en la silla y se dispuso a vigilar. Poco a poco se fueron apagando los ruidos en la parte baja del local. Vio como los sirvientes iban abandonando la posada hasta que quedó sólo la posadera que después de cerrar la puerta por dentro, fue subiendo la escalera mientras iba apagando todas las lámparas de aceite hasta dejar la posada completamente a oscuras.
En algún momento de la noche, Tórnax despertó sobresaltado, había oído un ruido extraño.
Fijó más la atención y su oído, pero todo parecía tranquilo. Seguramente sería fruto de su imaginación. Le escocían los ojos por el sueño y Krahova seguía duiendo plácidamente en la cama, no había motivo para sobresaltarse. Echó un último vistazo al exterior antes de decidirse ir a dormir, pero algo le resultó muy extraño, allí abajo en la calle había un carro parado junto a las tres columnas de la plazuela y el carro tenía dos caballos enganchados.
Daba la impresión que esperaba a ser cargado, pero no se veía a nadie junto a los animales.
De repente sonó como un crujido en la planta inferior de la posada. Ahora no había duda.
—Mierda —exclamó en voz baja, cogiendo su espada y dirigiéndose con máximo cuidado hacia Krahova.
El suelo era de madera, sin embargo Tórnax parecía estar entrenado para andar sin hacer ningún ruido. Una vez llegó a la altura de la cama donde dormía ella, le tocó en el hombro con suavidad. Krahova seguía durmiendo. Tórnax lo dejó por imposible y se dispuso a salir de la habitación y bajar al comedor para ver qué sucedía. Ahora que tenía fijada su máxima atención a los posibles sucesos, le pareció incluso oír murmullos sordos y pasos apresurados. Entornó la puerta con mucho cuidado, fuera estaba bastante oscuro, aunque por el hueco de la escalera se podía adivinar una penumbra, como si abajo se hubiese encendido un pequeño quinqué o unas velas. Tórnax, sin pensárselo dos veces y dejando la puerta abierta de su habitación, con la espada desenvainada se encaminó hacia el piso inferior, sin embargo en el momento en que puso el pie en el primer escalón, éste crujió.
—¡Sssch! —se oyó abajo.
Durante unos interminables instantes todo quedó en silencio absoluto. Tórnax estaba inmóvil sin atreverse a respirar. Pero ahora no había ninguna duda de que abajo había gente. Se preparó y de un salto bajó, de repente, el primer tramo de escaleras, de forma que en cuanto hubo saltado tenía una vista del comedor desde lo alto. El ruido que provocó su salto fue perfectamente audible y lo que Tórnax vio, en un primer instante, fue dos hombres cargando barriles y cajas y amontonándolos cerca de la puerta de la posada, que estaba abierta de par en par. La escena, la iluminaba una vela que estaba situada en la mesa central del comedor y fuera, en la puerta, había un tercer hombre. Todos se quedaron paralizados, como si se hubiese detenido el tiempo, durante unos instantes.
—¡Daos por presos! —gritó de repente Tórnax mientras saltaba el último tramo de escaleras, levantando el arma que tenía en la mano.
Desde luego si la intención de Tórnax era que todos se enterasen de la presencia de esos tres individuos, seguramente lo habría conseguido, pues ellos mismos se dieron perfecta cuenta de que habían sido descubiertos. Todos sacaron sus espadas, pero el que estaba en la calle se subió inmediatamente al pescante del carro que estaba medio cargado. Uno de los hombres, el más fuerte, se mantenía de pie, esperando el ataque de Tórnax, mientras el otro se iba retirando de espaldas hacia la calle.
—¡Krahova! ¡Por la ventana! —gritó de nuevo Tórnax con la esperanza de ser oído por la muchacha.
—No te servirá de nada gritar —le dijo el hombre que le estaba esperando.
El muchacho calculó las distancias y con un movimiento rápido atestó el primer golpe, sin embargo el hombre supo parar la embestida y reaccionó con un contraataque que también fue repelido por el chico. Se enfrascaron en una lucha cuerpo a cuerpo con las dos espadas entrechocando entre sí; pronto empezaron a oírse ruidos en la parte de arriba del comedor, donde estaban las habitaciones. Fuera, el carro parecía estar esperando al hombre que mantenía la lucha con Tórnax, con los dos individuos encima del pescante, preparados para salir corriendo en cuanto su tercer compañero se montase en el carromato.
El hombre iba manteniendo a raya a Tórnax y poco a poco iba dirigiéndose hacia la puerta con la intención de huir. Estaba de espaldas a la salida e iba tanteando el suelo con dificultad para no tropezarse con alguna silla o con los barriles que él mismo había estado apilando.
Tórnax podía ver que detrás de su enemigo, sus dos compañeros estaban ya en el carro, pero de pronto vio como uno de ellos caía al suelo emitiendo un gemido de dolor. El que tenía enfrente, luchando, no se había dado cuenta de nada.
—¿Qué ocurre aquí? —sonó una voz familiar para Tórnax en lo alto de la escalera.
—Ven a ayudarme, Stan —suplicó Tórnax.
Ante tal acontecimiento, el hombre descuidó todas sus precauciones y, lanzando la espada contra Tórnax, giró en redondo y se dispuso a salir de la posada. En ese momento, el que gobernaba el carro azuzaba a los caballos para salir lo más rápidamente posible de allí.
Tórnax esquivó la espada que le habían lanzado, pero eso le dio más ventaja al hombre que acababa de huir, que saltó por encima de su compañero, tendido en la calle con una flecha clavada en medio de la espalda.
Mientras, Stan también llegaba a la altura de Tórnax con la espada desenvainada y por detrás aparecía la dueña de la posada sollozando, desesperada. El que había huido de la posada ante la presencia de Stan estaba a punto de alcanzar el carro y dar un salto para subirse a él, cuando un silbido corto sonó en el aire de la noche y una flecha de arco compuesto se clavaba en su espalda, haciendo que cayese de bruces en el suelo de la calle mientras el carro se alejaba a toda prisa y se perdía en la oscuridad. Stan y Tórnax llegaron donde había caído el individuo casi al mismo tiempo.
—Vaya —resopló Stan.
—Buen disparo —comentó Tórnax mientras se giraba para buscar al arquero.
