Capítulo 2

Xamin, conocida como la ciudad rebelde, se caracterizaba por muchas particularidades, pero la más famosa, y la que le había dado ese nombre, era que los soldados de la ciudad no debían obediencia al rey, aunque sí lo hacía el señor de la ciudad, el duque de Xamin. A efectos protocolarios, si el rey visitaba la ciudad, los soldados le reverenciaban, puesto que el duque era un súbdito real; pero a efectos de organización, los guardianes eran reclutados y pagados por el duque como mercenarios de los Málcolm, la familia que ostentaba el título nobiliario. Eso suponía un alto precio para esa familia, pero como Íler Ármitac, el gran rey, les había concedido la propiedad del treinta por ciento de todos los beneficios que se originasen de la explotación y comercio de las piedras preciosas y las maderas nobles de los yacimientos y bosques de los Montes de Xamin, no resultaba ningún sacrificio monetario para los gobernantes de esa ciudad.

Xamin era una ciudad amurallada, en el interior de la cual, discurrían las intrincadas callejuelas, que como un laberinto, ocupaban las tres cuartas partes de su superficie. La cuarta parte restante contenía otro recinto amurallado, donde se encontraban tres grandes edificios rodeados de amplios jardines: la residencia del duque, la casa de los soldados y un palacete para las visitas de los nobles ciudadanos de Hárkad. Cada atardecer y cada amanecer, respetando una tradición de siglos, desde la parte más noble de la ciudad, sonaban unas trompetas que anunciaban el cierre o la apertura, según el momento, de las puertas de la muralla. Todo aquel que se hallase fuera de la ciudad, debería permanecer a los pies de la muralla, si quería volver a entrar, y esperar a la mañana siguiente cuando se abriesen de nuevo las puertas. Pero aquellos que quedaban dentro, tenían el tiempo justo para buscar refugio en alguna de las posadas o esconderse en sus callejuelas estrechas para no ser vistos por las patrullas. Si alguien era apresado en plena noche, pasaba un año en el calabozo y después, despojado de sus propiedades, era abandonado, a sus suerte, fuera de las murallas de la ciudad.

El clan de los Némolin estaba comandado por Fándar[23], el anciano, pero la mayor parte de sus negocios habían sido delegados a su hijo Céndar[24], un apuesto hombre de unos cuarenta y cinco años que llevaba con mano dura y rigidez todos los asuntos de la familia. Su padre, el anciano, solamente se ocupaba de las visitas de cortesía, recepciones y tratos con los antiguos clientes que deseaban seguir haciendo negocios con la institución viviente de los Némolin. Muchos eran los que trabajaban para la familia y muchos los puestos desempeñados por ellos, pero todos tenían en común una cosa: la daga con el escudo de la familia que, como un pequeño tesoro, aseguraba el respaldo y el apoyo del clan y de los amigos y aliados en cualquier ciudad del reino. Poseer una daga Némolin era todo un honor y ser desposeído de ella era símbolo de desgracia.

Aquella mañana Tórnax[25] se había levantado como de costumbre, antes de que sonasen las trompetas de apertura de las puertas de la ciudad. Era una mañana fría y gris de invierno, pero a Tórnax no le importaba, tenía que acompañar a su jefe para ver los nuevos trabajos de explotación de una nueva mina de esmeraldas. No era la primera vez que hacía eso y sabía por experiencia que una vez llegados a las minas, siempre habría quien intentaría hacer llegar las quejas a su jefe, Céndar Némolin. Tórnax se ocupaba de mantener a raya a cualquiera que intentase llegar hasta su jefe sin previo permiso y sabía que si alguien consiguiese dañar a su jefe, él iría a parar a la cárcel como un vulgar delincuente.

Tórnax era un joven de treinta años, atlético, fuerte, robusto, educado en la lucha cuerpo a cuerpo y en el manejo de espada larga, arco medio y daga. Su tez morena y su pelo rubio le hacían atractivo entre los de su edad, pero de momento permanecía fiel a su trabajo y no parecía tener intereses amorosos.

Mientras se lavaba y se vestía, tenía la daga Némolin junto a él, encima de la silla donde estaba su ropa. Procuraba no separarse de ella, pues conocía los beneficios que podía aportarle tanto dentro como fuera de Xamin. Jamás la había perdido y jamás la había usado para matar a nadie, para estos últimos menesteres tenía otra daga más tosca, más pobre, pero eficiente. Todavía no había acabado de ajustarse las botas cuando se abrió la puerta y apareció el propio Céndar, que entró con el semblante preocupado.

—¿Vamos tarde? —preguntó Tórnax contrariado.

—No, hemos anulado la visita a las minas.

—¿Y eso?

—Hay una cosa que quiero que veas —respondió, pensativo, Céndar.

—Lo que mandes.

Se apresuraron a salir de la casa medio escondidos, pues no querían ser vistos por ojos curiosos, lo que preocupó a Tórnax. Acurrrucados en sus capas, con la cabeza bien cubierta se dirigieron a la zona noble de la ciudad. Antes de cruzar la puerta que daba acceso a esa zona, unos guardias les cerraron el paso. Céndar mostró un salvoconducto e inmediatamente después les abrieron el paso casi con reverencia. Una vez hubieron llegado a la casa de los soldados, volvieron a mostrar el papel y una vez en el interior esperaron a que viniesen a buscarlos.

—Vamos a ver a una prisionera —informó Céndar.

—¿Una prisionera? —preguntó extrañado Tórnax.

—Sí, pero no es una prisionera cualquiera. Hace una semana fue hallada en estado de desnutrición en un camino no muy lejano.

—¿Y qué ha hecho para ser prisionera? —insistió Tórnax.

—No sabemos el alcance de su posible delito. Todavía. Pero intuimos que es mejor que nadie sepa que está aquí. La hemos alimentado, la hemos cuidado y finalmente…

—Un momento —interrumpió Tórnax—. ¿Hemos?

—Xamin, la ciudad de Xamin, muchacho.

—Pero… —prosiguió Tórnax, confuso.

—Dame tiempo para que te explique —prosiguió Céndar mientras Tórnax asentía.

—Finalmente habló, hace dos días. Su nombre es Cintya[26], pero posiblemente no te diga nada esa información, ya que lo que resulta más interesante es lo que nos dijo después.

—¿Y qué dijo? —preguntó impaciente Tórnax.

—Que hace tres semanas, exactamente —y dibujó una sonrisa cómplice en su rostro— vio como era asesinada Jania Desolt, la reina consorte, toda la guardia del cortejo fúnebre y como era decapitado el difunto rey, Íged Ármitac.

—Eso es imposible —afirmó contundentemente el joven Tórnax.

