Capítulo 10

Aras fue considerada durante mucho tiempo la ciudad más hermosa de la Gran Llanura de Hárkad. Según los cronistas e historiadores, era la ciudad más antigua y también fue la más poblada en su tiempo con más de medio millón de habitantes, cifra que jamás había conseguido, ni tan siquiera aproximar, ninguna otra ciudad de Hárkad.

Bañada por el río con el mismo nombre que la ciudad, gozaba de un clima my benigno con inviernos cortos, pero muy fríos y unos veranos suaves. Las temperaturas no eran excesivamente extremas y tenía una clima seco. Aras siempre había optado por la monarquía desde muy al principio y una veces estuvo sola, gobernándose a sí misma y otras formó parte de alianzas y confederaciones. Pero siempre tuvo una ciudad rival y desde muy atrás en el tiempo, esa enemistad entre Aras y Barintia fue creciendo.

La ciudad tenía multitud de palacios, casas nobles y grandes mansiones construidas en piedra y en mármol, lo que hacía que muchos la conociesen como la ciudad blanca. Tenía jardines, zonas de recreo, grandes plazas, paseos, amaban sus habitantes el arte y la cultura. En toda la llanura era conocida y visitadísima su gran biblioteca y todos los artistas y pensadores tenían cabida en Aras donde eran bienvenidos y acogidos por la ciudad.

Disponía el rey de un ejército casi personal que velaba por la ciudad y por la familia real, eran los llamados Mercenarios Rojos o Jinetes Rojos, que llevaban una armadura de ese color. Eran bravos guerreros, muy bien entrenados, hábiles con sus armas y a caballo, eficaces y leales, que servían a Aras tan bien que la hacían prácticamente inexpugnable.

A pesar de la enemistad entre las dos principales ciudades de la llanura, reinaba un equilibrio del que se aprovechaban el resto y crecieron el comercio, el intercambio y las relaciones entre ellas. Pero esta situación finalizó cuando después de una reunión secreta entre el rey de Aras, Prásant Kero VIII y el monarca de Barintia, Fóneas Krebb[55], se declararon la guerra mútuamente. Aras se quedó sola y todas las demás ciudades apoyaron a Barintia y a su nuevo rey Íler Ármitac, que trabajó mucho para conseguir que las demás ciudades se implicasen a costa de ciertas concesiones, como pago por la ayuda recibida. La Gran Guerra, como se conoció al enfrentamiento, duró tres largos años. Durante todo este tiempo, Aras fue una ciudad asediada pero muy bien defendida por los fieles Jinetes Rojos, que mantuvieron a raya a las tropas enemigas; hasta que, tal como había previsto el propio Íler, los Jinetes traicionaron a su rey y abrieron las puertas de la ciudad para que el grueso del ejército pudiese entrar en ella.

Las barbaridades que se cometieron no pueden narrarse, pero Íler se apropió de todas las riquezas y fueron enviadas a Mármora; entre esas riquezas estaban la gran mayoría de los libros de la biblioteca. La ciudad fue saqueada, quemada y destrozada. A la mayoría de sus habitantes se les ajustició el mismo día de la caída de Aras y los que no fueron asesinados, fueron vendidos como esclavos. Íler cambió el nombre del río que bañaba la ciudad y le puso su propio nombre. Prohibió que nadie, jamás, pudiese volver a habitar esa tierra, bajo pena de muerte. El nuevo rey pagó los servicios prestados a cada una de las ciudades y las sometió a todas bajo su poder, creando lo que se conoció como el Gran Reino de Hárkad. La paz se mantuvo durante muchos años.

Los Mercenarios Rojos fueron acusados de traición por el propio rey y fueron ajusticiados todos sin excepción en la que sería la nueva capital, Barintia. Todo rastro de Aras fue sistemáticamente borrado y en las mentes de los habitantes de Hárkad, el solo sonido de ese nombre iba ligado a la idea de maldición y miedo. A partir de ese momento, Aras fue llamada la ciudad maldita.

Con los años, se fue olvidando a Aras, casi nadie se acordaba de ella y las hierbas fueron cubriendo el lugar que antaño fue ocupado por los palacios y las casas nobles. Kilias Nor, el cartógrafo real no hizo más que una breve referencia a la ciudad en todas sus obras escritas y su opinión siempre se vio influenciada más por la leyenda y la mano del rey, que por la realidad. Dejó escrito: «Aras, la que fue la maravilla, creció en orgullo, en soberbia y alimentó traidores que la llevaron a la ruina y al olvido; pues ahora sus tierras están malditas y en ellasno habitan sino fieras y alimañas horribles».

—Antes de entrar en la ciudad —dijo Tórnax deteniéndose—. Le doy vueltas a una cosa y sigo sin entenderla.

—¿Qué cosa? —preguntó Éltor girándose hacia el muchacho rubio—. ¿Qué ocurre ahora?

—Según nos comentaron en Cumia —comentó Tórnax—, este niño salió de Xamin para ir a la ciudad de Cumia, ¿no es así?

—Nadie nos dijo que saliese de Xamin —dijo Krahova—. Eso lo imaginamos nosotros porque nos dijiste que era el hijo del duque. ¿Adónde quieres llegar Tórnax?

—Pues eso, que salen de Xamin sólo ellos dos, van a Cumia. No pueden entrar porque la ciudad ya está asediada y se van a Yíldiz en lugar de ir a Aras por su propio pie.

—Llevábamos en Yíldiz más de un mes —contestó Cora—. Fuimos llevados por gente de confianza de Xamin. El duque, no creo ni que sepa que habita gente en Aras.

—Vaya —expresó Jin—. Nos han engañado.

—No creo que os hayan engañado —dijo Cora—, sólo que no os han dicho toda la verdad. Tal vez no confiaron en vosotros lo suficiente para deciros todo.

—O que les caímos como anillo al dedo —dijo Stan—. ¿Quién se atrevería a hacer una locura como la que hemos hecho?

—¿Y confiarnos al hijo del duque? —preguntó Éltor mirándoles a todos—. No se hubiesen arriesgado.

—Yo haría lo que fuese por Sheldon y por Yíldiz —dijo Krahova.

—Y yo por Xamin —dijo Tórnax.

—Y nosotros por Cumia —dijo Jin—. ¿No, Éltor?

—Así que hemos sido utilizados —dijo Stan.

—¿Y ahora qué haremos? —preguntó Jin.

—De momento entrar en Aras —propuso Éltor—. Xilos dijo que encontraríamos respuestas en Aras, tal vez obtengamos un camino nuevo a seguir.

Entraron en Aras por lo que había sido la puerta norte. Hacía un día soleado, pero el aire era fresco. La ruina que admiraban no había podido ocultar la belleza de lo que un día fue esa gran urbe. Por doquier había restos de columnas, capiteles, estatuas, jardines salvajes que hacía mucho tiempo que no se cuidaban, restos de paredes que habían sido derribadas.

Algunas casas todavía permanecían en pie, sin tejados, pero lo que más llamaba la atención era el silencio absoluto que reinaba. Les resultaba tremendamente extraño que en medio de una ciudad, como en la que estaban, no hubiese el bullicio de otras grandes ciudades en las que habían estado.