Desde la ventana abierta de otra habitación que no era la de Tórnax, con más ángulo, se podía ver a Krahova con el arco en la mano, sonriendo al ver que todos sus compañeros estaban con vida.
—Alcanzar al tercero era casi imposible —se justificó ella.
—La posadera —recordó Tórnax de repente mientras corría de nuevo hacia el interior del local y Stan le seguía—. Creo que eran ladrones.
—Ladrones… ¡oh! —sollozaba la mujer—. Mi niño…
—¿Niño? —preguntó Stan.
—Es muy pequeño, no debe ver esto…
—La cerradura de la puerta está rota, tardarán en arreglarla —comentó Stan, conocedor de esos asuntos.
—Hay que avisar a la guardia —comentó Tórnax.
—Yo iré —respondió Krahova bajando las escaleras, abriéndose paso entre los cuatro clientes que murmuraban en la parte alta de la escalera.
—No hará falta —dijo una voz desde la puerta de la calle.
Todos se giraron. Allí, con el traje de los soldados de Barintia y con el distintivo de capitán, se erguía un hombre joven de treinta y cinco, acompañado por otros cinco hombres, que formaban el cuerpo de guardia de esa zona.
—¡Recoged los cuerpos! —ordenó a sus hombres—. Vosotros dos, quedaos conmigo, tengo que hablar con esta gente.
Rápidamente dos de los hombres quedaron en la puerta con dos arcos cortos en la mano y una flecha para ser disparada si alguien hacía algún gesto sospechoso. Los arcos los mantenían bajos. Los otros tres recogieron los cadáveres de los que yacían en la calle y desaparecieron de la vista de los que, expectantes, estaban en la posada.
—¿Quién puede explicarme qué ha ocurrido aquí? —lanzó la pregunta el capitán.
—Yo mismo —se adelantó Tórnax.
Les explicó cómo se había quedado despierto y en un momento de la noche oyó ruidos sospechosos en la parte de abajo de la posada. Bajó con sumo cuidado y en cuanto los tres individuos se vieron sorprendidos, dos iniciaron la huida y uno se quedó para enfrentarse con él, espada en mano, hasta que viendo que no podía nada contra él, el ladrón inició su retirada e intentó subir al carro, aunque sin conseguirlo.
—Pero este relato no me aclara la muerte de estos individuos —dijo el capitán.
Krahova intervino entonces señalando que Tórnax, antes de bajar la había avisado del posible peligro que podía correr y ella, suponiendo que si eran sorprendidos intentarían huir, se había apostado en una de las ventanas del piso superior y desde allí abatió a dos, mientras el tercero huía con el carro y parte del cargamento que habían robado.
Nora, la propietaria, viendo que lo que se habían llevado esos hombres era más bien poco y que la cerradura de la puerta estaba destrozada, corroboró ante el capitán que venía sufriendo este tipo de robos desde hacía un par de semanas, pero que no había avisado a la guardia porque lo que se llevaban esos delincuentes era muy poco, mercancía sin importancia.
—Debo agradecer a estos señores —dijo señalando a Tórnax y a Krahova— que me hayan ayudado evitando que el daño fuese mayor.
—Estábamos en nuestra obligación —repuso Krahova.
—¿Y los demás? —preguntó el capitán.
Nadie contestó y todos se encogieron de hombros.
—Lamento comunicarle que la posada debe cerrarse durante un par o tres de días —anunció el capitán a la posadera—, hasta que se solucionen los trámites administrativos correspondientes.
—Pero ¿y adónde vamos nosotros? —protestó uno de los clientes que estaba en la escalera.
—Está ya amaneciendo —indicó el capitán—, recojan todo y búsquense otra posada. En cuanto a ustedes —dijo mientras señalaba a Tórnax y su amiga—, tendrán que acompañarme para hacer una declaración en el cuerpo de guardia.
—¿Tenéis dónde ir? —preguntó Krahova a la posadera.
—Sí, tengo amigos en la ciudad.
Todos se fueron a sus aposentos a recoger sus pertenencias y fueron abandonando la posada mientras fuera iba aclarando el día, gris y frío. Cuando Stan bajó, se despidió de los dos muchachos argumentando que tenía asuntos que tratar y que tal vez coincidirían por la capital. Una vez todos hubieron abandonado la posada, salieron Tórnax y Krahova, acompañando al oficial de la guardia, que esperaron en la calle a que saliese la propietaria y su hijo de cinco años. Intentaron cerrar la puerta, pero ante la imposibilidad de poder hacerlo, uno de los soldados se quedó haciendo guardia mientras el capitán ordenaba al otro que fuese en busca de unos maderos para clavarlos en la puerta.
Nora les dio de nuevo las gracias y con su hijo se encaminó hacia el este de la ciudad. El capitán, junto al soldado y los dos compañeros, se encaminó en dirección a la plaza central de Barintia, donde se hallaba el cuerpo principal de la guardia, no sin antes recoger los caballos del establo.
Stan se encaminó con todo su equipaje hacia la plaza central de la ciudad. Por el camino pudo ver como, de muy buena mañana, la gente ya estaba en la calle, en plena actividad comercial. Le sorprendió ver a tanta gente, pues creía que Dapur tenía más habitantes que la capital, aunque tampoco era tanta la diferencia. Pudo observar que había muchos comerciantes, mercaderes, artesanos, visitantes, transportistas. Aquí y allá se veían soldados con el uniforme de la ciudad, en patrullas de seis hombres, con arcos cortos y carcajs con flechas. Aún no había llegado a la plaza y el gentío era considerable y pronto empezó a sufrir empujones, pisotones, golpes mientras el murmullo se hacía ensordecedor.
—¿Qué ocurre? —le preguntó a una mujer mientras eran arrastrados por un río humano.
—Es día de mercado —le respondieron varias personas a la vez.
Una vez en la plaza, el espectáculo era apabullador. Había más gente de la que jamás había visto. La plaza estaba repleta de tenderetes, mesas sobre caballetes con productos de todas las ciudades. Todos vendían, todos compraban, el sonido de las monedas en los pagos era ensordecedor, pero enseguida se dio cuenta de por qué todos se sentían más seguros que en Dapur, y tenían una buena razón: estaba lleno de soldados. No podía jugársela y debería esperar ocasiones mejores o intentarlo en las posadas. Entre empujón y empujón, enseguida vio lo que buscaba. Una de las casas que daba a la plaza, tenía un letrero de madera en el que podía leerse: «Folvius. Hierbas» y hasta allí se encaminó.