—Precisamente eso es lo que quiero que averigües. Quiero nombres, datos concretos, cualquier cosa que nos sirva. Xamin —miró fijamente a los ojos del muchacho— se juega mucho en esto y Góureith Málcolm[27] sabrá recompensar nuestros esfuerzos.

Enseguida apareció el guardián asignado para acompañarles a la mazmorra donde se hallaba la muchacha prisionera. Antes de empezar a descender, el guarda les entregó dos candiles apagados. Intercambiaron una mirada de complicidad y guardaron el más absoluto silencio hasta que no llegaron a la puerta de la celda. Descendieron tres pisos bajo tierra, acompañados siempre del guarda que les guiaba, iluminando el camino con una antorcha.

En el último piso la humedad era terrible, las paredes de los pasadizos que iban siguiendo desprendían agua continuamente y en algunos tramos, incluso, pisaban oscuros charcos.

Las paredes, en este último piso, eran de roca viva y el techo más bajo, cosa que les obligaba a andar semiagachados. De vez en cuando se oía algún lamento apagado al otro lado de alguno de los portones que iban dejando atrás. Por fin, y después de seguir un verdadero laberinto de túneles, el guarda se paró ante una puerta, sacó algunas llaves e introdujo una en la cerradura, que se abrió sin problemas a pesar de la humedad reinante.

—Aquí es, señor —indicó el guarda a Céndar.

—Queremos estar solos con la prisionera.

—Si me necesitasen haced sonar esto —dijo entregándole un pequeño silbato—, o si quieren abandonar el recinto. Vendré enseguida.

—Así lo haremos —respondió Céndar mientras esperaba que el guarda se alejase por el pasillo, después de entregarles otra antorcha encendida.

Tórnax, que había tomado los dos candiles en la sala de entrada, también los encendió con la antorcha del guarda antes de que desapareciera. Empujó la puerta hacia adentro y, de momento, sólo vieron oscuridad. Antes de dar el primer paso un fuerte olor a humedad, paja medio podrida y orines, les echó hacia atrás. Una vez se acostumbraron al hedor, entraron en la celda. Todo el suelo estaba cubierto de paja y por encima correteaban algunos escarabajos. El recinto era muy pequeño, apenas dos metros cuadrados. La celda no tenía luz y en un rincón había un agujero en el suelo donde practicar las necesidades. En el otro extremo estaba, sentada, la muchacha. Apoyaba toda la espalda en la pared, parecía rota.

—¿Es necesario que esté en estas condiciones? —se lamentó Tórnax.

—Es mucho más seguro que nadie sepa que está aquí.

—Pero ¿no puede mantenerse el secreto sin necesidad de…?

—No —cortó Céndar—. La mejor forma de que pase inadvertida es tratarla como…

—Señor, señor… —dijo la voz lastimera de la muchacha que había oído voces—, ayúdeme…

—Vamos a ayudarte —la tranquilizó Tórnax, realmente afectado por la visión.

—Ahora te sacaremos —mintió Céndar—, pero antes debes contestar unas preguntas.

—Sí…, sí —decía la chica en un hilo de voz.

—Yo debo marcharme, Tórnax. En cuanto sepas algo, dímelo. Dejo esto en tus manos.

Céndar le entregó el silbato y dio media vuelta para salir de allí, llevándose la antorcha.

—Pero tendrás que avisar al guarda.

—No te preocupes, Tórnax. He pasado muchos años en estas mazmorras. Encontraré el camino.

Una vez solos, Tórnax no sabía por dónde empezar, había asistido e incluso participado de algunos interrogatorios, pero siempre se trataba de asesinos, ladrones y otros delincuentes, jamás de una mujer inocente. Pensó que lo mejor sería ganarse la confianza de esa muchacha, pero sacarla de ahí dentro no podía, así que hizo sonar el silbato y esperó que apareciese el guarda. Al poco rato se vio la luz de la antorcha como se acercaba por el pasillo, un instante después apareció el mismo hombre que les había conducido hasta allí.

—Cuando queráis, señor.

—No, soldado. No nos vamos todavía —dijo Tórnax acercándose al guardia.

—¿No? —preguntó extrañado el soldado.

—Trae agua caliente para lavar, jabón, ropa limpia, comida caliente y más luz —ordenó al soldado.

—Pero señor… —protestó.

—¡Silencio! Haz lo que te digo, yo me responsabilizo de todo eso.

—Tardaré un tiempo en conseguir todo eso —se excusó el carcelero.

—Lo sé. Tenemos toda la mañana, no hay prisa.

El guarda se alejó y Tórnax miró al suelo. En el lugar donde creyó que la paja estaba en mejor estado, se sentó y cruzó las piernas. Se quedó observando a la muchacha, no tendría más de veinte años y si había sido hermosa, ahora no lo parecía. Se adivinaba su piel blanca y suave debajo de la suciedad y las heridas, pues era evidente que la habían torturado y quién sabe si no la habían violado. Tórnax no se atrevía a tocarla y permaneció, durante todo el rato que estuvo esperando, allí quieto, pensando en qué cosas podían darle más confianza para que ella no temiese nada.

Al cabo de un buen rato apareció de nuevo el carcelero con todo aquello que Tórnax había pedido. Ignoraba de dónde lo habría sacado, pero la verdad es que lo había traído todo. Se lo entregó al muchacho y esperó órdenes.

—Si quieres dejarnos solos…

El guarda volvió a alejarse dejándolos allí solos. El muchacho encendió los tres candiles que le habían traído y examinó con más detenimiento a la prisionera, ahora con más claridad, y no le tranquilizó en absoluto lo que vio. Si la celda tenía un aspecto lamentable, la pobre Cintya todavía presentaba un aspecto peor. Tórnax se acercó lentamente a ella y le dijo con una voz dulce:

—Lavaos y vestíos, muchacha. Comed esto que está caliente. Yo volveré luego y os prometo que os sacaré de aquí en cuanto pueda.

La muchacha pareció no inmutarse, pero antes de que Tórnax abandonase la celda con un candil en la mano, por el rabillo del ojo vio un ligero movimiento que le devolvió la esperanza.

El muchacho se alejó unos metros, después de entrecerrar la puerta de la celda y esperó a que la chica estuviese más a gusto con lo que le había dejado. Transcurrido un buen rato largo, en el que Tórnax le dio vueltas a la cabeza, se atrevió a volver a la celda. Cuando abrió la puerta vio a la muchacha sentada en el suelo, había comido y se había lavado a duras penas pero no se había cambiado de ropa. Parecía dormir.

—Cintya —la llamó en voz baja.

—Mmm… —se removió la muchacha.

—¿De dónde eres?

No hubo respuesta por parte de la chica, pero no se rindió tan fácilmente.

—¿Qué pasó en el entierro? Cuéntame, no tengas miedo.