Seguir el trazado de las calles, a veces se hacía difícil, pues las piedras que el tiempo y el abandono habían hecho caer, impedían el paso y tenían que dar un rodeo por detrás de la edificación, con el consiguiente peligro de derrumbe. Tenían que ir despacio, con mucho tiento, sin tocar absolutamente nada. Iban mirando hacia arriba y hacia todos los lados, atentos, con lo que a veces tropezaban con cascotes de piedra o pedazos de mármol. De vez en cuando algunos pájaros salían volando de sus nidos por proximidad del grupo o por qué ellos tropezaban y las aves se llevaban un buen susto. A medida que iban avanzando por dentro de Aras, estaban más convencidos de que allí no habitaba nadie.

Intentaron mantenerse lo más alejados del río, pues sabían que la humedad de la corriente de agua, seguramente había deteriorado más, si cabe, las paredes de los edificios cercanos y eso tenía más peligro todavía. Por fin llegaron a lo que parecía una pequeña plaza, todavía podía verse en el suelo el mármol blanco que la había cubierto en forma de grandes losas; pero ahora estaba agrietado por la vegetación y medio cubierto de hierbas y tierra. Por el tipo de suelo, Éltor interpretó que seguramente se hallarían en la zona central de la ciudad o muy cercanos a ella, la zona más importante de Aras. Los edificios que rodeaban el espacio donde estaban no daban ninguna pista, ya que habían sufrido mucho deterioro y prácticamente sólo había la segunda hilada de piedras, de los muros, en pie.

—Vamos a descansar aquí —dijo Éltor—. Si nos esperaban vendrán a saludarnos y si no…

—¿Qué ocurrirá si no nos esperaban? —preguntó Stan.

—Sólo pueden ocurrir dos cosas —respondió el cazador—, o vendrán a apresarnos o no vendrán.

—Y si no vienen… —dijo Krahova—, ¿nos llevamos al niño?

—O se lo devolvemos al duque —dijo Jin con actitud jocosa.

—Lo mejor sería dejarlos aquí —comentó Éltor—. A nosotros nos dijeron que los lleváramos a Aras y eso hemos hecho.

—Yo me quedaré con ellos —afirmó Tórnax con rotundidad—. Le debo obediencia al duque de Xamin. No olvidéis que yo soy de allí y una daga Némolin me acredita.

—Como quieras, Tórnax —le dijo Éltor—, yo partiré mañana mismo si aquí no ha venido nadie. Debo buscar a mi hermano.

—Lo entiendo Éltor —dijo cabizbajo Tórnax—. Y los demás, ¿qué haréis?

—Yo seguiré contigo —dijo Jin.

—Yo me marcharé a buscar un paso entre las montañas, para poder cruzarlas —dijo Krahova—. Tengo que hallarlo, si existe.

—Yo iré contigo, Krahova —se apresuró a decir Stan.

—¿Un paso para cruzar las montañas? —preguntó incrédulo Éltor—. Estás loca, nadie lo ha conseguido jamás. No existe tal paso.

—Tal vez no tenían el mapa que yo tengo —respondió Krahova mientras se sacaba el mapa de la mochila y se lo mostraba a Éltor.

—Si esto es cierto… —dijo el cazador observando las líneas y los dibujos del mapa—, yo, te acompaño.

—No esperaba menos de ti —dijo la muchacha sonriéndole—. Sabía que no podrías resistirte.

—¿Cuándo vendrán a buscarnos? —preguntó de repente Feiter.

—Calla, no lo sabemos —le respondió Cora.

—Paz a los viajeros que osan adentrarse en las ruinas de Aras —dijo un anciano de largo pelo blanco que salió de detrás de unas piedras—. Tranquilos, no temáis.

Todos se sorprendieron, nadie esperaba que detrás de aquellas piedras pudiese haber alguien. No sabían el tiempo que llevaba espiándoles, pero lo que sí era cierto es que ahora estaban completamente seguros de que alguien habitaba en Aras. Pero dónde lo hacían si todo estaba en ruinas. La sorpresa fue mayor cuando de repente se vieron rodeados por un grupo de quince individuos que, con arcos tensos y flecha presta a ser disparada, salieron igualmente de detrás de sus escondites. Ellos también sacaron sus armas para defenderse, los tres hombres sus espadas, Krahova y Jin, sus arcos y Feiter, la daga.

El anciano que les había hablado levantó su mano izquierda para indicar a los suyos que no cometiesen ningún error por precipitarse y se acercó lentamente al grupo. Llevaba una túnica de lana bastante gruesa, pero también bastante maltrecha y envejecida. Aparentemente iba sin armas y su rostro, curtido, expresaba una sabiduría considerable. Además de su larga cabellera blanca, destacaban sus ojos profundos de color verde oscuro, bajo sus pobladas cejas, también albas.

—No hay peligro —repitió el anciano con una voz melodiosa y tranquila—. Todos somos amigos aquí. Deberíamos guardar las armas. Son los de fuera los que están en guerra, no nosotros.

—Guardemos las armas pues —propuso Éltor y todos lo hicieron.

—Así está mejor —dijo el anciano—. Debe de haber pasado mucho tiempo, porque me suena tu cara, pero no me acuerdo de tu nombre, ojos grises.

—Éltor —dijo con orgullo y la cabeza bien alta.

—Vaya, eres el hijo de Jansen[56] y veo que vas con otros que tienen el mismo color de ojos que tú —dijo sorprendido el hombre—. ¿No me recuerdas? Soy Róstor, Róstor Lúam[57]. Ven y dame un abrazo.

—¡Róstor! —exclamó alegre Éltor mientras se lanzaba a los brazos del anciano y se fundían en un sincero abrazo—. ¡Cuánto tiempo! Éstos son mis amigos. Deja que te los presente.

—Estaré encantado de conocerles —dijo inclinando la cabeza.

—Éste es Tórnax —empezó las presentaciones Éltor, mientras los iba señalando a medida que decía sus nombres y ellos inclinaban la cabeza a modo de saludo—, de Xamin, servidor de la casa de los Némolin. Krahova, de Yíldiz, amiga de Sheldon Tálec. Stan, de Dapur. Jin, la de los ojos grises, de Cumia, criada por el viejo Xilos. Feiter, primogénito del duque de Xamin, también de ojos grises, y Cora, su cuidadora.

—¡Qué bien! —dijo Róstor alegrándose—, pero vamos dentro, hay que hablar de muchas cosas. Seguidme.

Róstor abría la marcha hacia la zona este de la ciudad. De los quince individuos armados con arcos cortos, sólo dos siguieron al grupo, el resto se perdió entre las ruinas. El anciano se dirigía con paso seguro y decidido hacia un lugar muy concreto de la ciudad. Daba la sensación de que el camino lo hacía casi de memoria, sin pararse a pensar qué dirección tomar cuando una pared caída o la vegetación impedían el paso por donde iban. De vez en cuando se giraba como para asegurarse de que todos le seguían y de que no tenían ninguna dificultad en seguir detrás de él. Cuando tenía que esperarles por alguna circunstancia, siempre lo hacía con una amplia sonrisa que dejaba ver una dentadura ya gastada. Sin embargo no mostró ninguna preocupación al oír toser al niño, cosa que le obligaba a pararse mientras Cora lo sujetaba para que en medio del ataque de tos no cayese al suelo.