Ya dentro de la tienda, el ruido del trajín del mercado y de las voces era más apagado. Había un par de individuos curioseando unos estantes repletos de frascos y botes. En el centro del local había un pequeño mostrador de madera con papeles y un carboncillo y en la pared del fondo había una cortina que separaba el comercio del resto del edificio. Olía a cosas indescifrables para Stan. Pronto se abrió la cortina y apareció un hombre de unos cincuenta años, muy delgado y con perilla y un rostro muy marcado por lo que un día fueron granos. Era de estatura media, moreno y con canas incipientes, de ojos oscuros y vestía una amplia túnica de color marrón.
—¿Deseabas alguna cosa, muchacho? —dijo con una voz ridícula.
—Buscaba a Folvius[33].
—Lo tienes delante de ti. Tú dirás.
—Traigo hierbas para cambiar por dinero —dijo mientras sacaba la bolsita de cuero donde las guardaba.
—Veamos lo que traes —dijo con interés el herbolario.
Stan vació el contenido de la bolsita sobre el mostrador. Cuatro raíces, una hoja y un pequeño tarro de barro con resina, guardado tal como le había enseñado Licur. Sabía para que servía todo, cómo se llamaba y aproximadamente el precio que debería pagar por ellas si las comprase, pero otra cosa era lo que este hombre quisiese darle.
—Una hoja de túrgeri, no es fácil hallarla. Puedo darte cinco monedas de oro por las raíces y una de plata por la resina.
—¿Y por la hoja? —preguntó un poco desanimado.
—No está muy bien conservada, veamos —dijo el hombre, examinándola de nuevo—, otras cinco monedas.
—Diez de oro y una de plata. ¿No es eso? —resumió Stan.
—Sí.
—No —respondió el muchacho—, es poco y lo sabéis.
—Vete a otro herbolario a ver qué sacas —le instó el hombre.
—Eso haré —determinó Stan mientras recogía sus cosas.
—Espera —dijo con fastidio el herbolario—. ¿Qué tal veinte monedas de oro?
—Mmm… —calculó Stan—. Veinticinco y no se hable más.
—Veintidós y es mi última oferta.
—Trato hecho —respondió satisfecho Stan.
No estaba nada mal, veintidós monedas de oro con el símbolo de la capital era más de lo que jamás había visto junto, a excepción del rubí que llevaba bien guardado y escondido. Sabía que las hierbas valían más, pero seguro que era un buen trato y más después de haberse quedado, sin que Folvius se enterara, con una de las raíces de díjor, un buen reconstituyente. Stan salió de la tienda y se introdujo de nuevo en la marea humana, pero ahora con dinero en el bolsillo, dispuesto a mirar todas las mercancías que se ofrecían y a disfrutar de una fría mañana de mercado. Pronto empezó a nevar unos finos copos de nieve.
Stan disfrutó, a pesar del frío, de la muchedumbre y del día de mercado. Vio cosas que no había visto jamás, productos que para él no existían y algunos que sí había visto, pero que no sabían cómo se llamaban. Estuvo tentado de comprarse un arco, pero decidió dejarlo para más adelante, tal vez la muchacha de la posada, la simpática Krahova le enseñaría a manejarlo antes de que abandonasen la ciudad, porque era evidente para él que los dos amigos habían llegado a Barintia persiguiendo algún enigmático objetivo. Él ya no podía volver a su a su casa, ya que Wylan Kedir, su jefe, le estuvo esperando al día siguiente de su marcha precipitada. Suerte que nadie sabía dónde estaba y que ahora, además, tenía dinero para sobrevivir en la capital hasta que se hartara o hasta que decidiese visitar otras ciudades de la Gran Llanura.
Poco a poco la nieve fue cuajando y cada vez caía con más intensidad. Cerca del mediodía muchos eran los que recogían los tenderetes para volver a sus hogares, la clientela había bajado mucho y la plaza estaba medio vacía. Por doquier se olía a comida caliente. Algunos cargaban sus cosas en los carros, dispuestos a marcharse hacia otros destinos y otros mercados antes de que cayese la tarde. Stan, al oler los efluvios culinarios, le entró el hambre y decidió irse a comer a la otra posada de Barintia de la que conocía el nombre.
Cuando entró por la puerta se quedó sorprendido de la cantidad de gente que había, la posada de Smeg estaba a rebosar, muchos esperaban su turno para ocupar un asiento en las mesas y poder comer. Era evidente que los días de mercado eran muy productivos para las posadas y sobre todo para las que estaban relativamente cerca de la plaza. Además había podido oír durante la mañana, que era una buena posada y bastante económica. El gentío no le dejaba ver la distribución del salón, pero enseguida pudo distinguir una escalera de madera, en el fondo, que seguramente llevaba a las habitaciones. El griterío era ensordecedor, cuando de pronto sintió un empujón a la altura del estómago.
—No te quedes ahí parado, deja pasar —dijo un hombre de unos cuarenta años con una bandeja en la mano repleta de viandas y bebidas.
—¡Oh! Perdón —exclamó Stan apartándose.
El hombre era muy corpulento, de brazos fuertes, algo calvo y con una estatura aproximada no superior al metro y medio. Parecía moverse con soltura por la posada, a pesar de estar repleta de gente que insistentemente pedía comida y bebida. Stan intentó acercarse a la barra con la intención de ser atendido, pero le costaba mucho trabajo llegar hasta donde quería, recibía empujones, pisotones e incluso algún grito de los que estaban posicionados.
De repente oyó una voz por detrás que empezaba a resultarle familiar.
—¿Otra vez? Aparta, hombre. ¿No ves que hay trabajo?
—Quisiera instalarme en la posada —aprovechó a decirle Stan con rapidez.
—Ahora estoy por ti, un momento —respondió el hombre.