Tórnax sabía lo que había ocurrido, o al menos de lo que la versión oficial se había propagado. Él, por pertenecer a la servidumbre de los Némolin, tal vez sabía algún detalle más que la mayoría de la gente, pero tampoco se sabía mucho de lo ocurrido. Según sus informaciones, contadas por el mismo Céndar, el cortejo fúnebre fue atacado por unos desconocidos, se ignoraban los motivos y consiguieron acabar con la vida de la reina consorte, los guardias y todos aquellos que formaban dicho cortejo, excepto una muchacha que pudo escapar y llegar a Barintia. Contó lo sucedido, pero no pudo resistir el frío y el cansancio sufridos mientras vagó hasta que la encontraron. Según esa misma versión, se estaban haciendo todos los preparativos para que Émel Ármitac, el príncipe, fuese regentado por alguien de confianza. Sin embargo, Tórnax sabía que, de momento, ya eran dos las muchachas que habían salvado la vida, si es que no había más; que era muy extraño que la otra hubiese muerto de frío y agotamiento, pues Xamin se encontraba más alejada del lugar de los hechos que Barintia y además era evidente que Cintya había sido golpeada y maltratada, y aún así, permanecía con vida. Respecto al príncipe, habían pasado más de tres semanas y lo que se sabía es que en cada ciudad, la autoridad respectiva había tomado el mando con apoyo de los soldados, excepto en la capital, que seguía comandada por el capitán general, en ausencia del representante de la corona. Las posibilidades que ofrecía la información de esta muchacha eran muchas, dependiendo de lo que revelase, pero de momento no decía nada.

—Descansa, mañana volveré —dijo Tórnax tranquilizándola.

—Tres —susurró la muchacha—, tres…

—¿Tres qué? —preguntó de repente, acercando el oído a sus labios.

—Pudimos escapar… ¿dónde están?

—¿Tres? —preguntó con asombro el muchacho.

Mas la muchacha había perdido el sentido o se había dormido y ya no obtuvo más respuestas. Tórnax hizo sonar el silbato y salió de la celda antes de que llegase el carcelero.

En cuanto se topó con él en el pasadizo, con manifiesta excitación, le dijo:

—Quiero que trasladéis a la prisionera a un lugar más seco, luminoso y aireado. A un sitio mejor. ¿Entiendes?

—Eso es imposible —respondió el guarda.

—¿Cómo que imposible? Te lo ordeno —se enfureció Tórnax.

—Lo siento señor, en eso no puedo hacer nada.

—Muy bien. ¡Tu nombre, soldado! Informaré a Céndar Némolin de este asunto —le amenazó el chico.

—Haced lo que queráis —respondió inmutable el guardia—. La prisionera está en esta celda por órdenes directas y expresas de Góureith Málcolm, el duque.

Tórnax quedó atónito y boquiabierto ante tal respuesta y sin disimular su enfurecimiento, se encaminó hacia la salida. Visiblemente alterado por la rabia.

—Por aquí, señor. No os vayáis a perder en este laberinto —le indicó el guardia.

—Te sigo —refunfuñó. Era evidente que no sabría salir de allí sin la ayuda del carcelero.

—Pero antes —le advirtió el soldado—, debo cerrar la puerta de la celda. Esperad aquí.

En cuanto Tórnax llegó a la casa de los Némolin, muy enfadado, se dirigió directamente a los aposentos de Céndar, sin embargo su señor no se hallaba en el lugar donde lo buscaba. Eso le enfureció más y decidió ir a ver al patriarca de la familia en busca de la influencia para conseguir sus objetivos. Así pues, se encaminó hacia el otro extremo de la casa con paso decidido. Los pasillos y habitaciones que fue cruzando estaban ricamente decorados con tapices, mesas y muebles regios de maderas nobles y con candelabros de oro y plata.

Finalmente llegó a la puerta, de madera rojiza con incrustaciones de marfil, que daba acceso a los aposentos privados del viejo Fándar. Llamó a la puerta y esperó a que respondiesen.

Un buen rato después se abrió la puerta y un viejo sirviente, de edad avanzadísima se le quedó mirando como quien espera una orden concreta.

—Quiero ver a Fándar Némolin —dijo con toda la solemnidad que pudo.

—Deja que pase —sonó la voz de Céndar desde el interior.

El viejo sirviente abrió más la puerta y dejó pasar a Tórnax, que después de haber reconocido la voz de su señor, entró contrariado y confuso al interior de la habitación. Una vez dentro, el sirviente cerró la pesada puerta y se quedó de pie esperando órdenes concretas. La habitación era una pequeña estancia donde había una mesa pequeña, muy sencilla y dos armarios con cajones a ambos lados de la mesa. Sentado en una gran silla estaba el viejo Némolin, su hijo se hallaba de pie con unos papeles en la mano. Un gran ventanal, con las cortinas abiertas daba una luz suficiente para trabajar en el despacho.

Padre e hijo debían estar tratando negocios cuando fueron interrumpidos por la llamada de Tórnax. El muchacho tuvo la sensación de no haber hecho lo correcto.

—Tú dirás —dijo el viejo mirando a los ojos de Tórnax.

—Veréis —empezó el chico—, he estado hablando con la prisionera…

—¿Prisionera? —interrumpió Fándar.

—Sí, la muchacha que encontraron —prosiguió— y que…

—¡Oh! Perdonad padre —cortó intencionadamente Céndar—, tenéis tantas cosas en que pensar, que no os lo comenté. Si nos disculpas —dijo dirigiéndose a Tórnax mientras le lanzaba una mirada represiva—, tenemos mucho trabajo. Luego te lo cuento todo, padre.

Tórnax abandonó de inmediato la habitación, pues no podía contradecir a su señor. Lo mejor sería calmarse, reflexionar sobre lo ocurrido y pensar en una nueva estrategia para conseguir sonsacarle información a la muchacha, pues estaba claro que por esa noche seguiría durmiendo en la celda húmeda en donde se hallaba.

Antes de que se acostara Tórnax, después de una cena ligera, entró en la habitación su señor Céndar, con el semblante grave y preocupado. El muchacho enseguida tuvo la sensación de que a su señor no le había gustado su forma de proceder y se dispuso a disculparse a la primera ocasión que tuviese. Se levantó de inmediato en señal de respeto, pero Céndar con un solo gesto de su mano hizo que se volviese a sentar.

—Ya sé que quieres pedirme disculpas, pero esta vez no te las voy a aceptar —dijo enfadadísimo.

—Pero…

—Ni peros, ni nada. Tenías un trabajo que hacer, haberte limitado a eso. No te pedía nada más.

—Pero la muchacha… —continuó Tórnax.

—Deja la muchacha en paz. Además ha muerto hoy, antes de oscurecer.