Al rato llegaron frente a lo que había sido una casa noble que sólo conservaba la planta baja. Róstor se detuvo enfrente de lo que era ahora un dintel de una entrada en la que no había puerta y esperó a que todos llegasen junto a él. Cuando todos estuvieron juntos, se metió hacia el interior de la casa.

—Tened cuidado —les avisó—. No toquéis nada. No os apoyéis.

Una vez dentro de una de las salas, se agachó y cogió una antorcha del suelo y le prendió fuego con un yesquero. Inmediatamente la lumbre prendió y encendió otra antorcha con la primera. Una la dio a uno de los dos hombres de Aras que iban con él, que se situó detrás de todos y el anciano se quedó con la otra, ya que encabezaba el grupo. La luz de las antorchas mostró unas paredes policromadas con frescos que estaban muy deteriorados por el paso del tiempo. Eran escenas que mostraban danzas tradicionales y cantos, y aún a pesar del deterioro, podía apreciarse en ellas la finura de sus trazos y la excelente calidad de ese trabajo. Róstor se encaminó, con la antorcha alzada, hacia un rincón de la sala donde había, disimulada, una entrada con unos escalones que descendían.

Empezaron a bajar por las escaleras de piedra, por un pasillo muy estrecho por el que pasaba uno solo. Las paredes habían estado encaladas, pero ahora estaban completamente desconchadas. La escalera descendía un buen tramo, tal vez casi diez metros; finalmente llegaron a una habitación más espaciosa con toneles y barricas, alojados en un banco corrido de la pared. Sin lugar a dudas, aquello había sido la bodega de la casa. Una de las paredes había desaparecido y se había excavado un túnel en la piedra que se adentraba varios metros. Este túnel era más ancho y, cada cierta distancia, habían colocado un tronco de madera que hacía de soporte para que no se hundiese el techo. Siguieron por ese pasillo siempre guiados por Róstor y en absoluto silencio, observando atentos todo lo que veían. Solamente se oía de vez en cuando la tos de Feiter y las pisadas del grupo.

Después de haber cruzado algunas estancias que se abrían a ambos lados del pasillo, llegaron a una gran sala con una mesa en el centro pero sin sillas. Aquí, de nuevo, las paredes dejaban de ser excavadas en la roca y estaban encaladas y pintadas con cenefas decorativas. El suelo era de mármol gris y a ambos lados de la sala se abrían dos umbrales perfectamente conservados. Alrededor de esta sala había sujeta-antorchas en la pared con antorchas encendidas.

—Este es el subterráneo de la biblioteca de Aras —explicó Róstor—, bueno una parte. La que quedó inaccesible cuando en el asedio se hundió una parte del edificio superior. Aquí quedaron muchas cosas selladas, incluso cadáveres de aquellos que en ese momento seguían con sus estudios aquí. Abrir el pasillo por el que hemos venido, nos llevó mucho esfuerzo y mucho tiempo, pero hemos conseguido adecentar esto para poder vivir aquí.

—¿Cuántos sois? —preguntó Tórnax interesado.

—No llegamos a mil, pero vamos creciendo cada día. Ahora os llevarán a vuestros aposentos para que descanséis. Os darán cena y podréis dormir. Mañana os volveremos a traer aquí y hablaremos de muchas cosas. Creíamos que no llegabais.

—¿Por qué no íbamos a hacerlo? —preguntó Éltor.

—Desde hace varios días sólo hacen que pasar tropas hacia el norte. Rodean la ciudad y evitan entrar, pero enseguida vuelven al camino, una vez rebasada la ciudad. No sabíamos quiénes veníais y por dónde lo haríais. Pero hace un día que os estábamos siguiendo. Desde el momento en que me informaron los vigilantes del exterior, supe que erais quienes estábamos esperando.

—No nos hemos dado ni cuenta —dijo Jin.

—Es que son muy buenos —les informó Róstor—. Han aprendido desde que están aquí.

—¿Desde que están? —preguntó Krahova—. ¿Acaso no son de aquí?

—Esa respuesta te la daré mañana. Lo verás por ti misma. Ahora id a descansar.

Les condujeron a través de estancias y pronto los separaron de Cora y Feiter, que fueron llevados hacia otro lugar, no sin antes despedirse y agradecerles a los del grupo, la ayuda prestada al llevarlos a Aras. Les mostraron sus habitaciones, muy modestas pero confortables. Éltor y Krahova ocuparon una, Stan y Tórnax la otra y Jin se acomodó en una sola. Les indicaron que no debían abandonar las estancias y que si deseaban algo sólo tenían que pedirlo y se les traería. Al poco rato todos ellos estaban profundamente dormidos.

Les despertaron cuando iban a servirles la cena. No era muy abundante, pero si era una cena sabrosa y con mucho alimento. Además era comida caliente y eso era de agradecer después de la comida de viaje que habían estado tomando todos esos días atrás. Cuando terminaron de cenar se reunieron en la habitación de Jin para charlar sobre los proyectos que tenían cada uno y los que podían tener en común.

—Hola —saludó una joven que entró donde estaban—. No he podido esperar a veros hasta mañana.

Todos se giraron con curiosidad para observarla. Tenía una edad cercana a los treinta años, tal vez algo más joven. Era de constitución atlética y fuerte. Su mirada era salvaje, apasionada, convencida de sus ideas, entregada. Sus ojos negros como la noche tenían una luz extraña y su pelo también negro tenía una longitud muy corta. Llevaba pantalones y botas y una camisa por encima, pero debajo asomaba una cota de malla ligera. Su gesto era desafiante, muy dinámico. Era muy espontánea en sus formas y en su lenguaje. Aparentemente no llevaba armas.

—No te recuerdo —dijo Éltor levantándose e inclinando la cabeza a forma de saludo—. ¿Debería?

—No creo —respondió ella—. ¿Quién eres?

—Me llamo Éltor, conozco a Róstor desde hace varios años.

—Yo apenas llevo cinco meses aquí —dijo de repente—, casi no conozco a nadie. Pero bueno, yo venía a ver a los que han sido engañados.

—¿Engañados? —preguntó Stan levantándose—. ¿Por quién?

—Pero…, ¿ya sabéis quién es ese niño que habéis traído?

—Claro que lo sabemos —dijo Tórnax ofendido—. Es Feiter Málcolm, hijo de Góureith Málcolm, señor y duque de Xamin.

—¿Y para qué lo traéis a Aras?

—Para que no caiga en manos de Damon Wacla y su padre pueda maniobrar sin que puedan tenerle atado de manos. Aras es una ciudad amiga de Xamin, ¿no? —expuso Tórnax.

—Ja, ja, ja —rió la muchacha—. No sabéis nada. ¿Sabe el duque que su hijo está aquí?

—No lo sé —respondió Tórnax—, supongo.

—Aunque cuando lo sepa, decidirá que está mejor aquí que con Damon Wacla —sonrió la chica—. Pero ¿por qué tendría que caer en manos de Damon?, ¿qué interés puede tener el niño para él?