Llegar hasta la barra fue toda una proeza, además Stan descubrió, después de tropezar, que el comedor tenía dos niveles, separados por un escalón. La mayor parte de ese desnivel estaba protegido por una barandilla de madera, de forma que algunas mesas estaban pegadas a esa barandilla. Ya en la barra, la puerta de la cocina sólo hacía que abrirse y cerrarse. Dentro se veían al menos tres personas trabajando y en la barra, dos sirviendo, además del hombre bajo y dos muchachos sirviendo por las mesas. Aprovechando un hueco se apoyó en la barra y en cuanto vio la ocasión pidió una cerveza y se la fue tomando poco a poco mientras la gente iba desapareciendo. Cuando la posada quedó casi vacía y los trabajadores de la cocina pudieron tomarse un respiro, Stan pudo ver a Nora, la propietaria de la posada del Templo, trabajando tras la puerta. Se sorprendió, pero enseguida pensó que todos los posaderos de Barintia debían conocerse.
Stan se giró hacia el comedor y, desde las grandes ventanas que había en las paredes de la posada, pudo ver que el tiempo había empeorado y la nevada era ahora copiosa. Stan se dirigió a una mesa que había quedado vacía y se sentó, esperando ser atendido.
—Bueno, no creas que me he olvidado de ti, muchacho —dijo el hombre bajito—. Me dijiste que querías habitación.
—Sí. ¿Siempre es así?
—Los días de mercado son terribles en Barintia, pero a nosotros nos va muy bien.
—Ya veo.
—¿Vas a comer algo? —preguntó el hombre.
—Busco a Smeg —dijo Stan.
—Justo enfrente de ti —respondió dándose un pequeño golpe en el pecho—. Yo soy el propietario de esta posada.
—Te he traído la joya —se aventuró a decirle Stan, bajando la voz.
—¿La qué? —preguntó extrañado Smeg.
Stan se quedó unos instantes en silencio sin saber qué decir. Miraba extrañado a Smeg, allí había algo que no cuadraba, algún detalle se le había escapado, pero no sabía cuál. Introdujo la mano en la mochila y sacó el papel que le había dado Dívilo y se lo mostró a Smeg.
—Creo…, creo que es para ti.
—Mmm… —murmuró Smeg mientras observaba el papel con verdadera atención—. Vaya, ¿círculo rojo? No sé de qué va esto. Sólo sé que Smeg es mi nombre. Creo que hay alguna confusión.
—Pero… —intervino Stan.
—Ve a ver al joyero, amigo. Aquí solamente servimos comidas y damos alojamiento —zanjó Smeg.
—Pues comida y alojamiento —dijo con resignación Stan.
—¿Cuántos días?
—Un par, creo.
—Tres monedas de plata y seis de cobre.
—Toma —dijo entregándole una moneda de oro.
Smeg se marchó hacia la cocina, metiéndose la moneda en el bolsillo. Stan quedó perplejo, pero tendría que insistir en el tema; hablaría con Smeg más tarde. Mientras esperaba que le trajesen la comida, observó la clientela que quedaba en la posada. Había dieciocho personas, repartidas por las mesas, casi todas acabando sus comidas; sin embargo le llamó la atención un jovenzuelo en un rincón, con una jarra encima de la mesa. El joven no aparentaba tener más de dieciséis años, era muy delgado y no muy alto. Vestía de negro completamente y junto a él estaba la mochila y un arco largo con un carcaj repleto de flechas con el penacho negro. Stan sabía que no era habitual ver un arco de esas características y que muy pocos sabían usarlo en Hárkad. Un chico tan joven, además, hacía del hecho algo más curioso, precisamente. No podía apartar la mirada de él, había algo en su rostro, medio escondido en la penumbra del rincón donde se hallaba que le llamaba poderosamente la atención. Le sorprendió una voz conocida, era Nora que le traía la comida y el cambio, en monedas, que le correspondía.
—Tu comida. Vaya, nos volvemos a ver.
—Sí. Ya te he visto antes en la cocina —dijo Stan sin sacarle los ojos de encima a ese joven.
—Ya os dije que tenía amigos en Barintia. Además aquí nos van a tratar muy bien. Smeg es un buen hombre.
—No lo dudo —respondió el muchacho de forma mecánica.
—Mira quien entra —dijo la mujer de repente.
—La pareja —exclamó Stan después de haberse girado hacia la puerta y ver entrar a Tórnax y a Krahova con evidentes signos de frío en su rostro.
Nora les hizo señas para que acudiesen a la mesa y Krahova, que enseguida la vio, se encaminó hacia allí con una sonrisa en el rostro. A Tórnax no le quedó más remedio que acudir, siguiendo a la muchacha que se sentía alegre de ver caras conocidas.
—¡Qué frío hace! —exclamó Krahova.
—Es el invierno en Barintia —explicó Nora—. ¿Vais a comer?
—Nos sentaremos en esta otra mesa —dijo Tórnax.
—¿Nos acompañas Stan? —pregunto Krahova ante la sorpresa de Tórnax.
—Ya llevaré yo los platos —se adelantó Nora para que no lo hiciese Stan.
—Gracias —dijo Stan a Nora.
Se sentaron en una mesa que estaba situada en un rincón, entre la puerta que daba al almacén y la barra. Justo al otro extremo de donde se hallaba la escalera que daba acceso al piso superior, de espaldas a la única pared que no tenía ninguna ventana y muy cerca de la otra mesa donde estaba sentado el muchacho joven que tanto había llamado la atención de Stan. Mientras esperaban que les trajesen la comida, Stan fue acabando lo que aún le quedaba en el plato. Krahova explicaba animada como habían entrado en la casa de la guardia que había en la plaza. El capitán, muy amable, les había conducido hasta su despacho y allí les había pedido que narrasen otra vez todo lo sucedido la noche anterior, mientras un soldado y el mismo capitán iban tomando nota de todo lo que contaban. Cuando salieron de la caserna se habían dedicado a dar una vuelta por la ciudad. Pudieron comprobar que era día de mercado y que Barintia estaba llena de visitantes, mercaderes y comerciantes. Habían hecho algunas compras y después habían ido a la posada.
—¿Cómo habéis decidido venir aquí? —preguntó Stan.
—Porque alguien nos la recomendó —aclaró con rapidez Tórnax.
Pronto llegó la comida que habían pedido y que Nora les sirvió con mucho gusto mientras Krahova seguía conversando con Stan.