Tórnax sintió como la cabeza le daba vueltas y todo a su alrededor giraba vertiginosamente. Se agarró al colchón de paja al que estaba sentado. Tragó saliva y empezó a sudar unas gotas frías. No podía creérselo.

—Parece que te ha afectado mucho esa muchacha —incidió Céndar.

—No es eso.

—¿No? Pues tú me dirás —le espetó su señor—, el guardia ya me ha informado de los favores que le concediste.

—¡Maldita sea! —se levantó Tórnax—. Era una muchacha inocente, sólo eso. Quería hacerle más llevadera su existencia. Además quería ganarme su confianza para conseguir mayor información.

—Cálmate —dijo con voz pausada—, ¿y qué información le sacaste?

—Que fueron tres —reveló Tórnax.

—Que fueron tres… ¿qué?

—Las que consiguieron huir de la emboscada —dijo con fastidio.

—Pues dos ya no existen —dijo pensativo Céndar—. Y ésta última, nadie, repito, nadie sabe que ha estado aquí. ¿Entendido?

—Sí, señor —respondió sumiso.

—Bien —aprobó Céndar—. Ahora escucha con atención. Debería retirarte la confianza de los Némolin. Has molestado a mi padre y además te has extralimitado en tus funciones…

—Señor… —intentó defenderse.

—¡Déjame terminar! —gritó Céndar—, pero quiero que restituyas tu falta y voy a darte una oportunidad. ¿De acuerdo?

—Lo que mandéis —dijo cabizbajo.

—Está bien. Escucha. Irás a Yíldiz, allí te entrevistarás con Sheldon Tálec[28], es un hombre de confianza. Le mostrarás la daga y te pondrá al corriente de lo que debes hacer. Creo que te presentará a una muchacha. Deberéis ir a Barintia y allí conseguiréis información.

—¿Puedo preguntar sobre qué? —dijo tímidamente.

—Antes de morir, Cintya nos dio un nombre. Habló de una tal Alda Lekin. Ya ves, sin miramientos y obtuvimos más y mejor información que tú —le recriminó Céndar.

—Lo siento, me equivoqué —reconoció.

—Da igual. El hecho está en que los Lekin son una familia noble de Barintia, incluso fueron señores de esa ciudad antes que los Ármitac llegasen a gobernarla. Lo curioso es que de su cabeza importante, Céled Lekin, hace más de veinte años que no se sabe nada. La casa de los Lekin en Barintia ha estado cerrada desde entonces y que nosotros sepamos, no figura nadie en esa familia que responda al nombre de Alda, ni nada semejante.

—Tal vez mintió la muchacha o entendió mal el nombre.

—Pero si dijo la verdad, en Barintia también deben saberlo, aunque oficialmente no nos hayan dicho nada. Y puede, incluso, que sepan más. Por eso quiero que vayas allí y averigües lo que puedas. La información que consigas ya te dirán cómo hacerla llegar sin peligro.

—¿Cuándo parto? —se interesó Tórnax.

—Mañana, en cuanto abran las puertas de la ciudad. Deberás ir con cuidado. Me temo que debe haber más gente que sabe mucho y no podemos fiarnos de nadie. Suerte.

Céndar abandonó la habitación. Tórnax sabía que era como un castigo al que le habían sometido. Pero a partir de ahora intentaría ser más cauto, más duro y complacer en todo a su señor para volver a servirle como siempre, a su lado. Esa noche no durmió, preparando su mochila con todo el equipaje necesario y pensando en cómo debía actuar sin levantar sospechas. Tal como le había dicho Céndar, el peligro podía surgir en el lugar más insospechado. También le había dicho que le acompañaría una muchacha, quién sería y por qué debía acompañarle. Esas preguntas no obtendrían respuesta hasta que no llegase a Yíldiz, la ciudad minera, pero para eso todavía faltaban doce días de viaje.

Antes del amanecer, Tórnax estaba preparado en su habitación, y aunque no había dormido, se sentía fresco para iniciar el viaje. Se abrió la puerta y un sirviente le dio todo aquello que necesitaría y que no llevaba encima, como comida, y le indicó donde hallaría el caballo que los Némolin le prestaban junto con un tosco mapa de la ruta que debía seguir hasta Yíldiz.

Poco después de cerciorarse de que el caballo estaba en condiciones y de comprobar que no estaba marcado y no se le podía relacionar con Xamin, Tórnax montó el animal y abandonó la ciudad por la puerta norte.

Llegar a Yíldiz hubiese sido empresa más fácil y corta si hubiese seguido el camino establecido, pero en el mapa, que Céndar le había hecho llegar, estaba claramente especificada una alternativa para que nadie pudiese seguirle. Una vez hubo abandonado la ciudad, pronto se dirigió hacia el este, hacia La Muralla, y una vez en sus proximidades, siguió la ruta hacia el norte, sin abandonar la cercanía de las montañas hasta llegar a su destino. El viaje no estaba exento de peligro, pues no pasaría por ningún núcleo habitado y además, tan próximo a las montañas como iba y siendo invierno, el tiempo no acompañaría.

Tórnax llevaba un buen equipo con ropa de abrigo, comida y enseres para sus necesidades más urgentes. Tendría que cazar para poder comer caliente y buscar refugio para pasar las noches frías en los parajes solitarios. El animal era un buen caballo y soportaría el frío, pero debía ir con cuidado porque un pequeño accidente, por la zona por la que debía moverse, podía resultar fatal para Tórnax.

De los doce días que duró el viaje, nevó nueve y si no hubiese sido por la experiencia de Tórnax, seguramente se hubiese perdido. La noche antes de llegar a Yíldiz, con un pequeño fuego encendido donde asaba un conejo abatido por su arco medio, aquella misma tarde, quemó el mapa para no dejar pistas sobre su lugar de origen. Al día siguiente descansó en su campamento improvisado y esperó pacientemente a que empezase a oscurecer para acercarse a la ciudad. Cuantos menos ojos pudiesen verlo, más posibilidades de pasar inadvertido.

Se había ocultado ya el sol cuando Tórnax, a lomo de su caballo, entró en Yíldiz. La ciudad no era más que una calle central con casas a ambos lados y una plaza al final de esa misma vía. La plaza era un espacio abierto rodeado de grandes caserones y almacenes. Los caserones eran las oficinas administrativas de los diferentes pozos mineros que estaban en explotación y donde se controlaban y cuantificaban las extracciones de piedras y metales que de allí se sacaban. Había un caserón, construido en piedra, de tres plantas que era la casa del gobernador, una persona desplazada por el rey para controlar cualquier problema que hubiese en la colonia. En el mismo caserón habitaban los doscientos guardias que eran relevados cada seis meses desde la capital y que ayudaban a controlar los posibles contratiempos con que podía toparse el gobernador.