—Vaya, eres tú la que no sabe nada —le increpó Tórnax—. Pues igual que hicieron con el hijo de Tárneas Krebb.

—¿Qué hicieron con el hijo de Tárneas Krebb? —preguntó poniéndose seria de repente—. Jafer[58], entra a escuchar esto.

Entró en la habitación un hombre alto, de metro ochenta con el pelo rojizo y los ojos verde oscuro, muy fuerte, vestido igual que la muchacha, pero con una espada larga al cinto.

Cuando entró inclinó la cabeza y se quedó aguardando junta a la que le acababa de llamar.

—Lo secuestraron para impedir, seguramente, que Tárneas pueda reclamar el trono de Barintia —dijo Tórnax—, o al menos eso nos dijo Féllow Kur, capitán de la guardia de la capital.

—¡Maldita sea! —exclamó la muchacha—. No sabíamos nada de esto. No nos llegan las noticias. ¿Estuvisteis con Féllow, qué tal está?

—Y a todo esto —interrumpió Éltor—, ¿y tú quién eres?

—Muy bien juega sus cartas —dijo ella ignorando por completo a Éltor—, ese bastardo de Damon nos la ha jugado. Pero Góureith no debe temer nada de eso, él no puede reclamar ningún poder, excepto el de Xamin.

—¿Por qué? —preguntó Krahova—. Eso no fue lo que nos dijeron. Ni en Cumia ni en Yíldiz.

—¿Pero con quién habéis tratado? —les preguntó ella—. No, no me respondáis, ya os lo digo yo. Con Íbram Áftad y con Sheldon Tálec, ¿no?

—Asombroso —exclamó Jin—, esta mujer tiene poderes adivinatorios.

—No pequeña, estaba claro. Estos que os he dicho trabajan para Céndar Némolin que es un… vamos a dejarlo en sirviente del duque y sólo se mueven por sus intereses. Debieron llevarlo a Yíldiz, pero ante la amenaza de la guerra, no se atrevieron a dejarlo en Barintia, porque allí no tienen suficiente confianza y decidieron llevarlo a Aras. Saben que aquí no le haremos daño y Damon no podrá encontrarle, de momento.

—No entiendo nada —dijo Tórnax—. ¿Puedes explicarte mejor? Y nos dices también quién eres.

—Tendremos que presentarnos —dijo resignada la muchacha—. Jafer…

—Mi nombre es Jafer Hyans —dijo el hombre pelirrojo que acompañaba a la muchacha— y soy descendiente del capitán general del ejército de Aras en el momento en que fue traicionada por los Mercenarios Rojos, durante la Gran Guerra.

—Yo me llamo Alda, Alda Lekin —se presentó la muchacha mientras todos abrían sus ojos con sorpresa mayúscula, excepto Éltor que sonreía al ver que finalmente se presentaba ante todos—, de Barintia, hija de uno de los nobles de la capital, justiciero de Hárkad; fue quien acabó con la vida de Íged Ármitac, el último de su linaje. Y yo quien comandó la emboscada al cortejo fúnebre encabezado por la reina consorte Jania Desolt.

—Último no —precisó Tórnax—. ¿Y el príncipe Émel?

—Hacia allí nos encaminamos después de acabar con Jania —reveló Jafer—, pero Mármora no nos recibió con los brazos abiertos, precisamente. Al niño no lo encontramos en su casa, y de nosotros, perdimos la vida seis intentando localizarlo.

—Si no lo tiene Damon —dijo Alda—, está ya muerto. Que viene a ser lo mismo.

—Y lo de que el duque no puede reclamar el trono… —insistió Tórnax.

—Los Málcolm fueron expulsados de Aras hace mucho tiempo —explicó Jafer—. Tienen prohibido volver para gobernar, así que esta maniobra no le servirá de nada al duque. Tal vez se cree que ya nadie se acuerda del pasado.

—¿Entonces quién tiene derecho? —preguntó Tórnax.

—Vamos a suponer que las cosas volvieran al momento anterior a la Gran Guerra —dijo Jafer intentando ser lo más claro posible—. Olvidémonos de Barintia, por ahora, y centrémonos en Aras. Gobernaba Kero VIII, por tanto sus descendientes serían los legítimos herederos, pero Íler Ármitac se preocupó de no dejar ni uno con vida; por tanto, siguiendo las leyes de Hárkad, iremos atrás en el tiempo. Nos encontramos a Fajel Huyuk, pero éste murió sin descendencia.

—Vaya panorama —comentó Jin—. ¿Quién sigue?

—Pues siguen los Málcolm —prosiguió Jafer mientras todos escuchaban con máxima atención—, pero ya sabéis lo que ocurre con ellos, por tanto hay que descartarlos y seguir hacia atrás y llegamos a los Cennion.

—¿Y qué ocurre con los Cennion? —preguntó intrigado Éltor.

—Sabemos que había descendientes en el momento en que Aras cayó, pero no sabemos dónde están y si vive alguno de ellos —afirmó Jafer con una mirada triste y desesperanzada.

—¿Y no podéis seguir hacia atrás? —preguntó Stan.

—Hacia atrás vuelven los mismos nombres y más allá se pierde toda noticia de quién gobernó Aras —respondió Jafer abatido.

—¿Y si existe alguno, sabe algo de esto? —volvió a preguntar Stan—. ¿Saben que aquí hay gente?

—Solamente sabemos que tienen que poseer dos de los tres objetos de poder.

—¿Qué objetos? —preguntó Jin.

—¿Los de la profecía? —preguntó Krahova.

—¿Cuál? —preguntó a su vez Tórnax.

—Dadle un respiro —dijo Éltor—, prosigue.

—Según nos cuentan los antepasados, los reyes de Aras poseían tres objetos de poder: un cetro, una espada y una corona. Estos tres objetos les daban el derecho a gobernar y eran entregados en una ceremonia cuando el nuevo rey era coronado. El cetro fue encontrado por Róstor hace algunos años mientras buscábamos por las ruinas, pero la espada y la corona no han aparecido jamás. Suponemos que las tienen los Cennion, que debieron llevárselas en la confusión del asalto final a Aras, sabiendo como sabían que el rey Kero VIII y su descendencia habían sido asesinados y que ellos eran los herederos legítimos. Seguramente el cetro no pudieron llevárselo.

Todos escuchaban fascinados la historia que les contaba Jafer sobre el pasado de Aras. Ahora sabían mucho más de la historia de esa gran ciudad, incluso de lo que seguramente jamás supieron los Ármitac, o incluso los grandes señores de Hárkad. Imaginaban, cada uno a su manera los prodigios y la vida cotidiana que hubo en Aras cuando fue una ciudad floreciente y próspera y todos llegaban a la misma pregunta, por qué tuvo que haber una guerra que lo destruyese todo. Entonces supieron que la codicia y el poder corrompen a los seres humanos.

—¿Y lo de Barintia? —preguntó de repente Stan—. ¿Quién es el heredero legal?

—Desde luego los Ármitac, no —respondió Alda—, por eso hicimos lo que hicimos, para restablecer los reinos tal como estaban antes de la Gran Guerra.

—Pero eso tiene un peligro —dijo Stan—. Volverán a luchar.