—Landin tendrá que venir mañana a la posada —comentó Nora a Tórnax mientras le servía el vino.
—Pero la posada está cerrada —dijo Tórnax.
—Sí. Pero sabe que cuando no estoy ahí, estoy en la casa de Smeg.
—Gracias Nora, ya nos dirás quién es.
—No, gracias a vosotros por librarme de los ladrones.
En ese momento entró un capitán de la guardia de Barintia, acompañado de su grupo de cinco soldados. Vestía el mismo uniforme y los mismos distintivos que la pasada madrugada habían visto en la posada de Nora. Miró todo el comedor y se dirigió hacia Smeg que estaba trasteando detrás de la barra. Los soldados se quedaron en la puerta. Era un capitán apuesto de apenas treinta años, una edad bastante joven para un capitán, pero se movía seguro de sí mismo y su corto pelo negro, muy bien cuidado, le daba un aspecto atractivo. Mantenía una conversación en voz baja con el propietario de la posada, hasta que el posadero empezó a alzar la voz.
—Pero es imposible, y tú lo sabes. No podremos resistir.
—Son órdenes, Smeg —intentó calmarle el capitán.
—¿Qué ocurre? —intervino la que parecía ser la mujer de Smeg.
—¡Qué nos suben los impuestos! —protestó el posadero.
—Pero si no aguantaremos —se lamentó la mujer—. Pero ¿el motivo?
—¡En nombre del rey! —gritó un cliente desde una mesa.
—¡Apresad a ese hombre! —ordenó el capitán a sus hombres—. Por mofa pública de la autoridad.
—Pero si no tenemos rey —se desesperó Smeg.
—No tientes a la suerte Smeg —le advirtió el capitán—. No tientes a la suerte. Somos amigos, pero ahora estoy representando al rey.
—Perdona Féllow, pero esto es absurdo.
—Lo sé Smeg, pero es así.
El capitán se giró y dando una orden a sus hombres, que tenían cogido al cliente, se dirigieron hacia la salida de la posada. Krahova se levantó con rapidez y se interpuso en el camino del capitán. Éste se detuvo frente a la muchacha y la miró con interés.
—Perdonad, señora —dijo, intentando esquivarla.
—No, perdonadme a mí —dijo tímidamente Krahova—. ¿Sois Féllow Kur?
—Ese es mi nombre —contestó orgulloso y a la vez extrañado.
—Venimos de Yíldiz —empezó a decir hacia Tórnax—. Sheldon Tálec nos envía y este muchacho tiene algo que enseñaros.
—¿Yo? —preguntó distraído Tórnax—. ¡Ay, sí!
—Esperadme fuera —dijo Féllow a sus hombres—. No entiendo nada.
—Mirad —dijo Tórnax mostrándole la daga Némolin.
—Guardadla —repuso el capitán—. Esta noche vendré a tomar una copa y hablaremos.
Nadie me ha comunicado vuestra visita a Barintia. ¿Venís los tres?
—No, sólo dos —se apresuró a contestar Tórnax—. Nos veremos esta noche.
Stan había permanecido ajeno a la conversación, pues no podía desviar la mirada del muchacho joven que había dos mesas más allá. No sabía por qué, era como una intuición, pero algo no le gustaba. El muchacho llevaba un buen rato sin moverse, parecía dormitar, sentado en la penumbra. Fuera seguía nevando y a medida que iba avanzando la tarde, aparecían nuevos clientes a la posada. La detención de aquel hombre había causado cierto estupor entre la clientela y los que lo habían presenciado no se atrevían a comentar nada.
Tórnax llamó al posadero.
—Nos quedaremos esta noche.
—Veinticinco monedas de cobre —dijo Smeg después de hacer un cálculo mental—. Ya me ha dicho Nora que le ayudasteis. Aquí, en esta posada no suceden tales cosas.
—Nunca se sabe, Smeg —respondió Tórnax pagándole lo establecido.
—Luego os muestro las habitaciones.
—¿Y tú qué vas a hacer? —le preguntó Krahova a Stan.
—Bueno, he empezado a moverme por la ciudad. Yo creo que en un par de días sabré si me quedo o no.
—Sabes que si quieres venirte con nosotros… —dijo la muchacha.
—Gracias por el ofrecimiento —sonrió Stan mientras Tórnax les miraba en silencio.
De nuevo se volvió a abrir la puerta de la posada. Ahora una fría ráfaga de viento entró en la sala. Stan estaba recogiendo sus cosas para dejarlas en la habitación. Tórnax saboreaba la copa de licor que le habían servido después de comer y Krahova se sorprendió al ver entrar a Féllow de nuevo en la posada, pero esta vez acompañado de un hombre alto y obeso, ricamente vestido y que parecía sentirse incómodo y molesto por haber tenido que entrar en la posada. Se quedaron todos en la puerta sin acabar de entrar. El hombre obeso se quedó mirando detenidamente mientras Smeg empezaba a impacientarse, pues el frío que entraba hacía inútil la chimenea ardiendo. El misterioso joven se removió en su asiento por primera vez desde hacía mucho rato y Stan lo percibió de inmediato. El hombre obeso señaló con su dedo hacia Stan. A una señal de Féllow, los cinco soldados tomaron posiciones. Tres dentro de la posada y dos, fuera, en la puerta.
—¿Estáis seguro, señor Lob[34]? —preguntó el capitán mientras se dirigía a Stan.
¿Lob? Ese apellido le sonaba a Stan, pero de qué. No podía pensar con rapidez, algo iba mal y lo sabía, empezaba a ponerse nervioso. Krahova miraba a uno y a otro sin explicarse qué sucedía. Sin embargo, Tórnax estaba muy tranquilo. No así la clientela que se habían percatado de que los soldados habían tomado posiciones y tampoco Smeg que se dirigía hacia el oficial a pedirle explicaciones. El misterioso joven hizo un amago de movimiento, como si estuviese preparado para saltar.
—No te muevas muchacho —dijo Féllow a Stan—. Vamos a ahorrarnos problemas.
—¿Pero qué sucede aquí? —preguntó Smeg con tono exigente.
—Apártate Krahova —susurró Tórnax mientras cogía su daga.