Casi todos los que habitaban en Yíldiz eran mineros y los que no lo eran tenían trabajos relacionados con la minería, como carpinteros que construían los soportes para las galerías o las casas mismas de los mineros. También había dos posadas para hacer las comidas y proporcionar bebida cuando los mineros no trabajaban. Algunos mineros tenían esposa e hijos, conformando la escasa población femenina que vivía en Yíldiz. La colonia minera era un lugar muy duro donde vivir, sobre todo en invierno, pues estaban a una altura considerable y muy al norte, y ello significaba temperaturas extremas.

Aquellos que no tenían una actividad directa o indirecta con la minería eran el gobernador y los soldados. Además de éstos, y con visitas esporádicas a la ciudad, estaban los propietarios de las explotaciones mineras, cinco individuos que vivían cómodamente en la capital y que, sobre todo en el buen tiempo, visitaban su negocio para controlar las ganancias. Sin embargo, entre los propietarios había uno que había fijado su residencia en Yíldiz. Decía que a la larga le reportaría mayores beneficios y día a día iba personalizando su relación con sus trabajadores, lo que hacía que en esa única explotación que poseía se trabajase a más alto rendimiento. Este hombre se llamaba Sheldon Tálec. Sheldon tenía unos cuarenta y cinco años y había arriesgado su fortuna en la compra de una explotación de mineral de hierro, que muchos aseguraban que estaba prácticamente agotada. Era un hombre apasionado, vivía con la ilusión de hacer cosas que pudiesen ayudar y no se encogía ante las adversidades, incluso él mismo había trabajado junto a sus hombres en el interior de la montaña. Sheldon llevaba los números de su empresa y vivía en una modesta cabaña de madera como uno más de los mineros. Era un idealista.

Tórnax detuvo el caballo ante la puerta de la casa de Sheldon y bajó del animal con agilidad, pese a los días que llevaba cabalgando. Con las riendas cogidas llamó a la puerta, dos golpes secos. No nevaba, pero el frío era muy intenso. Se abrió la puerta y del interior salió el calor de un fuego encendido.

—¿Tórnax? —preguntó Sheldon.

—Sí —confirmó el muchacho.

—Te esperaba. Pasa, hace frío.

—¿Y el caballo?

—Coge todo lo que lleves, el animal déjalo ahí. Luego me ocupo de él. Nadie va a llevárselo.

Tórnax descargó el animal y Sheldon le ayudó con el equipaje. Ató las riendas a un clavo de la pared y los dos hombres entraron dentro. La cabaña era pequeña, un comedor, con una mesa en el centro, que hacía a la vez de cocina. En un rincón había una chimenea de piedra con fuego encendido y tres puertas cerradas. Encima de la mesa había dos platos con comida y enfrente de uno de ellos, una muchacha castaña de mirada triste y ojos marrones que se quedaron mirando los ojos verdes del muchacho que acababa de entrar.

—Esta es tu habitación —le dijo Sheldon mientras abría una de las tres puertas.

—Puedes dejarlo todo aquí.

—Buenas noches —dijo Tórnax a modo de saludo mirando a la chica.

—Buenas noches —respondió ella con voz dulce.

Tórnax desapareció tras la puerta y después de haber dejado todo el equipaje encima del camastro, volvió a salir. Sheldon, mientras, había dispuesto un plato nuevo con comida para el nuevo invitado y le señaló la silla para que se sentara y cenase con ellos.

—¿Qué tal el viaje?

—Largo y frío —respondió Tórnax que había empezado a cenar.

—Me alegro de que hayas llegado, te esperábamos ayer.

—He venido todo lo rápido que he podido.

—Sí, sí, claro. Y bien, ¿cómo está Céndar?

—Atareado, como siempre.

—Ya me ha puesto al tanto de todo —indicó el hombre—, pero antes… ¿no crees que deberías enseñarme algo? —preguntó Sheldon cambiando de tono.

—¿Algo? —preguntó extrañado Tórnax.

—Ni un solo movimiento o perderás tu vida —dijo por primera vez la muchacha mientras Tórnax notaba la punta de una espada o de una daga en su estómago, por debajo de la mesa.

—No sabemos si eres verdaderamente Tórnax —se justificó Sheldon.

—Vaya —comentó el chico—, he vuelto a cometer un error.

—Un descuido, más bien —intervino Sheldon—. ¿Tu daga?

—La llevo en la bota —respondió Tórnax.

—Yo la cogeré, ni te muevas —anunció Sheldon.

El hombre se agachó mientras la muchacha, concentrada, seguía apuntando a Tórnax. Cogió la daga y después de observarla comentó:

—Una magnífica daga Némolin. Seguro que eres merecedor de ella.

—Eso creo —dijo Tórnax respirando más tranquilo después de dejar de notar la punta del arma de la muchacha.

—Me llamo Krahova[29], encantada —dijo con la mejor de sus sonrisas.

—Lo siento —se disculpó Sheldon.

—No pasa nada, es nuestra obligación —respondió Tórnax.

—Ahora que ya os conocéis, ella te acompañará a Barintia —prosiguió Sheldon—. Creo que te irá bien.

—De acuerdo —asintió el muchacho.

—Supongo que Céndar te habrá informado de todo.

—Bueno… me dijo que tú me darías más información sobre dónde ir y con quién tratar.

—Te pondré al corriente —empezó Sheldon—. Toma buena nota. Las cosas no están muy bien, ya sabes y Xamin quiere apuntarse un mérito por si el nuevo rey quisiese cambiar ciertas leyes. Que encontrásemos a Cintya ha sido providencial, pero más providencial ha sido que nos facilitase un nombre.

—Lástima que… —interrumpió Tórnax.

—Que no sabemos si el nombre es verdadero o corresponde a una persona real.

Efectivamente. Pero para esto estáis los dos, para averiguarlo.

—¿Los dos? —preguntó Tórnax.

—Uno solo puede correr más peligros. No tenemos ojos en la espalda.

—Cierto —corroboró el muchacho.

—Hay alguien en Barintia que conoce los intrincados movimientos de las familias nobles, deberías hablar con él primero. Se llama Landin Kedir[30] y es el principal sirviente de la casa de los Krebb.

—¿Y por qué no habláis vosotros directamente con él? —preguntó Tórnax.

—Porque no le conocemos personalmente y además a ti te pagan por este trabajo —respondió Sheldon algo contrariado.

—¿Me pagan? —sonrió irónicamente Tórnax.

—Toma esta bolsa —le entregó una bolsa de cuero—, hay cuarenta y cinco monedas de oro dentro. Úsalas con moderación y con inteligencia.