—¿Sabéis cómo llegó Íler al poder? —les preguntó Alda mirándoles a cada uno directamente a los ojos—. ¿Sabéis cómo consiguió que las demás ciudades se le uniesen para ir en contra de Aras? ¿Sabéis qué les hizo a las familias nobles de Barintia?

Todos callaron y bajaron su mirada.

—Yo os lo contaré —dijo Alda con rabia en su voz—. ¿No es alguno de vosotros de Xamin?

—Yo —respondió Tórnax.

—¿Qué concedió a Xamin?

—El derecho a tener sus propios soldados y a quedarse un porcentaje de la explotación de las minas de piedras preciosas y maderas nobles de los Montes de Xamin —respondió Tórnax de memoria.

—Bien —aprobó Alda—. ¿No venía alguno de Dapur?

—Yo —dijo Stan.

—¿Qué regaló a Dapur? —prosiguió Alda.

—El derecho a cobrar por la circulación de mercancías.

—Exacto —exclamó Alda—. Y a otras ciudades también les dio cosas. Pero a Barintia nada. Se suponía que tenían que ser fieles y leales sólo por el hecho de ser de ahí, de la capital nueva —proseguía la muchacha con resentimiento en sus palabras—; y eso dolió mucho a los barintianos.

—Pero ese no es motivo suficiente para… —opinó Éltor.

—Kero VIII y Fóneas Krebb se reunieron —intervino Jafer de nuevo—. A esa reunión sólo asistieron ellos dos, nadie más. Y se supone que Fóneas les contó a los suyos cuál había sido el resultado de esa reunión, como lo hizo Prásant Kero con los suyos. El rey de Aras les contó que habría paz, que no iban a enfrentarse, que colaborarían las dos ciudades…

—¿Y cómo sabemos que eso es cierto? —preguntó Krahova—. Igual vuestras crónicas mienten.

—Entonces cómo se explica lo que ocurrió —le desafió el pelirrojo a responder—. Aquella misma noche, Fóneas murió. No vamos a presuponer nada, de momento; pudo ser una muerte natural. Pero Íler Ármitac, el capitán general de Barintia, no lo olvidemos, se fue a la ciudad para anunciar dos cosas que iban a cambiar el curso de la historia. Una, que Fóneas había sido asesinado a traición por los de Aras, lo que equivalía a una declaración de guerra y dos, que él había sido nombrado heredero de la corona.

—¿Y por qué no? —insistió Krahova.

—Fóneas tenía descendencia y a ellos correspondía hacerse cargo del trono. Por suerte no todos en Barintia eran tan ciegos y se pudo salvar a los herederos —contó Alda—, pero eran tan pocos que tuvieron que esperar muchos años para acabar con el impostor y sacar del trono a quien no le correspondía. Íler no perdió el tiempo y se dedicó a lanzar a los cuatro vientos, la noticia de que los de Aras eran unos traidores y a comprar a las otras ciudades para poder acabar con la ciudad blanca.

—¿Pero qué necesidad tenía de comprarlas? —preguntó Krahova sin acabar de comprender—. ¿No había quedado clara la traición?

—No debieron de tenerlo tan claro las restantes ciudades —respondió Alda—, cuando tuvo que comprarlas.

—¿Y los de Aras, ante tal situación, no hicieron nada para volver a poner todo en su justo lugar? —preguntó Tórnax mirando a Alda con fascinación, sintiendo que algo incómodo se alojaba en su corazón, que le hizo ponerse nervioso de repente—. ¿No intentaron…?

—Aras no quiso comprar a nadie —respondió orgulloso Jafer—. La verdad triunfa siempre, tarde o temprano. Los Ármitac fueron muy severos con Hárkad, y la gente estaba descontenta con ellos. Si no cómo se explica que, prácticamente, en el momento de caer Íged, Damon Wacla ya haya reclamado el trono o incluso Góureith Málcolm ya tenga pretensiones. Si estuvieran aquí los Cennion, organizarían a Aras de nuevo, se unirían los leales de cada ciudad, que seguro que los hay y pondrían a cada uno en su sitio.

—Para eso —dijo Tórnax—, hay que recuperar al hijo de Tárneas Krebb que sólo puede estar en dos sitios: en Dapur o en Mármora. Porque empiezo a temer que en Cumia también nos engañaron diciéndonos que ya había quien se ocupaba del asunto.

—¿Y qué pensáis hacer sobre este asunto? —les preguntó Jafer.

—Por mi parte, volver a intentarlo —respondió Tórnax—. Ahora veo claro lo que me dijo Smeg en Barintia. Le debo a los Némolin todo lo que sé, pero ha llegado el momento de decidir sobre lo que es justo y me inclino por los Krebb.

—Yo iré contigo —respondió Jin.

—Yo debo buscar a mi hermano —confesó Éltor—, si eso me lleva hacia donde vayáis vosotros, entonces estaré a vuestro lado.

—En Mármora no os resultará fácil entrar —dijo Alda—. Tened cuidado.

—Yo iré con vosotros a Mármora —dijo Stan—, si allí vais, porque en Dapur no puedo entrar.

—Ni yo —dijo Jin.

—Intentaremos ayudaros en todo —dijo Jafer—. Recuperar al hijo de Tárneas es fundamental. Nosotros podemos ir a Dapur si nos dais la información precisa.

—¿Y tú, Krahova, qué decides? —preguntó Éltor.

—Por un lado quiero ayudar a mi padre —dijo con los ojos llorosos—, pero tal vez ya esté muerto. Todo esto que nos cuentan no es más que el interés de otros que no son los de Cumia o Barintia, como me dijo Xilos.

—Nadie obliga a nada —observó Alda.

—Iré contigo Éltor —afirmó Krahova—, ahora mis intereses están contigo.

—Es hora de descansar —les comunicó Alda—. Mañana tenemos reunión con Róstor.

—Espera… —dijo Tórnax—, quisiera hablar contigo un momento, Alda.

—Tú dirás.

—A solas, si es posible —dijo el muchacho enrojeciendo.

—Es posible —concedió Alda con una sonrisa—. Ven conmigo.

A Jin no le pareció muy bien la idea de que Tórnax se fuese con Alda y con un gesto enfadado los echó a todos de su habitación y cerró la puerta de un fuerte golpe. Krahova sonrió y después se quedó mirando a Éltor, que la cogió de la mano y dulcemente se fueron hacia su habitación. Stan se quedó de pie mirando a un lado y a otro, no tenía nada de sueño y decidió investigar por su cuenta. Decidió tomar el mismo camino que hacía unos instantes habían seguido Tórnax, Jafer y Alda.

Dejó atrás los aposentos que les habían reservado y siguió por el pasillo hasta hallar otra sala enorme decorada con nuevos frescos, dibujos y pinturas que mostraban escenas de ocio y diversión. De esta sala partían seis pasillos, incluyendo por el que acababa de llegar, todos iguales. En las paredes de la sala, la pintura estaba desconchada. Se oían voces por alguno de los pasillos, pero no sabía hacia dónde ir, pues tenía miedo de perderse y no hallar luego el camino de regreso. Estuvo mirando más detenidamente los dibujos a la luz de las antorchas que colgaban de los soportes de hierro que había en la pared. Encima de los soportes, en el techo, unas manchas negras de humo mostraban que las antorchas habían estado encendidas, una tras otra, mucho tiempo. Finalmente se decidió por un pasillo, al final de cual se vislumbraba una luz más intensa. El pasillo que siguió ahora tenía puertas cerradas a ambos lados, pero no se escuchaba nada. Siguió con cautela hasta llegar a la siguiente sala.