—No te metas en asuntos de la justicia —intentó calmar el capitán al posadero—. Vacía el contenido de la mochila sobre la mesa —dijo a Stan.
—Haz lo que te dicen —aconsejó Tórnax a un Stan cada vez más confuso y nervioso que se había quedado paralizado.
—¡Tórnax! —exclamó sorprendida Krahova.
Stan no se movía, ante lo cual Tórnax le arrebató la mochila y volcó todo el contenido sobre la mesa. Féllow llegó a la altura de la mesa y observó todo lo que allí había. Cogió una bolsita de cuero.
—Son hierbas —aclaró Stan mientras los soldados tensaban sus arcos cortos.
—¿Y esto? —preguntó el capitán señalando otra bolsita donde había el rubí.
—No es mío —fue la lacónica respuesta del muchacho.
El capitán cogió la bolsita y la abrió con sumo cuidado, aflojando las cintas de cuero y vació el contenido sobre la palma de su mano. Allí apareció el rubí, precioso, en todo su esplendor. Algunos clientes, absortos, murmuraron al verlo, incluso Tórnax, Krahova y Smeg abrieron todavía más los ojos.
—Tendrás que acompañarnos, muchacho —aseveró Féllow.
—¿Qué significa esto, Stan? —pregonó Krahova apenada.
—¿Es este el rubí, consejero? —preguntó el capitán, manteniéndolo en la palma de su mano mientras giraba su cabeza hacia el noble Lob.
Lo que ocurrió entonces nadie lo esperaba, atentos como estaban al rubí, a la magnífica joya que el capitán tenía en su mano. El joven misterioso, de un salto habilidísimo, se apoderó de la joya en un instante y con ella en la mano se lanzó escaleras arriba hacia el piso superior. Todo ocurrió con tanta rapidez y precisión que quedaron estupefactos, observando la escena. Un guardia acertó a soltar la flecha que se clavó en la escalera de madera, instantes después de que el muchacho hubiese desaparecido de la vista de todos.
—Tú, a la calle, avisa a los otros —empezó a ordenar Féllow al primero de sus hombres—. Vosotros coged a este muchacho —refiriéndose a Stan— y llevadlo a la caserna. Que el consejero Lob os acompañe. Traed refuerzos.
—¿Le conoces? —preguntó Krahova a Stan.
—No lo había visto en mi vida —respondió mientras lo maniataban.
—¿Hay alguna salida por arriba? —preguntó el capitán a Smeg.
—Sólo las ventanas.
—Que nadie salga —ordenó Féllow—. Te hago responsable Smeg.
—No os preocupéis —respondió Tórnax—. Os aseguro que nadie va a salir sin vuestro consentimiento.
—¡Maldita sea! —exclamó Féllow mientras empezaba a subir las escaleras.
Enseguida se llevaron a Stan. Tórnax se puso delante de la puerta con la mano en la empuñadura de su espada. Todos quedaron en silencio, oyendo los pasos del capitán en el piso superior. Krahova fue la primera en pronunciar palabra.
—Seguro que es inocente. Será un malentendido.
—¡Mi niño! —gritó Nora—. Está arriba.
—Ya subo yo —respondió Smeg—, ahora el capitán está concentrado.
Smeg se dispuso a subir las escaleras. Quedó bien manifiesto que, aunque bajo y fuerte, se movía con agilidad. Todos estaban atentos a las pisadas en el piso superior. Nora tenía las manos en la cara y sollozaba, arropada por la mujer de Smeg. Algún que otro crujido se oía en el piso superior. Aquel muchacho no podría escapar, pero existía el peligro de que cogiese al pequeño como rehén. Al cabo de unos instantes se oyó la voz de Smeg apagada, daba la sensación que mantenía una conversación con alguien, debía ser el capitán. De nuevo pasos y puertas abriéndose y cerrándose y luego alguien que empezaba a bajar las escaleras. Tórnax apretó aún más la empuñadura de su arma. Pronto se tranquilizaron al ver que era Smeg, con el niño, quien bajaba. Nora se deshizo de su compañera y fue corriendo hacia su hijo, abrazándole y besándole fuertemente.
—Me preocupa esto —comentó Smeg—. Si no aparece este chico, cerrarán la posada.
—Es imposible que escape —dijo Tórnax.
—Lo sé, pero las cosas más inverosímiles se convierten en realidad en Barintia.
—¿Qué quieres decir? —volvió a preguntar Tórnax.
—Cosas mías, cosas mías…
Bastante rato después, descendió Féllow con el rostro contrariado.
—Nada. Como si se hubiese esfumado —comentó a los presentes.
—¿Vas a clausurar la posada, no? —preguntó Smeg con cierto temor.
—Sabes que debo hacerlo, Smeg. Hasta que aparezca ese muchacho o tengamos pruebas de lo que ha ocurrido.
—¿Qué le ocurrirá a Stan? —preguntó Krahova.
—¿Vais juntos?
—No. Le conocí ayer —se apresuró a responder la muchacha.
—Entonces harías bien en olvidarte de él. Es mala gente.
—Pero…
—Es un ladrón de Dapur —informó Féllow.
—Ya imaginaba algo así —dijo Tórnax—. Deberías andar con más cuidado.
—¿Y el muchacho? —preguntó Nora—, si sigue ahí arriba…
—No os preocupéis —respondió Féllow—. Por lo pronto, todo el mundo debe abandonar la posada.
Hubo murmullos y protestas por parte de todos los clientes. Smeg bajó la cabeza resignado, sabía que podía sucederle, pero jamás había imaginado que hubiera pasado.
—Ahora dejaré un par de hombres aquí —continuó Féllow—, por si ese muchacho apareciese de nuevo. Salir, no ha salido de la posada. De eso estoy seguro, o sea que… tendremos que buscarlo con más atención.
—Yo me presto voluntario —se ofreció Tórnax.
—Muy bien —respondió el capitán—, pues ya puedes empezar mientras yo soluciono lo de aquí abajo.
Tórnax, espada en mano, se encaminó hacia el piso superior, algo temeroso pero confiado.