Tórnax quedó perplejo, jamás había visto una cantidad tan elevada de monedas de oro. Esa cantidad le podía permitir la vida en Xamin casi tres meses como un rey. Desde luego los Némolin tenían mucho dinero y también mucho interés en que este asunto les saliese bien.

—La vida en la capital es muy cara —prosiguió Sheldon— y si tenéis que alojaros en una posada es mejor que llevéis dinero de sobra. Sabemos que Landin va una vez por semana a la posada del Templo, regentada por Nora y que le da dinero, aunque no sabemos por qué.

Sería una ocasión única para hablar con él.

—Y si la misión se alarga, ¿de dónde sacamos más dinero? —preguntó Tórnax.

—La información que obtengáis, la entregáis a Féllow Kur[31], un capitán de la guardia de Barintia que suele tomarse unas copas en la posada de Smeg y si necesitáis dinero, él os lo proporcionará. Es un hombre de total confianza.

—¿Sabe él quienes somos? —se interesó el muchacho.

—No todavía, pero lo sabrá.

—¿Y Krahova qué papel tiene en este asunto?

—Eso debería contártelo ella. Yo voy a ocuparme de tu caballo y luego me retiraré.

Mañana a la salida del sol deberíais partir. Ahora la información corre prisa. Llevamos sin rey unos dos meses y nadie ha reclamado el trono. Empieza a ser preocupante.

—Buenas noches, Sheldon —le deseó Tórnax.

—Que descanses —dijo Krahova.

Sheldon se levantó de la mesa y salió por la puerta de la calle. Se llevó el caballo a un establo cercano, allí lo desensilló y le dio de comer. Al instante volvió a su cabaña. Entró en su habitación por una puerta trasera. Los dos muchachos habían quedado en silencio, sentados en sus sillas, observándose el uno al otro hasta que Krahova se levantó y guardó su espada corta en la vaina que colgaba de la silla donde había estado sentada. Sólo entonces, el muchacho se había dado cuenta que ella había estado con la espada desenvainada desde el principio. Pensó que era muy previsora y muy hábil. Ahora que estaba de pie pudo observarla mucho mejor. Tenía un cuerpo proporcionado, atlético y fuerte, muy fibrado. Vestía ropas de abrigo, pero con libertad y comodidad de movimientos, parecía ser ágil y hábil al mismo tiempo, sería una buena ayuda, desde luego.

—Mi padre está encarcelado —rompió el silencio Krahova—. No por haber cometido ningún delito de sangre, sino por defender una idea, según el gobernador, arriesgada.

—Vaya —exclamó Tórnax—, y ¿qué idea es esa?

—Mantiene que al otro lado de las montañas hay vetas riquísimas de mineral y que se debería cruzar para explotarlas.

—Ja, ja, ja —rió el muchacho—. Sabes que el gobernador tiene toda la razón. No se pueden cruzar las montañas. Nadie lo ha conseguido.

—Sheldon no lo cree así; además cuando los primeros exploradores de Barintia llegaron aquí, hace ahora unos quince años, entre los que estaba el propio Sheldon, ¿sabes qué encontraron?

—Nada, supongo —respondió sin demasiado interés.

—Pues te equivocas, encontraron casas ya construidas y minas abiertas. Pero todo estaba abandonado.

—¿Y qué quieres decirme con esto? ¿Acaso es imposible que otros, antes que Barintia, hubiesen podido llegar aquí e intentar lo mismo que ahora? La vida en Yíldiz, sobre todo en invierno, es muy dura y tú lo sabes.

—¿Por qué cierras los ojos a la evidencia? —dijo un poco molesta.

—¿Qué evidencian esas construcciones abandonadas? —le replicó.

—Déjalo, ya veo que no lo entiendes.

—No es eso, pero sabes que La Muralla es imposible de cruzar. Lo sabe todo el mundo.

Lo lamento por tu padre —intentó disculparse—, pero es así.

Ella había bajado la cabeza, parecía que estaba a punto de echarse a llorar. Tal vez porque el único sueño que compartía con su padre, acababa de hacerse pedazos en un instante.

Tórnax se lamentaba de haber sido tan realista con ella y buscaba una palabra de apoyo sin encontrarla. No parecía ser un buen principio para ellos, pero no podía permitir que una idea tan extravagante prevaleciese por encima de lo que todos sabían como cierto y verdadero.

Seguía preguntándose qué hacía ella en ese asunto, por qué Sheldon quería que fuesen los dos y por qué Céndar había aceptado lo que Sheldon decía, acaso los Némolin estaban sujetos a otras autoridades y no eran tan poderosos como creía.

—Voy a acostarme —anunció finalmente Tórnax.

Ella ni tan siquiera levantó la cabeza para mirarle, ni tampoco dijo una palabra. Tórnax se levantó y cogió la bolsa de monedas que le había dado Sheldon. Estaba claro con este gesto que quería que él llevase la iniciativa. Quién sabe, Krahova era un brazo más y estaba armado, tal vez sería de utilidad al fin y al cabo. Se metió en su habitación y enseguida se quedó dormido, pues una cama confortable era mucho más de lo que podía haber esperado en esa colonia minera.

Apenas había transcurrido la mitad de la noche, cuando la puerta de la habitación de Sheldon se abrió y salió al salón donde todavía estaba sentada la muchacha, a la luz del candil y de la chimenea encendida.

—Vas a coger frío —le dijo poniéndole una manta encima.

—¿Por qué han mandado a este? —preguntó en voz baja.

—Céndar tendrá sus motivos. Pero creo que tendremos que vigilarle. No le veo muy capaz.

—Descuida Sheldon, eso corre de ni cuenta —dijo dibujando una sonrisa leve.

—Ten cuidado pequeña, nos jugamos mucho. Pero si tienes algún problema, no dudes en pedir ayuda a Féllow Kur, es un hombre estupendo y fiel. Ahora vete a dormir, mañana va a nevar y todavía os quedan ocho días de viaje hasta la capital. Descansa.

Los dos se fueron a sus respectivas habitaciones. A Sheldon le costó dormirse, nervioso y preocupado por la inexperiencia manifiesta de Tórnax y por lo arriesgado de enviar a Krahova, pero no parecía haber otra solución. Sin embargo, ella se durmió enseguida después de que las palabras de Sheldon le hubiesen dado más confianza.

Poco antes del amanecer, cuando Tórnax salió de su habitación, preparado y totalmente equipado, descubrió que había sido el último de los tres en levantarse y que un pequeño desayuno, con leche caliente y pan recién horneado, le esperaba encima de la mesa.

Krahova no estaba en la casa, pero se la veía fuera ensillando su caballo. Sheldon estaba desayunando, casi había terminado.

—Buenos días, ¿qué tal has dormido?

—Bien —respondió el muchacho mientras empezaba a desayunar con prisa.