Esta nueva sala también tenía antorchas encendidas, más que en las otras salas donde había estado. La sala no estaba decorada ya que tenía las paredes con estantes repletos de libros y pergaminos. Stan jamás había visto tantos libros juntos. Parecían estar desordenados. Sabía leer, Wylan Kedir le había enseñado y por eso, con cuidado, empezó a mirar los títulos de las obras del primer estante.

—¿Buscas algo en particular? —le asustó la voz de un muchacho.

—Perdona, no quise… —intentó disculparse mientras se giraba hacia él.

—No pasa nada, estaba haciendo la ronda y te vi ahí. ¿Tú no eres uno de los que ha llegado hoy?

—Sí. No tenía sueño y decidí echar un vistazo.

—Nadie te va a prohibir que mires. Aquí sois bienvenidos.

—¿Róstor es vuestro cabecilla?

—Es el más anciano de nosotros. Ahora somos pocos, pero vendrán más cuando llegue nuestro verdadero señor. El nuevo rey.

—¿El nuevo rey? —preguntó asombrado Stan.

—Sí, el que devolverá a Aras su poder y su prestigio —afirmó el muchacho con pasión—. El que lleva consigo los símbolos del poder. Él levantará a todos los partidarios de Aras en armas y se enfrentará a…

—¿A quién? —le interrumpió Stan—, porque a los de Barintia ya los tenéis aquí.

—Al enemigo —dijo el muchacho con una evidencia pasmosa.

—¿Y si no viene el nuevo rey? ¿Habéis pensado en esa posibilidad?

Se hizo el silencio. El muchacho se quedó mirando a Stan como si acabase de decir algo increíble. No sabía qué contestar. Estuvo un rato mirándole, intentando articular alguna respuesta sin hallarla, sin que acudiera a su boca. No estaba preparado para esa pregunta.

—Seguro que vendrá —le dijo Stan intentando animar—. Seguro.

Stan le dio una palmada en el hombro y se fue por donde había venido para volver a su habitación a descansar. Se daba cuenta de que en Aras, sus pocos habitantes escondidos también tenían sus ilusiones y se les hacía difícil, muy difícil, asumir que no pudiesen llegar a convertirse en realidad.

Al llegar a las habitaciones y pasar por delante de la que ocupaban Krahova y Éltor, creyó oír unas risas apagadas. Sin embargo en la de Jin no parecía oírse nada. No parecía haberle sentado muy bien a la chica que Tórnax se fuese con Alda, pero era muy joven y ya se le pasaría. Cuando entró en la suya se llevó una sorpresa, pues Tórnax estaba durmiendo en la otra cama, no esperaba encontrarle allí, había supuesto que no regresaría hasta la mañana siguiente. Sonrió y se echó, enseguida se quedó dormido pensando en lo interesante que podía ser la reunión del día siguiente.

Cuando Stan despertó, se encontró que su compañero de habitación ya había desayunado y estaba sentado en el borde de la cama esperando que él dejase de dormir. Stan le saludó, pero Tórnax estaba como ausente. Stan se lavó la cara en la jofaina que había a los pies de la cama y después desayunó lo que quedaba en la bandeja de madera que alguien debía haberles llevado. Se vistió en silencio y cuando terminó se sentó a los pies de su cama y esperó.

Al poco rato se abrió la puerta y una muchachita joven les dijo que les estaban esperando. Los dos se levantaron y en silencio abandonaron la habitación. Fuera estaban sus otros tres compañeros. Éltor y Krahova hacían muy buena cara, pero Jin tenía un aspecto que mostraba haber pasado una mala noche y no haber dormido casi nada. Siguieron a la muchachita que les había ido a buscar hasta llegar a la primera sala que habían visto la tarde anterior, la que tenía la mesa en el centro. Allí estaba Róstor esperándoles, con una amplia sonrisa, junto a Jafer y a Alda y dos hombres más. Se dispusieron alrededor de la mesa, de pie, de forma que en los extremos de la mesa quedaron el anciano y Jin.

—Supongo que habéis dormido bien —les dijo Róstor con amabilidad—. Lo que nos trae aquí es el ansia de conocimiento de lo que ocurre o ha ocurrido en Hárkad últimamente. Aquí nos llegan pocas noticias y las que han traído los que llegaron ayer no han sido muy halagüeñas.

—¿Qué queréis saber más? —preguntó Éltor—. Aquello que no se os haya contestado y esté en nuestro conocimiento, os lo diremos.

—Sabemos que Damon Wacla, capitán general de los ejércitos de Mármora, inició una reorganización del poder —empezó diciendo Róstor.

—O sea, que se ha autoproclamado rey —dijo Jafer más práctico—. Y que atacó Cumia, que cayó, y Yíldiz, de la que huisteis.

—Exacto —dijo Krahova—, pero Barintia envió tropas a Yíldiz para protegerla, aunque no sabemos…

—… qué ha podido suceder —continuó Éltor cuando se le quebró la voz a Krahova.

—¿Y del hijo de Tárneas? —preguntó Alda—, ¿quién puede contarme algo?

—Landin Kedir lo secuestró —dijo Jin—, el propio hombre de confianza de Tárneas, acompañado de varios hombres de Mármora, aunque no todos estén vivos para contarlo.

—¿Pero Landin no es de Barintia? —quiso saber Alda—. Habrán vuelto a Barintia con el niño.

—No —respondió con firmeza Stan—. Mi amo, mi señor en Dapur se llama Wylan Kedir y, según nos dijo Féllow Kur, podrían ser hermanos. Por tanto, creemos que se fueron a Dapur y de allí a Mármora, a Damon Wacla.

—Interesante —murmuró Róstor.

—Desconozco la existencia de ese tal Wylan —dijo Alda—, pero ya no me extraña nada.

—¿Y Tárneas? —preguntó Tórnax—, ¿no puede hacer nada?

—Demasiado hace —le dijo Alda—. Creo que está en Denwas, reorganizando las defensas.

—Creo que estará en Barintia —dijo Krahova mirando a Tórnax con sorpresa por la pregunta que acababa de hacer— dijo Féllow que había recibido una carta donde le ponía sobre aviso de Landin y que él mismo iba hacia Barintia, pero llegó tarde.

—Y ese Wylan, ¿quién es? —preguntó Alda.

—Yo os explicaré todo cuanto queráis y necesitéis saber —dijo Stan solícito—. Os puedo dibujar su casa de memoria y daros datos sobre él que nadie sabe. Pero yo quiero haceros una pregunta a los de Aras.

—Dime, muchacho —le instó Róstor—, ¿qué quieres saber?

—Ayer por la noche, antes de acostarme, hablé con un muchacho, que muy exaltado, muy apasionado, me contó que esperáis al nuevo rey de Aras. Pero yo le pregunté algo que no supo responderme.