Krahova le dijo que tuviese cuidado y también desenvainó la espada por si debía acudir rápidamente en ayuda de su compañero. El capitán salió afuera, donde ya estaba oscuro y la nieve no dejaba de caer; habló con sus hombres y se marchó dejándoles apostados en la puerta de la posada. Smeg ayudó a los clientes a bajar el poco equipaje de las habitaciones y a despacharlos con una sonrisa amarga en la boca y un «vuelvan cuando quieran» esperanzador. Nora, junto a su hijo de cinco años, se lamentaba de la situación de inseguridad que desde hacía algunas semanas era evidente en Barintia.
Muy despacio, con mucha cautela, avanzaba Tórnax por en medio del pasillo, casi sin dejar notar sus pasos sobre el piso de madera, escuchando con suma atención a través de todas las puertas de las habitaciones, para oír la más mínima pista del paradero del muchacho.
Sabía que no había podido escapar. Al final del pasillo había una ventana que daba al exterior y estaba cerrada y más arriba, según le había dejado entender Smeg, sólo había una habitación que era donde estaba el niño que había ido a buscar el posadero. Ninguno de los dos le habían visto, por tanto sólo podía estar en la primera planta. Mantenía al máximo su atención, aguardando, haciendo creer que ya no había nadie en el piso esperándole, cuando de pronto sonó un crujido detrás de una de las puertas. Tórnax sonrió y con máxima cautela fue hacia esa puerta. Con lentitud casi pasmosa fue girando el pomo de esa puerta, ahora el silencio era casi total, pues los sonidos del piso inferior estaban muy amortiguados. Poco a poco la cerradura cedió sin ruido ninguno, pero Tórnax no abrió la puerta, se plantó ante ella, cogió la espada con las dos manos, respiró hondo y de una patada abrió la puerta de par en par.
Allí estaba el muchacho, de pie, observando por la ventana, con intenciones de no ser visto desde la calle, de espaldas a la puerta. No debía de medir más de metro sesenta, muy delgado, vestido de negro y con el pelo muy oscuro, muy corto. La mochila y el arco largo con el carcaj lleno de flechas estaban en el suelo. Se dio la vuelta rápidamente, con mucho sigilo, aunque se notaba que había sido sorprendido. Sin embargo Tórnax ya le había puesto el filo de su espada en el cuello sin darle ninguna opción. Al mirarle a la cara, Tórnax descubrió aquello que tanto había llamado la atención a Stan. El muchacho tenía unos preciosos ojos grises, un color nada habitual en el reino de Hárkad y él sólo recordaba haber visto ojos semejantes en el duque de Xamin.
—Ni se te ocurra moverte —susurró Tórnax maravillado por esos ojos asustados—. Dame la joya.
—Toma —dijo con voz dulce, dejando el rubí a escasos centímetros de la cara de Tórnax con un movimiento rápido y preciso—. No me mates, por favor.
—No me provoques —respondió Tórnax, consciente de que los movimientos del muchacho eran demasiado rápidos para él—. ¿Stan es tu amigo?
—No. Me llamo Jin[35] y Stan es mi presa —respondió con inocencia.
—Vaya, una chica muy joven —comentó relajándose—. ¿Qué quiere decir presa?
—No me matarás, ¿verdad?
Tórnax no sabía si fiarse de ella, parecía tan inocente, pero a la vez tan salvaje. Toda la conversación había sido entre susurros. Abajo seguro que nadie les había oído. Tórnax sopesó la situación, sabía que si la muchacha quería, con un movimiento inesperado, estaría fuera de control, pero iba a darle una oportunidad. La curiosidad podía más que Tórnax y quería saberlo todo.
—No. No es esa mi intención —dijo cogiendo el rubí y bajando el arma—, pero tal vez sí, entregarte a la justicia.
—Un amigo de Stan robó la joya de la casa de Scio Lob, un rico comerciante de Dapur, pero se la pasó a Stan y éste no supo devolverla a su verdadero dueño.
—Pero tú no trabajas para Lob, si no hubieses entrado con él.
—El amigo de Stan se adelantó a quien iba a recogerla, que tampoco era Lob.
—No entiendo de qué me estás hablando —dijo Tórnax confuso—. Así, ¿Stan no la robó?
—Stan dejó demasiadas pistas en Dapur y a mí me enviaron para recuperar la joya y devolvérsela a su legítimo dueño.
—Vaya, así Stan está apresado injustamente —dijo pensativo.
—Le soltarán pronto, no tienen la prueba del delito.
—Pero la llevaba en la mochila, todos lo hemos visto.
—Si es inteligente dirá que se la pusieron allí y mientras no la encuentren, nadie podrá relacionarnos, ya que tampoco lo estamos.
—Oye, ¿tú no eres muy joven?
—No sé la edad que tengo, creo que dieciséis —sonrió—, pero ahora la joya la tienes tú, ji, ji, ji…
—¡Mierda! —soltó la joya sobre la cama.
Con un movimiento superrápido Jin volvió a coger la joya, abrió la ventana y a lanzó hacia la calle.
—¿Pero qué haces? —intentó pararla Tórnax.
—Hay gente ahí afuera, esperándola, no te preocupes. No he venido sola. ¿Sabes que eres muy guapo?
—Déjate de decir tonterías —se sonrojó Tórnax—. ¿Y qué hacemos contigo?
—Yo voy con vosotros —dijo alegremente—. Ya no hay joya, ya no hay peligro.
—Pero… tú no estás bien. ¿Qué le decimos a Féllow?
—Algo se te ocurrirá, digo yo.
—De momento vas a quedarte aquí. ¿Entendido?
—Lo que tú mandes. ¿Cómo te llamas?
—Tórnax.
—Tórnax —repitió Jin con inocencia.
Tórnax cerró la puerta de la habitación, dejándola dentro. Fue al final del pasillo y abrió la ventana. Miró hacia abajo, calculó la distancia y saltó a la calle. La nieve amortiguó su caída. Se revolcó en la nieve y corrió unos metros en una dirección y se paró allí donde aparecían otras pisadas. Desde allí gritó.
—¡Soldados! ¡Guardia! ¡Aquí!
Pronto acudieron los hombres del capitán.
—¿Qué ocurre? —dijo uno de ellos.
—Saltó por la ventana y le he seguido —mintió Tórnax—, se fue hacia allí, deprisa.