—Está nevando otra vez. Krahova está ensillando el caballo. Cuanto antes marchéis, antes llegaréis a Barintia. Tened cuidado.

—No temas. Cuidaré de la muchacha —dijo Tórnax con acento tranquilizador—. ¿Es verdad que crees que se puede cruzar La Muralla?

—De eso ya hablaremos en otra ocasión —respondió Sheldon sorprendido por la improvisada pregunta del muchacho—, ahora centraos en hablar con Landin, pero sed cautos y no levantéis sospechas.

En cuanto Tórnax hubo desayunado y hubo cargado de nuevo el caballo, se despidió de Sheldon y montó mientras esperaba que la muchacha también se despidiese del hombre.

Después de un sincero abrazo, ella también montó su animal y se encaminó hacia la salida de Yíldiz mientras los primeros mineros salían de sus casas en dirección al trabajo, en el interior de las montañas.

El viaje hasta Barintia transcurrió sin muchas novedades. Casi todo el trayecto estuvo nevando, aunque no siempre con una intensidad preocupante. Por las noches descansaban en lugares resguardados, tanto en el interior de algún bosquecillo, que eran muy frecuentes en la zona, como al abrigo del frío, el viento y la nieve, detrás de una loma o entre algunas rocas grandes. Apenas se dirigieron palabra, pero aún a pesar de los largos silencios que había durante el día, ambos se examinaban mútuamente y ambos se llevaban la agradable sorpresa de ver que en campo abierto y con relación a la supervivencia, ninguno de los dos era un ignorante. Sabían otear pistas que les guiasen por el mejor sendero sin peligro en medio de la nieve, sabían cuidar de sus respectivas monturas y les daban el descanso y los cuidados merecidos, sabían cazar algún animalillo que les proporcionase alimento durante el viaje, sabían encontrar hierbas útiles para sus necesidades y Tórnax pudo observar que la muchacha se defendía mejor con el arco medio que con la espada; sin embargo, con la daga era superior incluso a él mismo. Krahova empezó a cambiar su actitud respecto a Tórnax a medida que iban avanzando por el camino, sobre todo viendo como se desenvolvía a la hora de cazar, conseguir leña o buscar el trayecto más directo. Sin embargo esa actitud confiada y autosuficiente hacía que Krahova sospechase que en cuanto llegaran a la ciudad, de nuevo, volviera a cometer una imprudencia y la pusiese en peligro. Confiaba mucho en Tórnax, pero siempre que estuviesen en campo abierto.

Tórnax también fue convenciéndose de que Krahova era una compañera muy útil en el exterior, pero sospechaba que no sabía guardar la compostura una vez llegasen a la capital.

Pero cómo decírselo sin que se ofendiera, aunque si lo hacía y decidía volver a Yíldiz, él se sentiría más cómodo; pues algo había en ella que le decía que no abandonaría tan fácilmente. Así pues, la noche antes de llegar a Barintia, sentados al lado de una pequeña hoguera, decidió decírselo, de todos modos, directamente.

—Krahova…

—Dime —respondió ella, levantando la mirada con interés.

—Sheldon me pidió que cuidase de ti, en Barintia los peligros…

—Sabré cuidarme sola —le interrumpió ella—, gracias de todos modos.

—Verás… —insistió él—, si siguieses con la idea que me comentaste…

—¿Qué idea? ¿Te refieres a la de poder cruzar las montañas?

—Sí, esa. No quiero problemas.

—Te dije que lo olvidaras —le dijo mirándole con enfado—. Ahora dime tú una cosa.

—Adelante —la invitó solícito.

—¿Puedes decirme que le vas a decir a Landin cuando lo tengas delante, sin levantar ningún tipo de sospechas? ¿Será una pregunta del tipo… Landin —imitando la voz del muchacho—, podrías darme información sobre los Lekin?

—Ya pensaré en algo —dijo Tórnax sorprendido y molesto al mismo tiempo.

—Pues bien, si quieres, yo puedo darte una idea —le echó en cara ella.

—Veamos tus ideas —repuso incrédulo.

—¿Qué te parece una carta del gobernador de Yíldiz, firmada y sellada de puño y letra, invitando a los Krebb a participar en un proyecto ambicioso que podría enriquecer a Barintia y a los mismísimos Krebb por encima de muchos nobles y señores?

—¿Y de dónde vas a sacar tú esa carta? —preguntó divertido.

—Cuando no encuentres una idea mejor, me avisas —concluyó ella.

Tórnax se quedó estupefacto, no alcanzaba a comprender lo que la muchacha quería decirle, además se suponía que ella debía ayudarle y no entorpecerle con ideas extrañas. Esa pequeña discusión fue motivo suficiente para que, lo que faltaba de la noche y buena parte de la mañana siguiente, ninguno de los dos hablase con el otro. Si las cosas seguían por ese camino, mandaría sus quejas a Céndar o sencillamente renunciaría a esa misión; aunque si lo hacía podría perder muchos privilegios, como la daga. Tórnax se lamentaba de haber sido tan blando con la prisionera, por eso ahora creía que tenía que ser más duro, tener una actitud más pertinaz y más autoritaria con Krahova, que seguro haría que se pusiese en su lugar; o acaso no era consciente de quién controlaba el asunto.

A media jornada escasa de Barintia, Tórnax detuvo el caballo en medio del camino. Hacía un día bastante espléndido. El sol calentaba con fuerza, aunque en la sombra se notaba el frío del invierno que todavía no había concluido. Estaban bastante al norte y el clima era muy agreste. Krahova, que cabalgaba al paso algunos metros por detrás de él, en cuanto llegó a su altura también detuvo al animal y esperó en silencio a que le comunicara por qué había parado la marcha. Tórnax sonrió para sus adentros al ver que ella paraba su caballo y se ponía a su altura esperando órdenes.

—Pararemos a comer aquí, es un buen sitio.

—Lo que tú digas —respondió resignada.

—Quiero llegar de noche a Barintia, serán menos los ojos que observan quién llega.

—Me parece correcto.

—Iremos directamente a la posada de Smeg y allí nos alojaremos.

—Quieres decir que irás, porque yo no pienso ir.

—¿Cómo que no? —le preguntó mientras la miraba con extrañeza.

—Haz lo que quieras. No pienso discutir contigo; pero si en esa posada está nuestro contacto, cuantas menos veces nos vean por allí y menos nos vean hablando con él, menos posibilidades de caer en una trampa. ¿No crees?

—¿Y dónde nos alojamos? —preguntó irritado.

—En la del Templo, además allí podremos seguirle la pista a Landin, que es quien nos interesa.