—¿Qué? —preguntó a su vez el anciano—, ¿qué le preguntaste?

—¿Y si no viene ese rey?

—Él tiene la espada y la corona —dijo Róstor— y sabe que sin el cetro no es nada. Se lo habrán contado así y vendrá a buscar el cetro porque sabe que esta aquí.

—¿Y si no lo sabe? —insistió Stan.

—¿Qué pretendes Stan con tanta insistencia? —le preguntó Krahova—. Son sus leyendas, qué te importan a ti. Déjales que crean, si les sirve.

—No son leyendas —afirmó Jafer muy molesto—. Es la verdad de Aras.

—No nos peleemos —dijo Éltor—, debemos estar unidos frente a Damon. Él es el verdadero enemigo.

—Traed el cetro —ordenó Róstor con autoridad—. Traedlo, os voy a mostrar nuestras leyendas a los dos, Krahova y Stan.

Se hizo un silencio tenso en la sala. Todos estaban incómodos por las palabras de Krahova y las preguntas de Stan. Tórnax sonreía mientras su mente viajaba lejos de donde estaban.

Éltor estaba visiblemente molesto con Krahova, pero prefirió no decirle nada y Jin les observaba a todos con atención, empezando a poner a cada uno en su justo puesto. Jafer y Róstor también estaban enfadados, y lo mostraban con una seriedad en sus rostros; y Alda cabeceaba como no dando crédito a lo que acababa de ver.

Uno de los dos hombres que, de Aras, había en la sala, se había ido a buscar el cetro y al poco rato llegó con el objeto envuelto en una tela de terciopelo. Con solemnidad y cuidado casi ritual lo dejó encima de la mesa, delante del anciano de pelo blanco y enseguida volvió a ocupar su lugar alrededor de la mesa.

—Éste es uno de los objetos de poder —dijo Róstor mirándoles fijamente a todos, ralentizando su discurso, su anunciaminento; saboreando las palabras con convicción y solemnidad—. El cetro de Aras, construido en los albores de la ciudad blanca. Tiene engarzada una piedra que brillará con toda su intensidad cuando los otros dos objetos estén junto al cetro. ¡Mirad! —ordenó desenvolviéndolo y dejándolo a la vista de todos.

—¡La piedra brilla! —gritó Jafer maravillado—. ¡La piedra brilla!

Todos se quedaron estupefactos, mirando el objeto que estaba encima del terciopelo. Efectivamente, la piedra que tenía engarzada, una amatista, brillaba con una leve intensidad, como si tuviese una luz tenue dentro, en su interior. Los relieves, las figuras y el material del cetro eran vagamente familiares a casi todos los componentes del grupo, excepto a Éltor, que le resultaban muy conocidos y, por ello, empezó a ponerse lívido mientras se agarraba al borde de la mesa para no caerse.

—¿Qué te ocurre Éltor? —le preguntó Krahova, dándose cuenta de la palidez de su rostro—. ¿Qué te pasa?

—El cetro… —balbuceaba Éltor—, el cetro…

—¿Qué? —preguntó Krahova con impaciencia mientras todos estaban pendientes de él.

—Es como mi espada —dijo al fin y cayó sin sentido al suelo.

Krahova y Tórnax se lanzaron a por Éltor para impedir que se diese con la cabeza en el suelo en su caída inconsciente. Stan, por su parte, ayudó a Jafer a sujetar a Róstor que, lívido, también tenía dificultades para mantener el equilibrio. Alda daba órdenes a los dos hombres para que fuesen a buscar algún sanador de la ciudad para que los dos afectados pudiesen recobrarse cuanto antes. Pero los gritos de Jafer sobre el brillo de la amatista habían resonado por todos los pasillos subterráneos de la ciudad, y enseguida empezaron a aparecer ciudadanos. Jin intentaba que todos mantuviesen la calma, pero el leve brillo de la piedra no hacía más que exaltar los ánimos de los que estaban presentes.

—¡Cubre el cetro, Alda! —gritó Jin desde el otro extremo de la mesa—. ¡Cúbrelo!

Alda siguió las instrucciones de Jin y cubrió el cetro con su paño de terciopelo y por un momento pareció que se recobraba la calma, pero los que allí habían acudido comentaban, y eran muchos, y pronto empezaron a oírse palabras que hablaban del regreso del rey.

Éltor había sido depositado con sumo cuidado en el suelo y era atendido por Krahova y Tórnax, aunque no recobraba el sentido. Tórnax empezó a impacientarse ante la tardanza del sanador. El anciano había ido recuperando el color poco a poco, pero estaba como aturdido, superado por el momento, aunque una leve sonrisa aparecía ya en su cara. Al instante llegó un hombre de unos cincuenta años que se iba abriendo paso entre los numerosos curiosos de Aras que estaban allí.

—Atended a ese hombre, Kaleni[59] —le indicaron, señalándole a Éltor tendido en el suelo—, rápido.

—Habéis tardado mucho —protestó Tórnax—, daos prisa.

—Hay demasiada gente aquí —indicó Kaleni, el sanador—. Llevadlo a su aposento.

—¡Todos a sus ocupaciones! —ordenó Jafer—. Róstor ya os informará a todos cuando las cosas estén más claras.

Cada uno empezó a desfilar a regañadientes. Muchos habían esperado toda la vida ese momento y no querían perdérselo, pero las órdenes de Jafer les hicieron desistir y, con impaciencia, se fueron a sus trabajos, esperando ser convocados lo antes posible.

Stan, Tórnax y el propio Jafer, con ayuda de Alda y Krahova, llevaron a Éltor a su cama y allí lo dejaron. Róstor era atendido por Jin y Kaleni, pero enseguida el anciano se encontró mucho mejor. El sanador lo dejó en manos de Jin y se encaminó a atender al cazador.

—Todos fuera —ordenó Kaleni a los demás—, yo me ocupo de él.

Todos salieron, aunque no sin protestas, y el sanador con una complaciente sonrisa cerró la puerta tras el último, dejándolos a todos fuera, esperando con impaciencia. Róstor, ayudado por Jin, se reunió con los que esperaban, llevando consigo el cetro, envuelto en el terciopelo.

—¿Qué explicación tiene todo esto, Róstor? —preguntó Jafer, confundido.

—No lo sé —dijo el anciano—, deberíamos hablar con él. Si la espada que él tiene es la que debería acompañar al cetro, eso significa que es un descendiente de los Cennion y, por tanto, tiene el derecho legítimo de reclamar el trono. Pero…

—¿Pero qué? —preguntó ansiosa Krahova.

—Falta la corona —dijo Jafer dejando caer las palabras allí en medio—, y sin corona… no puede haber rey.

—Pero él dijo que tiene un hermano —apuntó Jin de repente—, y dice que mayor que él. De hecho la espada se la prestó su hermano y ahora no sabe por dónde andará. Tal vez su hermano es también quien posee la corona.

—No nos precipitemos —dijo Jafer—, ¿dónde está la espada? Primero tenemos que asegurarnos de que es la espada verdadera.

Casi al instante salió Kaleni de la habitación y todos se quedaron mirándole como interrogándole, sin articular ninguna pregunta. Todos querían saber.