Los soldados se miraron e inmediatamente se fueron corriendo en la dirección que les había indicado Tórnax. El muchacho se quedó allí de pie, quieto, con una sonrisa perdida, preguntándose por qué ayudaba a la muchacha, tal vez porque casi era una niña e imaginaba los ambientes en que debía haber estado. Además, parecía tan ilusionada con todo. No acababa de comprender por qué lo había hecho, pero sin darle más vueltas se encaminó hacia el interior de la posada, pues en la calle hacía mucho frío.
Cuando entró por la puerta, todos se giraron sorprendidos, pues nadie esperaba verle entrar por ahí, pero Tórnax se apresuró a tranquilizarles y a darles una explicación.
—Saltó por la ventana y quise seguirle. Los soldados han ido tras él. Problema solucionado, Smeg. Mañana podrás volver a abrir la posada.
Todos se alegraron de que el problema hubiese sido resuelto y Smeg les invitó a quedarse con ellos sin tener que pagar comida ni alojamiento. Krahova y Tórnax aceptaron, momento que aprovechó el de Xamin para sincerarse con Smeg.
—¿Sabes algo de Landin Kedir? —preguntó muy directo Tórnax.
—Es el capataz, por así decirlo, de los Krebb.
—¿Y cómo puedo hablar con él?
—Vendrá mañana, ya que siempre va a ver a Nora; y como tiene la posada cerrada, vendrá aquí. ¿Por qué quieres hablar con él?
—Tengo que preguntarle un par de cosas. ¿Y Féllow? —cambió de tema.
—Vendrá esta noche seguro, y más sabiendo que has solucionado el problema.
—Bien, le esperaré. Me agradará hablar con él.
—Y a él, contigo.
—Nos iremos a descansar ahora, ¿verdad Krahova? —dijo con toda la intención—. No te preocupes Smeg, nos instalaremos nosotros. Total, todas las habitaciones están disponibles…
—Bien, bien. Voy a enviar a uno de los sirvientes al cuerpo de guardia. Con un poco de suerte nos dejarán abrir esta noche.
—Ya te diremos que habitación ocupamos —dio Tórnax con prisa—. Nos veremos para la cena.
Tórnax apremió a la muchacha a coger todo el equipo y a seguirle hasta las habitaciones.
Ella le siguió intrigada, pues se dio cuenta enseguida que había alguna cosa que Tórnax le ocultaba y que le diría una vez estuviesen arriba. No preguntó, le siguió a toda prisa pero manteniendo la calma para no levantar ningún tipo de sospecha. Una vez arriba, Tórnax se volvió hacia ella y le hizo la señal de guardar silencio. Antes de entrar en la habitación cerró la ventana que había al final del pasillo, por donde había saltado hacía unos instantes, no sin antes percatarse de que había alguien semioculto entre las sombras de la noche; seguramente sería uno de los que acompañaba a Jin. Luego se dirigió a la habitación donde estaba la chiquilla y llamó a la puerta con suavidad.
—Soy yo —dijo en un susurro.
Tórnax miró a Krahova y con un gesto le indicó que no tenía de qué preocuparse y que debía guardar la espada que ya estaba desenvainando. La puerta se abrió con sigilo y detrás apareció la cara risueña, siempre inocente de Jin, que en cuanto vio a Tórnax se mostró alegre, pero al ver a su acompañante se puso seria.
—Es una buena amiga —aclaró Tórnax.
Entraron en la habitación y cerraron la puerta tras ellos. Tórnax cerró las puertas de la contraventana y volvió a percatarse de la presencia de alguien allí abajo, aguantando la fuerte nevada que no había cesado y el frío de la noche. Jin se sentó sobre la cama con las piernas cruzadas y con la cabeza baja. Krahova esperaba de pie a que alguno de los dos le explicase quién era la muchacha y por qué Tórnax había mentido. En vista de que ninguno de los dos decía nada, la muchacha no quiso ser descortés.
—Hola, me llamo Krahova. ¿Y tú?
—Jin —contestó con desgana.
—Bonito nombre —intentó ser amable—. ¿De dónde eres?
—De aquí y de allí. De ningún sitio y de todos.
—Viene de Dapur, siguiendo a Stan —aclaró Tórnax—. Parece ser que la joya no la robó él, pero se la entregaron y tuvo la brillante idea de venir a la capital a vete a saber qué.
—¿Es tuya, entonces, la joya? —preguntó Krahova.
—No, es del Círculo Negro.
—¿Del Círculo qué? —preguntaron a la vez, Tórnax y Krahova.
—No sabéis nada de Dapur —se enfureció ella.
—Yo he oído hablar del Círculo Rojo —respondió Tórnax—, pero creía que eran rumores sin fundamento.
—Pues al Círculo Rojo debería pertenecer Stan, porque fueron los que robaron esta joya.
—Vaya, así es cierto —murmuró pensativo—, Féllow no mintió al decir que era un ladrón.
—¿Y cuál es tu papel en todo esto? —preguntó Krahova.
—Yo pertenezco al Círculo Negro.
—¿Y a qué se dedican? —quiso saber Tórnax.
—Somos asesinos —respondió Jin con orgullo, levantando la cabeza por primera vez.
—Como el que te espera abajo —le informó, incrédulo.
—Se marchará pronto. Dirá que he perdido la vida en el intento de recuperar la joya, pero no podré volver a Dapur.
—¿Y qué harás? —preguntó Krahova.
—Ir con vosotros —dijo como si fuese lo más lógico.
Krahova y Tórnax se miraron, sorprendidos por lo que acababan de oír.
—Pero tú no puedes… —empezó diciendo Tórnax.
—Siempre puedo decirle al capitán —dijo traviesa Jin— que me has ayudado a sacar la joya de Barintia.
—No te creerá —dijo Tórnax molesto.
—¿No? Sé cosas que pueden comprometerte.
—¿Qué cosas sabes?
—Prueba —le desafió Jin.
—¡Mierda! —exclamó Tórnax—. No podemos arriesgarnos. Tendremos que pensar la manera de sacarte de aquí. Te quedarás con ella, Krahova, mientras yo bajo a hablar con Féllow.
—Ni hablar, yo también quiero estar presente en la conversación.
—Tendréis que confiar en mí —intervino Jin—, sobre todo a partir de ahora, je, je, je…