A Tórnax le molestaba muchísimo que Krahova tuviese la razón una vez más, pero era evidente que era la mejor de las opciones y, aunque se disgustó todavía más, ya que la situación se le escapaba de las manos otra vez, no le quedó más remedio que asentir con la cabeza y estar de acuerdo con la muchacha. Se bajó del caballo y se puso a comer en silencio, aunque no fue mucho lo que ingirió, pues el enfado no le dejaba sitio para el hambre.

Krahova estuvo un rato montada en el caballo, vigilando los alrededores, para cerciorarse de que nadie les había seguido. Aunque parecía poco probable. Pero toda precaución era poca y alguien debía de tomarla ya que el muchacho parecía que no tenía intención de hacerlo. No era mal muchacho, pensaba ella, pero era inexperto. Si Sheldon aceptaba las órdenes de Céndar respecto a la presencia de Tórnax en la misión, ella también lo aceptaba sin miramientos, aunque sería una cuestión difícil el hacerle ver que todavía le quedaba mucho por aprender y que ella podría enseñarle mucho si él se dejara de inútiles arrogancias y prejuicios.

Cuando estuvo segura de que no había nadie por los alrededores, desmontó y se dispuso a comer algo de frutos secos que tenía en su mochila y aprovechó para revisar y ordenar todo su equipo para mantenerlo a mano y en condiciones. En cuanto ella acabó con su tarea, y viendo que Tórnax estaba de pie, un poco impaciente y nervioso, no se demoró más y después de montar de nuevo al caballo dijo:

—Vamos.

Al anochecer llegaron a las primeras casas de la ciudad. A la derecha del camino se levantaba imponente el castillo del príncipe y por detrás de éste discurría el río Arimán que desembocaba en el mar oscuro. Sólo algunas lucecillas salpicaban los muelles donde estaban amarradas las barcas de pesca de la capital. Se veía movimiento en las calles, muchos eran los que se retiraban a sus casas y otros los que tomaban su última copa en alguna de las posadas. Algunos almacenes tenían actividad todavía, guardando mercancías para usarlas a la mañana siguiente o para resguardarlas del frío de la noche y aprovechar para hacer un alto en el camino hacia otros destinos. Enfrente se alzaba la colina rocosa donde se apreciaban las casas de las familias nobles, y entre ellas, la casa de los Lekin, cerrada desde hacía varios años. En la cima, el castillo del rey, sin inquilino, que debía estar en Mármora. Ejerciendo el gobierno de la ciudad estaba Leyron Jármush[32], capitán general de Barintia y hermano del que había sido con Íged Ármitac, jefe de todas las tropas de Hárkad.

No bien llegaron a Barintia, Tórnax preguntó al primero que se cruzó en su camino por la posada del Templo y una vez le indicaron su ubicación, hacia allí se encaminaron. No les costó encontrarla, enfrente de una plazuela ajardinada donde se levantaban unas columnas. Detuvieron a los animales y desmontaron.

—Quédate aquí un momento —dijo Tórnax—, ahora vuelvo.

Krahova cogió las riendas de los dos caballos y esperó pacientemente a que Tórnax volviese. Él se metió dentro de la posada que estaba repleta de gente. Había un griterío aturdidor, gente pidiendo, cenando, riendo, hablando… El muchacho, apartando gente con la máxima educación, se fue acercando a la barra donde había dos muchachas jóvenes. Por la posada andaban atareados y sirviendo con bandejas, dos muchachitos más y una mujer de mediana edad. Antes de que llegase a la barra, la mujer que acababa de servir unas jarras de cerveza en una de las mesas, llevándose las monedas a un bolsillo del delantal, se interpuso delante de Tórnax y le obligó a detenerse.

—Buenas noches forastero. ¿Qué te trae a la posada de Nora?

—Cena, alojamiento y establo. Para dos —gritó Tórnax para hacerse entender.

—Dos clientes nuevos —exclamó la mujer—. ¿Cuántos días?

—De momento un par, luego ya veremos.

—Ahora te envío un muchacho para lo del establo. Son dos monedas de plata y cuatro de cobre por todo. No queremos ruidos ni peleas. Si ocurriese algo llamaríamos a la guardia. El dinero es por adelantado —le dijo mientras extendía su mano.

—Está bien —y le entregó tres monedas de plata.

—Xamin —murmuró fijándose en las monedas que acababa de recibir—. Muy lejos.

¡Muchacho! —gritó a uno de sus empleados—, acompaña al señor al establo.

Al instante salió Tórnax acompañado de uno de los dos muchachos y les condujo al establo que había en la parte trasera del edificio de tres plantas. Krahova les siguió llevando los dos caballos. Una vez que el muchacho abrió la puerta, esperó pacientemente a que desensillasen los animales y cogiesen el equipaje.

—No les faltará comida y un buen cepillado —dijo el muchacho.

—Eso espero —respondió Tórnax.

—Gracias muchacho —dijo ella dándole una moneda de plata.

—¡Gracias señora! Los cuidaré bien.

—Un chico de estos ve muchas cosas, es mejor tenerlo como amigo —comentó Krahova sin mirar a Tórnax.

—Sí…, claro. Bien pensado —repuso confundido.

Con todo el equipo volvieron a entrar en la posada y el muchacho que les había acompañado cogió la llave que le dio la posadera y les mostró la habitación que estaba en el piso superior.

Una vez abierta la puerta, les entregó la llave y seis monedas de cobre.

—Quédatelas —dijo Tórnax.

—¡Gracias señor! —exclamó mientras bajaba al salón.

Krahova sonrió por lo bajo, dejó sus cosas encima de una de las dos camas y se dispuso a bajar a cenar. Esperó a Tórnax que fue más cuidadoso que ella con el equipaje y después de cerrar la puerta se encaminaron al comedor. Estaba bastante lleno, pero enseguida vieron una mesa ocupada por un solo cliente que cenaba y hacia allí dirigieron sus pasos.

—Buenas noches —saludó Tórnax mientras se sentaba.

—¿Podemos? —preguntó Krahova.

—Oh, sí, no hay problema. Yo ya estoy acabando y me retiraré pronto —dijo el cliente.

—De acuerdo —se sentó ella—. Me llamo Krahova y vengo de Yíldiz.

—La ciudad minera —comentó el hombre—, debe hacer un frío terrible allí. Bueno, aquí también, ja, ja, ja…

—Veo que no sois de aquí —intentó ser agradable Krahova.

—No. Me llamo Stan y vengo de Dapur. He llegado hoy.

—Vaya, la ciudad de la abundancia —comentó la chica.

—¡Cena! —gritó Tórnax agarrando del brazo a una de las muchachas.

—Enseguida señor —respondió ella zafándose de la mano de Tórnax.

—¿Y vos? —preguntó Stan mirando a Tórnax.

—¿Yo?… De aquí —mintió sin convicción.