—Está bien —les tranquilizó el sanador—, ha recobrado el sentido, pero está muy agotado. Deberíais dejarle descansar, ha sido una emoción muy grande para él. Tal vez por la tarde esté mejor.

—Entraré yo solo —se adelantó Jafer a todos ellos, colocándose al lado de Kaleni.

—Debo hablar con él. Alda…

—Dime —respondió la chica—, ¿qué quieres de mí?

—Que no entre nadie.

—Pero, yo… —protestó Krahova.

—No —negó con autoridad Jafer—. Es importante para Aras y para Hárkad. Espero estar entre amigos y no verme obligado a actuar de otra forma.

Con rapidez y agilidad se introdujo en la habitación, dejándoles a todos con la boca abierta, casi sin tiempo a reaccionar. Alda se colocó delante de la puerta para impedir que nadie pasase y les miró a todos con aire desafiante, como instándoles a abandonar aquel lugar hasta que fuesen avisados de nuevo. Y así todos lo entendieron, menos Tórnax que se quedó al lado de la chica que ni siquiera se dignó a mirarle a la cara.

Jafer miró la habitación, la conocía de sobra: dos camas y una jarra con agua junto a una jofaina, todo ello encima de una pequeña mesa para el aseo personal de los que allí descansasen. Había en el suelo, en un rincón, dos mochilas, un par de arcos apoyados en la pared y Éltor encima de una de las dos camas, sentado y cabizbajo. En la cama de enfrente, encima, había una espada larga envainada y con el pomo cubierto por trapos y vendas viejas, que impedían ver la forma de la empuñadura. Éltor ni siquiera levantó la cabeza.

—Ya me lo advirtió Xilos —dijo el cazador en un hilo de voz casi inaudible—, pero quién iba a saberlo.

—¿Qué te dijo Xilos? —le preguntó Jafer acercándose a él.

—Me dijo que encontraría respuestas.

—¿Y las has encontrado?

—No lo sé, ahora tengo más preguntas que antes.

—¿Me muestras tu espada? Tal vez eso pueda responder alguna de tus preguntas.

—No es mi espada —respondió Éltor airado y levantando la cabeza, mostrando unos ojos enrojecidos—. Ahí la tienes.

—A ti te la confiaron, tengo entendido.

—Deberías hablar con mi hermano, si lo es. Porque ya no estoy seguro de nada. Él es el hombre a quien buscáis y no a mí.

—Tú has sido quien ha llegado con el arma, no tu hermano —dijo Jafer mientras desenvolvía los trapos de la empuñadura para dejarla al descubierto—. El destino es caprichoso a veces.

—¿Y la corona?, porque yo no la tengo.

—Ese es otro asunto, ahora nos incumbe el arma.

Jafer tenía el arma completamente al descubierto en su mano, la sopesó, la observó detenidamente. La rozó con la punta de sus dedos, notando el frío y noble metal con que había sido fabricada. Después la volvió a dejar sobre la cama.

—Es magnífica, sin duda —expresó Jafer con admiración—, pero no es la espada, le falta la piedra.

—La piedra está en mi mochila, la saqué yo porque me parecía demasiado atrayente.

Jafer fue hacia la mochila de Éltor y vació el contenido en el suelo. No le hizo falta preguntar nada, pues del interior de una bolsa de cuero salía un leve fulgor morado. Abrió la bolsita y en su mano sostuvo la amatista, que al igual que la del cetro, parecía tener en su interior una luz.

—No hay duda —afirmó Jafer.

—Dijo Tórnax que había visto la espada en un libro —recordó en voz alta—, en casa de Fándar Némolin.

—¡Maldita sea! —exclamó Jafer—, eso significa que el Libro de los Reyes está entero y que lo poseen los partidarios de Góureith Málcolm. Y seguro que Damon Wacla no sabe nada de esto. El duque de Xamin debe de estar buscando los tres objetos, debe sospechar dónde está uno, el cetro, pero no debe saber nada de los otros dos.

—A no ser… —empezó diciendo Éltor—, que ya tenga la corona.

—¿Tórnax es de confianza? —preguntó de repente Jafer—. Podría ayudarnos.

—No lo sé. Ni siquiera sé quién soy yo.

—A mi entender —le comunicó Jafer— eres Éltor Cennion, descendiente de un linaje real de Aras y mientras tu hermano no aparezca, tú eres el llamado a ser rey.

—¡No! —se negó rebelde Éltor—. Mi padre no fue nunca un rey, ni tan siquiera llevaba esta espada. No sé cuándo se la dio a mi hermano y mi hermano no quiso decirme nada cuando me la dio a mí.

—¿Y no sabes dónde está?

—Tal vez llegue aquí pronto o tal vez esté en manos del duque o quién sabe dónde anda.

—Si no hay otra novedad, tendrás que aceptarlo, Éltor.

—Déjate de tonterías. Hay que salvar al hijo de Tárneas y que reine él solo si quiere.

—No puede ser rey de Aras —le contestó Jafer—, nadie lo aceptaría.

—Pues dejad que Aras quede en el olvido y que reine sobre lo que ahora está entero.

—No tendré en cuenta lo que has dicho. Estás alterado y lo entiendo.

—Xilos me hizo un comentario, Jafer, que sigo sin comprender.

—¿Cuál fue ese comentario?

—Dijo: «creí que no vería este momento jamás. Tú, acompañado de Jin, en Aras».

—Sí, la verdad es que me he estado fijando en ella desde que llegasteis —confesó Jafer—. ¿No la habías visto antes?

—Sí, cuando era muy pequeña, en Cumia —recordó Éltor—, mi padre, si era el mío, visitaba con frecuencia la ciudad de Cumia. Íbamos con él, mi hermano y yo y siempre visitábamos al viejo Xilos. Mi padre conversaba largas horas con él mientras nosotros jugábamos en la calle. Recuerdo que siempre le llevaba un obsequio, un detalle a Jin.

—¿No sabes si erais más?

—¿Qué insinúas? —preguntó el cazador mirándole a los ojos.

—Creo que deberíamos hablar con Xilos, sabe más de lo que cuenta.

—Xilos abandonó Cumia y se dirigía a las montañas, puede estar en cualquier sitio —dijo Éltor abatido.

—De momento vamos a dejar las cosas como están —determinó Jafer—, pero referente a la espada, no puedo ocultar la verdad. Anunciaremos que la espada ha sido traída y que deberás marcharte para volver con la corona. De ti depende volver si lo deseas o no, tal vez si encuentras a tu hermano, todo se aclare. Pero lo encuentres o no, vuelvas o no lo hagas, quiero pedirte un favor.

—Dime, Jafer.

—Bueno, en realidad son dos favores. Cuida de Jin y no dejes que nadie, absolutamente nadie, se apodere de la espada.

—Eso sí puedo prometértelo. Buscaré a mi hermano. Seguro que él sabe dónde hallar la corona y volver con su espada a reclamar lo que por derecho le corresponde. Ahora quisiera descansar. Diles que no entre nadie, por favor.

—¿Ni siquiera Krahova? —preguntó Jafer.

—Sobre todo. Ya tendré tiempo de conversar con ella.